

INTRODUCCIÓN
En estos últimos años, tras la publicación de mi diario de clase Il paese sbagliato,7 he recibido muchas cartas, sobre todo de estudiantes, profesores, padres y trabajadores culturales y sociales, que deseaban profundizar en las cuestiones educativas planteadas en el libro y leer más publicaciones, artículos y ensayos, tanto didáctico-pedagógicos como teóricos. Esa demanda sigue viva y se intensifica cuando se acercan las oposiciones de Magisterio y empiezan los cursos de formación para el profesorado. Para satisfacer esta necesidad de documentación, he aceptado la propuesta de mi editor: recopilar en un mismo volumen gran parte de lo que he publicado desde 1970 en periódicos, revistas y otros medios de comunicación cultural.
En los artículos que no he incluido, se repiten conceptos y temas que trato más extensamente en otros escritos; me ha parecido adecuado reducir así la amplitud, eliminando en parte la superposición de temas y conceptos. Evidentemente, quedan algunas repeticiones y solapamientos, debido a los distintos destinos de los artículos y a su estructura, pero creo que, a veces, pueden ser útiles para ver un problema desde diferentes ángulos. En cambio, he mantenido artículos en los que se exponen conceptos que hoy día se consideran obsoletos, para dar a todos, incluyéndome a mí mismo, la oportunidad de revisar críticamente el proceso de la cuestión educativa en el marco político de una realidad italiana en evolución.
m. l., 19777 Este diario de vida escolar en un contorno rural del norte de Italia fue traducido en 1973 al castellano con el título El país errado, Barcelona, Laia. (N. de E.)
PARTE I LA VIEJA ESCUELA
QUE HAY QUE TRANSFORMAR
Las dos escuelas8
Recientemente, al participar en encuentros de base que incluían debates, he notado que el telefilme de De Seta Diario de un maestro, extraído del libro de Bernardini Un año en Pietralata,9 que tuvo una altísima tasa de audiencia, ha dejado huella. Para muchos, especialmente para los padres de zonas rurales con hijos que suspendían, o que estaban casi convencidos de que sus niños fracasaban en la escuela porque eran menos inteligentes
8 Publicado en Paese Sera el 16 de mayo de 1973. (N. de E. orig.)
9 El telefilme fue dirigido por Vittorio De Seta en 1971 a partir del libro de Albino Bernardini Un anno a Pietralata (1968). De Seta realizó a lo largo de un año un trabajo preliminar de investigación y luego rodó durante cuatro meses en una escuela popular romana en la que la mayoría del alumnado descendía de inmigrantes proletarios. En el filme, se presenta la práctica escolar de un programa basado en las orientaciones de la «nueva escuela» de Célestin Freinet y se exploran las posibilidades emancipadoras del alumnado, que improvisaba las escenas a partir de una ficción escrita día a día por De Seta en colaboración con el pedagogo Francesco Tonucci. El filme se emitió en la televisión italiana en 1973 y fue visto por más de veinte millones de espectadores, suscitando un debate nacional sobre el sistema de enseñanza público. El libro fue traducido al castellano: A. Bernardini, Diario de un maestro. Un año en Pietralata, Barcelona, Fontanella, 1974. (N. de T.)
que los demás, fue algo esclarecedor e impactante descubrir que un maestro con una actitud humana puede entender los problemas de los niños y construir junto a ellos algo válido cultural y moralmente, partiendo de los intereses y capacidades de los alumnos.
De Seta les hizo comprender algo natural, pero difícil de entender para cualquier persona, ya sea padre o maestro, que lleva dentro la idea de ese modelo de escuela autoritaria que ha vivido en carne propia y que ha conformado su forma de pensar: que puede haber otra forma de vivir en la escuela. Una escuela sin un maestro que «mande» y niños que deban obedecer, sin libros de texto iguales para todos, sin lecciones que haya que aprender y repetir, sin notas y, por lo tanto, sin suspensos es todavía inconcebible para muchos. Se han escrito muchos libros teóricos y basados en experiencias reales sobre esta «revolución copernicana» del método de aprendizaje, pero los libros llegan solo a unos miles de personas; la televisión, sin embargo, alcanza a millones. Millones de personas han podido ver cómo una clase formada por unos niños considerados «despojos», hijos de familias pobres, recuperaban poco a poco la confianza en sí mismos y trabajaban juntos, partiendo de episodios aparentemente insignificantes para llegar a abordar cuestiones fundamentales y de actualidad: la no violencia, el fascismo, el robo, el reformatorio, etcétera.
El choque con el director
Al presentar a esos jóvenes de barrios pobres mientras vivían sus experiencias y presentarnos su evidente progreso a
lo largo del tiempo, la película nos ha hecho quererlos como se quiere a cualquier persona que se expone y se nos abre en una relación de amistad cordial (pues esa era la relación que el maestro D’Angelo había querido establecer en el aula). Solo así ese individuo desconocido que suele ser el alumno revela su personalidad y su humanidad al profesor. Para muchos docentes, los escolares siguen siendo simples nombres escritos en la lista de clase, que esperan a que los llamen para preguntarles la lección, en ese silencio helado propio de los escolares que están a la expectativa.
Pero la película, ambientada entre estos «despojos», también tuvo otro mérito: dar a conocer un problema que afecta a todos los docentes que ingresan en la escuela pública. En todas las clases se encuentran siempre dos tipos de niños: los que han crecido en una casa llena de libros y estímulos culturales, que saben hablar buen italiano porque han aprendido a expresarse correctamente en casa y que llegan con un léxico muy rico que les permite comprender inmediatamente todo lo que explica el profesor, y los hijos de familias pobres, con padres que trabajan todo el día, en cuyas casas no hay libros y el periódico no llega casi nunca, donde se habla en dialecto y, por lo tanto, el italiano es casi una lengua extranjera.
A estos niños, por supuesto, no se les da bien escribir en italiano, porque aún no saben hablarlo; son los que cometen gran cantidad de errores y los que, a fuerza de fallos, pueden llegar a convencerse de que son menos inteligentes que los demás, sobre todo si suspenden. Al ver en la película a esos niños de familias pobres, a muchos padres les vienen a la mente sus propios hijos, que no son tan buenos estudiantes como los «niños
de papá»; piensan en la humillación y en la ira reprimida que sus hijos sienten ante un boletín de notas lleno de cuatros y cincos y comprenden por qué un número creciente de educadores se niega a poner notas. Han entendido que quitar los pupitres individuales y unirlos alrededor de una gran mesa de trabajo significa negarse a enseñar a los niños a comportarse como personas egoístas e individualistas que solo piensan en sí mismas, para, en cambio, organizar el estudio y el trabajo de forma colaborativa y cooperativa, ayudándose unos a otros como compañeros en igualdad de condiciones, e integrando las aptitudes de cada uno en un trabajo común.
Los obreros han entendido que esa forma de vivir en la escuela era similar a la forma de afrontar los problemas de una fábrica y organizar un frente común. Por supuesto, en la película no se podía decirlo todo, y no se ha hecho. Pero sí ha hecho intuir a la opinión pública la importancia de la escuela como integrante de una sociedad en evolución. No se ha presentado el problema de la organización de los maestros de vanguardia y de la gestión democrática de la escuela, pero quedaba implícito en la postura del maestro en contra del autoritarismo. Y ha bastado con presentar el choque entre el maestro y el director para que saliera a la luz el drama de dos formas opuestas e irreconciliables de ver la vida y el mundo.
Una escuela que hay que demoler10
Querida Lucia:
He leído de un tirón tu recopilación de testimonios y quiero contarte lo que he sentido mientras lo leía. Mi primera reacción ha sido retroceder en el tiempo, hasta los amigos de la infancia, para recordar mis primeros años de colegio, que viví en un período histórico singular. De hecho, nací en el año en el que el fascismo llegó al poder y me gradué como maestro el 10 de junio de 1940, el mismo día en que estalló la guerra. La historia de mi experiencia, por lo tanto, corre paralela a la del régimen fascista, cuya política, tras conquistar el poder por la violencia y aliarse con Hitler, desembocó de forma natural en la guerra.
Los testimonios que recoges me han hecho recordar aquella época. En ellos hay, por parte de los maestros y profesores, la misma arrogancia e indiferencia hacia los problemas de todos nosotros. Y eso, en un marco político que parece muy diferente al fascista, pero que en esencia no lo es, porque la escuela sigue siendo un instrumento de clase que selecciona y rechaza cualquier propuesta de renovación radical en sentido democrático.
10 Esta carta a Lucia Tumiati se utilizó como introducción al libro Una scuola da bruciare, Venecia, Editore Marsilio, 1973. (N. de E. orig.)
Bajo esta perspectiva, he pasado revista a todos mis maestros, a quienes aceptaban el fascismo como medio para restaurar el orden y a quienes lo sufrían. Les he pasado revista con la memoria, que solo ahora es capaz de saber con claridad cómo se colocan los episodios individuales en la línea de un desarrollo histórico general: imponer a todos un libro de texto único en el que la historia estaba falsificada, aceptar el carné fascista y vestir el uniforme para poder seguir enseñando, instruir a los niños en el manejo del mosquete y acostumbrarlos a hacer la marcha militar para convertirlos en soldados de esa guerra que el fascismo estaba preparando. En ese clima, creado por las circulares ministeriales, ni nuestros padres ni nosotros, los niños, teníamos derechos. Nuestra dignidad no existía. El corazón de la escuela no era la persona, sino el régimen, y los maestros debían obedecer sus directivas, que les exigían actuar como ejecutores de órdenes, no como educadores.
En resumen, en tu libro he sentido la tragedia de otros niños, nuestros niños de hoy día (en un régimen que se define como democrático, regido por una Constitución antifascista en la que se enumeran los derechos y las libertades), a los que en clase se los sigue tratando esencialmente con la misma arrogancia (incluso sin uniformes, marchas ni carnés obligatorios) por parte de unos profesores que no los respetan.
Muchas de las situaciones que se describen en los testimonios que has recogido yo las he vivido directamente, en el colegio de aquella época, o se las he oído contar a mis compañeros. Pero entonces, por lo menos, nos quedaba la satisfacción de burlarnos del maestro coordinador, porque lo identificábamos con el poder al que había que derrocar; hoy día, esa identificación no es fácil.
Como demuestra tu libro, al final del año escolar, los directores docentes dan a esos maestros que humillan a los niños la misma nota de «sobresaliente» que a los demás. Y, si alguien lleva al colegio un poco de humanidad o una nueva pedagogía que libere las capacidades creativas y lógicas de los alumnos, se mete en un lío; eso si no lo castigan con un traslado o apartándolo de la docencia (como está sucediendo cada vez con mayor frecuencia en los últimos tiempos).
Sin embargo, en este punto me surgió una duda y me dije a mí mismo: si al leer estas páginas pensamos tan solo en los docentes, el libro puede ser peligroso, porque podría encauzar las reacciones de los padres y de la sociedad y convertir al maestro o al profesor en un blanco fácil, al no tener en cuenta las restricciones a las que lo someten las escuelas de Magisterio, las oposiciones o el propio centro educativo en el que trabajan, en cuya estructura autoritaria el director puede inspirar temor al maestro, mientras él mismo teme al inspector, y el inspector, que hace sus visitas sin previo anuncio, inspira temor al director del centro y a los profesores, pero piensa con temor en su supervisor, y este, a su vez, es obsequioso con el todopoderoso ministro, que es quien manda, en vez de servir al pueblo, que para eso lo ha colocado en el puesto que ocupa. En el caso de la escuela, ese «pueblo» son los niños y sus familias, que no tienen ningún poder sobre esos maestros que describes en tu libro, que ni respetan a los alumnos ni acatan las directrices de los programas ministeriales.
En todo tu libro se documenta cómo se vulneran impunemente los programas en los que, entre otras cosas, se afirma:
«[…] las directrices […] se fundamentan ante todo en nuestra
tradición educativa humanista y cristiana: es decir, en el reconocimiento de la dignidad del ser humano; en el respeto por los valores que la crearon: espiritualidad y libertad […]» (según la introducción a los programas de la escuela primaria); «[…] hacer del instituto una verdadera comunidad, igualmente estimulante para todos, a fin de compensar las diferencias iniciales entre los alumnos de diferentes orígenes sociales y de superar las dificultades de su desarrollo. En el instituto de secundaria, así concebido, el hábito de la convivencia, ya promovido en la escuela primaria, se convierte, a través de la educación cívica, en una introducción consciente a la convivencia democrática […] creando un clima sereno en el aula y en todo el centro educativo, que genera sensación de seguridad y fomenta las iniciativas personales y asociativas de los alumnos […]» (según los programas de secundaria).
«Y, entonces», me pregunté, «si el lector no ve todas esas cosas, ¿no arremeterá contra los maestros, perdiendo de vista el contexto político que los rodea, que se ha quedado tal y como estaba en el pasado, con el ministro a la cabeza, dando órdenes y, más abajo, los sargentos y cabos obedeciéndolas?». Te confieso que me quedé un rato perplejo, pero luego, por esos caminos inescrutables de la intuición que echan por tierra toda vacilación, me dije: «Sí; todo eso es verdad: las autoridades tienen el poder, la estructura se ha quedado tal y como estaba durante el fascismo, en manos de la misma clase dominante, pero ¿qué tipo de educador es el que no hace nada al respecto? Porque hay dos casos posibles: si lo sabe y lo acepta, incumple el principio constitucional que garantiza los derechos inviolables del ser humano, no respeta los programas ministeriales (que, aunque se
basan en contradicciones macroscópicas, contienen ciertos principios que el legislador ha logrado introducir) y, sobre todo, no respeta a esa persona adorable que es el niño, con su pureza de sentimientos y su desconcertante sinceridad. Si no lo sabe, no tiene excusa: ¿cómo puede ser educador alguien que carece de antenas para recibir los mensajes de los nuevos tiempos, que no tiene ese mínimo de humanidad necesaria que le hace sentir que los problemas de los niños y los jóvenes son problemas que afectan a toda la sociedad, y que utiliza su pequeña parcela de poder para destruir sus derechos? Está pagado con el dinero de todos, está al servicio del pueblo y debe poseer o conquistar, junto a sus alumnos, esa actitud abierta propia de alguien capaz de estimular ideas, de crear sociabilidad. De lo contrario, se convierte en un sórdido déspota de la cátedra que reafirma las cadenas espirituales y materiales que aún existen en la escuela».
Para los educadores no puede haber coartadas. Tienen el deber, más que ninguna otra persona, de exigirse a sí mismos y a los demás la búsqueda continua de la verdad. Si un maestro lo es de buena fe, no puede callarse ni acallar a los jóvenes que se abren a la vida en un mundo lleno de crímenes cometidos por aquellos que sí callan o que falsifican la verdad para defender sus privilegios y su poder. Debe sufrir una crisis y regenerarse a sí mismo, mientras establece nuevas relaciones con los niños, con las familias, con la sociedad.
Si no lo hace así, es porque ha elegido quedarse del lado de los carceleros, de los perseguidores, de los lamebotas, y hacer todo lo posible para que la ola impetuosa de esas ideas nuevas y «peligrosas» (que un día llenarán de orgullo a la humanidad) no entre en el reducto medieval de su escuela.
«Entonces, tal y como está, como una lista simple y cruda de la violencia y la estupidez que aún se dan en nuestras escuelas», pensé, «este libro es una acusación terrible, porque todas esas palabras se han pronunciado, todos esos hechos han ocurrido en realidad, todas esas humillaciones se han sufrido». Me acuerdo de Giancarlo, un antiguo alumno mío, con una sensibilidad especial, que en el instituto ayudó a un amigo suyo a hacer los deberes y, por eso, lo castigaron poniéndole un cuatro. No quiso volver. Buscó empleo en una fábrica y se puso a trabajar ocho horas diarias en un ambiente insalubre. Si alguien le pregunta cómo le va, responde que la fábrica es mejor que el instituto. Allí, como trabajador, en la lucha sindical, ha encontrado una salida a su sentido de justicia y solidaridad, algo que no podía expresar en la escuela. Es triste, pero, si la fábrica es mejor que la escuela, podemos decir con seguridad que esta es «una escuela que hay que demoler», para construir otra en su lugar.
Cómo la escuela «decapita» a los niños11
Se aproxima el inicio del curso y muchos padres, especialmente si tienen hijos que irán a la escuela por primera vez, quizá no sean conscientes de lo que les sucederá a sus niños, que durante estos últimos días de libertad juegan felices con otros de su misma edad. En la mayor parte de los colegios italianos, la condición del escolar es triste y, en algunos casos, dramática: en las aulas, de hecho, se produce la «ruptura de la unidad de la persona física».
Sobre este problema, que afecta negativamente al crecimiento del individuo, hace poco se celebraron en Châtillon unas jornadas de prácticas internacionales organizadas por la región del Valle de Aosta, en colaboración con la Fédération internationale des mouvements de l’École moderne (fimem) y con el Movimiento de Cooperación Educativa (mce). El tema era: El niño y el maestro tienen un cuerpo. Asistieron más de cien educadores italianos, franceses, suizos, españoles y argelinos, que abordaron la cuestión a nivel teórico (con la contribución de Andrea Canevaro y Fiorenzo Alfieri) y operativo (con la participación de Franco Passatore, Francesco Tonucci y Fabio Guindani). Este problema, que es muy serio, se enmarca en la evolución que lleva al niño a la representación del yo como personalidad.
11 Publicado en Paese Sera el 18 de septiembre de 1973. (N. de E. orig.)
