Educar a través del arte C - Vicente Blanco y Salvador Cidrás

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INTRODUCCIÓN:

ARTE Y EDUCACIÓN COMO FRACTURA

De forma paralela a nuestra labor como docentes en una Facultad de Formación de Profesorado, nos dedicamos a la creación artística. Esto implica que gran parte de nuestra forma de ver, de hacer y de sentir procede de nuestras experiencias artísticas. Desde el arte, hemos aprendido a observar el entorno para reformularlo o, al menos, para plantear cuestiones sobre él.

Si alguien nos pregunta qué es el «arte», diríamos que, para nosotros, es una fractura de lo cotidiano, una forma de cuestionar la sociedad y la cultura que nos rodea. Esta aproximación implica ver nuestro contexto desde perspectivas que no habíamos tenido antes en cuenta, de tal modo que aquello que considerábamos natural se desvanece, volviéndose extraño y misterioso.

El arte trastoca nuestro mundo porque propone nuevas formas de hacer y de ver la realidad al margen de los discursos dominantes. Quizá por eso, nos resulta tan complejo y, muchas veces, lo rechazamos; no siempre estamos dispuestos a salir de nuestro espacio de seguridad o a sentirnos cuestionados. El arte

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nos ayuda a huir de la convención, a analizar de forma crítica las creencias con las que damos sentido a nuestra vida y a mostrar otras formas de percibir, sentir, comprender y vivir, desconocidas o ignoradas hasta ese momento.

Si alguien nos pregunta qué es para nosotros la «educación», daríamos la misma respuesta. Creemos en una educación en la que se cuestiona lo «establecido», desde la reflexión personal y desde el ejercicio crítico, a fin de superar modelos impuestos y estereotipados; un proceso de desarrollo y cambio que amplía nuestras experiencias y nuestra comprensión, que nos ayuda a darnos cuenta de la existencia de conflictos en los que no habíamos reparado antes, o que nos hace conscientes de las desigualdades estructurales de nuestro entorno, que condicionan nuestras vidas, la mayoría de las veces, de forma inconsciente.

Entender el arte y la educación como fractura ‒en cierto modo, como disonancia cognitiva‒1 puede ser una tarea dolorosa, porque supone enfrentarnos con nuestras ideas y modelos de vida; implica cuestionar las convenciones socialmente adquiridas, conlleva construir nuevas formas de aproximarnos a nuestro entorno y nos invita a confiar en la educación y en el arte como formas de resistencia, de tal modo que el cambio personal y social sean posibles.

1 Este concepto fue formulado por primera vez en 1957 por el psicólogo estadounidense Leon Festinger, en su obra A Theory of Cognitive Dissonance, refiriéndose a pensamientos o comportamientos contradictorios y en conflicto en una persona que, en caso de darse de modo muy apreciable, lo impulsan a generar ideas y creencias nuevas para reducir la tensión hasta conseguir que el conjunto de sus ideas y actitudes encajen entre sí, constituyendo una nueva coherencia interna.

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Desde esta perspectiva, arte y educación se integran en un compromiso común: la formación de la identidad de las personas, no como una singularidad individual, sino como una construcción autónoma, libre y consciente, conformada en interrelación con el contexto sociocultural. A este respecto, Bruner2 tuvo ocasión de señalar en La educación, puerta de la cultura que un sistema educativo debe ayudar a quienes crecen en una cultura a encontrar una identidad dentro de ella y, solo a través de la reflexión, podremos construir nuestra identidad y hallar un lugar en el mundo; de ahí la importancia de promover el pensamiento crítico para poder cuestionar nuestras propias creencias y roles (profesionales, familiares, de género...) y considerar en qué medida son fruto de una reflexiva y valiosa elaboración personal o de una imposición sociocultural.

Nuestro sistema educativo parece haber dado la espalda a estos planteamientos, tal como demuestra la disminución progresiva de las humanidades, en su amplio sentido, en favor de perspectivas científico-técnicas reduccionistas, olvidando la dimensión social de la escuela y lo que supone el conocimiento ‒no confundir con la mera información‒. En el caso de la Educación Artística dentro del currículo de educación infantil y primaria ‒que debería incluir áreas tan importantes para el desarrollo

2 Jerome Seymour Bruner (1915-2016) es un reconocido psicólogo y pedagogo estadounidense y uno de los principales impulsores de la psicología cognitiva. En la década de los sesenta del siglo xx desarrolló una teoría de aprendizaje de carácter constructivista, conocida como «aprendizaje por descubrimiento», enfocada a superar los modelos conductistas del aprendizaje y a promover que el alumnado adquiera conocimientos a través de procesos de descubrimiento.

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integral como la educación visual y plástica, la música, la danza y el teatro‒, nos encontramos con una presencia residual de la educación visual y la música, mientras que expresiones como la danza o el teatro se hallan prácticamente excluidas.

Con respecto al ámbito de la educación visual y plástica, en el que se centra este libro, la baja valoración social ‒que redunda en una escasa presencia en el currículo de la formación inicial del profesorado‒ ha configurado una materia de segunda categoría, llena de prejuicios como, por ejemplo, la consideración de materia lúdica o solo válida para aquellas personas que poseen «buenas» dotes para el dibujo ‒entendido este como «copia realista»‒. Como consecuencia, con excesiva frecuencia, las actividades didácticas en las escuelas promueven modelos estereotipados. Algunas editoriales han intentado superar esta falta de formación con libros de texto y propuestas de fichas con los que se han apropiado, a menudo, de las dinámicas didácticas seguidas en las aulas, imponiendo sus pautas y excluyendo la experiencia, la investigación infantil y el desarrollo de la creatividad, al no permitir la creación personal.

Esta situación, que en parte deriva de la falta de reflexión y de autonomía del profesorado sobre su práctica docente, tiene su origen en la formación inicial recibida: una formación basada, frecuentemente, en aprendizajes formales, excesivamente teóricos y memorísticos, donde no se cuestionan ni se desplazan las concepciones establecidas desde la infancia sobre la educación, entendida de manera conservadora y acrítica. De tal forma, como estudiantes en la Facultad, mostramos resistencias a planteamientos innovadores y, finalmente, como profesores,

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aplicamos la misma metodología en la que hemos sido formados en una suerte de inercia.

No quisiéramos que estas palabras se interpretaran como un intento de culpabilizar al profesorado. Como afirma Sarason,3 culpar al docente supone culpar a la víctima. Somos agentes vulnerables en una jerarquía educativa que parece no tener suficiente interés en lo que hacemos. Por ello, se trata de asumir responsabilidades compartidas para iniciar, entre todos, un cambio metodológico.

Si queremos que se produzca una reformulación de la práctica educativa, cambios profundos y significativos en nuestros roles como alumnos y docentes, es necesaria una honda reflexión sobre esta que no sea solo de carácter teórico, sino que implique vivenciar propuestas y procesos que conlleven un cambio personal.

El arte como acción creadora es el núcleo de esta propuesta. La creación artística aporta formas de trabajo esenciales para iniciar estos cambios educativos en la medida en que su propia naturaleza se basa en el desarrollo de procesos personales que huyen de respuestas estereotipadas y convencionales. Implica abandonar métodos directivos en favor de alternativas que promuevan, sin quebranto del derecho de las personas a la mejor y más completa educación, la diversidad y la diferencia como rasgos que nos permitan combatir dogmas y abrirnos a la riqueza de las infinitas historias que nos conforman. Reflexionar desde el

3 Seymour B. Sarason (1919-2010), profesor emérito de Psicología en la Universidad de Yale, es considerado uno de los investigadores estadounidenses más relevantes en educación, psicología educativa y psicología comunitaria.

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arte sobre la práctica docente conlleva un gran esfuerzo de deconstrucción de creencias arraigadas, que abarcan cuestiones no solo específicas del arte, sino de la educación en general. Aprender desde el arte trasciende lo específico de la disciplina hacia otra forma de ver la educación, la cultura, la sociedad y la vida.

A lo largo de nuestra labor docente en una Facultad de Formación de Profesorado, hemos configurado una serie de experiencias cuyo objetivo ha sido, precisamente, evidenciar las creencias y las problemáticas metodológicas instauradas en las aulas que inhiben la creatividad y el desarrollo personal. Podrían encuadrarse dentro de una pedagogía crítica o emancipadora, en cuanto intentan interrumpir las certezas y seguridades con las que le damos sentido a nuestra práctica docente para mostrar, al mismo tiempo, otras alternativas con las que, acompañados, poder pensarnos a nosotros mismos. Es importante señalar que, tal como fueron diseñadas, estas propuestas no van dirigidas al alumnado de infantil o primaria, sino a futuros profesores y a profesores en activo y, en general, a todas las personas interesadas en la educación.

Las experiencias se dividen en dos tipos. Las primeras, denominadas «performativas»,4 son más cortas en el tiempo (comienzan y finalizan en la misma sesión). Recrean situaciones

4 Cómo hacer cosas con palabras fue la obra póstuma del lingüista John L. Austin, quien aludía a la capacidad del lenguaje para «hacer cosas»; a esto se lo llamó «performatividad». La trasposición al campo de la educación artística quiere referirse a la posibilidad de dar a los estudiantes, sin entretenimientos previos, las herramientas necesarias para la creación y la interpretación, en situaciones de experimentación que procuran provocar la disonancia cognitiva.

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de aula con el objetivo de evidenciar las resistencias al cambio ocultas en planteamientos teóricos.

Las segundas, de mayor duración en el tiempo (continúan en diversas sesiones y se mantienen activas durante todo el curso), las denominamos «procesuales». En ellas se experimentan procesos creativos que favorecen aptitudes, capacidades y conocimientos necesarios para el ejercicio docente.

Nos gustaría que los lectores y las lectoras participasen de este libro también como «hacedoras» de alguna de las propuestas que aquí se presentan, pues solo a través de la acción directa podremos comprender la complejidad que lleva consigo el cambio de metodologías, de valores y de creencias en nosotros mismos.

No es un recorrido fácil. Implica vernos desde ángulos desconocidos y puede que no nos guste cómo nos veamos. Pero este es nuestro compromiso, como artistas y profesores, si queremos transformar la escuela y la sociedad.

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1. Puntos de partida

EL ESTADO DE LA CUESTIÓN:

UNA ESCUELA SIN CREATIVIDAD

La palabra creatividad se emplea con tanta frecuencia en el ámbito escolar que parece haberse quedado vacía de contenido. En la actualidad, se asemeja más a una palabra comodín, muy apropiada para los manuales de estilo y buenas prácticas, que a un término que implique una «acción real por construir una escuela creativa».

El alumnado con el que trabajamos, estudiantes del grado de Infantil y Primaria en una Facultad de Formación de Profesorado y futuros profesores, también recurre, al igual que los manuales, a la palabra creatividad cuando se le consulta sobre la educación artística, de tal forma que a la pregunta de «¿para qué sirve la educación artística?», la respuesta automática es: «para fomentar la creatividad».

Hasta aquí todo parecería ir bien. Parecería. Cuando se lleva a la práctica, este castillo de palabras se viene abajo.

Una de las características de la educación artística, cualquiera que sea su disciplina ‒artes visuales, teatro, danza, música, creación literaria…‒, es que la práctica y la teoría confluyen en un proceso creativo. En las experiencias que realizamos en el aula de la Facultad se deja de lado la teoría como un simple enunciado y se conecta con el hacer. Cuando esto ocurre, funcionan como

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