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Una escuela que hay que demoler10

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INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Querida Lucia:

He leído de un tirón tu recopilación de testimonios y quiero contarte lo que he sentido mientras lo leía. Mi primera reacción ha sido retroceder en el tiempo, hasta los amigos de la infancia, para recordar mis primeros años de colegio, que viví en un período histórico singular. De hecho, nací en el año en el que el fascismo llegó al poder y me gradué como maestro el 10 de junio de 1940, el mismo día en que estalló la guerra. La historia de mi experiencia, por lo tanto, corre paralela a la del régimen fascista, cuya política, tras conquistar el poder por la violencia y aliarse con Hitler, desembocó de forma natural en la guerra.

Los testimonios que recoges me han hecho recordar aquella época. En ellos hay, por parte de los maestros y profesores, la misma arrogancia e indiferencia hacia los problemas de todos nosotros. Y eso, en un marco político que parece muy diferente al fascista, pero que en esencia no lo es, porque la escuela sigue siendo un instrumento de clase que selecciona y rechaza cualquier propuesta de renovación radical en sentido democrático.

10 Esta carta a Lucia Tumiati se utilizó como introducción al libro Una scuola da bruciare, Venecia, Editore Marsilio, 1973. (N. de E. orig.)

Bajo esta perspectiva, he pasado revista a todos mis maestros, a quienes aceptaban el fascismo como medio para restaurar el orden y a quienes lo sufrían. Les he pasado revista con la memoria, que solo ahora es capaz de saber con claridad cómo se colocan los episodios individuales en la línea de un desarrollo histórico general: imponer a todos un libro de texto único en el que la historia estaba falsificada, aceptar el carné fascista y vestir el uniforme para poder seguir enseñando, instruir a los niños en el manejo del mosquete y acostumbrarlos a hacer la marcha militar para convertirlos en soldados de esa guerra que el fascismo estaba preparando. En ese clima, creado por las circulares ministeriales, ni nuestros padres ni nosotros, los niños, teníamos derechos. Nuestra dignidad no existía. El corazón de la escuela no era la persona, sino el régimen, y los maestros debían obedecer sus directivas, que les exigían actuar como ejecutores de órdenes, no como educadores.

En resumen, en tu libro he sentido la tragedia de otros niños, nuestros niños de hoy día (en un régimen que se define como democrático, regido por una Constitución antifascista en la que se enumeran los derechos y las libertades), a los que en clase se los sigue tratando esencialmente con la misma arrogancia (incluso sin uniformes, marchas ni carnés obligatorios) por parte de unos profesores que no los respetan.

Muchas de las situaciones que se describen en los testimonios que has recogido yo las he vivido directamente, en el colegio de aquella época, o se las he oído contar a mis compañeros. Pero entonces, por lo menos, nos quedaba la satisfacción de burlarnos del maestro coordinador, porque lo identificábamos con el poder al que había que derrocar; hoy día, esa identificación no es fácil.

Como demuestra tu libro, al final del año escolar, los directores docentes dan a esos maestros que humillan a los niños la misma nota de «sobresaliente» que a los demás. Y, si alguien lleva al colegio un poco de humanidad o una nueva pedagogía que libere las capacidades creativas y lógicas de los alumnos, se mete en un lío; eso si no lo castigan con un traslado o apartándolo de la docencia (como está sucediendo cada vez con mayor frecuencia en los últimos tiempos).

Sin embargo, en este punto me surgió una duda y me dije a mí mismo: si al leer estas páginas pensamos tan solo en los docentes, el libro puede ser peligroso, porque podría encauzar las reacciones de los padres y de la sociedad y convertir al maestro o al profesor en un blanco fácil, al no tener en cuenta las restricciones a las que lo someten las escuelas de Magisterio, las oposiciones o el propio centro educativo en el que trabajan, en cuya estructura autoritaria el director puede inspirar temor al maestro, mientras él mismo teme al inspector, y el inspector, que hace sus visitas sin previo anuncio, inspira temor al director del centro y a los profesores, pero piensa con temor en su supervisor, y este, a su vez, es obsequioso con el todopoderoso ministro, que es quien manda, en vez de servir al pueblo, que para eso lo ha colocado en el puesto que ocupa. En el caso de la escuela, ese «pueblo» son los niños y sus familias, que no tienen ningún poder sobre esos maestros que describes en tu libro, que ni respetan a los alumnos ni acatan las directrices de los programas ministeriales.

En todo tu libro se documenta cómo se vulneran impunemente los programas en los que, entre otras cosas, se afirma:

«[…] las directrices […] se fundamentan ante todo en nuestra tradición educativa humanista y cristiana: es decir, en el reconocimiento de la dignidad del ser humano; en el respeto por los valores que la crearon: espiritualidad y libertad […]» (según la introducción a los programas de la escuela primaria); «[…] hacer del instituto una verdadera comunidad, igualmente estimulante para todos, a fin de compensar las diferencias iniciales entre los alumnos de diferentes orígenes sociales y de superar las dificultades de su desarrollo. En el instituto de secundaria, así concebido, el hábito de la convivencia, ya promovido en la escuela primaria, se convierte, a través de la educación cívica, en una introducción consciente a la convivencia democrática […] creando un clima sereno en el aula y en todo el centro educativo, que genera sensación de seguridad y fomenta las iniciativas personales y asociativas de los alumnos […]» (según los programas de secundaria).

«Y, entonces», me pregunté, «si el lector no ve todas esas cosas, ¿no arremeterá contra los maestros, perdiendo de vista el contexto político que los rodea, que se ha quedado tal y como estaba en el pasado, con el ministro a la cabeza, dando órdenes y, más abajo, los sargentos y cabos obedeciéndolas?». Te confieso que me quedé un rato perplejo, pero luego, por esos caminos inescrutables de la intuición que echan por tierra toda vacilación, me dije: «Sí; todo eso es verdad: las autoridades tienen el poder, la estructura se ha quedado tal y como estaba durante el fascismo, en manos de la misma clase dominante, pero ¿qué tipo de educador es el que no hace nada al respecto? Porque hay dos casos posibles: si lo sabe y lo acepta, incumple el principio constitucional que garantiza los derechos inviolables del ser humano, no respeta los programas ministeriales (que, aunque se basan en contradicciones macroscópicas, contienen ciertos principios que el legislador ha logrado introducir) y, sobre todo, no respeta a esa persona adorable que es el niño, con su pureza de sentimientos y su desconcertante sinceridad. Si no lo sabe, no tiene excusa: ¿cómo puede ser educador alguien que carece de antenas para recibir los mensajes de los nuevos tiempos, que no tiene ese mínimo de humanidad necesaria que le hace sentir que los problemas de los niños y los jóvenes son problemas que afectan a toda la sociedad, y que utiliza su pequeña parcela de poder para destruir sus derechos? Está pagado con el dinero de todos, está al servicio del pueblo y debe poseer o conquistar, junto a sus alumnos, esa actitud abierta propia de alguien capaz de estimular ideas, de crear sociabilidad. De lo contrario, se convierte en un sórdido déspota de la cátedra que reafirma las cadenas espirituales y materiales que aún existen en la escuela».

Para los educadores no puede haber coartadas. Tienen el deber, más que ninguna otra persona, de exigirse a sí mismos y a los demás la búsqueda continua de la verdad. Si un maestro lo es de buena fe, no puede callarse ni acallar a los jóvenes que se abren a la vida en un mundo lleno de crímenes cometidos por aquellos que sí callan o que falsifican la verdad para defender sus privilegios y su poder. Debe sufrir una crisis y regenerarse a sí mismo, mientras establece nuevas relaciones con los niños, con las familias, con la sociedad.

Si no lo hace así, es porque ha elegido quedarse del lado de los carceleros, de los perseguidores, de los lamebotas, y hacer todo lo posible para que la ola impetuosa de esas ideas nuevas y «peligrosas» (que un día llenarán de orgullo a la humanidad) no entre en el reducto medieval de su escuela.

«Entonces, tal y como está, como una lista simple y cruda de la violencia y la estupidez que aún se dan en nuestras escuelas», pensé, «este libro es una acusación terrible, porque todas esas palabras se han pronunciado, todos esos hechos han ocurrido en realidad, todas esas humillaciones se han sufrido». Me acuerdo de Giancarlo, un antiguo alumno mío, con una sensibilidad especial, que en el instituto ayudó a un amigo suyo a hacer los deberes y, por eso, lo castigaron poniéndole un cuatro. No quiso volver. Buscó empleo en una fábrica y se puso a trabajar ocho horas diarias en un ambiente insalubre. Si alguien le pregunta cómo le va, responde que la fábrica es mejor que el instituto. Allí, como trabajador, en la lucha sindical, ha encontrado una salida a su sentido de justicia y solidaridad, algo que no podía expresar en la escuela. Es triste, pero, si la fábrica es mejor que la escuela, podemos decir con seguridad que esta es «una escuela que hay que demoler», para construir otra en su lugar.

Cómo la escuela «decapita» a los niños11

Se aproxima el inicio del curso y muchos padres, especialmente si tienen hijos que irán a la escuela por primera vez, quizá no sean conscientes de lo que les sucederá a sus niños, que durante estos últimos días de libertad juegan felices con otros de su misma edad. En la mayor parte de los colegios italianos, la condición del escolar es triste y, en algunos casos, dramática: en las aulas, de hecho, se produce la «ruptura de la unidad de la persona física».

Sobre este problema, que afecta negativamente al crecimiento del individuo, hace poco se celebraron en Châtillon unas jornadas de prácticas internacionales organizadas por la región del Valle de Aosta, en colaboración con la Fédération internationale des mouvements de l’École moderne (fimem) y con el Movimiento de Cooperación Educativa (mce). El tema era: El niño y el maestro tienen un cuerpo. Asistieron más de cien educadores italianos, franceses, suizos, españoles y argelinos, que abordaron la cuestión a nivel teórico (con la contribución de Andrea Canevaro y Fiorenzo Alfieri) y operativo (con la participación de Franco Passatore, Francesco Tonucci y Fabio Guindani). Este problema, que es muy serio, se enmarca en la evolución que lleva al niño a la representación del yo como personalidad.

11 Publicado en Paese Sera el 18 de septiembre de 1973. (N. de E. orig.)

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