Dominio de las cosas y libertad, según Vitoria

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DOMINIO Y LIBERTAD SEGÚN VITORIA Juan Cruz Cruz



JUAN CRUZ CRUZ Profesor Honorario de la Universidad de Navarra

DOMINIO Y LIBERTAD SEGÚN VITORIA

JC



© Juan Cruz Cruz, Dominio y libertad, según Vitoria Pamplona, 2019



INDICE

1. Introducción .....................................................................................

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2. Teleología del dominio y de la propiedad ....................................... 13 3. Transitoriedad del dominio originario ............................................. 19 4. Dominio y poder .............................................................................. 27 5. El dominio que todos los hombres viven: “totus orbis” .................. 37 6. Dominio en liberalidad compleja y en liberalidad simple .............. 43 7. El valor de las cosas bajo dominio: estimación unívoca y análoga . 53 8. Epílogo. Una cita de Juan de Lugo. ................................................. 67 9. Selección bibliográfica ..................................................................... 71



I INTRODUCCIÓN

1. “Quien tiene gran necesidad de una cosa ‒dice Vitoria‒ debe tornarle algo de más al que la vende, mas no de manera forzada, sino de modo liberal, por probidad; y el otro puede honradamente recibirlo”1. En este texto de materia económica ‒insertado en una exposición de Vitoria sobre la compraventa‒, entra el acto liberal junto al acto justo. Y se resalta la diferencia que hay entre dar por liberalidad y dar por justicia: el dar por liberalidad se presenta aquí como un acto que surge al lado de la justicia, aunque no siempre tendría que ser así. Además, uno puede portarse de manera liberal no sólo al dar, sino también al recibir, en cuyo caso se responde especialmente con gratitud. Por eso, quien recibe con liberalidad, en el contexto de un acto de justicia, debe tornar al “otro” algo más, aunque sean las gracias2. Y es que cuando un ser humano se aproxima a otro comparece, según Vitoria, algo excepcional: una relación interna, poderosa, que incita a que ambos participen en un bien común que 1

“Ex honestate tamen, qui multum indiget illa re, debet aliquid plus dare vendenti illam, sed non propter violentiam, sed libens, et licet alteri accipere”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a1. Traduzco “libens” por “modo liberal”, pues la raíz “lib-” así lo permite, o sea, con agrado. 2

Viene a decir lo mismo que Santo Tomás, apoyado en Aristóteles: “La retribución proporcional pertenece a la justicia conmutativa cuando se la considera como deber legal (secundum debitum legale); por ejemplo, cuando con pacto se firma el pagar tanto por tanto. En cambio, la virtud de la gratitud tiene por objeto la retribución que uno hace con libre espontaneidad (sponte) solamente por deber moral (ex solo debito honestatis). Es por lo que la gratitud agrada menos cuando es obligada, como dice Séneca en el libro De beneficiis” (Summa Theologiae, II-II, q. 106, a. 1 ad 2).


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los trasciende. Entre los dos reflejarían mejor la humanidad que en la soledad de uno solo. Dentro de esa relación, un ser humano puede venderle a otro aquello que le pertenece; o puede dárselo sin interés alguno, porque quiere; o puede participar con él llanamente en la construcción de un orden político. Y todo ello ocurriría siempre no sólo bajo el sentimiento o la intención natural y espontánea que en cada momento embargara al sujeto, sino también, y muy principalmente, bajo el prisma ético de lo moral y lo inmoral. Pues todo eso, por muy espontáneo que fuere, no dejaría de estar en manos de la libertad personal, cuyos valores pueden elevar o minar la vida de los hombres en su contexto social. El fulcro de toda acción con repercusión comunitaria ‒ sea de naturaleza económica, o jurídica, o legislativa, o política o industrial‒ es para Vitoria el fin común social de quienes la ejercen, no como individuos atados a sus deseos privados, sino como ciudadanos o, en expresión de Vitoria, como “gentes” integradas en un mundo u “orbis”. Lo veremos despacio. Muchas directrices antropológicas, económicas y morales dejó escritas Vitoria en sus importantes obras de filosofía práctica: especialmente en sus comentarios al tratado De iustitia (15351536)3 y en sus Relectiones (1528-1540)4. Esas obras contienen análisis penetrantes de aquellas actitudes principales que atañen al acto de «dar»: la liberalidad y la justicia, las cuales convergen en las relaciones económicas. Pero Vitoria no examina el hecho económico como un fenómeno autónomo y estructurado con variables mensurables, ni tampoco utiliza criterios que sirvan para evaluar el alcance de lo que enseñarían más tarde los economistas modernos, sino como un “banco de pruebas” social, en el que se busca primero su rectitud moral. Lo que le interesa de verdad es aclarar problemas morales, ligados objetivamente al hecho económico. Cierto es que tiene información de primera mano sobre la situación eco3

Francisco de Vitoria, De iustitia (4 vols.) ed. de V. Beltrán de Heredia, Madrid, 1934. 4

Hay tres importantes ediciones completas en castellano: Relecciones teológicas, trad. Torrubiano Ripoll, Madrid, 1917; Relecciones teológicas, trad. Luis G. Alonso Getino, Asociación Fco. de Vitoria, 1935; Relecciones teológicas, trad. T. Urdánoz, BAC, Madrid, 1960.


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nómica y las prácticas comerciales, pero forja su perspectiva mental sobre bases teóricas clásicas. Ahora bien, su razonamiento deductivo, trabado dialécticamente, le conduce a ciertas conclusiones bastante exactas sobre las leyes que, para culminar una sociedad buena, operan regularmente en las relaciones económicas entre los hombres5. En este trabajo no voy a entrar en aquellos asuntos económicos que no son de mi especialidad filosófica: por lo que empezaré destacando los fundamentos que sostienen las dimensiones personales de la justicia y de la liberalidad que, según Vitoria, gravitan en las relaciones económicas. Y el primero de ellos es el dominio.

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Cfr. A. Chafuen: “Sin embargo, es importante advertir que aunque las consideraciones éticas pueden promover o dificultar el desarrollo científico, no tienen ningún impacto en las verdades subyacentes. Por ejemplo, ningún juicio ético puede invalidar una ley económica”, Faith and Liberty: The Economic Thought of the Late Scholastics, Lanham, Maryland, 2003, p. 24.


II TELEOLOGÍA DEL DOMINIO Y DE LA PROPIEDAD

1. Que yo dé a otro lo que es suyo (por justicia) supone en mí un acto de libertad que obedece a una ley natural preceptiva. Pero que yo dé a otro lo que es mío (por liberalidad) supone también un acto de libertad, un poder de la voluntad que obedece a otro aspecto de la ley natural, que en este caso no enuncia lo preceptivo, sino lo permitido: declara sencillamente que es lícito hacer eso1. Pues bien, todo lo que en el orden económico se refiere al “dar” ‒y consiguientemente al “devolver” y restituir‒ se apoya en un concepto previo: el de dominio2, en sentido propio. Porque si el hombre no es dueño de nada, tampoco tiene nada que dar. A su vez, la posesión o propiedad de una cosa se funda en el dominio. En la alteridad confluyen la liberalidad y la justicia. Vitoria analiza los supuestos ético-ontológicos en que estas se apoyan: primero, que los hombres tengan dominio sobre las cosas temporales; segundo, que tengan la propiedad bajo ese dominio. En la noción de “dominio” podemos destacar varias notas fundamentales: Primera, el dominio que el hombre despliega sobre las cosas tiene su razón de ser en el dominio que él mismo ejerce sobre sus propios actos, mediante su inteligencia y voluntad: esta es la causa y la raíz del dominio que tiene sobre las otras cosas. Si el hombre no fuera dueño de sus propios actos, ni tuviera capaci1

“Lex potest ese praeceptiva, et alia potest esse consultiva, et alia permissiva. Quia dare liberaliter est de lege naturali, sed non praeceptiva, et tamen est licitum respetu hujus, et ita est permissiva”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1. 2

Francico de Vitoria, De iustitia, q. 57, a. 1.


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dad de ordenarlos, tampoco podría tener dominio sobre todo lo demás3. Segunda, ese lazo o vínculo comporta un desnivel jerárquico. Quien tiene dominio conlleva cierta autoridad, un cierto poder sobre el objeto4. Mas la potestad no es el dominio mismo, sino un poder que hace función de principio. Ese principio no es un agente que obra sino una forma por la que el agente obra. Tampoco es esa potestad una relación, sino un principio, del que brota la relación5. Tercera, si bien el titular del dominio es siempre una persona, física o moral, el objeto del dominio puede ser una cosa o un conjunto de cosas, una persona o un conjunto de personas. Si son personas, tiene el titular un dominio de autoridad; sin son cosas, tiene un dominio de propiedad6. Cuarta, el dominio implica cierta excelencia o dignidad, la cual deriva del hecho de que los dos términos de la relación se 3

En tal sentido, el dominio es un atributo de la persona humana; y el que tiene dominio es un sujeto, físico o moral, titular de derechos, con capacidad de obrar conforme a las facultades de entender y querer, propias de su interna condición, las cuales se ejercen o recaen necesariamente sobre un objeto. El lazo de unión entre sujeto y objeto es esencial para la existencia del dominio. 4

Hay dominio cuando existe, de un lado, dominación o potencia y, de otro, dependencia: nociones que son correlativas. Para que exista correlación entre dominación y dependencia es preciso que haya una potestad en el sujeto del dominio. 5

La definición del dominio se basa precisamente en la potestad. Pero la potestad insertada en quien tiene el dominio no es una relación de dominio, y se distingue también del sujeto que tiene el dominio: se trata de una forma que adviene al sujeto haciéndolo titular de dominio. Ciertamente el dominio se incluye en la categoría de relación, pero presupone la potestad como su fundamento. Significa directamente la relación misma, pero indirectamente la potestad presupuesta. Jaime Brufau Prats, “La noción analógica del dominium en Santo Tomás, Francisco de Vitoria y Domingo de Soto”, Salmanticensis, 4(1957), 96-136, pp. 103-104. 6

Cuando el objeto del dominio son las personas, implica consecuentemente también la facultad de coerción sobre los súbditos, precisamente por su altura y dignidad jerárquica, de índole cualitativa: se exige el vigor activo de esa posesión. La definición del dominio se basa precisamente sobre la potestad e incluye el poder de coerción sobre los súbditos.


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encuentran situados en planos distintos. Un grado es superior al otro7. Es más, en tanto que el hombre ejerce el dominio sobre sus actos y sobre las cosas exteriores, para ordenarlas inteligentemente a su propio perfeccionamiento, usa tales cosas, mientras que el animal solamente se sirve de ellas. Ese uso está ordenado por la razón; de ahí que el hombre sea más dueño (o dominus) usando de las cosas que poseyéndolas simplemente. La posesión es formalmente distinta del uso, pero carece de sentido si no se orienta al uso, a la realización efectiva. En el uso ejerce el hombre efectivamente su poder. 2. Vitoria indica razonablemente que el “dominio” depende del “derecho”. No existe un dominio que no esté fundado en derecho, sea el natural, sea el positivo (tanto el “de gentes” como el “civil”). Pero la razón del derecho (ratio juris) es la ley: derecho no es otra cosa que lo lícito o permitido por la ley, natural o positiva. Por “derecho” (ius) hay que entender aquí la facultad o potestad que conviene a uno según la ley; es por tanto una facultad dada por la ley ‒sea la ley natural, sea la ley humana de gentes o civil‒. Por referencia a esta facultad, habría tres tipos de dominio. Uno, que de modo muy estricto y propio expresa una cierta eminencia y superioridad, como antiguamente a un rey se le llamaba «señor», por su dominio sobre los súbditos. Tener este dominio requería potestad de ejercer coerción sobre ellos. En tal sentido no es lo mismo “derecho” que “dominio”: en este caso, derecho es superior al dominio. El hijo tendría, en lo referente a su mantenimiento, derecho sobre el padre, porque si éste le niega los alimentos puede ser llevado ante el juez: no es señor del padre, pero tiene cierto derecho sobre el padre. En otro sentido, más amplio, pero también propio, dominio significa la propiedad, en tanto que es distinguida del uso y del usufructo. Se habla de “uso” cuando alguien tiene una cosa, pero 7

La relación de dominio califica la dignidad de su titular; una dignidad que no es meramente huera o vacía de contenido: es una preeminencia real, aunque relativa; pues el hombre no ha creado lo real.


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no el dominio de ella: yo tengo el uso de la casa que gobierno, aunque el dominio sea de otro. Tener dominio de algo es entonces tener la propiedad de la cosa. En tal caso, dominio no es, sin más, derecho: pues quien tiene el uso y quien tiene el usufructo poseen un cierto derecho, pero no tienen el dominio sobre ello. Quien recibe en alquiler una casa, puede tener derecho a ella, pero no mero dominio. Ahora bien, en tiempos de necesidad es lícito usar de lo que otro tiene en dominio: pero no cualquiera que tiene facultad de usar tiene el dominio de una cosa. Y en un tercer modo, excesivamente amplio, dominio es una facultad de usar de una cosa conforme a derecho y según las leyes instituidas razonablemente. En este sentido, coinciden derecho y dominio8. Según estas aclaraciones, cuando el término “dominio” se usa como “propiedad”, se emplea en sentido propio y amplio. 3. Pero ¿tiene en verdad alguien el dominio de alguna cosa? ¿Acaso no eran comunes todas las cosas desde que el hombre es hombre? Y si eso es así, ¿no cabría decir entonces que la capa que le acabo de sustraer a un amigo es en realidad también mía? ¿Hay en nuestro mundo alguien que pueda tener dominio sobre algo en concreto?9 Explica Vitoria que las cosas reales pueden considerarse de dos maneras. Una, según su naturaleza propia; y de este modo 8

Pero en cuanto a la obligación que hay de restituir, es indiferente que utilicemos dominio para señalar al que tiene el dominio, o al usuario o al usufructuario, o al posesionario: porque en cualquiera de ellos podría recaer la responsabilidad de una injusticia, la cual exige restitución. Si alguien quita algo a quien tiene el uso, o el usufructo o la posesión, es un ladrón, y tiene obligación de restituir, aunque los despojados no tengan el dominio. 9

Dejo aparte la cuestión de que, por derecho natural, sólo Dios sería el señor (dominus) de todas las cosas y de todo el orbe (Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1); y que a los hombres se les concede el uso de las cosas, pero no la facultad de crearlas: por consiguiente, en Dios reside el principale dominium omnium rerum; mas el derecho y el dominio que hay en lo creado es dado por Dios: en favor del hombre ha ordenado Dios todos los seres. El dominio natural que el hombre tiene de las cosas es en realidad el poder de usar de ellas.


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no se someten a la potestad de los hombres, porque estos no tienen el poder de crear las naturalezas. Otra manera: las cosas exteriores pueden ser consideradas en cuanto al uso; y en tal sentido tiene el hombre la potestad de usar de las cosas. Para probar esto último utiliza Vitoria con frecuencia un argumento holístico o teleológico: el todo de las cosas del mundo encierra una finalidad en sus partes. El hombre, por su espiritual inteligencia y voluntad, es el fin de todas las criaturas corporales, al igual que, en una totalidad, lo superior es el fin de las cosas inferiores. Y como el hombre es más perfecto que todas las cosas corporales, éstas han de ser consideradas como creadas para el hombre, el cual tiene el poder de usarlas10. Es ese un derecho natural, no meramente positivo11. No sólo toda la comunidad humana tiene el dominio sobre todas las cosas, sino también cada hombre, en su condición original de hombre, podría usarlas, siempre que no perjudicara a los demás. 4. Las cosas que todavía no están divididas (repartidas) ni tienen un propietario, un dueño (dominus), como el tesoro que está oculto y perdido, ‒v. gr. en las minas‒, pertenecen por “derecho de gentes”12 al primero que las encuentra y ocupa. Y si eso no queda regulado por la nación, seguirán siendo comunes y habrán de ser repartidas por todos los que viven allí, pues el hombre es naturalmente dueño (dominus) de todo. Esto lo dice Vitoria refiriéndose a los reyes o gobernantes, los cuales no pueden sin causa razonable ‒como sería la necesidad de la nación misma‒ apropiarse de un tesoro. El hombre no perdió nunca ese dominio sobre las cosas, por difíciles que hubieran sido las circunstancias en que haya vivido. 10

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 66, a. 1.

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Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1.

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El “derecho de gentes” es un derecho positivo o humano, pero con extensión universal, aunque no se identifica con el derecho natural, más radical y menos dependiente de la valoración humana. Sobre la distinción que hace Vitoria entre derecho natural y derecho de gentes, véase mi estudio: “La consignación transitiva del ius gentium en Vitoria”, en Juan Cruz Cruz (Ed.): Ley y dominio en Francisco de Vitoria, Eunsa, 2008, pp. 13-40.


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Al hombre le compete un dominio sobre todas las cosas por derecho natural13 ‒ordenado teleológicamente‒: por ser el miembro superior de una totalidad social viva. 5. Pero la división misma o repartición de las cosas no tiene su fundamento en el derecho natural, que siempre es idéntico y firme ‒y no reconoce diferencias entre los hombres‒. Y aunque el derecho natural hubiera dictado que se hiciera la división de las cosas, no podía señalar que un tramo concreto de tierra fuese el mío y aquel otro el tuyo. Por derecho natural nadie, en todo el orbe, es propietario o señor temporal de todas las cosas. Aquella división y apropiación vino por el derecho positivo humano, tanto por el de gentes como por el civil; pues la ley natural no lo prescribe. Para entender el sentido y el alcance de esta ley, volvamos a recordar que, según Vitoria, hay tres clases de leyes, según el modo de ordenar: la preceptiva, la consultiva y la permisiva. Por ejemplo, el dar con liberalidad pertenece a la ley natural, que en este caso no es preceptiva, sino permisiva: declara sencillamente que es lícito hacer lo que se hace. Ciertamente la ley natural, con los matices restrictivos apuntados, me hace dueño (dominus) de todas las cosas, y nadie puede quitarme ese dominio. De ahí se explicita el derecho natural que yo tengo de habitar en una casa extraordinaria llamada “mundo”, o en términos de Vitoria, “orbis”. Mas para hacer la división de las cosas ‒y hacer surgir la propiedad‒ no era necesario revocar la ley natural, porque esta nunca prescribe hacer la división, el reparto. La división de propiedades no obedecería a un precepto, sino a una concesión o licencia: a saber, que todas las cosas serían comunes. Pues nada en concreto es objeto de apropiación por ley natural. Pero, a la inversa, la ley natural tampoco obliga a que, en un momento concreto, todas las cosas sean comunes, o que haya una propiedad en común; como tampoco que sean divididas. Con la autoridad humana del derecho de gentes y del derecho civil puede lícitamente hacerse esa división, sin necesidad de 13

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1.


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revocar la ley natural. No hay un precepto que mande que todas las cosas sean comunes, o sea, de propiedad común. Si los hombres tienen el dominio de todas las cosas, pueden hacer lo que quieran: también la división y la apropiación. III TRANSITORIEDAD DEL DOMINIO ORIGINARIO

1. ¿Cómo se hizo la división o repartición de las cosas? Vitoria afirma que la división pudo hacerse mediante un consentimiento virtual, no explícito: cada uno ocuparía una cosa, dejando a los demás las otras cosas y lugares. No sería éste un consentimiento formal, sino interpretativo: unos comenzarían a cultivar estas tierras y otros aquellas, bajo la mirada atenta de la ley positiva que emanaba de los gobernantes1. Se respetarían los límites. Ahora bien, este consentimiento ‒repite Vitoria‒ no es formal, sino virtual2. Este consentimiento virtual o interpretativo anida especialmente en el derecho de gentes. Es incluso posible que ese consentimiento virtual se pudiera haber expresado “con hechos simbólicos”, pero no “con palabras estrictas”. Y por este consentimiento virtual se haría la división de las tierras3; y se empezarían a respetar, por ejemplo, los legados o embajadores. Las tierras que no fueron ocupadas quedarían abiertamente a disposición de otros hombres. 1

Asimismo, por consentimiento de todos pudo ser elegido un gobernante, quien estaba obligado a ordenar las cosas, dividiéndolas entre sus súbditos y amparando la apropiación. 2

Una idea que repitieron los contemporáneos de Vitoria en Salamanca, como Fray Luis de León y Domingo Soto. Cfr. mi anterior estudio citado en Ley y dominio en Francisco der Vitoria. 3

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1.


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El problema, por tanto, no es de tiempo ‒¿cuándo se hizo?‒, sino de modo ‒¿cómo se hizo?‒: y cómo se fue trasmitiendo esa apropiación hasta nosotros, porque claramente las cosas son poseídas ahora por otros hombres. Vitoria responde: hecha la primera división y apropiación, alguien puede adquirir después el dominio de las cosas ‒transferido de unos a otros‒ de dos maneras y bajo dos títulos distintos. En primer lugar, por voluntad del anterior dueño (dominus). En segundo lugar, por la autoridad del gobernante legítimo. Y es que de las cosas que han estado una vez bajo propiedad no puede transferirse el dominio de cualquier manera: hay que suponer ‒exceptuando el caso de extrema necesidad‒ que por derecho natural ninguna cosa puede cambiar de dueño, si no es de esos dos modos. Por eso, en caso de extrema necesidad, los dominios son automáticamente “transitorios”, dice Vitoria. Y únicamente los dominios “permanentes” se hacen de esos dos modos: o por voluntad del dueño (posesor) o por autoridad del gobernante legítimo. De este corolario se sigue que nadie puede ocupar tierras de otros pueblos, máxime si estos ya son verdaderos señores de ellas y si, además, no quieren darlas a otros. Es el argumento que utilizó también Vitoria, en sus Relecciones de Indis, para defender las propiedades de los “nativos” en los tiempos del llamado descubrimiento de América4. Pero Vitoria se pregunta si, manteniéndonos en el solo derecho natural y sin tener en cuenta ninguna ley humana, puede hacerse la apropiación de las cosas: ¿puede alguien transferir, en este caso, su dominio a otro? Responde afirmativamente, pues quien tiene el primer dominio puede hacer esa transferencia por 4

Francisco de Vitoria, Relectio prior de indis recenter inventis, Prima Pars. Esta es una de las tesis fundamentales por las que Vitoria es considerado el padre del “internacionalismo” moderno. Cfr. Camilo Barcia Trelles, Francisco de Vitoria, fundador del derecho internacional moderno, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1928; James Brown Scott, El origen español del derecho internacional moderno, Valladolid, Talleres Tipográficos Cuesta, 1928; Venancio Diego Carro, La "Communitas Orbis" y las rutas del derecho internacional según Francisco de Vitoria, Palencia, Imprenta Merino, 1962. Véase: Juan Cruz Cruz, “Ius Gentium bei Francisco de Vitoria. Ein internationalistischer Ansatz”, en Lex und Ius in der Politischen Theorie des Mittelalters, Universidad de Frankfurt Fromman-Holzboog, 2010.


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derecho natural. En todas las naciones se hace la traslación de bienes, la donación y conmutación. Pues el dominio es la facultad que se tiene de usar de las cosas según el propio arbitrio. Tanto la liberalidad como la justicia tienen en el dominio su razón de ser y actuar: pues nadie puede ser justo en sentido estricto ‒dando a cada uno lo suyo‒, si no ha recibido originariamente la propiedad permitida en el dominio. Al hombre le es lícito tener alguna cosa en propiedad, o mejor, como propia. Y si alguien que, siendo verdadero dueño, liberalmente me da algo que no está prohibido por la ley, entonces soy yo el verdadero dueño y no estoy obligado a restituir: este es el principio que rige el ejercicio de la liberalidad. Y si esto no pudiera hacerse, no existiría la liberalidad5. 2. Sin entrar ahora en la cuestión teológica ‒que en este tema del dominio se presenta en todos los maestros de la época‒, podríamos conceder que el dominio propio del hombre vendría a incluir una fuerza cohesiva profunda que le permite dominar todas las cosas: sería un dominio común a todos los hombres. Esa fuerza cohesiva viene del derecho natural, el cual hace que todas las cosas sean comunes, aunque no en propiedad común. Pero junto a esta fuerza cohesiva existiría en el hombre también una fuerza disgregativa, por cuya virtud podría surgir la corrupción de la unidad, imponiéndose el coto, el vedado, la distinción de lo tuyo y lo mío. Por lo tanto, la presencia de una fuerza disgregativa provocaría que las gentes, para no aniquilarse, harían una primera división de las cosas corporales y exteriores. Si se impusiera esa fuerza disgregativa, podría estragarse la vida práctica. Entonces, para ponerle freno, se haría la división de todas las cosas y el hombre conseguiría el dominio con propiedad. Justo por no haber perdido radicalmente el dominio común de las cosas, el linaje humano sólo puede conservarse si labra los campos, si cultiva con esfuerzo la paz, si respeta la vida humana, sin matarse los hombres entre sí, cada uno en su propiedad. 5

“Si objicias: est prohibitum jure divino, dico quod falsum est; de rebus namque humanis Deus dimisit usum hominibus ut ipsis placeret. Et si hoc non posset fieri, nec esset liberalitas”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 52, a. 1.


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Quiere esto decir que, llegado a este punto, el derecho positivo da dominio y propiedad de muchas cosas, que las hace mías o tuyas. Mas para Vitoria, esta repartición de las cosas tiene su “condición última de posibilidad” en la fuerza cohesiva, participada también en aquel aspecto universal el derecho positivo que fue llamado “de gentes”, común a todos los hombres. Y una vez presupuesto el propio dominio que dan los derechos positivos, es necesaria la presencia de la ley espoleada por la fuerza cohesiva, apoyada en el derecho natural6. Es más, como he dicho, el derecho natural deja desde el principio algunas cosas comunes, de las que los hombres nunca hicieron división ni dieron propiedad de ellas a ningún individuo: estas cosas comunes son los elementos, el aire y el agua, los peces, las aves y las bestias que andan por el campo. Estas cosas, porque son comunes a todos, las pueden tomar todos para su necesidad y por su voluntad sin faltar a nadie; por derecho natural son comunes entre todas las gentes el pescar y el cazar, aunque las leyes positivas hagan algunas limitaciones, como en tiempos y lugares parezca convenir. Repito que para Vitoria y la Escuela de Salamanca – siguiendo la enseñanza de Santo Tomás‒, el hombre no es dominus o dueño de la naturaleza misma, porque no es creador de ella, sino que es tan sólo dominus o dueño de la cosa para usarla, aunque excepcionalmente no la use. Y si se establece la existencia del dominio y de la propiedad de las cosas que hay entre los hombres, resulta que las circunstancias vitales del propio yo (las haciendas temporales y los bienes espirituales) son materia de 6

En resumen, el dominio comienza a existir con el hombre. Vitoria recuerda que en la tradición teológica de occidente se admitió que, en un estado natural, la división de las personas y de las jurisdicciones ‒o sea la realidad de la sociedad humana‒ habría existido aunque los hombres no hubieran pervertido sus costumbres; pero el insistente desenfreno hizo que esta división fuera absolutamente necesaria. Dicho de otro modo psicológico: la división de las cosas no se hubiera hecho si junto a la primitiva fuerza cohesiva no hubiera surgido una adyacente fuerza disgregativa, fuerza que podía hacer al hombre codicioso, violento, egoísta, intemperante. La división de las cosas hubo de hacerse, bajo la presión de la original fuerza cohesiva, para que ese estado contradictorio no llegara a deshacer a los mismos hombres que se multiplicaban y extendían por el mundo.


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justicia, porque es de justicia que cada uno tenga lo que es suyo, y que ninguno tome lo que es ajeno contra la voluntad de su dueño. A su vez, el carácter vertical de aquel “dominio” que se reabsorbe en la propiedad me permite también la acción liberal7, para dar yo de lo mío a quien convenga según el sano juicio. 3. Acerca de las cosas exteriores, el hombre tiene la facultad de procurarlas y dispensarlas; y es lícito que las tenga como propias. Pero, si bien le compete al hombre el uso de las cosas, nadie es tan propietario de ellas que ‒por la fuerza cohesiva que anida en el interior del hombre‒ no tenga que repartir o dividir sus propias cosas: o sea, el hombre no tiene, en sentido originario, cosas exteriores como propias, sino como comunes; pero también derivadamente como propias, de modo que gustosamente puede repartir algo de ellas a otros hombres8. El dominio universal tiene vigencia eidética para la raza humana. Pero la propiedad justifica que, por ejemplo, la liberalidad sea una acti7

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 62, a.1. En cuanto al uso, es natural que el hombre posea las cosas exteriores: es éste un dominio natural que compete al hombre por ser racional. Dicho de otra manera: el hombre no tiene dominio natural sobre la esencia o naturaleza de las cosas, sino sobre su uso: tiene primeramente la potestad de procuración y disposición sobre las cosas exteriores, y en cuanto a esto, es lícito que, con un dominio particular o categorial (no universal o trascendental), posea cosas propias. Esto es necesario y psicológicamente comprensible: pues cada uno es más solícito en procurar aquello que a él solo pertenece que lo que es común a todos; cada cual, para administrar su trabajo, deja a los demás otras tareas y cuidados que también conciernen al bien común. Y esa procuración y disposición propia es también necesaria para que sean administradas ordenadamente las cosas humanas. A cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses, pues si cada cual se cuidara de todo indistintamente, reinaría una confusión generalizada. Y finalmente es necesaria esa procuración y disposición para que la paz entre los hombres se mantenga, contentándose cada uno con lo suyo. Ya desde Aristóteles se venía argumentando que se suscitan frecuentemente contiendas entre aquellos que poseen alguna cosa en común e indivisamente. 8

“Nullus es ita proprietarius rerum, quien aliquando teneatur dividere res suas: id est homo non debet habere res exteriores ut proprias, sed ut communes, ut scilicet de facili eas aliquis communicet in aliorum necessitates”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 66, a. 2.


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tud que da algo de lo propio, y no de lo común. El acto liberal no podría cumplirse si no hubiese propiedad de donde sacar. Advierte Vitoria que la comunidad de las cosas requiere otras muchos elementos que no pueden encontrarse en la totalidad de lo común. Se requiere sobriedad; se requiere concordia y sujeción debida, y se requiere una justa distribución: mas todo esto no existiría si todas las cosas fuesen comunes en propiedad (o en propiedad común). La apropiación no está contra el derecho natural; y cuando se afirma que por derecho natural todas las cosas son comunes, se quiere decir que la división real de las cosas no está hecha por derecho natural: el derecho natural no da nada en propiedad, ni hace división de las cosas9. Se comprende así que nadie pueda tomar una cosa ajena, salvo en el caso de extrema necesidad, cuando no lo pueda conseguir de otro modo. Aquí está hablando Vitoria de algo, lo común, que eidéticamente está protegido por el derecho natural. Los hombres no pudieron hacer por consenso leyes tan inicuas que, cuando se produjo la división de las cosas, no les fuese permitido tomar de lo ajeno, en caso de extrema necesidad10.

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Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 66, a. 2.

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Por lo tanto, aunque compete al ser humano el uso de las cosas exteriores, ese uso no le debe llevar a considerarlas inicialmente como absolutamente propias, bajo un dominio particular, sino como trascendentalmente comunes, bajo un dominio general. Luego los individuos se hacen partícipes de éstas para satisfacer sus necesidades. (Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 57, a. 2). Este último punto es importante. Porque si bien la comunidad de cosas se atribuye al derecho natural, lo cierto es que éste no ordena ni dispone un dominio general, o sea, que todas las cosas deban ser poseídas en común por todos y que nada deba poseerse como propio por alguno. Como quedó dicho, la distinción (particular) de posesiones no viene dispuesta por el derecho natural (ius naturale), sino por al derecho positivo (ius positivum), el cual surge de una convención entre los hombres. En consecuencia, la propiedad de las posesiones no está en contra del derecho natural, sino que es un desarrollo que la razón humana hace de ese derecho natural. De ahí que quien tiene muchas riquezas obra ilícitamente cuando priva indistintamente del uso de ellas a los demás.


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Resumiendo: dominio, en sentido propio, no lo pueden tener sino las criaturas racionales, dotadas de entendimiento y voluntad; y por estas facultades tienen libertad en sus operaciones y en el uso de las cosas11. 4. Por otra parte, aunque muchas cosas (como el aire y las aguas) no han sido atribuidas en general a dueños propios, la división y apropiación de las cosas es lícita entre los hombres. De un lado, por derecho de la naturaleza todas las cosas son comunes; de modo que lo establecido por derecho natural es esencialmente bueno; y lo opuesto es esencialmente malo. De otro lado, la apropiación o división de las jurisdicciones y de las cosas no es esencialmente buena, ni la comunidad de las mismas es esencialmente mala. Por eso, la apropiación y división de jurisdicciones y cosas no han sido introducidas por derecho natural, sino por derecho positivo. Por derecho positivo se aplicaron las jurisdicciones y los regímenes políticos: de un lado, por el humano derecho de gentes en general y, de otro lado, por el derecho civil en particular. Esa división y apropiación de las cosas se sigue, con toda probabilidad, de la necesidad de “mantener la paz en los estados”, y de “cultivar los campos”. Y eso pertenece al derecho de gentes. O sea, por derecho de gentes se ha aceptado inicialmente que las jurisdicciones y las cosas no son comunes a todos. Pero el derecho civil añade a este derecho de gentes lo siguiente: que esta república sea de este gobernante, aquella de aquel otro; aquel campo sea de este ciudadano, el otro campo sea de aquel. El derecho civil, el que cada pueblo o ciudad establece e instituye para sí, emana como una consecuencia de los principios naturales. Sólo cabe advertir que ningún gobernante es enteramente dueño, según la propiedad, de los bienes que han sido otorgados a los ciudadanos12. El gobernante rige la república para conveniencia y utilidad de la propia república. Y al contrario, el tirano en el gobierno es aquel que, olvidándose de lo que conviene a la 11

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 66, a. 1 y 2.

12

Domingo de Soto, De iustitia et iure, lib. IV, q. 4, a. 1.


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república, gobierna el país para su conveniencia y utilidad. Luego no será un gobernante legítimo el que se apropia de los bienes de los súbditos para beneficio propio. Lo cierto es que la potestad civil para gobernar la república se tiene por derecho natural13. Porque la república civil no puede existir como sociedad estricta a no ser que el poder superior en ella esté en manos de alguien. El hombre por derecho natural es animal sociable que ha de vivir en una sociedad políticamente organizada, en una república. Luego, por el mismo derecho, la república debe elegir al gobernante. Una sola es la potestad que la república transfiere al gobernante, porque de otro modo no podría gobernarse, ni la gobernación sería legítima. 5. ¿Cuál es el sujeto propio del dominio? Suele distinguirse un doble sujeto: uno total (como el hombre tomado en su integridad corporal y psicológica); y otro formal (el principio radical propio en que reside). Pero dentro de la totalidad humana, ¿cuál es el sujeto formal del dominio? El sujeto que es principio óntico del dominio está en la razón y la voluntad libre14. De aquí, cuatro conclusiones: 1ª El dominio corresponde radicalmente al hombre por su razón, cualidad que conviene a cada uno de los hombres. Por esa cualidad racional, el hombre es sujeto capaz de dominio. 13

Francisco de Vitoria, Relectio de potestate civili, nn. 5-6. Varias veces recuerda Vitoria en sus obras que la muchedumbre no puede vivir sin un orden; es más, cuando falta el orden, hace necesariamente acto de presencia la perturbación y la confusión. La república, como muchedumbre, no puede vivir sin el orden del inferior al superior. La república erige para si un gobernante al que transfiere su potestad o poder. La sociedad, para su operatividad política, está necesitada u obligada a nombrar a uno que la gobierne; y eso por derecho natural, no por derecho positivo de gentes o por derecho civil. No depende del beneplácito de la república crear el poder civil, sino que está obligada a ello por derecho natural. Ahora bien cuando crea o nombra a un determinado gobernador, le transfiere su poder. Esta potestad existe en la república por derecho natural; por lo que es menester que ese poder exista con el mismo derecho en el gobernante constituido. No cabe fingir dos supremas potestades, una en el gobernante y otra en la república. 14

Sanctus Thomas de Aquino, Summa Theologiae I-II, q1, a. 1.


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2ª Pero la facultad de servirse de una cosa para cualesquiera usos legalmente permitidos, radica a la vez en la razón y en la libre voluntad: el hombre es dueño de una cosa y se sirve de ella, en la medida que es racional o está dotado de inteligencia y decide libremente. 3ª Y si se pregunta: ¿en cuál de estas dos facultades radica principalmente el dominio? De modo fundamental en la inteligencia, dado que es una potencia más excelente y superior y es la que dirige a la voluntad. Pero el dominio radica directamente en la libertad de la voluntad, dado que en ella se completa y se cumple la facultad de utilizar las cosas sometidas a nosotros. 4ª El dominio es una perfección del sujeto en sus facultades más altas, pero no es una mera relación ‒como ya se dijo‒. No se plantea aquí lo que es propio del hombre en cuanto hombre, sino lo que es propio del hombre en cuanto dueño (dominus) de sus acciones. El dominio se vislumbra entonces como el derecho y la facultad operativa según la razón y la voluntad: está puesto bajo esas facultades. La facultad de utilizar una cosa para cualquier uso no es formalmente una relación, sino una potestad absoluta ordenada a actos reales, una cualidad moral ejecutiva del agente, una perfección del sujeto, una dignidad del hombre15. Por el hecho de poseer yo esa facultad de dominio, que es una perfección absoluta, puedo considerarme como deudor de otro para darle no sólo lo suyo en justicia, sino también lo mío liberalmente, y en cuanto fuere conveniente. Por último, hemos de apuntar al hecho de que por “dominio” se entiende no sólo la potestad subjetiva que el hombre tiene sobre algo, sino la “cosa” dominada o poseída: así se habla, por ejemplo, de “un dominio”, mi casa, el cual no sería tal, si yo no se tuviera la potestad antedicha. Sobre un elemento importante de este segundo aspecto hablaré en el siguiente capítulo.

15

El dominio no es una simple relación adherida al sujeto ‒como algunos defendían‒, sino una perfección absoluta y no algo relativo ‒una relación‒. Cuestión distinta es que, si el dominio incluye la facultad, a esta facultad le acompañe una relación.


IV DOMINIO Y PODER

1. Necesidad del poder o autoridad 1. Antes se ha dicho que el objeto del dominio puede ser una cosa o un conjunto de cosas, una persona o un conjunto de personas. Si son cosas, tiene un dominio de propiedad; y si son personas tiene el titular un dominio de autoridad. Las teorías medievales y tardomedievales europeas (Siglo de Oro) coincidían en que la autoridad es un derecho natural, cuyo origen está en Dios. Santo Tomás lo expresa así: «Regia potestas... potest considerari quantum ad tria. Uno quidem modo quantum ad ipsam potestatem: et sic est a Deo»1. Y Francisco de Vitoria: «Si enim publicam potestatem ordinemus constitutam jure naturali, jus autem naturale Deum solum auctorem cognoscit: manifestum evadit potestatem publicam a Deo esse, nec hominum conditione, aut jure aliquo positivo contineri»2. Esta autoridad no viene de Dios por un acto especial y gratuito, distinto del acto creador. La autoridad política no pertenece al orden sobrenatural. Luego viene de Dios por conducto de la naturaleza, en tanto que Dios es creador de la naturaleza, y todo lo que está implicado en la naturaleza proviene de Dios. Al crear Dios al hombre le dotó de facultades, propiedades y derechos inherentes a su condición de persona, derechos naturales que sólo son divinos por su condición natural creada. De modo que la autoridad es de origen divino por ser un derecho natural, ya que la autoridad es un elemento necesario, esencial o propio, implicado en la sociedad. La sociedad es un efecto de la natura1

Sanctus Thomas de Aquino, Commentarium in Epistolam ad Romanos, cap. XIII. 2

Francisco de Vitoria, Relectio De Potestate civili, n. 6.


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leza social del hombre. Y una de sus propiedades originales y necesarias es la autoridad. De modo que ésta es de origen divino por ser un derecho natural. Vitoria, pues, sigue la tesis clásica o común de que ningún hombre tiene en sí el poder de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de su imperio. Únicamente tiene esta potestad de Dios. 2. Ahora bien, este origen divino de la autoridad es, en un sentido muy preciso, inmediato. Según Suárez, la “opinión común” entre los escolásticos es que la autoridad viene de Dios inmediate3. Lo cual no significa que viene por un acto especial de Dios, que, aparte de la creación de la naturaleza crea la autoridad y la concede a la sociedad. Más bien, viene de Dios «tanquam autore naturae», es decir, la autoridad viene de Dios creadoramente presente en la naturaleza. Pero está bien traído aquí el término “inmediate”, contra los que niegan la existencia del derecho natural y sostienen que todo derecho proviene de la voluntad humana: esta es la que crearía la autoridad o el derecho a gobernar. Por tanto, “inmediate” significa que los cimientos de la vida humana y social son de orden natural, siendo la autoridad una exigencia de la naturaleza social humana o derecho natural. La voluntad humana sólo es causa próxima de la existencia de la sociedad política; pero una vez puesta su existencia, la autoridad nace necesariamente, como elemento inherente al ser político. Los individuos no tienen facultad para crear una sociedad política anárquica, sin autoridad. El hombre no puede cumplir con su misión personal de alcanzar la perfección humana fuera de la sociedad. El bien humano supone el bien común, una atmósfera social que sea propicia para fomentar su bienestar y perfección. Cuando una multitud dada tiende hacia ese bien común, tiene ya un fin o misión que realizar. Surge necesariamente ahí la facultad moral de exigir los medios para realizar ese fin, siendo la autoridad el principal medio de organizarse y gobernarse. El término “inmediate” indica, por tanto, que la autoridad no tiene un origen divino remoto. En sentido lato o remoto todo cuanto existe en el mundo proviene de Dios, que es causa universal de todas las cosas: y así hasta las instituciones que pro3

Francisco Suárez, De legibus, III, cap. 3, n. 2


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vienen directamente de la libre voluntad humana, son de origen divino en sentido remoto. En cambio, el derecho natural es de origen divino inmediato, porque no emana de la voluntad humana, sino de la intención de la naturaleza, que es la intención directa de Dios. Como la autoridad es un derecho natural, se sigue también aquí que los rasgos esenciales de su naturaleza son independientes de la voluntad humana. El hombre no puede formar una sociedad anárquica: sólo la forma con la propiedad esencial de la autoridad. 3. Mas aunque la naturaleza, por sí sola, implica la exigencia a la autoridad, para que nazca este derecho realmente (para que la exigencia natural se traduzca en derecho o facultad moral de gobernar), es necesario el consentimiento ciudadano. Se podría decir que la “inmediatez” de la autoridad es una “inmediatez mediada”, a saber, porque viene “mediante” la naturaleza y, además “mediante” el consentimiento” de los ciudadanos. Ahora bien, esta interpretación del término “inmediate” tiene matices dialécticos modernos, que no se corresponden el de Vitoria y el tradicional espíritu del Siglo de Oro.

2. El sujeto o titular de la autoridad 1. Apoyados en el principio del origen divino del poder, ciertos maestros tardomedievales llegaron a defender que la autoridad en concreto viene también inmediate de Dios a una persona: de ahí que defendieran la teoría del derecho divino de los reyes, sobre la cual se erigieron las monarquías absolutistas. Por ejemplo Enrique IV en su lucha contra Gregorio VII y Felipe el Hermoso contra Bonifacio VII. Más tarde, en Inglaterra Jacobo I, oponiéndose al Parlamento inglés, la defendió en sus obras Basilicón Dorón y Ius liberae monarchiae. Fue aplicada también en Francia por los monarcas Luis XIV y XV. La teoría del derecho divino de los reyes argumentaba que el príncipe recibe su potestad inmediatamente de Dios. Para este absolutismo político el príncipe queda libre de toda traba y limitación, pues su poder real pertenece a la categoría de lo sagra-


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do4, siendo la autoridad real a la vez civil y religiosa5. El rey es irresponsable ante los hombres: sólo responde ante Dios6. Nadie puede pedirle cuentas de su gestión. Con esta afirmación se opone también a otra teoría medieval, según la cual todo poder desciende de Dios al Papa; éste retendría en sí la autoridad eclesiástica y concedería al príncipe el ejercicio de la autoridad civil. Si bien el poder desciende de Dios al Papa, éste retiene y ejerce por sí mismo el poder eclesiástico, pero el poder civil lo confiere o traslada al rey. El rey, por tanto, queda enteramente sometido a la voluntad suprema del Papa. 2. Vitoria deja bien claro que tanto la teoría del derecho divino de los reyes como la teoría que atribuye al Papa el poder temporal se apoyan en un mismo débil cimiento, a saber, en el carácter sagrado de la realeza. Vitoria distingue netamente entre la autoridad divina que recae en el Papa y la autoridad natural que recae en el pueblo y es trasladada o transferida al gobernante: la autoridad llega al prín-

4

Cfr. varios testimonios antiguos en J. Leclercq, “L’origine divine du pouvoir”, en Ephemerides Theologicae Lovanienses, 1929, p. 233 ss. La teoría de la posición teocrática estuvo defendida por el discípulo de Santo Tomás de Aquino llamado Gil de Roma (1243-1316), en su obra De Ecclesiastica potestate: todo el poder, tanto el sagrado como el civil, descendería inmediatamente al Emperador, a quien se debería someter el Papa. La posición regalista fue defendida por Juan de París (1260-1306), en De Regia potestate et papali 1302), donde enseñaba que “el poder secular no es un poder inferior sometido a un poder más grande, del que procedería. Por eso el poder secular es más grande que el poder espiritual en un cierto ámbito, a saber, el ámbito temporal. Y no está sometido a aquel de ninguna manera, porque no ha nacido de él; pero tanto el uno como el otro han nacido inmediatamente del poder supremo, a saber, del poder divino… Los dos poderes son distintos, de tal suerte que el uno no depende del otro. Y si el espiritual viene inmediatamente de Dios, lo mismo ocurre con el secular. El Pape no posee los dosel poder real no depende del Papa ni en su naturaleza ni en su ejecución. Dios ha querido que los poderes fuesen distintos” (J. Leclercq, Jean de París et l’ecclésiologie du XIIIe siècle, París, 1942, p. 109-132) 5

Jacobus I, Jus liberae Monarchiae, pág. 193.

6

Jacobus I, Basilicon Doron (en Opera Omnia, London 1619, t. I, pág. 137).


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cipe mediante el consentimiento popular: el pueblo es el que transfiere o traslada la autoridad al príncipe.

3. La traslación del poder desde el pueblo al príncipe 1. Manteniendo el principio de que la autoridad es un derecho divino que viene inmediatamente de Dios al pueblo, algunos medievales –como Occam, Marsilio de Padua y Nicolás de Cusa–, habían enseñado que el pueblo no enajena o traslada en el príncipe un derecho natural, sino que solamente le hace una concesión del uso o ejercicio de la autoridad. El príncipe, elegido por el pueblo, era simple delegado o ejecutor de su voluntad popular, la cual podía deponerle a su arbitrio. No es de extrañar que mucho más tarde, desde la Ilustración, una vez eliminado todo elemento trascendente en la autoridad misma o en su ejercicio, se hiciera corriente la teoría de que el sujeto nato de la autoridad está en la voluntad popular. Las personas que han sido designadas por la voluntad popular para el ejercicio del poder son meros delegados, que dependen del arbitrio del pueblo, único soberano. En sentido estricto la designación de la persona por la voluntad popular no implicaría una transferencia o traslación del poder. 2. Vitoria defendió que el sujeto natural o titular nato de la potestad política es la comunidad o cuerpo político. El sujeto del derecho natural no puede ser una persona particular, porque en la esfera civil todos los hombres nacen iguales y a ninguno en concreto es destinado por la naturaleza para superior de los demás7.

7

Dice Suárez: “La razón natural no puede encontrar un motivo para hacer sujeto de esa potestad a una persona o a un conjunto de personas más que a otro conjunto. Luego por naturaleza sólo está inmediatamente en la comunidad”: «Ex vi rationis naturalis nulla potest excogitari ratio cur haec potestas determinetur ad unam personam, vel ad certum numerum personarum infra totam comunitatem, magis quam ad alium; ergo ex vi naturalis concessionis solum est immediate in communitate» (Francisco Suárez, Defensio Fidei Catholicae, III, cap. 2, n. 7).


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Pero como normalmente la comunidad no puede ejercer el poder por sí misma, debe determinar sus gobernantes que ejerzan la debida autoridad para conseguir el bien común. Esa determinación de la autoridad en concreto debe hacerse por consentimiento popular, ya que sólo el pueblo posee la autoridad o derecho de gobierno. Este consentimiento puede ser o bien adhesivo o bien electivo. El adhesivo ocurre cuando una persona se pone al frente de la comunidad con el consentimiento y adhesión de los demás: puede ser tácito o expreso, simultáneo o sucesivo. Pero los clásicos ven en el consentimiento electivo, o sea, en la elección popular, la forma normal y conveniente para designar la autoridad8. Vitoria enseñaba que esta elección estaba determinada por el criterio de la mayoría9. Pues bien, este consentimiento popular no sólo designa a las personas, sino también transfiere o traslada la potestad o derecho de gobernar. Como el titular nato del poder político es el pueblo, el consentimiento popular, dice Vitoria, no sólo designa la persona, sino le confiere el poder10. Así queda constituido como soberano el príncipe elegido, pues tiene la autoridad requerida para gobernar. Y aunque el pueblo nunca puede negar las atribuciones que son esenciales a toda autoridad, sí puede hacer la trasferencia con las limitaciones que juzgue oportunas para el bien común– en cuanto al tiempo, a la extensión de las atribuciones y al modo de ejercerlas–. Sin dicha transferencia de la autoridad se originaría una organización anárquica. La forma jurídica de trasmitir la autoridad es, en Vitoria, el consentimiento popular, el cual no sólo designa al sujeto, sino que le trasmite o transfiere el poder otorgándole así legitimidad. Este consentimiento, modo jurídico de traslación o trasmisión, fue interpretado por Suárez como pacto o contrato11. Vitoria no habla de pactos, sino de consentimiento popular, el cual ha de 8

Francisco Suárez, Defensio Fidei Catholicae, III, cap. 2, n. 19.

9

«Satis est ut major pars conveniat in unum ut jure fiat», Francisco de Vitoria, Relectio de Potestate civili, n. 14. 10

«Respublica... propiam autoritatem in regen transfert», Francisco de Vitoria, Relectio de Potestate civili, n. 8. Tambien Roberto Berllarmino, Controvesiae, III, De laicis, cap. 6. 11

Francisco Suárez, De legibus, III, cap. 2, n. 4; cap. 4, nn. 2-6; Defensio fidei Catholicae, III, cap. 2, nn. 12-20.


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ser normalmente electivo; y habla también de trasferencia o traslación del poder, siguiendo la opinión común de aquella época. En cambio Suárez habla de un doble pacto (que luego se haría bien explícito en Locke): en primera instancia existe un pacto de asociación, que consiste en el consentimiento de las familias de vivir unidas para lograr el bien común; pero existe, en segunda instancia, un pacto de sujeción, por el que las familias asociadas determinan la formación de una autoridad o gobierno y se comprometen a colaborar y obedecer sus mandatos. En el primero se obtiene la unidad de la multitud; en e1 segundo, la unidad de gobierno, expresión de la anterior. Este contrato, según Suárez, no es preciso que sea solemne, ni expreso; basta que sea implícito, el cual existe desde el momento en que nace el consentimiento de los ciudadanos. Ahora bien, la idea contractual no figura en la obra de Suárez como una tesis explicativa, por lo que posee un valor secundario. 3. Una vez ocurrida la designación por el consentimiento popular, el verdadero soberano es la persona determinada y no el pueblo. Al pueblo toca obedecer sus mandatos y leyes, no siendo legítima la rebelión popular contra él. El soberano tiene derecho a servirse de la fuerza para asegurar el cumplimiento de la ley12. Pero, siendo la comunidad el titular nato, el cuerpo político de esa comunidad posee el dominio radical de ese poder. Cuando el príncipe se hace ilegítimo, porque se ha extralimitado en sus poderes o porque es tirano, el poder retorna a la comunidad. Y la comunidad tiene el derecho de destituir a la autoridad. Ya en la Edad Media existió entre los legistas la discusión de si e1 pueblo concede al principo solamente el uso de la autoridad (concessio usus) o si también le transfiere la misma sustancia o autoridad (translatio substantiae). Hubo autores que se inclinaban por la primera solución: el príncipe tiene el uso de la autoridad nada más. Vitoria y luego otros ilustres maestros del Siglo de Oro (como Suárez y Molina) se inclinaron por la segunda: el pueblo transfiere la misma autoridad o derecho de gobernar y no sólo el uso. Sin embargo, reservaban al pueblo lo que denominaban:

12

Francisco Suárez, Defensio fidei Catholicae, III, cap. 3, n. 5.


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dominio radical, potestad; el pueblo conserva la potestad en hábito, y no en acto. También Molina pensaba así13. En lo que se refiere a la traslación o transferencia, Vitoria contrapone, de un lado, potestas a auctoritas; y afirma que la autoridad se trasfiere, pero no así la potestas14. De otro lado, Vitoria contrapone dominium a gubernatio, y dice que lo que se trasfiere es la gubernatio15. Pues bien, Vitoria afirma la transferencia de la autoridad (a la que denomina auctoritas, gubernatio) pero no la transferencia del poder constitutivo (potestas, dominium radicale). La potestas es un poder moral de obligar a los miembros de la comunidad a la colaboración del bien común. Y reside siempre en el cuerpo social, implicada en la naturaleza del todo social, en el hecho de la incorporación de los individuos a la sociedad. Esa potestas, que es inmanente siempre al cuerpo político, se ejerce por el órgano de la comunidad, que es el príncipe designado. Y ésta es la auctoritas. En el cuerpo social están siempre la potestas. En el príncipe está la auctoritas, que es la misma potestas, en cuanto tal función es desempeñada por el príncipe designado por la comunidad. La potestas está en la colectividad, y Vitoria podría haber dicho, con los modernos, que la soberanía radica siempre en el pueblo. Mas para Vitoria la potestas se ejerce por un órgano diferenciado, al cual necesariamente se incorpora; no es la autoridad un mero delegado, sino un órgano que tiene y desempeña la potestas. * 4. Conclusiones 1ª. La autoridad en concreto es inmanente a la comunidad o cuerpo político, el cual no sólo determina a las personas singula13

Luis de Molina, De iustitia et iure, Tract. II, disput. 23 y 28.

14

«Quamvis enim a respublica constituatur (creat namque respublica regem) non potestatem sed propiam auctoritatem in regem transfert». Francisco de Vitoria, De Potestate civili, n. 8. 15

«Respublica non transtulit dominium suarum rerum in regem sed gubernationem». Francisco de Vitoria, In STh I-II, q. 105, art. 2.


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res que han de gobernar y les confiere el poder; sino que determina la forma de régimen, por cuyo cauce se ha de ejercer ese poder. Por derecho natural queda designada la comunidad como sujeto nato de la autoridad. Lo demás depende de la voluntad del cuerpo político: es de derecho positivo. Todas las formas de gobierno son positivas y divinas remote nada más. La autoridad en abtracto viene inmediatamente de Dios; la voluntad en concreto viene mediatamente de Dios, o sea mediante la voluntad del pueblo. 2ª. El consentimiento popular es necesario para la designación de la autoridad en concreto. Este principio es común a Vitoria y la Escuela de Salamanca. En el aspecto civil los hombres son por naturaleza libres e iguales. Lo que significa que los individuos no nacen los unos destinados a la obediencia y los otros al mando: «ningún hombre tiene en sí o de suyo de donde pueda dominar la voluntad libre de los demás». Para que una persona particular se constituya en autoridad se requiere una designación. Excluida la naturaleza, esta designación puede provenir o bien de la voluntad de Dios o bien de la voluntad de los hombres. La voluntad de Dios hay que descartarla, porque no existe ninguna especial manifestación de la intención divina, fuera de la que va implícita en la misma naturaleza. No queda, por tanto, otro criterio que el consentimiento de la comunidad. 3ª. El consentimiento no sólo designa a la persona, sino que confiere el poder. No hay una donación inmediata del poder. Cuando el consentimiento solamente designa la persona sin conferirle el poder, éste se transmite siempre en la misma forma, con las mismas atribuciones. Así ocurre, en el orden religioso, con el poder del Papa. La forma y la potestad de la autoridad pontificia es hoy la misma que en tiempo de San Pedro. El consentimiento del cuerpo electoral no hace más que designar la persona, pero no conferir el poder. Por eso, ese consentimiento no tiene dominio alguno sobre la autoridad. No ocurre así en el orden civil. La voluntad del cuerpo político tiene dominio sobre el poder y, por ello, de esa voluntad depende la forma y las atribuciones del elegido. Estas formas y atribuciones varían continuamente en el tiempo y espacio. Esto significa que la voluntad del cuerpo político no sólo designa la


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persona, sino que le confiere el poder con la forma que ha recibido en los moldes del cuerpo político. 4ª. ¿Cómo pasa el poder del cuerpo social al príncipe? Vitoria, Soto y Suárez (entre otros) lo concibieron como transferencia de un derecho de la colectividad a una persona designada por ella. El poder es aquí inmanente al cuerpo político y éste tiene poder sobre él para trasmitirlo con las limitaciones que juzgue convenientes al bien de la comunidad.

5ª. El consentimiento del cuerpo político confiere el poder y lo transmite con diversas limitaciones, porque es el sujeto que está en posesión de ese derecho. Si el cuerpo político no fuera el poseedor de tal derecho no tendría dominio sobre él, ni podría legítimamente limitarlo. A todo derecho corresponde siempre un sujeto. A un derecho natural ha de corresponder un sujeto natural, pero nunca un sujeto positivo. El derecho positivo puede nacer por una determinación libre y voluntaria de una voluntad humana o divina; pero el derecho natural nace como una consecuencia o exigencia de una persona (física o moral) natural. Este derecho supone su sujeto natural del cual es su manifestación. Ahora bien, la, autoridad es un derecho natural. Por tanto, supone un sujeto natural. Pero este sujeto no pueden ser los individuos particulares, los cuales no han sido designados por la naturaleza como sujetos de autoridad. El único sujeto natural de la autoridad es la comunidad o cuerpo político.


VI EL “DOMINIO” QUE TODOS LOS HOMBRES VIVEN: EL TOTUS ORBIS

1. Un motivo ocasional de la doctrina moral y social de Vitoria fue el hecho del Descubrimiento del Nuevo Mundo –con sus nuevas razas y lenguas–, el cual provocó la revisión de básicas ideas antropológicas y jurídicas. Hasta el punto de que sobre el nuevo mundo geográfico se alzó un nuevo universo normativo, gracias al empuje de Vitoria, quien transformó desde España la conciencia política de Europa, superando en muchos aspectos la mentalidad medieval y proponiendo un cuadro de derechos y deberes del hombre, como ser individual y social, en toda clase de pueblos, dentro de una comunidad universal (totus orbis), que es el albergue original del hombre1. Inicialmente a los intelectuales europeos que empezaron a pensar el sentido del Descubrimiento les bastaba indicarlo con el término novus orbis2. Vitoria trasciende el esquema cuantitativo 1

Francisco de Vitoria, Relectio De potestate civili, nn. 3-4.Cfr. J. Baumel, Le Droit International Public, la découverte de l’Amérique et les Théories de Francisco de Vitoria. Etude du “De Indis noviter inventis”, Graille & Castelnau, Montpellier, 1931; V. D. Carro, Domingo de Soto y el derecho de gentes. Los colaboradores de Francisco de Vitoria, Bruno del Amo, Madrid, 1930; L. Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Aguilar, Madrid, 1959; J. Höffner, Christentum und Menschenwürde. Das Anliegen der spanischen Kolonialethik im Goldenen Zeitalter, Paulinus, Trier, 1947. 2

Así lo hizo, por ejemplo, Pedro Mártir de Anglería, quien en sus cartas de 1493 refería el novus orbis a las nuevas islas recién descubiertas, pues pensaba, como otros muchos, que eran otra mitad del mundo. Con ese mundo nuevo se iba agrandando la visión geográfica, siendo también sólo geográfica y


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y geográfico del novus orbis, y busca en la esencia misma del hombre el sentido cualitativo de un mundo que, nuevo o viejo, era antes que nada la universal casa del hombre: la llamó totus orbis en sus Relecciones sobre los Indios, explicadas hacia 1538. Este Orbe universal, o casa del hombre, se debe a la apertura consustancial que el ser humano, por su estructura interna, hace a los demás –apertura que es la raíz de sus múltiples relaciones en sociedad y, según Vitoria, es también fundamento del “derecho de gentes”–. Analizando la índole de esta apertura, Vitoria subraya enérgicamente que el hombre es, por derecho natural, ciudadano del mundo, del orbe; también lo es el indio recién descubierto; y nadie, en ninguna parte del mundo, puede ser considerado como extranjero. Hubiera dicho –como siglos después lo expresó Max Scheler en su obra “El puesto del hombre en el cosmos”– que el hombre no tiene perimundo (Umwelt), sino mundo (Welt), precisamente por la apertura universal de su inteligencia y de su voluntad3. Ese carácter cosmopolita no lo pierde nunca, por ser de derecho natural. Cada hombre concreto forma, con todos los demás hombres, una comunidad natural universal, en la que se extienden los mismos derechos naturales para todos: es ésta, en la óptica de Vitoria, la “communitas naturalis Orbis”4, la cual es anterior y superior a todas las naciones y a todas las soberanías. Ella es la verdadera casa del hombre. Está investida de una potestad natural, con derechos y deberes naturales para defender simultáneamente al hombre y a sí misma. Ningún hombre particular, por más señalado que sea, ni siquiera el Papa, es dueño de todo el orbe –totius orbis5–. Pero tampoco lo es el Emperador. Y los indios tenían derecho a defenderse de los españoles, pues cuantitativa la estimación que se hacía de él. Incluso Américo Vespucio utilizó la expresión Novus Mundus (1504), para contraponerlo geográficamente al Viejo (Europa, Asia, África). 3

M. Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Reichl, Darmstadt, 1928, pp. 10-20. 4

V. D. Carro, La Communitas Orbis y las rutas del derecho internacional según Franciso de Vitoria, Santander, 1962, pp. 47-58; A. D'Ors, “Ordo Orbis”, en Revista de Estudios Políticos, XIX (1947), pp. 37-62. 5

Francisco de Vitoria, Relect. De indis, I, 2: De titulis non legitimis, n. 3.


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tenían sus propios derechos de soberanía. Gracias al Descubrimiento, con Vitoria y su Escuela se rompe el esquema político medieval. Varias veces repite Vitoria que esa “casa universal” no se debe a concretos actos de una voluntad asociativa de los hombres individuales, ni de los estados particulares; no es una invención artificial, pues expresa, más bien, la previa y natural dimensión política y social de la persona humana6. 2. Por tanto, el hombre tiene un original modo de convivencia que no responde a su libre elección, sino a su natural exigencia de perfección, según se da en el modo natural de la Familia, del Estado y del Orbe entero: tres niveles comunitarios que son ámbitos fundamentales donde puede lograrse la perfección de la vida humana. Cada uno de esos ámbitos de convivencia tiene fines previamente determinados por la misma naturaleza humana. La culminación natural de la convivencia está, pues, en el orbis, de modo que la natural intercomunicación humana no se agota en la Familia, ni en el Estado, sino que abarca a todos los miembros del género humano, bajo la forma de una vertebración comunitaria que Vitoria llama amistad natural7. Esta convivencia radical genera el totus orbis, una estructura universal con valor político y jurídico. La comunidad del totus orbis no queda comprometida con la creación y fluctuación de fronteras nacionales, porque esencialmente es anterior a la constitución de los estados. Con lo dicho hasta ahora se comprende que no enfocaba Vitoria la cuestión temporal y puntual de cuándo aparecen históricamente las ciudades y los estados, sino la cuestión antropológica y moral del principium orbis, que es primordialmente esencial, y no temporal: Tú eres hombre, luego tú eres habitante del orbe: en el que son comunes las cosas y el hombre es libre de recorrer las regiones que quisiese. E incluso cuando quedaron repartidas las tierras, los hombres conservaron ese derecho ori-

6

Francisco de Vitoria, Relect. De potestate civili, n. 5.

7

Francisco de Vitoria, Relect. De indis, I, 3, n. 2.


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ginal de dominio común y la libre facultad de recorrer el mundo8. El argumento de Vitoria viene a decir que el hombre nace en su casa universal (totus orbis), y precisamente por ello nace también en una Familia y en un Estado. No al revés. Entre las exigencias radicales de esta “universalidad”, la del totus orbis, está, por derecho natural, no sólo la promoción y defensa de la dignidad humana, sino también la consecución de las condiciones sociales y políticas que la hacen posible. En este punto estriba inicialmente la propuesta internacionalista de Vitoria, como lo han recordado ilustres investigadores. Se trata de una doctrina que el norteamericano James Brown Scott señalaba, hace ya casi un siglo, como el camino a un derecho internacional que pertenece al porvenir9. Con un sentido muy pedagógico Vitoria explica que la estructura de la comunidad del totus orbis, por relación con el complejo diferenciado de naciones, es análoga [aliquo modo] a la estructura de un estado [respublica] relacionado con sus ciudadanos10. En el vigor ético de esa comunidad perfecta se basa la validez jurídica de un derecho internacional ‒el derecho de gentes‒, cuya condición de posibilidad es la existencia de una estructura supranacional “que garantice la eficaz atribución de los derechos”11. Por eso dice Vitoria que la casa del hombre, el totus orbis, “es en cierto modo como una nación universal, y tiene poder de dar leyes justas y a todos convenientes, como son las del derecho internacional”12.

8

Francisco de Vitoria, Relect. De indis, I, 3, n. 2.

9

James Brown Scott, El origen español del derecho internacional moderno: Francisco de Vitoria y su derecho de las naciones, Valladolid, Talleres Tipográficos Cuesta, 1928; A. Gómez Robledo, Fundadores del Derecho Internacional, UNAM, México 1989; R. Hernández, Francisco de Vitoria, vida y pensamiento internacionalista, BAC., Madrid 1995. 10

Francisco de Vitoria, Relect. De indis II: De iure belli, n. 7.

11

J. M. Viejo Ximénez, “Totus Orbis, qui aliquo modo est respublica. Francisco de Vitoria, el Derecho de Gentes y la expansión atlántica castellana”, Revista de estudios histórico-jurídicos, 2004 (26), pp. 359-391. 12

Francisco de Vitoria, Relectio De potestate civili, n. 21.


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Esa estructura supranacional, por su perfección y por el bien universal que pretende, no se confunde con la mera yuxtaposición o suma de Estados, ni es una Federación de Naciones, ni puede oponerse al bien de cada nación. A su vez, el bien nacional se comporta con el totus orbis supranacional de análoga manera a como el bien de la Familia se comporta con el bien del Estado13. Esta es la misma doctrina que Kant expuso varias veces en sus escritos, sin advertir que refrendaba tesis de Vitoria. 3. Pero a esta propuesta cosmopolita responde también, como acabo de apuntar, el derecho internacional o derecho de gentes, conforme a la formación y constitución paulatina de naciones y fronteras. En el origen del totus orbis hay un bien político universal que luego el derecho internacional desarrolla. Sobre la comunidad de derecho natural viene montada la división de pueblos, provincias y naciones, vertebrada por el derecho internacional14. Por tener su base en el derecho natural, el derecho internacional exige que la soberanía no se anquilose ni se haga estática en cada una de las naciones, sino que opere dinámicamente, construyendo solidariamente la dignidad humana que irradia en el totus orbis15. De suerte que todas las gentes, o todos los hombres, en cuanto forman una comunidad de todo el género humano, pueden obligar, mediante el derecho internacional, a que cada uno de los singulares realice las cosas que convienen a todos los hombres, al igual que la nación particular puede obligar a que todos los singulares realicen las cosas que son útiles a toda la nación16. Frente a toda tiranía, incluida la que pudieron ejercer los españoles sobre los indios, recuerda Vitoria que los derechos natu13

J. M. Viejo Ximénez, “Totus Orbis, qui aliquo modo est republica”, loc. cit., p. 372. 14

Francisco de Vitoria, Relect. De Indis II: De iure belli, n. 13.

15

C. Ruiz del Castillo, “Las relaciones entre los derechos del hombre y el derecho internacional según las inspiraciones de Francisco de Vitoria”, Anuario de la Asociación Francisco de Vitoria, 1948 (9), pp. 39-67; p. 46. 16

Francisco de Vitoria, Relect. De indis II: De iure belli, n. 19.


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rales del hombre son también los derechos naturales de la “comunidad universal”17. En definitiva, las comunidades humanas necesitan de un orden legal supra-nacional o cosmopolita que las dirija y ordene en éste género de necesidad y unión. Tesis que, un poco más tarde, Suárez18 recogería de Vitoria. Y no es ocioso repetir que, dos siglos después de Vitoria, Kant estableció, para fundar lógicamente su aspiración a la “paz perpetua”, una analogía, similar a la del maestro salmantino, entre el orden de las exigencias intra-estatales y las exigencias supra-estatales19. 4. Movido por la autoridad de esa comunidad universal [auctoritate totius orbis], y ante las noticias que recibía de abusos y desmanes cometidos con los indígenas de las tierras recién descubiertas, Vitoria sentó en la Universidad de Salamanca las bases de la comprensión de todo hombre como habitante del orbe entero. En sus relecciones De Indis Vitoria agota los argumentos racionales para convencer de la necesidad de humanizar las relaciones humanas en el caso del Descubrimiento y de castigar debidamente los excesos cometidos con el pretexto de la propagación de la fe católica. De la “comunidad universal” brota el derecho de aprender y enseñar la verdad en todas partes; y también el derecho de defender al inocente, allí donde padezca violencia e injusticia. Es lícito, en fin, a todos recorrer las regiones que quisiesen20. Una ley contraria a la indicada sería injusta.

17

Francisco de Vitoria, Relect. De indis II: De iure belli, n. 19.

18

Francisco Suárez, De legibus, II, c. 19, n. 9.

19

I. Kant, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf (1796). Zweiter Abschnitt: “2. Das Völkerrecht soll auf einen Föderalismus freier Staaten gegründet sein”. Cfr. Juan Cruz Cruz, “Derecho e historia en Kant”, Persona y Derecho, Pamplona, 13/1885, 187-261 (sobre el paso del estado natural al estado civil y al estado cosmopolita, cfr. pp. 235-245). 20

Francisco de Vitoria, Relect. De indis I, n. 3.


VI DOMINIO EN LIBERALIDAD COMPLEJA Y EN LIBERALIDAD SIMPLE

1. El enfoque de Vitoria ‒de gran perspicacia fenomenológica y moral‒ encierra el sentido de lo que quiero transmitir: la vital asociación que, en la realidad económica, debería tener la intención liberal con la intención de la justicia, coincidentes además en la previa realidad del “dominio” y en los modos de donar desde el dominio. Llama la atención el hecho de que en la literatura reciente se venga prestando atención al fenómeno sociológico del dar; y se suele citar como pionera al respecto la obra de Mauss Essai sur le don1. Según este autor, el don crea en las sociedades arcaicas (como las de Polinesia, Samoa, Trobriand y Maorí) un vínculo comunitario de intercambios no remunerados, vínculo que «obliga» a quien lo recibe, el cual reacciona con un «contradon». Algo similar a lo que Vitoria enseña con devolver «algo más», aliquid plus dare. Mauss indica que el don es esencial en la sociedad humana y un elemento central de la economía arcaica. Vitoria hubiera aceptado, con Mauss, que el don es “agonista”, lo mismo que lo es el músculo que efectúa un movimiento contrario al del músculo opuesto. Los intercambios son respetados con un oculto apremio de devolverlos. Entre las tribus estudiadas por Mauss, la devolución que se hace no coincide exactamente con la justicia, sino con otro tipo de deber, bajo el supuesto de que la cosa que es dada encierra algo así como un imperativo que instiga a devolverla. 1

Marcel Mauss Essai sur le don. Forme et raison de l'échange dans les societés archaiques, París, 1924.


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En sus conclusiones Mauss se inclina a pensar (cinco siglos después de Vitoria) que las sociedades desarrolladas podrían mejorar en sus estructuras económicas si reconociesen la práctica del don, como exigencia de un «contra-don»2. Este fenómeno del don era, para el enfoque antropológico que Vitoria tenía de la economía, un camino continuo de reflexión: pues el intercambio sería (como después reconoció Mauss) articulador de relaciones entre los grupos, en cuanto el donar un objeto hace grande al donante y al receptor. O sea, al hacer justicia, debo yo elevar mi punto de mira hacia la humanidad misma del que trata conmigo. Pues de otra manera, no daría primacía a la persona sobre las cosas3. Debo además recordar que quizás esté muy bien asumida esa actitud donante “agonista” en aquellas costumbres españolas que han llegado hasta nosotros y que coinciden en el juego del «contra-don». Algunas de estas formas han sido incluidas en el derecho consuetudinario de ciertas regiones. Una de esas formas es la asturiana “andecha”, una voz que deriva del latín indicere (anunciar, llamar): cuando un agricultor asturiano, acuciado por urgentes faenas agrícolas, “llama a andecha”, en realidad convoca a un trabajo individual, voluntario y gratuito… pero que se desarrolla bajo el esquema de “hoy por mí, mañana por tí”, o sea, de una reciprocidad, más o menos igualada4. 2

Siguiendo el camino marcado por Mauss, aparecieron numerosos estudios, de los que sólo nombro algunos: Friedrich Rost, Theorie des Schenkens, Essen, 1994; Jacques Derrida, Donner la mort, París, 1996; Id. Donner le temps, 1995; Maurice Godelier, L'Enigme du don, París, 1996; Gert Dressel y Gudrun Hopf, Von Geschenken und anderen Gaben. Annäherungen an eine Historische Anthropologie des Gebens, Frankfurt. M., 2000; Alain Caillé, Critique du don, étude sur la circulation non marchande, París 2009. 3

Se ha llegado incluso a decir, con notable exageración, que el software libre viene a ser un reactualización de la economía del don. Cfr. Eric Steve Raymond, The Cathedral & the Bazaar, O'Reilly, 2001. Una valoración de otros fenómenos similares puede verse en: John D. Caputo y Michael Scanlon (Ed.), God, the Gift, and Postmodernism, Bloomington, 1999. 4

En la Compilación del Derecho Consuetudinario Asturiano (II, 2.1), podemos leer sobre la andecha: “§ 1. Concepto y denominaciones.- 1. La andecha es la ayuda recíproca, voluntaria y gratuita que se prestan los vecinos de un pueblo o pueblos limítrofes para hacer frente a determinados traba-


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2. La frase que he citado al principio de este trabajo define la actuación liberal en unos términos tan imaginativos que sectores de la sociedad acostumbrados a renegar del liberalismo5, quizás no alcanzan a comprender ni la esencia de la liberalidad misma, ni las hondas razones de la libertad que dan nombre y justificación a la propia actitud liberal. Llamaré “liberalismo complejo” o agonista aquella actitud definida por Mauss, y en la que coincide también Vitoria. Se puede resumir con la palabra confianza: gracias a la cual el liberal parece que no renuncia totalmente a recibir algún interés económico, por la esperanza fundada que tiene en el receptor. Aunque existe otra forma más simple y honda de liberalismo, fundada en una pura acción donante que no recaba interés alguno: se realiza en la actitud que nada espera de quien recibe el don. 3. Recordemos que la palabra latina liber y la española “libre” reciben forma y contenido de la raíz indoeuropea leudh (elevarse, subir, germinar); de esta raíz surge también el vocablo griego ἐλεύθερος, que significa “libre”. La voz española liberal traduce el griego ἐλευθέριος. En el ser humano la liberalidad es, según Aristóteles, la virtud que, entre extremos opuestos, guarda un medio en lo relativo a las riquezas, a la crematística (χρηματιστική) o posesiones de cosas externas. Así queda definida en un capítulo de su Ética, donde sienta algunas tesis que se jos que son acuciantes, resultan muy laboriosos o exceden las posibilidades de la familia campesina, a cuyo fin la casa beneficiaria convoca o “llama a andecha” a las casas vecinas para que envíen, según sus posibilidades, uno o más representantes. § 2. Características.- La andecha se ajusta al esquema de la reciprocidad equilibrada y sólo funciona en un contexto de igualdad socioeconómica”. La andecha viene a ser un trabajo amistoso, benévolo y de buena vecindad. Un concepto similar es el vacuence “auzolan” o el valenciano “tornallom”. Con su benévolo trabajo los participantes no adquieren derechos de propiedad alguna. 5

Cfr. las oportunas reflexiones ‒de historia comparada‒ que hace Victoriano Martín Martín en El liberalismo económico. La genesis de las ideas liberales desde San Agustin hasta Adam Smith, Madrid, 2002. Indica, por ejemplo, que los españoles Fernando Vázquez de Menchaca, Francisco de Vitoria, fray Luis de León y Juan de Mariana merecen un puesto destacado en los orígenes del liberalismo.


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extendieron por toda la cultura mediterránea, incluidos los Comentaristas árabes y medievales. Es oportuno repasar ese planteamiento aristotélico para entender aquello de lo que estamos hablando acerca de la liberalidad como factor unido a la justicia. En la Ética Nicomaquea habla Aristóteles primero de la “liberalidad”, y luego de la “justicia”. De la primera hay al menos seis puntos destacables al respecto6. Primero, el liberal tiene, a sus espaldas, al avaro, que todo lo retiene; y al frente, al pródigo, que todo lo derrocha o dispendia. Cuando uno es alabado por ser liberal, no es por sus altas gestas de lucha ‒pues entonces se le diría valiente‒, ni por sus enormes conocimientos ‒en cuyo caso sería llamado sabio‒, ni por su ponderación en los juicios ‒pues se le llamaría justo‒. Más bien se le alaba por la manera cómo da y recibe las riquezas, y sobre todo, por cómo las da7. Aristóteles llamaba riqueza ‒en un sentido no muy diferente del nuestro‒ a todo aquello cuyo valor se gradúa por la moneda y el dinero. Segundo, a todas las cosas que están a disposición del hombre puede darse un destino bueno o malo; y la riqueza es una de esas cosas. Y conste que el uso de las riquezas no puede consistir nada más que en gastar o en donar. Porque recibir y conservar es más bien poseer que usar. El que, siendo liberal, tiene la virtud referente a las riquezas, se servirá lo mejor posible de ellas. En lo concerniente a la estimación de las riquezas, el avaro otorga una importancia exagerada a los bienes de fortuna. En cambio, el pródigo sólo tiene una tacha especial: disipa su fortuna; en cierto modo, se arruina por su gusto; pero con la disipación insensata de sus propios bienes se destruye a sí mismo, pues si vive es gracias a lo que posee. Tercero, la liberalidad no tiene como fin inmediato la riqueza externa; lo que pretende en el fondo es vigilar y regular el deseo interno o pasión de poseer. Por tanto, lo propio de la liberalidad es primariamente dar cuando conviene. Para el hombre liberal, dice Aristóteles, es más importante hacer el bien que recibirlo él 6 7

Aristóteles, Ética a Nicómaco [Ἠθικὰ Νικομάχεια], IV, cap. 1.

“Liberalis…laudatur in datione et sumptione, id est acceptione pecuniarum; magis tamen in datione quam in acceptione”. Sanctus Thomas de Aquino, In Ethicorum Commentaria, IV, l. 1.


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mismo; mucho más hacer cosas buenas que no cosas vergonzosas. Es claro entonces que el acto de dar implica la condición de hacer algo bueno. El reconocimiento, en cualquier caso, recae sobre el que da y no sobre el que recibe, y la alabanza está reservada más bien para el que da. Cuarto, la liberalidad es incluso la virtud que más se hace amar. Y si todas las acciones inspiradas por la virtud son bellas (καλός) ‒pues están hechas en vista del bien y de la belleza‒, así el hombre liberal dará, porque es bello dar. En este caso, amor y belleza van juntos cuando el liberal da a quienes debe dar, lo que debe dar, cuando debe dar, guardando todas las condiciones que constituyen una donación hecha con rectitud de intención. Es más, el liberal ofrece y da con gusto o por lo menos sin sentir tristeza; porque todo acto que es conforme con la virtud es agradable y no puede ser nunca verdaderamente penoso. Y, en fin, el liberal sólo tomará dinero de donde deba tomarlo, es decir, de sus propios bienes: dar a costa de otro, no es dar propiamente. Quinto, la liberalidad debe apreciarse en el aspecto subjetivo y personal, siempre según la fortuna. Pues no depende del valor de lo que se da, sino de la riqueza del que da: y es posible que el que da menos sea en realidad más liberal, si dispone de una menor fortuna. A este respecto, apunta con humor Aristóteles, el hombre es más generoso cuando no se ha esforzado en adquirir la fortuna que posee, sino que la ha recibido por herencia; porque el que se encuentra en este caso no ha conocido la necesidad; y además todo el mundo se siente mucho más apegado a lo que ha producido por sí mismo, como sucede con los padres. Y apostilla el Estagirita: con el dinero sucede lo que con todas las demás cosas, pues no es posible tenerlo, cuando no ha costado trabajo el adquirirlo. Pero, volviendo al espíritu de esta virtud: sólo es verdaderamente liberal aquel que gasta sus bienes y los gasta de una manera conveniente. El que pasa de este límite, es un derrochador. Sexto, también ha de comportarse como liberal el que recibe riqueza, no sólo el que dona, lo mismo en las cosas pequeñas que en las grandes. El liberal no sólo sabe dar, sino sabe recibir igualmente, pues en este caso el recibir no es lo contrario, sino una consecuencia del dar, y por eso puede encontrarse a la vez


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en el mismo individuo, mientras que dos cosas contrarias no pueden estar jamás en este caso. De ahí que Vitoria advirtiera que el receptor de un don ‒porque se le colma una necesidad‒ debiera devolver algo más8. Por último, Aristóteles indica que no se debe confundir el gastar con el dar, aunque muchos los mezclen. El pródigo da, gastando hasta vaciarse, sin tomar ni recibir; y eso no es una maldad, sino una locura: al final no le importa cómo puede dar, ni de donde ha de sacarlo; su forma de dar no es verdaderamente liberal. El avaro, ni da, ni gasta: sólo toma y recibe; expresa más lo malo que lo razonable. La avaricia es incurable. La anemia moral en todos sus modos enferma a los avaros; aunque la avaricia sea más natural al hombre que la prodigalidad, porque en general nos gusta más conservar nuestros bienes que darlos. En la avaricia hay defecto en dar y exceso en recibir, donde se dan cita rufianes, usureros y logreros, pícaros, jugadores, salteadores y bandidos9. Este análisis aristotélico de la acción liberal se acoda en las teorías de moral económica del siglo de Vitoria, inyectando humanismo y solidaridad en los tratos y contratos10. 4. He apuntado someramente el hecho de que Vitoria reconozca una actitud liberal en quien, al recibir una cosa, responda con un contra-don (aliquid plus dare). ¿En qué doctrina antropológica y social se apoya esa afirmación? A lo largo de sus Relectiones Vitoria muestra una oposición neta a lo que podría llamarse “individualismo”, según el cual toda agrupación tendría solamente un sentido meramente utilita8

Vuelvo a la citada frase de Vitoria: aliquid plus dare (Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a1). 9

Aristóteles, Ética a Nicómaco [Ἠθικὰ Νικομάχεια, IV, cap. 1. Ed. Bekker, 1119 b22 – 1120 a23]. 10

Cfr. Demetrio Iparaguirre, Francisco de Vitoria: una teoría social del valor económico, Bilbao, Mensajero, 1957. Un repertorio bibliográfico, bien ordenado, sobre la moral económica de aquel tiempo puede consultarse en José Barrientos García, Repertorio de Moral Económica (1536-1670): La Escuela de Salamanca y su proyección, Pamplona, Eunsa, 2011 (Vitoria, pp. 109-122).


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rio, pues expresaría el interés propio: se constituiría y se disolvería por convención, pacto o consenso. Especialmente en su Relectio de potestate civili, refuta la tesis de que el Estado sea una mera institución gendarme que estaría para garantizar a cada individuo el mayor campo de acción posible. Para Vitoria, todo individuo, por razón de su esencia, está en una comunidad ontológica y, por tanto, internamente vertido a los demás11. Desde esta doctrina social, Vitoria enfoca algunos fenómenos jurídicos y económicos del siglo XVI. Como otros de su tiempo, contextualiza la actividad comercial y mercantil en la forma positiva de la justicia conmutativa. Según Vitoria, el sujeto de la justicia es el hombre, como ser racional que está afectado intrínsecamente por una relación social, unido a sus semejantes. Sólo se llama propiamente justicia la virtud que hace referencia al otro (justitia semper est ad alterum). Y la justicia pierde el sentido de justicia cuando aquellos entre los que existe son de alguna manera uno (como mi esposa, mis hijos, mis miembros)12. La tensión entre la “mismidad” y la “alteridad” marca así la clave del razonamiento de Vitoria en torno a la justicia, y especialmente a las aplicaciones de ésta. En principio, no hay justicia si no es entre un hombre pleno y otro hombre pleno. En este caso el otro se presenta ante mí como independiente de mí. La relación que yo puedo mantener con él

11

Exposiciones y comentarios apropiados sobre esta teoría política pueden verse en: Eustaquio Galán, La teoría política del poder político según Francisco de Vitoria, Madrid, Instituto Editorial Reus, 1944; Salvador Lissarrague Novoa, La teoría del poder en Francisco de Vitoria, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1947; Emilio Naszalyi, El estado según Francisco de Vitoria, Madrid, Cultura Hispánica, 1948; Bernice Hamilton, Political thought in sixteenth-century Spain: a study of the political ideas of Vitoria, De Soto, Suárez, and Molina, Oxford, Clarendon Press, 1963. Sobre la teoría social y jurídica de Vitoria, cfr. Antonio Truyol Serra [et al.], Actualité de la pensée juridique de Francisco de Vitoria, Bruxelles, 1988; Daniel Deckers, Gerechtigkeit und Recht: eine historisch-kritische Untersuchung der Gerechtigkeitslehre des Francisco de Vitoria, Freiburg [Schweiz], Universitätsverlag, 1991. 12

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 58, a. 2.


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implica el requisito de la “alteridad” y el “reconocimiento” de lo que corresponde a esa alteridad13. La “alteridad” constituye también un aspecto formal de la liberalidad, no sólo de la justicia14. Y por lo que a esta última se refiere, la justicia conmutativa o reparadora es la figura más nítida de la justicia. Recuerda Vitoria que tradicionalmente se han distinguido tres especies de justicia: primera, según las relaciones de los individuos con el todo (partes ad totum); segunda, según los individuos entre sí (partes ad partes); tercera, según el todo con los individuos (totius ad partes): justicia legal, justicia conmutativa y justicia distributiva15. Pues bien, en el caso de la justicia legal (la del individuo con el todo) y en el de la justicia distributiva (la del todo con el individuo) no aparece el individuo como un “otro” separado nítidamente de la parte opuesta. La igualdad y la paridad entre las distintas partes existe precisamente en la justicia conmutativa. Dicho de otro modo, la justicia se manifiesta de manera paradigmática entre aquellos que son absolutamente “otros” e “iguales”: simpliciter justum est inter aequales. En cierto sentido, esta es la justicia estricta16. Y lo que la norma de la justicia conmuta13

Si la justicia expresa el aspecto externo de lo debido, la liberalidad retrata mejor, en esa misma justicia, la índole interna de los afectos del donante. 14

Es claro que “lo debido” no es de la misma condición en todas las acciones externas, pues algo se debe de distinto modo a un igual, a un superior y a un inferior; y también se debe de distinto modo cuando es por pacto, por promesa o por un beneficio recibido. Ahora bien, en un sentido amplio ‒que trasciende las formas concretas de justicia‒, el dar puede hacerse sin esperar retorno, cuya calificación psicológica y moral se llamó liberalidad, y la forma de responder al don recibido fue llamada gratitud, la cual “da en reciprocidad” lo que es debido a una acción liberal, aunque se inserte en un hecho de compraventa. 15 16

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 61, a. 1.

“Est notanda differentia inter justitiam commutativam et distributivam, quia commutativa est magis stricta”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 61 a1. Dice Vitoria que “si Pedro me debe diez ducados, lo debido es que me lo devuelva todo”; pero en la justicia distributiva, lo debido no es así. Lo justo que exige la justicia conmutativa es lo justo absolutamente; mientras que lo justo que exige la justicia distributiva es debido relativamente, porque versa sobre el bien común, que no es de la parte solamente (Ib.).


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tiva ordena a un hombre es primariamente “reconocer al otro como otro”, sea bueno o malo, simpático o antipático: un otro que de hecho puede parecer extraño, o que incluso pudiera convertirse en enemigo, en definitiva, que no está “unido” a él. La norma de justicia estricta se ordena a ese otro para darle cabalmente lo que se le debe y no más. Contemplando la totalidad de bienes temporales y espirituales que el hombre puede tener, Vitoria indica que si un hombre daña a otro, está obligado a hacerle satisfacción del quebranto en la manera que le fuere posible. Ello exige que ningún hombre haga daño al otro, por ejemplo, ni en la hacienda, ni en los bienes temporales ‒como son dineros, ganados, posesiones y todas las demás cosas corporales‒, sobre las cuales el hombre tiene dominio17 o señorío. Para Vitoria ‒como para Santo Tomas‒, “dominio” abarca más que “propiedad”: es como el género respecto de una especie. Lo vimos en un anterior capítulo. El “dominio” comprende todo poder que un ser pueda tener sobre otro ser; y la “propiedad” expresa un derecho subjetivo de carácter privado18. Por referencia a los seres humanos, no hay que confundir el dominio como propiedad con el dominio como autoridad: en el primero, el poder implicado es ejercido por su titular para la propia utilidad; en el segundo, el poder implicado es utilizado para el bien individual de otro o para el bien común19. Justicia y liberalidad tienen entre sí un parentesco de origen: el dominio que el hombre tiene como tal sobre las cosas del mundo. Dominio que le faculta para dar y recibir esas cosas, tasándolas además en un “precio justo”. Hay que saber lo que

17

Cfr. Maurice Barbier-Müller, “La notion de «dominium» chez Vitoria”, en Bibliothèque d’Humanisme et Rénaissance, 2006 (68) pp. 241-252; Juan Cruz Cruz (Ed.), Ley y dominio en Francisco de Vitoria, Pamplona, 2008. 18 19

Jaime Brufau Prats, op. cit., p. 98.

“El hombre es naturalmente un animal social. Pero no es posible la vida social entre muchos individuos si estos no tienen un jefe que les gobierne y que provea al bien común […] Siempre que muchos individuos están ordenados a un mismo fin, siempre hay un agente único que los dirija como jefe” (STh, I, q. 96, a. 4).


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vale aquello que se da y aquello que se recibe.¿Qué es el precio justo?


VII EL VALOR DE LAS COSAS: ESTIMACIÓN UNÍVOCA Y ANÁLOGA

1. Es importante “justipreciar” lo que se ha dado o recibido; y conviene saber si el precio de una cosa coincide con su valor. ¿En qué estriba el justiprecio? Una corriente extrema de la “economía liberal” moderna ha proclamado la libertad de contrato sin limitaciones. Para llegar a ese punto, y para determinar el valor de las cosas, han hecho suyas las críticas que identificaban, sin base histórica, la economía antigua con la aceptación de elementos subjetivos negativos, tales como la codicia y la ambición1. Estos términos supondrían, antes y ahora, un pesado lastre para el buen flujo mercantil y deberían ser evacuados: se ha exigido que, por ejemplo, la palabra “valor” fuese utilizada en términos objetivos, expresados incluso matemáticamente.

1

San Buenaventura (1218-1274) predicaba en sus sermones piadosos: “El valor de las cosas ha sido impuesto por la codicia u opinión, porque si la opinión humana quisiera, el estaño valdría lo mismo que el oro o la plata: cupiditas hominum valorem rebus imposuit vel opinio, quia si opinio hominum vellet, stamnum valeret sicut aurum vel argentum”. Opera omnia, Quarachi, 1901, IX, (Sermones de tempore, Feria II post Pascha, p. 288). Esta enseñanza sólo sirve para conmover el corazón de los oyentes. Pero corrió por la Edad Media una corriente moral que, tomando observaciones incompletas y descontextualizadas ‒parecidas a las que acabo de citar‒, exageraba quizás los aspectos subjetivos menos nobles del valor, afirmando que las cosas valen lo que ha sido tasado por la codicia humana, no por la razón. De modo que la estimación económica de una cosa dependería de la utilidad y ambición del propietario, y su valor se extendería tanto como pudiera venderse. Se trataría de una estimación equívoca, pues se aplica a cada caso en un sentido totalmente distinto.


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Del espíritu de ese movimiento moderno se halla alejado el planteamiento de Vitoria, que a su vez no se puede identificar con aquella postura negativa de algunos medievales2. Indudablemente Vitoria prestó la debida atención al modo de actividades privadas y públicas propias de un arbitrio humano que espontáneamente era empujado por fuerzas físicas e instintos egoístas; un dinamismo que ‒aunque fuera intrínsecamente bueno‒ muchas veces era informado por criterios de pura utilidad individual, dejando al margen el “orden natural” de pautas morales, las del bien social común, que debían acompañar a la razón humana. Pero ese proceder económico, egoísta e individual, era reprobado por los grandes Maestros del Siglo de Oro, que reclamaban un modo de actividad que, cumpliendo con los criterios morales, desembocara en la articulación social de la vida personal. Se exigía además que mediante la autoridad social del gobernante, cuyo fin debía ser la búsqueda permanente del bien común social, fuese recuperado el individuo en aras de la “utilidad común”, más allá de lo utilitario privado. No obstante reconocían que era muy difícil llevar a buen puerto la misma actividad mercantil consciente y responsable. Vitoria no tenía intención de diseñar una ciencia económica objetiva ‒aunque indicó muchas articulaciones positivas de hechos económicos‒; procuraba sobre todo identificar los obstáculos creados por las pasiones y por el mal uso de la libertad en el mundo de los negocios, comprobando que el afán por obtener bienes materiales desembocaba en el lucro ilimitado y en la usu-

2

También la postura de Santo Tomás y de los maestros del Siglo de Oro es más matizada: Cfr. S. Hagenauer, Das iustum pretium bei Thomas von Aquin, Stuttgart, 1931; Juan José Escobar Valencia, El justo precio según Santo Tomás, Roma, 1986; V. A. Deman, The just Price, Giessem, 1930; V. Fallon, “Le juste Prix”, Nouvelle Revue Théologique, 51(1924), 152 ss.; Luis de Molina, La teoría del justo precio, ed. P. Gómez Camacho, Madrid, 1981; E. Janssens, Le juste Prix, Lieja, 1920; Abelardo del Vigo, La teoría del justo precio corriente en los moralistas españoles del Siglo de Oro, Burgos, 1979.


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ra. Aunque nunca dejó de reclamar una vida económica bien estructurada y reglada por la moral3. 3. En su planteamiento global, Vitoria no sólo partía de elementos objetivos, sino también de los subjetivos generales que ‒ como la necesidad y la dificultad‒, podrían influir en la determinación objetiva del valor de los bienes. Pues el valor no era una cualidad física impresa toscamente en los objetos. Por tanto, también con los factores subjetivos generales se podría contribuir a la estimación precisa de los bienes4. a) No se conforma Vitoria con una mera escala de precios cuando quiere determinar el “precio justo”, el que correspondería al valor ecuánime del objeto. Al hablar, por ejemplo, del fenómeno antropológico, jurídico y moral de ese hecho económico que es la compraventa, en cualquiera de sus modalidades, Vitoria tenía en cuenta ‒como la mayoría de sus contemporáneos‒ primeramente el precio legal, el que está tasado diligentemente 3

Los trabajos de J. A. Schumpeter, R. de Roover y K. Polanyi rompieron el conocido prejuicio de que los escolásticos paralizaban el desarrollo de teorías económicas competentes: han demostrado que aquellos maestros, aun dentro de su sistema de teología moral y en el contexto de sus comentarios a la justicia y al derecho, podrían ser considerados como los “fundadores de la economía científica”. En 1971 Raymond de Roover señaló (La pensée économique des scolastiques. Doctrines et métodes, Montréal & París) que ya en el siglo XIII hubo una revolución comercial, y que numerosas instituciones y técnicas económicas ‒que hubieran sido propias del capitalismo contemporáneo‒ provienen directamente de la Edad Media. Otros historiadores anteriores, como Armando Sapori y Joseph Höffner habían indicado que aquellos escolásticos no se oponían al libre juego del mercado. 4

Mucho antes que Vitoria, había maestros medievales que calculaban el valor económico de las cosas acudiendo a consideraciones tales como las vicisitudes de los costes de producción, las materias primas, el trabajo y los riesgos que corre el comerciante; incluían también la necesidad (indigentia) de los hombres, entendida no como un elemento subjetivo y caprichoso del valor, sino como un factor objetivo y estable, propio de un tipo de hombre normal que es recto y prudente (S. Alberto Magno, In V Ethicorum, II, cap. 9). Esta necesidad suprasubjetiva fue la incluida en la expresión de “communis aestimatio”. Cfr. P. Nègre, Essais sur les idées politiques et économiques de St. Thomas d’Aquin, Aix-en-Provence, 1927, p. 14 ss.


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en una escala de precios por la autoridad mediante leyes, ad iudicatum, cosa que ya se hacía desde los romanos. Pero esa es una estimación unívoca externa5, hecha por una distanciada autoridad ‒que se aplica a cada acto económico desde fuera y de manera absolutamente semejante‒; se trata sólo de una faceta de lo que se entiende por precio justo. b) Mas, por otro lado, a lo largo de la Baja Edad Media y del Renacimiento corrió la tesis de que “res tantum valet quantum vendi potest communiter” (una cosa vale solamente aquello por lo que puede ser vendida comúnmente). ¿Y qué significa “comúnmente”? Aquí hubo disparidad de criterios. Para Vitoria, el precio de mercado no debía ser calculado por simples individuos que operan atendiendo a su interés privado, sino determinado por la sabiduría colectiva de miembros de una comunidad. Así se lograba una estimación análoga6, la cual se aplicaba a cada acto económico distinto en un sentido que, siendo semejante desde un punto de vista común y social, guardaba cierta proporción. El precio objetivado por una estimación común es atribuido a varios hechos económicos, aunque de una manera diferente. Había que encontrar el precio natural, el que tienen las cosas por sí mismas, con independencia de la ley, ad rei paritatem ‒ expresando una equivalencia entre lo que se vende y lo que se 5

Cuando aplicamos una palabra de manera unívoca, por ejemplo animal, lo hacemos guardando su sentido genérico idéntico (simpliciter identica), a saber: este animal “gato” o este animal “halcón” es “un ser dotado de vida sensitiva”. Pero hay otras palabras, por ejemplo, cáncer, que se aplican con sentidos completamente distintos (simpliciter diversa) a seres heterogéneos (al signo del Zodíaco y al tumor): son las palabras equívocas. 6

En el contexto de lo que estamos tratando, lo más propio de la “analogía” ‒frente a lo unívoco y lo equívoco‒ consiste en que todos los nombres “análogos” encierran de modo absoluto significados diversos (simpliciter diversa), pero de modo relativo significados idénticos (secundum quid eadem). En realidad, el abigarrado campo de los fenómenos económicos no puede manejarse con categorías completamente unívocas. A cada uno de los fenómenos económicos aplica Vitoria en un sentido matizadamente distinto el llamado precio justo “de estimación común”, el cual es en todos los casos algo sólo semejante y proporcional. A esto último respondía la expresión κατ ҆ αναλογίαν de Aristóteles.


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compra‒; pues cuando se compara el valor de diferentes cosas se presupone que existe algo común a las cosas comparadas. Esa cualidad, que no es meramente física, es la que se debe medir; y la identificaban con la necesidad o escasez (indigentia7). Tal necesidad no era en realidad un criterio subjetivo del valor, ni se refería a la indigencia orgánica y social de un individuo cualquiera. Respondía a la necesidad que tiene un tipo normal de hombre8, socialmente integrado; un ideal de hombre virtuoso y prudente9. Vista desde la antropología social, esa necesidad es generalmente estable, y proviene de un tipo ideal de hombre recto, abstracción hecha de los aspectos particulares de los concretos individuos. Por lo tanto, ese “precio justo” se hace ‒según Vitoria y sus contemporáneos‒ mediante la estimación común de los hombres: pretium rei venandum est ex communi aestimatione hominum10. Utilizando la misma terminología de Vitoria, dice Báñez: “Las reglas que hay para establecer un precio justo en las cosas que se compran y se venden son tres: la primera regla es la autoridad de la república que, con su beneplácito y mirando por el bien común, puede establecer un precio justo en ese tipo de co7

Albertus Magnus, In libros Ethicorum, V, tr. 2, c. 10. El valor no era una cualidad inherente a los bienes mismos, pues sólo reflejaban los usos que los individuos se proponían hacer de esos bienes y la importancia que daban a esos usos. Por eso decía el franciscano francés Pedro Juan Olivi (1248-1292) que en la fuente del valor hay tres elementos: la escasez o rareza de un bien, su poder de satisfacer una necesidad objetiva y su poder de complacer una necesidad subjetiva. Esta enseñanza, expuesta en su Tractatus de emptione et venditione, fue recogida y difundida por el italiano San Bernardino de Siena (1380-1444), bajo los términos de raritas, virtuositas, complacibilitas. Cfr. M. Landi, “Uno dei contributi della Scolastica alla scienza economica contemporanea: la questione del giusto prezzo, o del valore delle merci”, Divus Thomas, 113(2010), pp. 126-143. 8

Demetrio Iparraguirre, Francisco de Vitoria: una teoría social del valor económico, Universidad de Deusto, Bilbao,1957, p. 21. 9

“Esta necesidad representa por consiguiente algo objetivo; y sobre todo carece de lo que es propio de la necesidad subjetiva…, la inestabilidad y variabilidad, que conduce a los cambios continuos de valor”. Demetrio Iparraguirre, op. cit., p. 22. 10

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1.


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sas. La segunda regla es la estimación común de hombres buenos y experimentados en la vida pública. La tercera regla es la convención o pacto entre el comprador y el vendedor mismo”11. Se aprecia aquí el carácter o tipo “ideal” de hombre que el mismo Báñez incluye en la “communis aestimatio”: no se refiere a una mescolanza de individuos que se presentan en el mercado buscando cada uno su utilidad particular o privada; sino de un prototipo de hombres probos, en los que se ampara la buena estimación del precio, buscando la utilidad común. Exige hombres buenos y experimentados en la vida pública (fori et bonorum). Sólo entonces ese precio podría considerarse objetivo, como si fuera un promedio aritmético de todos los componentes prototípicos que actúan en el mercado: encierra una estimación análoga absoluta. c) Finalmente, está el precio convencional, derivado del anterior, ad pactum: las conmutaciones que se hacen mediante un pacto, no buscan directamente la equivalencia, sino el cumplimiento de lo pactado. Vitoria exige unos precios equitativos para los artículos necesarios, una provisión adecuada de los mercados, un bloqueo de las especulaciones y los monopolios, una fijación del valor atendiendo a la utilidad económica general que la opinión pública atribuye a los bienes más necesarios. Y algo que es importante en todas las transacciones: no sólo el vigor de la justicia, sino también el de la liberalidad, como se muestra en la frase citada al principio. Aunque esto, desde el punto de vista de evaluación económica, tenga su dificultad; pero es moralmente meridiano.

11

“Regulae… ad constituendum pretium iustum in rebus venalibus: Prima regula sit auctoritas reipublicae, quae suo beneplacito potest constituere iustum pretium in huiusmodi rebus propter bonum commune. Secunda regula est communis aestimatio fori et bonorum hominum. Tertia regula est conventio inter emptorem et venditorem ipsu”. Domingo Báñez (1528-1604), De iure et iustitia (1595), q. 77, a. 1. O con otra terminología parecida, en el Siglo de Oro el precio de las cosas podría ser establecido ex iure (por ley), ex consuetudine (por costumbre), ex discretione (por convención).


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4. Pero es preciso entrar en algunas de las articulaciones económicas que, como tales, Vitoria da por buenas. Ya hemos hablado de la estimación común generada por el hecho general que expresa la confluencia de muchos vendedores y compradores y de una mercancía abundante. Ahora bien, en tiempos de reducida afluencia de mercancías y compradores, debía surgir también una estimación común similar, una valoración que podría tener en cuenta el trabajo añadido, los gastos generados y la escasez. Porque cuanto más raro o escaso es un bien, más grande es su valor. Pero el precio real, en este caso, debe tender al precio “justo”, el cual contrapesa la necesidad legítima del hombre recto, no las apetencias desmedidas de hombres desatinados. Proviene también de una estimación análoga, pero más matizada. El precio justo responde ahora explícitamente a los costes de producción, al trabajo12 y a las materias primas, incluso a la posición social de los concurrentes. Lo cual significa que el elemento meramente subjetivo de la utilidad privada (que en el fondo es un gradiente moral negativo) no debe intervenir, ni siquiera aquí, en las oscilaciones del precio del mercado. El justo precio viene a ser, en ambos tipos de estimaciones comunes análogas, el precio de concurrencia; pero Vitoria no cuestiona el derecho que tenían las autoridades públicas de fijar y reglamentar los precios. Sólo cuando faltaba una reglamentación oficial ‒cosa que era frecuente‒, el justo precio resultaba de una estimación común, o sea, de la libre evaluación de compradores y vendedores, dentro del juego de la oferta y la demanda. Pero siempre orientado al bien común social. Subir o bajar los precios al albur, por relación a los precios de mercado o de concurrencia, era considerado por Vitoria como una práctica corrupta y monopolista. 12

Siempre ha sido difícil cuantificar el valor de las cosas. Suele remitirse al teórico de la historia económica, Adam Smith, la tesis liberal de que el valor de una posesión se mide por la cantidad de trabajo por la cual pueda ser cambiada. Aunque esta afirmación no tenga un carácter absoluto, lo cierto es que el trabajo sería un factor más para medir el valor de las mercancías. Punto que admitió matizadamente Vitoria en un contexto preciso de oferta y demanda. En esta referencia al trabajo y al subsiguiente esfuerzo honrado, se dibuja una de las facetas del liberalismo. Sobre esta cuestión véase el libro de Pedro Schwartz: Nuevos ensayos liberales, Espasa, Madrid, 1998.


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Por consiguiente, tener gran necesidad de una cosa es accidental, según Vitoria, al hecho económico de la compraventa, en cuya esencia no ingresan las circunstancias particulares. Reprueba que una cosa sea tratada más cara o más barata de lo que es justo. Lo esencial del asunto es que cuando uno necesita la cosa de otro, la compraventa se ha de hacer para la común utilidad del comprador y del vendedor, y no para perjudicar a uno o a otro: ha de hacerse “conforme a la igualdad de la cosa” (secundum aequalitatem rei)13, visto desde uno y otro lado. Mas cuando el precio es más alto o más bajo desaparece la igualdad de la justicia. Asimismo, en el contexto moral del hecho económico, Vitoria exige, para establecer un justo precio, tener en cuenta no sólo la cosa que se vende, sino el daño o perjuicio que el vendedor podría padecer mediante la venta. De ahí que si el trato perjudicara al vendedor, pero favoreciera al comprador, entonces podría hacerse la venta por encima de su “justo precio”, tasado debidamente. Aunque si el vendedor ofertara una cosa que no necesita y el comprador tuviera gran necesidad de ella, el primero no debe venderla más cara por el apuro del segundo. Pero, comparando los aprietos de uno y de otro, Vitoria aconseja ‒ según el texto citado al principio‒ que “quien tiene gran necesidad de una cosa debe tornar algo de más al que la vende, pero no de manera forzada, sino de modo liberal, por probidad; y el otro puede honradamente recibirlo”. Ese texto, no obstante, crea un problema hermenéutico, pues parece aproximar la inserción de la liberalidad en la justicia a un modo de los antiguos contratos «innominados»: por una parte, no quiere romper la equivalencia operativa de la justicia, la cual 13

El ejemplo que pone Vitoria es muy ilustrativo: “Se vende un caballo por oro. Si se atiende a la naturaleza de las cosas no existe igualdad alguna entre el caballo y el oro, porque aquél es como ser vivo más perfecto que este metal: se distingue del oro por una diferencia específica. No queda más remedio que calcular el precio de la cosa «por la común estimación de los hombres». Además, el dinero varía a través de diversos tiempos y lugares; y eso no sería posible si la naturaleza del dinero consistiese en el precio del mismo dinero, a saber, tener tanto o cuanto de valor. En conclusión: lo que el oro vale se debe a la estimación de los hombres”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1.


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exige que si te doy es para que me des («do ut des»); mas por otra parte, no renuncia a introducir, junto al estímulo liberal, el requisito de un cierto interés, aliquid plus dare: si te doy es para que me hagas un favor o servicio («facio ut facias»). El acto no se liga entonces a la mera fuerza del contrato, sino a la confianza que el donante tiene de que el receptor le devolverá algo más. En realidad el texto citado al principio no empobrece el sentido de la liberalidad; más bien, subraya la conveniencia de que la liberalidad acompañe, “de alguna manera”, a los tratos económicos para culminar su humanización: de modo el precio se ajustaría con más agrado (libens) al bien común social. Ciertamente tanto Aristóteles como Séneca habían excluido acoplar un interés a la conducta liberal en sí. Y eso lo sostiene Vitoria, indicando que, aun habiendo equivalencia en el trato mismo de justicia, haya también cierta liberalidad en ambos sentidos, como existe en cualquier tipo de relación social o interpersonal, donde frecuentemente hay favores o beneficios. 5. Y si sólo se quiere hablar monetariamente de “precio justo”, entonces vuelve Vitoria recordar que el precio de las cosas no se establece en función de la misma sustancia de las cosas (natura rerum) ‒pues entre la cosa que se vende y lo que se da por ella (v. gr. en monedas) no hay ninguna proporción ni semejanza‒: sino por “la común estimación de los hombres” o por el “acuerdo” que estos podrían cerrar, presididos por el fin común social de la república, y no simplemente de los individuos. Está claro que Vitoria acepta la dinámica económica de lo que, en términos modernos, podría llamarse la oferta y la demanda. Y saca una consecuencia para los mercados, referente, en primer lugar, a la hipótesis de una grande confluencia económica tanto de gentes interesadas en comprar y vender, como de mercancías deseables, según ocurría en las frecuentes ferias de cereales y ganados. En ese caso, no se había de tener en cuenta la sustancia de la cosa, ni el gasto o precio pagado inicialmente, ni los trabajos invertidos, ni los peligros sufridos ‒ porque todo eso lo tuvieron en cuenta quienes, como hombres buenos y experimentados, confluyeron en la “común estimación”, según un punto equilibrado de oferta y demanda‒. Podría ser llamada “estimación análoga” franca.


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Si ahora el quintal de trigo vale cuatro monedas, y alguien lo compra por tres, se haría injusticia al que vende, porque respecto a esto la “común estimación” es que vale cuatro. O de otro modo: si el mismo vendedor, en el contexto de amplia afluencia, ofertara el trigo más caro, incluyendo los gastos y los trabajos, lo vendería injustamente: o sea, en el curso de una abundante afluencia económica sólo es preciso vender siempre según la “común estimación”, “a como vale en la plaza del mercado”14. 6. Vitoria sigue muy de cerca, en estos puntos, al monje alemán Conrado de Summenhart (1450-1502), en cuya obra de De contractibus explica cómo ha de ser entendido el justo precio y el valor justo de la cosa15. Aunque Vitoria dinamiza la postura de Conrado. Esto se aprecia cuando expone otras hipótesis de oferta y demanda ‒siguiendo también a Summerhart‒ que cambian el precio de la cosa. Por ejemplo ‒y ha sido dicho antes‒, en el mercado puede haber poca afluencia de cosas por vender y poca concurrencia de gentes que las quieran comprar: en este caso, los artículos vendibles no son frecuentes, siendo también pocos los vendedores y compradores. Entonces, el precio justo de la mercancía no puede determinarse por la “común estimación” franca de los hombres, porque son pocos los que la compran y la venden. Aun así el propietario de una cosa no debe venderla a su antojo. Vitoria acepta que entonces ‒cuando el precio no está establecido en el primer grado por la común estimación franca de los hombres ‒, han de ser tenidos en cuenta de nuevo, o rectificados, los gastos, el trabajo, el peligro y la escasez, que también aumentan el

14 15

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1.

Helmut Feld (Ed.): Conradi Summenhart Opera omnia. Band 1: Tractatus theologici et canonistici. von Zabern, Mainz 2004. De contractibus licitis atque illicitis (1580), tract. III, q. 56, concl. 3: Cfr. Hugo Ott: “Zur Wirtschaftsethik des Konrad Summenhart”, en Vierteljahrschrift für Sozialund Wirtschaftsgeschichte, 53/1966, nr. 1, pp. 1-27; Jussi Varkemaa, Conrad Summenhart's theory of individual rights, Leiden, Brill, 2012.


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precio de la cosa16. O sea, el propietario de estas mercancías puede razonablemente poner y aumentar el precio de la cosa, pero no debe venderla a su capricho: ahora ese precio debe responder ‒con una tensión finalista equivalente‒ a una “estimación análoga” ardua, aunque equilibrada, bajo la sensata evaluación que se puede hacer del trabajo, de los gastos, del peligro en el tiempo y de la escasez17. Estas últimas condiciones internas del precio justo, en el marco de oferta y demanda18, acercan la postura de Vitoria a razonables teorías liberales modernas. 7. Asimismo, en el ámbito de la oferta y la demanda, no sólo cambia el precio de la cosa con el gasto, el trabajo, el peligro y la escasez; se cambia también, según Vitoria, con “el modo de vender una cosa, el cual aumenta o disminuye el precio de esa cosa”19. Vender en subasta, vender al por mayor, vender al contado, vender al fiado, son modos que pueden cambiar el precio, al alza o a la baja, aunque deben regirse con otros matices por la “communis aestimatio” análoga ‒que siempre buscará el equilibrio ponderado‒, precio de mercado, cuando incluso no se presenten muchos compradores y vendedores. Esto supone que, cuando compradores y vendedores están en la república templados internamete por el principio de finalidad común de las gentes, proceden como si hubiera siempre un tasador ideal o paradigmático del mercado. En fin, otra aportación de Vitoria a la teoría económica del “precio justo” responde a la distinción que hace entre “bienes 16

“Antequam sit pretium factum ex communi aestimatione hominum, oportet considerare illas conditiones, scilicet expensas, laborem, periculum et inopiam quae etiam auget pretium rei”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1. 17

Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1.

18

“A donde hay muchos vendedores, parece que el precio justo se hace de suyo, y puede cada uno vender a como vale en la plaza”. Carta de Vitoria en respuesta a una consulta (publicada por Beltrán de Heredia, “Colección de dictámenes inéditos del Maestro Fray Francisco de Vitoria”, Ciencia tomista 43(1931, p. 172). 19

“Modus vendendi rem auget vel minuit pretium rei”, Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 1.


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necesarios” y “bienes superfluos”. Sobre los bienes necesarios recae la estimación unívoca o análoga, según los casos. Sobre los bienes superfluos ‒“cosas no necesarias a los usos humanos, las que sirven al lujo y ornamento de los hombres”20‒ tiene Vitoria en cuenta los intereses individuales de los contratantes: el hecho objetivo y subjetivo que los hace superfluos cambia también el precio21. Aunque ha de aplicarse asimismo con una estimación análoga, pero no absoluta, sino relativa22. Porque el valor de los bienes superfluos incluye un elemento subjetivo que los modifica según las apetencias o intereses de los particulares que los contratan23. 8. En cualquier caso, y por encima de todo, el precio justo debe incluir no sólo de la horizontal estimación común, sino también del vertical fin social universal que ha de presidir las actividades económicas: no habla Vitoria sólo de un conjunto de hombres (homines), sino más profundamente de naciones y pueblos (gentes). El negocio que no contribuya al bien común ha de ser declarado perverso. Por eso “es injusto que en una nación muchos sufran pérdidas por causa del beneficio de unos pocos: porque estaría bien si eso ocurriera para conseguir el lucro y la utilidad de muchos (v. gr., la mitad) y se distribuyera entre todos. Es injusto que unos pocos perciban una ganancia con de20

“Hoc solo intelligitur, non de rebus necessariis ad usus humanos, sed de rebus pertinentibus ad curiositatem humanam et ornatum”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a.1. Tales cosas son caballos excepcionales, joyas, armas decoradas, halcones, etc. A diferencia de bienes necesarios tales como trigo, paños, carne, casa, incluso abogados. 21

Sentencia seguida inmediatamente por Azpilicueta, Soto, Ledesma, Juan de Medina, Cano, Peña, Toledo y Valencia. 22

Como ya se ha dicho en una nota anterior, lo más propio de la “analogía” consiste en que todos los nombres “análogos” encierran, en un sentido absoluto, significados diversos, pero en un sentido relativo significados idénticos. El campo de los fenómenos económicos no puede manejarse con categorías unívocas. A cada fenómeno económico se aplica diversamente el llamado precio justo “de estimación común”; aunque desde otro punto de vista guarde cierta proporción o αναλογίαν. 23

Demetrio Iparraguirre, op. cit., p. 62.


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trimento de tantos”24. Y ese fin social, que es común a la humanidad entendida como un inmenso “orbis”, fundamenta el elemento identitario que, aun siendo relativo, permite la analogía de la estimación objetiva en los asuntos económicos. Y podría suceder que alguien comprara gran cantidad de una mercancía ‒ por ejemplo, trigo‒ para luego venderla más cara, con solo objeto de obtener una ganancia lucrativa en el trato. Eso no tiene un pase si se hace con la intención de encarecer las cosas de la nación. Pero es loable si no encarece la cosecha y se hace en provecho de la nación, la cual se puede encontrar abastecida de abundantes granos25. No es inmoral el negocio mismo, sino el hecho económico que no contribuye al bien común. A eso se reduce, en última instancia, la estimación común del precio justo, enfocado así para que los elementos integrantes del valor (utilidad, trabajo, tiempo, escasez) no apaguen el bien social que deben secundar.

24

“Injustum est in republica quod multi patiantur jacturam propter lucrum unius. Si enim esset propter lucrum et utilitatem multorum, ut medietas reipublicae, bene esset; sed tamen lucrum istorum non manet in republica ut communiter dividatur, sed solum manet apud ipsos”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77 a. 4. 25

“Bonum enim est reipublicae quod sint horrea multa plena tritici”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77 a. 4.


VIII EPÍLOGO UNA CITA DE JUAN DE LUGO

1. He intentado mostrar que Vitoria ‒tomando como punto de partida el acto económico de la compraventa‒ esboza una interesante fenomenología del comprador y del vendedor, donde comparece el papel de la justicia y de la liberalidad, junto a la acciones psicológicas de memoria y olvido. Como punto final de este trabajo, me limitaré al momento en que Vitoria, apelando a la liberalidad, recuerda que los actos de dar y recibir están vigilados por la idea que no permitía un lucro incorrecto1. Ese momento tiene como telón de fondo el destino público o privado de las mercancías, en el que resalta ‒y es lo interesante‒ el trato liberal que acompaña a la misma justicia. Si hubiera una necesidad y utilidad común –v. gr., cuando los soldados buscan caballos para su regimiento–, entonces al vendedor le sería lícito poner más caro un caballo. O sea, la necesidad común aumenta el precio de la cosa, no así la necesidad privada. Porque cuando se trata de actores privados, declara Vitoria, si alguien tiene necesidad de una cosa no le es lícito al vendedor ponerla más cara, mediando sólo esa necesidad priva1

No ha sido mi intención entrar en el debate de la usura en la Edad Media. Sobre el paso histórico y teórico de la usura al préstamo con interés, cfr. Paola Vismara, Oltre l’usura. La Chiesa moderna e il prestito a interesse, Rubbettino, 2004. No se debe olvidar que, en tiempo de Vitoria, el navarro Martín de Azpilicueta justificaba parcialmente la licitud de los préstamos con interés, en su obra De usuras y simonía (1569). Para Azpilicueta el dinero es una mercancía, cuyo valor hay que pagarlo, pues «toda mercancía se hace más cara cuando su demanda es más fuerte y su oferta escasea». Esa es una de las líneas en que se fundamentaría el interés del préstamo. Véase: Rodrigo Muñoz de Juana, Moral y economía en la obra de Martín de Azpilcueta. Eunsa, Pamplona, 1998.


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da. La necesidad de un solo hombre no aumenta el precio de la cosa2. Por lo tanto, cambia el discurso ético cuando se refiere al ámbito privado de la economía. Ahora bien, el que compra una cosa extremadamente útil para él puede darle al vendedor algo más del justo precio, por liberalidad y gratitud, pero no de otro modo, ni por otro motivo. 2. Por justicia no sería lícito pactar o contratar con el comprador una devolución que excede de la estimación general ‒eso sería usura‒, pacto que no obligaría a una restitución adicional. Pero el vendedor formado en la liberalidad puede tener una esperanza moral justificada de recibir algo que le sea provechoso. A eso se le llama confianza3. En este caso, no sería lícito exigir un lucro por el préstamo ‒lucro que sería usurario‒, pero es lícito esperarlo, confiar en que se va a devolver algo. Esta es la licitud moral que puede ser común al hombre liberal que vende y al hombre liberal que compra. Sólo porque el vendedor reconoce que el comprador es una persona agradecida, sabe que se comportará liberalmente así en sus tratos: y si el comprador está acostumbrado a dar a otros algo de más, también a mí me dará algo por el beneficio que le supone mi dinero. Aunque si yo no 2

“Quando dicit [Thomas] quod non licet alicui vendere rem carius propter necessitatem illius qui illam indiget, sicut si alius indigeat equo meo, non propterea debeo illi carius vendere equum, intelligit quod non licet carius vendere illam rem propter necessitatem privatam. Quia si esset necessitas communis et utilitas, sicut si milites quaerant equos, tunc bene liceret mihi carius vendere equum meum propter hanc necessitatem et utilitatem communem, quia necessitas communis auget pretium rei. Non tamen propter necessitatem et utilitatem privatam licet carius vendere rem, ut intelligit sanctus Thomas, quia necessitas unius hominis non auget pretium rei”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q. 77, a. 3, n. 13. 3

Comprar, vender o pagar no son acciones neutras, pues exigen conformarse con una ley que otorga sentido a la vida humana. Cuando dichas acciones se estructuran en actitudes permanentes del sujeto, entonces el vendedor es de fiar, y el comprador también; y el acto de pagar rubrica esa confianza mutua. Estaríamos ante una personalidad cuya calificación moral sería la fiabilidad, pues incluye la posibilidad del buen funcionamiento del sujeto implicado, al inspirar confianza y seguridad, especialmente en “lo debido” por justicia.


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estuviera seguro de su comportamiento agradecido, o sea, si perdiera la confianza en él, ni siquiera le entregaría lo que pide en pacto de justicia4. Parecería que Vitoria plantea, con sentido común, que cuando la sombra de usura expulsa un trato por la puerta ‒pues la justicia rechaza el mucho lucro en los contratos‒, la intención asistencial de la liberalidad introduce el interés por la ventana. Adelantándose quizás a su tiempo, Vitoria previó que la economía moderna haría que la justificación técnica y moral de ese lucro entrara por la puerta, sin el marchamo de la vieja idea de abuso, aunque recusando la idea de usura como interés desmedido. 3. Pero la doctrina de que, en el devenir económico, se debían integrar esencialmente la fuerza de la justicia y la fibra de la liberalidad, caló muy hondo en los libros sobre el derecho que algunos españoles publicaron en la segunda mitad del XVII ‒un siglo después de la muerte de Vitoria‒: de modo que el acto económico debía estar presidido no sólo por la ley, sino también por la confianza, como enseñó el Maestro Salmantino. A este propósito, voy a detenerme en un solo autor, Juan de Lugo, quien en 1670 publicó en magnífico tratado de Iustitia et Iure, en donde enseña que el comprador, en atención a la debida liberalidad, puede anticipar el pago de una deuda contraída, 4

“Est etiam notandum quod ille qui emit rem nimis utilem sibi, id est qui consequitur utilitatem ex re mea, potest ex honestate et gratitudine, potest mihi dare plus justo pretio, sed non alias. Non enim licet ita pacisci cum meipso quod reddat plus justo pretio, quia non licet facere contractus nec alium obligare ad dandum plus. Bene tamen licet exspectare commodum ab illo qui accepit a me rem sibi valde utilem ratione grati- tudinis, dummodo non fiat de hoc pactum et contractus. Itaque dicit Cajetanus quod etsi non liceat aliquid exigere pro mutuo, licet tamen exspectare. Aliquis v. g., petit a me pecuniam mutuatam quam ego habeo in theca; do illi mutuo. Non licet pacisci cum illo expresse nec tacite quod dabit mihi aliquid de lucro. Sed scio quod ille est homo gratus ex eo quod ita facit cum aliis, et quod sicut illis dat aliquid de lucro, ita dabit mihi aliquid de lucro facto cum pecunia mea, et ad hoc no obligo illum expresse nec tacite. Tunc licite possum dare illi pecuniam et exspectare, etiamsi alias non darem nisi putare illum ese futurum gratum”. Francisco de Vitoria, De Iustitia, q. 77, a. 3, n. 13.


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cuyos haberes no ha recibido todavía. Dice Lugo: “Es cierto que podemos pagar lo debido, anticipando el pago que aún no es exigible por no haber transcurrido el plazo […] Y esta voluntad será de justicia en cuanto tiende a evitar la desigualdad que podría surgir, en el caso de que, llegado el vencimiento, no se hubiese pagado. Añado, sin embargo, que aun en el caso en que todavía no exista concretamente derecho ni deuda, no es ilógico que, por motivo de justicia, quisiera yo hoy pagar por la deuda que habré de contraer en el día de mañana. Ciertamente puedo pagarte un precio para satisfacer la deuda que aún no tengo hoy, pero tendré mañana. Y tal conducta no será mera donación, sino pago, y por consecuencia, producido por motivo de justicia, aunque a la circunstancial anticipación en el tiempo puede considerársela concretamente como liberalidad”5. Este párrafo es una glosa brillante a la doctrina vitoriana sobre el “arte liberal” de hacer justicia, y supera la comodidad de una regulación normativa demasiado legalista, quizás poco humana. Exige que la realidad económica sea mirada con el ojo de la justicia y con el ojo de la liberalidad. De otro modo, se habría aniquilado el humanismo en le dinero, en la facturación, en la moneda, en el trabajo y en cualquier obra humana donde haya relación interpersonal auténtica. Desaparecería la honradez, la integridad, la honestidad, la rectitud, la probidad. Y se habría esfumado la “confianza” en los tratos y contratos. Habría surgido la “economía de la sospecha”.

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Juan de Lugo, De Iustitia et Iure, Disp. I, sect. 1, n. 28 (Lyon, 1670, pp. 8-9): “Certum esse quod possimus, anticipata solvere pro debito, cuius solvendi dies nondum adveni […] Et hace erit voluntas ex justitia, cum tendat ad impediendam inaequalitatem futuram […] Addo tamen, etiamsi hodie nullum sit ius, nec debitum, non repugnare quod hodie ex motivo iustitiae velim solvere pro debito crastino die contrahendo […]. Possum utique hodie ea tibi solvere ad satisfaciendum debito, quod hodie nondum habeo, sed cras habebo: quae certe non erit mera donatio, sed solutio, et per consequens ex motivo iustitiae, licet quoad cicunstantiam et temporis antipationem sit potius ex liberalitate”.


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Tengo para mí que el acto económico acabó perdiendo en la modernidad el marbete, tan clásico y prodigioso, de la liberalidad. O sea, quedó desvanecido el perfil propio del liberalismo, simple o complejo .


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