Esencia de la ley natural en el Siglo de Oro

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JUAN CRUZ CRUZ Profesor Honorario de la Universidad de Navarra

ESENCIA DE LA LEY NATURAL EN EL SIGLO DE ORO

Pamplona 2010



JUAN CRUZ CRUZ Profesor Honorario de la Universidad de Navarra

ESENCIA DE LA LEY NATURAL EN EL SIGLO DE ORO

Pamplona 2010



“Sic enim sicut in iure civili permittuntur aliqua mala, ita etiam possunt permitti iure gentium quia ipsa permissio potest esse tam necessaria iuxta fragilitatem et conditionem hominum vel negotiorum, ut in ea servando omnes fere nationes concordentâ€?; F. SuĂĄrez, De legibus, II, c20, n3.



ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: LEY NATURAL COMO EXPRESIÓN DE LA RAZÓN PRÁCTICA

1. Ley natural y esencia humana ............................................................... 2. La ley natural en el enfoque teológico de los estados del hombre ........ 3. La contingencia de la razón práctica.....................................................

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PRIMERA PARTE: EL ÁMBITO DE LA LEY NATURAL CAPÍTULO 1. POSIBILIDAD Y RAZÓN PRÁCTICA 1. Las nociones de “praxis” y de “razón práctica”.................................... 2. La voluntad y lo posible........................................................................ 3. La objetivación tecnológica en la razón práctica .................................. 4. Fragilidad humana y razón práctica ......................................................

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CAPÍTULO 2. LA LEY NATURAL: SU FUNDAMENTO FORMAL. 1. El estatuto noemático de la ley natural ................................................. 2. El alcance del voluntarismo jurídico..................................................... 3. Naturaleza y ley natural ........................................................................ 4. Conclusión: ¿es subjetiva la ley natural como obra de la razón?..........

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CAPÍTULO 3. RECONDUCCIÓN DE LA LEY HUMANA A LA LEY NATURAL 1. La condición finita del legislador y la exigencia universal de la ley .... 2. Reconducción práctica, dispensa e interpretación de la ley .................. 3. La reconducción práctica como virtud .................................................. 4. La epiqueya en Aristóteles .................................................................... 5. La justicia referida a fines próximos y a fines últimos ......................... 6. El principio directivo de la epiqueya: el discernimiento....................... a) La sensatez en la justicia legal estricta ............................................ b) El discernimiento en la epiqueya.....................................................

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7. El principio de realización en la epiqueya: la justicia ........................... 8. La unidad de la virtud de la justicia ...................................................... 9. Las deformaciones de la reconducción práctica: formalismo y laxismo.................................................................................................

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CAPÍTULO 4. LAS EXCEPCIONES A LA LEY NATURAL 1. La fragilidad entitativa del hombre y las paradojas exceptivas......... 2. Los casos excepcionales relatados en la Biblia ................................. 3. Inmutabilidad de la ley natural y sentido de la dispensa ................... 4. La teoría toti-dispensadora ................................................................ 5. La postura semi-dispensadora ........................................................... 6. Ejemplos aclaratorios ........................................................................ 7. Solución de las paradojas exceptivas ................................................ 8. El cese o mutación de la materia ....................................................... 9. Dios como señor y como legislador .................................................. 10. Oseas y la mujer fornicaria ............................................................... 11. Abrahán y el sacrificio de Isaac ........................................................ 12. Sentido teológico de las paradojas exceptivas en la fragilidad entitativa del hombre ........................................................................... 13. La paradoja de la mentira ..................................................................

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CAPÍTULO 5. LA LEY DEL ACTO EMINENTEMENTE LIBRE 1. Libertad dialéctica e indiferencia ontológica ........................................ 2. Lo voluntario necesario y lo voluntario libre ........................................ 3. Libertad para el bien o para el mal........................................................ 4. Libertad: el principio subjetivo y el fin objetivo .................................. 5. El acto eminentemente libre por parte del sujeto y del objeto .............. 6. La vinculación del voluntario perfecto al conocimiento .......................

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SEGUNDA PARTE: PROYECCIONES DE LA LEY NATURAL CAPÍTULO 1. DERECHO DE GENTES Y LEY NATURAL 1. Fragilidad entitativa y operativa: el derecho de gentes ......................... 2. Derecho de gentes privado y público .................................................... 3. Fragilidad humana y consignación transitiva del derecho de gentes .... 4. Articulación lógica del derecho de gentes ............................................ 5. La reiteración del planteamiento de Vitoria en los maestros salmantinos .......................................................................................... a) Domingo de Soto ............................................................................. b) Luis de León y Bartolomé de Medina ............................................. 6. Propuesta internacionalista desde el derecho de gentes ........................ a) La comunidad universal y el hombre cosmopolita .......................... b) La vinculación del derecho de gentes a una exigencia internacionalista .............................................................................. 7. La “socialidad viable” en el derecho de gentes .................................... a) Institucionalidad del derecho de gentes ........................................... b) Dispensabilidad del derecho de gentes ............................................

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CAPÍTULO 2. DERECHO DE GENTES Y COSTUMBRE 1. La originalidad de lo normativo en el derecho de gentes ..................... a) A la busca de una diferencia en la universalidad ............................. b) El hecho y el derecho en la costumbre ............................................ c) La probabilidad que brota de la costumbre...................................... d) Unidad antropológica y probabilidad noética.................................. 2. Un derecho intergrupal ......................................................................... a) La redundancia de la escritura en el derecho de gentes ................... b) Carácter ‘intergrupal’ e ‘intragrupal’ del derecho de gentes............ 3. Firmeza y mutabilidad del derecho de gentes ....................................... 4. La fuerza epistemológica de la “costumbre” en el derecho de gentes .. 5. Costumbres antinómicas: frente al derecho de gentes y al derecho civil ......................................................................................................

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CAPÍTULO 3. LA EXTENSIÓN DE LA LEY NATURAL EN EL PODER POLÍTICO 1. Origen y economía del poder político ................................................... 2. Socialidad y politicidad: la democracia originaria................................ 3. Fuerza y debilidad del cuerpo político: la transferencia del poder ....... 4. Extensión y límites del poder civil........................................................

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CAPÍTULO 4. PROYECCIÓN DE LA LEY NATURAL EN LAS LEYES PENALES 1. Autoridad de la ley y fragilidad humana ............................................... 2. Culpa y pena ......................................................................................... 3. Pena y condena ..................................................................................... 4. Panorámica áureosecular sobre la división de la ley penal ...................

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CAPÍTULO 5. EL HONOR: LA PRESENCIA DE LA LEY NATURAL EN UN TÍTULO DE GUERRA

1. La “iniuria” como título general de guerra ........................................... 2. El “honor” como título de guerra .......................................................... 3. Estructura psicosocial y moral del honor .............................................. 4. El honor de la nación y del soberano .................................................... a) El nacimiento de la “opinión pública” ............................................. b) La justificación de la política española en defensa del honor .........

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CAPÍTULO 6. LEY NATURAL E INSTRUMENTACIÓN DEL HOMBRE: SOBRE UNA CARTA DE VITORIA 1. El instrumento como expresión de la fragilidad general del hombre ... 2. El mundo como instrumento: valoración premoral............................... 3. Valoración moral del instrumento animado .......................................... 4. Polémica sobre la instrumentación total o esclavitud natural ............... 5. La naturalización de la esclavitud legal ................................................ 6. Prototipo de una esclavización trascendental: su dimensión ontológica y ética .................................................................................

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INTRODUCCIÓN LEY NATURAL COMO EXPRESIÓN DE LA RAZÓN PRÁCTICA

1. Ley natural y esencia humana 1. Para un maestro del Siglo de Oro resultaba evidente que todas las leyes morales se captan, de una manera o de otra, por un órgano espiritual. Pero así como las leyes positivas se conocían en los documentos donde fueron promulgadas –por ejemplo en un código civil–, había otra ley fundamental que se conocía analizando nuestra propia naturaleza humana y nuestro fin último. De ese modo se llegó a enumerar los preceptos de esa ley y a examinar su fuerza de obligar. Es frecuente encontrar, desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, intentos de describir fenomenológicamente la obligación que uno siente de no matar, ni engañar, ni robar, etc.; una obligación que se estima como objeto de una ley fundamental, que es la única que puede causar en nosotros verdadera obligación: una ley que no sería ya positiva, porque aquella obligación se concibe como anterior a todas las leyes humanas, abarcando a la humanidad entera. Esa norma omniabarcante recibió, desde antiguo, el nombre de “ley natural”. Los capítulos que componen este libro pretenden dibujar, en primer lugar, algunos recursos lógicos, antropológicos y éticos que los maestros del Siglo de Oro español ponían en obra para encontrar en la ley natural el sentido de la actuación moral. No es mi intención realizar un estudio histórico-comparativo completo en torno a la ley natural durante la época áureosecular, tarea imposible en un puñado de páginas. Me propongo afrontar la pregunta que, a este respecto, reiteraban aquellos maestros: ¿cuál es el fundamento y el sentido de las leyes positivas, las cuales pueden ser justas o injustas, racionales o caprichosas, liberadoras o tiránicas? ¿por qué los legisladores han dictado unas leyes y no otras? Decir que son justas, racionales y liberadoras equivalía también a decir que son “conformes con la razón”, o mejor dicho, conformes con la naturaleza racional y espiritual del hombre. Todo legislador, siquiera asintóticamente, ha dictado sus leyes estimando que eran “racionales” o, lo que es lo mismo, conformes con la ley natural.


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El hecho de que para aquellos maestros la razón –o quizás más ampliamente, la energía espiritual– tiene que ver con la vida moral, y viceversa, es el punto que estimula los trabajos de este libro, encaminados a explorar algunos aspectos esenciales de la ley natural. Y lo primero que se debe preguntar es qué significa “naturaleza” en este contexto. 2. En lo que atañe a la palabra “naturaleza” comparece enseguida la cuestión de su posible sentido metafísico, que no es otro que el de “esencia”. Ya Aristóteles había dicho que el nombre de naturaleza es aplicado para indicar la generación de los vivientes llamada nacimiento; y porque esta generación brota de un principio intrínseco, la “naturaleza” indica el mismo principio intrínseco de cualquier movimiento: ahora bien, este principio es tanto la forma como la materia, y por eso la materia y la forma son llamadas naturaleza. A su vez, la forma culmina o completa la esencia de una cosa; y por eso, la esencia es llamada naturaleza1. La “naturaleza” que se connota en la expresión “ley natural” no significa la “generación del viviente” –que ciertamente puede llamarse naturaleza–, ni tam1

Siendo la naturaleza principio interno de movimiento o de generación, puede referirse o bien a los principios intrínsecos de la generación: materia y forma (a); o bien al término o fin de la generación: la esencia (b). a) La naturaleza como sujeto de todo cambio es el sustrato [materia] inalterable de toda variación: “El primer sujeto de cada una de las cosas que tienen en sí mismas el principio del movimiento y del cambio”. La materia es naturaleza porque es principio pasivo de donde surge aquello que es: la madera para la cama, etc. En cambio, la naturaleza como forma es aquello que al comunicarse a algo lo mueve o cambia. De este modo, la forma es lo más propiamente naturaleza, la perfección y consumación de la naturaleza: una cosa se llama de tal naturaleza porque posee tal forma. Ahora bien, la forma es signo de una esencia; de aquí el siguiente sentido. b) La naturaleza es la esencia, la cual se configura por la forma. El término de la generación natural es lo producido, o sea, la esencia de la especie que luego se expresa en la definición. La esencia es la que confiere a las cosas su propia naturaleza, las hace sujetos aptos de movimiento. Cuando la esencia se expresa en la definición, entonces se dice que la naturaleza implica la diferencia específica en la escala de los seres: el concepto abstracto expresado en la definición. Por lo tanto, la expresión “naturaleza de las cosas” tiene un matiz propio, distinto de “esencia de las cosas”. La esencia dice una triple relación: a la existencia (esencia es aquello cuyo acto es la existencia), al entendimiento (esencia es la definición o notas fundamentales de la cosa –sentido estático–) y a las operaciones –sentido dinámico–. Bajo el primer sentido, la esencia congrega los principios de una cosa considerados en sí mismos (la forma y la materia): la esencia es el constitutivo primordial de un ser, la que lo sitúa en la escala de los seres y lo distingue de otro ser, haciendo de fundamento de sus perfecciones. Bajo el tercer sentido, la “naturaleza” incluye un aspecto dinámico: es la esencia específica referida a la operación, la esencia de aquellos seres que poseen un principio de actividad.


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poco significa el principio intrínseco del movimiento o del reposo, que también puede llamarse naturaleza; significa tan sólo la esencia completa, que es significada por la definición de la cosa. En tal sentido, naturaleza es la diferencia específica que informa cada cosa. Pues la función de la forma es dar la diferencia específica –la racionalidad– que completa la definición2. Pero, ¿qué es, en este contexto, la racionalidad? Ciertamente lo “racional” propio de la definición del hombre no es la “diferencia” llamada “razón discursiva” –un frecuente error de apreciación–; sino la cualidad que brota de la naturaleza intelectual. La racionalidad no equivale ahí solamente a la índole de un “proceso discursivo” o dianoético, sino a la misma facultad intelectiva, de cuya constitución espiritual puede derivarse tanto la acción discursiva propia del raciocinio (la ratio estricta), como la inmediata (el intellectus), propia de los actos intuitivos inmediatos de afirmación de principios y valores, y asimismo de los sentimientos espirituales de amor, gozo, alegría, esperanza y confianza3. La racionalidad no es, por tanto, una actualidad de conciencia, sino una capacidad de tenerla y ejercerla. Por medio de esta capacidad o “facultad racional” el hombre puede volverse completamente hacia sí mismo [reditionem completam]4, o sea, es capaz de autoconciencia, por cuya virtud puede, a diferencia del animal, llamarse “yo”. Esta vuelta hacia sí comparece también en la voluntad o en la libre disposición que el sujeto ejerce sobre sí mismo. Por la racionalidad así descrita –o sea, espiritualidad intelectiva, volitiva y sentimental–, el ser humano se conoce como sujeto y se tiene a sí mismo como fin interno de sus propias acciones. Tal es el sentido metafísico que, en el hombre, tiene la “naturaleza” como esencia. ¿Qué alcance tiene el concepto de “naturaleza” cuando se aplica al caso de la “ley natural”? 3. Recordemos al respecto la pavorosa objeción que, a mediados del siglo XX, hizo Sartre. Este autor escribió que “no existe naturaleza humana, porque no hay Dios que la pueda haber pensado”5. Con estas palabras Sartre conecta 2

Esta naturaleza es, como ya había dicho Aristóteles, un principio inmanente, como estructura inteligible de la realidad. Está en las cosas y, a la vez, se adecua a la mente humana. Figura como la línea de intersección entre las cosas y el pensamiento: es la inteligibilidad que la inteligencia tiene que extraer de las cosas para comprenderlas. Las cosas son cognoscibles, poseen una cierta naturaleza inteligible que permite la adecuación objetiva que exige el conocimiento real. 3

J. Cruz Cruz, Intelecto y razón: las coordenadas del pensamiento según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 2009, capítulos I-IV. 4 5

Tomás de Aquino, De veritate, q1, a9.

“Il n’y a pas de nature humaine, puisqu’il n’y a pas de Dieu, pour la concevoir”; J. P. Sartre, L’existentialisme est un humanisme, Nagel, Paris, 1946, p. 22.


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necesariamente la realidad de la naturaleza humana a la realidad de Dios, o mejor, a un Dios que la concibe. De modo que si Dios no existe, tampoco hay naturaleza humana; y entonces el hombre, carente de naturaleza, no habrá sido proyectado ni fundamentado por Dios; consiguientemente, el hombre habrá de proyectarse o crearse a sí mismo. La frase de Sartre no es baladí. Y podría decirse que los pensadores españoles del Siglo de Oro la habrían transformado positivamente de la siguiente manera: porque existe la naturaleza humana, existe en Dios un pensamiento que la ha concebido; y ese pensamiento es un proyecto eterno, o con otras palabras, una ley eterna. Por tanto, no sería inteligible la naturaleza si no está conectada a esa ley eterna. Así, pues, al igual que Sartre, pero a la inversa, dichos pensadores enlazan necesariamente la naturaleza humana con el pensamiento proyectivo de Dios. Ya Santo Tomás lo había hecho así. En la definición que él ofrece de la ley natural, la tesis psicológica de que el hombre “tiene una tendencia natural a su debido fin y a su operación” queda conectada de modo necesario a la tesis metafísica de que esa tendencia teleológica es una “participación de la ley eterna en la criatura racional”; incluso el mismo efecto o repercusión de dicha tendencia natural en la mente humana, a saber, que la razón “discierna claramente lo bueno de lo malo”, se debe a esa “impresión de la luz divina en nosotros”6. La ley natural, pues, no es algo completamente distinto de la ley eterna; y comparece metafísicamente como una exigencia que es también anterior al hecho social, o sea, a la mutua dependencia de unos hombres respecto a otros; por lo que no cabe explicarla por factores puramente contingentes y empíricos, ya que se impone a toda conciencia individual o social como una norma de contenido absoluto. La naturaleza como esencia es lo que delimita y unifica a este concreto y singular subsistente que es el sujeto humano. De modo que el ser y el obrar de ese sujeto están especificados por su naturaleza: él no actúa con la naturaleza de un caballo; la naturaleza es para el individuo un principio de unidad que lo integra interna y externamente con todos sus semejantes. Puesto que la naturaleza determina el ser y el obrar del sujeto humano, ella es la que regula y dirige su 6

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q91, a2: “Cum omnia quae divinae providentiae subduntur, a lege aeterna regulentur et mensurentur, ut ex dictis patet; manifestum est quod omnia participant aliqualiter legem aeternam, inquantum scilicet ex impressione eius habent inclinationes in proprios actus et fines. Inter cetera autem rationalis creatura excellentiori quodam modo divinae providentiae subiacet, inquantum et ipsa fit providentiae particeps, sibi ipsi et aliis providens. Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur”.


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conducta: es su ley, su ley natural. Estos puntos serán estudiados en los capítulos 1 y 2 de la Primera Parte. En el sujeto humano comparece el riesgo terrible de sustraerse por su libertad a la naturaleza, y por tanto a la conciencia de las exigencias de la naturaleza racional que constituyen la obligación moral. Instalar en el seno de la conciencia el conflicto y la división de naturaleza y libertad es una de las mayores y más innecesarias aventuras que ha corrido el mundo moderno.

2. La ley natural en el enfoque teológico de los estados del hombre 1. Cuando un maestro del Siglo de Oro habla no sólo de “ley”, sino de “derecho” se compromete con una palabra que no es unívoca. Sabe que, de un lado, significa una “facultad moral”: la facultad que un hombre tiene respecto a una cosa [ad rem], trátese de un verdadero dominio o de una participación de éste; y tal es el objeto de la justicia. Pero, de otro lado, derecho significa la ley, la cual, siendo la regla de obrar moralmente bien, establece en las cosas cierta igualdad y es la “razón de ser” del derecho antes definido. En tal sentido el derecho coincide con la ley7. De modo que el término “derecho” posee las mismas articulaciones sistemáticas que el término “ley” (por ejemplo, derecho natural/ley natural, derecho positivo/ley positiva, etc.). Tanto el derecho como la ley solían dividirse en natural, de gentes y civil. Un derecho natural –como la libertad– lo da la misma naturaleza o viene con ella. Un derecho civil –como el derecho de prescripción– es introducido por el derecho civil mismo: o sea, es positivo. Un derecho de gentes –como el del libre tránsito por las naciones– se tiene por el uso común de los pueblos: parece también positivo. Santo Tomás había dicho que el derecho de gentes queda mejor

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En el primer sentido el derecho no es la ley –que es causa de lo justo–, sino lo justo mismo. De ahí que cuando los jurisconsultos definen la justicia diciendo que “es la firme y constante voluntad de dar a cada uno su derecho”, lo que ahí se llama derecho “no puede ser la ley misma, porque ésta es la causa de lo justo”: “ex iurisconsultorum diffinitione, qui dicunt quod iustitiae est ‘firma atque constans voluntas ius suum unicuique tribuens’, ubi ius non potest capi pro lege ipsa que es causa iusti. Sic etiam dicitur a iuristis quod praecepta iuris sunt: neminem laedere, ius suum inicuique tribuere. Ecce quo pacto ibi ius non potest capi pro lege quae est causa iusti, sed pro iusto”; Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda secundae de Santo Tomás, V. Beltrán de Heredia (ed.), 6 vols., Biblioteca de Teólogos Españoles, Salamanca, 1932-1952; t. 3: De iustitia, q57, a1, n7.


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instalado en el derecho positivo que en el derecho natural8; y es lo que enseña, por ejemplo, Vitoria (1486-1546)9. En las lecciones de Vitoria10 el “derecho de gentes” viene a caer parcialmente del lado del “natural”, y parcialmente también del lado del “civil”. Pero en las figuras racionales de esa división se inserta un supuesto teológico: el “derecho de gentes” se explica también por la dimensión –antropológica y ética– del pecado original que perturba a la naturaleza humana. Suárez trató de soslayar este supuesto, redefiniendo el derecho de gentes sólo en función de la “costumbre”. Veremos este periplo en los capítulos 1, 2 de la Segunda Parte. 2. Ya en fuentes patrísticas podía reconocerse un orden jurídico fundamental de la creación primera, identificable con la lex creationis –un derecho impoluto y original, no torcido todavía por el hombre–: era el derecho puro y absoluto, correspondiente unívocamente al “estado humano de integridad”. A él venía contrapuesto el derecho natural propio del “estado humano de depravación”, cuya naturalidad sólo podría ser concebida analógicamente, pues comparado con el anterior figuraría como “injusto”, ya que no existiría su forma positiva. Además, una vez sustituido el estado de integridad por el estado de depravación, todavía debía ser pensado el derecho en el estado de redención, ya completamente alejado de aquel punto primero en que el derecho fue tratado por la tradición grecorromana. Desde este enfoque teológico, también profundamente histórico, se hacía difícil concebir una naturaleza que de manera autónoma y suficiente pudiera determinar por sí mima lo justo sin apelar a una instancia sobrehumana. El cristianismo primitivo utilizó el concepto de naturaleza en un sentido concreto, referido tanto al hombre primigenio como al hombre caído [lapsus], pero con menos carga ontológica que histórica11. De ahí que los Padres del siglo III tuvieran dificultades para concordar en este punto el campo

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Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q95, a4, ad1.

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“Ius gentium potius continetur sub iure positivo quam sub iure naturali; ius gentium, licet participet de iure naturali et positivo, tamen potius spectat ad positivum”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q66, a2, n5. 10

Las lecciones del maestro sobre la Secunda Secundae (especialmente sobre la cuestión 57, que determina la esencia del derecho), dictadas en el año 1535, pasaron a manuscritos copiados por fieles discípulos. Una extraordinaria copia ha llegado hasta nosotros hecha por un oyente, Francisco Trigo, copia que el ilustre historiador Vicente Beltrán de Heredia editó con el título Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, según se ha citado en nota 7. 11

J. Ellul, Le fondement théologique du Droit, Delachaux & Niestlé, Neuchâtel, 1946; W. Jäger, Das frühe Christentum und die griechische Bildung, W. De Gruyter, Berlin, 1963.


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teológico de la revelación y el campo filosófico de la razón12. Siempre quedaba un problema: si después de la caída podría ser concebida la verdadera justicia y ley natural sin la ayuda de la revelación. Paulatinamente se fue imponiendo en el ámbito de los intelectuales cristianos el concepto de una inmutable ley natural, expresión de la divina ley eterna. Bajo la carga de estos problemas la patrística empezó a distinguir un doble “derecho natural”: uno primario, correspondiente al estado de naturaleza íntegra; otro secundario, propio del estado de naturaleza caída y redimida. Se trataba entonces de estados históricos sucesivos. Más adelante, en la primera Escolástica se identificó el “derecho natural primario” con los preceptos de la primera tabla del Decálogo –preceptos absolutamente inmutables, por hacer referencia al mismo Dios–; en cambio, el “derecho natural secundario” correspondería a los preceptos de la segunda tabla, los cuales hacían referencia al orden creado. Se trataba ahí de una distinción de grado, no de estados históricos. Ese derecho natural secundario podía ser mutable, según casos que surgían de los mismos relatos bíblicos: por ejemplo, el sacrificio que debía hacer Abrahán de su hijo inocente, la sustracción que los hebreos hicieron de los bienes de los egipcios, la permisión de la poligamia, y otros. Para explicar estas excepciones al derecho natural se recurría a la “dispensa” o al “dominio” divino sobre las cosas creadas: en ambos casos no se modificaría la forma, sino la materia de la ley13. Algunos de estos problemas serán tratados en el capítulo 4 de la Primera Parte.

3. La contingencia de la razón práctica 1. En los primeros autores de la Escuela de Salamanca influidos por Vitoria (Soto, Medina, Báñez) comparece una y otra vez ese elemento teológico –en unos con más fuerza que en otros–, el cual acabó refluyendo en el llamado “derecho de gentes”.

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O. Schilling, Naturrecht und Staat nach der Lehre der alten Kirche, F. Schöningh, Paderborn, 1914; M. Hübner, Untersuchungen über das Naturrecht in der altchristlichen Literatur, Dissertationem, Bonn, 1918; F. Flückiger, Geschichte des Naturrechtes, I, Altertum und Frühmittelalter, Evangelischer Verlag, Zürich, 1954. 13

G. H. Gerould, “Medieval Conceptions of Natural Law”, Nôtre Dame Natural Law Institute Proceedings, University of Notre Dame, Notre Dame (IN), 1948 (2); W. Stockums, Die Unveränderlichkeit des natürlichen Sittengesetzes in der scholastischen Ethik, Freiburg i. Br., 1911; A. Bonucci, La derogabilità del Diritto natural nella Scolastica, Perugia, 1906.


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Ya Santo Tomás de Aquino había introducido en el conjunto de las leyes una “lex fomitis” –expresión del pecado original en la naturaleza humana–, junto a las demás leyes básicas: “lex aeterna”, “lex naturae”, “lex civilis”14. El “fomes” es un aguijón interno que inclina al mal, una excitación interior al bien propio. En principio el Aquinate ve problemas en admitir que esa supuesta ley del fomes –que es una tendencia adversa a la razón– responda a la definición estricta de “ley”, la cual consiste en la razón; ¿cómo llamar “ley” a un impulso que inclina al bien privado y no al bien común, siendo así que las leyes, por ser racionales, han de referirse al bien común? El Aquinate reconoce que “en su primer estado” el hombre recibe una ley que se ajusta a la condición de su naturaleza: que es la de obrar siempre conforme a razón, “de tal suerte que en ese estado no se sintió ni el más leve movimiento contra o fuera de esa orden”. Mas por el “pecado original” la sensualidad humana se abrió en ímpetus contrarios a la razón, “y en cada uno de nosotros actúa con mayor o menor violencia, según que la razón pierda o gane en su dominio”. Ahora bien, para Santo Tomás el “fomes” del pecado no tiene en el hombre estrictamente “índole de ley”, rationem legis, sino que es más bien una desviación de la razón de ley. No obstante, en virtud de que el pecado “despojó al hombre de la justicia original” y “la razón quedó debilitada”, puede llamarse “ley” a ese ímpetu constante de la sensualidad que arrastra al hombre y viene a ser como una “ley penal” introducida en su naturaleza: se trata de una fragilidad llamada sensualidad. El supuesto del “fomes” –un factor no originado por la naturaleza, aunque introducido en ella–, funciona en la Escuela de Salamanca como una hipótesis en la que también se sustenta el “derecho de gentes”, una entidad bífida, compuesta de “ley racional general” y “ley penal”, y es otro exponente abrumador de la fragilidad humana. Lo veremos también en el capítulo 1 de la Segunda Parte. 2. Como la ley natural venía formulada por la razón humana en su dimensión práctica, los maestros áureoseculares se remitían –para explicar el funcionamiento de la razón práctica– a la doctrina de Aristóteles quien, tras distinguir el aspecto teórico y el aspecto práctico de la razón, ponía dos funciones en la razón práctica: la técnica y la prudencial (moral). No creo que haya existido un filósofo que haya desatendido esa propuesta aristotélica de aceptar dos direcciones en la razón práctica, la técnica y la prudencial o moral. En realidad esa propuesta ayuda a entender dos ámbitos: aquel en el que el mundo es calculable, controlable y disponible; y aquel en el 14

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q91, a4.


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que ya no es posible esencialmente el previo cálculo y la dominación total, porque es el ámbito del hombre que, desde el interior, hace su propia vida. Pero los maestros de la Escuela de Salamanca, siguiendo al Aquinate, no veían fácil conseguir, con la sola propuesta de Aristóteles, una plena y exacta conciencia de los campos atendidos por la razón práctica prudencial –o sea, por el enfoque moral–, dadas las contingencias que en dicha función se entrecruzan. Y es que en la explicación del sentido más profundo de la razón prácticomoral confluyen durante la Edad Media y el Siglo de Oro dos tipos de argumentación: la filosófica, oriunda de Aristóteles; y la teológica, originaria de San Agustín. Para la tradición aristotélica, la razón es una potencia plenamente dispuesta para recibir de manera firme la forma cognoscible de lo real; y en cuanto es razón especulativa, puede obtener esa forma con un solo acto o movimiento, bajo los modos de la ciencia y de la sabiduría. O sea, mediante una sola demostración –que es el principio activo del saber–, con un solo argumento apodíctico puede determinarse la razón a asentir a la conclusión, y así surge una modulación especulativa que es la ciencia. La razón especulativa está en sí misma destinada naturalmente a recibir la forma de la ciencia, incluso con un solo acto demostrativo, no teniendo indisposición alguna para ese quehacer. Pero con la razón práctica ocurre otra cosa. La tradición teológica agustiniana explicaba que la razón especulativa no está en sí misma herida por el pecado original. En cambio, la razón práctica está directamente vulnerada en su índole natural por la caída original15. Y esta condición relapsa acarrea problemas más que graves a la hora de ponderar la constitución y el alcance de la razón práctico-moral en su función equilibrante, frente a la razón práctico-técnica. 3. La razón práctico-moral se ve rodeada –o peor aún, asediada– por tres tipos de contingencia: la contingencia de la finitud (fragilidad entitativa), la contingencia de la libertad y la contingencia de la sensualidad (fragilidad operativa). La contingencia de la finitud es algo que comparte con la razón práctico-técnica: es su fragilidad entitativa. Pero la contingencia de la libertad se debe a que las facultades apetitivas, –tanto la voluntad espiritual como los impulsos sensibles– no son plenamente determinables por un solo juicio práctico para que se orienten a un mismo fin de manera constante. La causa de la personalidad moral –con sus orientaciones habituales y constantes– es la moción hecha por un acto típico de la razón práctica –que es el último juicio práctico– para seguir el bien verdaderamente humano. 15

San Agustín, De natura et gratia, c67; ML 44, 287.


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Estos juicios prácticos son esencialmente contingentes y extremadamente variables según la idiosincrasia de las personas, las circunstancias, los tiempos y los lugares. Si el efecto no puede ser superior a la causa, es claro que una causa contingente y variable no puede con un único acto imprimir una forma determinada y fija en la facultad movida: estamos ante una primera situación de fragilidad operativa. Estos puntos se estudiarán también en el capítulo 1 de la Primera Parte. Ahora bien, la más delicada de todas las contingencias es aquella fragilidad que los teólogos veían en la voluntad y en los impulsos sensibles, en tanto que facultades naturalmente indispuestas, o sea, heridas en su constitución natural por el pecado original: la voluntad por la malicia; los impulsos sensibles por la debilidad y concupiscencia desordenada. Por eso los hábitos de estas facultades no son naturalmente generables con un único acto que viniera de su principio que es la razón práctica, facultad también herida: es otra situación de fragilidad operativa. Las textos que componen este libro –ya editados algunos y reelaborados ahora para esta publicación– están configurados a la luz de esa triple contingencia, un trasfondo silencioso que, incluso, permite señalar las direcciones optimistas y pesimistas que con frecuencia acompañan la elaboración del concepto de “ley natural”. En fin, la obra se distribuye en dos partes. La primera trata de la constitución de la ley natural y de los ámbitos internos en que se despliega. La segunda estudia las proyecciones de la ley natural en el derecho de gentes, el derecho penal, el derecho de guerra y el derecho político. El último capítulo está dedicado a la constitución categorial de la esclavitud y en él se articula una teoría trascendental de la posible instrumentación del hombre.


PRIMERA PARTE EL ÁMBITO DE LA LEY NATURAL



CAPÍTULO 1 POSIBILIDAD Y RAZÓN PRÁCTICA

1. Las nociones de “praxis” y de “razón práctica” 1. Estoy convencido de que el estudio de la relación entre posibilidad y razón práctica tiene una especial significación para un debate referido a lo que en el lenguaje ético se llama “ley natural”. En verdad la razón práctica no es neutral a la existencia, a los bienes reales; tiene como objeto aquellos bienes que la voluntad quiere efectivamente. Pero cuando esa relación de la razón práctica a la existencia es provocada por una actitud que considera que cualquier orden posible es un bien alcanzable, tal actitud puede conformar su hacer al de una objetivación muy peculiar, cargada de enormes consecuencias morales. Para enfocar adecuadamente la índole de esa peculiar objetivación en el ámbito de la praxis, hay que aclarar primero qué es la praxis. Solían estar de acuerdo los maestros de la Escuela de Salamanca en que la praxis tiene tres notas: primera, que es un acto posterior a la intelección; segunda, que es un acto propio de una potencia distinta de la razón; y tercera, que para ser recto, ese acto ha de ser emitido conforme a la recta razón 1. La operación que de manera primaria y esencial se llama “praxis” –y a partir de la cual se llaman prácticas otras operaciones– no es la operación de la razón, sino la de otras potencias distintas, a saber, la voluntad en las operaciones humanas llamadas agibles, y las potencias exteriores y transitivas en las operaciones naturales llamadas factibles2. No obstante, los actos de la razón pueden llamarse

1

Francisco de Araújo, Commentaria in universam Aristotelis metaphysicam tomus primus, quinque libros complectens, Juan Bautista Varesio & Antonia Ramirez, Burgos / Salamanca, 1617; II, q3, a2. 2

“Licet aliqui dubitent in quo consistat praxis, an in aliquo actu intellectus, vel in aliquo opere extra ipsum: tamen ista dubitatio facile componitur distinguendo de praxi formaliter, et objective. Nam formaliter est actus practicans; id est, dirigens et causans opus; et sic pertinet formaliter ad


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prácticos, mas no por el hecho de ser operaciones intelectuales, sino porque o bien caen bajo la elección libre de la voluntad o bien se ordenan a la operación de otra potencia distinta, participando así de lo práctico. Esto último es lo que le ocurre a la razón práctica. Estos maestros invocaban la autoridad de Aristóteles3 y de Santo Tomás4, quienes habían enseñado que la razón práctica versa sobre la praxis o dirige las acciones de otra potencia distinta de la razón; en cambio, la razón especulativa no sale fuera de la misma inteligencia5. 2. De ahí que para los maestros áureoseculares la razón especulativa se distinga de la práctica tanto por el fin como por los principios. En primer lugar, por el fin. Porque la razón especulativa no se refiere a la cosa para hacerla, sino para saber de ella: no se dirige a ella para hacer, sino para saber y para eliminar la ignorancia. A su vez, la razón práctica no se refiere a la cosa para conocerla, sino para hacerla: no considera las causas en sí mismas, sino en orden a la obra. Por tanto, para que la razón sea práctica no sólo se requiere que verse sobre una cosa susceptible de hacerse, sino también que su conocimiento mismo se ordene a la obra. Así pues, el acto racional es especulativo no sólo cuando su materia no es un objeto susceptible de hacerse –como la actum intellectus, qui solus dirigere potest. Si vero sumatur praxis objective, id est, pro objecto ad quod tendit actus practicans: necessario debet esse aliquid praeter cognitionem intellectus, vel saltem dicere ordinem ad aliquid extra intellectum”; Juan de Santo Tomás, Cursus theologicus in Summam Theologicam D. Thomae, Alcalá, 1631 (Vives, Parisiis, 1886); v. I, disp2, a10. 3

En efecto, Aristóteles enseñaba que la razón práctica es principio del obrar, y por eso difiere de la razón contemplativa; pero ese obrar es una acción extraintelectual, propia de otra potencia, porque la razón especulativa también es, en su propio interior, principio de obrar. Aristóteles, De anima, III, c10; Metaphysica, II, c2. 4

Santo Tomás había dicho que “lo práctico u operativo se diferencia de lo especulativo por la obra exterior; y por eso, el hábito especulativo no se ordena a ésta, sino sólo a la obra interior de la inteligencia”; Summa Theologiae, I-II, q57, a1, ad1. Por “obra exterior” entiende el Aquinate no sólo la acción transitiva, sino también la acción inmanente que no es intelectual, sino de otra potencia. 5

Lo especulativo y lo práctico no exigen distintas facultades: “An speculativum et practicum petant distinctas potentias. Respondetur negative”; Juan de Santo Tomás, Cursus philosophicus, v. III: Philosophia naturalis, IV, q10, a6. En realidad lo práctico se deriva de lo especulativo, es una extensión de lo especulativo e incluso está rectificado por éste: “cum practicum sit posterius speculativo utique rectificato et ab illo derivatur, non e contra”; Cursus philosophicus, v. I: Logica, II, q1, a4. Lo cual no quita que lo práctico no implique una eficiencia, que es justo la de la voluntad: “Ratio practici efficientiam importat”; Cursus philosophicus, v. II: Philosophia naturalis, I, q11, a3. “… huius efficatiae ratio oritur ex voluntate”, Cursus philosophicus, v. II: Philosophia naturalis, I, q11, a3.


I. 1. Posibilidad y razón práctica

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esencia del hombre–, sino también cuando su objeto, siendo susceptible de hacerse, es considerado tan sólo como cognoscible científicamente y bajo el aspecto de su verdad En segundo lugar, el principio de la razón especulativa está en las cosas mismas y de ellas tomamos el conocimiento: este conocimiento se conforma con las cosas, siendo perfecto cuando es adecuado a ellas. Por eso, respecto a la razón especulativa, el objeto es un principio y una regla. Pero respecto a la razón práctica, ocurre lo contrario, porque el principio está en el sujeto: éste es la causa de las cosas y su conocimiento es la medida de las cosas mismas, de modo que las cosas son perfectas cuando se adecuan y se conforman al conocimiento del sujeto. Por tanto, aunque de una manera general se diga que la razón práctica se propone hacer y poner en obra la verdad, mientras que la razón especulativa se dirige a la verdad para conocerla, en realidad no debe llamarse práctico cualquier acto racional emitido, sino el acto que dirige la efectuación de una obra y la ordena mediante reglas, de modo que no sólo haya una operación emitida, sino también un objeto que, tanto en su preparación operativa como en su ejecución, necesita de reglas directivas para hacerse, y no sólo reglas orientadas a ser conocido científicamente6. 3. El objeto que ha de hacerse, en cualquier caso, es lo posible tanto intrínseca como extrínsecamente. Algo se llama intrínsecamente posible si es incontradictorio, o sea, cuando todas sus notas son internamente compatibles. Algo se llama extrínsecamente posible cuando, siendo incontradictorio, hay una causa que puede producirlo si dispone de unos materiales idóneos, de unas operaciones e incluso de unas condiciones históricas que lo permitan.

2. La voluntad y lo posible 1. Hechas estas aclaraciones preliminares, vuelvo al asunto inicial: ¿qué ocurre cuando la relación de la razón práctica a la existencia es provocada por una

6

Desde hace varias décadas se reivindica en varios sentidos el papel de la razón práctica, prestando especial atención al caso de Aristóteles. Cfr. M. Riedel (ed.), Rehabilitierung der praktischen Philosophie, 2 vols., Rombach, Freiburg, 1972 y 1974; W. Oelmüller (ed.), Materialien zur Normendikussion, v. I, Transzendetalphilosophische Normenbegründung, Utb / Schöningh, Paderborn, 1978; v. 2, Normenbegründung-Normendurchsetzung, Utb / Schöningh, Paderborn, 1979; v. 3: Normen und Geschichte, Utb / Schöningh, Paderborn, 1979.


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actitud que considera en todo posible un bien alcanzable y que conforma su hacer al de una objetivación voluntarista? Sobre el alcance voluntarista de la relación del querer a lo posible, bastaría mencionar a Schelling. Este pensador afirma que los entes posibles, estando en el mero estado de posibilidad, son amados por el Absoluto: tales entidades tendrían cierta bondad en aquel estado de posibilidad; y por eso serían objeto de una complacencia divina. Schelling tiene como antecedente al pensador medieval Duns Escoto, para quien las ideas –y por tanto los posibles– no se identifican con la esencia divina. Escoto afirmó que la voluntad divina produce el sistema de ideas que suponen los seres creados. O sea, los arquetipos de lo creado no manifiestan tanto el ser o la inteligencia de Dios cuanto el querer divino. Algo parecido ocurre en Schelling: aunque este autor afirma que las ideas emergen de sí mismas sin el querer de Dios, sostiene que esas ideas o arquetipos no están ligadas a un principio personal divino, por ejemplo, al Verbo; y que la elección de realizar lo posible en el mundo, o sea, de realizar la creación, no está sometida a la verdad del Verbo ni a la bondad del Espíritu, sino a la voluntad misma. En definitiva, al igual que en Escoto, el solo motivo de la creación está en la voluntad divina7. Lo cual significa que la dignidad de los posibles no reside en el mero conocimiento, sino en el hecho de ser queridos o amados. Este voluntarismo se une en Schelling con el necesitarismo de la posibilidad; dicho de otra manera, que todas las posibilidades se realizan. Posibilidad y realidad se sintetizan en la necesidad. Todo lo posible es real y, por tanto, necesario. El principio de razón suficiente gobierna no sólo el mejor de los mundos posibles, sino la totalidad de los posibles. No vale decir que sólo algunos de los posibles se realizan por necesidad; más bien, por necesidad se realizan todos los posibles. Con ello se realiza también la síntesis de fatalidad y necesidad. También para Hegel hay identidad entre el mundo realmente creado y el mundo divinamente posible. El creador agota en la creación sus posibilidades de acción8. 2. Sobre los problemas inherentes a la tesis voluntarista, ya la Escuela de Salamanca habló de la dificultad que suponía comprender, en el orden absoluto, un amor referido a las cosas posibles en sí mismas; siendo fácil, en cambio, comprender que una cosa puede ser amada si es sacada del estado de posibilidad al estado de futurición o existencia.

7

E. Brito, La création selon Schelling, Leuven University Press, Leuven, 1987, pp. 484-485.

8

G. W. F. Hegel, Enzyklopädie, 1830, § 250, Anm.


I. 1. Posibilidad y razón práctica

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Insistían en que, acerca de las cosas, puede considerarse o bien la esencia misma o bien el estado en que esa esencia se halla. La esencia misma podría mantenerse sea en el estado de posibilidad sea en el estado de existencia. Se considera que, en cualquier caso, el estado mismo se añade a esa esencia y la establece o en la existencia –si el objeto ha sido producido–, o en la privación de la existencia –si no ha sido producido todavía, sino que únicamente es posible–. Cabe lógicamente preguntarse si la esencia misma que está sometida al estado de posibilidad, de por sí y por su razón del ser, puede ser amada por el Absoluto: aunque el estado mismo no sea amado –por cuanto es privación de la existencia–, pero sí la esencia misma en cuanto pudiera tener posibilidad de existir. Y en este punto surgía una pregunta inquietante: ¿se puede dar un amor o un acto de la voluntad divina sobre tales objetos sin sacarlos del estado de posibilidad, sino manteniéndolos en él? O sea, ¿pueden ser amadas las esencias no por razón del estado en que están, sino por razón de su constitución incontradictoria o de su pura capacidad para existir? 3. Antes de seguir, advierto que a la plausible relación volitiva o amorosa del Absoluto con los posibles llamaré afectiva. Y también llamaré afectivistas a las teorías que afirman la realidad de semejante relación volitiva o amorosa. Sobre este punto es ya antigua la discusión entre los seguidores de Santo Tomás y los de Escoto. Porque Escoto9 opinaba que el Absoluto ama a las cosas posibles con un amor ineficaz, un simple amor de complacencia, pero amor al fin y al cabo: precisamente en cuanto que le agrada aquella bondad posible, aunque no se proponga llevarla a la existencia. Esta misma opinión de Escoto fue mantenida más tarde por autores del Siglo de Oro español, como los jesuitas Vázquez10, Alarcón11, Arrúbal12 y el navarro Herice13, entre otros.

9

Juan Duns Escoto, In III Sententiarum, d34, q1.

10

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum in Summam S. Thomas, Alcalá, 1598, I, disp79, c2; et supra, q5, a3. 11

Diego de Alarcón, Prima pars theologiae scholasticae, Jacques Cardon, Lyon, 1633 (cit. In Summam Theologiae), I, tract3: De voluntate, disp3, c3. 12

Pedro Arrúbal, Commentariorum ac disputationum in primam partem D. Thomas, Colonia, 1630 (cit. In Summam Theologiae), I, disp53, c3. 13

Valentín de Herice, Quatuor tractatus in I. partem S. Thomae distincti disputationibus [Tractatus primus de scientia Dei; Tractatus secundus de voluntate Dei; Tractatus tertius de Dei providentia, praedestinatione et reprobatione; Tractatus quartus de visione Dei], Pamplona, 1623 (In Summam Theologiae), I, tract2, disp18, c1.


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Habría, pues, un amor ineficaz, de mera “complacencia”; y habría también un amor eficaz que sería el “amor” en sentido fuerte. A esta opinión, que he llamado afectivista, se oponía la doctrina de otros maestros de la Escuela de Salamanca, quienes sostenían que en la voluntad del Absoluto no hay un acto de amor a las cosas posibles en sí mismas. Y digo un acto de amor o de querer [volitio]: porque el acto de no querer [nolitio] es claro que el Absoluto lo tiene, pues no quiere que ellas existan. Pero, si bien se mira, este acto de nolición no versa propiamente sobre la posibilidad misma o sobre la esencia de las cosas, sino sobre la existencia que el Absoluto no les quiso comunicar. Él quiso que ellas no existieran; en cambio, no podemos decir que el Absoluto no quiso la posibilidad y la esencia de los seres, porque sería contradictorio no querer que aquellas cosas sean posibles: de hecho sería lo mismo que querer que fueran imposibles: lo que es contradictorio incluso en el Absoluto. Pues bien, la tesis de los maestros salmantinos es que en el Absoluto no hay un amor o querer las cosas posibles en sí mismas, o en su esencia: no ya sólo un amor eficaz –esto es, el que se propone dar la existencia a aquellas cosas–, pero ni siquiera ineficaz, o de simple complacencia. Defendieron esta opinión –siguiendo al Ferrariense14–, Domingo Báñez15, Francisco Zúmel16, Gregorio de Valencia17 y Juan de Santo Tomás18. Según estos autores, el Absoluto no ama de ninguna manera a las esencias posibles: ni con una simple complacencia ni con un amor eficaz. 4. Porque las cosas son buenas y apetecibles solamente en la medida en que tienen existencia; luego las cosas que se apartan totalmente de la existencia carecen de la índole del bien mientras están en aquel estado. Mas para todo amor, incluso el de simple complacencia, se requiere en el objeto la índole de bien; sólo así puede agradar algo como apetecible y como bueno. Luego las cosas en el estado de pura posibilidad –apartadas del ser– no pueden figurar 14

Francisco Silvestre de Ferrara, In libros S. Thomae de Aquino Contra Gentiles Comentaria, París, 1525 (cit. In Contra Gentes) I, c81; IV, c13. 15

Domingo Báñez, Scholastica commentaria in primam partem angelici doctoris S. Thomae, Matias Gast, Salamanca, 1584; 1585; Venecia, 1585-86 (cit. In Summam Theologiae), I, q34, a3. 16

Francisco Zúmel, Commentaria in primam D. Thomae partem, Salamanca, 1587; 2 vols., Venetiis, 1597-1601 (cit. In Summam Theologiae), I, disp1, ad3. 17

Gregorio de Valencia, Commentariorum theologicorum tomi quatuor, Ingolstadt, 1591, t. 1, disp2, q8, puncto 2. 18

Juan de Santo Tomás, Cursus theologicus in Summam Theologicam D. Thomae, Alcalá, 1637, (Vives, Parisiis, 1886); v. III: In Quaestionibus in Primam partem D. Thomae, q19, disp4: De potentia, actu et objecto voluntatis Dei, a6.


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como término de ninguna complacencia, y menos de la divina. El Absoluto no quiere o ama en acto ninguna existencia de la cosa posible. Él se comporta respecto a las cosas puramente posibles como respecto a cosas aniquiladas. Y a la inversa, si el Absoluto aniquilara ahora una cosa que existe es porque no le complacería de ninguna manera tal existencia. 5. Enfrentándose a la teoría afectivista, los autores salmantinos argumentaban que lo bueno es lo mismo que lo perfecto, pero no de cualquier manera que se considere, sino cuando excita y finaliza al apetito o a la voluntad: o sea, no en cuanto informa o constituye la cosa, sino en cuanto se difunde y mueve o excita el apetito. Por lo cual las cosas en estado de pura posibilidad poseen el bien sólo de manera radical e incoativa y en potencia, pero no formalmente y ejerciendo un poder finalizante y atractivo: porque si no media alguna comunicación y conveniencia entre lo apetecible mismo y el apetito o voluntad, no se puede entender un bien que ejerza el movimiento o excite por su apetibilidad, ni siquiera en la forma de una simple complacencia. Y es en este momento cuando podría aclararse un aspecto importante de la relación entre posibilidad y razón práctica. Los nombrados maestros salmantinos indicaban que con pura especulación no se capta nada como apetecible. Captarlo como apetecible ocurre con un conocimiento práctico, es decir, afectivo o que mueve el afecto. La razón práctica, en su sentido más original, está conectada necesariamente a la afectividad, a la voluntad. Observan que la praxis se refiere a las obras y al ejercicio: lo cual no puede considerarse sin relación a la existencia. Pero las cosas, consideradas en el estado de pura posibilidad, no se refieren a la existencia en la praxis y en el ejercicio. Aunque la voluntad requiera que el objeto le sea presentado por la inteligencia para ser llevada a él, sin embargo aquello a lo que se inclina es un objeto que está en el orden práctico bajo una existencia y bajo una conveniencia afectiva con la voluntad. En realidad, la voluntad no encuentra conformidad con las cosas que están abstraídas o aisladas de la existencia, sino referidas a una existencia; porque de por sí es una facultad que funciona como una inclinación y gravitación hacia la existencia, ya sea dándole existencia a las cosas, como lo hace la voluntad divina, ya sea suponiéndola y tendiendo a su adquisición, como lo hace la voluntad creada. En resumen, el Absoluto mira sólo especulativamente aquella posibilidad o aptitud para existir, mas de ningún modo prácticamente: es decir, no como algo que, siendo posible, está en sintonía y en relación con la voluntad: sino como no-incompatible en sí mismo respecto a la potencia eficiente divina, aunque sin ninguna comunicación y conveniencia con la voluntad misma: lo cual significa que no es apetecible en el orden del ejercicio.


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6. Sólo en el caso del hombre, la voluntad puede mover hacia lo que no existe en la realidad; pues, para que una cosa sea amada humanamente no se requiere que esté en la existencia real; bastaría la mera existencia ficticia; algo que sería absurdo en el orden del Absoluto. Lo cierto es que la voluntad sólo es atraída y excitada por algo conveniente que ella pueda poseer o disfrutar; y esto sucede en el orden práctico cuando hay una existencia, real o ficticia. De modo que una cosa imposible puede ser apetecida suponiéndole al menos una existencia aparente. Sólo la voluntad humana puede complacerse en una cosa ficticia o imposible, como cuando uno se deleita en fábulas y ficciones, o cuando uno desea ser un espíritu puro y separado. Ahora bien, la voluntad puede desear o complacerse en una cosa imposible, de la misma manera que puede amar la esencia de una cosa posible, a saber: otorgándole una existencia ficticia, meramente mental, sin distinguir entre lo real y lo irreal, como le ocurría a Don Quijote. En resumen: las cosas posibles se pueden amar si son captadas como algo que tiene algún tipo de ser o existencia, bajo la ficción de que aquella posibilidad no es sólo una incontradicción, sino también una posibilidad de existir; luego se pueden apetecer bajo esa relación. En realidad, cuando la cosa ficticia o fabulosa o imposible agrada a la voluntad es que se le ha proyectado el aspecto de un ser ficticio, mediante el cual es recibido aquel objeto como idóneo y conveniente a la voluntad; y es así como agrada. Sobre la existencia ficticia –prestada por la mente– cabe recordar que la imaginación, actuando al margen de la razón, ofrece correspondencias virtuales entre dominios separados, apunta a lo posible, pero a lo posible con estatuto normalmente irreal. Husserl, tras indicar –en sus Cartesianische Meditationen– que en el seno de la conciencia comparecen oposiciones diferenciales básicas, como la de existencia e inexistencia, de ser posible y ser dudoso, de lo bueno y lo malo, comenta que, al aparecer la imaginación con sus ficciones, “todas esas oposiciones diferenciales se escinden además en otras paralelas, en virtud de la distinción entre lo real y lo imaginario (ficción de realidad), atravesando toda la esfera de la conciencia y, correlativamente, todas las modalidades del ser. Del lado de la imaginación surge un nuevo concepto de posibilidad, concepto general en el que se repiten de forma modificada, en la manera de lo simplemente imaginable (en un figurarse el objeto “como si” existiera), todos los modos del ser, comenzando por la simple certeza de la existencia. Lo hace así con modos de puras irrealidades de la fantasía, frente a los modos de la realidad (ser real, ser realmente probable, realmente dudoso, nulo, etc.). Así se distinguen correlativa-


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mente unos modos de conciencia de posicionalidad y otros de cuasi-posicionalidad (del como-si, del fantasear)”19. Esta relación de lo imaginario con el mundo es la expresión de la abierta finitud del hombre, y de la necesidad que él tiene de insertar sus objetos en cuadros que lo desbordan, en hipótesis imaginarias que actúan normalmente luego como condición del conocimiento intelectual. Pero si esas hipótesis de posibilidad son empujadas preponderantemente por una actitud afectivista, hacen que la razón se despliegue con una practicidad errática. De modo que sólo en el hombre puede haber una practicidad errática, en la que seguramente confluyen, de un lado, la inquietud afectivista y, de otro lado, la agitación ficcional del hombre. Queda así dibujada la última parte de este capítulo, dedicado a esclarecer, en el ámbito de la praxis, la confluencia de la inquietud afectivista y la agitación ficcional del hombre.

3. La objetivación tecnológica en la razón práctica 1. Porque todo lo dicho hasta aquí sobre la razón práctica y la praxis tenía también el objetivo de preparar la atención hacia un fenómeno, extremadamente grave, producido en la Edad Moderna y concerniente a una forma de la razón práctica, a saber, aquélla que, movida por la actitud afectivista, pone la objetivación tecnológica del mundo. Para no perder el hilo de esta argumentación, pido a los lectores que recuerden la imagen de esos ejemplares de la objetivación técnica que son los astronautas que ahora mismo, metidos en una cápsula espacial, están dando vueltas a la tierra y se desplazan flotando en el interior de su diminuto planeta, tomando impulso con los pies o con las manos en lo que nosotros interpretamos

19

“Alle diese Unterschiede spalten sich zudem in parallele vermöge des durch die ganze Bewußtseinssphäre und korrelativ durch alle Seinsmodalitäten hidurchgehenden Unterschiedes zwischen Wirklichkeit und Phantasie (Wirklichkeit-als-ob). Auf der letzteren Seite entspringt ein neuer allgemeiner Begriff von Möglichkeit, der in der Weise der bloßen Erdenklichkeit (in einem Sich-Denken, als ob es wäre) alle Seinsmodi, angefangen von der schlichten Seinsgewißheit, modifiziert wiederholt. Er tut das in der Weise von Modi rein phantasiemäßiger Unwirklichkeiten gegenüber denn der Wirklichkeit (wirklich sein, wirklich wahrscheinlich sein, wirklich zweifelhat oder nichtig sein usw.). So scheiden sich korrelativ Bewußtseinsmodi der Positionalität und solche der Quasi-Positionalität (des Als-ob, des Phantasierens)”; E. Husserl, Cartesianische Meditationen, Nijhoff, The Hague, 1963, p. 60.


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como paredes, techo o suelo, y que en realidad son puntos que responden a la ingravidez de cualquiera de sus miembros. Los llamo “hombres orbitales”. Acompañados de esta imagen, me atrevo a proseguir20. Como es sabido, la razón práctica referida a lo factible –a las obras que hacemos en el mundo– fue llamada por los medievales arte (tékhne por los griegos), habitud que se diferencia del comportamiento natural; pues natural es lo que surge a partir de lo que ya está ahí, sin colaboración humana alguna, mientras que el arte es la producción intencional de algo por obra del hombre21. Pero el arte era para un antiguo o un medieval imitación de la naturaleza22; y en su esfuerzo imitativo el arte tan sólo alcanzaba a realizar objetos de una esfera muy limitada. No obstante, existía la convicción de que el arte humano fabrica algunas cosas que la naturaleza no puede elaborar por sí sola23. Pero lo vincu20

El núcleo argumentativo del presente apartado se inspira en el libro de H. J. Meyer, Die Technisierung der Welt. Herkunft, Wesen und Gefahren, Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 1961; aunque no se debe a dicho autor lo que aquí entiendo por “objetivación tecnológica”. 21

Naturaleza equivalía a “nacimiento”, a espontaneidad germinativa; arte, en cambio, era todo lo que no reaparece por generación. “No es naturaleza la forma de la cama, sino la madera. Porque si la madera germina no se hace una cama, sino un árbol [quoniam si lignum germinet, non fiet lectus, sed lignum]. Esta forma que no reaparece por germinación no es naturaleza, sino arte [haec forma quae non redit per germinationem, non est natura sed ars]. Pero la forma que reaparece por germinación es naturaleza”; Tomás de Aquino, In Physicam, II, lect2, n3. 22

La proposición de que “el arte imita a la naturaleza” era entendida en un sentido muy preciso. Ya Aristóteles, en Metaphysica (VI), había advertido que hay dos tipos de “tékhne” o arte: uno, en cuya materia no existe un principio eficiente para producir el efecto, por ejemplo en el arte edificatoria, pues no hay ni en la madera ni en la piedra una fuerza activa que mueva a construir la casa. Pero hay otro tipo de arte, en cuya materia hay un principio activo que mueve a producir el efecto, como ocurre en el arte médico: pues en el cuerpo enfermo hay un principio activo de la salud. Así, en el primer caso, el efecto nunca es producido por la naturaleza, sino que siempre es hecho por el arte: como se muestra en la casa. Pero en el segundo caso, ocurre que el efecto es producido por el arte ciertamente, pero también por la naturaleza sin el arte: pues muchos hombres sanan por obra de la naturaleza sola. Por tanto, en las cosas que pueden hacerse por el arte y por la naturaleza, el arte imita a la naturaleza: pues si un sujeto enferma por causa de un elemento frío, la naturaleza lo sana calentándolo; y por tanto, también el médico, si lo ha de curar, lo sanará calentándolo; Tomás de Aquino, Contra Gentes, II, c1. 23

Aunque para un antiguo el arte “imita a la naturaleza”, también es cierto que hace algo –como una casa– que la naturaleza no puede; por tanto, suple algunos defectos de la naturaleza misma: “Ars imitatur naturam, et supplet defectum naturae in illis in quibus natura deficit”; Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d42, q2, a1. Esta última afirmación es repetida por el Aquinate en otros sitios: “Producere autem aliquem effectum quem vel natura producere non potest, vel non ita convenienter, mediante actione principiorum naturalium, artis est”; De potentia, q6, a3. Pero esa “deficiencia en la naturaleza” es relativa, porque en sentido absoluto es el arte lo ontológicamente deficiente respecto a la operación de la naturaleza [deficit ab operatione


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lante era lo que existía ya desde siempre por obra de la naturaleza, lo envidiablemente imitable24, lo susceptible de mímesis. La naturaleza era una entidad independiente, a la que el hombre obedece en gran medida, no sólo para obtener los frutos de su subsistencia, sino para lograr el ejemplar de las cosas factibles. Dicho de otro modo, el objeto factible nunca era completamente técnico, pues había mucho comportamiento natural en su seno25. Uno no puede por menos de sonreír cuando los medievales ponían como ejemplo de artes –hábitos de la razón práctico-técnica– la venatoria, la edificatoria, la estrategia, la culinaria, el arte de correr, el de jugar… El hombre antiguo está integrado en la naturaleza, la cual era algo previamente dado, repleto de cosas que el hombre no podía fabricar ni producir. Todo lo que el hombre podía variar, cultivar o criar se circunscribía a límites concretos, sin posibilidad de emanciparse de lo previamente dado26.

naturae]: ésta otorga la forma sustancial, cosa que no puede hacer el arte, porque todas las formas artificiales son accidentales; a lo sumo el arte aplica un agente estricto natural a la materia misma natural, como el fuego al combustible (Summa Theologiae, III, q66, a4). Por lo que el principio de imitación tiene un sentido ontológico ambiguo: pues al fin y al cabo el técnico antiguo obra por la virtud de una naturaleza ajena, a la que usa como instrumento: así, el alfarero utiliza el fuego para cocer los ladrillos, “sicut figulus igne ad coquendum laterem”; De potentia, q7, a1. El arte sólo opera sobre lo que ya está constituido naturalmente en su ser completo: “Ars enim non operatur nisi supra id quod iam constitutum est in esse perfecto a natura”; De principiis naturae, c1. 24

H. Blumenberg, “Nachahmung der Natur. Zur Vorgeschichte des schöpferischen Menschen”, en Studium Generale, 1957 (5), p. 644. 25

Lo cual significa que el arte es imitación cuando es capaz de repristinar en su propia operación los modos de la naturaleza misma. Como en una nota anterior ha quedado dicho, entre los efectos que provienen de un principio externo, hay algunos producidos solamente por el principio exterior, como la “forma” de la casa es causada en la materia sólo por el arte; pero hay otros efectos que unas veces son producidos por un principio exterior y otras veces por un principio interior: como la salud es causada en el enfermo a veces por un principio exterior –por el arte médico– y otras veces por un principio interior –por virtud de la naturaleza–. En tales efectos deben ser atendidos dos aspectos. En primer lugar, que en su propia operación el arte imite a la naturaleza al igual que la naturaleza sana al enfermo haciendo que la materia que causa la enfermedad sea alterada, absorbida y expulsada. En segundo lugar, que el principio exterior –el arte– no obre como un agente principal, sino como un elemento secundario que ayuda al agente principal –que es un principio interior–, confortándolo y suministrándole los instrumentos y auxilios necesarios para producir el efecto; y así el médico conforta a la naturaleza y le da alimentos y medicinas necesarias para conseguir el fin pretendido; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q117, a1. 26

Esto no quiere decir que para el hombre antiguo sólo hubiera un principio, el natural, al que debiera “reducirse” lo artificial. Como estas dos cosas, por sus diversos principios, están en “diversos géneros”, tal reducción no era posible. Aunque en otro aspecto no carecía de sentido afirmar que lo artificial se reduce a lo natural cuando el arte utiliza instrumentos naturales para


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2. En cambio, durante la Edad Moderna el quehacer técnico deja de ser imitación de la naturaleza y pretende la originalidad de las obras hechas por el hombre. El objeto factible es tecno-lógico, o sea: su logos, su esencia viene dada por la técnica. La naturaleza misma viene a ser un objeto de explotación. Por objetivación tecnológica no entiende el simple cálculo de aquellos procesos naturales que se realizan sin nuestra intervención, como los movimientos de los astros; más bien, la objetivación tecnológica consiste en producir artificialmente procesos naturales, conociendo previamente las condiciones y las leyes que los obligan a discurrir conforme al fin que el hombre se ha propuesto. El hombre deja de ser paulatinamente hijo de la naturaleza; y el objeto técnico abandona su antigua impregnación natural. La concepción de la naturaleza como un objeto tecnológico fue posible por el derrumbe de la imagen antigua del universo y por la imposición de la moderna ciencia física. Ya no se pregunta “qué finalidad tienen las cosas en sí mismas”, sino “qué ha de hacerse con ellas para cumplir los fines humanos”. Tan pronto como la naturaleza se convierte en un objeto tecnológico, pierde su carácter ejemplar27, vinculante para el hombre. De modo que lo artificial moderno se diferencia no sólo de lo natural antiguo, sino también de lo artificial antiguo: la mímesis desaparece. Esto trae consigo que se reduzca el ámbito de las cosas consideradas por la antigüedad como inmutables e invariables y que, como contrapunto, se amplíe el ámbito de lo que el hombre puede calcular y controlar, hasta el extremo de convertirse en dueño y señor del mundo. El hombre moderno se va separando decididamente de la vida natural; lo real preexistente es sustituido por un mundo artificial creado por el mismo hombre: un mundo de instrumentos, aparatos y procesos automáticos. Mediante la objetivación tecnológica de la naturaleza, el hombre se aleja de lo previamente dado, de lo natural. De modo que el mundo planeado por los hombres viene a ocupar el completar su obra artificial: “Artificialia non reducuntur in naturalia ita quod natura sit eorum primum et principale principium, sed inquantum ars utitur naturalibus organis ad complementum artificii”; Tomás de Aquino, In III Sentententiarum, d37, a3, ad2. También este segundo supuesto reductivo es superado por la moderna objetivación tecnológica: lo artificial usa y se nutre ahora de lo artificial. 27

M. Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Vorträge und Aufsätze, Neske, Pfullingen, 1954, pp. 13-44. No hay que olvidar que, para un hombre antiguo, el arte siempre presupone a la naturaleza: “En la operación del arte obra la naturaleza; pues sin la operación de la naturaleza no se produce la operación del arte: al igual que por el fuego se ablanda el hierro y luego, por la percusión del martillo, el herrero lo estira”; Tomás de Aquino, De potentia, q3, a7. Hoy calificaríamos de ingenua la taxativa afirmación del Aquinate: la naturaleza puede hacer oro de la tierra, si en ello se mezclan otros elementos, cosa que el arte no puede hacer (“natura potest ex terra facere aurum aliis elementis commixtis, quod ars facere non potest”; De potentia, q6, a1, ad18.


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puesto del mundo real previamente dado, consumándose en máquinas, en aparatos y dispositivos que hacen posible la relación del hombre con los ámbitos de la naturaleza sustraídos ya a la experiencia natural. En el lugar de la cosa natural comparece lo que el arte humano produce. Pero como el incremento de poder sobre la naturaleza no depende de un solo individuo, sino de una posibilitante estructura social (académica, científica, política), el susodicho poder sobre la naturaleza es en realidad un poder social y socializante; el poder social se convierte paulatinamente en una fuerza que hace violencia y elimina relación originaria de la existencia humana con la naturaleza. El hombre se ve sometido al poder de lo social28. 3. Ahora bien, esta moderna objetivación tecnológica y esta explotación de la naturaleza no es sólo un asunto exclusivo de los físicos y los técnicos, sino un proceso que nos afecta a todos los hombres; y esto es preocupante, porque mediante él se modifica radicalmente la relación del hombre con el mundo. Desde el punto de vista moral, la técnica no es ya un medio indiferente, sobre el cual puede disponer el hombre a su libre voluntad y capricho. ¿Por qué? Porque el hombre de nuestro tiempo dispone de la técnica no ya como de un simple medio, sino que él mismo se ve incorporado cada vez más al proceso de objetivación tecnológica de la naturaleza. Con ello todas las cosas –y no sólo algunas– aparecen como factibles, o sea, hechas o elaboradas por el hombre. Este hacer no se le parece en nada al viejo cultivar la tierra o apacentar los ganados o tocar la cítara, sino a una violenta intervención en la naturaleza, una naturaleza que es tratada como objeto factible, inerte, susceptible de ser transformado en producto. No producto de la naturaleza, sino de la actividad del sujeto, desde el material básico hasta el producto ya terminado. Esta elaboración prescinde del valor propio de las cosas y no pretende ya que las diversas posibilidades naturales consigan su pleno desarrollo29. La configuración esencial del producto es añadida desde afuera, por finalidades extrañas a la propia disposición natural. Lo factible no es ya una porción de lo natural, sino el objeto tecnológico: un objeto que consiste en la pura posibilidad de ser hecho. 4. La factibilidad de una cosa está sostenida, en realidad, por el enfoque científico-matemático, el cual coopera a que la mentalidad teleológica cambie a otra mentalidad científico-técnica que, por ejemplo, sustituye la materia prima

28 29

H. J. Meyer, Die Technisierung der Welt, cap. VI, § 3.

H. Freyer, Theorie des gegenwärtigen Zeitalters, Deutsche Verlagsanstalt, Stuttgart, 1955, pp. 15-20.


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natural por materia sintética elaborada artificialmente30. Bajo esta mentalidad se hace posible modificar los fenómenos climáticos y atmosféricos; posible la producción artificial de lluvia; posible la desviación artificial de las nubes; posible aumentar el crecimiento de las plantas y producir alimentos suficientes para a cubrir las necesidades humanas; posible rejuvenecer a los seres humanos mediante preparados químicos; posible la generación de nuevos tipos de plantas y de animales que la naturaleza desconoce; posible la producción científica de una nueva raza humana. El ámbito de lo artificialmente posible crece asombrosamente, en la medida en que la realidad natural es sustituida por los productos de la razón práctico-técnica. Y no es que ahora el hombre se sienta superior a la naturaleza, como quizás ocurría al principio de la Edad Moderna; ese sentimiento de superioridad ya no existe, precisamente porque la naturaleza ha desaparecido, dejando su puesto al objeto tecnológico. La razón práctico-técnica acaba configurando artificialmente la existencia y la vida humana, la cual se ve subyugada, sometida a ese mundo artificial. Es el inicio de la vida que llevan, por ejemplo, los hombres orbitales, cuya imagen pedía yo que se recordara. Ellos son ya para nosotros el signo de que en un futuro el hombre puede verse obligado a vivir totalmente bajo condiciones de vida artificiales controladas colectivamente. Incluso su ser psicofísico –su libertad natural y su libertad espiritual– estará sometido a un control completo. La esencia de la moderna razón práctico-técnica no está en que produce máquinas o automatismos, sino en que entrega la esencia de la vida a la elaboración técnica: da lugar a la configuración artificial de la existencia humana. No

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La objetivación tecnológica podría compararse, en términos medievales, con una operación divina. En virtud de que la ciencia divina es causa de las cosas, viene a ser como la ciencia que un artífice plasma en sus artefactos. “Pero el artífice conoce el artefacto mediante la forma del arte, forma que tiene en su misma mente en tanto que él la produce: ahora bien, el artífice solamente produce la forma, porque la naturaleza es la que prepara aquella materia que entra en los artefactos. Y por eso, mediante su arte conoce el artífice los artefactos solamente en razón de la forma. Y como toda forma es universal de suyo, resulta que el edificador conoce ciertamente por medio de su arte la casa en universal, pero no ésta o aquella casa, salvo que por los sentidos obtenga alguna noticia de ella. Mas si la forma del arte fuese productora de la materia, como lo es también de la forma, conocería por medio de ella el artefacto no sólo en razón de la forma, sino también en razón de la materia. Ahora bien, la materia es el principio de individuación, por lo que no sólo lo conocería en su naturaleza universal, sino también en cuanto es un singular. Por tanto, como el arte divino es productor no sólo de la forma, sino también de la materia, en su arte no sólo existe la semejanza de la forma, sino también la de la materia: conoce las cosas en cuanto a su forma y a su materia: no sólo lo universal, sino también lo singular”; Tomás de Aquino, De veritate, q2, a5.


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sólo queda transformado el mundo circundante humano, sino también el hombre mismo, cada vez más troquelable por el nuevo orden social. 5. Y aunque parezca que el hombre moderno se encuentra siempre consigo mismo –o que su actitud es antropocéntrica– cuando se topa con ámbitos que él mismo ha transformado por la técnica y que serían el reflejo de sus propias finalidades, en realidad, ocurre lo contrario: en ninguna parte encuentra el hombre hoy día su propia esencia31. Y no sólo eso: a través de la universal objetivación tecnológica también los seres naturales quedan degradados a la condición de mero producto. Si el hombre abandona la naturaleza –como entidad independiente del hombre mismo– y se entrega al mundo artificial generado técnicamente, se incluye a sí mismo en ese proceso de objetivación tecnológica: ésa es su ley natural. Para evitar que la relación del hombre con el mundo se reduzca a lo calculable, podríamos acudir a la propuesta aristotélica e intensificar aquella determinación de la razón práctica, la práctico-moral, orientada a lo “agible”, que es la acción del hombre sobre sí mismo; ello permitiría que el hombre se encontrara consigo mismo, relacionándose también espiritualmente con el mundo. Es probable que muchos vean en esa apelación al ámbito práctico-moral de Aristóteles el único camino posible para que, de un lado, la naturaleza como hogar no sea eliminada de la existencia humana y para que, de otro lado, el hombre supere el creciente poderío de lo social. Pero considero oportuno recordar que, con la sola propuesta de Aristóteles, no es nada fácil conseguir esa recuperación práctico-moral, por las contingencias que encierra. Antes se ha indicado en la Introducción una triple contingencia: la contingencia de la finitud, la contingencia de la libertad y la contingencia de la sensualidad. Ésta última se expresa directamente en una razón práctica especialmente vulnerada en su índole natural32. No es de extrañar que ante este cúmulo de dificultades sienta el filósofo moderno la atracción por lo que parece más invariable, más claro, más factible: la objetivación tecnológica, a cuyos requerimientos puede entregar el sentido moral de su propia esencia.

31

M. Heidegger, “…dichterisch wohnet der Mensch”, en Vorträge und Aufsätze, Neske, Pfullingen, 1954, pp. 187-204. 32

San Agustín, De natura et gratia, c67; ML 44, 287.


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4. Fragilidad humana y razón práctica 1. Ya Aristóteles reconocía un tipo de fragilidad operativa en el conocimiento práctico, cuya firmeza no surge, en cuanto a su esencia o especie, por un solo acto. Y así, la inducción o el silogismo no determinan con un solo acto de manera total y estable esa facultad espiritual que es la razón práctica, ni con un solo acto la hacen capaz de realizar conclusiones de modo cierto e infalible acerca de la verdad práctica. El Estagirita insistía en que el contenido de un acto intelectual referido a una materia esencialmente contingente –como es la enfilada por la prudencia– no es capaz por sí solo de determinar esa potencia cognoscitiva que es la razón práctica, ni la hace apta para realizar conclusiones de manera cierta e infalible. El contenido que se actualiza en la razón práctica expresa una materia extremadamente contingente, o sea, una materia que fue traducida por la escolástica como lo agible humano, de un lado, y lo factible mundano, de otro lado. Términos estos –lo agible y lo factible– que considero necesario rescatar incluso para el lenguaje moderno, pues no hay otros más apropiados. Para ambos tipos, lo contingente como contingente no puede realizar una determinación fija, segura y necesaria en la razón cognoscitiva. Por eso, los modos de razón práctica que se llaman tékhne y phrónesis, arte y prudencia, no pueden producirse, según Aristóteles, con un solo acto; y todavía menos la prudencia que el arte, porque el objeto de la prudencia es lo contingente libre (lo agible), que es más contingente todavía que la materia del arte, a saber lo contingente natural (lo factible). Aquí está la primera forma de la fragilidad operativa. Pero la tradición agustiniana añadía algo más, a saber, que el conocimiento de lo esencialmente contingente hay que considerarlo también en el estado de la naturaleza caída del hombre. A partir de este momento, aunque se argumentaba con términos aristotélicos, la intención básica de la argumentación quedó dilatada teológicamente. Ello ocurría de la siguiente manera: cuando la facultad racional se dirige a una forma inteligible está realmente indispuesta por tensiones contrarias que le son como naturales y crónicas (quasi naturalibus, en la expresión escolástica), por tanto, no se puede volcar naturalmente a dicha forma con un solo movimiento de la facultad misma ni con un solo acto del principio natural cognoscitivo, que es la misma razón práctica movida por el intelecto práctico (o sindéresis). La razón práctica es justo esa facultad cognoscitiva, realmente indispuesta por tensiones contrarias que le son como congénitas, a saber, indispuesta –por esta otra fragilidad operativa– a las formas arduas del arte y de la prudencia, modos de la razón práctica. No es nada fácil ser un buen artista y, menos todavía, un buen hombre prudente.


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2. Desde el punto de vista aristotélico es claro que la forma únicamente se introduce en un sujeto cuando se han expulsado de él las tensiones o disposiciones contrarias. Estas disposiciones no se expulsan sino por actos contrarios que causan en el sujeto otras disposiciones que serán opuestas a las primeras. Sin embargo, cuando esas primeras disposiciones están profundamente enraizadas y fijadas, como si fueran congénitas, no pueden ser expulsadas naturalmente con un solo acto o movimiento. El ejemplo del orden práctico que suele aducirse es el del carácter de un sujeto, ese agreste modo de ser que no se vence fácilmente con un solo acto y provoca el hecho de que cada uno se tenga que convertir para sí mismo en un campo de trabajo. Está ahí presente una clara fragilidad operativa, de orden natural. Quedó ya dicho que los teólogos ensanchaban esta argumentación, indicando que por el pecado original la razón práctica está herida o enferma [vulnerata, aegrota], habiendo quedado orientada por esta debilidad natural hacia un bien propio contra el bien de la razón; se trata de una herida –y no sólo de ignorancia–, que es habitual y crónica; lesión casi connatural al hombre, recibida así por la naturaleza. Sentenciaba Santo Tomás: “Per peccatum et ratio hebetatur, praecipue in agendis” (“Por el pecado también la razón pierde agudeza, principalmente en el orden práctico”)33. Se trata de otro tipo de fragilidad operativa, de orden teológico. Pero, por otro lado, el reconocimiento de esta fragilidad humana, expresión filosófica de lo que teológicamente se llamó caída original, lejos de provocar una desesperanza doctrinal, debería estimular las aspiraciones de una auténtica ética realista, la cual se encontraría igualmente alejada, en la interpretación de la naturaleza humana, de un pesimismo unilateral y de un optimismo doctrinario34. Alejada del pesimismo unilateral que viene de Lutero, con su doctrina de que la naturaleza humana se encuentra por completo bajo el influjo del pecado; y de que el hombre es por sí mismo incapaz de realizar el orden moral, dependiendo completamente de la guía de la fe y de la gracia35. Ahora bien, es preciso resaltar que el reconocimiento de esa teológica fragilidad operativa no niega la posibilidad de conocer por medio de la razón un orden trazado en ella misma 36: 33

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q85, a3.

34

J. Messner, Johannes, Das Naturrecht. Handbuch der Gesellschaftsethik, Staatsethik und Wirtschaftsethik, Tyrolia, Innsbruck, 51966, pp. 124-125. 35

R. Niebuhr, The Natura and Destiny of Man, 2 vols., Nisbet & Co., London, 1941, v. II, pp. 192-205. Estoy convencido de que las diversas direcciones modernas del llamado “pensamiento débil” tienen su resorte doctrinal en esta doctrina protestante. 36

J. Fuchs, Lex Naturae. Zur Theologie des Naturrechts, Patmos-Verlag, Dusserdorf, 1955, pp. 75-80, 139-156.


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sólo indica que existe simplemente una perturbación limitada, y en ningún caso una perversión completa. Si no hubiera posibilidad de conocer el orden del ser, tampoco habría una doctrina de la ley natural: el hombre no podría siquiera determinar el contenido de la justicia a partir de un orden dado. Asimismo, la susodicha ética realista está alejada también del optimismo racionalista sobre la naturaleza humana, guiado por la creencia en la capacidad ilimitada de la razón para alcanzar la verdad y el bien por sus propios medios; ilustrada creencia en el automático progreso cultural, material y espiritual. El reconocimiento objetivo de la fragilidad humana (entitativa y operativa) preserva a la doctrina de la ley natural de toda optimista utopía social, de toda creencia en sistemas económicos o sociales absolutamente perfectos: destaca la tarea continua que la sociedad tiene de perfeccionarse, empleando de modo exigente todas las fuerzas disponibles. Del reconocimiento de la múltiple fragilidad humana resulta también que toda reforma externa o social, la que aspira a ordenar más perfectamente la vida política, económica y social, se encuentra condicionada por la reforma moral, interna, del hombre, pues el perfeccionamiento humano no será nunca una consecuencia automática de la reforma del sistema social. Si así fuera, quedaría la cultura separada de la moralidad, y se originaría una crisis profunda en la cultura misma.


CAPÍTULO 2 LA LEY NATURAL: SU FUNDAMENTO FORMAL.

1. El estatuto noemático de la ley natural 1. La pregunta por el “fundamento formal” de la ley natural no plantea una cuestión existencial, acerca del an sit, sino una cuestión acerca del quid sit; en términos fenomenológicos, esa pregunta no se dirige a la “génesis”, sino a la “esencia”, y así fue propuesta esa pregunta por los autores españoles del Siglo de Oro, los cuales no tenían dificultad en aceptar que existía una ley natural. Incluso las dos palabras que componen el sintagma “ley natural”, o sea, naturaleza y ley, fueron sometidas, a su vez, al análisis de esencias, para tratar de obtener la inteligibilidad que corresponde a la nueva esencia que ambas componen, la “ley natural”, y precisamente la que se refiere al hombre. Estamos, en realidad, ante un tipo preciso de ley. Santo Tomás había definido la ley como “una cierta regla y medida de los actos, que induce a uno a obrar o le retrae de ello”1. Significa, pues, la ley una regla, una norma activa que encauza a un determinado fin toda la vida del hombre. Lo cual significa que la causa formal de la ley es la obra misma de la razón. Y como la razón sin la voluntad no puede crear la ley, cabe matizar que lo formal de la ley es un acto de la razón con el concurso de la voluntad; la ley es, para Santo Tomás, la obra de una razón voluntariada. Así pues, si la ley es regla y medida de las acciones humanas, tal función de regular y medir compete primariamente a la razón, facultad que conoce el fin del hombre y el orden que conduce a ese fin. Además, los actos propios y específicos de la ley son el mandar y el prohibir: ambos actos son como dos 1

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a1: “Lex quaedam regula est et mensura actuum, secundum quam inducitur aliquis ad agendum, vel ab agendo retrahitur, dicitur enim lex a ligando, quia obligat ad agendum. Regula autem et mensura humanorum actuum est ratio, quae est primum principium actuum humanorum, ut ex praedictis patet, rationis enim est ordinare ad finem, qui est primum principium in agendis”.


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aspectos de un mismo hecho, a saber, la imperatividad. Precisamente la imperatividad o el imperio pertenece a la razón, suponiendo, claro está, el empuje de la voluntad2. Es preciso destacar que el horizonte espistemológico en el que se mueve aquí Santo Tomás no es el especulativo, sino el práctico. Ya Aristóteles explicó que la verdad es el objeto exclusivo y total del intelecto racional; pero cuando éste se mantiene, respecto de una verdad aprehendida, en el plano de la simple contemplación, recibe el nombre de intelecto especulativo; si a la contemplación o intelección teórica añade la aplicación al orden práctico, es decir, que conociendo la verdad, la conoce y percibe como reguladora de la conducta, entonces el intelecto se denomina práctico. Pues bien, a la razón o verdad práctica pertenece la ley3: ésta no es, en el gobernante, un puro conocimiento del bien. La ley no está en el ámbito de la especulación, ni por la misión del que legisla, ni por su objeto, ni por sus efectos: se ordena a las operaciones humanas, precisamente para regularlas de conformidad con un orden conducente a un fin; es “un dictamen de la razón práctica”4, afirma Tomás. Incluso se puede establecer un paralelo entre el funcionamiento de la razón especulativa y el de la razón práctica; a través de esa comparación, fija el Aquinate el concepto de ley. Comienza indicando algo obvio, a saber, que toda acción produce algo. Y así como en un acto externo podemos considerar dos cosas: la operación en sí misma y lo que mediante esa operación es realizado, lo “operatum”, así también en todo acto interior de la mente podemos encontrar dos dimensiones: el entender mismo (como nóesis) y el término de la intelección (como nóema). El principal “operatum” o nóema o término de la acción del intelecto especulativo es la proposición expresiva de lo definido o entendido. Análogamente, la razón práctica produce también un término de su operación; algo que es a modo de proposición y que viene a ser lo que es la proposición especulativa respecto de las conclusiones. Son las proposiciones universales de la razón práctica ordenadas a la acción las que tienen carácter y naturaleza de 2

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q17, a1: “Imperare est actus rationis, praesupposito tamen actu voluntatis… Imperare autem est quidem essentialiter actus rationis, imperans enim ordinat eum cui imperat, ad aliquid agendum, intimando vel denuntiando; sic autem ordinare per modum cuiusdam intimationis, est rationis”. 3

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a2, ad3: “Sicut nihil constat firmiter secundum rationem speculativam nisi per resolutionem ad prima principia indemonstrabilia, ita firmiter nihil constat per rationem practicam nisi per ordinationem ad ultimum finem, qui est bonum commune. Quod autem hoc modo ratione constat, legis rationem habet”. 4

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q91, a1: “Nihil est aliud lex quam quoddam dictamen practicae rationis in principe qui gubernat aliquam communitatem perfectam”.


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leyes. A través de esta comparación se puede ver que la ley no es tanto una operación, una nóesis, un “opus rationis”, cuanto el término de una operación de la razón5, un “operatum rationis”, un nóema. Así pues, al determinar el fundamento formal de la “ley natural” debemos indicar que se encuentra en el ámbito de la razón práctica; pues el orden racional de toda ley no es la simple contemplación de una verdad, ni tampoco un producto meramente teórico de esa razón; sino que es un “operatum” de la razón práctica, una norma que se aplica a las acciones de los seres humanos, los cuales han de ser regulados por los primeros principios del orden práctico. El primer principio objetivo del orden práctico es el fin último, una meta que la ley debe mirar de una manera principal: fin último que es precisamente el bien común. Además, si la causa formal de la ley es la razón voluntariada y su causa final es el bien común, es preciso añadir su causa eficiente: Santo Tomás indica que tal causa es sólo una persona constituida en autoridad. Pues si bien la ley es obra de la razón con vistas al bien común, nunca es fruto de una razón particular, privada, sino de una razón común, pública, investida de poder y constituida en autoridad de cara al bien común. Por eso, también la “ley natural” ha de remitirse a una autoridad6. Veremos la importancia de esta matización al final de este capítulo. 2. Ahora es preciso avanzar hacia el objetivo de mi pregunta, a saber: ¿cuál es el fundamento formal de la ley natural? Santo Tomás, tan pronto como empieza a estudiar la ley natural, se centra en esa cuestión, preocupado en saber si la ley natural es algo de la naturaleza o es algo de la razón.

5

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a1, ad2: “Sicut in actibus exterioribus est considerare operationem et operatum, puta aedificationem et aedificatum; ita in operibus rationis est considerare ipsum actum rationis, qui est intelligere et ratiocinari, et aliquid per huiusmodi actum constitutum. Quod quidem in speculativa ratione primo quidem est definitio; secundo, enunciatio; tertio vero, syllogismus vel argumentatio. Et quia ratio etiam practica utitur quodam syllogismo in operabilibus, ut supra habitum est, secundum quod Philosophus docet in Ethica, VII; ideo est invenire aliquid in ratione practica quod ita se habeat ad operationes, sicut se habet propositio in ratione speculativa ad conclusiones. Et huiusmodi propositiones universales rationis practicae ordinatae ad actiones, habent rationem legis. Quae quidem propositiones aliquando actualiter considerantur, aliquando vero habitualiter a ratione tenentur”. 6

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a3: “Lex proprie, primo et principaliter respicit ordinem ad bonum commune. Ordinare autem aliquid in bonum commune est vel totius multitudinis, vel alicuius gerentis vicem totius multitudinis. Et ideo condere legem vel pertinet ad totam multitudinem, vel pertinet ad personam publicam quae totius multitudinis curam habet. Quia et in omnibus aliis ordinare in finem est eius cuius est proprius ille finis”.


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Y lo hace, destacando en primer lugar las objeciones de aquellas tesis que afirman que es algo de la naturaleza. Porque “natural”, en tal sentido sería, por ejemplo, la facultad de conocer y querer; también el hábito de conocer y querer; también las acciones correspondientes; y finalmente también las determinaciones o propiedades que afloran en tales facultades7. No cita Santo Tomás a los autores que podrían ser los representantes de esas tesis. Se sabe que el maestro de San Buenaventura, Alejandro de Halés (†1245), juzgaba que la ley natural es hábito8, e indicaba que es congénita con la naturaleza y es siempre permanente, caracteres que no convendrían al acto, sino al hábito. Santo Tomás, en cambio, considera que si la imperatividad es absolutamente esencial al concepto de toda ley, entonces la ley no puede consistir en algo de la naturaleza, ni siquiera consistir en la misma naturaleza racional, sino en algo que sobreviene a esa naturaleza, “algo elaborado por la razón”, un “operatum rationis”. Lo decisivo es que sobre lo meramente natural intervenga una facultad intelectiva, o mejor, una obra suya, un dictamen de la razón. Así se comprende que la ley natural, que tiene carácter de obra o producto, no sea un hábito estricto; pues el hábito tiene carácter de medio o instrumento natural, añadiéndose a la facultad como una cualidad que la afianza y convirtiéndose en un medio de que dispone esa facultad para obrar con firmeza y prontitud. Por lo tanto, Santo Tomás advierte que la ley natural no es naturalmente un hábito, sino un “opus rationis”, entendido como “operatum rationis”. Para explicar este “operatum rationis”, apela de nuevo a la analogía entre el orden teórico y el práctico9, recordando que en el ámbito de la especulación hay un supremo principio indemostrable que es causa de toda demostración, siendo primero en el movimiento cognoscitivo descendente y último en el ascendente; de manera semejante también debe existir, en el orden práctico, otro principio de análogos caracteres y extensión. En el orden del conocimiento teórico, lo que primeramente percibe el intelecto es el ente, el ser; en el orden de la acción, lo que primeramente percibe el intelecto es el bien, pues el intelecto práctico se halla ordenado a la operación, la cual, a su vez, mira necesariamente a un fin; y el fin tiene la índole de bien. El verdadero objeto de la facultad práctica es el bien.

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Expone así la primera objeción de Summa Theologiae, I-II, q94, a1, ob1: “Videtur quod lex naturalis sit habitus. Quia ut Philosophus dicit, in Ethica, II, tria sunt in anima, potentia, habitus et passio. Sed naturalis lex non est aliqua potentiarum animae, nec aliqua passionum, ut patet enumerando per singula. Ergo lex naturalis est habitus”. 8 9

Alejandro de Halés, In III Sententiarum, q27, memb. 2.

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q94, a2: “Praecepta legis naturae hoc modo se habent ad rationem practicam, sicut principia prima demonstrationum se habent ad rationem speculativam: utraque enim sunt quaedam principia per se nota”.


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Y así como en el ápice del conocimiento teórico surge una proposición inicial, llamada principio de contradicción –verdad primera germinada inmediatamente del concepto de ser–, así en el ápice del conocimiento práctico brota otra proposición emanada directamente del concepto de bien: “hay que hacer el bien y evitar el mal”10. Esa proposición es el principio supremo de la ley natural, el cual está guiado por el fin –que es el móvil de todo el orden práctico– y responde a la teleología de la naturaleza racional. La ley natural es la regla y norma de las tendencias de nuestra naturaleza hacia su fin, que es su mismo bien11. Todos los demás preceptos son una aplicación de éste. 3. Explicado así el fundamento formal de la ley natural –una ley de la razón práctica– es preciso recordar que Santo Tomás ha calibrado también su tratamiento de la ley natural con un enfoque metafísico, justo bajo el prisma de la participación: la ley natural es una participación de la ley eterna. Este enfoque metafísico no es accidental al asunto central de la ley natural, por las razones que el mismo Santo Tomás aduce y que estructuran la tensión más propia de dicha ley. Surge así la tarea de comprender qué es la “ley eterna” considerada como pensamiento de Dios, según la muy consecuente observación de Sartre: no habría “naturaleza” si no existiera un Dios que la hubiera pensado. ¿Cómo la piensa Dios, justo para que su pensamiento sea ley? Pero vuelvo a recordar que la “ley” tiene su preciso origen formal en la razón práctica. Y si la ley es un dictamen de la razón práctica en aquél que gobierna una comunidad perfecta, entonces, en la medida en que Dios gobierna providencialmente la comunidad perfecta del universo, ha de existir en Él, desde toda la eternidad, el dictamen de ese gobierno, la ley eterna. El mundo no 10

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q94, a2: “Nam illud quod primo cadit in apprehensione, est ens, cuius intellectus includitur in omnibus quaecumque quis apprehendit. Et ideo primum principium indemonstrabile est quod non est simul affirmare et negare, quod fundatur supra rationem entis et non entis, et super hoc principio omnia alia fundantur, ut dicitur in IV Metaphys. Sicut autem ens est primum quod cadit in apprehensione simpliciter, ita bonum est primum quod cadit in apprehensione practicae rationis, quae ordinatur ad opus, omne enim agens agit propter finem, qui habet rationem boni. Et ideo primum principium in ratione practica est quod fundatur supra rationem boni, quae est, bonum est quod omnia appetunt. Hoc est ergo primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosequendum, et malum vitandum. Et super hoc fundantur omnia alia praecepta legis naturae”. 11

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q94, a2: “Ut scilicet omnia illa facienda vel vitanda pertineant ad praecepta legis naturae, quae ratio practica naturaliter apprehendit esse bona humana. Quia vero bonum habet rationem finis, malum autem rationem contrarii, inde est quod omnia illa ad quae homo habet naturalem inclinationem, ratio naturaliter apprehendit ut bona, et per consequens ut opere prosequenda, et contraria eorum ut mala et vitanda”.


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es un caos, ni el hado o azar inunda sus elementos. El filósofo que ha demostrado la existencia de Dios, ve el universo como una marcha ordenada de todos los seres hacia un mismo fin, pues la sabiduría infinita hubo de formular y aplicar unas leyes cuando los hizo aparecer realmente12. La firmeza y estabilidad de las esencias de todos los seres responde a la razón del orden de esas mismas cosas. La afirmación de una ley eterna se debe a la razón humana en uso de sus fuerzas naturales, y no puramente a una revelación sobrenatural. En la ley eterna se integran los elementos que constituyen la ley: su origen racional y su ordenación al bien común. El orden que establece esa ley es el verdadero bien del universo. Y mirado así, este orden podría considerarse, en primera aproximación, como lo que hace un artista respecto a la obra de arte. Pero esta comparación, reitero, es aproximativa: pues la ley eterna hay que considerarla en el orden práctico, por lo tanto como razón ordenadora e imperativa. Para entender la ley eterna, no basta invertir la frase de Sartre, inicialmente enunciada, para llegar al orden especulativo o teórico, lleno de ideas ejemplares, o sea, de las ideas propias de la sabiduría divina. Porque la idea ejemplar divina, o sea, su sabiduría, no se vincula a un dictamen racional que desde la eternidad regule los movimientos y los actos de los seres conforme a un objetivo. La ley eterna no es, sin más, razón sabia, sino a la vez razón sabia y directiva de toda acción y todo movimiento. La ley eterna no es una idea ejemplar o arquetipo al que teóricamente podría ajustarse el orden del universo, sino que es la razón sabia de Dios que manda y prescribe el orden mismo de todas las cosas. También en la ley eterna ha de tenerse en cuenta la imperatividad, asunto de capital importancia. Si pudiéramos llevar la comparación del arte y la obra a los confines mismos de Dios, cabría decir que sus ideas ejemplares son anteriores a la creación; mientras que la ley eterna es simultánea a la creación, en cuyo caso también podría decirse que “la razón sabia de Dios, en cuanto crea las cosas, es arte, ejemplar idea”13. Mas, por otro lado, no se puede confundir la ley eterna con la 12

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q91, a1: “Nihil est aliud lex quam quoddam dictamen practicae rationis in principe qui gubernat aliquam communitatem perfectam. Manifestum est autem, supposito quod mundus divina providentia regatur, ut in primo habitum est, quod tota communitas universi gubernatur ratione divina. Et ideo ipsa ratio gubernationis rerum in Deo sicut in principe universitatis existens, legis habet rationem. Et quia divina ratio nihil concipit ex tempore, sed habet aeternum conceptum, ut dicitur Prov., VIII; inde est quod huiusmodi legem oportet dicere aeternam”. 13

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a1: “Sicut in quolibet artifice praeexistit ratio eorum quae constituuntur per artem, ita etiam in quolibet gubernante oportet quod praeexistat ratio ordinis eorum quae agenda sunt per eos qui gubernationi subduntur. Et sicut ratio rerum fiendarum per artem vocatur ars vel exemplar rerum artificiatarum, ita etiam ratio gubernantis actus subditorum, rationem legis obtinet, servatis aliis quae supra esse diximus de legis ratione.


I. 2. La ley natural: su fundamento formal

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providencia divina, la cual es posterior a la ley eterna, poniéndose a ejecutar lo que la ley eterna prescribe en orden al gobierno de los seres14. Como es patente, la ley eterna no es simplemente un orden, sino la razón misma ordenadora. Porque el orden es el efecto; mientras que la razón divina ordenadora es la causa. También la ley eterna es una razón voluntariada, y de esta manera es origen de toda otra ley y principio de toda norma ética: no descansa en la voluntad libre de Dios, sino en su razón inmutable. Si bien Dios pudo crear este mundo u otro, una vez creado el presente, las leyes que lo rigen no cambian. Lo cual significa que el ámbito de la ley eterna es tan amplio como el gobierno divino; se extiende a todo lo creado –lo necesario y lo contingente, lo natural y lo libre, lo malo y lo bueno, lo particular y lo genérico–, de manera que el universo entero queda sometido a su acción y dominio: todos los seres siguen el impulso que la razón divina les ha comunicado por medio de sus leyes. Ahora bien, no todos los seres están en el mismo plano con relación a esa ley eterna; pues los seres irracionales participan de la ley eterna, pero a su modo, solamente de una manera pasiva, recibiendo esa ley, en cuanto Dios imprime en todo ser el principio y la causa de su actividad. El hombre, en cambio, es el sujeto propio de la ley eterna: porque participa de esa ley no sólo por vía de acción o pasión, como los irracionales, sino también por la vía activa de conocimiento: él es capaz de ser su propia providencia y la de los demás 15. Esa

Deus autem per suam sapientiam conditor est universarum rerum, ad quas comparatur sicut artifex ad artificiata, ut in primo habitum est. Est etiam gubernator omnium actuum et motionum quae inveniuntur in singulis creaturis, ut etiam in primo habitum est. Unde sicut ratio divinae sapientiae inquantum per eam cuncta sunt creata, rationem habet artis vel exemplaris vel ideae; ita ratio divinae sapientiae moventis omnia ad debitum finem, obtinet rationem legis. Et secundum hoc, lex aeterna nihil aliud est quam ratio divinae sapientiae, secundum quod est directiva omnium actuum et motionum”. 14

Tomás de Aquino, De veritate, q5, a1: “Scientia enim se habet communiter ad cognitionem finis, et eorum quae sunt ad finem. Per scientiam enim Deus scit se et creaturas. Sed providentia pertinet tantum ad cognitionem eorum quae sunt ad finem, secundum quod ordinantur in finem; et ideo providentia in Deo includit et scientiam et voluntatem; sed tamen essentialiter in cognitione manet, non quidem speculativa, sed practica. Potentia autem executiva est providentiae; unde actus potentiae praesupponit actum providentiae sicut dirigentis; unde in providentia non includitur potentia sicut voluntas”. 15

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q91, a2: “Lex, cum sit regula et mensura, dupliciter potest esse in aliquo, uno modo, sicut in regulante et mensurante; alio modo, sicut in regulato et mensurato, quia inquantum participat aliquid de regula vel mensura, sic regulatur vel mensuratur. Unde cum omnia quae divinae providentiae subduntur, a lege aeterna regulentur et mensurentur, ut ex dictis patet; manifestum est quod omnia participant aliqualiter legem aeternam, inquantum scilicet ex impressione eius habent inclinationes in proprios actus et fines. Inter


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participación, pasiva y activa, de la ley eterna en los seres racionales, es lo que se llama ley natural. Esta doctrina tomasiana sobre la ley natural, tal como hasta este momento la he expuesto, entró de una manera normal en los círculos académicos españoles más pujantes, como dominicos, jesuitas, mercedarios y carmelitas, aflorando en tratados que llevaban el título De iustitia et iure y también De legibus16, durante una etapa esplendorosa que, teniendo como curso de incidencia el siglo XVI, comprende no sólo los hombres que florecieron en ese siglo, sino también los que en las postrimerías de ese período nacieron y se educaron en él, desarrollando su actividad intelectual hasta la mitad del siglo XVII aproximadamente. Fue el Siglo de Oro17, con nombres tan importantes como Domingo de Soto, Bartolomé de Medina, Pedro de Aragón, Gregorio de Valencia, Luis de Molina, Domingo Báñez, Gabriel Vázquez, Pedro de Lorca, Juan de Salas, Francisco Suárez, Francisco de Araújo, Tomás Sánchez, Gregorio Martínez, Juan de Lugo, Rodrigo de Arriaga y Juan Martínez de Prado18. cetera autem rationalis creatura excellentiori quodam modo divinae providentiae subiacet, inquantum et ipsa fit providentiae particeps, sibi ipsi et aliis providens. Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur… Unde patet quod lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura”. 16

En la mayoría de los casos, los numerosos comentarios a Summa Theologiae, I-II, recogen las cuestiones De legibus (q90-q108); los comentarios a Summa Theologiae, II-II, recogen las cuestiones De iustitia et iure. Otros autores, como Soto, Báñez, Molina, Suárez, Hurtado y Lugo se esfuerzan por recoger en tratados autónomos muchos aspectos que sistemáticamente no cabrían en unos Comentarios. 17

A. González Palencia, La España del Siglo de Oro, S.A.E. de Traductores y Autores, Madrid, 1939; M. Defourneaux, L’Espagne au Siécle d’Or, Hachette, París, 1996; B. Bennassar, Un Siècle d’Or espagnol (vers 1525-vers 1648), Robert Laffont, París, 1990. 18

Entre los principales autores, deben ser citados los siguientes: Domingo de Soto, De iustitia et iure libri decem, Salamanca, 1553, edición facsimilar y traducción de V. D. Carro, Instituto de Estudios Políticos, Sección de Teólogos juristas, Madrid, 1967; Bartolomé de Medina, De legibus, en Expositio in Priman Secundae Angelici Doctoris Divi Thomae Aquinatis, Salamanca, 1577; Pedro de Aragón, In Secundam Secundae Divi Thomae Doctoris Angelici Commentaria, tomus secundus, De iustitia et iure (qq 57-90 y q100), Salamanca, 1590; Gregorio de Valencia, Commentariorum theologicorum, 4 vols., De legibus, en t. 2, Ingolstadt, 1592, disp7: De iustitia, en t. 3, Ingolstadt, 1595; Luis de Molina, De iustitia et iure, I-III/1, Cuenca, 1593-1597; III/2, Amberes, 1609; IV-VI, Amberes, 1609; Domingo Báñez, De iure et iustitia Decisiones, Salamanca, 1594, Venecia, 1595; Gabriel Vázquez, Commentariorum ac Disputationum, t. 2: De legibus, Alcalá, 1605; Pedro de Lorca, Commentariorum et Disputationum in Primam Secundae Sancti Thomae: De legibus, en Tomus secundus, Alcalá, 1609; Juan de Salas, Tractatus de legibus in Primam Secundae Divi Thomae, Lyon, 1611; Francisco Suárez, Tractatus De legibus ac de Deo legislatore in decem libros distributus, Coimbra, 1612; Tomás Sánchez, Consilia seu


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2. El alcance del voluntarismo jurídico 1. El problema que tienen los universitarios españoles del Siglo de Oro al conectar la naturaleza humana a un pensamiento eterno se deriva de las cuestiones que los autores inmediatamente posteriores a Santo Tomás, como Duns Escoto y Guillermo de Ockham, habían dejado trazadas en las Escuelas y Universidades que se implantaron en España desde el siglo XV. Especialmente en la Universidad de Alcalá y en la de Salamanca19. Pues, como es sabido, el Cardenal Cisneros, al fundar la Universidad de Alcalá propuso, entre otras novedades, crear tres cátedras de pensamiento: la de Santo Tomás, la de Escoto y la de Nominales. Y en la Universidad de Salamanca, el régimen académico, al menos en su aspecto externo, se desarrollaba también alrededor de tres cátedras: la de Santo Tomás, la de Escoto y la de Nominales. Pronto estas últimas fueron absorbidas en Salamanca por catedráticos que explicaban abiertamente la doctrina del Aquinate. Efectivamente, y en lo referente al problema de la relación que la ley natural pudiera tener con un fundamento eterno, las aulas salmantinas y complutenses no fueron permeables a la solución que había ofrecido Juan Duns Escoto (†1308)20. Para este autor, la relación de los preceptos morales al fundamento divino no es primordialmente de conocimiento, sino de amor. Habría una primerísima forma de amor que es la amistad, caracterizada por el desprendimiento y la entrega21. Otra forma, pero inferior, de amor sería la concupiscenOpuscula moralia duobus Tomis contenta, Opus posthumum, Lyon, 1625, v. I: De iure et iustitia commutativa, distributiva el judiciaria; Gregorio Martínez, Commentaria super Primam Secundae Divi Thomae, 3 vols.: De legibus, t. III, Valladolid, 1637; Gaspar Hurtado, Tractatus De iustitia et iure, Madrid, 1637; Juan de Lugo, Disputationum De iustitia et iure, t. I: De rerum Dominio, Lyon, 1642; t. II: De contractibus, Lyon, 1642; Rodrigo de Arriaga, Disputationum theologicarum in priman secundae D. Thomae tomus secundus… tractatus De legibus, Lugduni, 1642; Francisco de Araujo, In primam Secundae commentariorum, t. II: De legibus, Melchor Sánchez, Madrid, 1646; Juan Martínez de Prado, Theologiae moralis quaestiones praecipuae, tomus II: De iustitia et iure, Alcalá, 1656. 19

J. Barrientos García, “La Escuela de Salamanca: desarrollo y caracteres”, Ciudad de Dios, 1995 (208), pp. 1041-1079, 1048-1052; J. Belda Plans, La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI, BAC, Madrid, 2000, pp. 55-60; M. A. Pena González, “Aproximación histórica al concepto Escuela de Salamanca”, Salmanticensis, 2005 (52), pp. 69119, 73-77. 20

Sobre Duns Escoto, en este tema, cfr. G. Stratenwerth, Die Naturrechtslehre des Johannes Duns Scotus, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1951. 21

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, en Opera, t. 8-21, Vives, Paris, 1983; III, d27, q1, n17: “Hoc enim magis diligo… pro cujus bono salvando magis me ‘expono’ ex amore, quia ‘exponere’ sequitur amorem”.


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cia, la cual no tiende a un objeto porque éste sea bueno en sí, sino porque es bueno para el sujeto que ama22. El primer amor es un verdadero sentimiento moral [affectio iustitiae], mientras que el segundo sólo es un sentimiento utilitario [affectio commodi]23. Pues bien, para Escoto el querer natural –el velle naturale que es también el de las inclinaciones naturales– se identifica con la tendencia utilitaria24. En cambio, el sentimiento moral expresa lo más propio de la voluntad libre: porque el acto de una voluntad libre consiste precisamente en querer el bien por razón del bien mismo, con independencia de las inclinaciones naturales, las cuales están ligadas a los apetitos e instintos. Libre es sólo la voluntad que, independientemente de las inclinaciones naturales, puede tender a lo bueno, porque es bueno en sí25. De esta suerte, Escoto daba comienzo a un proceso de desconexión entre las inclinaciones naturales y la relación moral. Porque si el querer natural –el velle naturale– queda vinculado solamente a lo útil, se cierra ya el camino para determinar, desde la naturaleza, el contenido de lo moral. Esta desconexión se ve agravada por la inflexión metafísica de la voluntad de Dios en el proceso antropológico-moral. Pues si la naturaleza no nos sirve para determinar el contenido de lo moral, y por lo tanto, para determinar una ley natural que tenga principios universales, ¿de dónde le puede venir al hombre la determinación de sus principios de acción práctica? Indudablemente ha de proceder de la voluntad divina. Lo cual no quiere decir que, en el hombre, la voluntad libre –dirigida al bien por el bien mismo– actúe sin tino ni concierto racional; todo lo contrario, la voluntad libre está guiada por el conocimiento intelectual26. La razón viene a ser la antorcha que ilumina el camino de la voluntad; pero los actos de la razón no son condiciones por las que obra la voluntad, sino simples condiciones necesarias, sin las cuales ella no obraría. No se puede confundir la determinación formal con la condición necesaria. De manera que no puede explicarse racionalmente por qué la voluntad quiere un objeto; pues quererlo significa acogerlo en amor, justo porque la voluntad es

22

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, IV, d49, q5, n3: “Actus amicitiae tendit in objectum, ut est in se bonum; actus autem concupiscentiae tendit in illud, ut est bonum mihi”. 23

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, IV, d49, q5, n3.

24

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, III, d17, q1, n3; III, d33, q1, n23.

25

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, III, d17, q1, n3.

26

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, II, d43, q2, n2: “Voluntas agit per cognitionem intellectualem”.


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voluntad27. Y por eso, la voluntad es la única causa total de la determinación volitiva28. Con esta premisa Escoto subraya que la voluntad no sólo es libre frente a lo natural –las inclinaciones naturales–, sino también frente a la evidencia racional, o sea, frente a un fundamento inteligible que, como causa objetiva, impondría necesidad natural; tal imposición racional haría imposible el obrar moral 29. Sólo es plenamente libre una voluntad que puede negarse a seguir la evidencia racional30. Se supone entonces que la voluntad divina crea toda ley, siendo siempre su obrar necesariamente justo y ordenado. Dicho de otro modo, si Dios cambiara el sentido de su obrar sería porque habría creado él mismo una nueva ley, conforme a la cual su obrar sería también ordenado31. Ahora bien, si Dios no está vinculado a ningún orden racional precedente, sino que todas las leyes son manifestaciones contingentes de la voluntad divina32, es impertinente preguntar por qué Dios ha creado el mundo tal como lo ha creado –con este orden, con estas normas y con este ritmo temporal–: sólo la voluntad divina es la causa primera y directa, y si Dios lo ha querido así, es bueno33. De modo que en la conexión que existe entre los seres del mundo y el fundamento absoluto se expresa una ley del obrar recto, fijada por la voluntad divina, 27

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d8, q5, a3, n24: “Quare voluntas voluit hoc, nulla est causa, nisi quia voluntas est voluntas”. 28

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, II, d25, n22: “Nihil aliud a voluntate est causa totalis volitionis in voluntate”. 29

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, IV, d49, q4, n17.

30

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d17, q13, a3, n5.

31

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d44, q1, n1: “Quando in potestate agentis est lex et rectitudo eius, ita quod non est recta nisi quia est ab illo statuta, tunc potest recte agere agendo aliter quam lex illa dictet, quia tunc potest statuere aliam legem rectam, secundum quam agat ordinate; nec tunc potentia sua aboluta simpliciter excedit potentiam ordinatam, quia tunc esset ordinata secundum illam aliam legem, sicut secundum priorem; tamen excedit potentiam ordinatam praecise secundum priorem, contra quam vel praeter quam facit”. 32

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, II, d7, q1, n18: “Potentia ordinata Dei est illa quae conformis est in agendo regulis praedeterminatis a divina sapientia vel magis a divina voluntate”. 33

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d1, q2, n9: “Ista voluntas Dei, qua vult hoc et producit pro nunc, est inmediata prima causa, cuius non est aliqua alia causa quaerenda; sicut enim non est ratio quare voluit naturam humanam in hoc individuo esse, et esse possibile et contingens, ita non est ratio quare hoc voluit nunc et non tunc esse; sed tantum quia voluit hoc esse, ideo bonum fuit illud esse; et quaerere huius propositionis, licet contingentis, immediate causam, est quaerere causam sive rationem cuius non est ratio quaerenda”).


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ley que no responde a ninguna necesidad inteligible34. Todo lo que hay en el mundo no posee un valor en sí mismo, sino en la medida en que Dios lo aprueba35. Y así como Dios puede obrar de otra manera, también puede establecer como justa otra ley que Él haya aprobado36. Dadas estas premisas no tiene nada de extraño que el pensamiento de Escoto fuera interpretado del siguiente modo: un primer principio del obrar práctico no puede estar colegido de las inclinaciones naturales humanas y, por lo tanto, no responde a una ley eterna, o sea, a una inteligencia divina que la haya pensado. Sólo el legislador es eterno; pero su ley no se conecta a ninguna acción buena o mala en sí y por su propia naturaleza. Y así por ejemplo –yendo quizás demasiado lejos en la interpretación de Escoto– el asesinato, el adulterio o el robo no serían acciones malas en sí, sino malas por estar prohibidas. Lo natural no podría ser visto, desde la perspectiva de Escoto, como fundamento que determine el contenido de las normas básicas del obrar moral, ni la “naturaleza” del hombre habría de llenar con su contenido concreto el enunciado del primer precepto de la “ley natural”. No hay un “puente” entre la naturaleza humana y su ley. El contenido de las leyes morales procede de lo alto, de Dios, no de abajo, de la naturaleza humana: es radical la separación entre las tendencias naturales, de un lado, y el querer libre del amor espiritual, de otro lado. De modo que el obrar libre no es bueno por concordar con una tendencia inferior buena, sino sólo por seguir la voluntad de Dios. 2. Por su parte, Guillermo de Ockham (†1349) toma de Escoto varias tesis, y las amplía. En primer lugar, acepta la tesis del voluntarismo: la voluntad es

34

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d44, q1, n2: “Leges aliquae generales rectae de operabilibus dictantes praefixae sunt a voluntate divina, et non quidem ab intellectu divino ut praecedit actus voluntatis divinae…; quia non invenitur in illis legibus necessitas ex terminis”. 35

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, III, d32, q1, n6: “Nec tamen illa inaequalitas est propter bonitatem praesuppositam in objectis quibuscumque aliis a se, quae sit quasi ratio sic vel sic volendi: sed ratio est in ipsa voluntate divina. Quia sicut ipsa acceptat alia in gradu, ita sunt bona in tali gradu, et non e converso. Vel si detur, quod in eis ut ostensa sunt ab intellectu, ostenditur aliquis gradus bonitatis essentialis, secundum quem rationabiliter debent complacere voluntati, hoc saltem est certum, quod complacentia eorum quantum ad actualem existentiam, est mere ex voluntate divina absque alia ratione determinante ex parte eorum”. 36

Juan Duns Escoto, Opus Oxoniense, I, d44, q1, n2: “Sicut potest aliter agere, ita potest aliam legem statuere rectam, quia, si statueretur a Deo, recta esset, quia nulla lex est recta, nisi quatenus a voluntate divina acceptante statuta”. Cfr. más ampliamente este tema en G. Stratenwerth, Die Naturrechtslehre des Johannes Duns Scotus, pp. 73-94.


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absolutamente indeterminada37. En segundo lugar, asume la tesis de que es imposible apresar la voluntad divina en cualquier clase de verdades racionales dadas: Dios hubiera podido venir al mundo también como piedra, como un trozo de madera o como un asno, y nosotros hubiéramos tenido que creer en ello, pues no hay ninguna proposición de fe que sea demostrable racionalmente. Es más, los imperativos morales están sometidos a la potencia absoluta de Dios, y se basan sólo en la voluntad de Dios, no vinculada a ninguna verdad racional. Dios hubiera podido mandar también el adulterio y el robo, y estas acciones hubieran sido buenas y meritorias. Tales conceptos de robo, adulterio, etc., no designan una cualidad ética, un contenido moral de la acción, sino sólo la prohibición de la acción, de tal suerte que, si la prohibición cesara, la misma acción dejaría de ser ya robo o adulterio. Es más, la prohibición del odio a Dios no deriva con necesidad racional de la esencia de Dios. No es contradictorio que Dios ordene el odio contra sí mismo: desde el momento en que así lo mandara, sería una acción buena y meritoria38. Con estas premisas se hacía imposible, o al menos difícil, marcar un camino por el cual, con ayuda del concepto de naturaleza, se pudieran llenar con contenidos concretos los principios de una ley natural. Como puede comprenderse, en la doctrina ética de Ockham domina un claro positivismo moral, el cual no conoce ya ninguna relación moral que tenga un fundamento en la naturaleza objetiva, pues deriva todo valor ético de decisiones de la voluntad de una potencia superior. Sin el mandato o la prohibición superior, la acción humana pierde inmediatamente toda bondad o malicia éticas39.

37

Guillermo de Ockham, Opera philosophica et theologica ad fidem codicum manuscriptorum edita: Opera theologica. 9, Quodlibeta septem; University Press, St. Bonaventure [N. Y.], 1980. Quodlibeta I, q16: “Non potest probari libertas per aliquam rationem… Potest tamen evidenter cognosci per experientiam, quod, quantumqumque ratio dictet aliquid, voluntas tamen potest hoc velle et nolle”. 38

Guillermo de Ockham, In IV Sententiarum, q14: “Deus potest praecipere, quod voluntas creata odiet eum… odire Deum potest esse actus rectus in via, puta si praecipiatur a Deo: ergo et in patria”; Quodlibeta III, q14 y q15. 39

J. Miethke (Ockhams Weg zur Sozialphilosophie, Walter de Gruyter, Berlin, 1969) sostiene que, para Ockham, la libre omnipotencia de Dios no ha de entenderse de manera irracional, pues Dios no puede hacer algo contradictorio; y con ello habría que prestar mayor atención a la distinción que el pensador inglés hace entre potencia absoluta y potencia ordenada de Dios. También subraya Miethke la racionalidad del querer ockhamista, en el sentido de que incluso en Dios la voluntad es una potencia racional, no arbitraria ni despótica. En cualquier caso, Miethke estima que Ockham pretendió claramente acentuar la libertad divina.


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3. Por lo que se refiere a los movimientos intelectuales de la Europa de finales del siglo XV, la doctrina ockhamista sobre la ley natural comenzó a abrirse camino en centros importantes, como en la Universidad de París. Y ese hecho preocupaba seriamente a varios pensadores españoles. Lo cierto es que la doctrina de la racionalidad de la ley natural no podía ser admitida por los ockhamistas, para quienes la ley natural consiste totalmente en el mandato o prohibición que proceden de la voluntad de Dios, como autor y gobernador de la naturaleza: de manera que toda la ley natural consiste en los preceptos divinos puestos por Dios, los cuales puede Él quitar y mudar. Ciertamente, en sentido estricto, tal ley no es natural, sino positiva (es un puro positum de Dios); pero Ockham aclara que se dice natural porque es proporcionada a las naturalezas de las cosas, mas no porque no sea puesta por Dios extrínsecamente. Y a este parecer se inclinaba Pedro Aliaco40 (s. XIII) y Juan Gerson41 (s. XV): para ellos la voluntad divina es la primera ley y puede crear hombres con uso de razón sin ley alguna; lo mismo enseñaba Andrés de Novocastro42 (s. XIV). Para estos autores, el bien y el mal en las cosas que corresponden a la ley natural no reside ni en el juicio de la razón, ni en las cosas mismas que son prohibidas o vedadas por esa ley: reside en la voluntad de Dios. El mismo Dios no prohíbe algo al hombre porque es malo o bueno, sino más bien, algo es bueno o malo porque Dios quiere que lo sea. 4. Frente a este formidable voluntarismo reaccionaron casi todos los autores españoles del Siglo de Oro, pero ninguno tan extremosamente como el jesuita español Gabriel Vázquez (†1604), para quien, en el polo opuesto, la ley natural no es otra cosa que la misma naturaleza racional como tal43. Y advierte que la naturaleza racional ha de considerarse en sí misma, es decir, en cuanto por virtud de su propia esencia hay ciertas determinaciones que le convienen y otras que no le convienen. Que la ley natural sea la misma naturaleza racional signi-

40

Pierre de Ailly (Pedro de Alliaco), In I Sententiarum, q14, a3.

41

Juan Gerson, Opera omnia (174): Monotessaron, seu Concordantiae quattuor Evangelistarum, etc. (I); De perfectione cordis, etc. (II); De consolatione theologiae, etc. (III); Sermo de vita clericorum, etc., Johannes Koelhoff, Coloniae, 1483-84. 42 43

Andrés de Novocastro, In I Sententiarum, d48, q1, a1.

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, t. 2, disp150, c3, 22: “Lex naturalis in creatura rationali est ipsa natura rationalis, quatenus rationalis, quia haec est prima regula boni et mali”. J. M. Galparsoro Zurutuza, Die vernunftbegabte Natur, Norm des Sittlichen und Grund der Sollensanforderung: systematische Unters. der Naturrechtslehre Gabriel Vázquez’s, Dissertatione, Bonn, 1972.


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fica que se trata de la misma naturaleza en sí44, en cuanto por virtud de su esencia es de tal índole que a ella le son convenientes naturalmente tales acciones, y las contrarias no le son convenientes. Vázquez sostiene, pues, que la ley natural, en cuanto no implica contradicción, es la naturaleza racional en sí: ésta es el fundamento formal de toda moralidad en los actos humanos, tanto de los buenos o convenientes a tal naturaleza, como de los malos que no le convienen. Una tesis que algunos contemporáneos nuestros –quizás con la mejor voluntad y sin sentirse deudores de Vázquez– sostienen como la más plausible. Vázquez argumenta que hay algunas acciones de tal manera malas intrínsecamente por su naturaleza, que en la malicia no dependen de prohibición extrínseca, ni del juicio o voluntad divina; y por lo mismo, hay otras acciones intrínsecamente buenas que tampoco dependen en esto de causa extrínseca45. De suerte que los actos morales tienen sus naturalezas intrínsecas y sus esencias inmutables que no dependen de causa o voluntad extrínseca. Si las cosas son, en su esencia, completamente independientes del conocimiento divino, entonces tendrán también que “consistir” en sí mismas, aunque Dios no las conociera46. (Incluso podría haber añadido Vázquez que eso ocurriría aunque no hubiera Dios). Defiende Vázquez que en esas acciones hay valor moral no por la conformidad al juicio de la razón sino por la conformidad a una ley pre-racional, o sea, por la conformidad a la misma naturaleza racional; y eso significa que la misma naturaleza es en sí la ley natural respecto de todas aquellas cosas que son mandadas o prohibidas, o aprobadas o permitidas. Por ejemplo, mentir no es malo porque sea juzgado malo por la razón, sino más bien al revés, es juzgado malo porque de suyo es malo; el juicio no es la medida de la malicia del acto; ni haría falta una ley que lo prohibiera. Un acto es malo por ser de suyo disconveniente a la naturaleza racional; lo cual significa que la misma naturaleza es la medida de tal acto y, por tanto, es ley natural. En síntesis, Vázquez defiende cuatro tesis fundamentales: primera, que la ley natural no es un mandato verdadero y propio; segunda que la ley natural no es un juicio de la razón; tercera, que la ley natural no es una manifestación de la voluntad; cuarta, que la ley natural es algo que precede a todo esto, de modo 44

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, t. 2, disp58, c2; disp95, c5; disp96, c2; disp97, c3; disp102, c4; disp150, c3. 45

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, t. 2, disp97, c3, 6: “Vera sententia, quae docet, non omne peccatum eo esse peccatum, quia lege, aliquave prohibitioni imperante vetitum sit, sed quia natura sua malum sit homini”. 46

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, t. 2, disp104, c3, 9-10: “Si alias Deus esset, etiamsi non cognosceret… tamen creaturae essent possibiles, hoc est, ex se ipsis non implicarent contradictionem, talis, aut talis naturae esse”.


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que el nombre de ley más convendría a la ley positiva que a la ley natural. Vázquez pretende derivar de la naturaleza humana la obligatoriedad misma de la ley natural, sin tomar en cuenta la voluntad divina. ¿Qué estructura y alcance tienen, según Vázquez, los preceptos de esta ley? En realidad o son principios de suyo conocidos por sus términos, o conclusiones derivadas de ellos, con evidente necesidad, los cuales han de ser anteriores a todo juicio de razón, mas no sólo del intelecto creado, sino también del mismo intelecto divino. Se podría establecer aquí una comparación con las esencias de las demás cosas, las cuales son tales o cuales en su propia esencia en cuanto no implican contradicción, y eso es de suyo, antes de toda causalidad de Dios e independientemente de él. Pues bien, de la misma manera, el mal moral de la mentira y el bien moral de la verdad es tal por sí; luego respecto de tales actos o preceptos no puede el juicio tener función de ley, supuesto que antes de todo juicio son buenos o malos, y, por tanto, mandados o prohibidos; nada puede tener función de ley natural respecto de ellos, sino la misma naturaleza racional. Estoy convencido de que algunos autores contemporáneos pueden quedar subyugados por la doctrina de Vázquez; porque él propone que la ley natural se descargue del peso de la ley eterna; y sólo exige, para consentir en una ley general, una lectura penetrante de las inclinaciones y móviles de la misma naturaleza humana. Mas aquí se toparía con la objeción de Sartre, a saber: que no hay naturaleza humana porque no hay Dios que la haya podido pensar.

3. Naturaleza y ley natural 1. Pero no fueron pocos los que, finalizando el siglo XVI, se dieron cuenta de los problemas que esa propuesta de Vázquez acarreaba. Fue otro jesuita, Francisco Suárez (†1617), el que más extensamente se ocupó de Vázquez en su tratado De legibus (1612). Suárez no quiso desaprovechar aquella radical afirmación de sumisión ontológica de lo legal a lo natural, para hacer notar su patente inexactitud. Advierte el pensador granadino que la misma naturaleza racional es como tal una esencia y no una ley: pero la naturaleza no manda, ni muestra la bondad o malicia moral, ni dirige o ilumina, ni tiene otro efecto alguno de ley; en realidad, la naturaleza no puede llamarse ley, a no ser metafóricamente. Suárez está convencido, frente a Vázquez, de que la sola naturaleza racional, que actuaría como medida o como fundamento de bondad moral, no es suficiente para hacer ley, y, por tanto, ella no puede como tal llamarse convenientemente ley natural.


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No debería llamarse ley, insiste Suárez, porque no puede llamarse ley todo lo que es fundamento de la bondad o de la malicia del acto relacionado con la ley. Aunque sea cierto que la naturaleza racional es fundamento de la bondad objetiva de los actos morales humanos, no por eso puede llamarse ley; y, por lo mismo, aunque se diga de ella que es una medida, no por esto es una ley, porque ser una medida es más amplio que ser una ley. Por eso, Suárez advierte que, por ejemplo, en un acto de donación económica, la necesidad del receptor y la capacidad del donante son el fundamento de la bondad del acto de donación, y, no obstante, la necesidad del receptor no es ley de la donación. Queda, pues, que la noción de regla y medida es más extensa que la de ley47. Además, agrega Suárez, con la tesis naturalista de Vázquez se seguiría que la ley natural no es ley divina y que no procede de Dios. Puesto que, siguiendo a Vázquez, cabría decir que los preceptos de la ley divina no son de Dios, en cuanto que ellos mismos tienen bondad necesaria; cabría decir también que la naturaleza racional, que viene a ser, según Vázquez, la medida de la bondad moral, no depende de Dios en el orden esencial de la razón, aunque dependa en el orden de la existencia (o sea, por creación)48. Pues la mentira, por ejemplo, que es disconveniente a la naturaleza humana, sería también intencionalmente anterior al juicio de Dios: la ley natural precedería al juicio y a la voluntad de Dios y no tendría a Dios por autor, sino que de suyo estaría impresa en la naturaleza humana, siendo por sí misma de tal esencia y no de otra. Ahora bien, para no desechar una parte muy sustanciosa del esfuerzo de Vázquez, considera Suárez que es preciso distinguir dos aspectos en la naturaleza racional: uno, la misma naturaleza, la cual sería el fundamento de la conveniencia o no conveniencia de las acciones humanas a ella misma; aspecto destacado por Vázquez. El otro aspecto es la capacidad o facultad que posee esa naturaleza, facultad para discernir, entre las diversas operaciones humanas, 47

Francisco Suárez, De legibus, II, c5, n5: “Natura ipsa rationalis praecise spectata, ut talis essentia est, nec praecipit, nec ostendit honestatem aut malitiam, nec dirigit aut illuminat, nec alium proprium effectum legis habet; ergo non potest dici lex nisi vellimus valde aequivoce et metaphoricae nomine legis uti, quod evertit totam disputationem… Non omne id, quod est fundamentum honestatis seu rectitudinis actus lege praecepti, vel quod est fundamentum turpitudinis actus lege prohibiti, potest dice lex, ergo licet natura rationalis sit fundamentum honestatis obiectivae actuum moralium humanorum, non ideo dici potest lex; et eadem ratione, quanvis dicatur mensura, non ideo recte concluditur quod sit lex, quia mensura latius patet quam lex”. 48

Francisco Suárez, De legibus, II, c5, n8: “Deinde sequitur, legem naturalem non esse legem divinam, neque esse ex Deo. Probatur sequela, quia iuxta illam sententiam preacepta huius legis non sunt ex Deo quatenus necessariam honestatem habet, et illa conditio, quae est in natura rationali, ratione cuius est mensura illius honestatis, non pendet a Deo in ratione, licet pendeat in existentia”.


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aquéllas que son convenientes o no convenientes a tal naturaleza: esa facultad es lo que ha de llamarse razón natural. Entonces, la naturaleza sería sólo el fundamento remoto de la bondad natural; y la facultad racional expresaría la misma ley natural, la cual manda o prohíbe a la voluntad humana lo que ha de hacerse moralmente49. Suárez está firmemente convencido de que éste es el parecer de Santo Tomás, al que habían seguido, entre los autores del Siglo de Oro, Domingo de Soto50 y Bartolomé de Medina51. Por lo tanto, en sentido estricto la ley natural no está en Dios, pues es temporal y creada; tampoco está fuera de los hombres, sino grabada en el interior del hombre. Sin embargo, no está en la misma naturaleza del hombre inmediatamente; tampoco está en la voluntad, porque no depende de la voluntad del hombre, sino que la liga y la fuerza; luego es necesario que esté en la razón. El dictamen de la razón dirige, obliga y es regla de la conciencia que acusa o aprueba los hechos; y en este dictamen consiste esta ley. En resumen, lo propio de la ley es imperar, o sea, dominar y regir; pero esto se ha de atribuir a la recta razón en el hombre, para que sea gobernado rectamente según la naturaleza; luego en la razón se ha de constituir la ley natural como en regla intrínseca próxima de los actos humanos52. Con Suárez están sustancialmente de acuerdo la mayor parte de autores del Siglo XVI y XVII. Basta asomarse a los comentarios que sobre Summa Theologiae (I-II, q94, a1) hicieron Gregorio Martínez, Pedro de Lorca o Francisco de Araújo, entre otros, para darse cuenta de que la argumentación de Suárez contra Vázquez había calado entre los intelectuales. Y en todos ellos se enseña que la ley natural significa propiamente un acto o juicio de la razón, como había explicado Santo Tomás. 2. Queda además otro aspecto interesante: los pensadores españoles del Siglo de Oro, siguiendo a Santo Tomás, enseñaron que la ley natural es un acto 49

Francisco Suárez, De legibus, II, c5, n9: “Est ergo secunda sententia, quae in natura rationali duo distinguit, unum est natura ipsa, quatenus est veluti fundamentum convenientiae vel disconvenientiae actionum humanarum ad ipsam; aliud est vis quaedam illius naturae, quam habet ad discernendum inter operationes convenientes et disconvenientes illi naturae, quam rationem naturales appellamus. Priori modo dicitur haec natura esse fundamentum honestatis naturalis; posteriori autem modo dicitur lex ipsa naturalis, quae humanae voluntati praecipit, vel prohibet, quod agendum est ex naturali iure”. 50

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q4, a1.

51

Bartolomé de Medina, Expositio in Priman Secundae, I-II, q94.

52

Francisco Suárez, De legibus, II, c5, n12: “Proprium est legis dominari et regere, sed hoc tribuendum est rectae rationi in homine, ut secundum naturam recte gubernetur; ergo in ratione est lex naturalis constituenda tanquam in proxima regula intrinseca humanarum actionum”.


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segundo. ¿Por qué? Porque la ley es imperio, el cual consiste en un acto, y porque el acto es propiamente la regla que dirige. Es lo que opinaban, en sus comentarios a Summa Theologiae (I-II), Cayetano y Conrado, y luego los españoles Domingo de Soto, Luis de Molina, Gregorio Martínez o Francisco de Araújo. Es importante, en fin, recordar que cuando en todo este debate se habla de la ley natural se la considera presente en los mismos hombres y no tanto en el legislador divino, en cuyo caso se estaría hablando propiamente de la ley eterna. Pero en el hombre es no sólo el juicio actual o imperio, sino también la misma luz que contiene, como permanentemente grabada, aquella ley y puede siempre representarla en acto. Tras la crítica de Suárez a Vázquez, los distintos pensadores de la escuela tomista se esforzaron también en resaltar que en la hipótesis de Vázquez la ley natural no puede llamarse participación de la ley eterna, dada por Dios como legislador: con esa hipótesis “naturalista” se podría admitir a lo sumo que la ley natural está dada por Dios como una causa primera, pero no como un legislador. Pues una cosa es que la ley natural provenga de Dios efectivamente como de primera causa, y otra que provenga de Dios como legislador que manda y obliga. Lo primero es una tesis metafísica inicial: Dios es la primera causa de todas las cosas naturales, entre las cuales debe contarse el uso y luz de la recta razón. Pero, aunque Dios sea hacedor de la ley natural, para Vázquez no se sigue de ahí que sea legislador, porque la ley natural no señala a Dios como ordenante, sino que sólo indica lo que es bueno o malo en sí, como la visión de un objeto concreto indica que es blanco o negro. En cambio, para los autores españoles del Siglo de Oro que seguían a Santo Tomás, no había duda de que la ley natural no sólo es indicativa del bien y del mal, sino que es preceptiva, pues contiene la prohibición del mal y el mandato del bien, como había dicho Santo Tomás53. Y aunque respecto a la ley humana no todas las faltas morales son malas porque son prohibidas, respecto a la ley natural, que se contiene principalmente en la ley eterna y secundariamente en el juicio de la razón natural, toda falta moral es mala porque es prohibida. Y si recordamos la analogía entre el orden teórico y el orden práctico, resulta que el juicio que meramente indica la naturaleza de la acción no es acto del superior, sino que puede hallarse en un igual o en un inferior, el cual no tiene fuerza alguna de obligar; luego no puede ser una ley que ordene o que prohíba; ocurre 53

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q71, a6, ad4: “Cum dicitur quod non omne peccatum ideo est malum quia est prohibitum, intelligitur de prohibitione facta per ius positivum. Si autem referatur ad ius naturale, quod continetur primo quidem in lege aeterna, secundario vero in naturali iudicatorio rationis humanae, tunc omne peccatum est malum quia prohibitum, ex hoc enim ipso quod est inordinatum, iuri naturali repugnat”.


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aquí lo mismo que en el arte curativo: el médico que muestra lo que es malo o lo que es bueno para un paciente, no impone una ley. Pues la ley es un imperio que impone una obligación; para que el juicio sea ley, debe expresar un mandato, del cual emana tal obligación. En realidad, y aplicando una tesis metafísica que la teodicea natural puede mostrar, Dios no puede negarse a sí mismo54, y, por tanto, no puede quitar el orden de su justicia, o sea, Dios no puede menos de prohibir aquellas cosas que son malas y contra la razón natural. Desde este planteamiento se muestra que la ley natural es preceptiva y viene a ser una señal grabada en cualquier hombre que no está impedido en el uso de la razón. 3. En todo el discurso que he seguido hasta aquí he procurado advertir que si no se toma la ley natural en todo su rigor de ley, se puede desdeñar el hecho de que la ley es un precepto común del superior, pudiendo ser considerada erróneamente como un concepto general, una cierta regla genérica del bien y del mal moral. Estoy convencido de que todos los fracasos que se han dado en la comprensión de la ley natural estriban en no haber entendido que aquello que va contra la ley natural va necesariamente contra la verdadera ley y prohibición de un superior. Los autores del Siglo de Oro, como Vitoria, Soto, Báñez, Molina, Suárez, Araújo –por citar de nuevo a los más destacados– han enseñado inequívocamente que la ley natural, en cuanto está en el hombre, no sólo indica la cosa misma en sí, sino que también expresa prescriptivamente una acción como prohibida o mandada por un superior. Y han insistido en que si la ley natural sólo consistiera intrínsecamente en el objeto en sí o en la manifestación de ese objeto, la violación de la ley natural no iría de suyo e intrínsecamente contra la ley del superior; en el fondo, la violación de la ley natural es una violación de la ley eterna, como razón y voluntad de Dios, que es, en este caso, el superior. Con lo que acabo de decir puede entenderse mejor la frase de Sartre citada al principio: que no hay naturaleza si no hay un Dios que la haya pensado. Habría que aclarar que el pensamiento práctico de Dios es la ley eterna; y si un acto es violación moral es porque estaba prohibido por Dios. Y la ley natural, en cuanto está en el hombre, tiene fuerza de mandamiento divino, pues no es solamente manifestativa de la naturaleza de la cosa. 54

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II q100 a8 ad2: “Deus fidelis permanet, negare seipsum non potest. Negaret autem seipsum, si ipsum ordinem suae iustitiae auferret, cum ipse sit ipsa iustitia. Et ideo in hoc Deus dispensare non potest, ut homini liceat non ordinate se habere ad Deum, vel non subdi ordini iustitiae eius, etiam in his secundum quae homines ad invicem ordinantur”.


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Bajo la tesis metafísica de que Dios tiene perfecta providencia de los hombres y que a Él como a supremo gobernador de la naturaleza le corresponde el evitar los males y mandar el bien, debe encuadrarse el hecho de que la razón natural indica a la naturaleza humana qué sea o bueno o malo; pues Dios como autor y gobernador de tal naturaleza, manda hacer o evitar aquello que la razón dicta que se debe hacer o evitar. En el caso, tan ilustrativo, del jesuita español Gabriel Vázquez, resulta que la ley natural tiene el fundamento de su fuerza obligatoria en la misma naturaleza humana, dejando con ello abierta la posibilidad de prescindir de toda relación entre la ley natural y Dios, como lo hicieron luego los racionalistas modernos. Aunque Vázquez mantiene un vínculo metafísico entre ley natural y Dios creador, si bien no es estrictamente un vínculo con Dios legislador. La ley natural no obtendría de la voluntad divina su fuerza originaria de obligar, sino de la misma naturaleza del hombre. Dicho de otro modo, muchos actos serían malos y reprobables, mas no por voluntad divina, sino por la misma naturaleza del hombre; de suerte que la moralidad no dependería de voluntad alguna, ni siquiera, de la voluntad de Dios. La prohibición de tales actos, provendría de la naturaleza humana en cuanto concebida como racional: ésta es la norma por la que se distinguiría el bien y el mal. Habría multitud de actos que resultan prohibidos por la naturaleza misma prescindiendo de cualquier autoridad. 4. Esta necesidad de la “presencia de la ley natural” en el obrar moral de la persona concreta se muestra muy claramente en la estructura del acto moralmente malo. Así lo explica Santo Tomás: “En todas aquellas cosas donde una debe ser regla y medida de la otra, el bien que hay en lo regulado y medido proviene de que se regula y conforma a la regla y medida; pero lo malo que hay en lo regulado proviene de que no se regula ni es medido. Por ejemplo, si hay un artífice que debe cortar en línea recta un madero siguiendo una regla determinada, si no corta por derecho –lo cual es operar mal– esa operación mala será causada por un defecto, a saber, porque el artífice cortaba sin regla ni medida. Y de igual modo, el placer y cualquier otra cosa que haya en las cosas humanas han de ser regulados y medidos conforme a una regla de la razón y de la ley divina. Por tanto, debemos entender que el no usar de la regla de la razón y de la ley divina se da en la voluntad con anterioridad a la elección desordenada. Y no hay que buscarle otra causa al hecho de no usar de la regla indicada: porque para esto basta la misma libertad de la voluntad, mediante la cual puede obrar o no obrar. Ahora bien, el hecho mismo de no atender actualmente a tal regla en sí misma considerada, no es un mal, ni de culpa ni de pena; porque el alma no está obligada, ni puede, atender siempre en acto a semejante regla; en cambio, el mal moral surge primariamente por proceder a semejante elección sin considerar actualmente la regla; como el artífice no comete falta por no aten-


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der siempre a una medida, sino cuando al no atender a la medida procede a cortar; y de modo similar, la culpa de la voluntad no está en que actualmente no atienda a la regla de la razón o de la ley divina; pues surge cuando no atendiendo a una regla y una medida de eso, procede a elegir; por lo cual dice San Agustín (De civitate Dei, XII) que la voluntad es causa del pecado en cuanto es ella deficiente; pero compara ese defecto al silencio o a la tiniebla, porque precisamente la sola negación es ese defecto”55. La tesis más significativa de este texto se halla hacia el medio, donde se dice que lo que constituye formalmente la culpa (o el mal moral) proviene del hecho de que, sin considerar actualmente la regla, la voluntad procede al acto de elección. Lo cual significa: 1º Que la causa “primera” y “única” de la producción del mal moral estriba en que la voluntad procede libremente a dos cosas: primera, a no considerar la regla; segunda, a realizar el acto de elección. 2º Que el mal de la “acción” tiene su origen en un defecto, libremente actualizado, en la voluntad del agente: ese déficit voluntario es el que fundamenta el acto libre malo. 3º Que ese defecto consiste –atendiendo a la ontología del acto– en marginar la regla o ley moral natural para pasar a la acción. Y este defecto es posible porque la “regla de la libertad” (aspecto racional) se distingue de la libertad misma (aspecto natural). Razón y naturaleza mantienen realmente siempre esa relación dialéctica en el obrar moral. 4º El acto es malo cuando está realizado sin su regla, o sea, sin su “bien” normativo: está privado de un bien que habría debido darse. 5º En tanto que realiza una “desconsideración de la regla”, la libertad opera una real función negativa o aniquiladora, que no se 55

Tomás de Aquino, De malo, q1, a3: “In omnibus enim quorum unum debet esse regula et mensura alterius, bonum in regulato et mensurato est ex hoc quod regulatur et conformatur regulae et mensurae; malum vero ex hoc quod est non regulari vel mensurari. Si ergo sit aliquis artifex qui debeat aliquod lignum recte incidere secundum aliquam regulam, si non directe incidat, quod est male incidere, haec mala incisio causabitur ex hoc defectu quod artifex erat sine regula et mensura. Similiter delectatio et quodlibet aliud in rebus humanis est mensurandum et regulandum secundum regulam rationis et legis divinae; unde non uti regula rationis et legis divinae praeintelligitur in voluntate ante inordinatam electionem. Huiusmodi autem quod est non uti regula praedicta, non oportet aliquam causam quaerere; quia ad hoc sufficit ipsa libertas voluntatis, per quam potest agere vel non agere; et hoc ipsum quod est non attendere actu ad talem regulam in se consideratam, non est malum nec culpa nec poena; quia anima non tenetur nec potest attendere ad huiusmodi regulam semper in actu; sed ex hoc accipit primo rationem culpae, quod sine actuali consideratione regulae procedit ad huiusmodi electionem; sicut artifex non peccat in eo quod non semper tenet mensuram, sed ex hoc quod non tenens mensuram procedit ad incidendum; et similiter culpa voluntatis non est in hoc quod actu non attendit ad regulam rationis vel legis divinae; sed ex hoc quod non habens regulam vel mensuram huiusmodi, procedit ad eligendum; et inde est quod Augustinus dicit in De civitate Dei, XII, quod voluntas est causa peccati in quantum est deficiens; sed illum defectum comparat silentio vel tenebris, quia scilicet defectus ille est negatio sola”.


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debe al simple distanciamiento teórico de la ley. Al apartar, en su obrar práctico, la mirada de la regla, introduce una “privación” de bien, una contusión existencial, por la que se llaga el bien que debería haberse dado. 6º El filósofo (o el moralista) podrá entender luego que esa “deficiencia libre” no ha de buscarse en otra parte: “porque para esto basta la misma libertad de la voluntad”. O sea, ha de buscarse donde ya estaba cumplida, lamentablemente. 7º Desde una perspectiva filosófico-moral, pues, la libertad humana es “facultad del bien y del mal” sólo en tanto es “facultad de considerar o no considerar la regla” (la ley, la norma). Por lo tanto, no hay una “presencia distante” o una mera actuación simbólica de la ley natural en el acto.

4. Conclusión: ¿es subjetiva la ley natural como obra de la razón? 1. Conviene resumir en algunos puntos la doctrina que, entre debates y apostillas, los autores españoles del Siglo de Oro mantuvieron sobre el fundamento formal de la ley natural. Los tomo del Comentario de Araújo56. Primero. La ley natural es obra de la razón [opus rationis] o algo constituido por la razón [quid constitutum per rationem]; en tal sentido, la ley natural es verdadera y propiamente ley, que sin duda se encuentra en Dios como en el primer mensurante; se halla también en el hombre como mensurante segundo, y en cuanto segundo, éste queda medido respecto a Dios y a la ley eterna. Sólo bajo el supuesto de esta relación “vertical” cobran sentido las palabras en que Santo Tomás dice que “la ley natural” consiste formalmente en un dictamen de la razón práctica, o en un imperio y precepto que es o el acto de la razón o su término, esto es, el término producido por el acto. Pero todo ello hay que entenderlo en tanto que la ley está en los hombres, porque en cuanto está en Dios como legislador, la ley natural es la misma ley eterna que dicta los preceptos de la actuación y régimen de la naturaleza, al igual que el código escrito es la ley humana en cuanto que está fuera del legislador. Esta es la tesis que defendieron sin fisuras en España Domingo de Soto en De iustitia et iure (I, q4, a1), Bartolomé de Medina en In Summam Theologiae (I-II, q94 a1), Pedro de Valencia (disp7, q4, p1), Juan Azor en De legibus (VI, q1), Francisco Suárez en De legibus (II, c5) y Francisco de Araújo en In Summam Theologiae (I-II, q94, a1).

56

Francisco de Araújo, De legibus, en In primam secundae diui Thomae lecturarum, tomus primus (qq. 1-20, qq. 71-99), Diego García / San Esteban, Salamanca, 1638, I-II, q90, sec3; q94, sec1.


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Segundo. Como la ley en cuanto tal es un acto de la razón, o una obra constituida por la razón, en la forma de un dictamen práctico o un imperio y precepto, resulta que la ley natural no es formalmente la naturaleza racional misma, como sostenía Vázquez. Tercero. La ley debe distinguirse de aquél a quien se le impone, al igual que lo que obliga se diferencia de aquél que es obligado; y dado que la naturaleza racional, como también la sustancia del hombre, no se distingue del propio hombre, es claro que la naturaleza racional no puede ser ley alguna. Frente a todo tipo de naturalismo esta observación es contundente. La ley natural es formalmente el dictamen actual de la razón de proseguir el bien o evitar el mal. O sea, formalmente es una ley oriunda de la razón. Cuarto. Analizado el sentido formal de la ley, que es el básico para entenderla, los autores españoles del Siglo de Oro también indicaron que la ley natural podría tomarse, menos propiamente, en sentido causal: como el principio en el que está virtual y habitualmente contenida; y, así, dicha ley natural se halla en el hombre de manera permanente e indeleble; incluso en los niños, donde no existe el dictamen actual de la razón. Quinto. Para aclarar la jerarquización de ambos enfoques –el formal y el causal–, dichos autores recuerdan que si bien la ley natural es formalmente un acto de la razón o un conocimiento actual, sin embargo, a veces es tomada en sentido causal y es significada con el nombre de su principio, esto es, hábito de los primeros principios morales; así lo hace también Santo Tomás57. Por este motivo a la ley natural la llama Santo Tomás sindéresis, o luz de nuestro intelecto. De este modo, aunque la ley natural sea formalmente un acto o una obra de la razón, sin embargo, es considerada por dichos autores españoles también en sentido causal: unas veces como la facultad misma de la razón; otras veces, como el “hábito de los primeros principios morales” (la sindéresis), y así se toma cuando de ella se dice que está impresa y es indeleble. En cambio, otras veces se considera como la colección de todas las especies o contenidos de las cosas que son en sí buenas y deben ser perseguidas, y de las cosas que en sí son malas y deben ser evitadas; de este modo se toma cuando se la llama “luz habitual y permanente”. Sexto. Desde este planteamiento, se entiende que la ley natural se diferencie de la conciencia. Los citados autores enseñan que, aunque ambas convengan en 57

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q94, a1: “Alio modo potest dici habitus id quod habitu tenetur, sicut dicitur fides id quod fide tenetur. Et hoc modo, quia praecepta legis naturalis quandoque considerantur in actu a ratione, quandoque autem sunt in ea habitualiter tantum, secundum hunc modum potest dici quod lex naturalis sit habitus. Sicut etiam principia indemonstrabilia in speculativis non sunt ipse habitus principiorum, sed sunt principia quorum est habitus”.


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no ser hábito, sino conocimiento actual de la razón práctica, producido por el hábito de los primeros principios prácticos (la sindéresis), sin embargo, se diferencian en muchos aspectos. A saber: la conciencia versa sobre una obra hacedera en particular, en cambio, la ley natural es regla universal de lo que se ha de hacer y evitar en general en una materia; dicho de otro modo, la ley natural expresa una regla constituida en general acerca de todo lo que debe hacerse [omnia agibilia]; mientras que la conciencia expresa un dictamen práctico particular; por tanto, es como la aplicación de la ley a una obra particular. Además, la ley natural sólo dispone sobre hechos futuros y no contempla las cosas ya pasadas, o sea, se refiere propiamente a lo que ha de hacerse; mas la conciencia versa también acerca de aquellas cosas que están ya hechas, y, por tanto, a ella se atribuye no sólo ligar la voluntad, sino acusar, testificar y defender58. Y, en fin, la ley natural nunca puede ser errónea si es verdadera ley; su obligación, por lo tanto, es de por sí permanente y perpetua. Mas la conciencia no sólo aplica la verdadera ley, sino también la que se toma por verdadera; por lo que a veces puede darse una conciencia errónea; en cambio, no puede darse ley errónea, porque entonces no sería ley, lo cual es principalmente verdad en la ley natural, participada de la ley eterna. Séptimo. Establecida la distinción entre el enfoque formal y el enfoque causal de la ley natural, puede concluirse que, desde el punto de vista causal, la naturaleza racional –de la que habla Vázquez– ordena y prohíbe como causa eficiente, o sea, como principio eficiente radical; a su vez, el hábito de los primeros principios prácticos (la sindéresis) da órdenes y emite prohibiciones a modo de principio eficiente próximo. Octavo. Sólo el dictamen actual de la razón es el fundamento formal de imperar y de prohibir, y, por lo tanto, en esto y no en el ámbito causal se pone el carácter de la ley, al igual que también se pone ahí el carácter de regla o de medida de los actos humanos, el cual no se encuentra ni en el principio eficiente, ni en su sujeto, sino que se halla en el acto que es la razón de ser de la regulación. La ley natural depende del juicio actual o virtual del intelecto práctico hasta el punto de que sin él no existe la ley natural formalmente; no obstante, cuando cesa el acto, existirá causal o habitualmente: porque en el hábito de los primeros principios prácticos (la sindéresis) y en la colección de las especies o contenidos permanece el dictamen habitual y el juicio conforme a la razón natural. Noveno. Teniendo en cuenta estas aclaraciones, Araújo concluye que la ley natural lleva consigo dos componentes, a saber, el dictamen de la razón y el objeto de la razón. Pues bien, el dictamen de la razón expresa directamente [in recto] el constitutivo esencial y formal de la ley natural. En cambio, el objeto de

58

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q79; I-II, q19, a6.


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la razón expresa ese mismo constitutivo de manera indirecta y connotativa [in obliquo ac de connotato]. 2. Para concluir quiero recordar la frase de Sartre antes citada: “No hay naturaleza humana, porque no hay Dios que pudiera haberla pensado”, porque no ha sido pensada proyectivamente por Dios; lo cual significa que cada naturaleza carece de un “destino” que habría de expresarse en la ley natural. Cuando a principios del siglo XXI asistimos a la acumulación de conocimientos relativos a la composición y al funcionamiento natural de los seres, cuando sabemos también tantas cosas sobre la naturaleza del ser humano, de su origen biológico, su evolución, la diversidad de sus realizaciones en el curso de la historia, de sus logros, puede ocurrir que no nos quede tiempo para preguntar sobre la significación total de la aventura de nuestra especie. Es entonces cuando se hace más necesario seguir preguntando no tanto sobre composiciones y funcionamientos, sino sobre el fin, sobre el sentido último enclavado en ese proyecto que es la ley natural. Pero quiero alertar acerca de un inadecuado rumbo que pudieran tomar las preguntas. Pues los autores del Siglo de Oro –como Vitoria, Soto, Báñez, Molina, Suárez o Araújo– dejaron claro que la ley natural, en cuanto está en el hombre, no sólo indica las cosas mismas buenas o malas, sino también prescribe una acción como prohibida o mandada por un superior. Si todavía algunos filósofos, bajo un giro naturalista, pensaran que el quehacer tanto fenomenológico como metafísico sobre la ley natural hubiera de centrarse en el estudio de la naturaleza en sí o en la manifestación de esa naturaleza, yo le respondería lo que Dante leyó a la entrada del infierno: Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate: abandonad toda esperanza de entender la ley natural, por muy voluminoso que sea el libro que hayáis escrito sobre ella. Pues lo que Sartre ha dicho sustancialmente es que esos filósofos naturalistas están pensando que la violación de la ley natural no iría de suyo e intrínsecamente contra la ley del superior; cuando, por el contrario, la violación de la ley natural es básicamente una violación de la ley eterna, como razón y voluntad de Dios, que es, en este caso, el superior que ha dictado un sentido a nuestra empresa de ser hombres.


CAPÍTULO 3 RECONDUCCIÓN DE LA LEY HUMANA A LA LEY NATURAL: EPIQUEYA

1. La condición finita del legislador y la exigencia universal de la ley 1. Para entender lo que se enuncia en este capítulo es preciso leer con atención una duda que Vitoria propone, tomándola de Tomás de Aquino, acerca de si alguien puede obrar sin ajustarse a la letra de la ley1. Lo que desencadena esa duda se reduce a una sola cosa: a la “excepcionalidad del caso”, ya advertida por Aristóteles. Excepcionalidad que puede provocar un conflicto entre una ley inferior y otra superior, o entre la particularidad del caso concreto y la generalidad de la ley2. En primer lugar, dicho conflicto puede darse entre dos leyes jerarquizadas: y así, en una situación particular, las prescripciones de la ley positiva pueden entrar en conflicto con una ley superior que ordena la salvaguarda de intereses más capitales o importantes: porque objetivamente la ley positiva se convertiría en injusta si se aplicara. En segundo lugar, también puede darse conflicto debido a circunstancias excepcionales imprevistas, de manera que la aplicación de la ley sería subjetivamente más dura y penosa de lo que debería ser según la intención del legislador: la sumisión a la ley positiva sería por tanto injusta. Ante esta problemática, Vitoria reflexiona dentro de un contexto aristotélico en el que resaltan tres rasgos precisos. 2. En primer lugar, entiende que toda ley se ordena al bien común de los hombres, y de esta finalidad recibe su poder y condición de ley, por lo que pierde su fuerza vinculante en la medida en que se aparta del bien común. Por-

1

Francisco de Vitoria, De iustitia, q60, a5, n1; también: Comentario al tratado de la ley, q96

a6. 2

“Leges dantur in universali, et ideo in aliquibus casibus particularibus esset iniustum servare verba legis”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q60, a5, n5.


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que una cosa se hace justa de dos modos3: bien por su misma naturaleza –lo que se llama derecho natural–, o bien por cierta convención entre los hombres, –lo cual se denomina derecho positivo–. La ley escrita ha de incluir el derecho natural, mas no lo instituye, ya que éste no toma su fuerza de la ley, sino de la naturaleza; pero la escritura de la ley contiene e instituye el derecho positivo, dándole la fuerza de autoridad. Ahora bien, así como la ley escrita no da fuerza al derecho natural, tampoco puede disminuírsela o quitársela, puesto que la voluntad del hombre no puede cambiar la naturaleza: en principio hay que someterse a la ley escrita. Sólo si la ley escrita contiene algo contra el derecho natural, es injusta y no tiene fuerza para obligar, pues el derecho positivo sólo es aplicable cuando, ante el derecho natural, es indiferente que una cosa sea hecha de un modo o de otro4. 3. En segundo lugar, supone que el legislador humano no puede atender a todos los casos singulares, por dos motivos: por la necesidad que tiene de abstraer, y por la necesidad que tiene de razonar. Por lo primero, es víctima del carácter general y abstracto de las leyes, por las cuales él quiere gobernar un obrar concreto, variable según las diversas condiciones temporales y personales, por lo que su formulación de la ley debe plegarse a lo que acontece de ordinario [in pluribus accidunt], poniendo su intención en lo que es mejor para la utilidad común. Por su naturaleza misma, el derecho exige una cierta generalidad, la cual genera, en cambio, cierta flexibilidad de aplicación concreta. Por eso debe haber sitio para las excepciones. Por lo segundo, si el legislador quiere recorrer con su razón todos los casos, se obligaría a multiplicar las disposiciones legales a tal velocidad que su ley acabaría siendo oscura y quedaría sin eficacia alguna. Siempre la ley positiva está hecha por un legislador limitado, y por eso, solamente puede tener valor en la mayoría de los casos [ut in pluribus, in maiori parte]. Al legislador humano le es imposible establecer una ley perfecta, válida en todos los casos. Y si se refugia en la serena región de los grandes principios, su ley será vaga e inútil: pues la utilidad de hablar moralmente en universal queda mermada por el hecho de que las acciones existen en lo particular y concreto5. Dicho de otro modo: de un lado, es claro que las leyes inicuas por sí mismas contrarían al derecho natural, o siempre o en el mayor número de casos; pero, de otro lado, las leyes que son rectamente establecidas son deficientes en algunos casos, en los cuales, si se observasen, se iría contra el derecho natural.

3

Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a2, n2.

4

Francisco de Vitoria, De iustitia q57, a2, n2.

5

“Sermones enim morales universales sunt minus utiles, eo quod actiones in particularibus sunt”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, Prol.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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4. En tercer lugar, y basado en lo anterior, admite que cuando en un caso particular es sumamente nocivo para el bien común cumplir una norma, cuya observancia es con frecuencia provechosa en la generalidad de los casos [ut in pluribus], entonces, como había enseñado antes Santo Tomás, no debe juzgarse según la literalidad de la ley y hay que “reconducir prácticamente” [ferens intentionem] la ley positiva a su principio originario, orientado al bien común [ad communem utilitatem], al que tiende también el legislador.

2. Reconducción práctica, dispensa e interpretación de la ley 1. Si hay que “reconducir prácticamente” la ley positiva a su principio originario, orientado al bien común, eso no ha de ser una desacreditación o descalificación del legislador, ni un enjuiciamiento de la ley misma. La reconducción práctica de la ley no implica una descalificación del legislador. Visto el asunto superficialmente, podría parecer que si los que tienen competencia intelectual son los que han instituido las leyes, habrían de ser ellos los que siempre pueden explicar bien con palabras sus intenciones. Sin embargo, nadie tiene tanta competencia intelectual que pueda prever todos los casos particulares, ni, por lo tanto, expresar suficientemente con palabras todo lo conducente al fin propuesto. Es más, aun suponiendo que el legislador tuviese esa competencia intelectual y pudiera examinar todos los casos, convendría que, para evitar la confusión, la ley no hiciera referencia a todos, sino sólo a lo que sucede en la mayoría de ellos. El ejemplo que casi siempre aparece es el siguiente: durante un asedio establece la ley que las puertas de la ciudad permanezcan cerradas, y esto resulta provechoso para la salvación común en la generalidad de los casos. Pero si acontece que los enemigos vienen persiguiendo a algunos ciudadanos de los que depende la defensa de la ciudad, sería sumamente perjudicial para ésta que no se les abrieran las puertas. Por lo tanto, en este caso, aun contra la letra de la ley, habría que abrir las puertas para salvar la utilidad común intentada por la ley6. Tampoco es la reconducción práctica un enjuiciamiento de la ley, algo así como un proceso contra ella. Podría parecer que cuando surge un caso en que esta ley es dañosa para el bien común y no se debe cumplir, el súbdito se estaría permitiendo la licencia de juzgar negativamente la bondad de la ley para abandonar su letra.

6

Francisco de Vitoria, Francisco de Vitoria, Comentario al tratado de la ley, q96, a6.


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Ya había puntualizado Santo Tomás que quien en caso de necesidad obra sin atenerse a las palabras de la ley no ha de enjuiciar la ley misma, sino un caso particular en el que ve que las palabras de la ley no pueden guardarse. “Se juzga sobre una ley cuando se dice que está mal redactada. Pero quien dice que la letra de la ley no debe ser aplicada en tal circunstancia, no juzga de la ley, sino de un caso muy concreto que se presenta”7. 2. Pues bien, si la reconducción práctica no es una desacreditación ni un enjuiciamiento de la ley, tampoco es una dispensa. La dispensa se hace por vía de autoridad: es un acto del legislador que, en un caso particular, suspende o atempera la obligación impuesta por él8. Pero en la reconducción práctica es la conciencia individual la que juzga que la ley no se aplica en tal caso particular. Mas fuera del caso en que la observancia literal de la ley ocasiona un peligro inmediato, no compete a un súbdito valorar qué es lo útil o lo perjudicial para la república, porque esto corresponde exclusivamente al gobernante, el único que tiene autoridad para dispensar de las leyes9. Si el peligro es inmediato y no da tiempo para recurrir al superior, la necesidad misma –y no el súbdito– lleva aneja la dispensa, pues la necesidad no se sujeta a la ley10. 3. En fin, la reconducción práctica tampoco es una interpretación de la ley. Pues una ley tiene necesidad de ser interpretada cuando hay en ella palabras oscuras o disposiciones ambiguas. La interpretación busca la claridad, haciendo 7

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a1, ad2.

8

Francisco de Vitoria, Comentario al tratado de la ley, q97, a4. El nombre de dispensa, en cuanto a su significación etimológica, significa la distribución de cosas comunes o dinero a muchos, hecha con cierta medida y proporción: y así tanto el administrador como el ecónomo se llamaban “dispensatores”. Metafóricamente el nombre de “dispensatio” se ha llevado a significar la gestión y la administración de un bien, sea material o espiritual. En este último caso, la dispensa es cierta distribución de benignidad que debe haber en el gobernante, cuando a unos los deja sometidos bajo el yugo de la ley, en tanto que a otros los exime de él, por una causa justa y razonable. Pero pasando de la significación etimológica a la significación real, la dispensa es la licencia o facultad de obrar contra la ley, concedida a una persona particular por el gobernante, con una causa justa: la persona singular queda liberada de cumplir la ley con la autorización del gobernante. La dispensa exime a uno de una ley general en un caso en el que estaba obligado por vínculo de la ley, y, para hacerlo, exige una causa justa. Pertenece dispensar en la ley solamente al gobernante que la ha aprobado. 9

Según la fórmula de los juristas romanos, transmitida a lo largo de la Edad Media: “Dispensatio est communis iuris relaxatio”; Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d44, q1, a3, qcla4, ad1. 10

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q96, a6.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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ver que el texto así interpretado o explicado es el que mejor expresa la voluntad del legislador: pone claridad en la formulación de la ley, sin cambiarla. De ahí que el ejercicio de la interpretación sea muchas veces la clave de la jurisprudencia, la cual no se aparta de la ley, sino que la aplica. “La interpretación –dice Santo Tomás– se da en los casos dudosos, en los que no es lícito apartarse de la letra de la ley sin la determinación del gobernante. Pero en los casos evidentes no se precisa la interpretación de la ley, sino su cumplimiento”11. Dicho de otra manera: una buena reconducción práctica rebasa la letra de la ley, justo para cumplir en profundidad la ley misma. Si, a pesar de todo, quisiéramos decir que la reconducción práctica es una interpretación de la ley, Vitoria matizaría que quien se remite a la intención del legislador no ha de hacer en sentido absoluto una interpretación de la ley, sino sólo en sentido relativo, en cuanto a un caso en que se hace patente, por la evidencia del daño, que no era esa la intención del legislador. Creo que cabría aquí determinar esa “interpretación relativa” con el concepto moderno de “comprensión” [Verstehen], distante de la “explicación” [Erklärung]12. La reconducción práctica no es, en sentido absoluto, una interpretación aclaratoria o explicativa; ni quiere conseguir un texto corregido; porque no se dedica a interpretar un texto oscuro o corregir directamente una ley que se muestre palmariamente defectuosa. Pero si el daño es sólo dudoso, debe o bien atenerse a la letra, o bien consultar al legislador. Y sin embargo, es en este punto donde puede asaltar el individualismo o el interés particular que busque una interpretación benigna, olvidando que la esencia misma de la reconducción práctica no consiste en liberarse de la letra de la ley, sino en cumplirla mejor de lo que la letra indica.

11 12

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a1, ad3.

Baste señalar, aunque muy someramente, que para ciertas corrientes modernas que aceptan algunos supuestos de Dilthey –como es el caso de Heidegger, Gadamer, Ricoeur, entre otros–, explicar [Erklären] hace referencia a lo abstracto, a lo universal, a lo repetible; en cambio, comprender [Verstehen] se refiere a lo concreto, a lo particular, a lo irrepetible. La teoría de la “comprensión” es un punto nuclear de la hermenéutica. Cfr. E. Betti, Teoria generale della interpretazione, Giuffrè, Milano, 1955; H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, Gesammelte Werke, Band 1, Mohr, Tübingen, 61990; M. Jung, Hermeneutik zur Einführung, Junius Verlag, Hamburg, 2002; P. Ricoeur, Le conflit des interprétations, Seuil, Paris, 1969; G. H. von Wrigth, Erklären und Verstehen, Philo Verlaggesellschaft, Berlín, 42000; F. M. Wimmer, Beschreiben, Erklären. Zur Problematik geschichtlicher Ereignisse (Simposion 57), Alber, Freiburg-München, 1978.


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3. La reconducción práctica como virtud 1. Se acaba de ver que para conseguir el fin de la ley –el bien común– la reconducción práctica no es una dispensa, ni una descalificación, ni un enjuiciamiento, ni una interpretación. Entonces ¿qué es? Una actitud de la voluntad, una virtud, una actitud firme y constante de realizar la justicia. La reconducción práctica es una reposición del orden de la ley, cuando ésta es deficiente a causa de su universalidad; y va más allá de la mente del legislador –el poder o el querer del legislador–, precisamente para remontarse a los principios superiores del derecho natural, para encontrar ahí la explicación última de la legitimidad de la aplicación de la reconducción práctica. 2. Cuando objetivamente hay colisión de deberes, el súbdito puede trascender la letra de la ley en nombre de las exigencias superiores de la ley natural. Porque, de un lado, la voluntad del legislador no es soberana y se encuentra limitada por los contenidos de la ley natural; y, de otro lado, el súbdito se siente urgido también por la ley natural a no provocar una falta moral, por ejemplo, dejar morir a un enfermo por atender otras obligaciones exigidas por ley. No hay violación de la ley positiva, cuando las exigencias de esta contradicen las de una ley superior; y se obraría mal si se sigue la letra de la ley. La reconducción práctica sería insuficiente si se limitara a expresar negativamente que en tal o cual caso la ley no obliga; pero tiene suficiencia psicológica y moral cuando –siendo incapaz la ley positiva de abarcar completamente una situación concreta–, se eleva positivamente a un derecho superior en nombre del bien común. El supuesto básico de la reconducción práctica es que tanto el legislador como el súbdito están sometidos a las directrices de la ley natural. Si ambos se reconocieran fuera de estas directrices, entonces la reconducción práctica sería o capricho del súbdito o arbitrariedad del legislador. 3. Cuando subjetivamente hay carencia de fuerzas, porque la ley positiva exija más energías de las naturalmente disponibles, el legislador obraría injustamente exigiendo obediencia a la ley, precisamente porque la ley natural –a la que está ligado– le impide exigir de sus sujetos un heroísmo injustificado. En ambos casos, el objetivo y el subjetivo, un súbdito juzga preferible separarse de la letra de la ley, mas no interpretando meramente la benevolencia del legislador, sino observando mejor el espíritu de esta ley, o sea, cumpliendo la verdadera justicia con los principios superiores de la ley natural. Sólo la primacía de la ley natural, que está por encima del legislador y del súbdito, justifica el uso de esa reconducción práctica que abandona la letra de la ley para pasar a un nivel superior.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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La reconducción práctica, como virtud de la justicia, se llama epiqueya, una pieza fundamental de la división de la justicia13: su asiento psicológico no es la inteligencia, sino la voluntad, por ser actividad de la justicia. “Lo bueno es, dejando a un lado la letra de la ley, seguir lo que pide la justicia y el bien común. Y a esto se ordena la epiqueya, que entre nosotros se llama «equidad». Por tanto, es evidente que la epiqueya es virtud”. 4. Como se puede observar, la dispensa, la interpretación y la epiqueya de la ley humana, aunque en sí son actos diversos, tienen un origen similar, a saber: el hecho de que la ley humana puede ser deficiente en casos especiales que le ha sido imposible al legislador comprenderlos, prevenirlos, o precaverse de ellos. Si la ley es deficiente en un caso singular, porque precisamente en ese caso sería inútil o no conveniente al bien común, entonces la ley es materia de dispensa, que es verdadera atenuación y relajación de la ley, eliminando en una parte la obligación, a saber, eliminando la obligación de la persona con la que se hace la dispensa14.

13

Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1. Para una visión histórica de la epiqueya, en su sentido moral, pueden consultarse las siguientes monografías: F. D’Agostino, Epieikeia. Il tema dell’equità nell’antiquità greca, Giuffrè, Milano, 1973; La tradizione dell’epieikeia nel Medioevo latino. Un contributo alla storia dell’idea di equità, Giuffrè, Milano, 1976. L. J. Ryley, The History, Nature and Use of Epikeia in Moral Theology, Dissertatione, Washington, 1948. Hago asimismo mención de los siguientes artículos: F. D’Agostino, “Equità e remissione dei peccati in Martin Lutero”, Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, 1975 (52), pp. 217-244; “Il tema dell’epieikeia nella Sacra Scrittura”, Rivista de teologia morale, 1973 (19), pp. 385-406; E. Elorduy, “La epiqueya en la sociedad cambiante. Teoría de Suárez”, Anuario de Filosofía del Derecho, 1967-68 (13), pp. 229-253; J. Giers, “Die Gerechtigkeitslehre des jungen Suárez”, Edition und Untersuchung seiner römischer Vorlesungen De Iustitia et Iure, Herder, Freiburg i.B., 1958, pp. 186-193; E. Hamel, “Fontes graeci doctrinae de epikeia”, Periodica de re morali, canonica, liturgica, 1964 (53), pp. 169-185; G. Kisch, “Das Epieikeiaproblem bei Aegidius Romanus”, en Erasmus und die Jurisprudenz seiner Zeit, Helbing und Lichtenhahn, Basel, 1960, pp. 407-433; “Die Aequitaslehre des Marsilius von Padua”, en Festschrift für Hermann Rennfahrt, Berlin, 1958, pp. 413-422; M. Müller, “Der heilige Albertus Magnus und die Lehre von der Epikie”, Divus Thomas (Frib.), 1934 (12), pp. 165-182; E. Pérez, “Valor normativo de los principios universales del derecho natural según san Alberto”, Angelicum, 1971 (48), pp. 378447; O. Robleda, “La aequitas en Aristóteles, Cicerón, Santo Tomás y Suárez. Estudio comparativo”, Miscelanea Comillas, 1951 (15), pp. 241-279. Son de gran interés, desde el punto de vista histórico, las páginas dedicadas a la epiqueya por H. G. Gadamer en Wahrheit und Methode. 14

A veces es conveniente que se produzca la dispensa de algunas leyes por causas justas. Existe clara defectibilidad de las leyes humanas en casos singulares, puesto que las leyes se preocupan de lo que es conveniente en la mayor parte de los casos. Ahora bien, esta conveniencia podría


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Si la ley es deficiente por su sentido oscuro e incierto, es materia de interpretación, que ni en su totalidad ni en parte quebranta la ley o relaja su obligación, sino que sólo explica su verdadero sentido, el pretendido por el legislador15. Si la ley es deficiente a causa de evidente injusticia o desorden, entonces la ley es materia de epiqueya, que es una corrección de la ley, para que ésta no se torne injusta si obliga en general16. Como puede verse, la interpretación de la ley pertenece esencial y directamente al propio legislador; en cambio, la epiqueya pertenece al legislador y al súbdito17. Porque en rigor la epiqueya no es una interpretación de la ley, la cual faltar en muy pocos casos, o en un caso singular o en una persona concreta; en esas circunstancias el legislador dispensa otorgando la licencia de no observar el precepto de la ley porque falla la razón que motiva la ley. Las causas justas de la dispensa se solían reducir a cuatro: la mutación o cambio de los tiempos, la necesidad, la utilidad común y la condición de una persona. A su vez, la dispensa se desintegra por las mismas vías que la originan. Y como la ley humana nace de la sola voluntad y potestad del gobernante –superior que vela por el bien común–, solamente puede desintegrarse y perder su vigencia mediante su voluntad y potestad, cosa que se produce con la dispensa. Ahora bien, si la dispensa se hace sin una causa razonable es ilícita tanto por parte de quien la otorga (porque abusa de la potestad dispensadora, que le ha sido dada para edificar, no para destruir), como por parte de quien la pide (porque al pedir la dispensa sin causa, induce al legislador a excederse). Cfr. Francisco de Vitoria, De potestate Papae et Concilii, prop. 14 y 15. 15

La interpretación de la ley pertenece esencial y directamente al propio legislador. Pues la interpretación es la explicación del verdadero y legítimo sentido de la ley cuando ésta contiene alguna duda u oscuridad. Pero nadie puede explicar más convenientemente el sentido legítimo de la ley que el propio gobernante o legislador. A su vez, la interpretación del gobernante y del legislador supremo, cuando aclara la ley en un caso concreto y explica su sentido, tiene fuerza de ley universal que se extiende a todos los demás casos semejantes. La ley es en sí misma una sentencia muerta y no puede explicarse a sí misma; en cambio, el gobernante o legislador es ley viva, dado que habla y explica su mente propia. 16

“Sed est dubium de qua lege intelligitur quod liceat uti epicheia; an liceat contra legem naturalem, vel solum contra positivam. Respondetur quod contra omnem legem licet uti illa. Sed tamen de naturali et divina intelligatis quod est lex aliqua ita necessaria, quod in nullo casu potest deficere, et in illis non possumus uti epicheia; sed in illis quae possunt deficere, bene licet uti epicheia”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4. 17

“Dubitatur secundo, an interpretare legem sit epicheia quando est dubium quomodo intelligatur lex. Respondetur quod non. Est manifestissima differentia, nam interpretatio legis est an lex teneat in isto casu cum dubio. Sed ad epicheiam requiritur quod nullo modo sit sub dubio, sed quod sit notum, quia opus est mera exequutione. Unde sequitur corollarium: quod virtus epicheia pertinet ad subditos, et non solum ad principes […]. Tamen quod epicheia pertineat ad subditum sine superiore, intelligitur cum duabus limitationibus. Primo, quando res est aperta. Secundo, quando est periculum in mora, quia alias esset contemptus; denique tunc peninet ad subditum


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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sólo tiene lugar en casos dudosos, y sólo el legislador tiene potestad de garantizar la interpretación cuando la duda es sobre la ley misma o sobre su capacidad de obligar. Por lo tanto, la interpretación pertenece a la inteligencia, a su consejo juicioso y deliberativo, acerca de lo que se deberá hacer según las reglas comunes. En cambio, el acto de la epiqueya tiene lugar en los casos manifiestos, donde no hay necesidad de interpretación, sino de excusa o justificación, y pertenece a la voluntad, en la que reside toda la virtud de la justicia, cuya parte subjetiva es la epiqueya18. Ésta exige a su vez una regulación que venga de la inteligencia, de un acto de discernimiento (gnome, lo veremos más adelante) que se produce según unas reglas superiores, cuando faltan las reglas comunes. Luego la epiqueya es completamente distinta de la interpretación del gobernante o del legislador; además es distinta de la dispensa, que corresponde al gobernante solo. Recapitulemos. Primero, los actos humanos, sobre los que recaen las leyes, son singulares y contingentes, pudiendo ofrecer ilimitadas formas, no siendo quando est in extrema necessitate. Tertio, quando est evidens quod nocet; nam si est aliquale dubium, non exspectat ad illud, sed sufficit quod sit notum secundum evidentiam moralem, sed non conjecturam. Sed quomodo oportet esse manifestum, an quomodocumque noceat lex? Respondetur quod non. Dato sit notum quod noceat, si non sit notum quod notabiliter noceat, non oportet uti epicheia”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4. 18

“Sed dubilatur an sit virtus quae semper obliget, ita quod omissio illius esset peccatum mortale. Respondetur quod sic semper obligat, et hoc est quod sonat dicere, quod est pars subjectiva justitiae, et non integralis, sicut sunt aliae virtutes”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4. Los clásicos distinguían tres tipos de partes: las integrales, las subjetivas y las potenciales. He aquí un texto del Aquinate sobre el particular: “Las integrales son como las partes de una casa: la pared, el techo, el cimiento; subjetivas, como la vaca y el león en el género animal; potenciales, como la virtud nutritiva y la sensitiva en el alma. Así, pues, son tres los modos de poder asignar partes a una virtud. El primero, por semejanza con las partes integrales. En este caso se dice que son partes de una virtud determinada aquellos elementos que necesariamente deben concurrir para el acto perfecto de la misma […]. Las partes subjetivas de una virtud las llamamos especies de la misma […]. Se consideran asimismo partes potenciales de una virtud las virtudes anexas ordenadas a otros actos o materias secundarias porque no poseen la potencialidad total de la virtud principal: en este sentido se consideran partes de la prudencia el consejo recto [eubulia]; la sensatez (synesis), para juzgar lo que sucede ordinariamente; y el discernimiento [gnome], para juzgar aquellas circunstancias en las que es conveniente, a veces, apartarse de las leyes comunes. La prudencia, por su parte, se ocupa del acto principal, que es el precepto o imperio”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q48, a1. Muy pocos autores del Siglo de Oro afirmaron que la epiqueya es sólo parte potencial, o anexa, de la justicia y, por tanto, no sujeta a ésta, de modo que la epiqueya no sería una especie de justicia. Aristóteles (Ethica, V, c10) había dicho claramente que la epiqueya es una parte de la justicia legal; por tanto también Vitoria indica que la justicia legal, considerada en general, se divide primeramente en epiqueya y en justicia legal estricta, como partes subjetivas suyas.


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posible establecer una ley que no falle en un caso concreto. Segundo, en consecuencia, los legisladores han de dar leyes según lo que sucede en la mayoría de los casos [ut in pluribus], porque observar punto por punto la ley en todos los casos va contra la justicia y contra el bien común intentado por la ley. He aquí un ejemplo, aducido también por Vitoria, que compendia ambos puntos: La ley ordena que se devuelvan los depósitos, porque esto es normalmente lo justo; pero puede a veces ser nocivo: pensemos en un loco que depositó su espada y la reclama en su estado de demencia, o si uno exige lo que depositó para atacar a la patria. Por tanto, en éstas y similares circunstancias sería pernicioso cumplir la ley. Pero toda esta doctrina de la epiqueya, transmitida a lo largo de la Edad Media hasta la Escuela de Salamanca, tiene su origen en Aristóteles. Conviene recordarlo brevemente.

4. La epiqueya en Aristóteles El objeto de la epiqueya, dice Aristóteles, es lo equitativo, algo justo [δίκαιον], “aunque no según la ley [νόμον], sino como rectificación de lo justo legal [ἐπανόρθωμα ομίνο δικαίο]”19. Aunque lo equitativo no es lo justo legal, sin embargo, “es directivo de lo justo legal que se contiene bajo lo justo natural, del cual se origina lo justo legal”20. El Estagirita reconoce claramente el hiato que puede existir entre la “universalidad” de toda ley y la “corrección” o ajuste del juicio que la aplica. En efecto, “la ley, cualquiera que sea, habla universalmente [νόμος καθόλου], mas de las cosas particulares no se puede hablar correctamente [ὀρθῶς] de un modo universal. Así, pues, donde por necesidad se ha de hablar de modo universal, no pudiéndolo decir así correctamente, la ley considera lo que acaece más ordinariamente, aunque no ignore ese desajuste [ἀμαρτανόν]”21. Como se puede apreciar, Aristóteles exige que lo justo legal tenga siempre dirección o regulación. Esta necesidad comprende varios planos. Primero, acontece que, de un lado, la ley se da universalmente y, de otro lado, los casos particulares son infinitos. Segundo, ni el intelecto humano puede abarcar todos los casos, ni la ley puede aplicarse a cada caso en particular. Tercero, por eso es preciso que la ley se dicte en universal, por ejemplo, que todo el que cometa un homicidio sufra pena de cadena perpetua. Cuarto, el intelecto humano puede 19

Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 15-18..

20

Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n774.

21

Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 18-20.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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decir algo verdadero sobre algunos casos en universal, como sucede con lo necesario en lo cual no puede ocurrir defecto, pero de otros no es posible decir algo verdadero en universal, como sucede con lo contingente, en lo cual aunque algo sea verdadero en la mayoría de los casos, en unos pocos no obstante falla: tales son los hechos humanos sobre los cuales se dan las leyes. Quinto, en estos hechos es también necesario que el legislador hable universalmente, aunque sepa que es imposible abarcar los casos particulares. Sexto, tampoco es posible que lo que dice la ley se refiera a todos los casos rectamente, porque en unos pocos falla, y por eso “el legislador toma lo que ocurre en la mayoría de los casos, sin ignorar que en ciertos casos sucede que hay un fallo”22. Pero lo que no puede ocurrir es que esa ley misma deje de ser recta. ¿Cómo lo es? Aristóteles indica que “la falta no está en la ley ni el legislador [νομοθέτῃ], sino en la naturaleza de las obras humanas [φύσει τοῦ πράγματός]. Porque claramente es de esta manera la materia de las obras humanas [πρακτῶν ὕλη]”23. También Santo Tomás muestra que dicho defecto no quita la rectitud de la ley o de lo justo legal. Pues “aunque en algunos casos haya un defecto proveniente de la observancia de la ley, sin embargo la ley es recta. En realidad ese defecto no proviene de la ley que fue razonablemente dada, ni proviene del legislador que habló según la condición de la materia, sino es un defecto oriundo de la naturaleza de las cosas. Pues es tal la materia de las acciones humanas, que no se da universalmente del mismo modo, sino que en algunos pocos casos se diversifica; como devolver un depósito es justo en sí y en la mayoría de los casos es un bien, no obstante, en algún caso puede ser un mal; como devolver su espada a un loco furioso”24. Aristóteles exigía que cuando la ley habla de modo universal, siendo así que en las obras no se expresa lo universal, entonces, para que exista corrección [ὀρθῶς], ha de enmendarse aquella parte en que el legislador abrió un hiato hablando de modo universal, porque si en un caso concreto “el legislador hubiera estado presente lo habría dicho de aquella misma manera, y si lo hubiera sabido lo habría establecido de aquella manera”25. Queda, pues, claro que ese hiato entre lo universal y lo particular, que es un defecto consustancial o natural a lo humano, no debe quitar la rectitud de la ley o de lo justo legal. La inevitable rectificación del fallo provocado por ese hiato le lleva al Estagirita a decir que lo equitativo, objeto de la epiqueya, “es justo, y mejor que algún tipo de justicia, pero no mejor que la absoluta [ἀπλῶς], sino mejor que aquel defecto producido al hablar de modo universal. Así pues, la naturaleza de 22

Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n776.

23

Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, c10, 1137 b 22-24.

24

Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, libro V, cap. 10, lect. XVI, n. 776.

25

Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, 10, 1137 b 22-24.


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lo equitativo [objeto de la epiqueya] consiste en ser rectificación de la ley en cuanto al fallo producido por hablar de modo universal. Y esto es la causa de que no todo se pueda regular por ley, pues no es posible establecer una ley sobre ciertas cosas, y así hay necesidad de sentencias particulares. Porque la cosa indeterminada tiene también regla indeterminada [ἀορίστου ἀόριστος]”26. Comenta a este propósito Santo Tomás que el objeto de la epiqueya es lo justo equitativo, que “siendo mejor que cierta clase de lo justo, no es mejor que lo justo natural, que debe ser observado en absoluto o universalmente, sino mejor que lo justo legal, al que cabe fallar por aquello que se propone en absoluto o en universal. De lo cual se desprende que la naturaleza de lo equitativo es ser regulador de la ley allí donde ésta falla por algún caso particular. Pues que la ley falle en casos particulares es la causa de que no todo pueda ser determinado por la ley, ya que es imposible que la ley contemple los casos que raramente suceden, pues no puede el hombre preverlos a todos. Por eso una vez dada la ley es necesaria la sentencia judicial por la cual lo dicho por la ley en universal sea aplicado a un asunto particular. Como la materia de las acciones humanas es indeterminada, por eso corresponde que la regla de esas acciones, o sea, la ley, sea indeterminada, como no estimándose siempre del mismo modo”27. En conclusión, para la tradición aristotélica que llega a la Escuela de Salamanca, lo equitativo es algo justo y mejor aun que lo justo legal. Dicho de otro modo, la epiqueya pertenece a la justicia legal, pero en cierto modo está contenida en ella y en cierto modo la supera28. Porque si se entiende por justicia 26

Aristóteles, Ethica Nicomachea, V, 10, 1137 b 25-29.

27

Tomás de Aquino, In Ethicam, V, c10, lect16, n778. Entre los trabajos más específicamente dedicados a Santo Tomás sobre la epiqueya, pueden consultarse: J. Arntz, “Lo sviluppo del pensiero giusnaturalistico all’interno del tomismo”, en AA.VV., Dibattito sul diritto naturale, Brescia, 1970, pp. 115-147; A. Creve, “De epikeia volgens S. Thomas en Suárez”, Miscellanea Janssen, I, Louvain, 1949, pp. 255 ss.; F. E. Crowe, “Universal Norms and te concrete operabile in St. Thomas Aquinas”, Sciences Ecclésiastiques, 1955 (7), pp. 283-284; A. Di Marino, “L’epikeia christiana”, Divus Thomas, 1952 (29), pp. 396-424; R. Egenter, “Über die Bedeutung der Epikie im sittlichen Leben”, Philosophisches Jahrbuch, 1940 (53), pp. 115-127; J. Giers, “Epikie und Sittlichkeit. Gestalt und Gestaltwander einer Tugend”, Der Mensch unter Gottes Anruf und Ordnung (ed. Hauser/Scholz), Düsseldorf, 1958, pp. 51-67; E. Hamel, “La vertu d’épikie”, Sciences Ecclésiastiques, 1961 (13), pp. 35-55; “L’usage de l’épikie”, Studia Moralia dell’Accademia Alfonsiana, 1965 (3), pp. 49-60; P. E. Hugon, “De epikeia et aequitate”, Angelicum, 1928 (5), pp. 359-367; W. Schöllgen, “Die Lehrpunkte von der Epikie und vom kleineren Übel auf dem Hintergrund der Klugheit als einer Sittlichen Tugend”, Anima, 1960 (15), pp. 42-51. 28

“Sed dubitatur ad quam justitiam exspectat. Respondetur quod ad justitiam legalem. Sed an idem sit quod justitia legalis? De hoc notate quod sanctus Thomas diversimode loquitur, quia in III q96 videtur dicere quod idem sit justitia legalis et epicheia; hic vero melius respondet cum distinctione. Justitia legalis potest accipi dupliciter: uno modo, pro illo quod est expressum in lege; alio modo accipitur latius ad illa quae ratio naturalis dictat. Et tunc in solutione ad primum


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legal la que se ajusta a la ley tanto a su letra como a la intención del legislador, que es lo principal, entonces la epiqueya es la parte principal de la justicia legal. Pero si se toma la justicia legal sólo en cuanto se ajusta a la letra de la ley, entonces la epiqueya no es parte de esa justicia legal, sino de la justicia común, y se distingue de la legal porque la supera. Ésta es la doctrina básica sobre la que se levantan las observaciones puntuales, pero iluminadoras, que hace Vitoria.

5. La justicia referida a fines próximos y a fines últimos Se acaba de recordar que Aristóteles, en Ethica (V, c10), enumera dos partes distintas de la justicia particular que trata de administrar justicia a las personas privadas: son la justicia legal y la epiqueya, cuya diferencia la explica Vitoria diciendo: la justicia legal es la que se acomoda a las leyes según las palabras de las propias leyes; en cambio, la epiqueya se acomoda a las leyes según la mente e intención del legislador, más allá de las palabras, cuando el seguirlas al pie de la letra diera lugar a una cosa injusta o nociva. Reconoce Vitoria que “epiqueya” es nombre griego y en latín significa lo mismo que “aequitas” (equidad); etimológicamente significa “supra iustitiam” ponit sanctus Thomas duas conclusiones. Prima est: si accipiatur primo modo epicheia, distinguitur a justitia legali. Secunda conclusio: si accipiatur secundo modo, tunc epicheia est quaedam species justitiae. Si tamen exacte vultis loqui, dicatis quod distinguitur a justitia legali, nam justitia legalis proprie capiendo, accipitur pro verbis scriptis in lege, et sic melius est dicere quod sit specialis virtus justitiae generaliter accipiendo”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n4. El concepto de “justicia legal” surge del mismo sentido de la “justicia” como virtud que ordena al hombre al bien común. Pues la ordenación que hace la justicia puede ser de dos maneras: “Primera, a otro considerado individualmente; segunda, a otro en común, es decir, en cuanto que el que sirve a una comunidad sirve a todos los hombres que en ella se contienen. A ambos modos puede referirse la justicia, según su propia naturaleza. Sin embargo, es evidente que todos los que integran alguna comunidad se relacionan con ella del mismo modo que las partes con el todo; y como la parte, en cuanto tal, es del todo, de ahí se sigue también que cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo. Según esto, pues, el bien de cada virtud, ora ordene al hombre hacia sí mismo, ora lo ordene hacia otras personas singulares, es susceptible de ser referido al bien común, al que ordena la justicia. Y así el acto de cualquier virtud puede pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. Y en este sentido se llama esta virtud justicia general. Y puesto que a la ley pertenece ordenar al bien común, de ahí que tal justicia, denominada general en el sentido expresado, se llame justicia legal, es decir, porque por medio de ella el hombre concuerda con la ley que ordena los actos de todas las virtudes al bien”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q58, a5.


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(sobre la justicia), por la preposición griega epi [supra] y eikaion [iustum]. Como si el acto de la epiqueya consistiera en no observar la ley en un caso particular que se aparta de las reglas comunes de las que trata la ley general; y, por consiguiente, la epiqueya es una virtud perteneciente a la justicia y una parte de ella –como antes se explicó–, no potencial, ni integral, sino subjetiva. Para explicar esta tesis, Báñez hace observar –siguiendo las huellas de Vitoria– que la ley, por la que recibe su nombre la justicia legal, tiene un doble fin: uno intrínseco e inmediato que el legislador contempla inmediatamente; otro extrínseco y mediato, pero más importante, que es el contemplado principalmente. El ejemplo que pone es recurrente en casi todos los maestros –y antes aludido–: la ley de no abrir las puertas de la ciudad en tiempo de guerra para que los enemigos no la ocupen. Báñez indica que el fin inmediato e intrínseco de esta ley es aquel que las palabras manifiestan: que los enemigos no invadan la ciudad. En cambio, el fin remoto, pero más principal, es la salvaguarda y firme estabilidad de la república29. Por tanto, de acuerdo con el planteamiento de Vitoria, Báñez toma la justicia legal como género que se divide en dos especies: la epiqueya y la justicia legal estricta. Esta justicia legal estricta contempla sólo el fin próximo de la ley; en cambio, la epiqueya contempla como objeto propio el fin remoto, que es el intentado principalmente por el legislador. De esto se sigue que la justicia legal presta atención a las palabras legales según han sido escritas; la epiqueya, en cambio, más allá de las palabras de la ley, sigue a veces la ley según la exigencia de la idea de justicia y de la utilidad común. De modo que el nombre de justicia legal se acomodaría mejor a la justicia que contempla las palabras de la ley; y el nombre de epiqueya, al fin último. Por tanto, el derecho –que es el arte de lo bueno y justo– al que se remite la epiqueya no es el derecho escrito, sino el natural: si la epiqueya obra en contra de las palabras del derecho escrito es para conservar sano su sentido, manteniendo intacto el derecho natural. Esa reconducción práctica que se llama epiqueya encierra dos tipos de principios: unos de dirección, otros de realización.

29

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.


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6. El principio directivo de la epiqueya: el discernimiento a) La sensatez en la justicia legal estricta El principio directivo de la justicia legal estricta es la sensatez, llamada por Aristóteles synesis: es el buen juicio, pero no en el orden especulativo, sino en el práctico30, o sea, en el plano de las acciones. Pero una cosa es el buen consejo y otra el juicio sensato, ya que hay muchos que aconsejan bien y no son sensatos, es decir, no juzgan con acierto31. Lo mismo sucede en el orden especulativo: algunos son aptos para investigar, porque su intelecto es hábil para discurrir de unas cosas a otras, pero a veces esos mismos no saben juzgar bien por defecto de su intelecto32. La sensatez o buen juicio consiste en que el intelecto comprenda una cosa como es en sí misma. Esto se produce por la recta disposición de la facultad aprehensiva, de la misma manera que un espejo en buenas condiciones reproduce las formas de los cuerpos como son, mientras que, si está en malas condiciones, los reproduce deformados. Pues bien, la buena disposición del intelecto para captar las cosas como son proviene radicalmente de la naturaleza, pero en cuanto a su perfección depende del ejercicio. “Esto puede acontecer de dos maneras –explica Santo Tomás–. Primera, directamente o por parte del 30

“In tertio articulo videtur dubium, scilicet quod synesis non distinguatur a judicio de agendis. Quia capiamus rationem Aristotelis, nam ubi est aliqua difficultas vel mora, ibi oportet novam virtutem habere. Videtur quod non sit aliqua difficultas ad bene judicandum et bene consulendum; et sic videtur quod si quis assentiat majori et minori, necessario assentiet conclusioni. Respondetur quod revera ita est sicut Aristoteles dicit, et ita differunt sicut homo ingeniosus et homo qui est judicaturus; nam multi sunt ingeniosi, et tamen non sunt docti, qui sciunt omnes opiniones et rationes omnium doctorum, et postea tenent pejorem partem; et hujusmodi ego habui Parisius praeceptorem, et sic non sciunt judicare. Et propterea requiritur alia virtus, synesis, quae est ad bene judicandum. In primo argumento Doctor probat quod synesis non sit virtus, quia aliquando inest nobis a natura. Respondet quod inest nobis virtus a natura initiative, et oportet quod perficiatur arte et docilitate. Unde dicit quod dupliciter aliquis est dispositus ad bene judicandum: uno modo, quia habet initium a natura initiative; alio modo, ex parte appetitus quia est bene dispositus circa appetitum. Aristoteles in 6 Ethicorum dicit quod judicium de fine exspectat ad virtutes morales (Ethica, VI, c13, n7, Didot, Z, 76). Et ita videtur dicere sanctus Thomas hic; sed declarat qualiter est”; Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda secundae de Santo Tomás, V. Beltrán de Heredia (ed.), De prudentia, q51, a2, n4. 31

Dice el refrán español: Consejos vendo y para mí no tengo. “Gnomie est virtus ad judicandum. Sed differunt gnomia et synesis, quia ad synesim oportet judicare per communes regulas; gnomin aportet judicare praeter regulas communes, sed tamen de eadem re”; Francisco de Vitoria, De prudentia, q51, a2, n1. 32

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a3.


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mismo intelecto; por ejemplo, que no está imbuido por concepciones depravadas, sino verdaderas y rectas. Esto atañe a la sensatez en cuanto virtud especial. Segunda: indirectamente, por la buena disposición de la voluntad, de la cual se sigue el juicio recto sobre los bienes deseables. De esta manera, los hábitos de las virtudes morales influyen sobre un juicio recto virtuoso en torno a los fines, mientras que la sensatez se ocupa más de los medios”33.

b) El discernimiento en la epiqueya El principio directivo de la epiqueya es el discernimiento, llamado gnome por Aristóteles. Es la virtud de los casos excepcionales –de la situaciones insólitas– que escapan a los principios comunes y remiten a los principios superiores del derecho natural34: enseña cómo recurrir con acierto a las normas superiores del derecho natural que escapan a toda codificación, y permite evitar equivocaciones en el uso de la reconducción práctica. Ella es la que sirve de guía en la aplicación de esta reconducción, preservándola de todo abuso y permitiendo al mismo tiempo asegurar todas las ventajas. “A veces –dice Santo Tomás– se presenta la necesidad de hacer alguna cosa al margen de las reglas comunes de acción, como, por ejemplo, denegar el depósito al traidor a la patria, o cosas semejantes. De ahí que es necesario juzgar esas cosas en función de unos principios superiores a las reglas comunes por las que juzga la sensatez. Pues bien, hay una virtud superior que juzga según esos principios superiores. Es la virtud llamada discernimiento, que entraña cierta perspicacia de juicio”35.

33

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a3, ad1.

34

“Respondetur quod gnomin est virtus. Et ad argumentum primum, dico quod licet virtus sit ex frequentatione actuum, non tamen debet esse frequentia similis in omni materia, nam non exerceri potest talis actus, ut patet de magnificentia; non enim semper potest exerceri nisi prout expedit, quia ut dicit Aristoteles, non expedit quod talis semper sit magnificus, quia alias esset prodigus; modo totum consumeret, et postea nihil haberet ad consumendum. Sed ad hoc quod sit virtus, dico quod sufficit quod exerceatur quando debet et prout debet el uti debet. Sic est de gnomin. Ad secundum, quia ista virtus non reperitur in multis, respondetur dupliciter. Dico quod ista virtus reperitur in bonis, quia omnis bonus est prudens, omnes scient consultare in causis particularibus. Bene quidem, sed scient, quia abiit doctos, et faciet prout sapiens determinavit. Et sic ista virtus reperitur in bonis, vel sat est quod ubicumque sunt aliae virtutes, est etiam haec virtus. Vel secundo dico, quod quando doctores dicunt quod virtutes sunt connexae, non opus est quod habeat omnes, sed intelligitur quod sunt virtutes connexae circa res quas versatur vita ejus et actus ejus humanus”; Francisco de Vitoria, De prudentia, q51, a2, n6. 35

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4.


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Si bien la sensatez [synesis] juzga de todo cuanto sucede conforme a las reglas comunes, lo cierto es que “hay cosas que se deben juzgar fuera de esas reglas comunes”36. Lo que ocurre es que únicamente el ser divino podría juzgar con solvencia todo lo que puede acontecer fuera del curso normal de la naturaleza; y sólo los hombres con más lucidez pueden juzgar con su intelecto muchas de esas cosas. Ésta es la función de la virtud llamada discernimiento, “que entraña cierta perspicacia de juicio”37. La sensatez y el discernimiento son partes de la prudencia distintas debido a los diversos principios sobre los que juzgan; pues la primera juzga según las reglas comunes, en cambio el discernimiento juzga sobre lo que se ha de hacer, según la razón natural, en aquellas cosas en las que falla la ley común. De aquí se sigue que la reconducción práctica no se ejerce a favor del interés personal o de la libertad individual y en contra la letra de la ley; y sólo se aplica cuando, en el fondo, hay un conflicto entre la ley positiva y la ley natural: básicamente porque la ley impone una norma insuficiente –lo cual podría incluso obligar a trascender la letra de la ley–. En este caso, la reconducción práctica, en vez de liberar de las leyes escritas e imponer el interés personal puede establecer otros deberes más acordes con la justicia natural. Es claro, por tanto, que aquí se cumple el principio gnoseológico y ontológico de que el acto regulado se distingue del acto regulante: el acto de la epiqueya es regulado por un juicio prudencial (el discernimiento) con el que el prudente juzga que la ley falla en este caso concreto, a la vez que juzga que el legislador no ha querido obligar en dicho caso: efectivamente, partiendo de este juicio, la voluntad del súbdito es movida a obrar contra las palabras de la ley. Luego, dado que ese juicio es producido por la virtud intelectual llamada discernimiento [gnome], la consecuencia es que se trata de un acto distinto del acto volitivo de la epiqueya.

7. El principio de realización en la epiqueya: la justicia 1. Los principios de realización de la epiqueya están en la justicia. O sea, la epiqueya es parte de la justicia. Pero parte subjetiva, no integral ni potencial. Como antes se ha dicho, partes subjetivas –también llamadas especies de una totalidad– son aquéllas de las que se predica esencialmente el todo, como “animal” se dice del caballo y del buey. “Así pues, la epiqueya es parte subjetiva de la justicia entendida en sentido general; es como una cierta especie de justicia, 36

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4, ad1.

37

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q51, a4, ad3.


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según dice el Filósofo en Ethica (V). Y de esta justicia se dice que es parte con más propiedad que de la justicia legal, pues la justicia legal está sometida a la epiqueya. Por tanto, la epiqueya es como una norma superior de los actos humanos”38. Como se puede comprender, la epiqueya misma no es el discernimiento [gnome]. La epiqueya pertenece a la voluntad, como parte de la justicia que reside en la voluntad; en cambio, el discernimiento pertenece al intelecto, como una parte de la prudencia que reside en la inteligencia práctica. Por lo que no era infrecuente en el Siglo de Oro llamar causalmente epiqueya al discernimiento o incluso a la prudencia directiva, pues de manera connotativa, y como presupuesto, el juicio directivo del discernimiento –que juzga lo que deberá hacerse al margen de las reglas comunes– acompaña siempre a la epiqueya. Aunque formalmente la epiqueya es la justicia que en la ejecución se acomoda o ajusta a la ley según la intención contra las palabras de la propia ley. Dado que tanto el discernimiento (en sentido causal) como la epiqueya (en sentido formal) van al margen de las reglas comunes, y ambos son una corrección y enmienda de la ley, solían designarse con el nombre de equidad, precisamente porque en ambas se salva la equidad o justicia, que modera el rigor y la severidad de las palabras de la ley: pero el juicio de discernimiento [gnome] es el dirigente y regulante; el acto de epiqueya es el ejecutante. Y como la principal función de la virtud es realizar, de modo constante y firme, el fin de la ley natural, la reconducción práctica que cumple todos los requisitos indicados ha de llamarse virtud. Es, en este caso, la virtud que Aristóteles llamó “epiqueya”. Esa reconducción práctica que es la epiqueya permite que el sujeto, al esquivar la letra de la ley, no debilite la ley misma, sino que la eleve. En la medida en que propiamente la epiqueya pertenece a la justicia legal, en cierto modo está contenida en ella y en cierto modo la supera, como antes ha quedado dicho. “Porque si se entiende por justicia legal la que se ajusta a la ley tanto a su letra como a la intención del legislador, que es lo principal, entonces la epiqueya es la parte principal de la justicia legal. Pero si se toma la justicia legal sólo en cuanto se ajusta a la letra de la ley, entonces la epiqueya no es parte de la justicia legal, sino de la justicia común, y se distingue de la legal porque la supera”39. 2. Báñez, por su parte, subraya que como se distinguen formalmente el objeto de la justicia legal estricta y el objeto de la epiqueya, resulta que esas 38

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a2.

39

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q120, a2, ad1.


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virtudes son distintas específicamente. Es más, el objeto de la epiqueya es “razón y medida” del objeto de la justicia legal designada de modo particular. Por eso, en la repetida “ley de no abrir las puertas de la ciudad en tiempo de guerra” es manifiesto que la salvación de la ciudad y la tranquilidad y estabilidad de la república es regla y medida con la que se debe evaluar si en ese momento los enemigos deben ser repelidos, o deben ser introducidos en la ciudad en el caso en que se espere la victoria con su entrada en la ciudad40. * * * En resumen, de lo dicho por Vitoria se destacan siete puntos, también presentes en la Escuela de Salamanca recogidos por Araújo41. Primero, que de la epiqueya se predica la noción de justicia esencialmente, al igual que de lo inferior se predica la superior; y, dado que no observa propiamente las palabras de la ley, sino la mente e intención del legislador de acuerdo con el bien común, por este motivo podría llamarse justicia legal de manera eminente. Segundo, la epiqueya por su eminencia dirige y modera la justicia puramente legal, la cual contempla sólo las palabras de la ley; y se acomoda a esta justicia legal de manera más abarcadora o comprensiva. Tercero, como la epiqueya es superior a la justicia legal, puede decirse que la justicia es legal analógicamente, predicándose tanto de la epiqueya como de la justicia legal, aunque el término “legal” se le aplique con preferencia a ésta y no a aquélla. Por otra parte, la justicia como término genérico comprende a todas sus partes subjetivas. Cuarto, esta superioridad de la epiqueya se entiende a partir de la doctrina aristotélica de que las virtudes se distinguen por los distintos principios que las originan y las dirigen; de la misma manera que en el campo especulativo se distinguen las virtudes de la sabiduría y de la ciencia –y la primera es más sublime que la segunda, puesto que juzga según unos principios más altos–, también, en el ámbito práctico el discernimiento [gnome] juzga sobre lo que se debe hacer según unos principios más altos que las reglas comunes según las cuales emite su juicio la sensatez [synesis]. El discernimiento y la sensatez, actividades intelectuales directivas, se distinguen específicamente, y aquél es más elevado que ésta, o está por encima de ella. De modo que cuando la epiqueya opera en contra de las palabras de la ley, o fuera de ellas, lo hace de acuerdo con unos principios más elevados (discernimiento) que las reglas 40

41

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7. Francisco de Araújo, De legibus, I-II, q97, sec7.


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comunes (sensatez) según las cuales opera la justicia legal. De ahí que, en cuanto hábito, la epiqueya es más perfecta que la justicia legal. Quinto, la justicia legal es corregida y enmendada por la epiqueya, a la vez que es regulada y dirigida por ella, pues le prohíbe acomodarse a la ley general según las palabras de la ley en un caso singular en el que falla la regla común a la que atiende la ley general. Por eso decía Aristóteles que la epiqueya está por encima de lo justo legal, o por encima de lo justo pura y simplemente dicho. Eso lo dice porque la perfección de la virtud se toma del motivo, pero no del motivo intrínseco subjetivo del operante, sino del motivo intrínseco objetivo de la obra y del fin realizable; ahora bien, el aunque los motivos del operante sean múltiples, el motivo intrínseco objetivo y el fin realizable [qui] de la epiqueya es solamente uno y más elevado que el motivo de la justicia legal. En efecto, el motivo de la justicia legal es acomodarse a las leyes según las reglas comunes y según las palabras de las leyes. En cambio, el motivo de la epiqueya es acomodarse o ajustarse a las leyes según la mente del legislador, cuando al ajustarse a las solas palabras hay una oposición al bien común o al bien privado de otro; sin duda este motivo es abiertamente más sublime. Luego también la virtud que lo considera debe ser más sublime que la justicia legal; aunque la justicia legal, comparada con las otras partes de la justicia particular, se la califique como la más excelente de todas. Sexto, la materia de la virtud de la epiqueya está en el foco de atención de cualquier persona (súbdito o gobernante) que tenga el discernimiento suficiente, esto es, el juicio prudente sobre lo que debe hacerse según las reglas superiores, en caso de que fallen las reglas comunes a las que considera la ley general. Es patente que la materia de la virtud de la epiqueya se encuentra en los casos singulares en los que, si se observaran las palabras de la ley, se violaría la ley natural y se perjudicaría el derecho común, o, incluso, el derecho de una persona privada. El legislador, al no poder abarcar y examinar todos o cada uno de los casos, establece las leyes de acuerdo con los acontecimientos que ocurren la mayor parte de las veces [ut in pluribus], ofreciendo y presentando su intención de servir al bien común. Por lo tanto, si surge un caso en el que la observancia de la ley es dañina para el bien común, no se deberá respetar. No es infeliz el ejemplo recurrente de la “ley que establece que permanezcan cerradas las puertas en una ciudad cercada”; este ejemplo explica suficientemente que si se presenta el caso en el que algunos ciudadanos –con los que la ciudad se conservaría sana y salva– están fuera de la ciudad, y llaman para que se les abran las puertas, se les han de abrir éstas en contra de las palabras de la ley, con el fin de que se conserve la utilidad común que pretendió el legislador.


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Es obvio que el peligro por el que el súbdito puede apartarse de la letra de la ley, conducido por su propio juicio sin recurrir al superior, debe ser un peligro evidente y súbito, a la vez que nocivo para una comunidad o una persona: lo que en la mayoría de los casos es un precepto orientado al beneficio de la comunidad, no es conveniente en relación un caso concreto o a una persona concreta, puesto que con él se impediría una cosa mejor o se introduciría algún mal. Ahora bien, sólo cuando amenaza un peligro evidente y súbito sería aplicable la epiqueya. Séptimo, la materia de la epiqueya, que no sólo se opone al bien común, sino también al bien de una persona privada–, esa oposición sebe ser evidente – como se ha dicho–, pero también sería suficiente una oposición probable, que sea moralmente evidente. La suficiente materia de la epiqueya es, pues, una oposición evidente al bien común, o al bien de una persona privada, y además, es materia suficiente de la epiqueya la oposición probable. Así, en los ejemplos ya nombrados, si se devuelve el depósito el daño es probable; si se entrega al violento la espada depositada para matar a un inocente o para destruir la patria, el daño es evidente. En resumen, la materia de la epiqueya se opone de manera evidente o probable al bien común o al bien de una persona privada. Pero cada súbdito está obligado según su capacidad a evitar el daño de la comunidad o del prójimo y a conservar ileso el derecho de ambos, y a no cooperar a la injusticia en contra del derecho natural. Y también cada uno puede y debe (como en el caso citado sobre el depósito) ejercer el acto de la epiqueya que se aleja de las palabras de la ley, pero siempre con el fin de observar la ley natural y evitar la injusticia de otro.

8. La unidad de la virtud de la justicia Pero, ¿por qué la sensatez y el discernimiento son dos virtudes distintas, mientras que la justicia legal estricta y la epiqueya son modos de una misma virtud, siendo así que ambos dinamismos corren paralelos? “En la mayoría de las ocasiones –explica Báñez reiterando la doctrina del Aquinate– las virtudes se multiplican más fácilmente en la voluntad que en el intelecto, porque el intelecto es potencia más simple y más perfecta que la voluntad: las cosas que en las facultades inferiores están dispersas, suelen unirse en las facultades superiores. Pero a veces, acaece lo opuesto, a saber, que se multiplican las luces en el intelecto por las que las realidades se aclaran y se perfeccionan y, por parte de la voluntad, no se multiplica la inclinación y la propensión a las realidades”.


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A este propósito, Báñez recuerda la doctrina de los hábitos especulativos y de los hábitos prácticos, poniéndolos en relación. Por ejemplo, en el intelecto hay dos hábitos acerca de los primeros principios, uno llamado “intelecto especulativo” acerca de los principios especulativos, y otro llamado “intelecto práctico” (o sindéresis) sobre los principios prácticos y morales. En cambio, por parte de la voluntad, no hay dos hábitos –ni siquiera uno especial respecto al bien connatural, mostrado por la luz del intelecto–, sino que la voluntad sola, sin hábito sobreañadido, es propensa e inclinada a un bien de ese género; aún más, la propia voluntad es la misma propensión e inclinación. Otro ejemplo: en el ámbito especulativo, el intelecto posee un hábito acerca de los primeros principios (el intelecto) y otro acerca de las conclusiones (la razón); y, sin embargo, en la voluntad es uno solo e idéntico el hábito de virtud acerca de los medios elegibles y acerca del fin de la virtud. Volviendo con estos ejemplos a la pregunta planteada sobre la unidad de la virtud de la justicia, aplica a esta virtud la misma doctrina que vige, por ejemplo, para la templanza: “Así, un solo hábito de templanza forma la buena intención acerca de una materia y la buena elección de los medios al fin pretendido, aunque, sin embargo, en el intelecto, también en el ámbito práctico, hay cuatro hábitos o virtudes para la operación de la templanza o de cualquier otra virtud, a saber, el consejo [eubulía], la sensatez [sínesis], el discernimiento [gnome] y la prudencia”42. Y lo mismo se diga de la justicia.

9. Las deformaciones de la reconducción práctica: formalismo y laxismo 1. Es preciso advertir que esta explicación de la reconducción práctica de la ley humana a la ley natural está basada en dos grandes principios metafísicos: de un lado, el principio gnoseológico de la cognoscibilidad interna y objetiva del orden natural mismo; de otro lado, el principio antropológico de la autonomía finita del hombre. Como es sabido, aquel principio gnoseológico, que otorgaba una confianza al proceder de la inteligencia, sería cuestionado por el voluntarismo nominalista de Ockham. El principio antropológico, que otorgaba al sujeto humano cierta independencia en el ser y en el obrar, quedaría roto por Lutero43, unido en este caso también al nominalismo. Sin sujeto responsable y sin inteligencia cognoscitiva sobraba la precisa explicación aristotélica de la epiqueya.

42

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.

43

F. D’Agostino, La tradizione dell’epieikeia nel medioevo latino, pp. 123-129.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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Por el impulso del voluntarismo quedó, de un lado, marginado el intelecto que podía penetrar la realidad y dictar, bajo las exigencias de ésta, la ley o el derecho; y de otro lado, el legislador establecía la ley solamente en virtud de su autoridad. La reconducción práctica de la ley acontecía entonces verticalmente: primero, trasformándose, por arriba, en dispensa que el legislador otorgaba por su clemencia a un ser subordinado a la ley; segundo, convirtiéndose, por abajo, en liberación de los preceptos que al sujeto se le habían impuesto sin justificación racional. La epiqueya dejó de ser la regla superior de los actos del hombre como ser autónomo (actitud ética), para convertirse en una función de la ley (actitud legal): lo importante era entonces determinar a qué leyes podría ser aplicable la epiqueya, mera técnica de mitigación del derecho [mitigatio iuris] y no ya expresión de la autonomía y racionalidad del hombre [superior regula humanorum actuum]44. 2. Además si la reconducción práctica carece de discernimiento no podrá evitar una desproporción por defecto: someterse a la esclavitud de la letra, caer en el legalismo, vicio de literalismo: querrá regular con principios ordinarios situaciones extraordinarias, sin intentar pasar por encima de los términos de la ley para reencontrar su espíritu. El uso insuficiente de la reconducción práctica queda ligado a la letra de la ley, cuando sería necesario rebasar el texto legal y juzgar su acción conforme a principios más elevados. “La epiqueya –dice Santo 44

Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a1. En cuanto al sentido de la epiqueya en la jurisprudencia, véanse las siguientes monografías: P. G. Caron, Aequitas romana, misericordia patristica ed epicheia aristotelica nella dottrina dell’aequitas canonica. Dalle origine al Rinascimento, Giuffrè, Milano, 1971; J. Esser (ed.), Ermessensfreiheit und Billigkeitsspielraum des Zivilrichters, A. Metzner, Frankfurt a.M./Berlin, 1964; V. Frosini (ed.), L’Equità, Giuffrè, Milano, 1975; J. Gernhuber (ed.), Summum jus, summa iniuria. Individualgerechtigkeit und der Schutz allgemeiner Werte im Rechtsleben, Tübingen, 1963; C. J. Hering, Die Billigkeit im philosophischen Rechtsdenken, Inaugural-Dissertation, Bottrop, 1938; Aequitas und Toleranz, Gesammelte Schriften, Bouvier Verlag II. Grundmann, Bonn, 1971; R. A. Newman (ed.), Equity in the World’s Legal Systems. A comparative Study, California Western School of Law, U.S.I.U. Studies in Jurisprudence I, Brussels, 1973; M. Rümelin, Die Billigkeit im Recht, J. C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1921; V. Scialoja, Del diritto positivo e l’equità, Camerino, 1880; E. Wohlhaupter, Aequitas canonica. Eine Studie aus dem kanonischen Recht, F. Schöningh, Paderbon, 1931. También son interesantes los siguientes artículos: F. D’Agostino, “L’equità como limite trascendentale del diritto”, Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, 1974 (51), pp. 119-128; A. Giannini, “L’equità”, Archivio Giuridico, 1931 (21), pp. 177-213; Ch. Lefebvre, “Le rôle de l’équité en droit canonique”, Ephemerides Juris Canonici, 1951, pp. 137-153; “La notion d’équité chez Pierre Lombard”, Ephemerides Juris Canonici, 1953 (9), pp. 301-302; A. Ollero, “Equidad, derecho, ley”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 1973, pp. 163-178.


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Tomás– no descuida la justicia sin más, sino lo justo establecido por una ley particular. Tampoco se opone a la severidad, que es inflexible cuando es necesario cumplir la ley; pero es vicioso ser esclavo de la ley cuando no es necesario”45. Cuando otro maestro de la Escuela de Salamanca, Báñez, enfoca este asunto recuerda que el objeto de la epiqueya tiene una especial dificultad, por encima del objeto de la justicia legal estricta o especial. Es lo que le mostraba la experiencia: “pues vemos a hombres, por otra parte sabios y entendidos en derecho y celosos de la ley, que, sin embargo, se ajustan a las palabras y literalidad de la ley tan escrupulosamente que no prestan atención a la intención del legislador”. Esos caen en el legalismo o literalismo. Pues cuando se intenta ajustar el derecho a la literalidad y a las palabras, aplicándolo con extremo rigor, habría que decir que no se ha de hacer caso a los jurisperitos. De ahí tuvo su origen el famoso proverbio: summum ius, summa inniuria: el derecho, aplicado al pie de la letra, es la mayor injusticia46. Y aclara Báñez: “Evidentemente, en este proverbio, las palabras summum ius no significan el rigor y la severidad del derecho, pues la dureza del derecho nunca es injusticia, sino que summum ius es lo mismo que la sumaridad y la superficie del derecho, que es lo que da a entender la literalidad del derecho”47. En realidad, la actitud más opuesta a la epiqueya es la del legalismo de la letra, el adherirse en exceso o inorportunamente a las palabras de la ley. Los maestros de la Escuela de Salamanca solían explicar que la ley humana consta de palabras –como materia o cuerpo– y de la intención del legislador –como alma–; el juicio de la epiqueya va, sobre las palabras o cuerpo, a la intención o alma de la ley. Es posible que las palabras se extiendan a una cosa a la que no se extiende la intención, lo que es el fundamento de la epiqueya. Aquellos maestros reconocían que en el fondo de una interpretación literal se esconde con frecuencia “la mayor de las injusticias”. El juez, sobre todo, se aparta del verdadero derecho y comete grandísima injusticia, cuando se hace 45

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II q120 a1 ad1.

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El axioma sumo derecho, suma injuria se remite también a la definición del derecho como el arte de lo bueno y de lo justo; lo cual significa que, como arte, el derecho es la “epiqueya” y supone que si, en un caso excepcional, el legislador se hallara presente, obviamente no querría que se observara la ley en todo el rigor de la letra. Por eso dijo Soto que el derecho que es el arte de lo bueno y justo, no es el derecho escrito, sino el natural, “por cuanto la epiqueya, obrando en contra de las palabras del derecho escrito, conserva sano su sentido, con que se mantiene intacto el derecho natural. Por lo cual arte de lo bueno y de lo justo quiere decir, arte de velar por el derecho natural, cuando el escrito es injusto”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a1, p. 193. 47

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.


I. 3. Reconducción de la ley humana a la ley natural: epiqueya

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esclavo de la literalidad de la ley y no se fija en sus fundamentos o principios, que rigen también para el legislador. Por eso fue traducida la epiqueya también por equidad, “la cual es evidentemente un nombre genérico a toda justicia, o sea, es el nombre por antonomasia y por una cierta excelencia precisamente porque la llamada justicia legal en sentido estricto, si se compara con la equidad, es, como separada, opuesta a ella, o sea, es injusticia. Toda la equidad, pues, que se encuentra en la justicia legal en sentido estricto, debe ser subordinada a la virtud de la equidad, la cual, así, es llamada equidad por excelencia”48. 3. Precisamente el peligro de laxismo reside ya en el delicado acto esencial de la epiqueya, a saber, el de ajustarse a la ley, no según las palabras escritas, sino según la mente del legislador. La desproporción por exceso, en detrimento del derecho verdadero o de la sumisión a la autoridad, empuja hacia el laxismo, vicio de inconsideración: juzgará que incluso son excepcionales las situaciones que cuadran de hecho con las reglas corrientes de la actividad moral o legal. El sujeto tenderá, conscientemente o no, a favorecerse a sí mismo en detrimento de la ley positiva, estando pronto a concluir que su caso escapa a las normas ordinarias y a la ley que le es molesta. Y no olvidemos que cualquier persona, sea súbdito o superior, puede ejercer el acto de la epiqueya, pero obrando en contra o fuera de las palabras escritas, sin salvar la intención de la ley. El laxismo estriba en hacer caso omiso de las palabras sin seguir la intención del legislador, sino ateniéndose a una intención propia o personal. Ya se dijo que la epiqueya no interpreta pura y simplemente la ley, sino que la interpreta en un caso en el que es manifiesto, mediante la evidencia de un daño, que el legislador ha pretendido una cosa distinta; pero si hubiera duda, debe o actuar de acuerdo con las palabras de la ley, o consultar al legislador. La epiqueya puede ejercerla cualquier persona a la que le corresponde observar la ley. Todo súbdito puede obrar al margen de las palabras de la ley, guardando la intención de la misma, cuando surge un caso en el que observar la ley al pie de la letra fuera dañino para el bien común. Pues quien en caso de necesidad actúa al margen de las palabras de la ley, no ha de enjuiciar la ley, sino solamente el caso particular en el que observa que las palabras de la ley no deben ser respetadas. 4. Dado que en nombre del carácter excepcional de una situación concreta la reconducción práctica exige o permite rebasar los términos de una ley concebida y formulada precisamente para servir de norma, ¿no daría esto lugar incluso a una moral de situación? 48

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.


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No. Porque si la reconducción práctica se constituye como virtud, o sea, como epiqueya, difiere totalmente de la moral de situación, pues siempre se subordinará a la ley49. Cuando se sustrae legítimamente a la letra de la ley positiva (y no a la ley natural), no lo hace para escapar de toda norma objetiva y lograr una solución puramente subjetiva, pues se limita a respetar la jerarquía de valores y pasar a un nivel superior de obligación. La situación no encuentra su norma objetiva en la letra de la ley positiva, sino en una ley objetiva más alta, de portada más universal, en la ley natural misma. Cuando la ley no falla contrariamente, sino sólo negativamente, no tiene lugar la epiqueya: entonces el súbdito debe observar la ley según sus palabras en las cosas manifiestas. Porque la ley general puede fallar en algo singular de dos modos50: o contrariamente, esto es, cuando no puede ser observada en dicho caso sin cometer un acto inmoral, puesto que de su observancia se sigue un daño a la comunidad o a una persona, cosa que está obligado a evitar el súbdito; y en estos casos tiene lugar la epiqueya, y por este motivo le está permitido al súbdito obrar al margen de la ley, o en contra de las palabras de la ley. O la ley general puede fallar de un segundo modo: negativamente, esto es, cuando en un caso singular o en una persona concreta cesa la utilidad de la ley, pero no se sigue una injusticia o un daño injusto. En estas circunstancias, la ley puede ser observada sin cometer un acto inmoral, y entonces no le es lícito al súbdito actuar en contra de las palabras de la ley, sino que está obligado a someterse a ella, porque no es materia de epiqueya o de justicia. Y esto es patente por dos razones. Primera, porque la epiqueya tiene lugar cuando la observancia de la ley es nociva al bien común: la única y adecuada materia de la justicia o equidad se da cuando es un mal seguir las palabras de la ley y cuando la justicia exige lo opuesto a la ley. Segunda, porque al ser la ley regla de los actos humanos, intentando también el bien común, si de su observancia se sigue una cosa desordenada contra las buenas costumbres o nociva al bien común, es preciso que entonces pierda su capacidad y fuerza de obligar, que, no obstante, retiene cuantas veces esos males no se siguen, aunque no se siga utilidad alguna de la ley o no se consiga su fin. En efecto, cuantas veces la ley puede ser observada sin cometer un acto inmoral, conviene que sea observada por todos los súbditos debido a la conformidad y equidad que todos los súbditos están obligados a guardar; obrar de otra manera es laxismo, que abriría la puerta a muchas transgresiones de las leyes. 49 50

E. Hamel, “La vertu d’épikie”, p. 55.

“Lex potest dupliciter deficere. Uno modo, positive et contrarie, quod est quod noceat servare legem; et in tali casu epicheia est virtus et pertinet ad subditum. Alio modo, negative, quod deficiat illic intentio legislatoris, sed non nocet”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q120, a1, n5; cfr. Tomás de Vio Cayetano, In Summam Theologiae, I-II, q96, a6; II-II, q120, a1.


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5. En fin, la obediencia a la ley positiva no puede, sin más, anularse. Ya se ha señalado antes que Vitoria, siguiendo al Estagirita y al Aquinate, había enseñado que hay dos especies de lo justo, una natural –que nace de la naturaleza de las cosas absolutamente consideradas–, y otra positiva –puesta por la voluntad y acuerdo de los hombres–. Pues bien, la doctrina común de los autores de la Escuela de Salamanca, inspirados en Santo Tomás, es la siguiente: aunque las leyes temporales –escritas– dependan de la institución y jurisdicción de los hombres, sin embargo, una vez que han sido instituídas y aprobadas, no pueden los jueces someterlas a su arbitrio. Soto contempla en este punto dos casos: que la ley escrita contenga lo justo natural, o que contenga sólo lo justo legal. “Cuando la ley escrita contiene lo que es justo naturalmente, ni el gobernante, ni los súbditos pueden obrar en contra de ella, sino que a ella han de acomodarse en todos sus juicios. Y la razón es que dichas leyes no son constitutivas de eso justo, sino sólo declarativas. Y así, eso justo recibe su fuerza no de la ley, sino de la misma manera de ser de las cosas”51. Claro es que si tanto el legislador como el súbdito están bajo la ley natural, no es lícito dudar que ha de juzgarse siempre según las leyes naturales. La cuestión está particularmente acerca de las leyes escritas, entre las cuales se encuentra la ley humana. Sobre ella dice Soto: “Cuando la ley escrita es humana, lo mismo el gobernante que los súbditos están obligados a atenerse en sus juicios a ella, mientras no se oponga al derecho natural. Y se prueba porque, si bien tales leyes no son declarativas del derecho natural, son, sin embargo, constitutivas del derecho que los hombres juzgaron conveniente establecer, teniendo en cuenta las condiciones de los tiempos y de los países”52. Evidentemente sólo el legislador puede dispensar, interpretar y enjuiciar la ley que desde su autoridad ha sido establecida. Pero aún así Báñez puntualiza: “En las causas civiles el jefe de la república o el supremo senado rarísimamente puede dispensar en la ley, o juzgar de un modo distinto de lo que la ley enseña. Esto es así porque va contra el derecho natural que, después de haber sido uno constituído en dueño de una finca o de otro bien mediante un contrato legítimo, sea despojado contra su voluntad de aquel bien. Aún más, se dirá más bien que esta expoliación es un hurto o depredación. Ahora bien, el jefe de la república no puede dispensar ni en el hurto ni en nada que sea contra el derecho natural; luego, al publicar las sentencias, debe observar las prescripciones de la ley” 53. También la dispensa, por parte del legislador, tiene el límite del derecho natural. En conclusión: la epiqueya está dispuesta a corresponder lo más perfectamente posible a la realidad concreta, cuando excepcionalmente el caso 51

Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q4, a5, p. 236.

52

Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q4, a5, p. 237.

53

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q58, a7.


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singular escapa a la letra de la ley, manteniendo una actitud justa ante la autoridad. Guiada por el discernimiento, la reconducciรณn prรกctica no es una mera interpretaciรณn de la ley, sino una virtud: la epiqueya, la cual no permite zafarse de las exigencias de la ley.


CAPÍTULO 4 LAS EXCEPCIONES A LA LEY NATURAL.

1. La fragilidad entitativa del hombre y las paradojas exceptivas 1. A la pregunta de si Dios puede dispensar de la ley natural y, por tanto si la ha dispensado alguna vez, los maestros de la Escuela de Salamanca siguen decididamente la solución que Domingo de Soto había hecho en su obra De iustitia et iure. Y en el núcleo de sus soluciones se remiten a la fragilidad entitativa del hombre. En realidad Soto se enfrenta a dos tendencias de su tiempo. En primer lugar, una que arranca de la escuela franciscana que va de San Buenaventura a Duns Escoto y del nominalista Gabriel Biel, y que llamaré semi-dispensadora: estos autores están de acuerdo en que algunos preceptos de derecho natural son indispensables y algunos otros pueden ser dispensables, pero varían mucho al señalar la diferencia entre ellos; están perplejos antes los casos que registra la Sagrada Escritura en los que parece que Dios ha hecho dispensa de un precepto de ley natural, y de ahí coligen que Dios es capaz de ello, argumentando del hecho al derecho, o mejor, del acto a la potencia. En segundo lugar, se enfrenta a la tendencia toti-dispensadora, propia de otros autores –entre ellos Ockham– que afirman que todos los preceptos de derecho natural son dispensables: de modo que en cualquier precepto natural puede darse la dispensa, incluso en el precepto de no obrar contra la propia conciencia. Domingo de Soto ve en ambas tendencias, a pesar de su argumentación escriturística, la larva del relativismo anidando en la ley natural; y argumenta –bajo el pensamiento del Aquinate– que los preceptos de la ley natural no son propiamente dispensables por potestad alguna, ni siquiera la divina. Es esta una tesis que en la Escuela de Salamanca se hizo común, y la encontramos en Vitoria y Medina, así como en los autores jesuitas que coincidieron en el tiempo con la floración de aquella Escuela, como Suárez y Valencia, entre otros. 2. Soto recuerda que las condiciones que un precepto debe tener para pertenecer a la ley natural son, primera, que contenga orden al bien común y,


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segunda, que exprese orden a la justicia con la que se conserva el bien común. Pues bien, todos los preceptos del Decálogo contienen el orden al bien común; así los preceptos de la tabla primera ordenan a los hombres a Dios y, por consiguiente, contienen el orden al bien común y final: Dios. Por su parte, los preceptos de la tabla segunda –no matar, no mentir, no robar, no fornicar– contienen el orden de observar la justicia y la paz entre los hombres, a saber, que a nadie se le haga injusticia y a cada uno se le entregue lo debido, en lo que consiste el bien de la comunidad. Y aunque la ley natural tiene más extensión que el ámbito del Decálogo –donde está el núcleo más importante de la ley natural–, es claro que si los preceptos del Decálogo fueran dispensables, también sería dispensable la ley natural. Y si no fueran dispensables es porque pertenecerían a la ley natural. Ahora bien, aunque en la Tabla de los Diez Mandamientos está prohibido el homicidio, el suicidio, la fornicación y el robo, parece que Dios mismo dispensó a Abrahán para que sacrificara a su hijo; dispensó de la fornicación a Oseas, o mejor dicho, le mandó tomar por esposa a una prostituta; y permitió a los israelitas que robaran los valiosos vasos de los egipcios. ¿No cabe concluir que aquellos mandamientos –con el contenido de ley natural que encierran– son dispensables? A estos casos excepcionales voy a llamar “paradojas exceptivas”, y de ellos han surgido las más diversas y encontradas teorías sobre las posibles excepciones a la ley natural.

2. Los casos excepcionales relatados en la Biblia 1. En las “paradojas exceptivas” se anudan claramente problemas jurídicos, filosóficos y teológicos. Metódicamente voy a centrarme sólo en los filosóficos. Los casos excepcionales relatados en la Biblia –como el homicidio sacrificial de Isaac por Abrahán, la fornicación de Oseas con una prostituta, el robo de los hebreos a los egipcios– los tomaré como ejemplos ex hipothesi, entendidos los cuales se comprenderían también las posibles excepciones a la ley natural. Lo que en las “paradojas exceptivas” se ventila no es solamente si, en lo que tienen de ley natural, hay alguna autoridad sobre la tierra que pueda dispensar semejantes preceptos; pues parece que no, tratándose de leyes naturales. La duda consiste en que si son de tal manera indispensables que ni el mismo Dios por virtud de su absoluta potestad puede conceder tal dispensa. 2. Domingo de Soto centra el problema aclarando la diferencia que hay entre anular una ley y dispensarla. Pues la dispensa no hace que la ley pierda su naturaleza y vigor, pero exceptúa de ella a ciertas personas en un caso particular.


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La dispensa propiamente dicha consiste en una relajación de la ley respecto a algún hombre que es eximido de ella por voluntad del “soberano”, aunque los demás súbditos estén obligados a la ley. La dispensa, pues, es la relajación directa de la ley, permaneciendo invariable su materia, esto es, sin mutación previa de la materia. Y en este género de dispensa, los gobernantes humanos suelen exceptuar a algunos de las leyes, a las que los demás están obligados. Pero a veces se llama impropiamente dispensa a la mutación que acaece a la ley por cambio de la materia. Muchos autores utilizaron este sentido impropio para hablar de “dispensa” de la ley natural en los casos de las “paradojas exceptivas”. Pero este sentido no lo admite Soto.

3. Inmutabilidad de la ley natural y sentido de la dispensa 1. He dicho que la postura de Soto parte de la tesis de que la ley natural es absolutamente inmutable. Reconoce también que algunas veces las disposiciones de derecho natural varían; por ejemplo, algunas realidades morales son inmutables, como que a nadie se le debe infligir injusticia; pero algunas otras cambian a veces, como entregar el depósito a su dueño –que es de derecho natural–, en ocasiones cambia y no se entregarán las armas depositadas a un hombre perturbado mentalmente y furioso. En cualquier caso, la indispensabilidad nace de la inmutabilidad; porque la indispensabilidad es una propiedad de la inmutabilidad, como, al contrario, la dispensabilidad es propiedad de la mutabilidad. Como los preceptos naturales contienen el orden al bien común y el orden de la justicia, en semejante orden no puede propiamente haber dispensa; en este sentido, hay que entender los preceptos del Decálogo en cuanto que son de ley natural. 2. Los preceptos de este género tienen una intrínseca bondad o malicia moral y, por consiguiente, Dios no puede cambiar dicha bondad o maldad, al igual que no puede cambiar las esencias de las otras realidades. En efecto, de la misma manera que ninguna potencia puede hacer que el hombre no sea racional por su esencia y que la risibilidad no sea propiedad interna suya, así tampoco puede hacer que sea inhonesto el decir la verdad y sea honesto el mentir. Por otra parte, con la dispensa de los preceptos se produciría una mutación en los predicados intrínsecos de los actos humanos, mutación que, por el hecho de afectarles a ellos, haría lícito que el hombre dispensado profiriese mentiras e infiriese injusticias al prójimo; y esto significaría que la mentira sería honesta al


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igual que sería justo inferir injusticia al prójimo; efectivamente, por la fuerza de la dispensa esos actos serían permitidos y lícitos, buenos y honestos. Soto advierte que, si hubiere dispensa, incluso las proposiciones de verdad eterna podrían ser reducidas a falsas. Ahora bien, esto sería absurdo; porque estas proposiciones están intrínsecamente fundamentadas en los actos típicos respecto a los cuales, en razón de su bondad o maldad, se dan los preceptos naturales: por ejemplo, la mentira o el hurto son indebidos; ahora bien, estas proposiciones no son menos de verdad eterna y menos infalsificables que estas otras: el hombre es racional o es risible y, sin embargo, en el caso de darse la dispensa, se volverían falsas.

4. La teoría toti-dispensadora 1. Hecha esta aclaración, Soto se enfrenta a la teoría toti-dispensadora, que es propiamente la de Ockham1, según la cual no sólo son dispensables todos los preceptos naturales, sino que también Dios puede mandar lo contrario de lo que mandan actualmente. Y que, por tanto, mandando Dios lo contrario, sería laudable y meritorio obrar en contra de ellos. Es más, Dios por sí mismo podría inculcar en nuestra voluntad el odio a él mismo y mandarnos también a nosotros que le odiemos; y en ambos casos este mismo odio sería laudable. De manera que Dios puede hacer todo aquello que no implica contradicción, en la medida en que nada hay imposible para Dios. No obstante, hubo nominalistas que, juntamente con Durando, distinguían en la segunda tabla entre preceptos afirmativos y negativos, asegurando que los negativos no son dispensables; pero sí los afirmativos. Durando exceptúa de esta regla universal el quinto precepto del Decálogo: no matar, pues, aunque es negativo, puede caer en él la dispensa. En cualquier caso, el fundamento de la tesis ockhamista está en que, para él, ningún acto humano es intrínsecamente bueno o malo moralmente, si no es porque es aprobado o reprobado por la voluntad divina, o porque es mandado o prohibido por una ley. Según Ockham, Dios puede no imponer una ley cualquiera suya y, una vez impuesta, puede eliminarla; luego puede hacer que un acto prohibido y malo sea bueno, o no malo y no prohibido: o sea, Dios puede relajar una ley. Ahí está el fundamento de la dispensa universal. Porque Dios puede no imponer una ley cualquiera suya y asimismo, una vez impuesta, puede eliminarla: Dios es completamente libre en orden a las criaturas; y la ley divina y natural consisten en un acto libre del entendimiento y de la voluntad divina 1

G. de Ockham, In II Sententiarum, q19, dub3-dub4.


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hacia las criaturas. Así pues, Dios pudo absolutamente no poner dicho acto y pudo cesar de él una vez puesto, o imponerlo de nuevo. Sólo puede poner freno a esta omnipotencia Dios mismo, mediante el débito de fidelidad, el cual induce una necesidad: Dios no puede dispensar en su ley natural, puesto que es fiel y no puede negarse a sí mismo, esto es, porque prometió y decretó. Y por consiguiente, si Dios no hubiera decretado ni prometido, podría evidentemente dispensar; ahora bien, pudo no establecer y no prometer que Él no dispensaría; luego pudo absolutamente dispensar en todo precepto natural. Hasta aquí la argumentación ockhamista. 2. A este argumento replica Soto que la bondad o incluso la malicia de algunos actos, al menos tomada su bondad o maldad fundamentalmente, esto es, como fundamento de la privación de la rectitud debida en la que se constituye la malicia formal moral, les es intrínseca y natural hasta el punto de que, independientemente de toda libre obligación o prohibición de la voluntad divina, les conviene necesariamente, puesto que proviene de sus naturalezas, que Dios no puede cambiar; y por consiguiente, estos actos intrínsecamente malos no lo son porque sean prohibidos por una ley positiva, sino porque son prohibidos por sí mismos, o también porque son prohibidos por la ley natural que consiste en el dictamen natural de Dios y en el dictamen habitual de la criatura racional. El ockhamista no logra superar la contradicción. Por ejemplo, es absurdo que Dios haga o mande que se le odie. Imaginemos que un hombre justo, por mandato de Dios odia al mismo Dios: se seguiría de aquí que al mismo tiempo sería amigo y enemigo suyo; lo cual es la más clara de las contradicciones. Toda la razón de este absurdo está en que el odio encierra una malicia tan innata que no hay voluntad recta que pueda desearlo. “Y esta misma contradicción existe en que Dios pueda mandarlo a otros. Ello sería mandar que otros obraran al mismo tiempo a favor y en contra de su regla y voluntad. Porque ¿qué cosa puede haber más contraria a la regla divina que odiar a la suma Bondad? Por tanto esto implica contradicción”.

5. La postura semi-dispensadora 1. Pero no sólo en la postura de Ockham, sino también en la semi-dispensadora de Duns Escoto ve el segoviano incongruencias. Según Escoto, una cosa puede ser de ley natural de dos maneras: una como principio práctico evidente por sus propios términos, o también como una conclusión que se sigue necesariamente de él; y en estas cosas que son de estricta ley natural no puede haber dispensa ninguna. Pero puede haber otra


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manera de ser de ley natural, cuando ni son principios necesarios, ni conclusiones que se deriven necesariamente de ellos; y por tanto tampoco tienen una conexión necesaria con la consecuencia del último fin. Según Duns Escoto los mandamientos de la segunda tabla (honrar a los padres, no matar, no fornicar, no robar) pertenecen a esta segunda clase, y por lo mismo pueden ser dispensados; mas los de la primera tabla (amar a Dios sobre todas las cosas) pertenecen a la clase primera, y por tanto ni el mismo Dios puede dispensarlos. 2. Antes de emplearse a fondo con las posturas “dispensadoras” de Ockham y Duns Escoto el segoviano propone dos conclusiones que se hallan explícitas en Santo Tomás: Primera. Todos los preceptos del Decálogo, tanto de la segunda como de la primera tabla son totalmente indispensables, hasta el punto que ni Dios los puede dispensar. O sea, el núcleo de la ley natural –expresado en dichos preceptos– no es exceptuable ni dispensable. Segunda. Los demás preceptos que se hallan fuera del Decálogo, y que no se contienen en él implícitamente, pueden ser dispensados, aunque sean de derecho natural. En efecto, Santo Tomás establece tres clases de preceptos naturales, según la triplicidad de inclinaciones naturales del hombre: vivir, sentir, pensar. Semejante clasificación responde a un punto de vista puramente objetivo; está hecha por razón de la materia acerca de la cual versa la ley natural. Soto añade otra clasificación de los preceptos de esa ley, que tiene por punto de partida la cognoscibilidad de los mismos. Dice Soto que hay preceptos primarios, universalísimos, que no pueden ser desconocidos de nadie ni nunca, los cuales entran en todo juicio práctico, que son base de todo orden moral, social, jurídico, etc.; están dotados de evidencia suma y se imponen por sí mismos. Tales son: “haz el bien”; “no dañes a nadie”. Hay otro orden de preceptos que se llaman secundarios, los cuales son más concretos, menos evidentes aunque conocidos también de todos. Pertenecen a este orden todos los preceptos del Decálogo: “a la Divinidad debe tributársele culto”; “hay que honrar a nuestros progenitores”, etc. La conexión que guarda este orden de preceptos con los anteriores es necesaria y absoluta; basta el más ligero examen para descubrirla; la naturaleza misma enseña esos preceptos e inclina a su cumplimiento. Finalmente, hay una tercera clase de preceptos naturales –preceptos terciarios– que pertenecen a la ley natural como las conclusiones pertenecen a los principios de los cuales se deducen. Tales son los actos virtuosos, los cuales se incluyen en la ley natural. La diferencia que separa estos dos últimos órdenes es


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la evidencia de la conexión con los preceptos primarios, evidencia que se encuentra en los preceptos del segundo orden, y que no tienen los del tercero. Para Soto no pueden dispensarse ni los principios, ni las conclusiones del primero, del segundo y del tercer grado. Pero pueden dispensarse aquellos preceptos que no entrañan rigurosamente la estricta razón de justicia, sino ciertas maneras especiales de practicarla; por ejemplo, aquellos preceptos que ni explícita, ni implícitamente están en el Decálogo. Soto afina su tesis indicando que la dispensa sólo puede tener lugar en aquellos preceptos que, si son observados literalmente en un caso particular, se obra contra la intención del legislador. Pero con ningún precepto del Decálogo, en ningún caso y por ninguna razón, puede obrarse contra la intención de Dios, sino que por el contrario contra esta intención se obra cuantas veces se quebranta alguno de estos preceptos. Luego su dispensa no es en manera alguna lícita. Hay un punto destacado en esta tesis, que Soto se preocupa de iluminar. Se trata de lo que llama “la intención del legislador”. Pues bien, la intención del legislador tiene como fin, en primer lugar, el bien común; en segundo lugar, tiene en cuenta el orden de la justicia y el de la virtud, como medios que son para conseguir y entrar en posesión de dicho fin común. Por consiguiente cuando los preceptos de la ley natural entrañan en sí mismos, intrínsecamente, la razón y conservación del mismo bien común, o el orden que guarda la justicia con dicho fin, de tal manera entrañan también en sí mismos, intrínsecamente, la intención del legislador, que no es posible separarla de ellos, y por tanto son indispensables; puesto que no puede por menos de ocurrir siempre que su quebrantamiento se opone a la intención del legislador.

6. Ejemplos aclaratorios 1. Los ejemplos que aduce Soto son meramente de índole socio-jurídica, pero tienen un alto valor aclaratorio para su propia posición filosófica. Primer ejemplo: si la ley de un estado ordenara que nadie perturbe, ni intente destruir la sociedad, o también que nadie obre injustamente, la dispensa se opondría sin duda alguna a la razón intrínseca y natural de tales leyes, pues es una contradicción que sea lícito a nadie obrar injustamente, o impugnar el bien común, a cuya guarda se ordenan todas las leyes. Segundo ejemplo: si la ley ordenare que nadie abra las puertas de la ciudad durante su asedio, como esto no constituye propiamente la salvación del estado, sino tan sólo un medio de velar por ella, no habría inconveniente en que por


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algún motivo se dispensara; por ejemplo, en el caso en que huyendo el jefe enemigo, quisiera refugiarse en ella. 2. Pues bien, Soto indica que el núcleo de ley natural encerrado en los preceptos del Decálogo pertenece al primer tipo, porque los mandamientos de la primera tabla guardan un orden natural con el bien común, que es Dios; y los de la segunda tabla lo guardan al bien común de los hombres, como por ejemplo, que no se le haga injuria a nadie, sino que a cada cual se le conceda lo que le pertenece. Este orden para con el prójimo, aunque no sea tan perfecto, sin embargo es tan bueno como el que se debe a Dios; y asimismo por entrañar la razón de la justicia, se ordena íntimamente al mismo Dios. Porque decir: no hurtarás, es lo mismo que decir: no harás ninguna cosa injusta, ni ilícita, ni mala. De esta manera, como afirmó Santo Tomás, han de entenderse los mandamientos del Decálogo. En referencia a este punto, Soto insiste en que se equivocó Duns Escoto, en cuanto establecía diferencia entre los mandamientos de la primera y los de las segunda tabla.

7. Solución de las paradojas exceptivas 1. Una vez que el segoviano ha realizado estas aclaraciones básicas referentes a la intención del legislador y al sentido de la ley natural con el bien común, se enfrenta a la problemática de lo que antes he llamado “paradojas exceptivas”. Comienza recordando que hay preceptos que se contienen explícitamente en el Decálogo, como el mandamiento de no adulterar; y que hay otros que se hallan implícitamente en el Decálogo, como el precepto de no mentir, pues mentir es cosa tan intrínsecamente mala como es natural al hombre ser racional. Por consiguiente naturalmente ni adulterar ni mentir pueden ser acciones justas y buenas. Pues bien, como Dios no puede dispensar más que cuando existe alguna razón de bondad, o de justicia, por tanto no puede dispensar en estas cosas; o, para hablar más propiamente, ni el matar, ni el adulterar, ni el robar, ni el mentir son dispensables, de la misma manera que no puede hacerse que el hombre sea irracional. El propio Santo Tomás decía que estos preceptos encierran en sí mismos la razón de bien común, y por tanto la intención del legislador. Porque es natural a Dios no querer más que el bien; y mentir o robar es naturalmente malo.


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2. A continuación Soto indica que hay preceptos que no encierran en sí mismos el bien común, que es el fin de la ley, sino que constituyen solamente un medio –por ejemplo, el orden de la justicia que se ordena a conseguir el bien–; precisamente estos preceptos pueden apartarse alguna vez de la intención de este mismo bien común. Pues una cosa es el fin mismo y el orden de la justicia, y otra cosa el modo de practicarla. En este caso su dispensa no perjudicaría en nada al mismo fin y por tanto podrían ser dispensables. Por ejemplo, que la fidelidad debe de guardarse entre los ciudadanos es de tal modo intrínsecamente bueno, que en ello no cabe dispensa; pero que se guarde de ésta o de la otra manera, puede variar y puede dispensarse. Por esta razón la ley de la fidelidad obliga a Horacio a que me devuelva un depósito que incluye mi puñal; sin embargo cuando Horacio me niega el puñal cuando estoy enfurecido, no obra en contra del fin de la fidelidad; al que está irritado, no se le puede entregar su puñal, porque con ello no se quebranta la fidelidad que debe de existir entre los ciudadanos. Y en lo referente a lo que Dios puede hacer, es claro que puede dispensar en sus leyes positivas, referentes por ejemplo, a los sacramentos; y asimismo puede dispensar en todas las leyes ceremoniales y judiciales de la antigua ley. Sin embargo la misma realidad se opone a que se dispense en los preceptos naturales, que entrañan una justicia innata o natural. Y por esto, como él es la mismísima justicia, se negaría a sí mismo si dispensara en estas cosas, porque quebrantaría el orden de la justicia. 3. Como se puede apreciar, Soto considera que no hay excepciones de la ley natural en dos ámbitos: primero, el de la implicación inmediata o mediata de los preceptos en los niveles fundamentales de la ley natural; segundo, el de la intencionalidad de la ley acerca del bien común. No obstante, Duns Escoto había enseñado que si los preceptos de la segunda tabla no fueran dispensables, se seguiría que Dios querría fuera de sí alguna cosa necesariamente, de tal manera que no podría querer lo contrario, como por ejemplo: honrar a los padres, o que nadie se apodere de los bienes ajenos. A este argumento responde el segoviano indicando que Dios puede querer una cosa fuera de sí de dos maneras; una, queriendo la existencia de tal cosa; y de esta manera no quiere nada necesariamente fuera de sí mismo, porque todas las cosas las creó y las sostiene y las conserva libremente. Otra manera es queriendo la unión entre los extremos; y en este sentido reconoce el segoviano que Dios quiere alguna cosa necesariamente fuera de sí; por ejemplo, las verdades eternas, como la siguiente: “Que el hombre es un animal racional” o que “tres y cuatro son siete”. Porque estas verdades, aunque no hubiera mundo, ni existieran las cosas, serían igualmente verdades. En este sentido no matar, ni robar, ni fornicar, etc., son objetos necesarios de la voluntad divina, porque son


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verdades eternas. Por consiguiente Dios no puede mandar, ni permitir que se haga precisamente lo contrario.

8. El cese o mutación de la materia 1. Con todo lo dicho, el segoviano parece que ha dado buenos argumentos para superar las “paradojas exceptivas”. Pero reconoce que existen dificultades para sellarlas definitivamente. Pues lo que en realidad parece es que Dios ordenó que Abrahán practicase el homicidio, y que los israelitas robaran sus bienes a los egipcios, y que Oseas fornicara con una ramera. Para corregir esta apariencia, inicialmente el segoviano se remite a Cayetano, quien enseñaba que los mandamientos del Decálogo, en cuanto al orden de la justicia que contienen, son indispensables; mas cuando se aplican a un caso particular, puede Dios dispensarlos. Esta dispensa no relajaría el precepto, sino más bien determinaría que un acto concreto no constituyera un homicidio. Por ejemplo, cuando mandó a Abrahán que le sacrificara su hijo, no anuló el derecho natural a la vida, sino que hizo que aquel acto de sacrificio no constituyera un homicidio, por cuanto está ordenado por la suprema autoridad, sin cuya intervención hubiera sido homicidio. Porque homicidio no significa una muerte cualquiera, sino una muerte injusta. Hasta aquí Cayetano. Pero esta doctrina de Cayetano le parece al segoviano oscura y peligrosa, además de incluir una petición de principio. Porque es claro que Dios no puede mandar ni permitir que lo malo e injusto se practique justamente, mientras sea simultáneamente malo; y además esto no es lo que aquí se ventila. Lo que ofrece duda es si puede ser lícito por permisión de Dios el apoderarse de lo ajeno contra la voluntad de su dueño, o el dar muerte a un hombre, o el fornicar con una prostituta, en tanto que todo eso lo prohíbe la ley natural. Y es una petición de principio responder que es dispensable en un caso particular, si no se da una explicación más clara. Porque en ninguno de los casos incluidos en las “paradojas exceptivas” se ha llevado a cabo por Dios propiamente la dispensa del derecho natural, como pensaban los escotistas y ockhamistas; solamente se ha llevado a cabo por mutación de la materia, o cese de la materia. El caso es que en principio se entiende bien que pueda cesar una materia; pero la dificultad aparece cuando Soto pretende explicar el modo y los motivos de ese cese.


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2. Lo más interesante de esta argumentación del segoviano es que su tesis no admite ningún tipo de dispensa para los actos incluidos en la ley natural. Y da varios ejemplos cuidadosamente elegidos, intentando que la acción que describen configure una conclusión aceptable. Pero ocurre que Soto –como todos sus contemporáneos– se queda en los umbrales de una explicación plausible de la modalidad y motivación del hecho que los ejemplos pretenden ilustrar. Primer ejemplo: “Cuando tú das a otro una cosa tuya no dispensas el robo, porque quien lo recibe no roba”; este ejemplo es, por ingenuo, inobjetable, pero no roza siquiera el núcleo de las “paradojas exceptivas”. Segundo ejemplo: “Si un padre diera a un amigo un vestido de un hijo pequeño suyo contra la voluntad del hijo, no dispensa el robo, aunque su hijo sea despojado del vestido contra su voluntad, puesto que el padre es el verdadero dueño”; este ejemplo es inadecuado, puesto que un brutal despojo no deja al padre fuera del reproche de haber faltado al amor. Tercer ejemplo: “Mi prelado no dispensaría el hurto, si sin yo saberlo y contra mi voluntad diera autorización a otro para apoderarse de mis libros”. Este ejemplo está a punto de caer en la extravagancia: pues debe suponerse que Soto está hablando de un prelado que está al frente de una orden religiosa donde todos sus miembros han hecho voto de pobreza, siendo en este caso el prelado el dispensador o distribuidor legal tanto de libros como de vestimenta y otros enseres. En resumen, con ninguno de los ejemplos propone un paradigma que ayude a comprender las “paradojas exceptivas”.

9. Dios como señor y como legislador 1. El segoviano adelanta entonces una distinción con el cuerdo propósito de “no oscurecer más el asunto”. Dios, dice Soto, tiene dos poderes sobre el universo: un poder por derecho de creación, por el cual es Señor, no sólo de todos los bienes exteriores, sino también de todos los cuerpos, como asimismo de la vida humana; de la misma manera que lo es de todas las criaturas, a las que puede volver a la nada. El otro poder lo tiene como Legislador, por el cual es juez universal de todos. Soto insiste varias veces en que ambos poderes conviene considerarlos por separado. Y afirma: “Si Dios fuera solamente Legislador y juez, no podría en manera alguna dispensar que cualquier hombre usurpara lícitamente lo ajeno contra la voluntad de su dueño, siendo éste inocente; pues esto es tan intrínsecamente malo, que nunca puede hacerse justamente. Mas como además Dios es Señor de todo, puede dar a uno lo que es de otro cualquiera contra su voluntad”.


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2. Soto acopla, pues, su argumentación a un teclado musical que sólo tiene dos notas: una, que suena con la voz del Señor; otra que suena con la voz del Legislador. Está convencido de que con esa cadencia argumental establece un módulo conceptual para entender que Dios no dispensó el robo cuando como Señor entregó a los hebreos los valiosos vasos de los egipcios; ni ello constituye hurto, porque aunque los dueños particulares hubieran sido privados contra su voluntad, la donación habría sido hecha por el supremo Señor. En cualquier caso, no medió allí dispensa de ninguna clase. Dios tiene el derecho del dominio supremo; y Dios no puede ceder este derecho ni puede separarlo de Él, al serle intrínseco y natural, al igual que por idéntica razón tampoco puede ceder o separarse del dominio de jurisdicción, o propiedad, dominio que tiene en las criaturas, una vez establecida su creación; en efecto, el dominio es natural a Dios y pertenece a su potestad dominativa; y si quisiera servirse de dicha cesión o abdicación, ésta voluntad sería evidentemente nula e inválida. Pero también pulsa Soto la tecla del Legislador. Y así dice que Dios no habría hecho uso de su poder absoluto de Señor para hacer tales entregas, sino que se sirvió de su autoridad legítima de legislador y juez. Porque no habiendo recibido los hebreos salario alguno de los egipcios, por los trabajos que les habían hecho, Dios les pagó justamente con aquel saqueo. De la misma manera que cuando un juez priva a un criminal de sus bienes, aunque sea contra su querer, de ningún modo dispensa el hurto; porque la prohibición de robar sólo comprende lo que la ley natural prohíbe, esto es, despojar por propia autoridad a un inocente de sus bienes en contra de su voluntad. En la interpretación de este caso encuentra el segoviano una gran diferencia entre Santo Tomás y Duns Escoto. La diferencia está en que Escoto piensa que el hurto sin dejar de ser hurto, puede ser lícito por dispensa divina, como sucede con el quebrantamiento del ayuno. Pero Santo Tomás niega esto y concede que como Señor puede hacer que no sea un hurto que te apoderes de una cosa que antes no era tuya. Pues Dios, como dueño, pudo entregar a los hebreos los bienes de los egipcios. Y por tanto, eso no constituyó hurto. El expolio a los egipcios se ve excusado del pecado del hurto con tres pretextos: con el pretexto del trabajo empleado, con el pretexto de compensar la injusticia inferida y con el pretexto de una guerra justa.


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10. Oseas y la mujer fornicaria 1. Arrebatado con estos dos registros, afirma Soto que por la misma razón Dios, como Señor de los cuerpos y no como Legislador, pudo autorizar a Oseas hacer uso de la meretriz, aun contra la voluntad de ella. Porque si bien según la ley ordinaria se requiere el consentimiento particular para el matrimonio, sin embargo en el caso en que Dios uniera entre sí a dos que lo rehusaran, su unión sería tan legítima y también mucho más que si ellos consintieran. El problema está en que a pesar de que no hubiera habido matrimonio causado por el consentimiento de los particulares, la autorización de Dios, por ser dueño de los cuerpos, no era suficiente para que la unión entre ellos no fuera fornicaria. Por eso lanza Soto la hipótesis de que no es de creer que Dios se sirvió para esto de su poder absoluto de Señor, sino que, como todo lo dispone suavemente, tal vez movió el corazón de uno y otra para consentir en el matrimonio y recibir descendencia. 2. En cualquier caso, por el sexto mandamiento de no fornicar sólo se prohíbe el concúbito o ayuntamiento carnal indebido, esto es, con mujer ajena o con una mujer no suya; pero no fue ese el concúbito de Oseas con una mujer fornicaria, puesto que, acercándose a ella por mandato de Dios, se acercó a la suya; efectivamente, se convirtió en su mujer por orden de Dios, autor del matrimonio. Pero este mandato puede tener dos sentidos. El primer sentido: que se fundó un verdadero matrimonio entre Oseas y la mujer fornicaria por el sólo mandato de Dios, independientemente del consentimiento de ambos; y este sentido, aunque probablemente pueda defenderse, Soto piensa que no es el adecuado, puesto que de la esencia del matrimonio son los consentimientos de los contrayentes, sin los que el contrato del matrimonio no puede salvarse por poder alguno, al igual que no puede salvarse realidad alguna sin lo que es propio de su esencia. El segundo sentido del mandato de concúbito es éste: que, por orden de Dios, Oseas contrajo verdadero matrimonio, interviniendo el consentimiento de ambos, cuando se le ordena acercarse a ella, tomarla por esposa y procrear con ella hijos de la fornicación. Y el procrear hijos de la fornicación, no significa que estos serían engendrados por el concúbito fornicario con una mujer no suya, sino que significaría o que Oseas adoptaría como hijos a los que la mujer había tenido de su fornicación anteriormente; o que Oseas engendraría hijos de una mujer fornicaria, esto es, entregada antes a la fornicación.


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11. Abrahán y el sacrificio de Isaac Otro tanto ha de decirse acerca de la historia de Abrahán. Porque al mandarle Dios que le sacrificara su hijo, no dispensó en manera alguna el homicidio; puesto que si no fuera más que Legislador, esto no podría hacerlo; mas como a la vez es Señor y dueño de la vida, pudo entregar a Abrahán la vida de su hijo, como un dueño cualquiera puede conceder la vida de un animal a quien quisiere. Por esta razón –dice Soto– no podía haber allí homicidio, porque, la prohibición del homicidio sólo comprende lo que la ley natural rechaza. Pero cuando le pedimos a Soto que ejemplifique el núcleo de la cuestión, propone casos en los que no se dirime el puro homicidio, sino hechos o castigos justificados por culpas y yerros más o menos graves. Y así –dice Soto– no es dispensa que uno mate al injusto agresor en defensa propia, porque esto no lo prohíbe la ley natural. De donde se sigue que si el hombre fuera dueño de su vida como lo es de la de sus animales, podría dar autorización a otro para que le diera muerte sin necesidad de dispensa. Y como Dios es dueño de esta manera de la vida, sin necesidad de dispensa pudo hacer entrega del hijo a su padre para que lo degollara.

12. Sentido teológico de las paradojas exceptivas en la fragilidad entitativa del hombre Por fin, el segoviano deja a un lado la inexactitud de los ejemplos y su exiguo teclado filosófico, afrontando como teólogo los casos de las “paradojas exceptivas”. En realidad, el segoviano repite tímidamente lo que había enseñado Santo Tomás con gran profundidad teológica, a saber, que Dios no sólo como Señor, sino también como Legislador y juez, puede dar muerte a uno que esté libre de culpa actual, pero no de culpa original. En Adán todos hemos pecado y arrastramos misteriosamente una culpa inicial. Y a causa de la prevaricación de Adán todos hemos incurrido en pena de muerte, que de día en día se nos aplica por medio de enfermedades y desgracias imprevistas. Bajo este arco teológico están los casos de las “paradojas exceptivas”. En primer lugar Soto indica que la muerte natural fue inducida por potestad divina debido al pecado original. Por lo tanto, la muerte puede ser infligida a todo hombre, perverso o inocente, por mandato de Dios sin cometer injusticia alguna. Ahí debe comprenderse el caso de Abrahán. Teológicamente hablando, todo hombre por muy inocente que sea, debido a la culpa original ha contraído el deber de someterse a la muerte natural; ahora bien, la muerte, infligida por mandato de Dios, es considerada natural, puesto que no sólo en las cosas


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humanas todo lo que es encomendado por Dios le es a Él debido, sino también en las realidades naturales, todo lo que es hecho por el mismo Dios es en cierto modo natural, como enseña el propio Santo Tomás. El Aquinate había advertido que el homicidio en cuanto que está prohibido por el quinto mandamiento del Decálogo tiene la naturaleza o el carácter de indebido; pues así, este precepto contiene la esencia de la justicia. Ahora bien, respecto al juicio divino todos los hombres están sometidos a la muerte en razón de la culpa original por orden de Dios: y no de modo indebido, sino debido, pueden recibirla a título de juicio justo y además en razón del supremo Señor de la vida y de la muerte. Dejo aquí apuntada esta impresionante argumentación teológica.

13. La paradoja de la mentira 1. Quiero terminar, saliéndome ya del campo de lo teológico, tan necesario para entender las “paradojas exceptivas”. Pretendo con brevedad poner de relieve las bases ontológicas, antropológicas y éticas en que Soto se apoya para afirmar que no se pueden dispensar los preceptos de la ley natural. Me voy a detener en un sólo precepto que nunca estuvo de moda, el de no mentir. Soto considera que la materia de este precepto tiene la malicia y la deshonestidad tan intrínseca e inseparable que por ningún motivo y por ninguna circunstancia puede ser ennoblecida, y, por consiguiente, no puede ser ordenada, aconsejada ni concedida por Dios, quien no puede mandar, aconsejar ni conceder un mal moral, inhonesto y contra la recta razón, puesto que sería contrario a su bondad y justicia. De esa índole es también la materia del primer precepto del Decálogo, de modo que el odio a Dios es la aversión formal al propio Dios y la huida de Él, sobre las que como tales es imposible que caiga honestidad alguna. La mentira no puede ser ennoblecida por motivo alguno. Porque la mentira consiste en la disonancia de las palabras con los conceptos de la mente que habla; ahora bien, esta disonancia o discordancia de ningún modo puede ser ennoblecida; en efecto, es formalmente una deformidad, a saber, es contraria a la conformidad que por su propia naturaleza deben tener las palabras con los conceptos del hablante y para expresarlos han sido dadas y establecidas por la naturaleza las palabras. Además, porque, si pudiera la mentira ser ennoblecida, también Dios podría inclinar a ella ordenándola y aconsejándola; y, así, podría mentir mediante otro; y, consecuentemente, podría mentir por sí mismo directamente. Pero esto es incompatible con su veracidad, de la que de ningún modo puede apartarse, al


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igual que no puede apartarse de su bondad, induciendo a alguien a hacer el mal, puesto que ambas cosas son atributos suyos intrínsecos y naturales. El ser testigo de lo falso no deroga la veracidad divina. 2. Quizás podría objetarse que el oyente puede ceder en el derecho que tiene de no ser engañado por el hablante; luego, en esta circunstancia, el hablante permanecería libre de la obligación y débito de no engañar al prójimo y, en consecuencia, no tendría obligación de no mentir. Si me permiten decirlo, este sería el festín político más apetecible: que los votantes cedan su derecho de no ser engañados por el gobernante de turno; y que tal gobernante quede libre de la obligación de no engañar al prójimo, pues no tendría obligación de no mentir. Soto responde indicando que el caso es igual al del indigente extremo que no puede ceder el derecho de misericordia y que por mucho que él ceda, yo nunca me veré liberado del débito de socorrerle, puesto que son estos unos derechos naturales en los que, lógicamente, los acreedores no pueden ceder, ni los deudores pueden, por su voluntad, liberarse de los débitos de esta índole. Y aunque se concediera la hipótesis de que la mentira permanece libre de la disposición subjetiva del oyente, sin embargo, no permanece libre de otra disposición que consiste en la no conformidad de los signos externos con los conceptos. Esta es la disposición primaria e intrínseca de la mentira, disposición de la que, consecuentemente no hay posibilidad de liberarse. Ni siquiera los gobernantes.


CAPÍTULO 5 LA LEY DEL ACTO EMINENTEMENTE LIBRE. BÁÑEZ Y POINSOT

1. Libertad dialéctica e indiferencia ontológica 1. Uno de los puntos que diferencian la filosofía medieval de la moderna consiste en que aquélla admitió la posibilidad de una libertad que no fuese ni una expresión de mera fragilidad ni una búsqueda constitutiva y continua; o dicho de otro modo, consideró la posibilidad de un acto humano voluntario perfectamente saturable o saciable, no remitido a ulterior complemento. Ese punto se encuentra ligado a los muchos vectores medievales metafísicos que sufrieron variaciones y reorientaciones en la modernidad. Por ejemplo el vector que une la “voluntad de fines” a la “voluntad de medios” lleva consigo el vector que une el intelecto a la razón, interpretado a veces de tal manera que hizo desaparecer la aportación original que el pensamiento medieval atribuyó al intelecto1 y, con ello, a la voluntad de fines. A propósito de la voluntad humana, esa reorientación moderna ha impedido valorar la tesis tomista2 de que un acto “eminentemente libre” pueda no ser “formalmente libre”. Esta terminología expresa un problema que se refleja en algunas preocupaciones modernas. Por ejemplo, cuando Schelling afirma que la libertad es un “poder del bien ‘y’ del mal”3, obliga a pensar que con esa “y” copulativa se estructura formalmente la libertad o que ésta no debe ser comprendida de otra manera. La liber1

J. Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, Eunsa, Pamplona, 2009. Para ver la relación entre intelecto y razón, cfr. el capítulo I: “Intelecto, razón, entendimiento”, pp. 15-41. Para ver la relación paralela entre voluntad de fines y voluntad de medios, cfr. el capítulo IV: “Intelecto y sentimiento”, pp. 111-129. 2

Las expresiones “formalmente libre” y “eminentemente libre” aparecen propiamente en el Siglo de Oro, con los autores tomistas de la Escuela de Salamanca y sus discípulos. 3

“Der Idealismus gibt nämlich einerseits nur den allgemeinsten, andererseits den bloß formellen Begriff der Freiheit. Der reale und lebendige Begriff aber ist, daß sie ein Vermögen des Guten und des Bösen sey”; cfr. F. W. J. Schelling, Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, 1809, p. 28.


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tad humana sería constitutivamente dialéctica, braceando siempre entre los opuestos del bien y del mal: aquí se hermana la fragilidad antropológica con la pujanza dialéctica. Me propongo mostrar que, en la línea histórica interna que va de Santo Tomás a la Escuela de Salamanca, existe el convencimiento de que la voluntad se rige internamente por un ámbito meta-dialéctico universal que hace posible una libertad superadora de la “indiferencia” psicológica propia de la libertad dialéctica. Santo Tomás había dicho que “la voluntad, en cuanto quiere naturalmente una cosa, responde más al intelecto [intellectus] de los principios naturales que a la razón [ratio], la cual está orientada al conocimiento de los opuestos. De ahí que consiguientemente la voluntad sea una potencia más intelectual que racional”4. ¿Qué quiere decir esto? Que el simple intelecto de los primeros principios se encuentra ya incluido de modo eminente en el complejo discurrir de la razón, discurrir que acontece con el movimiento que hila una cosa con otra; pero el intelecto mismo posibilita que la razón mantenga cierta “indiferencia ontológica” para deducir las diversas conclusiones: los contenidos racionales están virtual y eminentemente en los principios, de los que se deducen las conclusiones. De modo semejante, la voluntad, en cuanto inclinada naturalmente al fin, o a la felicidad en general, expresa mayor relación al intelecto de los principios; por tanto, encerrará en sí la potestad e “indiferencia ontológica” en orden a muchas cosas de modo más hondo que la voluntad dialécticamente libre –la que no es inclinada por la naturaleza, sino por el albedrío, siendo así que el apetito del fin último no está entre las cosas que dominamos5–. Luego, congruentemente, aquel apetito y amor al fin último y a la felicidad contemplada con claridad –aunque fuese una inclinación natural y necesaria– habría de encerrar en sí profundamente la indiferencia ontológica, puesto que se correspondería con la visión intelectual del primer principio real: Dios mismo. 2. Adelanto a continuación el contenido de la tesis que, a mi juicio, ha presidido indudablemente la configuración de la libertad en Santo Tomás y sus epígonos: un amor saturante o saciativo –que por hipótesis filosófica se podría identificar con el amor beatífico–, en cuanto se refiere al principio absoluto que lo colmara, sería en sí mismo necesario, mas respecto a los demás seres sería libre, puesto que ellos no encierran un sumo bien que impusiera necesidad: dicho amor, que sería necesario respecto al principio real absoluto, tendría a su vez fuerza y eminencia de acto libre respecto a los objetos particulares. Son muchas las tesis metafísicas implicadas en el abrupto compendio que encierran las anteriores palabras (por ejemplo, la tesis gnoseológica del 4

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a1, ad1.

5

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a1, ad3.


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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realismo y de la posibilidad de probar la existencia de un primer principio metafísico; también la tesis metafísica de la posibilidad real de una trascendencia de la voluntad; y otras). Las doy aquí por supuestas, y no entraré en ellas. Pues el objetivo de este capítulo se centra en un aspecto de la estructura metafísica de la libertad humana. Ciertamente, en un sentido general y formal, la libertad posee la indiferencia ontológica propia que, por su espiritualidad, le da la “universalidad” en el obrar respecto a muchas cosas; y, de modo semejante, posee “contingencia” para querer o no querer. Pero un amor que se ordenara necesariamente a un principio real absoluto implicaría la “indiferencia ontológica” más perfecta hacia las demás cosas, aunque no su “contingencia” –o fragilidad– respecto de aquel principio; por esta razón, sería “meta-dialécticamente libre” en tanto esa libertad nace de la universalidad propia del poder que un sujeto tiene con respecto a muchas cosas –universalidad que es la raíz de la libertad dialéctica–. De modo que la voluntad sería dialécticamente libre cuando implica contingencia y mutabilidad, puesto que necesariamente se movería hacia tal o cual fin visto en particular. Pero si la voluntad fuese meta-dialécticamente libre, no se movería a amar necesariamente aquel bien u objeto supremo mediante la luz de un juicio limitado o coartado que lo propusiera imperfectamente, sino que se movería por la presencia intelectiva de una plenitud del bien universal que llenaría la capacidad y la universalidad entera de la voluntad. Por lo tanto, de la misma manera que de esa universalidad nace, hacia abajo, la libertad y la indiferencia psicológica respecto a los objetos particulares que no adecuan o igualan toda su capacidad y virtualidad, así también habría, hacia arriba, una tendencia necesaria respecto al objeto que adecuara y colmara toda esa universalidad. Si no estuviera determinada coactivamente a una sola cosa, y en sí misma quedara completada y satisfecha toda la indiferencia y la potestad universal a muchas cosas, sería meta-dialécticamente libre, puesto que se llenaría toda la universalidad e indiferencia de la facultad. Por otra parte, ese carácter meta-dialéctico de la libertad –que es una libertad radical y trascendental– no es nada más que la facultad o potestad total y universal, en cuanto que es completada y colmada por el bien universal, ya que la universalidad de la voluntad es la raíz de la libertad. Y el caso es que la libertad formal o dialéctica se ejerce cuando esta potestad universalísima se relaciona con bienes determinados y limitados, de los que ninguno iguala y llena la universalidad entera de la voluntad6. Ahora bien, hay en el seno de esta tesis algunas implicaciones ontológicas y antropológicas que conviene dilucidar.

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Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n22-n24, pp. 373-374.


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2. Lo voluntario necesario y lo voluntario libre 1. Una vez que Santo Tomás establece la diferencia entre el acto voluntario perfecto y el imperfecto, indica que el voluntario perfecto no se identifica con el acto formalmente libre: en virtud de la constitución interna de la voluntad, puede darse un voluntario perfecto que sea necesario; con todo, ese voluntario sería libre en sentido eminente o meta-dialéctico, aunque no lo fuese en sentido formal y dialéctico. Así lo vieron también los autores de la Escuela de Salamanca – como Medina y Báñez– y sus epígonos –como Araújo y Poinsot–. O sea, el acto voluntario perfecto sería siempre libre; habría una libertad dialéctica y una libertad meta-dialéctica en él; y no siempre sería dialécticamente libre, porque podría ser necesario. Esta tesis es establecida en función de la posibilidad de un amor plenamente saturante, que sería a la vez necesario y voluntario. ¿Cómo es posible pensar aquí la necesidad en la libertad? 2. Analizaré estos conceptos ciñéndome a los comentarios de Juan Poinsot, quien aclara admirablemente la doctrina de Bartolomé de Medina y Domingo Báñez. ¿Qué es el acto voluntario perfecto, el dialéctico libre y el meta-dialéctico libre? Voluntario perfecto es el acto que procede de la voluntad –del principio intrínseco– con plena advertencia y con perfecto conocimiento del fin –conocimiento intelectivo que conoce el fin en razón de fin, esto es, en razón de la aptitud que tiene para ser fin–. El acto voluntario libre es el que en sí mismo puede obrar o no obrar, puestas todas las condiciones para actuar, esto es, cuando el obrar o no obrar está en sus manos –en el albedrío propio– y no proviene de un principio extrínseco que lo aplique o impida. Por otra parte, este acto libre exige internamente una potencia no coartada o restringida a éste o aquel objeto, sino una potencia amplia, universal, abierta a todo bien; pues de ello depende que, respecto a cualquier bien determinado que no responda adecuadamente a toda su universalidad, no se vea compelida a aceptar tal bien o a operar sobre él7. De ahí nació la distinción de lo “libre” en cuanto al ejercicio y lo “libre” en cuanto a la especificación. En efecto, la libertad de ejercicio es la indiferencia en el poder que tiene el sujeto para emitir sus actos; y así se explica que esta libertad fuese llamada “de contradicción”: es la potestad que se tiene para que el acto se realice o no, y para que salga de una manera o de otra. En cambio, la libertad de especificación es la indiferencia en el poder que el sujeto tiene sobre los diversos actos específicamente tomados; y, dado que la es7

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n11, p. 369.


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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pecificación viene de los objetos, esta libertad es considerada según los diversos objetos, en cuanto que la voluntad puede alcanzarlos. Mas como el objeto principal de la voluntad es el bien y el mal, y como estos conllevan entre sí contrariedad, esta libertad se llama “de contrariedad”, pues en la voluntad existe la potestad para obrar el bien o el mal, y no sólo para obrar o no obrar pura y simplemente. Es en esta perspectiva donde ha de integrarse la citada definición que Schelling ofrece de la libertad como “poder del bien y del mal”; sólo que en el esquema tomista la “y” copulativa es en realidad una “o” disyuntiva: diferencia que permite delimitar en ambas representaciones la estructura de la libertad.

3. Libertad para el bien o para el mal 1. Hablar de un acto formalmente libre y de un acto eminentemente libre – que, sin embargo, sea necesario–, implica haber entendido que el acto “formalmente libre” es el que procede con indiferencia formal y con contingencia –sin ninguna necesidad–, de modo que puede no proceder u ocurrir: es lo que sucede cuando comúnmente operamos en nuestra vida espiritual. Por su parte, el acto “eminentemente libre” es el que procede sin esa indiferencia formal, pero con necesidad, aunque no originada por una coacción o coartación de la potencia, sino por la adecuación –o saturación– de toda la universalidad de la potencia en su obrar. Éste es el punto que se le escapaba a Schelling. En efecto, dado que la raíz de la libertad nace en nosotros de la universalidad de esta facultad que se abre a todo ser o a todo bien, de ello resulta que, siempre que la voluntad opera con esta universalidad, obra con libertad, puesto que la universalidad conlleva la indiferencia o es la raíz de la indiferencia; ahora bien, esta indiferencia y universalidad se comporta de manera que, respecto a un bien que es limitado y no se adecua a la universalidad entera de la facultad – no la satura plenamente–, la voluntad opera con indiferencia y libertad formal; en cambio, en un bien universalísimo y sumo –como para la metafísica clásica es Dios contemplado con claridad–, se saturaría toda la universalidad y se rebasaría la indiferencia de la voluntad. De ahí que hacia semejante objeto no podría operar indiferentemente, aunque actuara según la raíz de la indiferencia, que es la universalidad de la voluntad con plena advertencia cognoscitiva: y ahí estaría la libertad de modo eminente. 2. Así pues, la necesidad de la voluntad puede provenir de dos fuentes. Primero, de la imperfección y coartación del conocimiento a una sola cosa y, consecuentemente, del alejamiento de la indiferencia de la voluntad; como acaece


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en nuestros movimientos indeliberados. Segundo, de la adecuación y saturación de toda la universalidad de la facultad, y entonces no permanece la indiferencia formal para obrar o no obrar, puesto que no puede quedar dentro de una adecuación completa; con todo, permanecería la universalidad en el obrar con plena advertencia cognoscitiva, que es la raíz y la eminencia de la libertad8.

4. Libertad: el principio subjetivo y el fin objetivo 1. La tesis de que el perfecto acto voluntario no se identifica con el acto formalmente libre fue defendida coherentemente por los autores más importantes de la Escuela de Salamanca, como Bartolomé de Medina9, o por los que a estos siguieron, como Juan Poinsot. Esta tesis está explícita en Santo Tomás, cuando dice que “la necesidad natural no elimina la libertad de la voluntad, pero ésta es suprimida por la necesidad de coacción”10; o también, que “no es impotencia de la voluntad el ser llevada necesariamente a una cosa por inclinación natural, porque esto es propio de su fuerza o virtud, al igual que un cuerpo grave es tanto más fuerte o tiene tanto más poder cuanto con mayor necesidad es llevado hacia abajo”11; o finalmente, que “la necesidad natural no es incompatible con la dignidad de la voluntad, sino que con ésta es incompatible la sola necesidad de coacción”12. El Aquinate claramente afirma que el acto voluntario perfecto en nada se ve empequeñecido por el hecho de ser necesario, ni por la inclinación natural, puesto que en ello no existe, sin más, necesidad de coacción. Por lo tanto, si el acto voluntario se produce con plena advertencia y conocimiento perfecto, cuanto más natural sea, tanto más íntimo y perfecto voluntario será. Es claro que como teólogo el Aquinate está pensando concretamente en la forma del “amor beatífico”, el cual sería necesario y, sin embargo, también sería perfectísimamente voluntario. Pero esa forma de amor ejemplifica la tesis de que la esencia del acto voluntario perfecto no está en el acto formalmente libre, sino que puede hallarse en el acto necesario13. Sólo con la negación metafísica de la posibilidad de ese amor saturante –negación que a mi modo tiene su acomodo

8

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n13, p. 370.

9

Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q6.

10

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a2, ad2.

11

Tomás de Aquino, De veritate, q22, a5, ad1.

12

Tomás de Aquino, De veritate, q22, a5, ad4.

13

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q82, a2.


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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en la filosofía moderna– se hace inútil la tesis de un acto humano “eminentemente libre”. 2. Que los enfoques psicológicos modernos no admitan la posibilidad de semejante “libertad eminente” es el índice de una preocupante quiebra filosófica. Juan Poinsot explica este interesante punto de la siguiente manera14: si el hombre obtuviera la visión beatífica, reluciría en ella el carácter de bien sumo por parte del objeto (Dios, claramente contemplado) y, a la vez, tendría la fruición o gozo sumo por parte del sujeto, o sea del acto volitivo con el que se le ama. No habría ningún aspecto de mal ni en el objeto –para que no fuese amado–, ni en el acto –para que se alejara del sumo ser–; por consiguiente, existiría la necesidad en el acto y en el objeto. La libertad no sería ya un poder del bien y del mal. Pues dado que toda la universalidad de la facultad volitiva se cumpliría en el amor del bien universalísimo, no quedaría lugar ya para la indiferencia en la voluntad, de modo que ésta pudiera alejarse del acto o del objeto. Y aunque en esta vida el amor fuese perfectamente voluntario e inclinara voluntariamente a Dios, tal amor se perfeccionaría en la visión intelectiva de Dios, no sólo por parte del conocimiento –ya que ver a Dios sería un conocimiento más perfecto que el poseído en esta vida–, sino también por parte de la inclinación y del principio intrínseco, puesto que con total fuerza y empeño se movería hacia Dios con entera voluntad, sin coacción o imperfección alguna. De modo que con el amor perfecto cesaría, en la visión beatífica, el carácter del acto libre formal, pero no cesaría la perfecta índole del acto voluntario: ese amor sería de tal modo necesario que colmaría perfectamente la voluntad y procedería con todo empeño y plenitud de la voluntad; en consecuencia, la voluntariedad sería mayor y más perfecta. Es más, los autores de la Escuela de Salamanca aclararon que en el acto del amor beatífico se encontraría de manera total y perfecta la definición del voluntario. Recuerdan que la definición de voluntario conlleva dos aspectos: el proceder de un principio intrínseco y el conocimiento del fin. Entonces, el voluntario es perfecto cuando es perfecto el conocimiento que influye sobre él y lo causa: tendrá su origen en la plétora del conocimiento y no en un impulso natural ciego. Ahora bien, en aquel acto exuberante se hallaría, de un lado, el principio intrínseco, esto es, la voluntad orientada con toda su fuerza vital hacia Dios; y de otro lado, el conocimiento consumado –la visión intelectiva de Dios que influye perfectamente en ese amor–. El amor procedería de la voluntad no por un ciego impulso –como lo es el apetito natural carente de conocimiento–, 14

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp2, a2, n1, n5, n8, n11, n15-n19; pp. 169-177.


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sino por la influencia de esa visión intelectiva y de la representación del sumo bien, la cual implicaría un conocimiento adecuado a toda la universalidad del entendimiento y de la voluntad, mas no un conocimiento coartado a un solo objeto: se trataría, pues, de un acto voluntario perfecto15.

5. El acto eminentemente libre por parte del sujeto y del objeto 1. Pero algunos autores del Siglo de Oro español no aceptaron esa tesis: así ocurrió con Vázquez16, Salas17 y Lorca18, influidos quizás por Almain y Conrado. Vázquez y Lorca vinieron a decir que la visión beatífica y el amor que le sigue serían más perfectos de modo entitativo y especificativo por parte del objeto, pero no lo serían de modo psicológico y moral por parte del proceder del sujeto. Si el acto voluntario sólo pudiera llamarse tal por parte del sujeto – puesto que el voluntario pertenece al modo de proceder de una voluntad que se mueve una vez conocido el fin–, entonces la perfección de un objeto que adecuara toda la voluntad impediría la perfección del voluntario que está en el sujeto, puesto que no dejaría en poder de esa facultad el moverse perfectamente con pleno dominio e indiferencia. Probablemente sería ésta la objeción que Schelling enfrentaría a la tesis de una voluntad “eminentemente libre”. Según Lorca, a pesar de que la visión de Dios fuese un conocimiento más perfecto, su influjo en la operación de la voluntad no sería mayor que el conocimiento indiferente que mueve al acto libre; este último conocimiento no sólo propone la bondad del objeto, sino que también emite un juicio acerca de si la operación de la voluntad se ejecuta o no se ejecuta. Ahora bien, el conocimiento que determinara un acto necesario propondría evidentemente la bondad de un objeto, pero sobre la operación de la voluntad no determinaría si se ejecuta o no: puesto que, siendo necesaria esa operación, nacería del impulso natural, no de la determinación y arbitrio del juicio. Lorca se sirve del ejemplo de la “predeterminación física” que defienden los tomistas: porque esta predeterminación física la imprime el autor de la naturaleza y no se ejecuta bajo la determinación del juicio; consiguientemente, es menos perfecta en cuanto a la volun-

15

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n15-n16, p. 371.

16

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, disp23, c4.

17

Juan de Salas, Disputationes in primam-secundae, disp1: De voluntario, sec2.

18

Pedro de Lorca, Commentariorum et Disputationum in Primam Secundae, t. I, disp1: De voluntario.


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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tariedad, aunque sea más perfecta y esté más en acto, al eliminar la expansividad del juicio y la indiferencia para obrar19. 2. Juan Poinsot replica que el punto débil de Vázquez y Lorca está en haber pasado por alto que en el amor beatífico el voluntario sería más perfecto no sólo por parte del objeto, sino también por parte del sujeto. Su perfección sería tanto objetiva como subjetiva: no consistiría solamente en que tiene el objeto más perfecto –Dios en sí–, sino también en que la voluntad, en dicho acto, no se movería de un modo ciego, sino por la fuerza de la visión intelectiva y por la representación perfecta del sumo bien, de modo que cuanto más perfecto fuese el conocimiento, tanto más intensamente y con tanta más perfección se movería la voluntad hacia el objeto más perfecto. Luego en la emisión de este acto de amor, la voluntad sería regulada y dirigida por la propia visión intelectiva, no por un impulso ciego –semejante a un apetito innato–: sería llevada por un apetito elícito, alumbrado por el conocimiento. Este modo del acto voluntario no sólo es más perfecto en el orden especificativo –por parte del objeto–, sino también en el orden subjetivo, el de la emisión directa –elícita– del acto: porque el acto procedería, por una parte, de la fuerza vital íntegra que dinamiza toda la voluntad y, por otra parte, del conocimiento que adecuaría la universalidad entera de la voluntad. Si hay universalidad completa de la voluntad y advertencia cognoscitiva perfecta de la intelección cognoscitiva, evidentemente el voluntario es perfecto no sólo por parte del objeto –esto es, Dios en sí mismo–, sino también por parte del sujeto y del modo en el que procede de él. Realmente en los demás actos libres, el modo del sujeto consiste en proceder también de toda la potencia de la voluntad y del conocimiento perfecto del fin20. 3. Para Poinsot no puede decirse que a ese acto exuberante le falte otro aspecto del voluntario, el que desde el sujeto se refiere al objeto, a saber, la indiferencia y el dominio por el que el acto puede proceder o no proceder del sujeto. Pues una cosa es que el acto esté más en nuestras manos –en nuestro libre dominio–, y otra es que sea más voluntario, esto es, que provenga de una mayor inclinación de la voluntad –cooperando el juicio– y del conocimiento del fin. Si, como es el caso, el voluntario y la inclinación son regulados y se despliegan debido a la misma representación intelectual del bien que atrae y estimula la

19

Ésta es la síntesis que sobre la doctrina de Lorca y Vázquez hace Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n17, pp. 371-372. 20

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n18, pp. 372-373.


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inclinación de la voluntad, resulta que cuanto más crece el bien que así atrae por un conocimiento mayor, tanto más crece la inclinación de la voluntad y la propia índole del voluntario; y si el bien es sumo, será suma y perfecta la índole del voluntario. Ahora bien, el acto “formalmente libre” no es regulado por un bien cualquiera, sino por un bien que es indiferente y limitado, de modo que no llena toda la capacidad de la voluntad, sino que deja en ella espacio para poder moverse o no moverse hacia el bien, para emitir el acto o interrumpirlo. Por lo tanto, aunque ahí crezca o se conserve la indiferencia de la libertad, no por eso se sigue que el voluntario crezca y se perfeccione. En cambio cuanto más crecen el bien y su manifestación, tanto más crece el voluntario, puesto que entonces la inclinación es más profundamente estimulada y atraída; de modo que si la universalidad entera de la voluntad se adecuara perfectamente y se inclinara totalmente, también se haría voluntaria y gozosa, aunque la indiferencia quedara eliminada, puesto que ésta no puede mantenerse respecto a un bien que se adecua a toda la plenitud de la voluntad: la libertad formal se comporta inadecuadamente respecto al bien, lo cual ocurre de cara a un bien limitado. 4. Pero Lorca alegaba que en la visión beatífica sólo habría, por el lado del intelecto, un juicio sobre la bondad del objeto, y no sobre la operación de la voluntad. A esto responde Poinsot que el juicio sobre la bondad del objeto y de la conveniencia del acto influiría en el acto de amor beatífico más que en los otros actos libres dirigidos a los bienes particulares: porque en la visión beatífica no sólo se manifestaría que la suma bondad por parte del objeto es amable, sino también que el ejercicio del acto de amar es bueno y conveniente hasta el punto de que su cesación no podría ser propuesta de ningún modo, en cuanto que es un acto apetecible. En realidad el acto eclosionaría como fruición o gozo del bien sumo y de la felicidad eterna, la cual nunca podría ser juzgada inconveniente u onerosa; por consiguiente, el juicio práctico que el sujeto se formaría de la visión beatífica, no solamente calificaría la bondad del objeto, sino también la conveniencia del acto –la operación de la voluntad–, no menos que en los demás actos libres21. Y, en fin, respecto a lo que Vázquez y Lorca objetaban, tomando como punto de comparación la predeterminación física, Poinsot responde que esta predeterminación sólo elimina la “indiferencia propia de la potencialidad” en la voluntad, mas no la “indiferencia de dominio y potestad” o universalidad en el obrar. Porque hay una doble indiferencia en el hombre. La primera es la indiferencia propia del dominio y de la universalidad de la facultad, en cuanto que la voluntad es capaz de extenderse a muchos actos y también a su cesación; de 21

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n20, p. 373.


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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esta forma la voluntad posee la indiferencia o universalidad respecto a ellos y, así, su poder de obrar se opone a la coacción y coartación a una sola cosa; si se elimina esta indiferencia, la libertad desaparece. La segunda indiferencia es la que reside en la irresolución, que viene a ser como una indeterminación, fluctuación o perplejidad; y existe a modo de potencialidad e imperfección, esto es, cuando el sujeto no queda inclinado más a una parte que a otra; o, si se inclina, lo hace débilmente, o incluso no se determina concretamente aquí y ahora, quedándose en potencia para obrar; esta indiferencia potencial es imperfecta, y le impide obrar, puesto que siempre que un sujeto se halla en ese estado, no se decide y, así, no opera. Por consiguiente, la determinación, o la resolución de esta indiferencia, no suprimiría la libertad, sino que la ayudaría y conduciría al acto. Y para esto se propone ontológicamente la predeterminación física que, para Poinsot, no es cosa distinta de la resolución de la indiferencia suspensiva y de la perplejidad, en cuanto que dicha resolución no se produciría sólo por el objeto que estimula y el juicio que propone –lo que es una moción moral–, sino que también se produciría por parte de Dios que opera en el interior e inspira la voluntad, con una moción física22.

6. La vinculación del voluntario perfecto al conocimiento 1. Como se puede apreciar, la tesis moderna de que el voluntario más perfecto no es el necesario, sino el formalmente libre, tiene hilos argumentales muy sutiles. Por uno de ellos encontramos la objeción de que es voluntario el acto que procede de un principio intrínseco con el conocimiento del fin; pero no sería voluntario perfecto el que procede del conocimiento que más influye en el acto de la voluntad; porque el voluntario perfecto proviene del conocimiento indiferente y formalmente deliberado, no del conocimiento que elimina la indiferencia y la necesidad en la propia voluntad, por muy elevado y noble que fuese tal conocimiento; luego el voluntario más perfecto sería el formalmente libre, no el necesario. Bajo este hilo argumental se insistiría en que cuando el voluntario es libre formalmente, la voluntad se mueve más por sí misma y no es movida desde fuera, al estar en su potestad el moverse o no moverse; en

22

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n21, p. 373.


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cambio, cuando la operación es necesaria, la voluntad es guiada más por otro que por sí misma23.

23

Hay algún texto de Santo Tomás que aparentemente induce a cambiar el sesgo de la vinculación del voluntario perfecto al conocimiento. En Summa Theologiae (I-II, q6, a2) dice: “El voluntario, en su noción perfecta, sigue al conocimiento perfecto, esto es, en cuanto que, una vez aprehendido el fin, uno puede, deliberando sobre el fin y sobre los medios que pertenecen al fin, moverse o no moverse hacia él; en cambio, el voluntario imperfecto sigue al conocimiento imperfecto del fin, esto es, en cuanto que aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia él”. Vázquez y Lorca estimaban que este pasaje fija claramente en el conocimiento el concepto perfecto del voluntario, puesto que un sujeto, después de deliberar sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él. Según estos autores, Santo Tomás dice que el voluntario perfecto debe ser libre, y debe serlo formalmente, puesto que puede moverse o no moverse hacia el fin. Sin embargo, Poinsot hace observar que el pasaje citado de Santo Tomás, tomado en solitario, tiene varias interpretaciones. Y hay dos que parecen más conformes con la doctrina completa del Aquinate. Según la primera interpretación, cuando Santo Tomás dice que “el voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto” nos transmite el concepto íntegro de voluntario perfecto; en cambio, cuando dice que “una vez aprehendido el fin, uno puede moverse o no moverse hacia él”, solamente expone un ejemplo de voluntario perfecto mostrando lo que nos es más conocido, a saber, el acto libre. Y así el sentido de las palabras de Santo Tomás es el siguiente: el voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto del fin, como es patente en el ejemplo, cuando, una vez aprehendido el fin, uno puede, deliberando, moverse o no moverse, cosa que corresponde al acto libre. De modo que la expresión “una vez aprehendido el fin”, no es una parte de la definición del voluntario perfecto, como si esa parte perteneciera a todo lo voluntario perfecto, sino que es una explicación de él con un ejemplo; pues realmente el acto libre es voluntario perfecto y el que nos es más conocido: y así es el más apto para explicar el voluntario perfecto. Por último, cuando Santo Tomás habla del voluntario imperfecto, añade a modo de ejemplo: “Esto es, en cuanto que, aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia él”. Pero es evidente que no todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito; pues los animales no siempre se mueven inesperada y súbitamente, sino que a veces avanzan lentamente o se detienen. De modo semejante, el amor supremo –el que tendría el hombre en contacto con Dios– es de algún modo voluntario, ya que procede de la voluntad y con conocimiento; sin embargo, no procede como un movimiento súbito y repentino; luego no está en la línea del voluntario imperfecto. Ciertamente Santo Tomás pone en la línea del voluntario imperfecto aquél en que el hombre se mueve súbitamente; luego, cuando no se mueve súbitamente no será un voluntario imperfecto. Pero Santo Tomás no dice que todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito: se limita a indicar que el movimiento súbito e indeliberado es un ejemplo para explicar el voluntario imperfecto. Y lo mismo cabe decir del voluntario perfecto: Santo Tomás aduce el movimiento libre o deliberado como un ejemplo para explicar el voluntario perfecto, no porque pertenezca al concepto de todo voluntario perfecto. Según la segunda interpretación, Santo Tomás admite que todo voluntario perfecto es libre; pero Poinsot matiza que el Angélico habla del acto libre que puede serlo o de manera eminente o de manera formal, y no solamente del formalmente libre; por otra parte, el amor supremo –en


I. 5. La ley del acto eminentemente libre

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Algo semejante –prosigue la objeción– ocurriría por el lado del conocimiento: pues el conocimiento indiferente parece que influye más en el acto de la voluntad, ya que tal conocimiento no sólo propone el objeto, juzgando su bondad, sino también juzgando el propio acto y la conveniencia de ponerlo en práctica o no, pues esto pertenece a la indiferencia del ejercicio. Mas en la visión del principio real absoluto no se presentaría ese conocimiento o juicio y, consiguientemente, no se daría su influjo; pues una vez propuesto el bien supremo, no habría necesidad de juzgar si el acto es conveniente ni si hay que ponerlo en práctica, ya que se produciría necesariamente y por el impulso de la naturaleza; de este modo, la visión intelectiva no influiría en el acto de la voluntad por modo de motor intrínseco24 –ya que el conocimiento es un motor intrínseco–. 2. Poinsot argumenta en contrario, negando que la voluntad se mueva más desde su interior con el conocimiento indiferente que con la visión intelectiva del principio real absoluto. Para probarlo indica que cuando la voluntad es formalmente libre se mueve más que cuando ejerce un acto necesario, si el acto es necesario por la imperfección y coartación del juicio que propone algo a la voluntad y la mueve. Pero si el acto de la voluntad es necesario cuando la necesidad se origina de la plenitud del conocimiento, de la universalidad del objeto que iguala y adecua toda la capacidad de la voluntad, esta necesidad e impulso no disminuye la índole del voluntario, puesto que la voluntad se mueve desde su interior tanto más cuanto que proviene de un conocimiento más perfecto y de la bondad más universal del objeto. Aquella necesidad e impulso iguala más la inclinación de la voluntad y así consigue que la propia voluntad se mueva más desde su interior, al moverse con una inclinación mayor y más plena, puesto que toda necesidad en el obrar proviene de la plenitud y de la adecuación de la voluntad con el objeto.

contacto con Dios– es eminentemente libre, no formalmente, puesto que procede de la voluntad según la adecuación total de su potestad y según toda la universalidad e indiferencia que posee; esta universalidad es principio de la libertad formal cuando se refiere a los bienes particulares. De suerte que el sentido del texto de Santo Tomás es éste: cuando uno delibera sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él, esto es, cuando el fin es de tal índole que puede haber deliberación sobre él, como ocurre con el bien particular y limitado fuera de Dios. En cambio, cuando el fin no admite que se delibere sobre él, puesto que es el sumo bien, contemplado claramente en sí mismo, entonces no hay posibilidad de moverse o no moverse formalmente hacia él, sino sólo eminentemente, en cuanto que procede de toda la universalidad y de toda la capacidad y adecuada indiferencia de la voluntad; Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n33n40, pp. 377-379. 24

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n41, pp. 379-380.


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3. No obstante, un moderno podría decir que con el conocimiento indiferente la voluntad libre se mueve más porque puede detenerse, o también omitir el acto y así es más dueña de sí misma. Un tomista alegaría que esto no es moverse más absolutamente, de manera pura y simple; más bien, sería moverse en sentido relativo, bajo el supuesto de la imperfección del objeto: un bien determinado y no adecuado a la capacidad de la voluntad. Así pues, la perfección de operar que tiene la voluntad, moviéndose e inclinándose al objeto, no consiste absoluta y simplemente en que pueda o no pueda realizar el acto o abandonarlo, sino en que sea atraída por una mayor universalidad y plenitud hacia el objeto, partiendo de un conocimiento más perfecto y pleno del bien. Efectivamente, cuando el conocimiento fuese más perfecto y el bien más universal, la voluntad se movería más perfectamente si es adecuada o saturada por tal bien y es movida a él según toda su universalidad y según su indefinida capacidad; pues entonces la inclinación sería mayor, aunque la contingencia o libertad formal fuese menor. Bajo este aspecto de lo voluntario, la perfección pura y simple se expresa en la mayor inclinación si es universal y si procede de un bien más universal que adecua o iguala toda la capacidad de la voluntad con un conocimiento perfecto. Ahora bien, en el supuesto de que no sea adecuada o colmada toda la universalidad y la capacidad de la voluntad, sino que el bien sea inadecuado y limitado respecto a la voluntad, es claro que la libertad se movería más perfectamente cuando reservara la contingencia de ejecutar o no la operación; sin embargo, esto no es pura y simplemente más perfecto, sino sólo en el supuesto de que el objeto no fuese el sumo bien, ni fuese adecuada o llenada toda la voluntad. Tal es el citado punto en que la modernidad se distanciaría del pensamiento de Santo Tomás o de sus discípulos de la Escuela de Salamanca. Y en lo que respecta al influjo del conocimiento en el acto de la voluntad, Poinsot indica que, en el caso del amor orientado al principio real absoluto, el conocimiento influiría más que en los demás actos libres; porque la visión intelectiva de ese principio real y absoluto no sólo propondría la bondad del objeto, sino también originaría un juicio –referido a la emisión del amor– carente de indiferencia y contingencia, siendo expresivo de la adecuación y la plenitud de todo el bien, de modo que la interrupción o cesación del acto de ningún modo podría proponerse como buena. 4. En fin, podría quizás pensarse que el acto de amor saturante, por su amplitud, no sería propiamente “humano”, ni quedaría regulado por normas morales, pues lo que es necesario no necesita de normas; luego en cuanto al modo de operar sería menos propio del hombre en cuanto hombre. Pero Poinsot –reflejando el sentir de la Escuela de Salamanca– niega que el amor saturante no


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sea humano y moral de un modo superior y más eminente. Pues nuestros actos libres son morales y humanos en cuanto regulables por la norma de la razón, norma que se les aplica y que ejerce su regulación de modo extrínseco, la cual puede aplicárseles o no. En cambio, el amor saturante sería humano y moral no porque la norma le fuese aplicada extrínsecamente, sino porque estaría unida a él de manera íntima e inseparable. En este amor saturante se encontraría proporcionalmente la libertad, pero no de manera formal y contingente y con defectibilidad respecto a la norma o regla, sino de manera eminente y con la indefectible unión a la norma. Y aunque sería un acto necesario, su ley constitutiva no sería expresión de la necesidad de lo imperfecto –como acaece en los animales, cuyos actos no pueden ser regulados por la norma de la razón–, ni de una aplicación extrínseca y defectible, ni de una unión indefectible, sino de la necesidad de la adecuación, con la íntegra indiferencia y la universalidad de la voluntad, necesidad que hace eminente a la libertad25.

25

Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, I-II, q6, disp3, a2, n43-n48, pp. 380-382.



SEGUNDA PARTE PROYECCIONES DE LA LEY NATURAL



CAPÍTULO 1 DERECHO DE GENTES Y LEY NATURAL. VITORIA, SOTO, LUIS DE LEÓN

1. Fragilidad entitativa y operativa: el derecho de gentes 1. En el capítulo anterior se ha explicado que la ley es el principio intrínseco –medida y regla– de nuestras acciones; en tal sentido, la ley prescribe y prohíbe. Como tal, en primer lugar, la ley pertenece de modo principal y sustancial al intelecto: porque la ley viene a ser una luz que dirige las acciones hacia el fin debido: pues siendo ciega la voluntad, la iluminación ha de venir del intelecto. En segundo lugar, la ley pertenece al intelecto práctico. El intelecto especulativo y el práctico no se distinguen esencialmente entre sí, sino sólo por su dirección a distintos fines: el fin del intelecto especulativo es conocer la verdad; el fin del intelecto práctico es dirigir las operaciones. La praxis empieza donde termina la especulación, pues el intelecto especulativo se hace práctico por extensión: extiende el conocimiento de la verdad a las operaciones mediante una ordenación e intimación imperativa. En tercer lugar, la ley es una operación emitida por un hábito intelectual llamado “prudencia gubernativa”; mas no por la “prudencia monástica”. Una y otra coinciden en ser una “recta razón de lo que el hombre puede hacer [agibilium]”. Pero mientras la prudencia monástica dirige –desde los súbditos– las operaciones de cada hombre singular, la prudencia gubernativa dirige –desde el gobernante– las operaciones de la multitud. La prudencia gubernativa es una virtud intelectual, propia del gobernante que preside una multitud que es regida y conducida políticamente. De esta prudencia emana directamente la ley. En cuarto lugar, el propio sujeto de la ley es el intelecto del gobernante. De manera esencial está en él –que es el regulador–, siendo arquitectónico su arte; pero está de manera participativa en el intelecto del súbdito –el regulado–, cuyo arte es meramente manual, aplicativo. Y en cuarto lugar, la ley incluye por participación un acto de la voluntad, acto que propiamente no puede llamarse ley: porque sólo ilumina el intelecto, siendo ciega la voluntad.


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2. Se han distinguido también en el hombre dos tipos extremos de leyes: la natural –reflejo de la ley eterna– y la positiva –obra propiamente humana–. Entre ambas habría una ley intermedia, llamada “derecho de gentes”. El caso es que entre los autores del Siglo de Oro no hay un punto más controvertido – acerca de la calidad fundante de las leyes que regulan la conducta de los hombres– que el referente a lo que se llamaba “derecho de gentes”. Para unos pocos, identificable con el derecho natural. Para la mayoría, adscribible al derecho humano o positivo. Una cuestión polémica que arranca de muchos siglos atrás, especialmente de los juristas romanos, quienes a su vez habían recogido las enseñanzas de Cicerón. Efectivamente parece que fue Cicerón (106-43 a.C.) el que por vez primera usó técnicamente el nombre de ius gentium. Por ejemplo en sus Oratoriae partitiones ofrece una división del derecho, a saber, natural y positivo [natura atque legem]. El natural puede ser humano, como el de la equidad [aequitatis], y divino, como el de la religión [religionis]. El positivo puede ser escrito (a su vez privado y público) y no escrito (a su vez derecho de gentes y ‘derecho consuetudinario’): “sed propria legis, et ea quae scripta sunt, et ea quae sine litteris aut jure gentium aut maiorum more retinentur”1. Como fundamento de todo derecho positivo está el derecho natural: eius initium est ab natura profectum2. El derecho natural no se debe a la opinión humana, sino a una fuerza innata ligada a la religión, a la piedad, a la gratitud, al desagravio, al respeto, a la verdad: “Naturae quidem ius est quod nobis non opinio sed quaedam innata vis afferat, ut religionem, pietatem, gratiam, vindicationem, observantiam, veritatem”3. El derecho de gentes, aunque parezca reducirse al natural, en realidad es un derecho positivo directamente derivado de aquél, siendo su última aplicación el derecho legal y escrito. Si el derecho natural es de todos los hombres entre sí, el derecho de gentes, en cambio, compete a todos los de la misma nación; y el puramente legal o civil solamente conviene a todos los miembros de una misma ciudad4. Desde Cicerón, hablar del derecho de gentes era referirse, de manera interestatal, a la guerra y a la paz, a la inviolabilidad de los embajadores, al cumplimiento de las treguas pactadas, a la esclavitud, a las manumisiones (se consideraba que el hombre vencido en la guerra era del vencedor por derecho de 1

M. T. Cicerón, Oratoriae partitiones, c37.

2

M. T. Cicerón, De inventione rhetorica, II, c53; De oficiis, II, c54.

3

M. T. Cicerón, De inventione rhetorica, II, c53.

4

M. T. Cicerón, De officiis, III, c17.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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conquista, lo mismo que las tierras o los poblados, y por eso mismo se llamaban también mancipia, porque se capturaban con la mano), pero también, de manera intraestatal, a las sucesiones, a la libertad de comercio, al cumplimiento de los contratos, a las cosas de nadie [res nullius] concedidas al primer ocupante, etc. Este uso histórico del concepto de derecho de gentes –con los pertinentes ejemplos que los autores aducen– permite realizar el análisis de su esencia fenomenológica en su concreción temporal; es también importantísimo para determinar claramente su puesto en el conjunto del derecho; y muy especialmente para despejar las dudas acerca de si se identifica plenamente o no con el derecho natural. No es casualidad que Séneca (4-65), diferenciando el derecho natural y el derecho humano, ponga en este último el derecho de gentes, indicando los ámbitos de su competencia: la inviolabilidad de los embajadores y la libertad de comercio5; por eso es propio de este derecho reclamar lo que se nos debe, pero no pedir compensación por un regalo6. Son estos, de nuevo, los mismos ejemplos que tradicionalmente comparecen. Quintiliano (30-90) asigna al derecho de gentes el derecho de los hijos a la herencia de su padre que murió sin haber hecho testamento. 3. Como los juristas romanos tienen una orientación precisa hacia el derecho positivo –que es propio y peculiar de cada pueblo–, convienen en adscribirle un fundamento superior, un derecho común a todos los hombres. Por ejemplo Gayo (†160) dice en sus Institutiones que ese fundamento es el derecho de gentes o “derecho natural”, tomando indiferenciadamente estos dos últimos conceptos7. Indica que está constituido por la razón natural entre todos los hombres [quod naturalis ratio inter omnes homines constituit] y es llamado ius gentium; y añade de manera vaga: “como si todas las gentes convivan mediante este derecho” [quasi quo jure omnes gentes utuntur]. Quizás fue Ulpiano (228) el que más confusión introdujo en el concepto de derecho de gentes. Distinguía un derecho público, propio del estado en sus utilidades públicas (como la religión, los sacerdotes y los magistrados); y un derecho privado, propio de los miembros particulares de ese estado. Subdividía a su vez el derecho privado en derecho natural, derecho de gentes y derecho civil, definiendo el derecho natural como el que la naturaleza enseñó a todos los animales [quod natura omnia animalia docuit], considerando que el aparearse y el criar a los hijos no es propio o privativo del género humano. En cambio, el de5

L. A. Séneca, De beneficiis, I, c9, n4.

6

L. A. Séneca, De beneficiis, III, c14, n2-n3.

7

Gayo, Digestum, I, 1, 9; IV, 5, n8; VII, 5, n2.


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recho de gentes es el practicado por todos los hombres como tales, y a ellos solos conviene8; y trae el ejemplo de la esclavitud y la manumisión, puesto que solos los hombres hacen esclavos a otros. La misma doctrina de Ulpiano se repite en Justiniano (533), quien distingue claramente el derecho de gentes del derecho civil, un derecho que es propio de una ciudad. En cambio, el derecho de gentes está constituido por la ratio naturalis entre todos los hombres9, y en él se dan cita los ejemplos acostumbrados: la esclavitud de los vencidos, el libre uso del agua de los ríos y de la navegación por ellos y por el mar, la división de la propiedad, el derecho de comercio, de compra y venta, de alquiler, de contratos de trabajo, etc. El derecho romano se limitó a ratificar que el derecho natural era común a todos los animales –doctrina de Ulpiano adoptada por Justiniano–. 4. San Isidoro (†636) realizó una amalgama ecléctica con todas las doctrinas anteriores. Pero su autoridad fue tan grande que los autores del siglo XIII y XIV se vieron en la necesidad de justificar, hasta la extravagancia, las proposiciones en que el hispalense –siguiendo a Ulpiano– realizaba la división tripartita de derecho natural, derecho de gentes y derecho civil. Llamaba derecho natural al que es común a todas las naciones y se da en todas partes por instinto de la naturaleza, no por creación o institución humana [ius commune omnium nationum, et quod ubique instinctu naturae, non constitutione aliqua habeatur]; y cita como contenidos concretos de este derecho natural la unión del varón y de la hembra, la procreación de los hijos, la posesión común de todas la cosas, la común libertad de todos los hombres y la apropiación de todo lo que se caza y pesca en aire, tierra y mar; asimismo, la restitución de lo prestado o depositado y el rechazo de la fuerza por la fuerza, cosas que serían naturales. Introduce, pues, aquí los contenidos que en autores anteriores pertenecían o al derecho natural (lo que era común a todos los animales) o al derecho de gentes (la posesión en común, la libertad natural, la apropiación de todo lo que se caza y pesca en aire, tierra y mar). El derecho civil es propio o peculiar de cada pueblo o ciudad. El derecho de gentes contiene todo lo que tiene relación con la guerra, como la ocupación de una ciudad, la esclavitud de sus habitantes vencidos, la repatriación de los prisioneros; las alianzas, los tratados de paz, el convenio de las treguas, la inviolabilidad de los embajadores. Esta vez, los ejemplos concuerdan con los aducidos tradicionalmente. Se trata de un derecho que lo practican casi todas las gentes [et inde ius gentium, quod eo iure omnes fere gentes utuntur]. No es común a 8

Ulpiano, Digestum, I, 1, n1.

9

Justiniano, Digestum, I, 1, n9.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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todos los pueblos, sino casi común. Sólo el derecho natural posee una universalidad absoluta. En cuanto a las figuras jurídicas comprendidas bajo el derecho de gentes, ya los autores medievales, como Durando (†1334)10, habían confeccionado listas más o menos amplias, donde se indicaban: el dominio sobre las cosas, la guerra, los cautiverios, las servidumbres de los hombres; también la institución de los reyes, la creación de los magistrados, el establecimiento de las leyes civiles, la fundación de las ciudades, las embajadas, las alianzas, los comercios, los contratos de depósito, de préstamo, de comodato, de arrendamiento, de salario, de compra, de venta, de pignoración y de sociedades. Una amalgama heterogénea –pero fenomenológicamente importante– de derecho internacional público y derecho privado. A través de los ejemplos que unos y otros aducen, se aprecia que el derecho de gentes bascula fenomenológicamente o hacia un derecho positivo con carácter internacional público o hacia un mero derecho privado, establecido por los hombres (como los convenios de tregua, los tratados de paz, las alianzas, etc.), pero probablemente falte el derecho internacional privado (como se refleja en la prohibición de casarse con extranjeros). Debido a este origen humano, el derecho de gentes puede a veces fallar y ser injusto; cosa que no puede ocurrir con el derecho natural. No se puede definir el derecho de gentes sin tener en cuenta el cuadro esencial que esos ejemplos manifiestan. 5. También los maestros de la Escuela de Salamanca distinguen, como ya lo hicieron los medievales (San Alberto, Santo Tomás, San Buenaventura, etc.), entre el derecho natural y el derecho civil, ese derecho peculiar llamado derecho de gentes, una pieza con dos caras: por su anverso conviene con la ley natural, y por su reverso con la ley civil. Si, como se indicó en la Introducción, la naturaleza humana está tocada por la “ley del fomes”, si la razón práctica está debilitada por el pecado original, el “derecho natural” responde a una naturaleza en cuya definición se mantienen realmente las notas determinantes del hombre, pero el “derecho de gentes” viene a hacerse cargo de las tensiones opuestas (fragilidad operativa) con que está penalizada y debilitada esa naturaleza. De ahí que en los razonamientos utilizados para deducir cada concreto “derecho de gentes” figura el derecho natural en la premisa mayor, la aplicación de la fragilidad humana (entitativa u operativa) en la premisa menor, y la formulación del correspondiente derecho en la conclusión. Esto hace que un 10

Durando de San Porciano, Tractatus de iurisdictione ecclesiastica et legibus. De origine iuris, Paris, 1506.


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concreto “derecho de gentes” sea expresión de un ajuste conveniente para salvaguardar el derecho natural formulado en la premisa mayor. En múltiples casos, sólo a través de la hipótesis teológica el derecho de gentes se aproxima al derecho natural; pero se acerca al positivo por la deliberación y el esfuerzo voluntario que los hombres ponen al admitirlo o consensuarlo.

2. Derecho de gentes privado y público 1. El gran maestro que, en materia de derecho de gentes, prosigue los enfoques de la primera escolástica, precisamente la tomista, es en Salamanca Francisco de Vitoria, el cual no publicó en vida ninguna de sus grandes obras. Fue Boyer, un admirador suyo francés, el que a los once años de la muerte del maestro editó en Lyón sus lecciones magistrales o Relectiones11, dadas entre 1528 y 1540. Pocos años después, los dominicos españoles hicieron de ellas una edición en Salamanca12. Y hasta bien entrado el siglo XX no se hizo la edición de algunos de sus inéditos13. Hay testimonios suficientes que prueban que los manuscritos de sus enseñanzas pasaban de mano en mano y se reproducían para discípulos y profesores, constituyéndose en textos básicos: Vitoria fue el maestro –editorialmente mudo, pero indiscutible– de aquella generación y de la siguiente. Se puede comprobar que hay frases y párrafos del maestro en muchas de las obras impresas de aquel tiempo, aunque no fuese expresamente citado. Sus escritos sobre la ley, el derecho y el poder cumplieron una función cultural de enorme calado14. En primer lugar, dentro de la misma Escuela de Salamanca, como es el caso de los maestros dominicos Soto15, Medina16 y Báñez17, entre otros. En segundo lugar, también otros autores que no eran dominicos hicieron un “uso mudo” de dichos cuadernos, aunque con diversos matices, como Diego de Covarrubias (†1577)18 y Fray Luis de León (†1591)19, entre otros muchos. 11

Francisco de Vitoria, Relectiones theologicae XII, in duos tomos diuisae, apud Iacobum Boyerium, Lugduni, 1557. 12

Francisco de Vitoria, Relectiones undecim, apud Ioannem a Canoua, Salmanticae, 1565.

13

Francisco de Vitoria, De iustitia, q57-q66.

14

L. Pereña Vicente, “Introducción” a Fray Luis de León, De legibus, CSIC, Madrid, 1963, pp.

XVI-XVIII. 15

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a4; III, q1, a4.

16

Bartolomé de Medina, Expositio in Priman Secundae, I-II, q95, a4.

17

Domingo Báñez, De iure et iustitia.

18

Diego de Covarrubias y Leyva, Regulae, peccatum de regulis Iuris lib. 6 Relectio, in aedibus Dominici à Portonarijs, Salmanticae, 1571; Secunda Pars, § 11.4.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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He de llamar la atención sobre un punto importante: el motivo ocasional de las afirmaciones filosófico-jurídicas de Vitoria fue el hecho del descubrimiento del Nuevo Mundo –con sus nuevas razas y lenguas– el cual provocó la revisión de básicas ideas antropológicas y jurídicas. Hasta el punto de que sobre el nuevo mundo geográfico –que rompía los estrechos límites de la visión europea– se alzó un nuevo universo eidético normativo, gracias al empuje de Vitoria, quien transformó desde España la conciencia política de Europa, superando en muchos aspectos la mentalidad medieval y proponiendo un cuadro de derechos y deberes del hombre, como ser individual y social, en toda clase de pueblos, dentro de una comunidad universal (llamada reiteradamente por Vitoria Totus Orbis), albergue natural del hombre20. Esa “comunidad universal” no puede ser confundida con una “sociedad de naciones”, la cual es posterior eidéticamente. No es la comunidad universal un “estado supranacional”, una obra de los hombres, sino una comunidad perfecta, 19

Fray Luis de León, De legibus, edición crítica bilingüe de L. Pereña. Cfr. S. Muñoz Iglesias, Fray Luis de León, teólogo, CSIC, Madrid, 1950, pp. 6-9. 20

Cfr. C. Barcia Trelles, “Francisco de Vitoria et l’Ecole moderne du Droit international”, Académie de Droit international, Recueil des Tours, Paris, t. XVII, 1928; J. Baumel, Le Droit International Public, la découverte de l’Amérique et les Théories de Francisco de Vitoria. Etude du “De Indis noviter inventis”, Graille & Castelnau, Montpellier, 1931; H. Beuve-Méry, La Théorie des Pouvoirs Publics d’après Francisco de Vitoria et ses rapports avec le Droit contemporain, Spes, París, 1928; J. Brown Scott, El origen español del derecho internacional moderno, Cuesta, Valladolid, 1928; V. D. Carro, Domingo de Soto y el derecho de gentes. Los colaboradores de Francisco de Vitoria, Bruno del Amo, Madrid, 1930; D. Deckers, Gerechtigkeit und Recht. Eine historisch-kritische Untersuchung der Gerechtigkeitslehre des Francisco de Vitoria, Universitätsverlag, Freiburg, 1991; B. Hamilton, Political Thought in Sixteenth Century Spain. A study of the political ideas of Vitoria, Soto, Suárez and Molina, Clarendon Press, Oxford, 1963; L. Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Aguilar, Madrid, 1959; R. Hernández, Francisco de Vitoria, vida y pensamiento internacionalista, BAC, Madrid, 1983; J. Höffner, Christentum und Menschenwürde. Das Anliegen der spanischen Kolonialethik im Goldenen Zeitalter, Paulinus, Trier, 1947; H. Kipp, Moderne Probleme des Kriegsrechts in der Spätscholastik. Eine rechtsphilosophische Studie über die Voraussetzungen des Rechtes zum Kriege bei Vitoria und Suarez, F. Schöningh, Paderborn, 1935; Th. Maunz, Das Reich der spanischen Großmachtzeit, Hanseatische Verlagsanst, Hamburg, 1944; A. Naszályi, Doctrina Francisci de Vitoria dei Statu, Scuola Salesiana del libro, Roma, 1937; E. Nys, Le droit des gens et les anciens jurisconsultes espagnols, Nijhoff, The Hague, 1914; G. Otte, Das Privatrecht bei Francisco de Vitoria, Böhlau, Köln, 1964; E. Reibstein, Die Anfänge des neueren Natur- und Völkerrechtes, Haupt, Berne, 1949; J. Soder, Die Idee der Völkergemeinschaft. Francisco de Vitoria und die philosophischen Grundlagen des Völkerrechts, A. Metzner, Frankfurt a. M., 1955; P. Tischleder, Ursprung und Träger der Staatsgewalt nach der Lehre des Heiligen Thomas und seiner Schule, Volksverein Verlag, M. Gladbach, 1923; A. Vanderpol, La doctrine scolastique du Droit de Guerre, A. Pedone, París, 1919.


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autosuficiente, capaz de reivindicar los derechos de los hombres cuando sea menester; porque es permanente, superior y anterior a todos los pueblos que quieran luego unirse para formar una confederación de naciones. La “comunidad universal” se impone por derecho natural: por eso, antes que alemanes o españoles, somos ciudadanos del mundo. Después, la división de naciones distintas se impone por derecho de gentes, al igual que la división de la propiedad de la tierra se impone para conseguir una eficaz administración. El derecho de gentes –que posibilita lo social humano bajo la exigencia de una sociedad supranacional– tiene su respaldo en el derecho natural –del que brota inmediatamente la comunidad universal [Totus Orbis]. Sobre el sentido ético y político de esta comunidad universal indicada por Vitoria hablaré más adelante. Abordaré ahora el problema de la articulación sistemática del derecho de gentes en la obra de Vitoria. 2. Al plantear Vitoria el concepto y el alcance del derecho de gentes –en su comentario a la cuestión 57 de la Secunda Secundae–, lo explica comparándolo, de un lado, con el derecho natural, y de otro lado, con el derecho positivo. El derecho natural propiamente dicho es el que solamente se encuentra en el hombre –entre todos los seres corpóreos–. Recuerda Vitoria que ya para Santo Tomás hay un triple derecho natural en el hombre. Primero, el referido a las acciones de la inclinación natural que le son comunes con las demás cosas, incluidas las inanimadas, para mantener y conservar la vida. Segundo, el referido a la inclinación natural del hombre que le es común especialmente con los animales, como es la unión del macho y la hembra para engendrar, cuidar a los hijos y cosas semejantes. Tercero, el referido a las cosas que son propias del hombre, a las que solamente éste se inclina naturalmente, conforme a la razón, tales como conocer las verdades metafísicas, vivir socialmente, etc. Los preceptos de la razón que se refieren a estas tres inclinaciones naturales fueron llamados por Santo Tomás ley natural21. 3. Vitoria sabía que desde tiempos antiguos se habían solapado dos tradiciones: una de juristas y otra de teólogos, que no hablaban del mismo modo acerca del derecho de gentes22. Pues los teólogos llamaban derecho de gentes al constituido por los mismos hombres, reservando el nombre de derecho natural al

21

Cfr. de J. Cruz Cruz, Intelecto y razón: las coordenadas del pensamiento según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 2009, cap. VI: “Intelecto práctico y razón práctica”. 22

Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n2.


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establecido por la sola naturaleza sin intervención de una voluntad humana. Los juristas23, en cambio, llamaban derecho natural al que ejercían todos los animales –incluido el hombre, en lo que tiene de animalidad–, mientras que el derecho de gentes era el que ejercían solamente los hombres en cuanto racionales. De esta confluencia de tradiciones provenía una notable confusión a la hora de aducir ejemplos. Así se decía que las guerras, los cautiverios, los embajadores, los contratos, las posesiones, y algunas cosas más, pertenecían al derecho de gentes, pero nadie explicaba bien lo que específicamente era ese derecho de gentes en tales cosas, las cuales mostraban también aspectos que eran previamente de derecho natural, como que un sujeto cualquiera no puede matar con autoridad privada, si no es en defensa propia, etc.; y sería muy difícil de explicar lo que en cada una de las materias era o no derecho de gentes. Según Vitoria, en los brutos no se halla propiamente ningún derecho natural, al ser incapaces de ley; solamente se encuentra en ellos impropia y materialmente el derecho natural. Los animales brutos no son capaces de derechos [bruta non habent ius in se]; si se concediera un derecho natural a los animales, no habría razón alguna para no extenderlo también a los vegetales y minerales: ¿por qué no decir que el fuego tiene el “derecho natural” de elevarse y quemar?24. En efecto, hay en los animales algunas operaciones naturales, semejantes a las que inclina el derecho natural de los hombres, pero con esta diferencia: que esas acciones son reguladas en los hombres por el derecho y la ley natural, en cambio, en los brutos sólo proceden del instinto e inclinación natural. La diferencia es abismal. 4. Vitoria pretendió zanjar estas dificultades estableciendo que el derecho natural es aquél cuya obligación se funda suficientemente en la naturaleza. Pero el derecho positivo es aquél cuya obligación se funda en la voluntad de obligar que existe o existió en un superior humano y no fue revocada. De este modo, el derecho se divide en natural y positivo. Vitoria cree que ésta fue la enseñanza del Aquinate25. El derecho de gentes, tomado en sentido riguroso y propio, es absoluta y universalmente derecho positivo.

23

Digesto, lib. I, tit. 1, De iustitia et iure, n2, n3.

24

“Ius naturale est ignem ascendere et comburere”. Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3,

n2. 25

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q57, a2-a3; I-II, q95, a4. A esto no se opone lo que dijo San Isidoro (Ethymologiae, V, c4, Ius naturale, dist. 1), cuando afirmó que el derecho natural es aquél que es común a todos los hombres; pues entiende que es común de modo esencial y necesario, porque es poseído por estímulo natural y no por institución humana.


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Así pues, Vitoria enseña que hay dos tipos de derechos, el natural y el positivo; y luego, en el positivo, el derecho de gentes y el derecho civil. El derecho natural no está hecho por los hombres y, por eso, no es un derecho de gentes26. Naturale Ius

Ius civile Positivum Ius gentium

5. Por tanto, Vitoria –como tantos otros– está convencido de que en la tradición occidental de juristas y teólogos se arrastra una simple cuestión de nombres27, por lo que importaría poco hablar de una manera (la de los jurisconsultos) o de otra (la de los teólogos), si se tiene claro el núcleo del asunto. Pues en definitiva, lo que es bueno de suyo y sin orden a otra cosa, es de derecho natural. Lo que es bueno por convenio de los hombres, y no de suyo, es de derecho de gentes: consagrado por la concertación de los hombres [ex condicto hominum sancitum est], no tiene en sí mismo equidad por su propia naturaleza. Por lo que el derecho de gentes se debe poner mejor bajo el derecho positivo que bajo el derecho natural. 6. Vitoria añade, por tanto, que hay un doble derecho de gentes, al igual que es doble el derecho civil:

26

Acerca de la palabra “gentes” utilizada por Vitoria, J. Brown Scott indicó que significa “nationes”; por lo que el derecho de gentes es el derecho que ha establecido la razón entre todas las naciones; y así hay que leer la definición del maestro salmantino: “quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit vocatur ius gentium”, proposición que remodela la definición de Gayo, el cual no habla de gentes, sino de homines. Según Vitoria, queda establecido no propiamente entre todos los hombres, sino entre hombres agrupados en naciones, poseedores de derechos. Cfr. J. B. Scott, El origen español del derecho internacional moderno, Universidad de Valladolid, Publicaciones de la Sección de Estudios Americanistas, Valladolid, 1928, pp. 87-90. A su vez, Brown llega a esa afirmación bajo la inspiración de la obra de E. Nys, Les origines du Droit International, Alfred Castaigne, Bruxelles, 1894, p. 11. 27

“Disputatio est potius de nomine quam de re, nam parum refert hoc vel illud dicere”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3: “Utrum jus gentium sit idem cum jure naturali”, n2. Incluso el caso de Tomás de Aquino es paradójico: a pesar de los esfuerzos que algunos estudiosos actuales (S. Ramírez, El derecho de gentes: examen crítico de la filosofía del derecho de gentes desde Aristóteles hasta Francisco Suárez, Studium, Madrid, 1955) han realizado para desentrañar en sus obras el sentido del derecho de gentes, no deja de apreciarse en los textos del maestro cierta ambigüedad, lingüística sobre todo.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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a) Hay un derecho civil oriundo de un consentimiento o pacto privado; y hay un derecho civil que proviene de un pacto público. b) De igual modo, hay un derecho de gentes que proviene de un consentimiento privado, hecho por personas particulares, y otro que es oriundo de un pacto común, hecho por representantes de diversas gentes o naciones, o sea, por personas públicas en cuanto tales28. Y tal es, a título de ejemplo, el derecho de inviolabilidad de los embajadores para tratar de la paz, según el siguiente razonamiento29: Mayor: la paz es un derecho natural. Menor: cuando, por las pasiones humanas [fragilidad], surge la guerra es necesario volver a la paz. Conclusión: para componer la paz se precisa la misión de los embajadores, porque si estos no fuesen admitidos no podrían aplacarse las guerras (derecho de gentes). Parecido razonamiento se utiliza para el caso de la esclavitud. Mayor: hay un derecho de los vencederos en una guerra sobre los vencidos. Menor: la ira desencadenada en el vencedor [fragilidad] puede llevar a la aniquilación del enemigo, perdiendo la posibilidad de rentabilizarlo. Conclusión: como es más útil para el trabajo un vencido vivo que un vencido muerto, el hecho de reducir a esclavitud los cautivos es lo más conveniente para el vencedor y para el vencido (derecho de gentes). Hay un aspecto del derecho de gentes que tiene carácter internacional público, por ser común a todas las gentes o naciones y ser establecido por consentimiento virtual de todas ellas. 28

“Ita de iure gentium dicimus quod quoddam factum est ex communi cansensu omnium gentium et nationum”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n3. 29

“Quoddam est jus positivum ex privato pacto et consensu, et quoddam ex pacto publico. Ita de Iure Gentium dicimus, quod quoddam factum est ex communi consensu omnium gentium et nationum. Et isto modo legati admissi sunt de Iure Gentium, et apud omnes nationes sunt inviolabiles; nam Ius Gentium ita accedit ad Ius Naturale ut non possit servari Ius Naturale sine hoc Iure Gentium. Est de Iure Naturali pax. Si oriantur bella, opus est missione legatorum ad componendam pacem. Et alias, si legati non essent admissi de Iure Gentium, non possent bella sedari. Idem est de captivis in bello justo, quod efficiuntur servi de Iure Gentium apud omnes gentes et nationes. Unde ex hoc semper est illicitum violare Ius Gentium, quia est contra communem consensum. Secundo dico, quod facere contra Ius Gentium et illud violare est illicitum, quia de se importat injuriam quae infertur et inaequalitatem quamdam”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n3.


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En resumen, Vitoria divide el derecho conforme al siguiente esquema: Naturale Ius

Privatum Ius civile

Positivum

Publicum Privatum Ius gentium Publicum

7. Finalmente, el derecho de gentes se caracteriza, pues, por las siguientes notas. Primera, es un derecho común a todas las gentes o naciones del mundo. Segunda, es establecido por consentimiento virtual o equivalente de todas ellas30. Tercera, es inviolable en todas las naciones, y hay en todos la obligación de respetarlo, porque entra en el uso de todas las gentes: el derecho de gentes obliga no sólo a todos los hombres particulares, sino también a todas las naciones como tales31. El derecho de gentes tiene índole y fuerza de ley, en el sentido de que las leyes obligan no sólo a lo súbditos sino a los legisladores, aunque hayan sido hechas de modo voluntario, al igual que ocurre en los pactos que, siendo voluntarios, obligan a los contratantes: el derecho de gentes no sólo tiene la fuerza del pacto consentido por los hombres, sino la fuerza de la ley. Cuarta, todo el orbe, que en cierto modo es una república, tiene la potestad de dar leyes equitativas y convenientes para todos, las que existen en el derecho de gentes, no siéndole lícito a una nación despreciarlo, porque ha sido emitido por la autoridad de todo el orbe32. Su fuerza obligatoria deriva suficientemente “de la misma naturaleza”, o por lo menos “del consentimiento universal de toda o de la mayor parte de la humanidad”33. 30

“Est de communi consensu totius orbis; et licet formaliter non convenerint, tamen virtualiter convenerunt”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n3. 31

“Et hoc inviolabile est apud omnes, quia ita est in usu omnium gentium; et ita fuit semper, ut patet un historiis, et hinc habebat obligationem”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n3. 32

“Ius gentium non solum habet vim ex pacto et condicto inter homines, sed etiam habet vim legis; habet enim totus orbis, qui aliquo modo est una respublica, potestatem ferendi leges aequas et convenientes omnibus, quales sunt in iure gentium… neque licet uni regno nolle teneri iure gentium; est enim latum totius orbis auctoritate”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n2. 33

“Quod, quia derivatur sufficienter ex iure naturali, manifestam vim habet ad dandum ius et obligandum. Et dato quod non semper derivetur ex iure naturali, satis videtur esse consensus


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Quinta, no se puede abrogar o anular totalmente, porque si las leyes y los derechos sólo se pueden abrogar por el mismo que los estableció, y si el derecho de gentes fue establecido por común consentimiento virtual o equivalente de todo el orbe, sería necesario que todas las naciones conviniesen y consintieran en anularlo, cosa que es imposible que suceda34. Sexta, el derecho de gentes puede derogarse o anularse sólo en parte y en casos particulares, como ocurre con el derecho de esclavitud y el de propiedad privada35.

3. Fragilidad humana y consignación transitiva del derecho de gentes 1. Recogiendo las ideas que se acaban de exponer, considera Vitoria que el derecho natural tiene una necesidad absoluta: implica que la adecuación que un sujeto tiene con otro proviene de la naturaleza misma humana [ius naturale est bonum de se, sine ordine ad aliud], independientemente de la estimación y voluntad de los hombres, por ejemplo, que los padres eduquen a sus hijos. El derecho positivo tiene necesidad relativa, o es contingente, porque la adecuación que implica no está constituida por la misma naturaleza [instinctu et non humana constitutione], sino por la voluntad de los hombres [ex voluntate et beneplacito hominum]36. A partir de este planteamiento tradicional Vitoria enseña que el derecho natural es lo adecuado a otro por su propia naturaleza. Esto puede suceder de dos maneras. Primera, en cuanto que de suyo [de se] expresa cierta igualdad o justicia, verbigracia: “devolver el depósito”, “lo que no quieras para ti no lo hagas para los demás”, etc. Segunda, puede ser adecuado a otro no en sí, sino en orden a otra cosa [ad aliud], verbigracia: la división de la propiedad no se exige de justicia, sino que se ordena a otra cosa –de ahí su consignación transitiva–, es decir, para que haya paz y concordia, la cual no puede existir ni conservarse si cada uno no posee bienes determinados; por eso, que los bienes estén dividimaioris partis totius orbis, maxime pro bono communi omnium”; Francisco de Vitoria, De indis, I, 2, n2. 34

“Quando semel ex virtuali consensu totius orbis aliquid statuitur et admittitur, oportet quod ad abrogationem talis iuris totius orbis conveniat: quod tamen est impossibile, quia impossibile est quod consensus totius orbis conveniat in abrogatione iuris gentium”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n3. 35

“Bene potest ex parte abrogari ius gentium, licet non omnino: sicut ius gentium est quod captivi in bello iusto sint servi”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n5. 36

Francisco de Vitoria, De iustitia, q59, a1, n1-n2.


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dos es derecho de gentes, etc. Pues bien, lo que es adecuado y absolutamente justo del primer modo se llama derecho natural, o sea, es de derecho natural; y lo que es adecuado y justo del segundo modo, en cuanto ordenado a otra cosa, se llama derecho de gentes. Éste último no es adecuado de suyo [ex se], sino por disposición humana fundada en la razón: no es adecuado por sí [propter se], sino por otra cosa, como la guerra37, etc. 2. Las proposiciones que, Según Vitoria, constituyen el “derecho natural” son todas necesarias de suyo, tanto las inmediatas (principios primeros) como las mediatas (conclusiones); y de éstas, tanto las próximas, como las remotas, sean fáciles o difíciles por su modo, infalibles o probables por su certeza. En el derecho natural distingue Vitoria tres grados. Primero, los primeros principios de orden práctico evidentes por sí mismos, por ejemplo, “no se debe hacer a otro lo que no queremos que otros nos hagan a nosotros”. Segundo, las conclusiones inmediatas deducidas de los primeros principios, por ejemplo, que “no se debe matar a nadie”, proposición que se deduce inmediatamente del primer principio, con un razonamiento similar al siguiente: Mayor: no hagas a otro lo que no quieres que otro te haga a ti; Menor: es así que tú no quieres que otro te mate; Conclusión: luego tú tampoco debes matar a otro. En este segundo grado habría que incluir también aquellas proposiciones de derecho natural que hacen referencia a la defensa frente al enemigo. Pues es lícito vengar la injusticia activa recibida del enemigo y castigarla. Viene del derecho natural la autoridad que las naciones tienen de aplicar penas a los

37

“Ius Naturale est quod ex natura sua est alteri commensuratum. Et hoc dupliciter contingere potest. Uno modo, ut de se dicit aequalitatem quamdam et justitiam, ut reddere depositum, quod tibi non vis fieri alteri non facere, etc. Alio modo aliquid est alteri adaequatum in ordine ad aliud. Sicut quod possessiones sint divisae non dicit aequalitatem nec justitiam, sed ordinatur ad pacem et concordiam hominum, quae non potest conservari nisi unusquisque habeat bona determinata; et ideo Ius Gentium est quod possessiones sint divisae, etc. Hoc ergo supposito, est prima propositio: Illud quod primo modo est adaequatum et absolute justum, vocatur Ius Naturale, id est de jure naturali. Secunda propositio: Illud quod est adaequatum et justum secundo modo ut ordinatur ad aliud justum, est Ius Gentium. Itaque illud quod non est aequum ex se, sed ex statuto humano in ratione fixo, illud vocatur Ius Gentium; ita quod propter se non importat aequitatem, sed propter aliquid aliud, ut de bello et de allis, etc. Unde patet quod jus gentium distinguitur a Iure Naturali”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n1.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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ciudadanos perniciosos; y también análogamente la autoridad que todo el orbe tiene para gobernarse, conservarse y defenderse de todos los peligros38. Tercero, las conclusiones que, siendo más lejanas y menos rigurosas, poseen una certeza moral sólidamente probable39; un razonamiento típico de ese tercer grado puede ser el siguiente, con sus respectivas premisas (mayor, menor) y conclusión. Mayor: los padres deben educar a sus hijos verdaderos (ciertos). Menor: a la certeza de la prole se opone la fornicación, pues por derecho natural la unión de sexos se ordena a la procreación de prole cierta. Conclusión: luego la fornicación está prohibida por derecho natural; conclusión que se deduce con toda probabilidad [per consequentias valde apparentes] de las dos premisas. Vitoria considera razonable que, por ejemplo, el “respeto a los padres” quede adscrito al derecho natural; mientras que al derecho de gentes pertenecen los derechos referentes a la guerra, a la esclavitud, a la manumisión, a la inviolabilidad de los embajadores, a la propiedad de la tierra y otras cosas parecidas, tanto en el orden público como en el orden privado. 3. Tres son los principales ejemplos que acerca del derecho de gentes solían aducirse en tiempo de Vitoria; dos ya han sido señalados. El primero se refiere a la distinción entre el matrimonio (que es de derecho natural) y la solemnidad de su celebración (que es de derecho de gentes); el segundo se refiere a la distinción entre la paz poseída (que es de derecho natural) y la paz conseguida (que es de derecho de gentes); el tercero se refiere a la distinción entre la comunidad de la tierra (que es de derecho natural) y la división y apropiación de los campos (que es de derecho de gentes). Entre uno y otro derecho se eleva una suposi-

38

“Licet vindicare iniuriam ab hostibus acceptam, et animadvertere in hostes, et punire illos pro iniuriis illatis. Pro cuius probatione notandum quod principes non solum habent auctoritatem in suos, sed etiam in extraneos ad coercendum illos ut abstineant se ab iniuriis: et hoc jure gentium et totius orbis auctoritate. Immo videtur quod iure naturali, quia aliter orbis stare non posset nisi esset penes aliquos vis et auctoritas deterrendi improbos et coercendi, ne bonis et innocentibus noceant. Ea autem quae necessaria sunt ad gubernationem et conservationem orbis, sunt de iure naturali: nec alia ratione probari potest quod respublica iure naturali habeat auctoritatem afficiendi supplicio et paenis cives suos, qui reipublicae sunt perniciosi”; Francisco de Vitoria, De indis, I, 2, n2. 39

“Consequentiam bonam moralem, moraliter notam, idest valde apparentem, ita quod pro contrario nulla sit apparentia probabilis”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q59, a1, n4.


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ción real, que expresa siempre la fragilidad del hombre: el abuso de la sexualidad40, la injusticia conferida41, el egoísmo posesivo42. Estos ejemplos se venían repitiendo desde el siglo XV y se siguieron reiterando después entre los maestros del siglo XVI.

4. Articulación lógica del derecho de gentes 1. Lo primero que cabe resaltar en estas definiciones de Vitoria, y muy especialmente en los ejemplos que las acompañan, es que el derecho se toma en un sentido propio y, por tanto, en ambos casos, supone la alteridad. Por ejemplo, que “se me devuelva el depósito” –un principio de derecho natural– supone que el “otro” [alter] me lo debe. Pero en el caso del derecho de gentes, la alteridad se toma matizada o circunstanciada: “que haya paz y concordia entre los hombres” (modo natural de alteridad) se consigue mediante la “posesión de bienes determinados” (modulación circunstancial de la alteridad). ¿Cómo se explica esta modulación? Las proposiciones del derecho de gentes –se ha dicho ya– no son absolutas de suyo, sino por consignación transitiva, por referencia a otra cosa, es decir, a un orden (la propiedad, por ejemplo) que conviene a la conservación de lo natural. Ese orden es instituido por la voluntad de los hombres43. Lo cual significa que aquellas proposiciones son condicionales o hipotéticas, aunque sean universales. Pero su fuerza vinculante, aunque tenga su origen remoto en la naturaleza, viene directamente de la voluntad humana; su necesidad no es absoluta, sino relativa: porque son exigibles en razón de su conveniencia, por ejemplo, para que lo propiamente natural sea mejor desarrollado o quede salvaguardado. Por el carácter complementario que tiene el derecho de gentes, los hombres podrían de común acuerdo cambiarlo y abolirlo, aunque prácticamente no convenga llegar a suspenderlo. Visto desde su universalidad, el derecho de gentes podría ser homologado con el natural; aunque en ninguna parte es incardinado por Vitoria en el natural, aunque subraya su dependencia del natural: “o es natural o se deriva del natural” [vel est ius naturale vel derivatur ex iure naturali]44; y aclara, a modo de 40

Así lo explicó después de Vitoria fray Luis de León, De legibus, c6, n18.

41

Y asimismo lo comenta fray Luis de León en De legibus, c6, n18.

42

Del mismo modo lo expresa fray Luis de León en De legibus, c6, n18.

43

“Ius gentium dicitur quod non habet in se aequitatem ex natura sua, sed ex condicto hominum sancitum est”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n2. 44

Francisco de Vitoria, De indis, I, 2 n2.


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ejemplo, que entre todas las gentes se tiene por inhumano recibir mal a los huéspedes y peregrinos sin una causa justificada. Pero aun en el caso de que en el derecho de gentes muestre rasgos universales, propios del derecho natural, habría que indicar que el derecho de gentes es más un derecho positivo que un derecho natural [ius gentium est magis ius positivum quam naturale]45: ni se deduce del derecho natural como una consecuencia necesaria, ni tampoco es absolutamente necesario para conservarlo46; aunque es relativamente necesario para salvaguardarlo47. Esta necesidad relativa expresa la extrema conveniencia del derecho de gentes para conservar intacto el derecho natural, importunado por el pecado original. Podría entenderse su necesidad relativa con el razonamiento del siguiente ejemplo, con sus dos premisas y la conclusión. Mayor: es necesario conservar la paz entre los hombres y obtener de las riquezas naturales un máximo rendimiento. Menor: si las posesiones fuesen en común, por las secuelas del pecado original [fragilidad] los hombres entrarían en discordias y guerras, o no las trabajarían sino con coacción48. Conclusión: luego sin la división de la propiedad sería muy difícil sacarle provecho a la tierra y potenciar la libertad del hombre. 2. Cuando el maestro salmantino busca el sentido y el contenido del derecho de gentes, sigue una larga tradición explicativa –como se ha dicho–, según la cual hay algunas cosas que se deducen de los primeros principios naturales con necesidad absoluta; y hay otras que se deducen bajo alguna hipótesis o circunstancia. Aquéllas pertenecen a la ley natural; éstas al derecho de gentes49. Por

45

Francisco de Vitoria, De iustitia, q64, a1, n5.

46

“Non necessario sequitur ex jure naturali, nec est necessarium simpliciter ad conservationem iuris naturalis”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n4. 47

“Ius gentium est necessarium ad conservationem iuris naturalis, et non est omnino necessarium, sed pene necessarium, quia male posset conservari ius naturale sine iure gentium”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n4. 48 49

“Homines in discordias et bella prorumperent”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n4.

Desde esa misma tradición explicaba fray Luis de León: “Una cosa puede ser deducida de los principios del derecho natural de dos maneras. Primero, según la necesidad absoluta [secundum necessitatem absolute] o sea, que algunas cosas son necesarias a la justicia natural, considerando de modo absoluto la naturaleza y la condición del hombre. Otras cosas, en cambio, se derivan de los principios de derecho natural necesariamente, mas no absolutamente, sino después de hacer una suposición [sequuntur necessario sed non absolute, sed facta aliqua suppositione]; o sea, algunas cosas son necesarias para conseguir la virtud y la justicia natural, no de una manera


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ejemplo, para conservar el género humano es necesaria absolutamente aquella unión del hombre y la mujer que se llama “matrimonio”, con vínculo perpetuo e indisoluble, el cual es necesario en absoluto para que la prole pueda educarse convenientemente: esta unión es de ley natural. Pero, considerada la fragilidad del corazón humano –que abusa de los bienes del matrimonio–, hubo que introducir, por derecho de gentes, leyes del matrimonio, en virtud de las cuales éste debe celebrarse con testigos. Otros ejemplos: es necesario alimentar a los animales y a los hombres; también lo es que se cultiven los campos; mas, presupuesta la fragilidad humana, inclinada a procurar el bien propio y no el bien común, fue necesario por derecho de gentes introducir la división de las posesiones, y, establecida ésta, son necesarios los contratos. Ese derecho se llamaría “positivo” por la función originativa [positum] que la razón humana tiene en su institución. Lo dicho podría resumirse en el siguiente esquema: Intelectual [intuitivo] Absoluto [categórico] Ius naturale

Racional [deductivo]

Natural Ius

Relativo [hipotético] Ius gentium (racional) Positivo Civil [racional]………………….

3. Habría, pues, un derecho natural originario (el que nuestro intellectus comprende inmediata e intuitivamente y da lugar al primer principio moral) y un derecho natural originado (el que es comprendido por nuestra ratio de modo deductivo). A su vez, este derecho natural originado tendría dos modalidades: una, en cuanto expresa un derecho natural en sí; otra, en cuanto expresa ese mismo derecho natural circunstanciado; en este segundo caso, la institución del derecho se debe a la intervención de la razón: es el derecho de gentes, que es por tanto positivo. Un cometido esencial de la razón práctica consiste en explorar –por inducción y deducción– las circunstancias en que el derecho natural ha de cumplirse. Bajo el supuesto de la fragilidad humana, el derecho de gentes participa, por sus fines, de la universalidad del derecho natural; mas por su causa eficiente es derecho positivo.

absoluta, sino suponiendo esta situación y condición del hombre”; Fray Luis de León, De legibus, c6: De lege humana, n16.


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Así pues, el derecho positivo humano se divide adecuadamente en derecho de gentes y derecho civil, de acuerdo con sus dos diferencias, esenciales desde un punto de vista lógico: primera, por derivarse del derecho natural mediante una deducción racional; segunda, por derivarse del derecho natural mediante una determinación o concreción del arbitrio humano50. La primera de estas diferencias constituye el derecho de gentes, si la deducción se hace bajo la hipótesis de la fragilidad humana; la segunda, el derecho civil. Y este derecho civil lo determina cada una de las naciones para su utilidad y beneficio.

5. La reiteración del planteamiento de Vitoria en los maestros salmantinos a) Domingo de Soto 1. Lo que Domingo de Soto escribe en su tratado De iustitia et iure (1553) es una matización y prolongación de lo enseñado por Vitoria. Afirma que el derecho natural es recibido en las mentes humanas sin un raciocinio; el derecho de gentes es recibido con raciocinio, pero no en asambleas ni mediante largas deliberaciones. El derecho civil está constituido por el arbitrio de los hombres reunidos en asambleas deliberativas51. Puede decirse que por su origen el derecho de gentes es natural, aunque es positivo por la deducción y posición de los hombres52. Pero así como Vitoria había señalado tres grados en la deducción del contenido del derecho natural –el último era el de las conclusiones remotas y probables–, Soto sacó del derecho natural el tercer grado de Vitoria y lo trasladó al derecho de gentes53. Éste no queda constituido por la mera ley natural –conclusiones obvias y necesarias de los primeros principios–, sino por la razón humana en conclusiones remotas, contingentes y probables, sólo convenientes para

50

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q95, a4.

51

“Itaque ius naturale absque ulla ratiocinatione scriptum est in mentibus nostris; ius autem gentium naturali ratiocinatione, absque hominum conventu et longo consilio, inde elicitum; ius autem civile arbitratu hominum in unum coeuntium consilium, constitutum”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a5. 52

“Ratione originis omne ius gentium dicitur de jure naturae, licet ratione illationis ac positionis nuncupetur ius gentium”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a5. 53

“Tunc praesertim dum longius conclusio a principiis distat”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a4.


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salvaguardar el derecho natural54. Partiendo de principios naturales, los hombres aplican su raciocinio para sacar esas conclusiones55. Si las conclusiones próximas y necesarias pertenecen al derecho natural, las remotas y contingentes pertenecen al derecho positivo, dentro del cual está el derecho de gentes. 2. En la premisa menor de aquellos razonamientos encaminados a deducir un derecho de gentes concreto, unas veces utiliza explícitamente, como lo hiciera Vitoria, las secuelas del pecado original [fragilidad operativa teológica], pero otras veces esas secuelas se presentan implícitamente bajo la forma de la fragilidad operativa natural del hombre. He aquí un ejemplo de lo primero (fragilidad operativa teológica), referido a las posesiones, ya explicado en Vitoria. Mayor: La vida humana se ha de sostener y fomentar en paz y tranquilidad. Menor: la naturaleza corrompida, viviendo en común, ni cultivaría con diligencia los campos, ni viviría en paz. Conclusión: la propiedad se ha de dividir56. Un ejemplo de lo segundo (fragilidad operativa natural) se encuentra en el modo de deducir el derecho en las transacciones. Mayor: la vida humana se ha de sostener y fomentar en paz y tranquilidad. Menor: los hombres, animales sociales, no pueden sostenerse (fragilidad entitativa) si no se ayudan mutuamente con obras supletorias. Conclusión: para convivir se han de establecer todas las leyes de venta, de arriendo, de préstamos y de otros cambios, pactos y convenios. Si se compara el contenido de las premisas propias del derecho civil con el de las premisas del derecho de gentes, Soto advierte con impecable lógica –y en la misma línea de Vitoria– que “el derecho de gentes se deduce por vía de conclusión de los principios naturales de las cosas consideradas en orden a un fin en determinadas circunstancias… Mas el derecho civil se deduce de un principio natural y otra premisa que añade la voluntad humana”. Según Soto el “derecho natural” sin sancionar está escrito en nuestro interior; pero el “derecho de gentes” está sacado del natural por discurso natural, sin convenio asambleario de los hombres ni largas deliberaciones. El “derecho 54

“Non quod simplex lex naturae, sed, quod ratio, quae hominibus propria est, constituit, idest ponit”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a3. 55

“Dicitur enim ius gentium quidquid mortales ex principus naturalibus per modum conclusionis ratiocinati sunt”; Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a4. 56

D. de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a5.


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civil” es establecido por el arbitrio de los hombres reunidos en asamblea: llámase civil el derecho que cada pueblo o ciudad establece para sí. Por deducción la “ley humana” se deriva propiamente de la ley natural de dos maneras: primera, como consecuencia [conclusio] natural; segunda, como resolución [determinatio] hecha por el arbitrio humano. Como conclusión comparece el “derecho de gentes”, antes referido. Pero como determinación del género por sus especies surge el “derecho civil”: en este sentido cada república o nación sanciona sus leyes particulares. También pertenecen al derecho civil las leyes penales, las cuales determinan penas diferentes a los diversos géneros de crímenes. Y propone explícitamente dos ejemplos (el primero se repite de varias maneras). Uno que concierne al derecho de gentes (mediante conclusión)57: Mayor: los campos deben cultivarse. Menor: mas los hombres suelen ser más indolentes para lo común que para lo propio. Conclusión: es mejor que se posean los campos privadamente. Otro que concierne al derecho civil (mediante determinación): Mayor: las cosas deben venderse en su justo precio. Menor: mas para establecer el precio del trigo hay que tener en cuenta las circunstancias de tiempo y lugar. Conclusión: debido a esas circunstancias, dicho precio será de cinco siclos. 3. Soto repite con Vitoria que “mirando al origen, todo derecho de gentes se llama de derecho natural; pero respecto a la ilación y disposición se llama propiamente derecho de gentes”58. No niega que el derecho de gentes sea en cierta manera derecho natural, pero exige que se distinga de él por la ilación. Por su propio estatuto ontológico y gnoseológico el derecho de gentes es –como también enseñó Vitoria– derogable en muchos casos: Soto pone el ejem57

D. de Soto, De iustitia et iure, III, q1, a3. “Ius gentium ex principiis naturalibus rerum consideratarum in ordine ad aliquem finem et cicunstantias per viam conclusionis elicitur: ut si dicas, agri colendi sunt; ac homines negligentiores sunt ad communia quem ad propria; ergo privatim possideantur. Ius autem civile colligitur ex uno principio naturali, et altera praemissa arbitratu humano posita: ac ideo non colligitur per viam illationis, sed per determinationem generalis principii ad specialem legem…: ut si dicas, res iusto pretio vendantur; iustum autem tritici pretium pro ratione praesentis loci et temporis est quinque siclorum: minor enim non est de iure naturae”. 58

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q5, a5.


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plo de aquellos embajadores que se dedican a hacer propaganda contra la fe y pierden con ello, por derogación, la inviolabilidad que los protegía.

b) Luis de León y Bartolomé de Medina 1. En su tratado De legibus fray Luis de León deja intacto el planteamiento de Vitoria, con cuyas obras manuscritas contaba. Las proposiciones que por una necesaria consecuencia se deducen de los principios de la naturaleza tienen una conexión necesaria con la rectitud natural, y sin ellas no puede haber esa rectitud: son de derecho natural de una manera tan verdadera y propia como esos principios59. Mas para establecer el contenido del derecho de gentes fray Luis hace entrar enseguida la hipótesis teológica, antes mencionada. Porque de los principios del derecho natural pueden deducirse algunas proposiciones de dos maneras. Primera, con necesidad absoluta, de suerte que sus contenidos son necesarios para conservar la rectitud natural, considerada absolutamente la naturaleza y la condición del hombre: lo inferido de principios naturales mediante una consecuencia necesaria, enfocada de manera absoluta la naturaleza del hombre, pertenece a la ley natural y la constituye. Segunda, con necesidad no absoluta, sino relativa, bajo el supuesto de la condición concreta y el estado particular del hombre; y sólo bajo esta hipótesis son necesarios algunos contenidos para lograr la virtud y la rectitud natural: los contenidos que se siguen, mediante una consecuencia necesaria, de los principios naturales, una vez considerada la naturaleza del hombre de manera no absoluta, bajo una suposición, pertenecen al derecho de gentes y lo constituyen60.

59

“Ea quae ex principiis naturae deducuntur per necessariam consequentiam, habent necessariam conexionem cum rectitudine naturali, ita ut sine illis rectitudo naturalis constare non potest, igitur sunt de iure naturae, tam vere et proprie atque ipsa principia”; Luis de León, De legibus, n15. 60

“Unde est advertendum quod ex principiis iuris naturae dupliciter aliqua deduci possunt: primo modo secundum necessitatem absolute, quod est dicere quod quaedam sunt necessaria ad rectitudinem naturalem absolute considerata natura et conditione hominis. Alia vero solummodo ex principiis iuris naturae sequuntur necessario sed non absolute, sed facta aliqua suppositione, id est dicere quod aliqua sunt necessaria ad virtutem et rectitudinem naturalem comparandam non quidem absolute, sed supposita tali hominis conditione et statu. Hoc supposito sit prima propositio: Quaecumque inferuntur ex principiis naturae per necessariam consequentiam, natura hominis absolute considerata, pertinent ad legem naturae, et conficiunt et constituunt legem naturae. Secunda propositio: Ea quae sequuntur ex principiis naturae per necessariam consequentiam,


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2. Medina sigue el mismo planteamiento sobre el derecho de gentes: unas proposiciones se deducen de los principios de la naturaleza con necesidad absoluta; y otras con una necesidad relativa, bajo un supuesto. Las primeras pertenecen a la ley natural, las segundas al derecho de gentes61. Dado que Medina pudo tener en sus manos el manuscrito de fray Luis a la hora de redactar sus Comentarios a Summa Theologiae, I-II, viene a coincidir con el Legionense incluso en los ejemplos, expuestos de manera que en ellos pueden identificarse fácilmente la premisas mayor y menor y la conclusión. En todos los casos la premisa menor recoge el “supuesto teológico” del pecado original, o sea, del fomes. Primer ejemplo: los matrimonios. Mayor: considerada de modo absoluto la naturaleza del hombre, es necesaria la generación para conservar la especie; y para la generación se necesita la unión del varón y la hembra, que es un matrimonio perpetuo e indisoluble, con el fin de que los hijos puedan ser identificados y educados; todo esto es de derecho natural, porque se sigue de los principios de la naturaleza. Menor: pero hay que considerar también a los hombres bajo una condición, a saber, en cuanto la mayoría de las veces son pérfidos y suelen abusar de los bienes del matrimonio. Conclusión: es necesario que el matrimonio sea contraído de modo solemne, ante testigos62. Esta conclusión es de derecho de gentes; y así la acepta literalmente Medina63. natura hominis non absolute considerata sed facta aliqua suppositione, illa pertinent ad ius gentium ipsumque constituunt”; Luis de León, De legibus, n16-n18. 61

“Quaedam deducuntur ex principiis naturae necessario necessitate absoluta; quaedam vero [necessario] facta quadam suppositione. Prima illa pertinent ad legem naturae; postrema vero ad ius gentium spectant”; Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q95, a3. 62

“Considerata hominis natura simpliciter et absolute, necessaria est ad conservandam speciem generatio; et ad generationem necessaria est maris atque foeminae coniunctio, quae est matrimonium perpetuum et indissolubile, ut superius dixi, ad hoc ut plebs et suscipi et possit educari. Haec omnia sunt de iure naturae, quia sequuntur ex principiis naturae secundum absolutam considerationem. At vero si consideremus homines in quantum, ut in plurimum, sunt perfidi et abuti solent matrimonii bonis, supposita hac conditione, necessarium est ut matrimonium cum solemnitate contrahatur: id igitur est de iure gentium ut matrimonium solemniter contrahatur, scilicet adhibitis testibus, et parocho, et quod fiat in ecclesia cum benedictionibus et prius factis admonitionibus”; Luis de León, De legibus, n18. 63

“Ad conservandum genus humanum necessaria est simpliciter et absolute coniunctio maris et foeminae, quae matrimonium est, vinculum perpetuum et indissolubile, neccesarium omnino ut


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Segundo ejemplo: la guerra. Mayor: si se considera la naturaleza del hombre de manera absoluta, por derecho natural se hace valer la paz y la tranquilidad. Menor: si el hombre es considerado en su estado de naturaleza corrupta, sometido a varias pasiones, es necesario que padezca violentas injusticias. Conclusión: es preciso que, para defenderse, se vengue de las injusticias, lo cual acontece mediante la guerra; además es necesario que la guerra se haga con el mínimo detrimento y que los embajadores, con el fin de concurrir e interceder entre las partes contendientes, no sufran injusticias. Y si hay que administrar la guerra, por derecho de gentes los vencidos servirán a los vencedores, precisamente para que por esa esclavitud se sacie la ira del vencedor y se calme su furia. Conclusión que es también de derecho de gentes64, compartida por Medina. Tercer ejemplo: las propiedades. Mayor: considerando la naturaleza del hombre de manera absoluta, son necesarios tanto la cría de animales como el cultivo de los campos, para que no falten los medios de vida. Menor: si se considera la naturaleza del hombre en cuanto está relativamente corrompida por el pecado original, se ve que está más inclinada a los bienes propios que al bien común. Conclusión: fue necesario que se repartieran los campos y las haciendas, no poseyéndolas en común. Por tanto, es de derecho de gentes la división de los campos y las haciendas; también que todos los hombres intercambien cosas entre sí, y como para esta conmutación era necesario el dinero, por

proles humana suscipiatur et commode educari possit, et ideo haec coniunctio est de iure naturali; caeterum considerando quod homines ut in plurimum sunt perfidi, et abutuntur bonis matrimonii, introductae sunt iure gentium leges nuptiarum, quibus celebretur contractus testibus adhibitis”; Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q95, a3. 64

“Est aliud exemplum: iure naturali, considerando hominis naturam absolute, commendatur pax et quies seu tranquillitas; sed si consideremus hominem secundum statum naturae corruptae et ut subiiciuntur variis affectibus, necessarium est ut pateat iniuriis; et idcirco est necessarium ut illas propulset, vindicet se ab iniuriis, idque fit per bellum. Et quod bellum debet administrari quam minimo detrimento, idcirco necessarium est ut legati inter utramque partem intercurrant et intercedant, et ex consequenti necessarium est ut sint immunes ab iniuria: et idcirco dictum est quod est de iure gentium irnmunitas legatorum; atque etiam quod si bellum est administrandum, decretum est ut victi serviant victori de iure gentium, ut scilicet illa servitute satietur ira victoris, nec ulterius saeviat”; Luis de León, De legibus, n18.


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derecho de gentes se introdujo el dinero65. Y en los mismos términos lo acepta Medina66. 3. De todo lo dicho saca Luis de León tres corolarios, también aceptados por Medina. Primero, que el derecho de gentes es intermedio entre el derecho natural propiamente dicho y el derecho civil (tesis apuntada antes por Vitoria y Soto). Y en cuanto es medio, participa de los extremos: en parte conviene con el derecho natural y en parte con el derecho civil. Conviene con el derecho natural en que es común a todos los hombres; pero difiere del derecho natural en que no es necesario a la naturaleza del hombre considerada absolutamente. Conviene asimismo con el derecho civil en que se hace con el consentimiento y la voluntad de los hombres: un consentimiento y beneplácito humano que puede ser tácito o expreso. Aunque difiere del civil porque el derecho civil es propio de un grupo de gente, mientras que el derecho de gentes es propio de todas las gentes67. Así, también, Medina68. 65

“Item etiam est aliud exemplum: considerando hominis naturam, necessarium est ut pecora alantur et agri conserantur ad hoc ut victus suppetat hominibus; caeterum considerando hominis naturam in quantum corrupta est secundum quid ex peccato primi parentis, et ex consequenti inclinata et affecta pronior ad propria potius quam ad bona cornmunia, necessarium fuit ut agri et possessiones dividerentur et non in communi possiderentur. Id igitur etiam est de iure gentium, scilicet agrorum et possessionum divisio, et quoniam rebus divisis inter omnes homines necessarium erat ut quaedam inter se commutarent, et ab ea commutatione necessarium est numus, idcirco iure gentium est introductum numus”; Luis de León, De legibus, n18. 66

“Necessarium est secundum naturam humanam, ut pecora alantur et, ut supperat victus hominibus, quod agricolantur; caeterum praesupposita imbecillitate naturae humanae –quae post peccatum mansit infecta et magis inclinata ad bonum proprium quam ad bonum commune–, necessarium fuit ex iure gentium introducere divisionem agrorum et possessionum et, omnibus rebus divisis, necessarium fuit quod quaedam pro aliis commutarentur et sic iure gentium introductus fuit nummus”; Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q95, a3. 67

“Ex his sequuntur aliquot corollaria: primum, quod ius gentium est medium inter ius naturale proprie dictum et ius civile; et quia medium participat quadam ratione extremorum, ita fit ut ius gentium partim conveniat cum iure naturali, et quadam ex parte cum iure civili. Convenit cum iure naturali in hoc quod est cornmune omnibus hominibus, ut ius naturale; differt autem a íure naturali in hoc quod non est necessarium ad naturam hominis absolute consideratam. Similiter etiam convenit ius gentium cum iure civiIi in eo quod fit consensu et voluntate hominum non tam natura ipsa quam consensu et beneplacito hominum vel tacito vel expresso. Differt autem a iure civili in eo quod ius civile est proprium alicuius gentis: ius autem gentium est proprium omnibus gentibus”; Luis de León, De legibus, n19. 68

“Ex hoc sequitur quod ius gentium medium est inter ius naturale et ius civile: et quoniam medium participat naturam extremorum, partim convenit cum iure naturali, et partim cum iure


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Segundo, el derecho de gentes, hablando en sentido absoluto, pertenece al derecho positivo, pues no se constituye tanto por la naturaleza cuanto por el beneplácito y el consentimiento humano. Y de ahí se sigue que una nación puede abrogar lo que es de derecho de gentes, como ocurrió en la primitiva iglesia, donde la multitud de fieles poseía todas las cosas en común. También es de derecho de gentes que los vencidos sean esclavos de los vencedores, y sin embargo, las naciones cristianas establecieron que los cristianos vencidos y cautivos no fuesen esclavos de otros cristianos69. También así lo explica Medina70. Tercero, el derecho de gentes se llama así no porque sea establecido por todas las gentes que confluyen en un lugar, o sea, por los concurrentes, sino porque es aprobado por el consentimiento de todas las gentes, ya sea de manera tácita, ya sea de manera expresa71.

civili. Convenit cum iure naturali, quia est commune omnibus nationibus. Cum iure civile, quia fit consesu omnium populorum expresso vel tacito et non ex instinctu naturae. Sequitur secundo, quod ius gentium simpliciter pertinet ad ius humanum, propter rationem modo assignatam”; Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q95, a3. 69

“Secundum corollarium, quod ius gentium, simpliciter loquendo pertinet ad ius positivum. Patet quia (ut diximus) non constat tam natura quam beneplacito et consensu hominum. Et hinc fit quod respublica potest abrogare ea quae sunt de iure gentium, ut re ipsa factum est; nam (ut dicebam) de iure gentium est divisio rerum, et constat quod principio nascentis ecclesiae tota multitudo fidelium possidebat omnia in communi, ut dicitur Actis 4. Item etiam quod victi serviant victori, ut diximus, est de iure gentium, et tamen respublica statuit ut christiani victi atque capti a christianis ne serviant victori”; Luis de León, De legibus, n20. 70

Medina acentúa que el derecho de gentes puede ser abolido tanto por las naciones como por el derecho natural mismo: “Sequitur tertio, quod ius gentium potest aboleri autoritate reipublicae, nam divisio rerum, un antea dictum est, introducta fuit iure gentium: constat autem quod in primordio Ecclesiae tota fidelium multitudo habebat omnia in communi. Rursus, ius gentium introduxit quod victi serviant victori: at lege ecclesiastica statutum est, quod christiani capti in bello servi non sint. Ultimo sequitur, quod ius gentium in nullo iure naturali derogare potest; quapropter in extrema necessitate omnia sunt communia, in tali enim casu quisque tenetur iure naturali vitam tueri; ideo divisio rerum iure gentium introducta, huic iuri derogare non potuit”; Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q95, a3. 71

“Ultimo infertur: sequitur quod ius gentium appellatur isto nomine, non quia sit conditum omnibus gentibus in unum coeuntibus, id est, concurrentibus, sed quia approbatum est consensu omnium gentium vel tacito vel expresso”; Luis de León, De legibus, n21.


II. 1. Derecho de gentes y ley natural

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6. Propuesta internacionalista desde el derecho de gentes a) La comunidad universal y el hombre cosmopolita 1. Cuando la ley se presenta para todos los hombres como norma de una “comunidad universal” ha de ser significada con unas categorías que sean expresión, desde el punto de vista lógico, de una necesidad correspondiente. Pero la necesidad puede estar tanto en lo que pertenece a la esencia constitutiva de esa “comunidad universal”, como en lo que es consecutivo de dicha esencia. Su necesidad normativa constitutiva es propia de lo que Vitoria llamó derecho natural. En cambio, su necesidad normativa consecutiva corresponde a lo que Vitoria llamó derecho de gentes72, cuya universalidad, unida a la del derecho natural, lo legitima también como norma internacional. Considerando estos dos niveles de universalidad, es claro que hay en Vitoria dos ámbitos de relación interhumana: el de la comunidad y el de la sociedad – expresiones éstas que pueden tener cierto parecido con las utilizadas por Tönnies73, aunque su calado ontológico es distinto–. Para explicar la apertura [Offenheit] consustancial del hombre a los demás –apertura que es la raíz de sus múltiples relaciones en comunidad y en sociedad–, Vitoria comienza utilizando la argumentación que ya Platón recogió en su Protágoras74, la misma que, a su vez, más modernamente utilizó Gehlen: el hombre es inicialmente un ser deficitario [Mangelwesen]75, y por su indefensión tiene necesidad de la comunidad para satisfacer sus necesidades. ¿Cómo se comporta la naturaleza con el hombre? Responde Vitoria: “Para velar por la incolumidad y tutela de los animales, la madre naturaleza dotó inmediatamente desde el principio a todos ellos de sus cubiertas, para que fácilmente pudiesen resistir el rigor y los fríos invernales. A cada uno de ellos armó de defensas para rechazar las acometidas extrañas: o los más fieros defendiéndose con armas ofensivas naturales o sustrayéndose de los peligros por la velocidad en la huida los más débiles, o protegiéndose con el pico y con los cuernos, o intentando a esconderse en las madrigueras. Así, unos son suspendidos en los aires sobre 72

“Ius Gentium non solum habet vim ex pacto et condicto inter homines, sed etiam habet vim legis. Habet enim Totus Orbis, qui aliquo modo est una Respublica, potestatem ferendi leges aequas et convenientes omnibus, quales sunt in Iure Gentium… Neque licet uni regno teneri Iure Gentium; est enim latum totius Orbis auctoritate”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n21. 73

F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft, Fue’s Verlag, Leipzig, 1887; Buske, Leipzig, 1935.

8

74

Platón, Protágoras, 320 d-321 a.

75

A. Gehlen, Der Mensch, Athenäum-Verlag, Frankfurt am Main, 1966, p. 33.


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plumas leves, otros son apoyados sobre uñas y otros armados de cuernos; pero a ninguno falta su defensa. Pero sólo al hombre, habiéndole concedido razón y virtud, dejó frágil, endeble, sin fortaleza, destituido de todo auxilio, necesitado por todas partes, desnudo y sin pelo. Sólo al hombre y en su presencia la madre naturaleza le hace emerger de un naufragio y en su vida esparció miserias, puesto que desde el momento mismo de su nacimiento no puede hacer otra cosa que, lamentando la condición de su fragilidad, presentir sus males en medio del llanto […]. Para atender, pues, a todas estas necesidades, fue menester que los hombres no anduviesen vagos y errantes por las soledades a modo de fieras, sino que, viviendo en sociedad, se prestasen mutuo auxilio”76. Pero la indigencia o la falta no es la razón última en que se fundamenta la vida de la comunidad. Es la natural perfección de la palabra, radicada en la inteligencia, la que culmina la intercomunicación humana. “Y si pudiera suceder que la sabiduría existiera sin palabra, la misma sabiduría sería ingrata e insociable”77. Analizando la índole de esta apertura, Vitoria subraya enérgicamente que el hombre es, por derecho natural, ciudadano del mundo, del orbe; y en ninguna parte del mundo puede ser considerado como extranjero. Hubiera dicho –como siglos después lo expresó Max Scheler– que el hombre no tiene Umwelt, sino Welt, precisamente por su participación en el espíritu78. Ese carácter cosmopolita no lo pierde nunca, por ser de derecho natural. Cada hombre concreto forma, con todos los demás hombres, una comunidad natural universal, en la que se extienden los mismos derechos naturales para todos: es ésta, en la óptica de Vitoria, la “communitas naturalis Orbis”79, la cual es anterior y superior a 76

“Iam enim primum ut incolumitati et tutelae animantium consultum esset, ab ipso statim principio omnia alia animalia suis tegumentis natura mater dotavit, quo facilius possent vim pruinarum et frigora sustinere. Singulis autem generibus ad propulsandos impetus extraneos sua propria munimenta constitutit, aut ut naturalibus telis repugnent feriora, aut quae sunt imbecilliora subtrahant se periculis pernicitate fugiendi, aut rostro veluti hasta se protegant, aut latibulis sepiant. Et ita quaedam illorum aut plumis levibus in sublime suspensa sint, aut suffulta unguibus vel instructa cornibus; nullique munimentum ad sui praesidium deest. Hominem aut una ratione et virtute concessa reliquit fragilem, imbecillem, inopem et infirmum, omnique auxilio destitutum, undique indigentem et nudum, incrinemque. Contra se ex naufragio producit, in cuius vita miserias sparsit, quippe qui ab ipso statim ortu nihil aliud potest quam fragilitatis suae conditione plorata fletibus ominari […]. Ut ergo huiusmodi necessitatibus consuleretur, necessarium porro fuit ut homines non vagi errarent, et palantes instar ferarum in solitudine, sed in societate viventes, invicem sibi adiumento essent”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n3-n4. 77

Francisco de Vitoria, De potestate civili, n4.

78

M. Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Reichl, Darmstadt, 1928, pp. 10-20.

79

V. D. Carro, La Communitas Orbis y las rutas del derecho internacional según Franciso de Vitoria, Santander, 1962, pp. 47-58.


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todas las naciones y a todas las soberanías. Está investida de una potestad natural, con derechos y deberes naturales para defender simultáneamente al hombre y a sí misma. Ningún hombre particular, por más señalado que sea, como el Papa, es dueño de todo el orbe –Totius Orbis80–. Esa “totalidad universal” no es manifestación de la voluntad asociativa de los hombres individuales, ni de los estados particulares; expresa, más bien, la natural dimensión política y social de la persona humana: “Es claro que la fuente y origen de las ciudades y de las repúblicas no fue una invención de los hombres, ni se ha de considerar como algo artificial, sino como algo que procede de la naturaleza misma, que para defensa y conservación proporcionó a los mortales este modo de ser. De este mismo principio se infiere prontamente que los poderes públicos tienen el mismo fin y la misma necesidad que las naciones”81. Por tanto, el hombre tiene un original modo de convivencia que no responde a su libre elección, sino a su radical exigencia de perfección, según se da en el modo natural de la familia, de la Respublica y del Orbis: comunidades que son ámbitos fundamentales donde puede lograrse la perfección de la vida humana. Cada uno de esos ámbitos de convivencia tiene fines previamente determinados por la naturaleza misma del hombre. La culminación natural de la convivencia está, pues, en el Orbis, de modo que la natural intercomunicación humana no se agota en la familia, ni en el estado, sino que abarca a todos los miembros del género humano, bajo la forma de una vertebración comunitaria que Vitoria llama amistad natural: “La amistad entre los hombres es de derecho natural y es antinatural estorbar las relaciones mutuas de los hombres inofensivos” 82. Esta convivencia radical genera el Totus Orbis, una estructura universal con valor político y jurídico. La comunidad del Totus Orbis no queda comprometida con la creación y fluctuación de fronteras nacionales, porque es eidéticamente anterior a la constitución de los estados. Y así la cuestión fáctica o histórica de cuándo aparecen históricamente las ciudades y los estados, es distinta de la referente al Principium Orbis, que es primordialmente eidético, y no fáctico: “Al principio del orbe, como todas las 80

“Papa non est dominus civilis aut temporalis totius Orbis, loquendo proprie de dominio et potestate civili”; Francisco de Vitoria, De indis, I, 2: De titulis non legitimis, n3. 81

“Patet ergo fontem et originem civitatum rerumque publicarum non inventum esse hominum, neque inter artificiata numerandum, sed tanquam a natura profectum, quae ad mortalium tutelam et conservationem hanc rationem mortalibus suggessit. Atque ex eodem capite statim consequitur eumdem esse finem eamdemque necessitatem publicarum potestatum”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n5. 82

“Videtur quod amicitia inter homines sit de iure naturali; et quod contra naturam est vitare consortium hominum innoxiorum”; Francisco de Vitoria, De indis, I, 3, n2.


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cosas eran comunes, era lícito a cualquiera dirigirse y recorrer las regiones que quisiese, y no se ve que esto haya sido abolido por la repartición de las cosas, pues nunca fue la intención de las gentes evitar la mutua comunicación de los hombres mediante esta repartición”83. Entre las exigencias radicales de esta “universalidad”, la del Totus Orbis, está, por derecho natural, no sólo la promoción y defensa de la dignidad humana, sino también la consecución de las condiciones sociales y políticas que la hacen posible. En este punto estriba inicialmente la propuesta internacionalista de Vitoria. 2. Pero a esta propuesta internacionalista responde también, en segundo lugar, el derecho de gentes, conforme a la constitución paulatina de naciones y fronteras. En el origen del Totus Orbis hay un bien político universal que el derecho de gentes desarrolla. Sobre la comunidad de derecho natural viene –no sólo en sentido fáctico o temporal, sino eidético y óntico– la división de pueblos, provincias y naciones, vertebrada por el derecho de gentes, división que eidéticamente se orienta precisamente a servir al hombre –sea cual fuere su raza y color– y, por lo tanto, a la consolidación de la comunidad del Totus Orbis, para cuya defensa se puede llegar a requerir incluso la intervención humanitaria –también de modo bélico– de una nación sobre otra, cuando la dignidad humana haya sido objeto de una violenta injusticia [iniuria]84. Por tener su base en el derecho natural, el derecho de gentes exige que la soberanía no se anquilose ni se haga estática en cada una de las naciones, sino que opere dinámicamente, construyendo solidariamente la dignidad humana que irradia en el Totus Orbis85. Vitoria piensa que si el derecho de gentes está constituido por la normal razón humana, no se llama derecho de gentes porque lo usen pasivamente todos los hombres, sino porque lo usan activamente, como autores suyos. La denominación de “natural” y “positivo” se hace entonces por referencia a sus autores. De suerte que todas las gentes, o todos los hombres, en cuanto forman una comunidad de todo el género humano, pueden obligar a que cada uno de los singulares realice las cosas que son útiles a todo el género humano, al igual que la nación particular puede obligar a que todos los singulares realicen las cosas 83

“A principio Orbis, cum omnia essent communia, licebat unicuique in quamcumque regionem vellet, intendere et peregrinari. Non autem videtur hoc demptum per rerum divisionem. Nunquam enim fuit intentio gentium per illam divisionem tollere hominum invicem communicationem”; Francisco de Vitoria, De indis, I, 3, n2. 84

“Unica est et sola causa iusta inferendi bellum, iniuria acepta”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n13. 85

C. Ruiz del Castillo, “Las relaciones entre los derechos del hombre y el derecho internacional según las inspiraciones de Francisco de Vitoria”, Anuario de la Asociación Francisco de Vitoria, 1948 (9), pp. 39-67; p. 46.


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que convienen a toda la nación. Este derecho no puede llamarse natural, porque se fundamente en la voluntad humana; es, pues, positivo. A su vez, tal derecho positivo no es civil, porque no es peculiar de una nación o reino; luego será un derecho de gentes, no sólo porque las gentes lo usan y quedan ligadas por él, sino también porque emana de ellas. 3. La estructura de la comunidad del Totus Orbis, por relación con el complejo diferenciado de naciones, es análoga [aliquo modo] a la estructura de un estado [Respublica] relacionado con sus ciudadanos. El sentido de esa analogía se aclara con la definición que da Vitoria de la Respublica: una comunidad perfecta, completa: “Comunidad perfecta es, pues, aquella república o comunidad que es un todo por sí misma, esto es, la que no es parte de otra república sino que tiene sus propias leyes, su propio consejo y magistrados propios”86. En el vigor ético de aquella relación se basa la validez jurídica de un derecho propio adjunto, el derecho de gentes, cuya condición de posibilidad es la existencia de una estructura supranacional “que garantice la eficaz atribución de los derechos”87. Por eso dice Vitoria que el “Totus Orbis, que en cierto modo es una Respublica, tiene poder de dar leyes justas y a todos convenientes, como son las del derecho de gentes”88. Repito que la estructura supranacional, por su perfección y por el bien universal que pretende, no se confunde con la mera yuxtaposición o suma de estados, ni es una Federación de Naciones, ni puede oponerse al bien de cada nación. A su vez, el bien nacional se comporta con el supranacional de análoga manera a como el bien de la familia se comporta con el del estado. Aquí, “analogía” no es “identidad unívoca” sin más; y el elemento que se quiere

86

“Respublica proprie vocatur perfecta communitas. Sed hoc ipsum est dubium quae sit perfecta communitas. Pro quo notandum, quod perfectum idem est quod totum. Dicitur enim imperfectum cui aliquid deest, et contrario perfectum, cui nihil deest. Est ergo perfecta respublica aut communitas, quae est per se totum, id est, quae non est alterius reipublicae pars, sed quae habet proprias leges, proprium consilium et proprios magistratus”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n7. 87

J. M. Viejo Ximénez, “Totus Orbis, qui aliquo modo est republica. Francisco de Vitoria, el Derecho de Gentes y la expansión atlántica castellana”, Revista de estudios histórico-jurídicos, 2004 (26), pp. 370-371. F. Castilla Urbano, El pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía política e indio americano, Anthropos, Barcelona, 1992, pp. 174-178. 88

“Habet enim Totus Orbis, qui aliquo modo est una respublica, potestatem ferendi leges aequas et convenientes omnibus, quales sunt in Iure Gentium”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n21.


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subrayar con el término “analogía” es el ámbito propio de la soberanía sui generis que corresponde a la comunidad universal89. Es cierto que el Orbis no ejerce fácticamente por sí mismo todas las funciones que eidéticamente le corresponden, pues históricamente sólo puede actuar a través de los gobernantes que obedecen al derecho de gentes; por lo que puede decirse que el derecho de gentes, en su aspecto internacional, es una expresión jurídica derivada de esa eidética universalidad exigitiva que es la comunidad del Totus Orbis, a cuya autoridad se remite tanto el derecho de gentes –expresado a través del consentimiento de todas las naciones–, como la potestad que se ejerce en cada nación concreta90. Y aunque una nación [Respublica] tuviera en sí misma una soberanía perfecta, por no estar ligada a otra nación concreta que limitara su libertad de acción, sin embargo, no podría dejar de vincularse a los fines universales de la comunidad del Totus Orbis, pues ésta no es una nación más, sino la condición ética de posibilidad de todas las naciones y último criterio de racionalidad política, que ha de referirse al bien común universal. En conclusión, el derecho de gentes no se deriva eidéticamente de las soberanías nacionales, sino que las precede y las regula: rige no sólo entre todos los individuos, sino entre todas las naciones que funcionan como comunidades políticas perfectas. Aunque parezca que tiene su origen en la facticidad de las voluntades de los pueblos, realmente el consentimiento al derecho de gentes es una “adhesión” virtual (o tácita) que las gentes o naciones hacen a una universalidad exigitiva consecutiva.

b) La vinculación del derecho de gentes a una exigencia internacionalista 1. En su relección De potestate civili –dada por Navidad de 1528– había enseñado Vitoria que “la humanidad entera forma una sociedad perfecta”, no sólo por la necesidad que cada nación tiene de las otras, sino también por la tendencia natural de ayudarse y a unirse con ellas: hay, pues, en ello una necesidad inmediata. Y así como las leyes civiles obligan no solamente a los súbditos sino también a los legisladores91, de igual suerte el derecho de gentes obliga no sólo

89

J. M. Viejo Ximénez, “Totus Orbis, qui aliquo modo est republica”, p. 372.

90

“Principes non solum habent auctoritatem in suos, sed etiam in extraneos ad coercendum illos, ut abstineant se ab iniuriis; et hoc Iure Gentium et Orbis Totius auctoritate”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n19. 91

“Leges regiae obligant ipsum regem, et licet sit voluntarium regi condere legem, tamen non est in voluntate sua non obligari aut obligari”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n2.


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a todos los hombres particulares sino también a todas las naciones como tales92: manifiesta también una necesidad, pero mediata. El orbe completo [Totus Orbis] es, según Vitoria, parecido a una enorme nación que tiene poder de dar leyes justas y convenientes para todos93. Por eso, no le es lícito a ninguna nación particular dejar de obligarse por el derecho de gentes, puesto que es dado por la autoridad de todo el orbe94. Asimismo, la relección de Vitoria titulada De indis –dada en 1538–, tras subrayar la similitud del derecho de gentes con el derecho natural, así como su dependencia de él95, enseña que bajo el amparo del carácter internacional del derecho de gentes puede un pueblo acometer la guerra defensiva contra las naciones que le injurian o perjudican96. Es más, un jefe de gobierno no sólo tiene autoridad sobre los suyos, sino también sobre los extranjeros para obligarlos a que se abstengan de hacer injusticias97. En ello se une el derecho de gentes al derecho natural, porque el “orbe entero” no podría subsistir si no hubiera autoridad para obligar, de modo que no sean dañados los buenos y los inocentes, derecho que ampara incluso la intervención armada en un país que conculca sistemáticamente los derechos humanos98. Los derechos naturales del hombre son también los derechos naturales de la “comunidad universal”; y esta identidad hace posible la intervención armada de un país sobre otro, precisamente por autoridad de la comunidad universal [auctoritate Totius Orbis], cuando una nación, por la tiranía y violencia de sus gobernantes, se ha convertido en verdugo de sus ciudadanos. Asimismo una nación tiene el deber de prestar asilo al que, siendo ciudadano del universo –

92

“Ius gentium non solum habet vim ex pacto et condicto inter homines, sed etiam habet vim legis”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n2. 93

“Habet enim Totus Orbis, qui aliquo modo est una respublica, potestatem ferendi leges aequas et convenientes omnibus, quales sunt in iure gentium”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n2. 94

“Neque licet uni regno nolle teneri iure gentium, est enim latum Totius Orbis auctoritate”; Francisco de Vitoria, De potestate civili, n2. 95

“Vel est ius naturae vel derivatur ex iure naturali”; Francisco de Vitoria, De indis, II: De titulis legitimis, n2. 96

“Licet vindicare iniuriam ab hostibus acceptam, et animadvertere in hostes, et punire illos pro iniuriis illatis”; Francisco de Vitoria, De indis, II: De titulis legitimis, n2. 97

“Principes non solum habent auctoritatem in suos, sed etiam in extraneos ad coercendum illos ut abstineant se ab iniuriis: et hoc jure gentium et Totius Orbis auctoritate”; Francisco de Vitoria, De indis, II: De titulis legitimis, n2. 98

“Quia aliter Orbis stare non posset nisi esset penes aliquos vis et auctoritas deterrendi improbos et coercendi, ne bonis et innocentibus noceant”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n19.


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miembro de la comunidad universal–, es perseguido injustamente en su propia patria. 2. Así pues, de un lado, toda comunidad tiene su fin y, de otro lado, los súbditos tienen obligación de cooperar para que ese fin se cumpla. En el caso de la comunidad del Totus Orbis, eso se hace mediante leyes dadas por la autoridad, que entonces no es otra que la totalidad del género humano. Esa ley dada por el género humano se llama derecho de gentes; luego existe el derecho de gentes distinto del derecho natural y del derecho civil. El derecho de gentes tiene carácter internacional público, común a todas las gentes o naciones del mundo, y establecido –como después lo pretendió Kant– por acuerdo y consentimiento virtual o equivalente de todas ellas. Por eso no puede ser violado lícitamente por nadie, porque obliga a todas las gentes, ya que queda establecido por el común consentimiento de todas ellas y violarlo por una de las partes es una injusticia manifiesta. Las comunidades humanas necesitan de un orden legal supra-nacional que las dirija y ordene en éste género de necesidad y unión. Tesis que un poco más tarde Suárez99 recogería de Vitoria. Y no es ocioso recordar que, dos siglos después de Vitoria, Kant estableció, para fundar lógicamente su aspiración a la “paz perpetua”, una analogía, parecida a la del maestro salmantino, entre el orden de las exigencias intra-estatales y las exigencias supra-estatales100. 3. Por eso, afirmar que el hombre tiene relaciones interhumanas naturales equivale a decir también que la “comunidad universal” nace con cada hombre, de manera natural y primaria, y, dentro de ella, los derechos y deberes naturales básicos. Precisamente en su relección De indis dibuja la situación del hombre que, instalado originariamente en la “comunidad universal”, despliega también vínculos de socialidad y correspondencia [primus titulus potest vocari naturalis 99

Dice Suárez: “Al igual que en algunas provincias y naciones la misma costumbre ha introducido alguna manera de leyes, así, en el género humano, ha podido la costumbre introducir el derecho de gentes, sobre todo teniendo en cuenta que las cosas que pertenecen a esta ley son pocas y muy semejantes a la ley natural, y, por tanto, pueden fácilmente deducirse y son muy útiles y conformes con la humana naturaleza, de modo que si no es consecuencia enteramente necesaria para la honestidad de las costumbres, le son muy convenientes, y, por tanto, aceptables por todos”; Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n9. 100

I. Kant, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf (1795); zweite, erweiterte Auflage 1796. Zweiter Abschnitt: Drei Definitivartikel. “2. Das Völkerrecht soll auf einen Föderalismus freier Staaten gegründet sein”; O. Höffe (ed.), Immanuel Kant, zum ewigen Frieden, Akademie Verlag, Berlin, ²2004.


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societatis et communicationis]. De la “comunidad universal” brota el derecho de aprender y enseñar la verdad [ius discendi et docendi veritatem] en todas partes; y también el derecho de defender al inocente, allí donde padezca violencia e injusticia [ius defendendi innocentes]. Pues si todos los hombres –alemanes, españoles, franceses, etc.– constituyen por derecho natural una comunidad universal para convivir y comunicarse amigablemente, entonces esa comunidad universal es la casa del hombre. Es lícito a todos recorrer las regiones que quisiesen. Este derecho natural no queda abolido con la división de las tierras y la propiedad de los predios, los cuales están garantizados por el derecho de gentes. De manera que el derecho de gentes tiene su fundamento en la mutua y universal correspondencia entre los hombres. Y si “por derecho natural son comunes a todos los hombres las aguas corrientes y el mar, los ríos y los puertos, entonces pueden las naves, por derecho de gentes, atracar en todas partes”101. En esta frase citada está el contenido de todo lo que a mí me hubiera gustado comunicar en este capítulo. Una ley contraria a la indicada sería injusta y sin validez. Cerrar las fronteras a gentes que buscan honradamente oportunidades de mejor vida, va contra el derecho de gentes. Lo cual no significa abrir indiscriminadamente las puertas a los criminales; pues por serlo, han perdido su derecho. El mismo presupuesto normativo rige para el libre comercio entre todas las gentes de todos los pueblos. Si todos formamos primariamente una comunidad universal, la tierra es la patria de todos los hombres; y aunque muchas cosas se han dividido, nunca se han perdido los derechos naturales sobre todas las cosas. El hombre es ciudadano del mundo por derecho natural. 4. Siendo todo derecho una participación del derecho natural –ya sea por deducción y consecuencia, ya sea por determinación y concreción– resulta que ciertos tipos más generales del derecho de gentes llevarán prendido también, tanto en su constitución como en su ejercicio, algún derecho natural originario; por lo que Vitoria no duda en afirmar algunas veces que esos tipos de derecho de gentes son de derecho natural, aunque en sentido estricto no lo sean. Por ejemplo, tanto el derecho natural como el derecho de gentes tienen por objeto lo que posee “validez universal y necesaria” –aunque se diferencien por el modo constitutivo o consecutivo de esa universalidad–; de ahí que cuanto más universalidad y necesidad tenga el objeto del derecho de gentes, más difícil será distinguirlo del derecho natural. Por causa de esta amplitud Vitoria llega alguna vez a decir que un determinado derecho que es de derecho de gentes puede ser de derecho natural. Por ejemplo, cuando en un país extranjero se produce una 101

Francisco de Vitoria, De indis, I, 3.


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violenta injusticia [iniuria], “los príncipes no sólo tienen autoridad sobre los suyos, sino también sobre los extraños para forzarles a que cesen de injuriar, y esto por derecho de gentes y por autoridad del Totus Orbis; y aun parece también que por derecho natural, porque no podría subsistir el orden en el mundo si no hubiese en alguien fuerza y autoridad para contener y cohibir a los delincuentes, a fin de que no hagan mal a los buenos y a los inocentes; ahora bien, todo aquello que es necesario para la gobernación y conservación del Orbis es de derecho natural”102. De modo que por su “universalidad objetiva” el derecho de gentes se conecta con el derecho natural [ita accedit ad ius naturale]; es más, no puede observarse el derecho natural sin este derecho de gentes. Porque la paz es de derecho natural. Si, por la fragilidad humana, surgen las guerras, es necesario recomponer la paz por la misión de los embajadores. Y, a la inversa, si los embajadores no fuesen admitidos por derecho de gentes, no podrían apaciguarse las guerras. De ahí que siempre sea ilícito violar el derecho de gentes, porque eso va contra el consentimiento universal [quia est contra communem consensum]. El derecho de gentes obliga no sólo a todos los hombres particulares, sino también a todas las naciones como tales. Su fuerza obligatoria deriva de una universalidad exigitiva que es similar a la que emana de la naturaleza, a saber, la que surge del consentimiento universal de toda o de la mayor parte de la humanidad103. Por todo esto, al enfocar Vitoria de abajo arriba la “universalidad exigitiva” –desde el derecho de gentes al derecho natural– puede decir, aplicando la analogía: si una nación perfecta tiene la facultad de castigar con duras penas a los ciudadanos propios que le son perjudiciales, es claro que el Orbis lo puede también contra los hombres perniciosos, aunque sólo mediante los príncipes. De un lado, los príncipes pueden castigar a los enemigos que injurian a la nación; de 102

“Principes non solum habent auctoritatem in suos, sed etiam in extraneos ad coercendum illos, ut abstineant se ab iniuriis; et Iure Gentium et Orbis Totius auctoritate. Imo videtur quod Iure Naturali, quia aliter Orbis stare non posset nisi esset penes aliquos vis et auctoritas deterrendi improbos et coercendi ne bonis et innocentibus noceant. Ea autem quae necessaria sunt ad gubernationem et conservationem Orbis sunt de Iure Naturali, nec alia ratione probari potest quod Respublica Iure Naturali habeat auctoritatem afficiendi supplicio et poenis cives suos qui Reipublicae sunt perniciosi”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n19. 103

“Quod, quia derivatur suficienter ex iure naturali, manifestam vim habet ad dandum ius et obligandum. Et dato quod non semper derivetur ex iure naturali, satis videtur esse consensus maioris partis totius orbis, maxime pro bono communi omnium. Si enim post prima tempora creati Orbis, aut reparati post diluvium, maior pars hominum constituerit ut legati ubique essent inviolabiles, ut mare esset commune, ut bello capti essent servi, et hoc ita expediret ut hospites non exigerentur, certe hoc haberet vim, etiam aliis repugnantibus”; Francisco de Vitoria, De indis, II, 3: De titulis legitimis, n2.


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otro lado, “la paz y la tranquilidad, que son el fin de la guerra, no pueden lograrse de otra manera que infligiendo a los enemigos males y daños que les contengan para que no vuelvan a su agresivo comportamiento”104. En resumen: el derecho natural y el derecho de gentes coinciden en la “necesidad objetiva” de su universalidad exigitiva; en cambio, tan sólo hay también “necesidad subjetiva” en el primero, mas no en el segundo. 5. Quizás ahora se pueda entender mejor la tesis que propuse al inicio de esta primera parte, distinguiendo entre una universalidad normativa “inmediata” –la del derecho natural– y una universalidad normativa “mediata” –la del derecho de gentes–. Esa distinción explica que Vitoria diga que no es lícito hacer algo contra el derecho de gentes, violarlo, lo cual implicaría de suyo inferir una violencia injusta [iniuriam], introducir una desigualdad en la justicia. Si los franceses respetan a nuestros embajadores, es preciso que nosotros hagamos lo mismo con los suyos. Si, en una parte los embajadores enviados para recomponer la paz son respetados, mas en la otra parte los embajadores son maltratados, se sigue que hay desigualdad e injusticia. Ahora bien, la línea que históricamente ha trazado el género humano cuando ha pretendido constituir una “sociedad de naciones”, fue siempre asintótica respecto a la “comunidad universal”. Nunca ha logrado alcanzarla, quizás por los supuestos que atraviesan moralmente al hombre histórico: su fragilidad, su egoísmo. Esos supuestos hacen todavía más necesario el despliegue del derecho de gentes. Incluso la idea de una “monarquía universal cristiana” –acariciada también por muchos maestros del Siglo de Oro– responde a ese perfil asintótico, a esa línea incoincidente que, prolongada indefinidamente, se acerca de continuo al punto de la comunidad universal, sin llegar nunca a tocarlo.

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“Quod si Respublica hoc potest in suos, haud dubium quin Orbis possit in quoscumque perniciosos et nequam homines, et hoc non nisi per principes. Ergo pro certo principes possunt punire hostes qui iniuriam fecerunt Reipublicae et omnino postquam bellum rite et iuste susceptum est, hostes obnoxii sunt principi tanquam iudicie proprio. Et confirmatur haec. Quia revera nec pax nec tranquillitas, quae est finis belli, aliter haberi potest, nisi hostes malis et damnis afficiantur, quibus deterreantur ne iterum aliquid tale committant”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n19.


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7. La “socialidad viable” en el derecho de gentes 1. El derecho de gentes, considerado propiamente, en cuanto que se distingue del derecho natural –con el que el hombre vive, según Vitoria, en una comunidad del Totus Orbis–, versa sobre los asuntos que convienen al hombre en cuanto que, como animal político y social, está, por su fragilidad, en correspondencia viable con los demás hombres. En efecto, el derecho de gentes ha sido instituido por la razón natural del hombre, porque éste es animal destinado a convivir de manera recta y pacífica –pero también en el modo de la fragilidad– con los demás hombres; y sin el derecho de gentes los hombres no pueden tener una convivencia recíproca (pública). En la comunidad del Totus Orbis la razón también dicta los contratos de intercambio, de alquiler, de compra y venta, que son de derecho de gentes (privado), sin los cuales no podrían los hombres tener una coexistencia armónica, ni podrían convivir sin dichos contratos. Además, no hay ninguna nación tan abundante en todos los medios y productos que pudiera pasar la vida humana sin la ayuda de otras naciones; aún más, juntamente con las otras necesitaría de medios y productos en los que las demás abundarían, relacionándose unas con otras, mediando los contratos de intercambio, o también mediando el dinero en la compra-venta: pero esa mediación no se hace entre espíritus puros, sino entre hombres [gentes] expuestos a la propia fragilidad humana. La nota de “socialidad viable” permite entender mejor que el derecho de gentes depende de la libre institución de los hombres –es constituido por la razón acosada por la fragilidad humana–, y por eso mismo, no es derecho natural. Precisamente su denominación no se debe simplemente a que de él se sirvan todas las gentes, sino a que lo utilizan como autores de él, de la misma manera que el derecho civil recibe su nombre porque cada pueblo o ciudad lo constituye para sí o en su propia utilidad. En esta nota de “socialidad viable” descansa la institucionalidad y la dispensabilidad del derecho de gentes105.

a) Institucionalidad del derecho de gentes 1. Las cosas del derecho de gentes las dicta la razón humana en su ejercicio normal106 y, por ello, no necesitan de una institución especial –como sería la 105

Francisco de Vitoria, Comentario al tratado de la ley, I-II, qq90-108, edición preparada por V. Beltrán de Heredia, Instituto “Francisco de Vitoria”, Madrid, 1952, q100.


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que proviene inmediatamente del beneplácito del pueblo, por el que es constituido el derecho civil–, sino que la misma razón las instituye. Sin embargo, no puede negarse que depende de una institución humana que procede inmediatamente de un dictamen general de la razón natural en beneficio de todas las gentes bien dispuestas: el derecho de gentes es el que la razón, en su uso normal y natural, constituye para todos los hombres. Por lo tanto, la división de las tierras y la propiedad de las cosas, que pertenecen al derecho de gentes, son logradas con la invención de la razón humana: y aunque por inducción hayan sido derivadas de la naturaleza, quedan sobreañadidas a la ley natural mediante la razón humana para utilidad de la vida. 2. Es más, aun en el caso de que se hablara de una institución especial en cuanto a la promulgación solemne y expresa, es claro que el derecho de gentes no depende de ella como depende el derecho civil; en efecto, el derecho de gentes, al ser instituido y dictado inmediatamente por la razón natural, se extiende a todos los hombres y, por consiguiente, no necesita para su validez de una promulgación solemne que deba hacerse a través de medios de comunicación y dentro de una asamblea humana. Sin embargo, el derecho de gentes necesita de una cierta promulgación o notificación, puesto que toda ley positiva la requiere para obtener fuerza de obligar. Y desde esta perspectiva el derecho de gentes necesita de promulgación, pero no de una “promulgación solemne” que se deba hacer por los medios de comunicación y en asambleas de individuos. El derecho de gentes de ningún modo ha necesitado de tales condiciones para obligar a los ciudadanos, pero sí necesita de alguna notificación que los gobernantes o magistrados hagan oralmente o por escrito.

b) Dispensabilidad del derecho de gentes 1. Una de las preocupaciones más hondas de Vitoria consistió en saber si hay un derecho común a todas las naciones o no; y en caso de que lo hubiere, si tendría una “necesidad inmediata”, de suerte que todas las naciones lo establecieran en una sola “comunidad universal”; o si la suya fuera una “necesidad mediata”, de suerte que si una nación lo estableció en sus dominios, pudiera colegirse por inducción que lo habrían establecido todas las naciones: y así sería común a todos. Para Vitoria el derecho de gentes en parte conviene por su universalidad con el derecho natural, y en parte, conviene por su autoría con el civil: de un lado, 106

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q57, a3, ad3.


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es común a todas las naciones; de otro lado, se verifica con el consentimiento virtual de todos los pueblos y no por instinto de la naturaleza. Por su autoría, el derecho de gentes pertenece al derecho humano y, en cuanto tal, se podría abolir por la autoridad del pueblo. El derecho natural es absolutamente inmutable e indispensable; pero el derecho de gentes es mutable y dispensable. En las cosas que son del derecho de gentes podría hacerse la dispensa en sentido propio, esto es, podría haber relajación de tal ley o derecho. Y, así, habiéndose introducido por el derecho de gentes que los cautivos en una guerra justa –el ejemplo es reiterativo en los maestros del siglo XVI– podrían ser hechos esclavos de los captores a los que, como verdaderos dueños, estarían obligados a servir y estar bajo su dominio, sin embargo de hecho, ese derecho de gentes fue relajado y dispensado para los cristianos con una ley eclesiástica en beneficio de la fe, cuando la Iglesia estableció que los captores no tuvieran el verdadero dominio sobre los cautivos cristianos. 2. Pero la dispensa de casos que pertenecen al derecho de gentes no puede hacerse por un gobernante u otro, ni por esta región o aquélla, ni por esta república o aquélla, puesto que todos estos estamentos son tomados como inferiores al derecho de gentes, y, por consiguiente, no pueden derogarlo ni dispensarlo. Sino que sólo puede hacerse por todos los ciudadanos o incluso por sus gobernantes en cuanto que han recibido de ellos la potestad dominativa y legislativa. Efectivamente, la comunidad entera de ciudadanos, de la misma manera que fue la creadora o fundadora del derecho de gentes, así también, puede dispensar de él o derogarlo hasta el punto que la dispensa o la derogación se mantenga una vez hecha, aunque se haga ilícita e imprudentemente si se aplica sin una causa justa. Ahora bien, la reunión conjunta y el consenso de todas las gentes, o incluso de todos los jefes y gobernantes de las provincias y naciones, es muy difícil y, humanamente hablando, imposible; precisamente por esta razón, la dispensa que debe hacerse por los hombres –derogación total y absoluta en aquellas cosas que son del derecho de gentes– se hace difícil e imposible. 3. Está claro que, bajo la perspectiva de esa universalidad –y de su necesidad mediata–, el mayor problema es entonces de orden moral. Pues aunque el derecho de gentes sea derecho positivo y no derecho natural, podría no ser una falta moral [pecatum] violarlo si no fuese universal. ¿Están todos obligados a observar el derecho de gentes, dado que este derecho no es natural? Si mantenemos una guerra contra los franceses, y estos nos envían sus legados, a los que los españoles dan muerte, ¿ese acto va contra el derecho de gentes? Es obvio que si estuviera en el poder de los individuos el no admitir ese derecho de gentes, no


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cometeríamos una falta moral matando al enemigo. Pero no estamos facultados para rechazar la “universalidad exigitiva” propia del derecho de gentes y, por lo tanto, para no sentirnos moralmente obligados a obrar en consonancia con esa universalidad. 4. Un tema interesante es el que Vitoria plantea al preguntar si el derecho de gentes se sigue necesariamente del derecho natural o solamente es necesario para conservar el derecho natural –asunto que también he apuntado antes–, de suerte que el derecho natural no pueda observarse sin el derecho de gentes. a) Responde que el derecho de gentes no se sigue necesariamente del derecho natural, ni es necesario de modo absoluto [simpliciter] para conservar el derecho natural, porque si se siguiera necesariamente del derecho natural sería ya derecho natural. Esto es obvio, porque si se siguiese tan necesariamente mediante una correcta consecuencia, tendríamos que concluir que así como el derecho natural tiene un tipo radical de necesidad, también habría de tener la misma el derecho de gentes y, consiguientemente, sería derecho natural, al igual que la simple fornicación va contra el derecho natural, porque se sigue en correcta consecuencia del derecho natural. En el derecho natural se cumple una “universalidad normativa” por necesidad de esencia. b) Ahora bien, el derecho de gentes es necesario para conservar el derecho natural. En el derecho de gentes se cumple una “universalidad normativa” por necesidad de consecuencia; la he llamado necesidad mediata. Por eso dice muy pedagógicamente Vitoria que no es completamente [omnino] necesario, sino casi [pene] necesario, porque mal podría observarse el derecho natural sin el derecho de gentes107. Ciertamente podría el orbe subsistir si las posesiones fuesen comunes –como ocurre en las órdenes religiosas–; pero lo haría con mucha dificultad, pues los hombres –por su fragilidad moral– entrarían siempre en discordias y guerras. Al derecho de gentes pertenecen, pues, aquellas conclusiones del derecho natural que, aun siendo universales, no son absolutas, sino hipotéticas; funcionan como disposición o complemento del derecho natural, aunque poseen estricta necesidad mediata y verdadera exigencia normativa. Es más, su razón de utilidad no se reduce a mera ornamentación, porque el derecho de gentes, en la condición de la fragilidad humana, desarrolla lo propiamente natural, y lo salva107

“Jus gentium est necessarium ad conservationem juris naturalis. Et non est omnino necessarium, sed pene necessarium, quia male posset conservari jus naturale sine jure gentium. Cum magna namque difficultate jus naturale servaretur, si non esset jus gentium. Posset quidem Orbis subsistere si possessiones essent in communi, ut est in religionibus; tamen esset cum magna dificultate ne homines in discordias et bella prorrumperent”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n4.


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guarda con mayor seguridad. Y aunque los hombres, desde un punto de vista eidético, pueden cambiarlo y abolirlo, si logran el común acuerdo, ocurre que fácticamente no es posible llegar a su suspensión 5. En resumen: una vez que queda establecido y admitido algo por el consentimiento universal de todo el orbe [ex universali consensu Totius Orbis] es necesario que luego coincida o concurra todo el orbe en la abrogación de tal derecho, lo cual es imposible, porque imposible es que el consentimiento de todo el orbe coincida en la abrogación del derecho de gentes108. O sea, fácticamente la universalidad del derecho de gentes coincide con la del derecho natural –se extiende a todos los hombres–, aunque eidéticamente sean distintos. Sólo en este sentido el derecho de gentes se convierte en derecho internacional, con vigencia normativa universal, exigitiva para todos. Vitoria reconoce, no obstante, que el derecho de gentes puede ser abrogado en parte, pero no en su totalidad. Esta excepcionalidad es ad casum, y se refiere a momentos históricos de la civilización occidental: se estimaba que es derecho de gentes el que los cautivos en una guerra justa fuesen esclavizados; pero eso no podía hacerse extensivo a las guerras entre pueblos cristianos. Pues si en la guerra los españoles capturan a los franceses, estos serán cautivos, pero no esclavos, porque pueden comparecer en juicios y cosas semejantes, lo cual no estaría permitido si fuesen siervos de verdad. Otro ejemplo significativo que en tiempos de Vitoria se aducía era el siguiente: la propiedad privada puede quedar anulada en las órdenes religiosas, hecho que corrobora la tesis de que cabe dispensa en el derecho de gentes, al cual pertenece la propiedad privada de las cosas. Es cierto que la comunidad de bienes no se hace lícita mediante una dispensa, pues por el derecho de gentes no está prohibida la comunidad de bienes; pero una vez que está concedida la propiedad privada y que está dada a los hombres la facultad de apropiarse de las cosas, eligiendo los campos que se pueden cultivar, los lugares en que se puede edificar, establecido todo esto, quedaba prohibido que otros hicieran la misma apropiación; pero no se prohibía que los propietarios mismos revertieran las posesiones a toda la comunidad del género humano, como pudo haber ocurrido en el inicio del mundo humano. Pero aunque tenga su origen en el hombre, el derecho de gentes tiene una vigencia y una fuerza universal que no se reduce a la del derecho civil. Ciertamente el derecho de gentes es positivo, pero ocurre que como es un derecho 108

“Quando semel ex virtuali consensu Totius Orbis aliquid statuitur et admittitur, oportet quod ad abrogationem talis juris Totus Orbis conveniat, quod tamen est impossibile, quia impossibile est quod consensus Totius Orbis conveniat in abrogatione juris gentium”; Francisco de Vitoria, De iustitia, q57, a3, n5.


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constituido por todo el género humano, no puede ser abrogado ni dispensado si no es por todo el género humano mismo. Todas las demás comunidades son inferiores y no pueden abrogar las leyes de todo el género humano, ni dispensarlas, a no ser que todo el género humano –o quizás Dios– les hubiera dado una facultad para ello. Esta doctrina hay que entenderla, además, bajo la tesis vitoriana de que los pueblos y naciones tienen el poder natural electivo, la capacidad de elegir a sus gobernantes109; o sea, el poder le viene al gobernante del pueblo, no directamente de Dios. Los ciudadanos que constituyen la nación son el primer sujeto de la potestad civil. 6. Probablemente algunos maestros de la Escuela de Salamanca –por ejemplo Báñez– no se dieron cuenta de esta validez universal, con su propia necesidad, que Vitoria reconocía en el derecho de gentes. Báñez argumentaba que como la división y propiedad de las cosas se ha introducido por el derecho de gentes, que es positivo, puede el rey de España, por ejemplo, anular esa propiedad y hacer que en España todas las cosas sean comunes, aunque al hacer esto el rey cometiera una falta grave, al ir contra el buen gobierno110. Vitoria hubiera respondido a Báñez que si fuese inmoral la dispensa que, en el derecho positivo, el superior hace al inferior, al ir contra el buen gobierno, también por eso puede ser nula. Al ciudadano no se le puede expoliar de sus bienes, si no ha habido culpa y causa justa. Asimismo, Báñez había enseñado que el rey de España no podría abrogar el derecho de gentes que le es común con el rey de Francia, por ejemplo, que en tiempo de guerra los embajadores de los dos bandos sean recibidos pacíficamente: aunque podría abrogarse este derecho con el consentimiento de ambos monarcas. Vitoria habría respondido que si bien estos reyes pueden ceder su propio derecho, no pueden dispensar del derecho de gentes, por ser inferiores al género humano, del que dimana el derecho de gentes; por lo que manda u ordena la seguridad de los embajadores bajo la condición de que los monarcas no cedan en su derecho. Para abrogar en su totalidad el derecho de gentes sería necesario el consentimiento común –o casi común– de todas las naciones, algo que difícilmente puede ocurrir.

109

“Quaelibet enin Respublica… potest sibi constituere dominum”; Francisco de Vitoria, De potestate civili. 110

Domingo Báñez, De iure et iustitia, q57, a3, conclusio 4; El derecho y la justicia, Introducción, traducción y notas de J. Cruz Cruz, Eunsa, Pamplona, 2008, pp. 71-72.


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7. Habría, pues, dos modos de ley común. El incluido en la ley común que es invariable y necesaria a todo el género humano pertenece a la ley natural; pero el incluido en la ley común que es voluntaria y variable pertenece al derecho de gentes, el cual es por tanto positivo: porque sólo el derecho positivo es voluntario y variable. No tenía Vitoria dificultad en asemejar el derecho de gentes al derecho natural, por su universalidad y necesidad; como tampoco la tuvo para asemejarlo al derecho civil, porque es un derecho constituido, no por una u otra nación, sino por todas las naciones del mundo. En sentido estricto se llama derecho civil aquél que es propio de una nación y no es impuesto simultáneamente por toda la comunidad del género humano como ley universal. Mas en el caso del derecho de gentes, Vitoria no hace prevalecer, por encima de la universalidad exigitiva (aspecto formal o lógico-axiológico), la intervención de la libre voluntad de la humanidad (aspecto eficiente o psicológico). Con este envite supera cualquier tentación de psicologismo ético. Aunque el derecho de gentes dependa del consentimiento de la totalidad de las gentes o de su mayor parte, no tendría una exigitividad universal fáctica, sino eidética. Si sólo fuese fáctica esa exigitividad, el derecho de gentes vendría a tener el mismo estatuto lógico-normativo que el derecho mercantil referente al comercio que unas naciones tienen con otras.


CAPÍTULO 2 DERECHO DE GENTES Y COSTUMBRE. SUÁREZ

1. La originalidad de lo normativo en el derecho de gentes a) A la busca de una diferencia en la universalidad 1. Urgido Suárez por motivos prácticos –los del convulso momento histórico español que le tocó vivir, con guerras de conquista en América y guerras de expansión en el norte de Europa– abordó el problema teórico de las relaciones que debían ser observadas por todas las naciones, señalando normas plausibles de acción y reacción. Tales relaciones se incluían en el llamado ius gentium, ya elaborado y guardado por los romanos1. La humanidad fue vista más tarde como un todo que se ramifica en diversas naciones, una comunidad de pueblos basada en la mutua ordenación de unos a otros. La nación quedó considerada como “sociedad perfecta”, persona moral colectiva con capacidad jurídica en su propio orden, siendo las naciones esencialmente varias, sujetas al derecho de gentes. Bajo esta perspectiva escribieron Vitoria y Suárez acerca de la esencia y alcance de ese derecho. El derecho de gentes abarcaba también a las naciones no cristianas, convirtiéndose así en derecho internacional privado y público. Aunque para comprender la doctrina de este derecho, expuesta por Suárez, se requeriría repasar lo que de ella se enseñó en épocas anteriores, bastará en el presente trabajo referirnos al problema de su fundamentación, indicando brevemente los motivos que le llevaron a Suárez a rechazar, sobre este punto, otros tipos anteriores de enfoque. 1

M. Voigt, Die Lehre vom ius naturale aequum et bonum und ius gentium der Römer, Leipzig, 1856, t. 1, pp. 258 ss. El ius gentium (frente al ius proprium de los romanos), vino a ser un derecho positivo, vigente para todos los hombres, creado por la razón humana y apoyado en motivos naturales. Sus notas esenciales son tres: 1ª que es commune a todos los hombres; 2ª que es observado [custoditur] por todos los hombres; 3ª que es creado por la razón natural [ratio naturales].


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2. Desde el Digesto hasta las Etimologías de San Isidoro el derecho de gentes era algo bien determinado. San Isidoro ofreció varios ejemplos de este derecho: 1º Ocupación de fincas; 2º Derecho de edificación; 3º Derecho de fortificación; 4º Guerra; 5º Cautividad; 6º Esclavitud; 7º Postliminio2; 8º Tratados de paz; 9º Treguas; 10º Inmunidad de los embajadores; 11º Prohibición de matrimonios con extranjeros3. Podrían añadirse otros más. Pero ¿qué es ese derecho? ¿en qué se diferencia del derecho natural, por un lado, y del derecho civil, por otro lado? La primera dificultad está en determinar las notas que lo diferencian del derecho natural4. En este punto, Santo Tomás y sus comentaristas coinciden en que por su universalidad el derecho de gentes tiene gran afinidad con el derecho natural, o al menos está muy cercano a él y que incluso es un punto intermedio entre el derecho natural y el derecho civil. Suárez llama derecho natural al que concede la propia naturaleza o surge con ella –en este sentido la libertad es de derecho natural–; llama civil al que viene introducido por la voluntad de los hombres –como el derecho de prescripción–; el derecho de gentes, en fin, es el que surge en virtud de un uso general de los pueblos5 –como es el derecho de paso por las vías públicas–. Suárez, pues, se refiere a ese derecho en cuanto es una forma de ley; y da por buena esta división “por ser doctrina común y práctica general”. Cuestión distinta es el contenido que se asigne a cada uno de los miembros de la división6.

2

Derecho de recuperar la libertad perdida o de volver al estado civil anterior, cuando se sale de la cautividad. 3

San Isidoro, Etymologiarum sive originum libri, V, c6, W. M. Landsay (ed.), Clarendom Press, Oxford, 1911: “Ius gentium est sedium occupatio, edificatio, munitio, bella, captivitates, servitutes, posliminia, federa pacis, induciae, legatorum non violandorum religio, connubia inter alienigenas prohibita. Hoc inde ius gentium appellatur, quia eo iure omnes fere gentes utuntur”. 4

Sobre el derecho de gentes en Suárez, cfr. J. Carreras y Artau, Doctrinas de Francisco Suárez acerca del Derecho de gentes y sus relaciones con el Derecho natural, Carreras, Gerona, 1921; J. Schuster, Was versteht Franz Suárez unter jus gentium?, Springer, Wien, 1936; J. Castro Prieto, El derecho consuetudinario en Suárez: su doctrina e influjo; estudio histórico-jurídico comparativo, Pontificia Universitas Comillensis, Salamanca, 1949; J. Soder, Franz Suárez und das Völkerrecht. Grundgedanken zu Staat, Recht und internationalen Beziehungen, Metzner, Frankfurt, 1973; L. Pereña, “La génesis suareciana del ius gentium”, Estudio preliminar a Francisco Suárez, De legibus (II, 13-20), Corpus Hispanorum de Pace, XIV, Madrid, 1973, pp. XIX–LXII. 5 6

Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n3.

Acerca de las distintas flexiones de la ley en Suárez, cfr. A. A. Esteban y Romero, La concepción suareziana de la ley: estudio teológico-crítico, [s.n.], Sevilla, 1944; L. Recaséns Siches, La filosofía del derecho de Francisco Suárez, Jus, México, 1947; G. Ambrosetti, La filosofia delle leggi di Suarez, Studium, Roma, 1948; M. Bastit, Naissance de la loi moderne. La pensée de la loi de saint Thomas à Suárez, P.U.F., Paris, 1990; J. F. Courtine, Nature et empire de la loi. Etu-


II. 2. Derecho de gentes y costumbre

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Conviene adelantar que para Suárez los preceptos del derecho de gentes están formados por costumbres de todas o casi todas las naciones. A este respecto, Suárez representa un punto de inflexión importante en el enfoque del derecho de gentes. Margina los supuestos “deductivistas” –deducción directa del derecho natural– que acompañaban a muchos planteamientos anteriores y pone su atención en el hecho de que casi todos los pueblos hacen uso de ese derecho. Este encierra cierta universalidad eidética, la propia y peculiar de un fenómeno fáctico como es la costumbre7. El común derecho de gentes no es impuesto por instinto de la sola naturaleza, sino por el uso de esos pueblos. Suárez llama también la atención sobre el adverbio “casi” [fere] utilizado por San Isidoro –“quia eo iure omnes fere gentes utuntur”8–, pues esa palabra indica dos cosas: primera, que en este derecho no se da una necesidad completamente intrínseca y natural; segunda, que no es necesario que sea común a todos los pueblos sin excepción, pues basta que hagan uso de él casi todos los pueblos bien formados. A este punto se llega, pues, mediante una inducción incompleta, pero suficiente, para apelar a una esencia universal que rige los casos concretos. 3. En tal sentido, el derecho de gentes no es parte del derecho natural, aunque coincida con él en varios aspectos. Coinciden, en primer lugar, en la universalidad, pues ambos derechos son de algún modo comunes a todos los hombres. En segundo lugar, coinciden en que, tanto el contenido del derecho de gentes como el del derecho natural son aplicables a los hombres solamente: esto se ve claro en los ejemplos que cita San Isidoro: como respetar los tratados de paz, las treguas, la inmunidad de los embajadores. En tercer lugar coinciden en que los dos contienen prohibiciones y concesiones o permisiones9. Mas a pesar de estas coincidencias, difieren profundamente en tres órdenes de cosas.

des suaréziennes, Vrin, Paris, 1999; F. Carpintero, Justicia y ley natural: Tomás de Aquino y los otros escolásticos, Universidad Complutense, Madrid, 2004 (esp. pp. 318-347). 7

Sobre la la doctrina suareciana de la costumbre, cfr. R. Wehrlé, De la coutume dans le Droit Canonique, Sirey, París, 1928 (“Suárez”, pp. 278-310); E. Janssens, “La coutume, source formelle du droit d’après Saint Thomas et Suarez”, Revue Thomiste, 1931, pp. 680-726; E. Jombart, “La coutume d’après Suarez et le Code de droit canonique”, Nouvelle Revue Théologique, 1931 (59), pp. 769-784; F. J. de Urrutia, El fundamento del valor jurídico de la costumbre, según Santo Tomás, Suárez y Savigny, [s.n.], Bilbao, 1964; V. Michel, “La coutume dans le De legibus ac Deo Legislatore de Francisco Suárez”, Archives de philosophie du droit, 1997 (41), pp. 445-470. 8

Repite Francisco Suárez: “Inde ius gentium vocari quod eo iure omnes fere gentes utuntur”; De legibus, II, c19, n6. 9

Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n1.


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Primero, el derecho natural preceptúa y prohíbe lo que es bueno o malo en sí mismo, intrínsecamente, naciendo su obligatoriedad de la naturaleza de su objeto; pero los correspondientes preceptos del derecho de gentes no tienen en sus objetos el origen de su obligatoriedad: son extrínsecos y esencialmente dependientes de la voluntad o determinación de los hombres. Por ejemplo, en cuanto a los preceptos negativos, el derecho de gentes no prohíbe un acto por ser esencialmente malo, pues estas prohibiciones son también meramente naturales: no es sólo indicativo de lo que es malo, sino constitutivo de lo que puede ser malo; no prohíbe un acto malo por ser malo, sino que al prohibirlo hace que sea malo. Y en eso se distingue del derecho natural. Segundo, el derecho de gentes no puede ser tan inmutable como el natural; porque la inmutabilidad nace de la necesidad. Y lo que no tiene igual grado de necesidad, tampoco puede tener igual grado de inmutabilidad. Tercero, no es completa la igualdad en la universalidad que parece ser común entre ambos. “Porque en relación con la universalidad y general aceptación por todos los pueblos, el derecho natural es común a todos y sólo por error puede dejar de observarse en algún lugar. El derecho de gentes, por el contrario, no es observado siempre y por todos los pueblos, sino de ordinario y por casi todos”10. La universalidad es total y absoluta en el derecho natural, mientras que es solamente relativa y casi completa en el de gentes. Estamos, pues, ante un derecho que encierra estas tres notas: primera, es común; segundo, no nace por instinto de la naturaleza, sino por el arbitrio y voluntad de los hombres; tercera, surge por el uso y costumbre generalizada e inmemorial de las gentes. Pero el hecho de que se propague y enraíce en las costumbres no se debe a una mera progresión fáctica –en términos modernos, no es enteramente a posteriori–, sino a una constitución eidética: se debe a que entre todos los hombres existe una cierta comunidad natural; y aunque tal derecho no sea de cosas intrínsecamente buenas ni malas –ni se deduzca necesariamente de los primeros principios de la ley natural–, es un derecho muy útil y conveniente a la naturaleza humana. El derecho de gentes comparece por conveniencia, determinación y consentimiento de los hombres manifestado en sus costumbres. No obstante, en virtud de que la costumbre se despliega a posteriori, o sea, por un uso temporal, sus determinaciones normativas no son eidéticamente necesarias, sino probables y convenientes a la naturaleza. A partir de este momento queda fuera de consideración la relación intrínseca y necesaria que el derecho de gentes tenía con el derecho natural en algunos planteamientos anteriores. De ahí que Suárez afirme que el derecho de gentes es sencillamente humano y positivo, tesis que el Eximio atribuye también a Santo

10

Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n2.


II. 2. Derecho de gentes y costumbre

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Tomás, indicando que el Aquinate divide el derecho positivo en derecho de gentes y civil. 4. Considera Suárez que Santo Tomás habla del derecho de gentes como una ley humana y positiva; y aunque no exista por idéntica vía de determinación específica que el civil, no obstante, a su propio modo de determinación habría que llamarlo, por la generalidad de sus orientaciones normativas, vía de conclusión –con un valor racional no absolutamente necesario, pero tan en consonancia con la naturaleza, que se infiere como a impulsos de la naturaleza misma–, derivando su fuerza obligatoria del derecho natural. A juicio de Suárez, así lo habría interpretado también Domingo de Soto, Roberto Belarmino y Diego de Covarrubias (aunque Suárez fuerza hacia su postura la doctrina de estos maestros). En fin, el derecho de gentes no se distingue del civil solamente por su extensión –en cuanto que el de gentes sería común a todos los pueblos y el civil se limitaría a uno solo–, porque esa universalidad mayor o menor es puramente accidental: el Eximio busca para el derecho de gentes un fundamento axiológico metaempírico. Ese es el motivo por el que Suárez declara que el derecho de gentes es esencialmente intermedio entre el natural y el positivo, reconociendo que es muy afín al natural11. Tras estas explicaciones, Suárez considera suficiente dividir la ley en natural y positiva estrictamente dicha. Las leyes del derecho de gentes no son estrictamente naturales; luego necesariamente tienen que ser positivas y humanas. Porque la ley natural no tiene su origen en la opinión de los hombres, sino en la evidencia natural; toda ley, pues, que no se origina de ese modo, es positiva y humana. Y el derecho de gentes es de esa clase por haber surgido no en virtud de una evidencia natural, sino por conclusiones probables y común estimación de los hombres12, teniendo su fundamento en la costumbre.

b) El hecho y el derecho en la costumbre 1. De la costumbre dijeron los juristas romanos que es un derecho no escrito, introducido por las constantes y antiguas maneras de obrar de un pueblo13. La 11

Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n1.

12

Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n4.

13

“Consuetudo est jus non scriptum, moribus populi diuturnis inductum”; Instituta, 1, 2, “De iure naturali”. Las Siete Partidas dan la siguiente definición de costumbre: “Costumbre es derecho o fuero que non es escripto, el cual han usado los homes luengo tiempo, ayudándose dél en


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costumbre aparece tradicionalmente como una regla o norma objetiva que establece derechos e impone obligaciones al pueblo; no suele manifestarse por escrito, sino en las maneras de proceder de los hombres, transmitiéndose de una a otra generación mediante la práctica14. De un lado, están los actos repetidos que uniformemente practica una comunidad durante un tiempo más o menos largo. De otro lado, está, en un plano formal próximo (causa próxima), el consenso tácito del pueblo (tacitus consensus populi, según habían indicado los Decretalistas): el pueblo se obliga a someterse a dicho proceder como a una norma jurídica legal; y además, en un plano formal primario (causa primaria), está al menos el consensus tacitus del superior que le daba realmente fuerza de ley. A este respecto Suárez recuerda una fina distinción entre mos y consuetudo, la misma que podría existir entre lo fáctico y lo eidético en los usos humanos, entre el hecho y el derecho: “Mos ad factum refertur, consuetudo vero etiam ad ius”15. Mos indica la materia de la costumbre, a saber, la frecuencia de actos semejantes y repetidos, la práctica, cuyos requisitos básicos son tres: que haya un conocimiento suficiente de ellos frente a la ley16, que sean voluntarios o libres, y que sean exteriores o dotados de cierta publicidad. Consuetudo, en cambio, constituye la forma de la costumbre, una fuerza jurídica que informa a los actos de la comunidad y hace que en ellos se manifieste una norma obligatoria: se trata de un vínculo jurídico no escrito, pero estable, que produce derechos y obligaciones en los miembros de la comunidad. Y aunque la costumbre pudiera encontrarse escrita, lo decisivo en ella es que viene por larga tradición, implantada en la memoria colectiva e introducida por el uso constante y uniforme del pueblo.

las cosas et en las razones sobre que lo usaron. Et son tres maneras de costumbre: la primera es aquella que es sobre alguna cosa señaladamente, así como en lugar o en persona cierta; la segunda sobre todo también en personas como en lugares; la tercera sobre otros fechos señalados que facen los homes de que se falla bien et en que están firmes”; Primera Partida, tit. II, 1, 4. 14

Sobre la costumbre en su aspecto jurídico, cfr. P. Deumier, Le Droit spontané. Contribution a l’etude des sources du droit, Economica, París, 2002; G. Zaccaria, Diritto e interpretazione. Lineamenti di teoria ermeneutica del diritto, Laterza, Roma-Bari, 1999; M. Tedeschi (ed.), La Consuetudine tra diritto vivente e diritto positivo, Rubbettino, Soveria Mannelli, 1998; M. Troper, “Du fondement de la coutume à la coutume comme fondement”, Droits, 1986 (3), pp. 11-24. 15 16

Francisco Suárez, De legibus, VII, c1, n4.

No hay mos, en sentido estricto, cuando en la comunidad sólo se despliegan y repiten actos absolutamente inconscientes: para que exista obligación la comunidad debe conocer lo que hace. Tampoco hay mos cuando el acto se realiza por miedo grave, por amenazas o fuerza física irresistible.


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2. La causa eficiente próxima de la costumbre es, pues, la comunidad que, con la repetición de actos, la ha introducido. Las personas que integran dicha comunidad no forman una suma de individuos, sino que están ligadas entre sí con un vínculo moral y aspiran de manera permanente a obtener el mismo fin por medios comunes. Adviértase que la costumbre no se introduce por el mero uso individual, sino por el uso constante y uniforme de una comunidad que es perfecta, o sea, capaz de recibir leyes o de introducir un cambio en ellas. Varios son los factores humanos que, debido a la apertura trascendental del hombre, concurren histórica y psicológicamente a la configuración concreta de esa causa eficiente próxima. Primero, el instinto de imitación de los hombres. Segundo, la normal sujeción a la autoridad de los jefes o superiores (padres, dirigentes, gobernantes). Tercero, el hábito resultante de la repetición de actos de una misma naturaleza y con un determinado fin, hábito que, como “segunda naturaleza”, facilita el obrar de una misma manera y proporciona una tendencia firme a seguir poniendo actos semejantes. Cuarto, la respuesta conveniente a las mismas necesidades de los pueblos17. Quinto, la estabilidad de las creencias religiosas, tanto familiares como colectivas, las cuales comenzaron a regir los pueblos (en el culto, en las nupcias, en los nacimientos, en los funerales, en los contratos, etc.) y se transmitieron de generación en generación. El pueblo es quien introduce y asegura sus propias costumbres: él es la causa inmediata con inmediatez subjetual [immediata immediatione suppositi], pues los actos surgen inmediatamente de los sujetos que componen la comunidad18; el hecho de que ellas sean aprobadas luego por un superior no significa que la autoridad las introduzca públicamente, sino solamente que las “ratifica”, confirmando lo que ya estaba constituido. En cualquier caso, es preciso que esté presente el consentimiento de las gentes, la voluntad interior, porque los actos que introducen la costumbre deben ser necesariamente voluntarios, sin la violencia ni el miedo, sobre los que recae un conocimiento cierto. El consentimiento es el elemento más importante en la introducción de la costumbre19. Ahora bien, la causa eficiente primaria, hablando formalmente, es para Suárez otro consensus aprobatorio, el del superior competente, con el cual se constituye realmente la costumbre como ley, aunque se trate de un consensus tacitus. Es más, una costumbre que está en contra del derecho público carece de 17

“Nam usu exigente et humanis necessitatibus gentes humanae quaedam sibi constituerunt”; Instituta, “De iure naturali et gentium et civili”, 1, 2. 18

No se debe olvidar que la palabra consuetudo es compuesta: suescere significa hábito de hacer algo; y con implica simultaneidad de la propia acción con la de otras personas: “Vocata antem consuetudo quia in comuni est usu”; San Isidoro, Etymologiarum, Migne, P.L. t. 83, col. 131. 19

Francisco Suárez, De legibus, VII, c1, n12.


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autoridad y validez si no tiene ese consentimiento expreso del soberano. Por eso indicaba Suárez que la voluntad del soberano era la causa esencial [per se], mientras que la voluntad del pueblo es como la ocasión solicitante del tal derecho. La única causa verdadera e inmediata de la costumbre, en su sentido más formal, está en el consentimiento del superior: es inmediata con inmediatez de fuerza jurídica [immediata immediatione virtutis], pues nace inmediatamente del soberano. Pero no es necesariamente un consentimiento especial otorgado por el superior en un caso determinado; pues basta el consentimiento general, dado por el superior de una vez por todas. Además el consentimiento implícito es suficiente para la constitución de la costumbre jurídica20. Esta tesis de Suárez viene a culminar un progresivo proceso de fundamentación jurídica de la costumbre ya iniciado siglos antes. Pues la consideración de la causa eficiente de la juridicidad de la costumbre comenzó en el derecho romano subrayando la presencia de la “voluntad de todos” en su constitución. Paulatinamente, en el siglo XII se empezó a indicar también el consentimiento del superior como requisito implícito. Luego, en el siglo XIII comparece el concepto de “tolerancia” y “aprobación”21 por parte del superior para obtener fuerza de ley (lo vemos en Santo Tomás); y a principios del siglo XVII Salas primero y Suárez después enseñan sin fisuras que la causa esencial [per se] de

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Así resume Suárez: “Podemos distinguir una doble causa eficiente de la costumbre, a saber, una causa próxima y una causa primaria: la causa próxima son los hombres mismos que introducen las costumbres; ellos son los que toman la iniciativa del uso y perpetúan su vigencia mediante sus modos de operar; y de esta manera es como se hacen causa eficiente. Pero la causa primaria es la autoridad superior, es decir, el soberano, al menos en el caso en que su intervención es necesaria para dar fuerza a la costumbre. Si la primera causa se llama causa próxima es sobre todo considerando la costumbre de hecho, porque esta costumbre de hecho es la primera e inmediatamente establecida por los modos de obrar de los hombres. Por el contrario, el soberano es la causa principal de la costumbre de derecho; en cierto sentido puede incluso llarmarse causa inmediata de este derecho, pero causa inmediata por su virtud o fuerza [immediatione virtutis], aunque no sea próxima si se considera la persona misma que ha puesto el acto de una manera inmediata [immediatione suppositi]”; Francisco Suárez, De legibus, VII, c9, n2. 21

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q97, a3, ad3: “La comunidad en la que surge la costumbre puede encontrarse en dos condiciones diferentes. Cuando se trata de una comunidad libre, capacitada para darse leyes, el consenso [consensus] de todo el pueblo, expresado en la costumbre, vale más en orden a establecer una norma que la autoridad del príncipe, cuyo poder para crear leyes radica únicamente en que representa la persona [moral] del pueblo [gerit personam multitudinis]; por eso, aunque las personas particulares no pueden crear leyes, sí puede hacerlo todo el pueblo. Si, en cambio, el pueblo no tiene la libre facultad de darse leyes ni de anular las que le impone una autoridad superior, aun entonces la costumbre que llega a prevalecer adquiere fuerza de ley al ser tolerada [toleratur] por quien tiene el poder de legislar, pues con ello se entiende que aprueba lo que la costumbre introdujo”.


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la juridicidad y obligatoriedad de la costumbre es el consentimiento del superior. 3. Suárez repasa la función jurídica de la costumbre en las diversas formas de gobierno. En las democracias directas –suponiendo que se hayan dado históricamente– el pueblo es soberano y tiene autoridad para crear leyes. Es claro que si el soberano es la república misma en su conjunto, quien da su consentimiento es un soberano que se confunde con la universalidad del pueblo. Y cuando el poder soberano queda confiado a un senado, vale con que la mayor parte del senado guarde la costumbre22. La costumbre tiene ahí su fuerza en el consentimiento del pueblo que puede crear las leyes y hacerlas jurídicamente válidas. Pero si el pueblo transfiere su autoridad a la persona de un jefe, la costumbre obtiene entonces del consentimiento de ese jefe su fuerza. Por eso, en el caso de las monarquías mixtas, el pueblo que reconoce al soberano recibe de este soberano el poder de hacer leyes (como ocurría en algunas ciudades de la antigüedad): el pueblo que tiene poder de hacer leyes escritas tiene también el poder de hacer las costumbres sin un nuevo consentimiento del soberano, consentimiento que se confunde con la delegación que el soberano hizo en el pueblo. Sin embargo, en las monarquías absolutas el pueblo carece del derecho de legislar y todas las leyes emanan del soberano mismo; por lo que incluso las costumbres no pueden ser introducidas sin la voluntad especial, al menos tácita, del soberano23. Este consentimiento puede ser o personal o legal: “El consentimiento es personal cuando es dado por el soberano en persona de una de estas tres maneras: o consiente en términos expresos; o bien otorga el permiso de introducir la costumbre antes de que la costumbre misma sea introducida; o bien posteriormente a la introducción de la costumbre, o al menos siquiera en el mismo momento en que ella es introducida él aprueba la costumbre, sea expresamente, sea reconociéndola y no impidiéndola […]. Pero el consentimiento es legal o jurídico cuando no es dado personalmente por el soberano, sino que es dado por medio del derecho mismo” 24. En este último caso, el soberano puede dictar una ley en que se recojan las condiciones que deben ser cumplidas por la costumbre para tener validez jurídica. Pero incluso en los dos tipos de consentimiento (el personal y el legal) el pueblo tiene un papel importante en la introducción de la costumbre. Pues el consentimiento del soberano supone el del pueblo, incluso cuando la costumbre

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Francisco Suárez, De legibus, VII, c13, n1.

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Francisco Suárez, De legibus, VII, c13, n3.

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Francisco Suárez, De legibus, VII, c13, n6.


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introduce un derecho nuevo25. Si en la ley escrita toma la iniciativa el soberano, en la costumbre toma la iniciativa el pueblo solicitando tácitamente del soberano el consentimiento. Esta iniciativa previa se muestra también en el hecho de que a veces el soberano se acomoda de buen grado a la voluntad del pueblo plasmada en la costumbre26. Ahora bien, en las sociedades donde no hay democracia directa –que es el caso más corriente– la costumbre de hecho no se transforma en costumbre de derecho ni adquiere fuerza jurídica si no media un consentimiento, tácito o general, del gobernante, o como dice el propio Santo Tomás: si se tolera o aprueba, lo cual equivale, según Suárez, a un consentimiento tácito. La costumbre vendría a ser, tanto para Santo Tomás como para Suárez, una especie de “sufragio universal” en el que participan todas las gentes del pueblo27. De aquí se desprenden varios puntos. Primero, el elemento que confiere fuerza jurídica a la costumbre es esencialmente el consentimiento del soberano, aunque el pueblo presente los actos materiales que el soberano recubre con su autoridad legislativa: la costumbre que tiene fuerza de ley sólo puede proceder de una autoridad, y su fuerza jurídica sólo puede arrancar de un superior, siquiera con su beneplácito implícito. Segundo, la razón y la voluntad del pueblo intervienen en la formación de una costumbre, al igual que la razón y la voluntad del legislador confluyen en la confección de una ley: las costumbres que carecen de racionalidad no tienen valor jurídico28. Tercero, si la ley humana es un precepto común, justo y estable, suficientemente promulgado –como dice Suárez–, la costumbre responde a esa misma definición de ley escrita, y sólo difiere de ella por su manifestación exterior no verbal29. Incluso podría añadirse que la existencia de la costumbre “es una nueva prueba de que por el pacto político o de señorío el pueblo no abdica de su soberanía y, aun constituido ya el Estado, puede imponer normas con validez jurídica”30. Cuarto, hay usos que el legislador no reprueba, por considerarlos medios legítimos; pero hay otros que 25

Francisco Suárez, De legibus, VII, c12, n1: “Hoc jus consuetudinis incipit, ut sic dicam, a populo”. 26

Francisco Suárez, De legibus, VII, c14, n5: “Licet voluntas principis vel praelati in hoc negotio sit praecipua, nihilominus magis quodammodo pendet ex voluntate populi; quia illi se accommodat, ut sic dicam, princeps, quasi licentiam concedens”. 27

Francisco Suárez, De legibus, VII, c9, n14. Cfr. E. Jombart, “La coutume d’aprés Suarez et le Code de Droit Canonique”, Nouvelle Revue Théologique, 1932 (59), pp. 768-784), esp. pp. 771772. 28

Francisco Suárez, De legibus. VII, c6, n14.

29

V. Michel, “La coutume dans le De legibus ac Deo legislatore de Francisco Suárez”, Archives de philosophie du droit, 1997 (41), pp. 445-470, esp. p. 446. 30

J. M. Gallegos Rocafull, Doctrina política de Francisco Suárez, Jus, México, 1948, p. 261.


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puede declarar abrogados o reprobados. En fin, normalmente el legislador humano no puede prever todas las necesidades que surgen en el tiempo; por ese motivo, la comunidad puede introducir un derecho nuevo que responda a las nuevas circunstancias, o sea, espontáneamente ejerce la epiqueya31.

c) La probabilidad que brota de la costumbre 1. Es muy posible que Suárez acudiera al fenómeno de la costumbre (aspecto jurídico-moral) teniendo en cuenta el valor gnoseológico de la inducción (aspecto epistemológico). Por inducción entendía ya Aristóteles el tránsito de los singulares a lo universal32, o mejor, de la experiencia sensible al juicio universal. En la inducción estrictamente dicha se emite primero un juicio de experiencia y luego le sigue un juicio universal. En este juicio el predicado se conecta con el sujeto de una manera precisa. En realidad la conexión del predicado con el sujeto puede conocerse o bien mediante la comparación de los términos tomados en sentido absoluto, o bien puede arrancar de la experiencia, o sea, comparando los términos considerados de manera extrínseca. A su vez, la conexión del predicado con el sujeto lograda comparando los términos tomados en sentido absoluto puede conocerse de modo inmediato o de modo mediato. Por lo primero se tienen los principios evidentes de suyo, como el principio práctico de hacer el bien y evitar el mal, fundamento de la ley natural original. Por lo segundo se tienen las conclusiones universales obtenidas por comparación de los extremos con un medio: en ellas están comprendidas las proposiciones de la ley natural originada o derivada. Los principios de ambas esferas expresan relaciones esenciales y son absolutamente necesarios, no pudiendo ser negados sin caer en una contradicción. Esto es lo que admitían los autores de la Escuela de Salamanca (Soto, Báñez) y los de la Escuela de Coimbra (Molina, Suárez). Ahora bien la conexión del predicado con el sujeto que se extrae de la experiencia puede conocerse de modo universal o particular. Por lo primero se tienen los principios oriundos de la experiencia: aquí estarían, desde el punto de vista práctico, las proposiciones normativas que se expresan en la costumbre universal, como la del orbe entero o la de un pueblo. Por lo segundo se tienen los juicios de experiencia, propios de la costumbre particular, como la familiar. 31

Cfr. G. Virt, Epikie, verantwortlicher Umgang mit Normen. Eine historisch-systematische Untersuchung zu Aristoteles, Thomas von Aquin und Franz Suárez, Matthias Grünewald Verlag, Mainz, 1983. 32

Aristóteles, Topica, I, 12, 105 a 13.


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De ahí que la costumbre familiar, por su puntualidad, no sea fundamento del derecho de gentes. En cualquier caso, la inducción sólo arroja un argumento probable, el cual parte de lo que se ha experimentado para conseguir algo universal33. Las proposiciones universales conseguidas de la experiencia expresan la relación que hay entre la naturaleza de un ser sometido al movimiento y sus operaciones: se trata de principios que son sólo hipotéticamente necesarios; porque las operaciones pueden no darse en muchas ocasiones. Y esta sería la necesidad que la costumbre universal hace brillar en el derecho de gentes. 2. Pero aunque la inducción se valga de un medio como la experiencia, ha de estar también asistida por un fundamento, que no puede ser otro que un principio evidente de suyo, obtenido por la simple comparación de los términos y bajo cuya luz se facilita el tránsito de los juicios particulares al juicio universal. O sea, el proceso inductivo se justifica por la presencia del principio de razón suficiente, del principio de causalidad (lo que existe contingentemente tiene su causa eficiente), del principio de la constancia de la naturaleza (la misma causa necesaria que actúa en las mismas circunstancias produce los mismos efectos), así como el principio de finalidad. Este apoyo en principios metafísicos permite que la inducción no degenere, por ejemplo, en un convencionalismo pragmatista. Por último, muchos filósofos contemporáneos, que niegan la existencia y el valor objetivo de los conceptos universales extraídos de lo sensible, han de negar también el valor universal de la costumbre apoyada en la experiencia. Así lo hizo Kant, para quien una suma de experiencias carece de valor universal; y como una proposición tiene valor universal a priori cuando es informada por categorías del sujeto, ella no tiene aplicación sino dentro de los límites de la experiencia subjetiva sensible34. Suárez, en cambio, admite la necesidad objetiva, sea absoluta sea hipotética, de los principios morales. Tales principios no pueden ser adquiridos por la sola comparación de los términos, sino por el motivo formal de la experiencia, la cual ofrece no sólo la materia, sino también el motivo de los conceptos que deben conectarse. Suárez está convencido de que el hombre, al servirse de la experiencia espontánea, despliega una inclinación constante a postular leyes en la naturaleza, de cuya verificación hay constancia en el orden real. Y porque el hombre tiene certeza de un orden natural, es legí33

Para la doctrina de la inducción que arranca de Aristóteles, cfr. S. Vanni-Rovighi, “Concezione aristotelico-tomista e concezione moderna dell'induzione”, Rivista di filosofia neoescolastica, 1934, pp. 518-539; P. Siwek, “La structure logique de l’induction”, Gregorianum, 1936, pp. 224-253; “Sulla legitimità dell’induzione”, Sophia, 1947, pp. 366-367. 34

Cfr. una exposición de las teorías modernas de la inducción en M. W. Wartofsky, Introducción a la filosofía de la ciencia, 2 vols., Alianza, Madrid, 1987.


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timo también que postule la inducción de proposiciones normativas más o menos universales en la costumbre. Nuestra inteligencia no sólo conoce las esencias de las cosas en sus notas absolutas o estables, sino también conoce sus relaciones necesarias de causalidad y finalidad, en las que se fundamentan las relaciones internas y externas de las costumbres. La inducción tiene así la capacidad de generar una verdadera certeza objetiva, necesaria o universal. Pero el proceso por el que, sin necesidad de una totalización de las experiencias, vemos que a varios inferiores conviene algo universal, fue llamado dialéctico por Aristóteles, el cual no arroja una certeza absoluta, y mantiene siempre la posibilidad del término contrario: o sea, el nexo entre las premisas y el consecuente no es ahí necesario, sino probable, que es lo que afirma Suárez acerca de la costumbre.

d) Unidad antropológica y probabilidad noética 1. Con este bagaje epistemológico Suárez se enfrenta, en primer lugar, a la tesis de los juristas antiguos –expresada, por ejemplo, en el Digesto y en las Instituciones–, para quienes la diferencia entre derecho natural y derecho de gentes consiste en que el primero es común también a los animales, incluido el hombre –ejemplos de este derecho serían la unión del macho y la hembra, la procreación de los hijos y su educación–, en tanto que el derecho de gentes corresponde únicamente a los hombres entre sí, o sea, a todos los pueblos de la tierra. Sin embargo, algunos de esos juristas agregaban que tal derecho fue establecido “por la razón natural” –como la religión para con Dios, la obediencia a los padres y a la patria, el rechazo de la violencia y la injusticia–; con lo cual era finalmente considerado también como natural. El derecho de gentes, de un lado, prohibiría que un hombre atente contra otro –asunto que era considerado antes como de derecho natural–, pero admitiría, de otro lado, la manumisión, la esclavitud, las guerras, la separación en pueblos, la fundación de reinos, la distinción de propiedades, el comercio, los contratos de compraventa y otras formas similares35 –puntos todos estos admitidos en el anterior derecho de gentes–. Ante esa oscilación de criterio, Suárez considera que hubiera sido más acertado clasificar el derecho o la ley dentro de una división bipartita: primero, la ley se habría dividido en natural y civil, y después la ley natural se subdividiría en ley natural común a todos los seres animales y en ley natural propia de los hombres –ésta última denominada derecho de gentes–. 35

Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n3.


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Esa clasificación sería correcta siempre y cuando se tomara el término derecho natural en un sentido muy amplio. Suárez cree que Santo Tomás reconoció de esta forma el derecho natural36. Pero aún así, con esa clasificación no se eliminaba del todo el carácter oscilante de dicho criterio. Y por eso, algunos autores –como Lorenzo Valla, Francisco Connan y Domingo de Soto– rechazaron esta subdivisión del derecho natural, pues no veían allí una diferencia lógica entre derecho de gentes y derecho natural: y afirmaron que no hay ningún derecho natural que sea común al hombre y a los animales –pues estos propiamente no son capaces de obediencia, justicia o injusticia–. Otros autores –como Juan de Torquemada y Diego de Covarrubias– mantuvieron en parte la tesis de los juristas, pero con una enmienda muy precisa, a saber: que el derecho natural común a los animales no debe ser tomado en un sentido formal –en cuanto a la esencia del derecho y de la ley–, sino en un sentido material –en cuanto a los actos a que se refiere tal derecho, como la unión entre macho y hembra, la procreación de los hijos, etc.–. Pero lo cierto es que la mentada coincidencia con los animales en la materialidad de tales actos nada tiene que ver con la clasificación del derecho o de la ley. “Luego esa división –concluye Suárez– es improcedente y artificial en ese sentido y por esa sola razón”37. El Doctor Eximio considera muy atinadamente que el derecho natural muestra sentido auténtico de ley, pero exige que su explicación se ciña al principio antropológico de la unidad sustancial del hombre, que no es la de un simple agregado de sensibilidad animal y racionalidad angélica. Ni tiene su fundamento en una naturaleza sensitiva que fuese común con la de los animales irracionales. Así lo explica en un espléndido argumento que puede encabezar todo un programa de antropología filosófica: “En el hombre, la naturaleza sensitiva debemos siempre considerarla como elevada a un plano superior en virtud de la nota diferencial de la racionalidad. En efecto, la ley natural no se rige por su conformidad con la naturaleza sensitiva sino con la racional, y se refiere a la naturaleza sensitiva únicamente en cuanto determinada y especialmente perfeccionada por la diferencia específica de la racionalidad […]. De esta manera, las normas sobre la unión entre marido y mujer son muy distintas de las que impone el instinto natural de los animales, como aparece claro al tratar del matrimonio. Proporcionalmente sucede lo mismo con la educación de los hijos, la conservación de la propia vida y casos parecidos”38.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n4.

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Por eso Suárez insiste en que incluso cuando la ley natural manda algo en orden a la conservación de la naturaleza sensitiva, implica siempre una modulación de racionalidad39. Aunque un acto del hombre pueda parecer común al ejercido por los animales, sin embargo, la abstención de ese acto no es común. Está de por medio la libertad con que se hace. Y este es un punto esencial que la ley natural hace destacar. Por lo tanto, es improcedente aceptar que hay un derecho natural común a los animales. 2. Muchos teólogos, distanciándose de los juristas, enseñaban que “el derecho de gentes supone necesidad intrínseca en sus propios preceptos y que sólo se diferencia del derecho natural en que éste se llega a conocer sin aplicar ningún raciocinio o con un facilísimo proceso discursivo; el derecho de gentes, en cambio, se deduce a través de muchas y complicadas deducciones”40. Así lo explicaba Domingo de Soto, junto con otros tomistas de su época. Suárez considera que el derecho de gentes no puede referirse a los primeros principios morales ni a las conclusiones que necesariamente se derivan de ellos, porque todo ello cae dentro del propio derecho natural: todo lo que se deduce de los principios naturales por razonamientos evidentes atañe al derecho natural. Pero “los preceptos del derecho de gentes han sido introducidos por los hombres libremente mediante consenso en toda la comunidad humana o en su mayor parte”41: son, por tanto, de derecho humano y no de derecho natural. El fundamento del derecho de gentes no hay que buscarlo en la mayor o menor dificultad de las deducciones, sino en otra parte, a saber, en los usos y costumbres. Con esta indicación se aparta Suárez de los supuestos existentes en los primeros autores de la Escuela de Salamanca, los cuales, de un lado, afirmaban que el derecho natural incluye conclusiones necesarias que se derivan con evidencia de los principios naturales sin suponer para nada la existencia de la comunidad humana y con total independencia de la voluntad de los hombres; pero, de otro lado, indicaban la existencia de conclusiones que también se derivan necesariamente de los principios naturales, pero no ya de una manera absoluta, sino relativa, por cuanto suponen la sociedad humana y tienen en cuenta ciertas circunstancias esenciales para la conservación de la sociedad: los preceptos que se refieren a este tipo de conclusiones constituirían el derecho de gentes. Suárez considera insuficiente este criterio diferenciador; y piensa que es precisamente en el derecho natural donde hay que contar con supuestos. “Porque 39

Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n6.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n8.

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existen muchos preceptos de derecho natural que no obligan ni tienen razón de ser, si no es en el caso de un determinado supuesto. Por ejemplo, el precepto de no robar sólo tiene lugar en el caso de que previamente se haya hecho el reparto de bienes y propiedades. El precepto de obedecer a sus dueños tampoco tiene razón de ser, si no se da por supuesta la existencia de la esclavitud”42. Para Suárez, el hecho de que una conclusión se derive de principios naturales una vez supuesta [ex suppositione] una materia o situación humana determinada, “no altera el carácter de la ley, porque la ley deriva de la intrínseca naturaleza de la cosa, y no de la voluntad humana”43. El supuesto de una materia o de una circunstancia sólo pone de manifiesto el diferente contenido de la ley. Así, por ejemplo, la ley de cumplir lo prometido y guardar fidelidad es un precepto natural; y, sin embargo, sólo tiene razón de ser en el supuesto de que se haya hecho una promesa. El Eximio concluye tajantemente que en el derecho de gentes los preceptos han de deducirse no con evidente consecuencia, sino más bien “por deducciones menos ciertas; de manera que dependan de la libre voluntad y de la conveniencia moral más bien que de la necesidad”44. La presencia o el supuesto de una materia determinada es aquí indiferente. En cambio, es el derecho natural el que manda algo que es por sí mismo necesario para la rectitud de la conducta, o prohíbe algo que es esencial e intrínsecamente malo, sea de modo absoluto, sea de modo relativo, suponiendo incluso determinadas situaciones y circunstancias objetivas, incluidas las que se derivan de la fragilidad del hombre, tanto en su aspectos antropológicos, morales y teológicos.

2. Un derecho intergrupal a) La redundancia de la escritura en el derecho de gentes 1. ¿En qué se diferencia, en fin, el derecho de gentes del derecho civil? A menudo se respondía a esta pregunta diciendo que la diferencia radica en que el derecho civil es el de una nación, en tanto que el derecho de gentes es común a todos los pueblos. Pero Suárez advierte, en primer lugar, que esa diferencia es puramente cuantitativa y totalmente accidental –él busca un fundamento incondicional–; y, en segundo lugar, que es imposible que el derecho de gentes, 42

Francisco Suárez, De legibus, II, c17, n9.

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siendo común a todos los pueblos, haya sido creado por el arbitrio y opinión de los hombres: es muy difícil que los pueblos todos se pongan de acuerdo en materias que dependen de la opinión y libre voluntad de los hombres. Suárez piensa, en realidad, que los preceptos del derecho de gentes se diferencian de los preceptos del derecho civil en que no están formados por leyes escritas sino por costumbres, no de éste o aquel país, sino de todas o casi todas las naciones. Con esto divide el derecho humano en dos clases: el escrito y el no escrito45. El derecho de gentes no es escrito y está formado por costumbres. “Si ha sido establecido por las costumbres de un solo pueblo y a él solo obliga, sigue siendo derecho civil. Si, por el contrario, ha sido establecido por las costumbres de todos los pueblos y a todos obliga, ese creo que es el derecho de gentes propiamente dicho. Se diferencia del natural en que se basa en las costumbres más que en la naturaleza; y se distingue del civil por su origen, por su fundamento y por su universalidad”46. Ya Justiniano, según Suárez, vino a decir lo mismo: “El derecho de gentes es común a todo el género humano, pues por imperativo del uso y las necesidades humanas las naciones de la tierra se instituyeron algunas leyes”47. De ahí concluye el Eximio que el derecho de gentes no fue instituido por fuerza de la naturaleza sino por la voluntad de los hombres, y que además no fue creado por instrumentos escritos, sino mediante usos y costumbres. Aunque se pusiera por escrito, el hecho de la escritura no añade nada sustancial, es redundante. Advierte, asimismo, que cuando San Isidoro dice que se llama derecho de gentes por el hecho de que casi todas las naciones hacen uso de él, “la partícula casi indica que no se da en este derecho una necesidad absolutamente intrínseca y natural; y que tampoco es preciso que sea común absolutamente a todas las naciones, incluso prescindiendo de ignorancias y errores; es suficiente que hagan uso de él casi todas las naciones bien organizadas”48. 2. Para probar su tesis acerca del derecho de gentes acude Suárez al análisis de algunos ejemplos frecuentes, como la costumbre de admitir embajadores con derecho de inmunidad y seguridad diplomáticas. Si este derecho se considera de un modo absoluto, no es necesariamente de derecho natural, pues cada nación en particular hubiera podido no tener representación diplomática de otra nación y no querer admitir embajadores. Ahora bien, el derecho de gentes obliga a admitirlos, y negarse a ello sería señal de enemistad y una violación de ese 45

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Justiniano, Instituta, 1, 2, 2: “Ius autem, de iure naturali, gentium et civili”.

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derecho; además implicaría una injusticia contra la razón natural. “Por eso, si damos por supuesta la admisión de embajadores por un pacto implícito, el no respetar su derecho de inmunidad va contra el derecho natural por ser un acto contrario a la justicia y obligada buena fe. Sin embargo, esa recepción y ese pacto en las condiciones establecidas tuvieron su origen en el derecho de gentes”49.

b) Carácter ‘intergrupal’ e ‘intragrupal’ del derecho de gentes 1. Ante la avalancha de ejemplos tradicionalmente indicados –donde lo público se mezcla a veces con lo privado y lo internacional con lo nacional–, Suárez aclara que una norma jurídica puede calificarse como derecho de gentes en dos sentidos que respectivamente voy a llamar –con una terminología aclaratoria que no es de Suárez– “intergrupal” el primero e “intragrupal” el segundo: “Primero, por ser un derecho que todos los pueblos y las distintas naciones deben respetar en sus mutuas relaciones. Segundo, por ser una ley que cada una de las naciones cumple dentro de su territorio, pero que se llama derecho de gentes por ser ordenamientos comparables y coincidir las naciones en su reconocimiento”50. El primero tendría carácter unívoco; el segundo, más bien carácter análogo. 2. El derecho de gentes “intragrupal” comprende ciertos preceptos, formas y modos de vida que intrínseca y directamente no dicen relación a todos los hombres, ni tienen como fin inmediato una asociación progresiva y colaboración de todos los pueblos. Los establece cada nación a través de un proceso jurisdiccional paralelo a los procedimientos constitucionales. Sin embargo esos derechos son de tal naturaleza, que casi todas las naciones coinciden luego en la práctica de semejantes usos o leyes, llegando entre sí, unas veces, a cierto paralelismo en el ordenamiento global y, otras veces, casi hasta en sus normas concretas. En esa coincidencia y paralelismo estriba el carácter análogo que se le podría asignar. Recordando la antigua lista de San Isidoro, se pueden considerar como derecho de gentes intragrupal los ejemplos de la ocupación de territorios, la construcción de viviendas, la fortificación y el uso del dinero. En este sentido

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Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n7.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n8.


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muchos contratos privados –por ejemplo, la compraventa– también pueden ser incluidos en ese derecho de gentes análogo51. 3. Cabe advertir que el primer tipo de derecho, el unívoco, es el más internacional, y le cumple propiamente el nombre de derecho de gentes, realmente distinto del derecho civil. Y en él se incluyen, entre otros, los ejemplos que daba San Isidoro sobre las relaciones diplomáticas, los usos comerciales y la guerra. Esta última pertenece propiamente al derecho de gentes, en cuanto se basa en el poder que tiene la nación para imponer castigos o sanciones y exigir reparaciones por injurias que le ha inferido otra nación. Por derecho natural los hombres hubieran podido establecer otro sistema de sanciones o confiar ese poder a un tercer soberano en calidad de árbitro con poder de coacción. Pero el sistema vigente se ha adoptado por costumbre “por ser más fácil y más conforme con la naturaleza; y es tan justo, que no cabe oponerse a él lícitamente”52. La misma argumentación cabe aplicar a los casos de la esclavitud, de los tratados de paz y de las treguas. 4. Aunque el derecho de gentes “intergrupal” es el más propiamente “internacional”, también es “internacional” una inmensa porción del derecho natural. A su vez la internacionalidad del derecho de gentes está fundada en la costumbre, aspecto ciertamente decisivo para entender este asunto. En un párrafo profundo y certero, muchas veces citado –y que me permito agregar indicando la interna división en dos partes– dice Suárez: “El género humano, que de hecho está dividido en pueblos y naciones, mantiene, sin embargo, en todo momento una cierta unidad, no ya sólo específica, sino cuasi política y moral, como lo indica el precepto natural del mutuo amor y misericordia que se extiende a todos, incluso extranjeros y de cualquier nación. Por lo cual, aunque una nación –monarquía o república– sea naturalmente comunidad autárquica y esté dotada de sus propios elementos constitutivos, sin embargo, cualquiera de las naciones es también, en algún sentido y en relación con el género humano, un miembro de esta comunidad universal. Porque estas naciones, aisladamente consideradas, nunca gozan de autonomía tan absoluta que no precisen de alguna ayuda, asociación y común intercambio, unas veces para su mayor bienestar y desarrollo, y otras incluso por una moral necesidad e indigencia, como demuestra la experiencia misma. Y este es el motivo por el que las naciones tienen necesidad de un sistema de leyes por el que se dirijan y organicen debidamente 51

Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n10.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n8.


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en esta clase de intercambios y asociación. // Y si bien en gran parte está previsto por la razón natural, no lo está, sin embargo, directa y plenamente con relación a todas las materias y circunstancias. De ahí que pudieron establecerse algunas leyes especiales a través de las costumbres de esas mismas naciones. Porque de la misma manera que en una nación o país la costumbre es fuente de derecho, así también en la comunidad del género humano [in universo humano] fue posible establecer derechos de gentes por medio de costumbres. Sobre todo si se tiene en cuenta que son pocas las materias objeto del derecho de gentes y están muy próximas al derecho natural y se pueden deducir muy fácilmente de él; y son tan útiles y convenientes a la misma naturaleza de los hombres, que sin llegar a ser conclusiones evidentes –absolutas y necesarias para la rectitud moral de los usos–, están, sin embargo, en plena armonía con la naturaleza y pueden ser fácilmente aceptadas por todos”53. 5. De lo dicho se desprende que en el “derecho internacional” confluyen el derecho natural y el derecho de gentes. En realidad el derecho de gentes puede ser enfocado atendiendo bien al contenido, bien a la fuente de su obligatoriedad. En su contenido el ius gentium recoge las conclusiones necesarias sacadas de los principios universales del derecho natural: prohíbe o prescribe acciones que ya están prohibidas o prescritas por el derecho natural –prohíbe, por ejemplo, el asesinato, el adulterio, el robo, la mentira; y prescribe que se cumplan los contratos, que se paguen las deudas, etc.–. Sin embargo, atendiendo a la fuente de su obligatoriedad, el ius gentium se distingue del ius naturae, el cual se impone a todo legislador humano por la razón natural misma, mientras que el ius gentium adquiere vigencia en todas partes por la voluntad del legislador o por la costumbre, aunque esa vigencia es exigida, pues sus preceptos son imprescindibles para la subsistencia de una comunidad ordenada54.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c19, n9. “Suárez no nos dice, como parece indicarlo este pasaje (II, c19, n9) sacado fuera del contexto, que la interdependencia de los Estados es el gran principio que vincula a los Estados entre sí, o que la interdependencia es el hecho fundamental del que depende el Derecho internacional. Puede que sea así, pero no es lo que Suárez nos dice en este lugar. Si la cuestión ha sido bien propuesta, sin duda quiso decir que lo que une a los Estados entre sí es su común sujeción al ius naturale. Sin duda dijo que hay pocas materias en las que no provee suficientemente el Derecho natural, y que entonces, por razones de índole práctica, se ha suplido bien mediante la adición de normas consuetudinarias, que son las normas del ius gentium inter se”; J. L. Brierly. “Suárez’ vision of a world community”, Actas del IV Centenario del nacimieinto de Francisco Suárez, Dirección General de Propaganda, Madrid, 1950, t. II, pp. 264 ss. 54

V. Cathrein, Grundlage des Völkerrechts, Hersed, Freiburg, 1918, p. 57.


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En el texto antes citado de Suárez se pone de relieve que el sujeto de este ius gentium es la comunidad de las naciones. Para Suárez la humanidad es como un universo que se divide en naciones, las cuales, a pesar de ser sociedades perfectas –susceptibles de recibir leyes y de hacerlas–, necesitan ayudarse mutuamente para fomentar la vida técnica, cultural y moral. Ahora bien: para esto se requiere un orden jurídico que regule las relaciones de unas naciones con otras; tal orden responderá, de una parte, al derecho natural y, de otra parte, al derecho de gentes: “Una parte de este orden jurídico –dice Rommen– no es nada más que el ius naturae debidamente aplicado a las naciones como personas morales. Pero los principios del ius naturae, tal como se aplican a la vida internacional, no bastan en todos los aspectos. Esto abre el camino para la introducción de normas jurídicas de naturaleza específica mediante la práctica continua de las naciones”55. El contenido de ese derecho consuetudinario internacional no puede en sentido estricto ser derivado lógicamente del derecho natural; pero sí se puede indicar que es muy conveniente y provechoso a la naturaleza humana. Se puede concluir con Rommen: “La esencia del ius gentium consiste en ser la suma de las normas jurídicas introducidas en el curso de la historia por la costumbre, por la práctica continua de las naciones en cuanto miembros de la comunidad de las naciones (comunidad que no se basa en el ius gentium y en su reconocimiento por parte de las diversas naciones, sino que existe con anterioridad al ius gentium y como postulado objetivo); dichas normas representan, pues, esencialmente un derecho consuetudinario no escrito, internacional y público. Por consiguiente, no son normas de derecho natural, ni de derecho internacional privado. Están de acuerdo con la naturaleza social y son muy provechosas para la vida internacional y muy próximas al derecho natural”56. El sujeto directo del ius naturale no es la humanidad como unidad dividida en naciones, sino la humanidad como unidad compuesta por todos los hombres, cada uno de los cuales es de por sí sujeto del derecho natural. En cambio, el sujeto del ius gentium son las naciones en cuanto miembros de la humanidad: lo que el ius gentium regula son las relaciones de unas naciones con otras, siendo un derecho esencialmente público, pues su fin es conservar la paz y la justicia en la comunidad de naciones57. 55

H. Rommen, La teoría del Estado y de la comunidad internacional en Francisco Suárez, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales / Instituto Francisco de Vitoria, Buenos Aires / Madrid, 1951, pp. 473-474. 56 57

H. Rommen, La teoría del Estado, pp. 474-475.

Acerca de la perspectiva internacional del planteamiento de Suárez, cfr. también: J. Brown Scott, El origen español del derecho internacional moderno, Cuesta, Valladolid, 1928; C. Barcia Trelles, Internacionalistas españoles del siglo XVI, Francisco Suárez (1546-1617), Cuesta, Valladolid, 1934; J. P. Doyle, “Francisco Suárez on The Law of Nations”, en M. W. Manis / C. Evans (eds.), Religion and International Law, Nijhoff, The Hague, 1999; A. de Muralt, La es-


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3. Firmeza y mutabilidad del derecho de gentes 1. Por lo que se acaba de ver, el derecho de gentes aparece como un derecho común a todas las naciones, pero no es un derecho natural. En cualquier caso obliga a observar la verdadera equidad y la justicia; y eso por consentimiento de los hombres. Por lo mismo –por ser un derecho común a todas las naciones y haber sido constituido con autoridad de todas ellas–, no es posible que sea derogado sin el consentimiento también de todas las naciones. El derecho de gentes en sentido propio, el “intergrupal”, pudo introducirse a posteriori, gradualmente en todo el mundo, mediante el uso y la tradición histórica, en función de un proceso de continuidad, expansión y mutua imitación entre las naciones, “sin necesidad de asambleas extraordinarias o acuerdo simultáneo de todas las naciones. Se trata de un derecho estrechamente relacionado con la naturaleza humana y tan útil para la convivencia entre todas las naciones, que de hecho se propagó de un modo casi natural con el mismo género humano. Por eso no es un derecho escrito, ya que no ha sido promulgado por ningún legislador, sino que se puso en vigor a través de la costumbre”58. Por su parte, el derecho de gentes “intragrupal” mantiene también una profunda similitud entre las naciones a pesar de ser, por otra parte, propiamente derecho civil. “La razón es que esta similitud no siempre es perfecta, sino tan sólo en algún determinado aspecto común y general. Además es cierto que esos puntos de coincidencia no son estrictamente de derecho natural, aunque están tan estrechamente relacionados con la naturaleza humana y en tan íntima armonía y consonancia con ella, que cada nación por separado se vio inclinada a aceptar sin dificultad esas normas. Finalmente pudo también influir la tradición y la imitación mutua que empezó desde el comienzo mismo del género humano y que ha ido aumentando y propagándose con él”59. 2. Si no se enfoca formalmente el derecho de gentes desde el proceso inductivo, podría decirse, de una manera vaga y general, que los preceptos del derecho de gentes “intergrupal” son como conclusiones sacadas de los principios del derecho natural; y que estos preceptos difieren del derecho civil en que las leyes de éste no son conclusiones sino determinaciones del derecho natural: de esa derivación eidética sacaría el derecho de gentes su universal fuerza jurídicomoral. Ahora bien, si bien los preceptos de ese derecho de gentes son como contructura de la filosofía política moderna. Sus orígenes medievales en Escoto, Ockham y Suárez, Istmo, Madrid, 2002. 58

Francisco Suárez, De legibus, II, c20, n1.

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Francisco Suárez, De legibus, II, c20, n1.


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clusiones del derecho natural, en realidad no lo son en sentido absoluto y por inferencias necesarias, “sino por comparación con las determinaciones del derecho civil y privado”60. Suárez se pone aquí en el límite de cometer formalmente un abuso lingüístico, quizás innecesario, llamando “deducción” a lo que no lo es, según su propia doctrina: y así lo reconoce él mismo: el aspecto diferencial que muestra el derecho de gentes es que en él los preceptos son de carácter más general. “En ellos se tienen en cuenta el interés de toda la humanidad y la armonía con los principios básicos y universales de la naturaleza humana. Por eso se los llama conclusiones derivadas de esos principios; pero no lo son en realidad. Su conveniencia y validez moral se ve inmediatamente a través de un proceso inferencial natural. Esto es lo que ha movido a los hombres a introducir esas costumbres, más por imperativos de necesidad que de la libre voluntad”61. 3. Asimismo, el derecho de gentes es mutable, por cuanto depende del consentimiento de los hombres; y en este aspecto se diferencia del natural. Esta tesis de la mutabilidad afecta a prohibiciones y preceptos positivos del derecho de gentes: todos ellos son por esencia mutables. Porque sus normas no se derivan de los principios naturales por deducciones necesarias y evidentes –su necesidad eidética no es absoluta–; y porque la obligatoriedad del derecho de gentes no tiene su origen en la pura razón sin contar con alguna forma de obligatoriedad humana que tenga su fuente al menos en una costumbre general. “Por tanto, desde el punto de vista del objeto de este derecho, nada hay que impida que esté sujeto a cambios siempre que sean provocados por una autoridad suficiente”62. Ahora bien, Suárez advierte que las formas del cambio son diferentes según se trate de un derecho de gentes que es común únicamente porque varias naciones, por separado, coinciden en la conveniencia [propter convenientiam] de reconocer una u otra ley, o de un derecho de gentes que es común en virtud de usos y costumbres de los pueblos que en sus mutuas relaciones mantienen alguna forma de asociación o de comunicación63. El aspecto común, en el primer caso, carece de peso eidético; en el segundo, es eidéticamente fuerte, aunque no absoluto. En el primer caso, el derecho de gentes [intragrupal] puede cambiarlo una nación particular para su propio ámbito, por ser puro derecho civil “y depende 60

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de las peculiaridades, autoridad y costumbres de cada pueblo considerado individualmente y con independencia de las demás naciones. Por tanto, cualquier nación puede cambiarlo dentro de su territorio, aunque no estén de acuerdo las otras”64. Por ejemplo, podría una nación decretar que se rescinda toda venta injusta que se haga a precio excesivo, o que no se utilice el dinero, sino otra forma de cambio en las transacciones comerciales. En el segundo caso el cambio en el derecho de gentes [intergrupal] es mucho más difícil por referirse a un derecho común de todas las naciones. Porque “ha sido establecido por autoridad de todas y no puede en consecuencia derogarse sin consentimiento general. Con todo, no existe inconveniente en que se altere el contenido objetivo de esta ley si todas las naciones se ponen de acuerdo o gradualmente se va introduciendo y se consolida la costumbre contraria. Teóricamente es posible esta hipótesis; pero en la práctica no parece factible”65. Cabe, no obstante, la posibilidad de que una comunidad ordene que en su territorio y entre sus propios súbditos deje de cumplirse una ley de derecho de gentes –por ejemplo, la que hace referencia a la esclavitud–. Otra diferencia entre el derecho de gentes y el civil consiste en que el derecho civil puede cambiar en su totalidad, en tanto que el derecho de gentes no puede cambiar del todo, sino en parte. Pero esta diferencia no ha de entenderse en relación a una posibilidad absoluta de cambio –porque los dos derechos son de suyo mudables–, sino en relación con una posibilidad moral y práctica de los hombres. En tal sentido, aunque las normas del derecho civil, en lo que se refiere a preceptos aislados, pueden fácilmente ser derogadas y cambiar completamente, sin embargo, “las normas del derecho de gentes sólo pueden ser objeto de derogación parcial”66. Al finalizar esta reflexión, Suárez vuelve a recordar que el derecho de gentes se constituye como una forma de ley intermedia entre el derecho natural y el civil. Con el primero coincide en la común aceptación y carácter universal, y en la facilidad con que sus normas se deducen de los principios naturales; aunque eso no acontece con absoluta necesidad o evidencia, por lo que, en este último aspecto, coincide con el derecho humano.

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4. La fuerza epistemológica de la “costumbre” en el derecho de gentes 1. Según Suárez, el poder de dar leyes humanas propias y civiles, las que se ordenan al gobierno de una comunidad perfecta, parece que jamás fue único e idéntico para la universalidad de todos los hombres: el poder político no se dio en ningún hombre concreto con autoridad sobre todo el género humano. Ese poder se encuentra fraccionado entre varias comunidades a medida que surgen. Además, nunca todos los hombres se pusieron de acuerdo para conferir a un solo jefe ese poder sobre todo el mundo; ni nadie adquirió jamás para sí tal poder por medio de la guerra ni por ningún otro procedimiento. Esta doctrina no sólo no es incompatible con el derecho de gentes, sino que más bien lo confirma. “Para que los hombres pudieran ayudarse mutuamente y conservar la paz y la justicia en sus mutuas relaciones (que es esencial para el bien del universo) fue conveniente que en sus mutuas relaciones acataran como por acuerdo y común consentimiento [quasi communi foedere et consensione] algunos derechos comunes: son los llamados derechos de gentes, que han sido instituidos por costumbre y tradición más que por decretos positivos expresos”67. Por lo tanto la costumbre se despliega con un consensus referente al bien común de la humanidad y a la conservación de la paz y la justicia en todas las naciones. Este consensus viene a ser un pactum tacitum. Dicho pacto está instigado por la naturaleza, siendo conveniente para la humanidad dividida en naciones y para el trato natural entre ellas. 2. Inspirado en la tradición que arranca del Digesto, Suárez divide la costumbre –en cuanto que es moral, según quedó ya advertido– en comunísima o universal, común o pública y particular o privada. a) El doctor Eximio incluye en la primera categoría de costumbres universales especialmente las costumbres de todo el orbe [totius orbis] que constituyen el derecho de gentes. “Son realmente auténtico derecho y en su orden obligan como verdadera ley. Son además un derecho no escrito, como también es evidente. En consecuencia, ha sido creado por usos y costumbres, no de ésta o aquella nación, sino de todo el orbe. Por lo tanto, el derecho de gentes es una clase de costumbre y de ahí procede su fuerza obligatoria y no únicamente del derecho natural, ni tampoco de la voluntad de un príncipe humano”68. b) Cuando se extiende el término “costumbre” a las leyes civiles, o sea humanas, distintas del derecho de gentes, hemos de entender que tal costumbre es sólo común, la que corresponde a una nación, y se llama civil. Cuando con el 67

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término “derecho” se entiende el derecho humano y civil, puede decirse que está establecido por costumbre de quienes hacen uso de él. Se trata entonces necesariamente de un derecho creado y establecido dentro de un territorio determinado o provincia, aparte del derecho de gentes común. Ese derecho civil se lo tiene por ley siempre que no hay ley. Pero el verdadero derecho de gentes “no ha sido creado como por falta de ley, sino como algo necesario en sí mismo y porque exigía esencialmente ser creado de esa forma consuetudinaria. Humanamente no pudo crearse de otra forma”69. c) En fin, costumbre particular y privada es la que observa únicamente una persona o una comunidad imperfecta cuyo consentimiento no basta para crear ley, como es una casa particular o familia. Ni la familia ni su cabeza, el padre de familia, pueden dar leyes. Por ello no incluye Suárez la costumbre particular dentro del concepto de costumbre: pues no puede crear derecho. La obligación legal queda constituida mediante los actos de una sociedad perfecta –entendida como una comunidad capaz de darse leyes o por lo menos capaz de ser sujeto apto para recibirlas–. Sólo ésta puede ser sujeto de una norma que es impuesta o por la autoridad competente o por la costumbre de esta comunidad. Por eso podría también engendrar ley un derecho consuetudinario establecido en una región. La costumbre personal, por tanto, nunca crea ley. A su vez, sólo la costumbre intermedia, la llamada común o pública, es capaz de crear auténtico derecho humano positivo. Y según que las distintas comunidades sean más o menos amplias, cabe también distinguir distintos tipos de costumbres públicas comprendidas en la categoría de costumbres intermedias70.

5. Costumbres antinómicas: frente al derecho de gentes y al derecho civil 1. La costumbre que está de acuerdo [secundum legem] con el derecho de gentes es una simple continuación de la costumbre universal y es, por tanto, el mismo derecho y no otro nuevo. Asimismo, la costumbre que se despliega al lado [praeter legem] del derecho de gentes puede ser buena y llegar a constituir derecho, si no se dan razones en contra. Pero, ¿qué pasa con la costumbre que 69 70

Francisco Suárez, De legibus, VII, c3, n7.

La costumbre universal está presente en todas (o casi todas) las naciones. La general sólo está en vigor en una nación. Y la especial es la que existe en una provincia. El acercamiento inductivo a una mayor universalidad permitiría afirmar la legitimidad jurisdiccional del derecho de gentes. Sólo la costumbre que es muy especial –y por lo tanto, muy alejada de aquella universalidad–, como la que puede existir en una familia, no sirve de fundamento al derecho.


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es contraria al derecho de gentes [contra legem]? Como para Suárez el derecho de gentes no es verdadera y propiamente derecho natural, es perfectamente posible que algunas normas de derecho de gentes puedan ser derogadas por la costumbre. Pues lo que va en contra del verdadero derecho de gentes no es intrínsecamente malo, ya que lo opuesto no implica una esencial obligación del derecho natural. Por ejemplo, la esclavitud de los prisioneros de guerra, práctica introducida por el derecho de gentes; pero la costumbre puede derogarla, de modo que ya no esté permitida en un territorio determinado. Lo mismo ocurre con la propiedad privada71. Sin embargo, el doctor Eximio añade que, aun admitiendo la posible derogación de una parte del derecho de gentes a través de la costumbre, hay que tener en cuenta dos puntos. Primero, es moralmente imposible que tal derecho llegue a desaparecer del todo: porque sería necesario que todas las naciones coincidieran en esa costumbre contraria al derecho de gentes. En realidad, apenas se da una uniformidad así en ninguna materia; y aunque se diera, las normas del derecho de gentes están en estrecha armonía con la naturaleza –cosa que permite la aplicación de los principios que fundamentan la inducción– y por eso sólo en contados casos ocurre que vayan contra ella. Segundo, una nación puede aceptar y tolerar una costumbre contraria al derecho de gentes, a condición de que no resulten de ello daños y perjuicios para otras naciones. Salvo que se trate, por ejemplo, de un impuesto justo establecido por una causa justa que afecte también a los extranjeros que residen en una nación. Sin esa causa justa no se debe extender el impuesto a los extranjeros, ni siquiera por simple costumbre, porque eso iría nada menos que contra el derecho natural72. 2. Suárez, con otros maestros del Siglo de Oro, afirma que deben ser admitidas las costumbres razonables consagradas por el tiempo, porque sólo por su universalidad están en contacto con tantas naciones diversas. No obstante, también indica algunas condiciones normales requeridas para que el uso o la costumbre sea apta para legitimarse. En cuanto a la índole del uso, es claro que una costumbre que es conforme a la ley [secundum legem] debe ser considerada como razonable, puesto que confirma dicha ley. A su vez, una costumbre que está al margen de la ley [praeter legem], puede ser razonable –si no viola ninguna ley–, hasta que no se pruebe lo contrario. Y la costumbre que es contraria a la ley [contra legem], puede ser razonable si cumple algunas condiciones, por ejemplo, la de no ser contraria al derecho natural y, en la mayoría de los casos, al derecho positivo; otra condición es que la costumbre no perjudique al bien común y que, además, no sea explícitamente reprobada por el legislador. Ahora 71

Francisco Suárez, De legibus, VII, c4, n6.

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bien, sólo las costumbres praeter legem y contra legem realizan la noción de derecho consuetudinario; porque las costumbres que son secundum legem no tienen valor jurídico por sí mismas, sino por la razón de la ley positiva confirmada por ellas. Aparte de su carácter razonable, la ley debe cumplir otra condición: la de estar legítimamente prescrita, el haber sido sometida a una prueba en el tiempo, durante al menos diez años. Esta condición puede faltar en el caso de la costumbre que está al margen de la ley [praeter legem], pues basta aquí el consentimiento tácito y personal del soberano. En realidad, el consentimiento conjunto del pueblo y del soberano que concurre en la costumbre, puede ser de mayor importancia que el solo consentimiento del soberano por el que se da la ley. Pero, aunque el soberano no pueda obligar al pueblo a aceptar una norma contraria al derecho de gentes, sin embargo, a través de una costumbre y común consentimiento puede establecerse una norma así. Un soberano puede, tal vez, dar una ley contraria al derecho de gentes, derogándolo en algún aspecto que convenga no observar dentro de su nación y por sus propios súbditos. Como, por ejemplo, puede dar una ley de que en su territorio no haya esclavos, sino que todos los hombres sean libres y otras leyes por el estilo. Un poder de esa clase no se opone a la razón natural ni al conveniente gobierno del Estado. Consiguientemente, al igual que el rey puede legislar en contra de otra costumbre, puede también hacerlo respecto a una ley del derecho de gentes en lo que pueda afectar sólo a su propio reino: pues por su sola universalidad la costumbre del derecho de gentes no es ahí más firme ni más inmutable respecto de sus súbditos, sino que solamente lo es en relación con las demás naciones. Así pues, para que la costumbre sea tal, no es necesario que toda la comunidad, tomada cuantitativamente en sentido absoluto, la adopte; pero es necesario que al menos sea adoptada por la mayoría de los individuos. Esa mayoría fue para la epistemología aristotélica un hilo conductor claro de la necesidad y universalidad de una esencia que allí se manifestaba. Sólo por ese motivo una costumbre universal podría realizar la modificación de una ley general. Suárez sabe perfectamente que esa posición de la mayoría, que es asintótica y contingentemente convergente con lo universal, era para las escuelas aristotélicas al menos una expresión de lo necesario y universal mismo: lo que acaece la mayoría de las veces, ut in pluribus, manifiesta una esencia necesaria y universal, a diferencia de lo que acontece en unos pocos casos, ut in paucis, manifestativo de lo accidental y contingente. 3. Resumo. Primero, la constitución gnoseológica del derecho de gentes tiene en Suárez una factura eidética peculiar –universalidad sin necesidad plena–, consecuente con los planteamientos de las escuelas aristotélicas acerca de la inducción y de la costumbre. Segundo, los principios jurídicos que constituyen


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el ius gentium y que regulan las relaciones de las naciones entre sí son originales y no pertenecen ni al derecho natural ni al derecho positivo de cada nación. Tercero, el derecho de gentes intragrupal es un derecho internacional privado positivo, mientras que el derecho de gentes intergrupal es un derecho consuetudinario público. Cuarto, el valor jurídico de la costumbre recibe toda su fuerza del consentimiento del soberano, mientras que el consentimiento del pueblo –que tradicionalmente había jugado un papel preponderante– queda reducido a una causa eficiente secundaria. Quinto, para la comunidad internacional no sólo tiene validez el ius gentium: también el ius naturae se aplica absolutamente a las relaciones de las naciones consideradas como personas morales, las cuales manifiestan una autarquía y soberanía sólo relativas: la vida internacional está regida también por derechos naturales.



CAPÍTULO 3 LA EXTENSIÓN DE LA LEY NATURAL EN EL PODER POLÍTICO. SUÁREZ

1. Origen y economía del poder político 1. Para comprender la teoría suareciana del poder civil es preciso tener presente el ardor polémico con que, en su tiempo, se quiso rebatir el absolutismo monárquico de Jacobo I, para quien no había diferencia entre el poder espiritual del soberano Pontífice y el poder temporal de los reyes: ambos poderes vendrían inmediatamente de Dios a la persona que ejercía el poder1. Para este monarca, además, por autoridad legítima se entendía sencillamente la establecida bajo una concepción dinástica y territorial. A Suárez no le interesaron en realidad las cuestiones de hecho, sino las de derecho con sus implicaciones morales: ¿cómo puede constituirse un estado, tomando como punto de partida la naturaleza del hombre y de su fin social? Si Suárez clamó y escribió contra aquella postura legitimadora de índole absolutista, lo hizo desde la concepción clásica, según la cual, la autoridad tiene siempre como misión general la consecución del fin del estado, el bien común y el orden público: en el cumplimiento de esta misión se basa su legitimidad. En esa misión es decisiva la voluntad del pueblo, el cual no debía ser concebido como mera multitud inorgánica. ¿Qué decía esa tradición clásica acerca de la legitimidad de obedecer a un soberano? 2. Me limitaré a un famoso artículo de la Summa Theologiae (II-II, q10, a10), donde se pregunta Santo Tomás si los cristianos pueden obedecer a príncipes infieles y estarles sujetos. Responde afirmativamente: “Sobre este punto es preciso notar inicialmente que toda forma de dominio y toda forma de soberanía han sido introducidas por el derecho humano. En cambio, la distinción de fieles 1

R. de Scorraille, “El libro Defensio fidei y refutación de los errores de la secta anglicana”, en El P. Francisco Suárez, de la Compañía de Jesús, vol II, Barcelona, 1917, pp. 155-206. E. Elorduy, “La soberanía popular según Francisco Suárez”, Introducción a la traducción del Principatus Politicus (tratado I de la Defensio fidei, III), C.S.I.C., Madrid, 1965, XV-CCI.


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e infieles resulta del derecho divino. Pero el derecho divino, que es oriundo del orden de la gracia, no suprime el derecho humano, el cual proviene de la razón humana natural. Por eso, la distinción entre fieles e infieles no suprime el dominio y la soberanía de los príncipes infieles sobre los fieles”. Sobre la relación estructural que individuos y familias tienen con la sociedad civil, afirma el Aquinate que al igual que el hombre es parte de la casa doméstica, “también la casa doméstica es parte de la ciudad, pero la ciudad es la comunidad perfecta. Y por eso, así como el bien de un hombre no es el último fin, sino que se ordena al bien común, también el bien de una casa doméstica se ordena al bien de una ciudad, que es la comunidad perfecta. Consiguientemente, quien gobierna una familia puede en verdad confeccionar algunos preceptos o estatutos, que no por ello tienen razón de ley”2. La ciudad, en ese contexto, significa el estado o, al menos, la ciudad-estado, en cuanto distinta de una mera congregación de familias. De modo que el dominio y la soberanía, aquí referidos, son los que existen en una sociedad perfecta –perfecta no en el sentido de que esté culminada en todas sus virtualidades de progreso, sino en que tiene sus elementos esenciales, especialmente el de la autoridad, que la hace autosuficiente, por no depender de otra–; es autosuficiente frente al complejo de individuos y familias: desde un punto de vista material, está provista de bienes económicos, culturales, intelectuales y militares; desde un punto de vista formal, posee una autoridad propia que la dirige hacia un fin último, de modo que no está sometida a otra que la gobierne. No es propiamente una multitud dispersa y abigarrada de individuos y familias, sino una comunidad organizada en el orden de la justicia legal. La pregunta por la relación de la familia doméstica a la sociedad saca a la luz la originalidad ontológica de la sociedad perfecta –indicada por Santo Tomás–, una auténtica persona moral. Mediante la aceptación de la sujeción política de las familias, el padre o patriarca puede pasar a ser el portador del poder civil. De la potestas oeconomica puede surgir una potestas politica, pero siempre distinta de aquélla. El Aquinate no dice que el estado nazca por “evolución natural” de las familias; pues éstas, de un lado, sólo están unidas por vínculos de amor y piedad, y de otro lado, por lazos de justicia conmutativa de carácter privado. En realidad, entre lo privado y lo público habría de insertarse un acto constituyente político, hecho por la totalidad o por la mayoría de personas que integran el grupo inicial. El estado entonces habría de caracterizarse por el orden jurídico de la justicia legal. De aquí se desprende que todo gobierno concreto es, por una parte, natural y, por otra parte, consentido, aunque sea tácitamente; toda forma de gobierno, 2

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q10, a10.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

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por ejemplo la monarquía, es necesariamente adoptada, en el sentido de que no existen monarquías de puro derecho divino: porque el derecho humano es la fuente inmediata de la soberanía y del dominio. Por eso afirmó Santo Tomás que “la autoridad que obliga al cumplimiento de las leyes no reside sino en la multitud o en la persona pública que la representa; y sólo a ella pertenece el derecho de infligir penas y de hacer leyes o de exigir su observancia”3. Estas frases después se interpretaron en el sentido de que la autoridad reside en la multitud inmediatamente; en el gobernante concreto, mediatamente. 3. Esta doctrina –que no era mantenida solamente por Santo Tomás– estuvo presente, desde el siglo XIII, en la Universidad de París, con Durando4, Gerson5 y Almain6; y se prolongó, durante el Siglo de Oro, en las Universidades de Salamanca y de Coimbra. Que los maestros de estas escuelas, en su doctrina política, se remitieran o no a la autoridad del Angélico es cuestión secundaria. Lo cierto es que aquel cuerpo doctrinal se vio ampliado enseguida con la teoría de la transferencia del poder. Comentando a Durando, dice Jacques Almain en un texto muy esclarecedor: “Durando afirma que el poder temporal o laico [potestas temporalis sive laica] viene de Dios en cuanto a su deber ser [quantum ad debitum], pero no en cuanto a la manera en que es adquirido o poseído. Se prueba: conforme al dictamen recto es un deber que exista ese poder; pues los hombres juzgan naturalmente que es preciso estar sometidos a alguien que les administre los juicios y el derecho o la justicia. Luego conforme al juicio recto es naturalmente un deber interno el que exista tal potestad regia o secular. Así pues, por un ordenamiento divino nos es interno ese juicio natural de que vivamos conforme a esa potestad. Y esto viene de Dios, o sea, Dios nos incrusta naturalmente la luz de su rostro, es decir, un juicio por el que naturalmente juzgamos que todos los que viven interactivos en una comunidad política [omnes politice ad invicem viventes] deben estar sujetos a uno o a varios, a quienes incumbe por su oficio hacer justicia para todos [mutua iustitia]. Luego en cuanto al deber, esa potestad secular o laica viene de un ordenamiento divino. Pero no viene de Dios regularmente en el sentido de que Dios comunicara a alguien esta jurisdicción laica [istam jurisdictionem laicam], porque regularmente nunca comunicó inmediatamente este poder a nadie. Y por tanto, en tal sentido no viene de Dios. Y así surge la primera diferencia entre estos dos poderes: porque el poder eclesiástico es insti3

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q90, a3, ad2.

4

Durando de San Porciano, Tractatus de iurisdictione ecclesiastica et legibus.

5

Joannes Gerson, De vita spirituali animae sive sex lectiones, parte III, lect4, Argentinae, 1494 (en Opera omnia, t. III, col. 36-40). 6

Jacques Almain, De potestate ecclesiastica, París, 1518.


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tuido inmediatamente por Cristo; pero el poder laico [laica potestas], aunque en cuanto a lo que debe ser venga de un ordenamiento divino, nunca fue instituido regularmente por Dios […]. La potestad laica o secular [laica sive seculares] es un poder regularmente conferido a alguien por el pueblo, bien por sucesión hereditaria o bien por elección de alguien hecha regularmente para provecho de la comunidad [ad aedificationem communitatis] […]. No hay una democracia moral [politia] puramente civil, ni ninguna monarquía que no pueda cambiar de forma, por ejemplo, en mera democracia o en aristocracia [democratiam vel aristocratiam], puesto que todos estos poderes no son instituidos sino por el derecho positivo”7. 4. Lo que las Escuelas de Salamanca y de Coimbra reciben de los anteriores maestros es que el poder civil viene de Dios, aunque no sea conferido a un hombre particular inmediatamente por Dios, sino mediatamente por el consentimiento de la sociedad civil. Por lo tanto, este poder no está inmediatamente en una persona particular, sino en toda la comunidad humana. Así fue enseñado ininterrumpidamente por Azpilcueta8, Vitoria9, Soto10, Covarrubias11, Molina12 y Suárez13. Por ejemplo, Martín de Azpilcueta establece una diferencia entre conceder el poder y transferirlo: pues el poder permanece siempre radicalmente en el pueblo, aunque en acto sea ejercido por un soberano: “No obsta que muchos pueblos carezcan aparentemente de toda jurisdicción, porque en rigor no carecen de ella, sino de su ejercicio. La conservan por lo menos in habitu, aunque no la posean in actu. Y por eso cuando llegue el caso de que no se provea debidamente al gobierno de los pueblos por aquellos a quienes mediante elección, herencia, o de otro modo, se haya concedido el ejercicio de la jurisdicción, podrán usarla”. Y en otro texto: “La sociedad civil, aunque concedió a emperadores y reyes el uso y ejercicio de la jurisdicción, que a ella naturalmente pertenecía, retuvo el hábito y la raíz de la misma, pudiendo por lo tanto volver las co7

Jacques Almain, De potestate ecclesiastica, q1, c1.

8

Martín de Azpilcueta, Relectio c. Novit de Iudiciis [1548], en Martini Azpilcuetae Navarri, Opera omnia in sex tomos distincta. T. IV, apud Iuntas, Venetus, 1602. 9

Francisco de Vitoria, De potestate civili, n7.

10

Domingo de Soto, De iustitia et iure libri decem, Andreas a Portonariis, Salmanticae, 1553, q. 1, a. 3. 11

Diego de Covarrubias y Leyva, Didaci Covarruvvias a Leyva, Toletani, episcopi segobiensis, Philippi Secundi, Hispaniarum regis, summo praefecti praetorio Opera Omnia, Lugduni, 1574, t. II: Practicarum Quaestionum, I, p. 416, col. 1. 12

Luis de Molina, De iustitia et iure, II, disp20, col. 94.

13

Francisco Suárez, De legibus, III, c4, n2.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

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sas, aun en cuanto al uso de la jurisdicción, al estado primitivo […]. Los reinos no sólo son anteriores a los reyes, sino también superiores a ellos, en aquellos casos en que los monarcas abusen de la potestad que se les concedió empleándola en la destrucción de sus propios estados o dirigiéndola a fin contrario de aquél para el que los pueblos se la concedieron o debieron concedérsela”14. En la misma línea se expresó luego Luis de Molina con notable claridad: “La república misma tiene el poder sobre cada una de sus partes, y puede la república entera transferir [transferre] esa potestad suya a un sujeto o a varios que la ejerzan lícitamente. Este mismo origen tuvieron los legítimos poderes, grandes o pequeños, de los reyes, en cuanto fueron instituidos en los asuntos públicos con una amplitud plena o semiplena. También nacieron así otras legítimas potestades de otros gobernantes en aquellos asuntos públicos dirigidos no por reyes, sino por senadores, o de cualquier otro modo, en conformidad con su institución”15. Y también: “Creado un rey, no por eso se ha de negar que subsisten dos potestades, una en el rey, otra cuasi-habitual en la república, impedida en su ejercicio [impeditam in actu] mientras dura aquella otra potestad, pero sólo impedida en cuanto a las precisas facultades que la república obrando independientemente encomendó al monarca. Abolido el poder real, puede la república usar íntegramente de su potestad. Más aún, permaneciendo aquél podrá resistirle si comete alguna injusticia contra la misma o rebasa las atribuciones políticas que le fueron concedidas. Puede también la república ejercer inmediatamente por sí todas las facultades cuyo uso se haya reservado”16. Por tanto, “si un rey quiere asumir facultades que no le han sido concedidas, podrá la república resistirle como a tirano en cuanto a esa parte usurpada de su poder, del mismo modo que podría oponerse a un extraño que intentase causarle injuria”17. Como síntesis de esa tradición concluye Suárez que “ninguna potestad política procede inmediatamente de Dios [nullus principatus politicus est immediate a Deo]; y que, por tanto, según el orden natural de las cosas, ningún rey o monarca tiene ni ha tenido inmediatamente de Dios el principado político, sino mediante la voluntad y la institución humanas [sed mediante humana voluntate et institutione]”18. Lo que Suárez hace en sus obras De legibus y Defensio fidei es fundamentar esta doctrina de una manera orgánica y precisa, como se verá.

14

Martín de Azpilcueta, Relectio c. Novit de Iudiciis, pp. 592-595.

15

Luis de Molina, De iustitia et iure, II, disp20, col94.

16

Luis de Molina, De iustitia et iure, I, col189.

17

Luis de Molina, De iustitia et iure, I, col176-178.

18

Francisco Suárez, De legibus, III, c4, n2.


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2. Socialidad y politicidad: la democracia originaria 1. A juicio de Suárez, la actividad del hombre puede ser comprendida en tres esferas primordiales: la del individuo, la del miembro de familia y la del integrante de la comunidad política. En cuanto a esta última, hablar de comunidad política equivale a indicar la razón de que algunos hombres dominen a otros, obligándolos con leyes19. Porque si el hombre nace libre y sujeto únicamente a su creador, ¿no indica eso que la autoridad humana implica cierta tiranía y se despliega contra el orden natural?20. Los grandes maestros de las Escuelas de Salamanca y de Coimbra defendieron que el poder civil es legítimo y justo; y así dice Suárez: “La autoridad civil con poder temporal para gobernar a los hombres es justa y conforme con la naturaleza humana”21. Esta afirmación se basa en dos premisas: “Primera, el hombre es un animal sociable, inclinado por naturaleza a vivir en comunidad […]. Segunda, toda sociedad perfecta necesita una autoridad, a la cual pertenece su dirección y gobierno”22. La perfectibilidad de todas las facultades humanas, especialmente las psíquicas, exige esa autoridad y dirección. Y no es suficiente la sociedad doméstica: se precisa la sociedad perfecta, la comunidad civil que, como había dicho Aristóteles23, es el término de la sociedad doméstica. La característica de la sociedad perfecta es precisamente el tener un poder público, una autoridad24. Así lo había determinado también Santo Tomás.

19

Francisco Suárez, De legibus, III, c1 n1; Defensio fidei catholicae et apostolicae aduersus anglicanae sectae errores, Conimbricae, 1613, III, c1, n2. 20

Cuestión planteada y defendida afirmativamente en el siglo XVI por el trinitario Alonso de Castrillo en su polémico libro Tractado de república con otras hystorias y antigüedades, Alonso de Melgar, Burgos, 1521. Dice este autor: “Como quiera que la natura a todos juntamente nos hubo criado iguales y libres, no ay cosa de que tanto se agravia la natura como de la obediencia, la cual fue introducida más por fuerza y por ley positiva que no por natural justicia”; c6. 21

Francisco Suárez, De legibus, III, c1, n2.

22

Francisco Suárez, De legibus, III, c1, n3-n4.

23

Tomás de Aquino, In Politicam, I, lect2, n1-n4.

24

Francisco Suárez, De legibus, III, c1, n13. Sobre esta cuestión, cfr.: J. Peña, “Droit naturel et idée du politique: Spinoza face à Suárez”, en Y. Ch. Zarka (ed.), Aspects de la pensée médiévale dans la philosophie politique moderne, PUF, Paris, 1999, pp. 191-209; “Souveraineté de Dieu et pouvoir du prince chez Suárez”, en G. Canziani et al. (eds.), Potentia Dei. L’omnipotentia divina nel pensiero dei secoli XVI e XVII, F. Angeli, Milano, 2000, pp. 195-213. J. F. Courtine, “Théologie morale et conception du politique chez Suárez”, en L. Girad et al. (ed.), Les jésuites à l’âge baroque (1540-1640), Millon, Grenoble, 1996; P. Merêa, “Suárez, jurista. O problema da origem do poder civil”, en Sobre a origem do poder civil. Estudos sobre o pensamento político e jurídico dos séculos XVI e XVII, Tenacitas, Coimbra, 2003.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

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Por lo tanto, cabe distinguir dos aspectos constitutivos en la sociedad perfecta. Primero, el aspecto de comunidad social, integrada por todos los hombres que coinciden en tener una naturaleza racional y aspirar a un mismo bien común. Segundo, el aspecto de comunidad política, formada por una especial congregación moral –el estado– establecida por derecho humano, aunque en conformidad con la naturaleza racional25. En la perspectiva de este segundo aspecto estamos ante una agrupación de hombres que, unidos por un cierto acuerdo, se ordenan a un mismo fin bajo la dirección de una autoridad26, con un vínculo moral, por el que no viven entre sí como personas privadas, sino como partes de un todo comunitario estatal. La primera sociedad que tiene su origen inmediato en la sociabilidad es la familia, la más básica y también perfecta respecto a los asuntos domésticos, pero imperfecta respecto al gobierno político, pues no procura la perfección de que es capaz el hombre en orden a su progreso –oficios, artes, economía, ciencias, poder judicial, defensa externa27– y al logro de su fin. Incluso la mera multiplicación y proximidad de familias daría lugar a un agregado accidental, pero no a una sociedad política28. Para llegar a este punto se precisa que la multiplicidad física reciba una unión moral, la cual no se hace sin un libre acuerdo, expreso o tácito, de ayudarse mutuamente y una subordinación de todas las personas y familias a un jefe supremo de la comunidad29. Por lo tanto, el poder civil no surge a consecuencia del pecado –como algunos creyeron–; y es tan conforme con la naturaleza que, como indicó Santo To-

25

Acerca del carácter natural y no voluntario del poder civil y su necesidad para la sociedad, comenta Molina, apoyándose en Vitoria: “Por eso Vitoria defiende que la potestad civil no nace porque los hombres quieren someterse a ella, erigiéndola por su arbitrio sobre sí mismos y para bien común de todos, sino que la autoridad civil procede de la naturaleza misma de las cosas, y por lo tanto, viene de Dios, como autor de la naturaleza, y no de los hombres que se juntaron para formar la sociedad política. A lo más, esa junta o unión es una condición previa para que exista la república y la potestad misma”; Luis de Molina, De iustitia et iure, tract2, disp12. 26

Francisco Suárez, De legibus, I, c7, n18.

27

Francisco Suárez, De legibus, III, c1, n3.

28

Francisco Suárez, De legibus, III, c1, n3; I, c7, n20-n22.

29

“Quae non fit sine aliquo pacto expreso vel tacito iuvandi se invicem, nec sine aliqua subordinatione singularum familiarum et personarum ad aliquem superiorem vel rectorem communitatis, sine quo talis communitas constare non potest”; Francisco Suárez, Partis secundae summae theologiae, tomus alter complectens tractatum De opere sex dierum, ac De anima, Lugduni, 1621, V, c7, n3.


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más, incluso existiría en el estado de inocencia30 con una autoridad que, claro está, no sería coercitiva, sino solamente directiva31. La congregación política perfecta expresa, en realidad, la unidad moral humana que consiste en tener un solo jefe, una misma ley, un mismo fin y unos mismos medios. La autosuficiencia de la sociedad política –que es la sociedad perfecta– se resume en la de jurisdicción, autoridad propia y suprema: por ella la sociedad civil es capaz de recibir leyes y gobernarse políticamente32. Mas, por su autosuficiencia, esa autoridad pública ha de tener plenitudo potestatis, soberanía, poder supremo, “el cual no está sujeto en su orden a ningún otro”33: puede realizar sus funciones sin que otra fuerza mayor se lo impida. A la sociedad que posee esta soberanía se le llama estado. En tanto que la sociedad civil es una “multitud moralmente unida” puede ser también llamada, según Suárez, un “cuerpo místico” [corpus mysticum]34. Lo que unifica esa conjunción moral no tiene la índole de las leyes físicas del organismo biológico, sino el carácter del vínculo moral que une a los miembros libres en una estructura de orden superior: no se puede confundir la cooperación de las voluntades y la libre adhesión con la necesidad de un acto mecánico o simplemente biológico, compuesto de células inconscientes. Pero el individuo libre no existe desvinculado de la solidaridad del plexo social: está sometido a una jurisdicción. A su vez, tampoco la legitimidad del poder se opone a la libertad natural del hombre, ni el poder político ha sido instituido contra el derecho natural.

30

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q96, a4: “Homo naturaliter est animal sociale. Unde homines in statu innocentiae socialiter vixissent”. 31

Francisco Suárez, De opere sex dierum, V, c7, n6-n8.

32

Francisco Suárez, De legibus, I, c7, n20.

33

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c5, n1. Sobre la cuestión de la soberanía en Suárez, cfr. E. Bullón, El concepto de soberanía en la Escuela jurídica española del siglo XVI, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1936; L. Izaga, “La soberanía civil, según Suárez”, Razón y fe (Madrid), 1941 (124), pp. 191-205, 314-326; P. Calafate, “A ideia de soberania em Francisco Suárez”, en A. Cardoso et al. (ed.), Francisco Suárez (1548-1617), tradição e modernidade, Edições Colibri / Centro de filosofia da Universidade de Lisboa, Lisboa, 1999, pp. 251-264; R. Campa, “Il principio politico di Francisco Suárez”, en I trattatisti spagnoli del diritto delle gente, Union Printing Editori, Madrid-Roma, 1992, pp. 96-209. 34

Francisco Suárez, De legibus, III, c11, n7: “Este poder natural de establecer leyes no se halla en cada uno de los hombres considerados individualmente, ni en la multitud congregada sólo accidentalmente, sino en la comunidad en cuanto moralmente unida y ordenada a formar un cuerpo místico, del cual resulta como una propiedad”.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

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2. Así pues, hay una natural socialización de seres libres que culmina en el surgimiento del poder político. El hombre no es por naturaleza ni extraño (como aseguraría Rousseau) ni contrario (como indicaría Hobbes) a la sociedad civil; ni el estado es una obra artificiosa, fundada en la determinación libre de los individuos: en él convergen la naturaleza y la libertad. La inclinación del hombre a la sociedad se ha de concretar, por libre elección y consentimiento, en un determinado orden del bien común. Así es como el agregado accidental de las distintas familias o sociedades domésticas se constituye en comunidad civil o estado mediante ese consentimiento o libre decisión –voluntad explícita o tácita de cooperar al bien común– que es lo que otorga unidad y sentido moral de corpus mysticum35. Pero la comunidad civil no surge por evolución natural de la comunidad patriarcal, ni la propagación de la descendencia alcanza las proporciones de nación, sin necesidad del requisito de la libertad para darle existencia36: una libre decisión –un acuerdo– es la causa eficiente y próxima de la sociedad civil en que el hombre vive. Este consentimiento está fundado en la misma naturaleza social del hombre, la cual tiene en Dios su causa última37. La comunidad civil, exigida por la naturaleza y realizada por el acuerdo de las voluntades, ha de conservar ese acuerdo con una fuerza unificadora –una autoridad– que dirija las distintas actividades de los asociados a un fin ordenado. La unidad intrínseca del estado depende de la sujeción de los miembros a una autoridad. Es absurda una sociedad política sin autoridad o potestad, la cual es el principio intrínseco de la sociedad misma38. 3. Que la autoridad proviene inmediatamente de Dios sólo significa que la voluntad divina es la causa próxima y primaria que la otorga: el poder en este caso está necesariamente unido con una naturaleza creada por Dios, a la manera en que las facultades están necesariamente unidas a la sustancia humana y son así concreadas. La autoridad es una propiedad necesaria al despliegue de la naturaleza social del hombre. “Un modo en que Dios confiere inmediatamente el poder es cuando de suyo [ex natura rei] este poder está esencialmente conec35

F. Suárez, De opere sex dierum, V, c. 7, n. 3; De legibus, III, c. II, n. 4.

36

La teoría de la “evolución natural” –desde la comunidad familiar a la sociedad política– fue defendida por ilustres tratadistas del derecho natural en el siglo XIX y enseña que el estado se forma como una culminación natural de la evolución de la descendencia familiar. Así L. Taparelli (Saggio teoretico di diritto naturale, La Civiltà Cattolica, Napoli, 1949, vol. I, dist. 2, c. 8, 9 y 10), M. Liberatore (Institutiones Ethicae et Iuris naturalis, Francisci Giannini, Neapoli, 1899, part. II, c. 2, a. 5), T. M. Zigliara (Ius naturale, Roma, 1926, lib. I, c. 2, a. 3), y V. Cathrein (Philosophia moralis, Herder, Friburgi Brisgoviae, 1905, part. II, lib. II, c. 3, tesis 81). 37

F. Suárez, De legibus, III, c. 3, n. 1.

38

F. Suárez, De legibus, III, c. 3, n. 2.


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tado con la naturaleza de una cosa [necessario connexam cum aliqua natura rei] que Él ha creado”39. De manera que el supremo poder público, considerado en general, “fue conferido directamente por Dios a los hombres unidos en estado o comunidad política perfecta; y no precisamente en virtud de una institución o acto de otorgamiento especial y como positivo, completamente distinto de la creación de la naturaleza del estado, sino que se sigue necesariamente del primer acto de su fundación. Por eso en virtud de esta manera de otorgamiento no reside el poder político en una sola persona o en un grupo determinado, sino en la totalidad del pueblo o cuerpo de la comunidad”40. En este sentido es como el poder viene inmediatamente al hombre en sociedad, creado por Dios41. La dimensión natural de la comunidad estatal podría compararse con el aspecto natural del matrimonio: éste, en cuanto a su nacimiento, depende de la voluntad subjetiva del varón y de la mujer, o sea, se basa jurídicamente en un contrato libre por parte de los contrayentes; mas tiene un fin objetivo que se sigue de su misma esencia, de modo que el matrimonio no depende de la voluntad de los individuos en cuanto a su sustancia, sino que es indisoluble42. De parecida manera, el estado es una entidad ontológicamente independiente del consentimiento de los individuos: de la naturaleza social humana nace el estado por una necesidad teleológica, sin que por esto se niegue en su nacimiento la intervención de la voluntad de los individuos, como causa parcial. Por tanto, el estado tiene su propio fin objetivo: por eso decía Suárez que es un corpus politicum mysticum, una entidad social necesaria, ordenada a la consecución del último fin del hombre. Cabe entonces llamar natural a este poder político, pues por la sola razón natural se conoce que este poder es absolutamente necesario para conservar y moderar el estado. Eso prueba de que existe en esta comunidad estatal “a manera de propiedad derivada de la naturaleza o creación y de su natural constitución. Ya que si fuera además necesario un otorgamiento especial de Dios y una concesión que no estuviera ligada a la naturaleza, el poder no podría ser conocido por sola la razón natural, sino que debería constar a los hombres por medio de la revelación”43. 39

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 2, n. 3. Este primer modo de otorgamiento se distingue del caso en que “Dios confiere directamente por sí mismo, por así decir, y mediante un acto especial de donación un poder que no está necesariamente vinculado a la creación de un ser, sino que Dios lo confiere libre y adicionalmente a una naturaleza o persona”. Tal sería el poder de hacer milagros o el poder de jurisdicción sobre la Iglesia conferido a Pedro (c. 2, n. 3). 40

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 2, n. 5.

41

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 2, nn. 16-17.

42

F. Suárez, De legibus, III, c. 3, n. 2.

43

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 2, n. 5.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

215

Dicho de otro modo, por el mismo hecho de congregarse los hombres en un cuerpo político o estado, el poder aparece en esta comunidad sin intervención de ninguna voluntad humana. “Por tanto, es prueba de que procede directamente de Dios, con la intervención solamente del resultado natural o por consecuencia de la naturaleza y por dictamen de la razón natural, que demuestra más que manifiesta esta clase de poder”44. Por lo dicho queda claro que la autoridad política no reside en los individuos atomizados, sino en el todo comunitario. Ni Dios comunica directamente la autoridad a un hombre determinado, por ejemplo al monarca, como había defendido Jacobo I en su teoría del derecho divino de los reyes. Porque “el poder político no es por naturaleza prerrogativa de ningún individuo en particular, sino de toda la comunidad”45. 4. El hombre nace naturalmente con la virtualidad de someterse a una autoridad política, por lo que la sujeción política no va contra el derecho natural: la naturalidad del poder civil se basa en la natural exigencia racional de que en la sociedad humana haya un jefe a quien se preste obediencia [Imo est consentaneum rationi naturali, ut humana respublica habeat aliquem cui subiiciatur]46. El hombre es creado libre, pero también con la capacidad de someterse a la autoridad, de modo que la autoridad civil no sólo no repugna a la condición natural del hombre, sino que su cualidad esencial no depende del querer de los hombres asociados: sería contradictorio querer vivir en comunidad y, a la vez, querer no estar sujetos a una autoridad47. De modo que el “pacto político”48 surge en el seno de una sociedad que, constituyendo un todo, está encaminada a conseguir el bien común y es capaz de recibir la autoridad como principio rector. Conforme a un orden natural –y no meramente temporal– es preciso que exista ontológicamente una comunidad orgánica para que la autoridad pueda residir en ella [prius esse debet subiectum 44

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 2, n. 6.

45

F. Suárez, De legibus, III, c. 2, n. 3.

46

F. Suárez, De legibus, III, c. 1, n. 11.

47

F. Suárez, Defensio fidei, III, c. 1, n. 4.

48

Sobre las cuestiones del “consentimiento” y del “pacto”, cfr. M. Pécharman, “Les fondements de la notion d’unité du peuple chez Suárez”, en Aspects de la pensée médiévale dans la philosophie politique moderne, Y. Ch. Zarka (ed.), Presses universitaires de France, París, 1999, pp. 104126; D. Schwartz Porzecanski, “Francisco Suárez y la tradición del Contrato Social”, Contrastes. Revista Internacional de Filosofia (Universidad de Málaga), 2005 (10), pp. 119-138. M. Delgado, “Die Zustimmung des Volkes in der politischen Theorie von Francisco de Vitoria, Bartolomé de Las Casas und Francisco Suarez”, en F. Grunert / K. Seelmann (eds.), Die Ordnung der Praxis. Neue Studien zur spanischen Spätscholastik, Niemeyer, Tübingen, 2001, pp. 157-183.


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potestatis, quam potestas ipsa, saltem ordine naturae]. Lo cual no quita que el origen de la sociedad civil y el origen del poder público sean simultáneos [statim ex vi rationis naturalis]49. Pero la autoridad política, en su constitución ontológica, no es un invento humano, pues es dada inmediatamente por Dios, que es el autor de la naturaleza50: dando la forma a la naturaleza humana, confiere también todo lo inherente a ella. Por eso la autoridad no se opone a la dignidad humana.

3. Fuerza y debilidad del cuerpo político: la transferencia del poder 1. Porque todos los hombres son naturalmente iguales y libres, nadie tiene un derecho originario a ejercer una autoridad política sobre sus iguales; y cualquier forma de servidumbre legal ha sido creada por el hombre, no por Dios. La autoridad política reside en el mismo cuerpo político, el cual tiene inicialmente la posibilidad de autogobernarse directamente: en esto estriba la democracia originaria51. Como los individuos no pueden dar lo que no tienen, el sujeto natural del poder político es así el cuerpo social como un todo comunitario y no como mera suma de individuos52. Si no hay unión social, tampoco sería necesaria la autoridad, pues el grupo estaría atomizado. Y si hay unión en orden a un fin, los individuos forman un todo moral, un corpus mysticum, en el que está inmediatamente el poder. Si la soberanía reside en el “todo social”, la forma originaria del régimen político es la democracia directa, gobierno del pueblo por el pueblo. Una observación: ¿negaba Santo Tomás la posibilidad de que existiera una sociedad que originariamente fuese libre y pudiera por sí misma establecer leyes de modo previo a la actuación de un gobernante concreto? En el siguiente texto parece admitir esa posibilidad: “Cuando se trata de una comunidad libre, capacitada para darse leyes, el consenso de todo el pueblo expresado en la costumbre vale más para observar una norma que la autoridad del príncipe, cuyo poder para crear leyes radica únicamente en que asume la representación del 49

Francisco Suárez, De legibus, III, c3, n6.

50

Francisco Suárez, De legibus, III, c3, n2.

51

Sobre la cuestión de la democracia en Suárez, cfr. M. Walther, “Potestas multitudinis bei Suarez und potentia multitudinis bei Spinoza. Zur Transformation der Demokratietheorie zu Beginn der Neuzeit”, en F. Grunert / K. Seelmann (eds.), Die Ordnung der Praxis, pp. 281-298; C. G. Noreña, “Francisco Suárez on Democracy and International Law”, en Hispanic Philosophy in the Age of Discovery, Catholic University of America Press, Washington, 1997, pp. 257-271. 52

Francisco Suárez, De legibus, III, c2, n1.


II. 3. La extensión de la ley natural en el poder político

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pueblo. Por eso, aunque las personas particulares no pueden crear leyes, sí puede hacerlo todo el pueblo”53. El poder bien podría permanecer en el seno de una sociedad civil que puede gobernarse por sí misma. Pero, desde el punto de vista hermenéutico, hay aquí un límite que no permite afirmar que el Aquinate sostuvo explícitamente la tesis de que, como la sociedad tiene por derecho natural ese poder, podría regirse a sí misma de forma democrática y podría transferir dicho poder a otro sujeto. Suárez quiere indicar, pues, acerca del poder político, tomado en general, tres cosas. Primera, que el poder “procede del autor de la naturaleza como por una consecuencia natural”. Segunda, que “no reside en una sola persona, ni en un grupo particular de aristócratas o de ciudadanos del pueblo: este poder se encuentra naturalmente sólo en la comunidad en cuanto es necesario para conservarla”54; la razón natural sólo dice que “el poder público está necesariamente en toda la comunidad, y no en una persona o senado”55. Tercera, que la democracia podría existir como resultancia natural, “pues la razón natural dice que el poder político supremo es una propiedad natural de la comunidad política y que precisamente por este motivo pertenece a la totalidad de la comunidad, a no ser que sea transferida a otro mediante una nueva institución”56. Por tanto, en el orden civil, la transferencia del poder a un sujeto concreto que lo ejerce es, considerada en su naturaleza próxima, un acto de la persona colectiva de la nación, y no puede ser identificada con la mera designación de aquel sujeto del poder que, por ejemplo, en el orden eclesiástico es el Papa. De modo que el poder civil supremo es inmediatamente concedido –concreado– por Dios a los hombres reunidos en comunidad política perfecta57. Con una sola intervención otorga Dios la naturaleza humana y sus propiedades necesarias, en este caso la autoridad, medio directivo indispensable en la consecución del bien común: la autoridad civil es un poder político natural, necesario para conservar el estado. 2. Por su parte, Suárez tiene presente la clasificación que Aristóteles había hecho de las fundamentales formas de gobierno: monarquía o gobierno de una 53

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q97, a3, ad3: “Si enim sit libera multitudo, quae possit sibi legem facere, plus est consensus totius multitudinis ad aliquid observandum, quem consuetudo manifestat, quam auctoritas principis, qui non habet potestatem condendi legem, nisi inquantum gerit personam multitudinis. Unde licet singulae personae non possint condere legem, tamen totus populus legem condere potest”. 54

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n7.

55

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n7.

56

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n8.

57

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n5.


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sola persona; aristocracia o gobierno de un solo consejo de nobles; y democracia o gobierno de muchos. La democracia –tanto para Aristóteles y Santo Tomás, como para Suárez– era un tipo imperfectísimo de gobierno, propicio para fomentar las ambiciones de los más osados. En cualquier caso, todos los regímenes tienen su origen en el pueblo. La razón humana no determina de suyo como necesaria ninguna de esas formas; luego sólo por institución positiva humana pueden ser introducidas la monarquía y la aristocracia, mientras que la democracia puede existir sin institución positiva humana, por la sola dimanación natural del poder: la suprema autoridad civil se genera en la sociedad perfecta y a ella pertenece instantáneamente58. Con esto no quiere decir Suárez que la democracia directa sea el único régimen conforme con el derecho natural. Suárez sólo dice que “el poder, por razón de su origen, pertenece a la sociedad, la cual puede ejercerlo por sí inmediatamente, mientras que las otras formas de gobierno, la monarquía y la aristocracia, deben ser introducidas mediante una institución positiva”59. Cabe anotar que lo que hoy se entiende por “democracia” sería para Suárez realmente una “democracia originada” o resultante, un gobierno de multos per paucos, una forma de la aristocracia difusa, un gobierno que en principio sería el de “numerosos mejores”, como pretenden expresar las “amplias listas” de candidatos preparadas por los partidos políticos. ¿Qué es lo que dicta, en este caso, el derecho natural? Contesta Suárez que la nueva institución que surge por transferencia del poder –dado inmediatamente a la comunidad– “es de derecho natural negativo, no positivo, o mejor, de derecho natural concesivo y no simplemente preceptivo. Porque, indudablemente, el derecho natural otorga de suyo inmediatamente este poder a la comunidad, pero no prescribe terminantemente que este poder permanezca siempre en ella, ni que sea ejercido inmediatamente por ella, sino únicamente mientras la misma comunidad no haya resuelto otra cosa o hasta que no haya sido realizado legítimamente el cambio por el que tiene potestad para ello […]. La comunidad política perfecta es libre por derecho natural y no está sujeta a ningún hombre fuera 58

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n8. “Hinc sequi, democratiam esse ex divina institutione, respondemus […]: si vero intelligatur de institutione quasi naturali, sine ullo inconvenienti admitti posse et debere”. 59

M. Lanseros, La autoridad civil en Francisco Suárez, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1949, p. 179. En realidad, el poder del estado –que tiene su justificación en el fin específico de la sociedad política, que es el bien común– tiene un carácter que trasciende lo privado y no puede corresponder por título propio a ninguna persona individual o colectiva distintas de la comunidad misma, del todo social. El gobernante recibe su autoridad de Dios, pero mediatamente; el pueblo la recibe inmediatamente de Dios, causa primera y universal, y la traslada por conveniencia al gobernante: depende del consentimiento de la multitud asociada constituir gobernantes e incluso cambiar por motivos justos las formas de gobierno.


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de ella, sino que ella misma en su totalidad tiene el poder político que es democrático mientras no se cambie”60. De lo cual se infieren tres puntos importantes. Primero, que la conjunción de poderes es prerrogativa de la sociedad entera desde el momento de su constitución. Segundo, que la democracia es la forma primaria y necesaria de toda organización política. Tercero, que esta forma democrática es radical no por derecho natural positivo o preceptivo, sino negativo o concesivo, pues el derecho natural no prescribe que la autoridad permanezca en el cuerpo político ni sea ejercida por la comunidad directamente, “sino mientras la misma comunidad no haya resuelto otra cosa”. La forma democrática aparece necesariamente, pero no se impone como necesaria; y cuando surge electivamente vendría a ser una aristocracia difusa. 3. De todo esto se desprende que la autoridad política, si bien es una propiedad natural de la comunidad perfecta, no es inmutable: puede ser mudada, transferida a otro, quedando el pueblo despojado de ella. Esto ocurre porque la sociedad civil no es un organismo físico o biológico, sino libre. “Pues las propiedades físicas que emanan de la naturaleza suelen ser inmutables; pero no sucede lo mismo con las morales, las cuales se asemejan a la condición de los dominios y derechos y, por consiguiente, aun teniendo su fundamento en la naturaleza, pueden ser mudadas por una voluntad contraria […]. Este poder no sólo es mudable, sino muy mudable”61. Y por esa mutabilidad puede y debe ser transferido a otro por voluntad de la comunidad. En realidad la multitud, cuerpo político que es sujeto o titular primario del poder civil, es incapaz de ejercer el poder debidamente por sufragio universal: no puede dar leyes sin tardanza, ni dirimir pleitos sin confusión, ni castigar a los infractores sin equívocos. Si la ley natural obligase al ejercicio democrático permanente de la soberanía en la nación, si todas las leyes se hiciesen por el constante sufragio de todos, “se originaría confusión y lentitud infinita […]. Ni puede presumirse que existan nunca en la masa de la nación las condiciones adecuadas que exige el ejercicio de la soberanía”62. En consecuencia puede transferir la autoridad suprema a una persona, individual o colectiva, en la forma y condiciones que juzgue más conveniente: ha de encomendar la gestión del poder a uno o a varios63.

60

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n9.

61

Francisco Suárez, De legibus, III, c3, n7-n8.

62

Francisco Suárez, De legibus, III, c4, n1; c9, n4.

63

Así lo habían enseñado enérgicamente los antecesores de Suárez: Francisco de Vitoria, De potestate civili, n8; Domingo de Soto, De iustitia et iure, IV, q4, a1; Diego de Covarrubias, Prac-


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No hay en Suárez un exceso de optimismo por la democracia originaria. El sufragio directo rebota ante una frágil humanidad. Es moralmente imposible la retención absoluta de la autoridad y su ejercicio directo por la sociedad. Por eso, el derecho natural no obliga a que toda la comunidad ejerza inmediatamente el poder o que en ella quede por siempre, debido a la dificultad inmensa de ejercerlo. “De ahí que prontamente [statim] concretan los hombres la autoridad en una de las especies de gobierno reseñadas”64. Por esa transferencia consentida –ya que el poder civil dimana directamente del pueblo– adquiere legitimidad el poder en quien lo administra65. En consecuencia, ningún gobernante, como el rey (Jacobo I), tiene ordinariamente el poder político inmediatamente de Dios, sino mediante la voluntad e institución humana [sed mediante humana voluntate, et institutione]. La transmisión de la autoridad se hace por una especie de pacto [contractu vel quasi contractu], expreso o tácito, entre el cuerpo político y la persona física o moral a quien se confiere66. 4. La correspondiente participación del pueblo en la “transferencia del poder” consentida es necesaria incluso en los casos de esclavitud voluntaria67 y de sucesión hereditaria68; así como en los casos de guerra justa69 o de guerra inticarum quaestionum, c1, n2; Roberto Belarmino, De controversiis christianae fidei, Ingolstadii, 1601, t. II: De laicis, c6. 64

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n10.

65

Francisco Suárez, De legibus, III, c4, n2.

66

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c2, n20. L. Recaséns Siches, Filosofía del derecho en Francisco Suárez, Victoriano Suárez, Madrid, 1927, pp. 67-68. 67

Existía desde antiguo el caso en que uno se vendía a otro como esclavo; entonces el poder que el señor recibía directamente del siervo era, naturalmente, de derecho humano; fue conferido al señor directamente por el siervo en virtud del poder y libertad naturales que éste había recibido del autor de la naturaleza. Pues bien, según Suárez, lo mismo ocurre con el sometimiento de toda una comunidad civil al príncipe. “El poder regio no procede de una institución divina positiva, sino que tiene su origen en la razón natural mediante la intervención de la libre voluntad humana. Por consiguiente, tiene que ser directamente conferido por el hombre”; Defensio fidei, III, c2, n17. De aquí se concluye que el poder es conferido a toda la comunidad, como una propiedad natural, directamente por Dios, autor de la naturaleza, en el mismo momento en que un número determinado de hombres se unen en un estado por una libre decisión de su voluntad. 68

En cuanto al derecho de herencia, piénsese que cuando existe transferencia de poder es porque el primero o los primeros la tenían propiamente; y si al buscar un primer poseedor se quiere evitar un proceso al infinito, es preciso admitir que los diferentes títulos que legitiman la posesión del poder (desde la sucesión hereditaria a la guerra justa) han de reducirse a una primitiva traslación del poder por parte de la comunidad política. En el caso de la sucesión hereditaria, el primer regente tuvo que recibir el poder directamente del pueblo constituido en nación: de modo que la


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justa70, entre otros. De todos estos casos resaltan dos puntos importantes. Primero, la legitimidad de la posesión del poder civil por un individuo se basa exclusivamente en el consentimiento de la comunidad política, pero eso sólo ocurre al comienzo de dicha posesión: la adquisición original [primaeva institutio] del poder civil tiene que poder reducirse siempre a un auténtico consentimiento. Segundo, es legítima la adquisición del poder por un príncipe a consecuencia de una guerra justa contra una nación: pues el efecto es el mismo que cuando se adquiere por una especie de consenso o cuasi contrato, aunque no se trate de un auténtico contrato o consenso.

4. Extensión y límites del poder civil 1. El sujeto jurídico y natural del poder civil es el pueblo que está configurado en estado. De ahí que cuando el pueblo mismo no es el portador efectivo de dicho poder es que lo ha recibido por transferencia: lo tiene por derecho humano y no lo ha recibido directamente de Dios. Así se expresa el Eximio: “El poder civil, siempre que se encuentra en un individuo o príncipe en virtud de un derecho legítimo y ordinario, procede del pueblo y de la comunidad de manera próxima o remota, y no puede, si su posesión ha de ser justa, adquirirse de otro modo. La razón es que este poder, por su misma naturaleza, radica inmediataprimera posesión del poder civil por un individuo sólo se verificaría por la transferencia –transmisión directa por parte de la comunidad–, y por eso puede ser legítima también la monarquía hereditaria. 69

En lo referente a la posesión del poder por guerra justa escribe Suárez que la nación vencida está obligada a obedecer y someterse, y, así, también este título adquisitivo incluye en cierto modo el consentimiento de la nación, aunque tal consentimiento nazca de un deber y sea exigido en virtud de un derecho. “Pero, si bien se mira, cuando tiene lugar este sometimiento a un soberano a consecuencia de una guerra justa, ya se supone que en dicho soberano hay una potestad regia en virtud de la cual pudo declarar la guerra, y aquel sometimiento es sólo como una legítima ampliación de su reino. Por consiguiente, dicha potestad regia tiene que ser retrotraída siempre a una persona que no la adquirió por guerra, sino por justa elección o consentimiento del pueblo (non per bellum, sed per iustam electionem vel populi consensionem illam comparaverit). Luego dicho poder pasó de la nación al soberano”; De legibus, III, c4. n20. 70

Muchas veces el poder civil es poseído de hecho a consecuencia de una guerra injusta y sin el consentimiento del estado sometido. Pero aun cuando ocurre esta usurpación, puede acontecer que, pasado el tiempo, el pueblo dominado preste su conformidad y reconozca el poder. En tal caso, el poder se basa jurídicamente en el otorgamiento hecho por el pueblo; pero nunca puede hablarse de un derecho subjetivo del usurpador; ni eso justifica la adquisición del poder, sino su desempeño. Es más, la posesión misma sólo se justifica por el consentimiento del pueblo, que de este modo confiere el poder jurídica y legítimamente.


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mente en la comunidad; por consiguiente, para que alguna persona pueda empezar a ejercerlo como príncipe soberano, es necesario que el poder le sea transferido por el consentimiento de la comunidad”71. 2. El derecho de soberanía que reside inmediatamente en toda comunidad perfecta no brota de un derecho inherente a cada individuo o a cada familia en particular, sino de un derecho esencial a la comunidad misma, en tanto que comunidad. De aquí se sigue que, por una parte, el estado se pueda gobernar a sí mismo y, por otra parte, los ciudadanos que lo componen sean al mismo tiempo órganos del poder del estado. Suárez no disocia pueblo y gobernantes –que no son dos sujetos de derechos y dos contratantes–, pues los gobernantes son órganos o ministros del cuerpo político y del bien común72. Por eso entre ambos no hay un contrato estricto, sino un cuasi-contrato, donde convergen la voluntad del pueblo y la del príncipe o soberano. El sujeto jurídico-natural del poder político no es el pueblo en oposición al soberano dentro de la nación, sino la nación misma como persona colectiva. Por tanto, la transferencia del poder no es hecha en realidad por individuos que formen una multitud dispersa, sino por “la persona moral colectiva de la nación, siendo su órgano el pueblo que la compone, en cuanto que es el conjunto de los ciudadanos. Por consiguiente, al hacerse la transferencia del poder, existe ya el orden de la justicia legal, que no espera a ser creado por la transferencia”73; el estado es un organismo moral, y no un conjunto atomizado: es una entidad social necesaria que, basada en la naturaleza social del hombre, tiene un fin propio, el bien común, el cual se diferencia esencialmente de la suma de los bienes privados de los individuos. El estado no es una asociación libre, que podría haberse fundado o no, y que no tendría un fin autónomo, o que su fin habría de ser la libertad del individuo: en tal caso el estado sería meramente una suma de los derechos privados cedidos por los individuos. Más bien, para Suárez el orden jurídico del estado es el de la justicia legal –orientada al bien común– que se diferencia específicamente del orden de la justicia conmutativa que se refiere a los individuos en cuanto tales. 3. Para que nazca el orden de la justicia legal tampoco es necesario que todos den su consentimiento. Tan pronto como una comunidad estatal ha sido 71

Francisco Suárez, De legibus, III, c4. n2. Cfr. H. Rommen, La teoría del estado, pp. 298-370.

72

Francisco Suárez, De legibus, I, c7, n5: “Evidentissimum est [potestatem] non esse propter principis utilitatem, sed propter commune bonum eorum qui illam contulerunt, et ideo reges ministri reipulicae appellantur”. 73

H. Rommen, La teoría del estado, p. 302.


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fundada, aunque sólo sea por el consentimiento de la mayoría, están obligados a cumplir los deberes de la justicia legal todos los que por largo tiempo habitan en el territorio del estado, ya sea voluntariamente, ya por necesidad: “Porque todos aquellos que permanecen largo tiempo en el territorio de un estado disfrutan como los demás del bienestar público del estado efectivamente existente, aunque tal vez su fundación o su determinada forma de gobierno no les satisfaga. Y este efectivo goce de las ventajas de un estado ordenado les obliga a soportar las cargas y molestias que toda organización estatal impone. Porque está en contradicción con la naturaleza racional y social del hombre querer disfrutar de las ventajas del bienestar público y negarse a soportar las cargas que lo hacen posible”74. 4. No hay regímenes mejores o peores; su bondad se mide exclusivamente por el hecho de que, en condiciones políticas concretas, realicen y garanticen el fin del estado, el bien común. Los diversos regímenes, si llevan al bien común, tienen una cierta equivalencia jurídico-moral. En la totalidad del pueblo no hay ningún deber que obligue a conferir su poder a un individuo determinado. Incluso la conveniencia que Suárez ve en la monarquía, no constituye una necesidad ontológica basada en la naturaleza del estado, ni un deber moral riguroso: es una conveniencia que roza lo accidental en la constitución del poder dentro del estado. Al estado corresponde el poder político en sí; su portador concreto es, por la misma naturaleza de lo social, la totalidad del pueblo por cuya causa existe el estado y en cuyo provecho exclusivo ha de ejercerse el poder, de acuerdo con su esencia. Pero que haya de conservarse o no el régimen monárquico o aristocrático es ya una cuestión de conveniencia política. 5. El soberano no depende del pueblo en el ejercicio de su poder, aunque “puede depender del pueblo en lo tocante al proceso de conseguir [in fieri] el poder; pero, una vez que lo ha recibido de una manera absoluta, es independiente en su conservación [in conservari]. Por tanto, una vez que el soberano ha sido constituido legítimamente, tiene el poder supremo en todas aquellas cosas para las cuales lo ha recibido”75. El uso del poder sólo es relativo a las condiciones que pueden figurar en la transferencia del poder. 6. El pueblo no puede a su antojo hacer revoluciones o destronar reyes y cercenarles su derecho. Si el pueblo trasladó su poder a un rey y éste lo aceptó, ya 74

P. Tischleder, Ursprung und Träger der Staatsgewalt, p. 210.

75

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c4, n4.


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no puede el pueblo, apelando a dicho poder, reclamar su libertad a capricho. “Porque ha dado su poder al rey, y éste lo ha aceptado, con lo cual el rey ha adquirido el dominio. Por consiguiente, aunque el rey haya recibido del pueblo este dominio mediante donación o contrato [donationem vel contractum], el pueblo no puede ya quitar al rey este derecho ni “usurpar” su propia libertad […]. Por consiguiente, el pueblo ya no puede, invocando un poder que ha dejado de pertenecerle, levantarse legítimamente contra el rey; esto sería usurpación [usurpatio]”76. 7. Con Belarmino reconoce Suárez el mérito de Azpilcueta y Molina al haber defendido que el pueblo conserva el poder en hábito [in habitu], pudiendo recuperarlo también en acto [in actu]77. Por ese motivo, en ciertos casos el pueblo tiene derecho a sublevarse. ¿En qué casos? “Dichos casos tienen que derivarse de las condiciones del primer contrato o de las exigencias de la justicia natural, ya que los pactos y convenios justos han de ser guardados. Por tanto, si el pueblo, al transmitir el poder al rey, se ha reservado este poder para algunos casos más graves, entonces puede hacer lícitamente uso de este derecho y conservarlo para sí. Con todo, será necesario que este derecho conste por antiguos y seguros documentos o por costumbre inmemorial. Asimismo puede el pueblo hacer uso del derecho natural a la propia defensa, si el rey emplea tiránicamente su legítimo poder, abusando de él para ruina manifiesta del estado; porque a este derecho nunca ha renunciado el pueblo”78. 8. Hay en el movimiento del poder una dimensión trascendental o vertical, de arriba abajo: todo poder viene de Dios a los hombres; y otra dimensión categorial u horizontal, por cuya virtud el poder queda transferido a un soberano único, o a un grupo reducido de mandatarios que ejerce el poder único. La dirección del poder es trascendentalmente vertical, de arriba abajo; pero categorialmente es horizontal, pues va del pueblo al gobernante. El pueblo, que no es una multitud dispersa y que sólo tiene razón de sujeto en cuanto está unido y formando un todo, posee radicalmente el poder supremo; de tal suerte que cualquiera que en una sociedad así regida ejerce el gobierno, 76

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c4, n6.

77

“Lo que dijo Belarmino, tomándolo de Martín de Azpilcueta, que el pueblo nunca transmite su poder al príncipe sin conservarlo in habitu, de manera que no puede hacer uso de él en determinados casos, no va contra nuestra tesis ni da justificación a los pueblos para reclamar, a capricho, su libertad. No dijo simplemente el cardenal Belarmino que el pueblo conserva el poder in habitu para cualquier clase de actos a capricho y cuantas veces se le antoje repetirlos, sino que con muchas limitaciones y reservas dijo en limitados casos”; Defensio fidei, III, c4, n3. 78

Francisco Suárez, Defensio fidei, III, c4, n3.


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no lo hace con independencia del pueblo, que sigue siendo potencial y radicalmente el único poder supremo, aunque no puede revocar a sus mandatarios arbitrariamente, sino sólo cuando estos han perdido, por la tiranía, el sentido y la esencia misma del poder que les quedó conferido. Por eso, todo depositario formal del poder puede ser revocado cuando dilapida ese poder. 9. Dejando aparte la cuestión de si Suárez interpreta con exactitud la doctrina política de Santo Tomás, puede afirmarse que sería erróneo incluirlo en la doctrina más moderna de aquella soberanía del pueblo donde el estado sería mero producto de un contrato libre y formal, y su duración tendría que basarse en contratos renovados; el poder del estado nunca podría ser en tal caso nada más que la suma de los derechos cedidos por los individuos. Suárez no pensaba así. El pacto político de Suárez no tiene realmente el sentido contractual de los modernos; ni se asemeja a la tesis voluntarista y subjetivista que después enseñara Rousseau, quien hace de la voluntad humana la causa eficiente del poder civil; ni la legitimidad de la autoridad tiene su base en la convención. Pues para Suárez en el nacimiento del estado se conjuntan la tendencia natural y la adhesión libre; no está la voluntad de los individuos fuera de la exigencia de la naturaleza. Y por eso, el poder no procede inmediatamente de los hombres79. No obstante, para la formación de una sociedad perfecta se requiere la voluntad humana; mas la esencia ontológica de esa autoridad, como principio rector, no se debe al consentimiento humano, pues surge como dimanación natural del organismo social.

79

“Nunquam potest haec potestas provenire inmediate ab ipsis hominibus”; Francisco Suárez, De legibus, III, c3, n1.



CAPÍTULO 4 PROYECCIÓN DE LA LEY NATURAL EN LAS LEYES PENALES. CASTRO, AZPILCUETA, SOTO

1. Autoridad de la ley y fragilidad humana 1. Cuando Domingo de Soto edita su obra Sobre la justicia y el derecho, en 1553-54, ya se abría camino entre algunos tratadistas la idea de que podría haber leyes civiles (humanas) que no tendrían por sí mismas repercusión en la conciencia moral, hasta el punto de no obligar bajo culpa, ni grave ni leve; y menos todavía en algunos tipos de leyes penales. Sólo habría que limitar, según esas doctrinas, la repercusión moral profunda al influjo de las leyes divinas en la conciencia humana. De momento dejo apuntado ese trasfondo argumentativo que Soto conoce muy bien, como veremos, pero que en absoluto comparte. El segoviano se pregunta por el influjo que las leyes pueden tener en la conciencia hasta el punto de obligarla. Estima que las leyes, si son justas, gozan de autoridad y tienen virtud para obligar la conciencia de los súbditos. Y ello es así porque toda ley humana justa se deriva, mediante la ley natural, de la eterna. Por tanto, de la misma ley eterna reciben semejantes leyes el poder que las hace obligatorias en conciencia ante el mismo Dios. Con toda pulcritud argumenta Soto su tesis, remitiéndose a las causas que hacen justa una ley, a saber: la final, la eficiente, la material y la formal. “Final, es decir, que la ley se ordene al bien común; porque entre las leyes existe la misma diferencia que entre un tirano y un rey; y así se considera justa la que se ordena al bien común, y tiránica la que sólo intenta el bien particular. Además ha de ser justa por parte de la causa eficiente, en el sentido de que quien la promulgue no traspase los términos de su jurisdicción. En tercer lugar ha de ser justa por parte de la materia. Porque así como las leyes humanas no deben prohibir las cosas que son buenas según los tiempos y lugares, así tampoco han de mandar las cosas que son malas. Por último ha de ser justa por parte de la causa formal. Porque siendo la ley una regla, su rectitud y justicia han de brillar de manera que observe con los ciudadanos, tanto en las recompensas como en las cargas, la misma proporción que ellos tengan con el cuerpo de la nación.


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Porque son como partes de un todo. Y por esta causa, así como la naturaleza ha repartido sus dones entre las partes, así también a cada ciudadano se le han de repartir las cargas en proporción a sus fuerzas, y se le han de conceder los honores en proporción a sus dignidades. Por tanto la ley que estuviere constituida con estos elementos, será obligatoria”1. Está claro, por el contrario, que la ley humana injusta no obliga en el fuero de la conciencia. “Porque una ley injusta carece de rectitud; por tanto no puede ser regla ninguna, y consiguientemente tampoco es ley; y no siendo ley, no puede obligar a nadie”2. La ley se considera injusta al menos cuando es opuesta al bien humano, a saber: cuando por alguna razón es opuesta a alguna de las cuatro condiciones anteriormente dichas; esto es: cuando es defectuosa en alguna de sus causas: final, eficiente, formal o material. Además es injusta cuando se opone al bien divino, en cuyo caso no puede obligar nunca, sino que ha de rechazarse públicamente. 2. Soto reconoce que su tesis podría parecer, respecto a la autoridad civil, menos segura que respecto a las leyes eclesiásticas o también a las leyes divinas y reveladas, sólo las cuales pareciera que tendrían potestad espiritual para obligar a culpa en el fuero de la conciencia. Además, como el fin inmediato del poder civil es el bienestar temporal de la nación, podría parecer también que no extenderían su virtud a las penas espirituales. En definitiva, el poder civil no podría imponer castigo alguno en el fuero de la conciencia, como lo puede la potestad espiritual, con castigos que si no se pagan en esta vida se pagarán en la otra. Sin embargo, él considera que las leyes civiles pueden, de modo general, obligar incluso a culpa grave3. La ley civil brota de la ley natural, por la cual cualquier estado posee la facultad de administrarse a sí mismo; y esta misma facultad la otorga también a los gobernantes. De esta manera se sigue que, 1

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a4.

2

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a4.

3

Para que una ley obligue bajo culpa grave es necesario que la ley sea justa –ya que ninguna ley injusta puede obligar en conciencia–. Para que lo sea debe responder a una relación etiológica y a una relación estructural. Etiológicamente puede ser injusta una ley por cuatro causas: por falta de autoridad (cuando el legislador sobrepasa los límites de la autoridad que le ha sido dada); por falta de fin bueno (cuando el que instituye la ley busca más el bien privado que el público); por falta de forma debida (que no exista la debida proporción entre la carga que se impone y la necesidad que se intenta remediar); por defecto de materia (si lo que se preceptúa es malo). Estructuralmente la ley justa obliga bajo culpa grave cuando la materia es grave, o sea, una materia tal que pueda ofrecer causa suficiente para crear tal obligación. Cuando cesa esa relación etiológica y esa relación estructural, la ley no obliga ya bajo culpa grave.


II. 4. Proyección de la ley natural en las leyes penales

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frente a las leyes humanas establecidas por la potestad otorgada por la ley natural, está obligado en conciencia todo el que las quebrantare u observare4. Desde esta perspectiva, el obrar contra la ley justa de un gobernante es un mal moral, es una culpa interna; porque si la ley es justa, constituye una regla de la razón; y traspasar los límites de la razón es un extravío y, por tanto, una culpa, grave o leve, según sea la materia y la intención. El nervio de esta argumentación reside, pues, en que de la ley natural se deriva la ley humana, la cual determina específicamente en particular las leyes generales de la virtud; como por ejemplo, de la ley general de velar por la paz, se concluye que no se ha de andar armado de noche o que, incluso de día, no todo el mundo vaya armado. Por consiguiente, las leyes humanas obligan en el fuero de la conciencia. 3. Ahora bien, la potestad civil, a diferencia de la eclesiástica, no es juez de las cosas espirituales, y por tanto no puede determinar que sus leyes se observen bajo culpa grave o leve, sino solamente determinar, constituir, con sus mandatos especies de virtud o de vicio. Es cierto que la transgresión u omisión puede afectar gravemente a la conciencia de quienes las quebrantan; pero eso ha de determinarse atendiendo más bien a la naturaleza de las cosas. Soto pone un ejemplo, que es recurrente a lo largo de su obra –y también en las obras de otros tratadistas que le son contemporáneos–: es el caso de la exportación fraudulenta o ilícita del trigo en tiempos de necesidad: “Manda el rey en tiempo de hambre que no se exporte trigo fuera del reino”. Este acto entra a formar parte de la especie de la obediencia. Y como los mandatos de este tipo son de importancia, en este caso se comete culpa grave al desobedecerlos. Pero si manda, en cambio, “no cabalgar sobre mulas, o no vestirse de seda”5, siendo así que las cosas que determinan son de poca importancia, su desobediencia será solamente leve. 4. Es en este momento teórico cuando Soto trae a colación la cuestión al principio apuntada, a saber, si existen leyes que, promulgadas por los gobernantes, no obligan a culpa, sino sólo a pena. Pregunta además el segoviano 4

Podríamos distinguir aquí dos cuestiones: primera, si las leyes civiles obligan en conciencia; y, segunda, si también obligan bajo culpa grave. Recuérdese que Lutero enseñaba que ninguna ley humana, eclesiástica o civil, podía obligar al hombre bajo culpa grave; con esta tesis atacaba, de un lado, toda la organización eclesiástica existente y, de otro lado, también el orden civil. Con un enfoque completamente distinto, estas dos cuestiones son tratadas separadamente por Francisco Suárez en su obra De legibus, III; así, la primera en c21: si las leyes civiles pueden obligar in foro conscientiae; la segunda en c24: si pueden obligar bajo culpa grave. 5

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a4.


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por dónde se conoce qué leyes obligan a culpa moral y cuáles no. “Para algunos intérpretes del derecho –dice–, las leyes que llevan aneja una pena no obligan realmente a culpa, pero esto lo rechazo de plano”6. Uno de esos intérpretes era – a mi juicio– Martín de Azpilcueta7. Y lo impugna porque ve una equivocación grave en ese asunto: no se promulgan las leyes con un complemento como el siguiente: ‘mando bajo culpa grave, o leve’; la gravedad o levedad se ha de juzgar por la naturaleza de lo que se manda. Por lo cual Soto declara con seguridad que toda ley, dada sin condición alguna –es decir, que no indique lo contrario–, obliga a culpa –grave o leve, según sea la importancia de lo prescrito–. La razón que aduce Soto es clara: porque la ley incluye ya en sí un precepto de obediencia: y la obediencia es de suyo una virtud y la desobediencia una falta moral. De lo cual se sigue que ni siquiera puede considerarse como señal segura el que, cuando un gobernante establezca una ley que no obligue a culpa, lo consigne expresamente. Lo que se plantea aquí no es de poco calado: cuando una ley, civil o eclesiástica, es promulgada, produce formalmente una obligación moral; y a veces impone después una pena contra los transgresores, a fin de que por el miedo a la pena procuren observarla mejor. El problema que entonces surge es si esta pena añadida a la ley quita o no la obligación de observarla; y si el súbdito, al quebrantar la ley, se hace sólo reo de pena o es, además, reo de una transgresión moral. Azpilcueta –insisto– afirmaba que ninguna ley, al serle añadida una sanción penal, obligaba moralmente a cumplirla, sino que bastaba sólo el exponerse, con su quebrantamiento, al peligro de la pena impuesta8. Domingo de Soto

6

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a4.

7

Martín de Azpilcueta (1492-1586), llamado el Doctor Navarro, coincidió temporalmente con Soto en la Universidad de Salamanca. El período salmantino de Azpilcueta transcurre desde 1524 hasta 1537; Soto ocupó la cátedra de vísperas en Salamanca de 1532 a 1545. Por lo que hace a nuestro asunto, Azpilcueta escribió un opúsculo, De lege poenali, que titula Commentarium in c. Fraternitas del Decretum Gratiani, c2, 12, 11 (Opera, t. II). Empieza ahí declarando brevemente el sentido de dicho capítulo y sigue comentando el problema de la obligatoriedad de las leyes penales a culpa y pena. En su Enchiridion sive Manuale confessariorum vuelve al mismo problema de la obligatoriedad de las leyes penales. Aunque las obras de Azpilcueta se publicaran poco después del tratado De iustitia et iure, es de suponer que Soto podría haber tenido entre sus manos los magníficos “apuntes de clase” que se solían hacer en la universidad salmantina, incluso es lógico suponer que hubiera asistido a las lecciones extraordinarias de Azpilcueta. 8

En su Manuale confessariorum afirma que las leyes humanas, civiles o eclesiásticas, pueden obligar moralmente, aun bajo culpa grave, mas para ello se requiere: primero, que el legislador haya tenido esa intención; segundo, que se presenten con términos preceptivos o prohibitivos, no siendo suficientes los simplemente imperativos (como dicite, facite); y tercero, que lo más


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reaccionó vivamente contra esa opinión, argumentando que el poder, tanto eclesiástico como civil, puede establecer una ley que obligue al transgresor bajo culpa grave, aunque tal ley imponga también penas contra el transgresor. Por lo tanto, Soto afirma que el poder –eclesiástico o civil– puede establecer una ley puramente moral que obligue bajo culpa grave, y también puede añadir al mismo tiempo el gravamen de la sanción penal; pero la imposición de la pena no suprime ni altera la obligatoriedad moral de la ley. En resumen, Soto plantea, como casi todos los tratadistas anteriores, dos cuestiones importantes. Primera, si la ley humana puede obligar en conciencia a los súbditos. Segunda, si puede obligar simultáneamente a culpa y a pena. Responde que la ley humana, tanto civil como canónica, obliga en conciencia a los súbditos; aunque la ley humana injusta no obliga en el fuero de la conciencia, ni tampoco las leyes humanas contrarias al bien común. Añade, además, que la ley penal puede obligar bajo culpa, pudiendo coexistir en una misma ley la doble obligación a culpa y a pena. En cualquier caso, la pena ha de ser proporcional a la culpa cometida: pues la pena tiene necesaria correlación con la culpa, de tal manera que sin ésta no tiene razón de ser. Por tanto, no hay ninguna ley penal legítima que no obligue moralmente, a no ser que el legislador exprese en ella la intención contraria de no obligar. Por su parte, la ley humana obliga a culpa por sí misma, sin anexión de pena; y como la carga que ésta supone no anula la anterior, coexisten ambas en una misma ley. 5. Pero, puestos en el punto más extremoso de la cuestión, cabe preguntar si pueden las leyes humanas obligarnos bajo culpa grave de tal manera que haya de preferirse sufrir la muerte antes que quebrantarlas. Soto advierte, con Cayetano, que los legisladores humanos no han de llegar a tanto, pues no son dueños de la vida y de la muerte. Pero si ley humana obliga bajo culpa moral grave, obliga también consecuentemente a sufrir la muerte por cumplirla. Soto considera cierto que lo que se manda puede ser de tanta importancia para la sociedad que su cumplimiento puede exigir hasta perder la vida. Puesto que cuando un general “manda a un soldado en tiempo de guerra defender un lugar, en que existe un peligro inminente para la patria, debe estar dispuesto a perder la vida antes que abandonar dicho lugar”9. Aunque el general no sea en absoluto dueño de la vida, sin embargo, habiendo causa, puede exponer los soldados a la muerte, como lo exige el todo respecto a las partes.

probable es que todas las leyes humanas, sobre todo las civiles, que amenazan con una pena, en caso de duda no lleven consigo reato moral de culpa (se ha de optar por lo más benigno). 9

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5.


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Sin embargo, se ha de suponer que la ley no obliga a tal extremo. Y por esto, para saber si la ley obliga o no a sufrir la muerte, ha de ponderarse lo objetivo y real, a saber: la importancia y gravedad de lo que se manda. En todo caso, se ha de tener en cuenta –como antes se ha dicho– que las leyes contrarias a la ley natural no son propiamente leyes y más bien han de ser desobedecidas. Y lo mismo debe decirse de aquellas sentencias o leyes que se consideran justas tan sólo porque se fundan en una falsa presunción, según el fuero externo exclusivamente: ellas no obligan en conciencia, porque, siendo contrarias a la verdad, son contrarias asimismo a la ley natural. “Cuando las leyes humanas son injustas contra los súbditos, no hay obligación en conciencia de obedecerlas, si se pueden desobedecer sin escándalo; lo contrario sería, si hubiere escándalo en no cumplirlas”10.

2. Culpa y pena 1. Sobre la cuestión ya planteada –si pertenece a la esencia de la ley obligar a los súbditos a culpa, o, al menos, a pena– gravitaba una opinión, propia de algunos juristas que responden negativamente: por ejemplo, el susodicho Martín de Azpilcueta11 decía que la ley consultiva y la ley exhortatoria son propiamente leyes que, sin embargo, no obligan si no se violan con desprecio. Indicaba que hay instituciones humanas –la Orden dominicana, como se verá– cuyas leyes no obligan a culpa, y, consecuentemente, tampoco a pena, puesto que la pena, tomada con propiedad, sólo se debe por la culpa; y, sin embargo, son verdaderas y propias leyes aquéllas por las que se rige y se modera el estatuto de tales instituciones sociales12.

10

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5.

11

Martín de Azpilcueta, Manual de confesores, c23, n41; y el tratado De lege poenali, ya citado.

12

Azpilcueta argumenta con algunos ejemplos de estas leyes que tienen, según él, naturaleza de ley, pero sin potestad de obligar a culpa o a pena. El primer ejemplo es el privilegio: una ley privada que de ningún modo tiene capacidad de obligar, puesto que podemos renunciar a él. El segundo ejemplo es del consejo, que no obliga, y, sin embargo, es una ley, pues por ejemplo hay muchas leyes consultivas que solamente tienen por objeto aconsejar, como es la ley que aconsejaba a los extranjeros a no malgastar tiempo y dinero presentando demandas judiciales. El ejemplo tercero es la ley puramente permisiva que no obliga a nada, sino sólo permite, cuando por determinadas causas permite al militar –incluso después de la sentencia– servirse de sus cláusulas restrictivas o excepcionales. El cuarto ejemplo es propio de la ley exhortatoria que verdaderamente es ley, y, sin embargo, sólo tiene por objeto exhortar sin coacción alguna.


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Pero, como hemos visto, Soto responde que las leyes penales obligan a culpa13. Ahora bien, recalca que para la verdadera naturaleza de la ley no es suficiente la obligación a la sola pena, sino que se requiere más: se exige la obligación a una culpa. Quienes no compartían la doctrina de Soto pensaban que es suficiente la obligación a la sola pena para salvar la verdadera esencia de la ley: es lo que acaecería en la ley puramente penal, como había defendido Alfonso de Castro en su obra De potestate legis poenalis14, publicada tres años antes que el tratado de Soto. En principio Castro repite la doctrina común de que legislar no pertenece a una persona privada, sino a la multitud o al príncipe que tiene el cuidado de la multitud: la ley exige la capacidad de obligar a los súbditos y esa capacidad la tiene la sola multitud y quien tiene cuidado de ella, pero no una persona privada. A continuación añade que la ley siempre tiene fuerza coactiva, esto es, fuerza obligatoria vinculada o bien a culpa, o bien a pena15. La obligación quedaría relacionada, según Castro, o a la culpa, o a la pena, o a las dos. Los defensores de la existencia de “leyes meramente penales” invocaban un ejemplo que consideraban claro y conocido incluso por Santo Tomás16 –y mil veces repetido durante todo el Siglo de Oro–: justamente la Regla y las 13

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a4.

14

Alfonso de Castro O.F.M. (Zamora, 1495-Bruselas, 1558). Su obra de referencia, en este tema, es De potestate legis poenalis, Salamanca, 1550 [11 ediciones]. Castro enseñó Teología en el convento franciscano de Salamanca entre 1520 y 1545; coincidió, pues, temporalmente con Soto en la ciudad del Tormes. Hay testimonios de que fue conocido, y reconocido, por el claustro de aquella Universidad. Además, Carlos V y después Felipe II le encomendaron arduas e importantes tareas. Escribió también, con anterioridad a la obra referida, Adversus omnes haereses, Salamanca, 1534 [34 ediciones]; y De iusta haereticorum punitione, Salamanca, 1547 [12 ediciones]. El punto de la cita se halla en De potestate legis poenalis, I, c8. 15

Según Castro, “ley penal es la ley que ordena infligir a alguno una pena por una culpa cometida” [lex poenalis est lex quae statuit poenam alicui infligi propter culpam commissam]: De potestate legis poenalis, I, c3. En esta definición hay dos elementos necesarios: la nota diferencial de la ley penal, establecer una pena; y la causa que la origina, a saber, una culpa o delito cometido. 16

Santo Tomás de Aquino había dicho: “Hay alguna orden religiosa, como la de los hermanos Predicadores, en la que la transgresión u omisión de la regla no obliga por su propia naturaleza a culpa, ni a mortal ni a venial, sino solamente a sufrir la pena fijada; porque de este modo se obligan a observarla. No obstante, ellos pueden pecar de manera venial o mortal por negligencia, por concupiscencia o por desprecio”; Summa Theologiae, II-II, q186, a9, ad1. Cfr. U. Mazón, Las Reglas de los religiosos, Universitatis Gregoriannae, Roma, 1940, pp. 237-320; P. Van Gheluwe, “De lege mere poenali”, Ephemerides theologicae lovanienses, 1939 (16), pp. 383-429; A. Camestri, “De lege canonica mere poenali”, Appollinaris, 1930 (3), pp. 318-322.


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Constituciones de los mismos Dominicos, donde se dice: “Nuestra Regla y Constituciones no nos obligan a pecado, sino solamente a la pena, a no ser cuando se quebrantan contra precepto formal, o con desprecio”17. Lo cual quiere decir dos cosas: primero, que si no se añadiera esto, obligarían a culpa moral; segundo, que existen patentemente leyes meramente penales. Veremos enseguida cómo resuelve Soto este último asunto. Soto no podía razonablemente comprender cómo puede una ley obligar a un castigo que no supone culpa alguna como causa. La razón de esta duda es que pertenece a la esencia intrínseca de la pena el indicar un orden a la propia culpa personal del que la padece y el suponerla como causa. Ésta es la expresa opinión de santo Tomás18: toda pena, si es justa, es un castigo de la culpa. Es claro que Soto está ahí pensando también en la postura de Azpilcueta, de quien con probabilidad la habría oído –a él o a sus discípulos– en Salamanca19: la pena no sería siempre debida a la culpa personal del paciente, sino que sería suficiente que lo fuese por una causa justa: nadie debe ser castigado sin culpa, a no ser que subyazga una causa. Así pues, uno puede padecer una pena o castigo por una causa justa, sin tener culpa alguna. Quizás Soto y Azpilcueta no estén excesivamente alejados. Podríamos considerar que en su discurso Soto está hablando de la pena tomada en sentido propio: la cual supone la culpa del que la padece como causa propia suya. Azpilcueta, en cambio, está hablando de la pena en sentido amplio, esto es, como una aflicción padecida: no es preciso que esta pena suponga culpa personal del paciente, pues basta que suponga una causa justa a la que uno puede estar obligado, bien sea porque voluntariamente se ha obligado uno a tal pena, o bien sea porque un superior obliga al súbdito a modo de contrato o convención. 2. Acabo de indicar que la sistemática trimembre de las leyes penales fue dada por Alfonso de Castro20: la ley humana se dividiría convenientemente en ley puramente preceptiva o prohibitiva21, ley puramente penal22 y ley mix-

17

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5.

18

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q87, a7.

19

La cita se encuentra en el tratadito de Martín de Azpilcueta, De lege poenali, n10 y ss.

20

Alfonso de Castro, De potestate legis poenalis, I, c9.

21

“Ley puramente moral es la que manda o prohíbe algo sin establecer pena alguna” [Lex quae sine alicuius poenae designatione aliquid praecipit aut prohibet dicetur pure moralis]. 22

“Ley meramente penal es aquella que nada manda ni prohibe, sino que solamente impone una pena al que hiciere u omitiere algo” [Lex pura poenalis est illa quae nihil facere praecipit aut prohibet; sed tantum imponit poenam illi, qui aut aliquid fecerit aut facere omiserit].


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ta23 (compuesta de ambas). También está parcialmente de acuerdo con él Azpilcueta24. Con esto Castro defiende tres puntos. Primero, que la ley humana puede obligar a culpa leve o grave solamente, sin fijar pena alguna humana al infringirla, y así es puramente preceptiva o prohibitiva. Segundo, que la ley humana puede obligar a sola pena sin culpa alguna, pues para salvar la noción de ley es suficiente que obligue a la sola pena, como las constituciones de algunas sociedades humanas no obligan a ninguna culpa, ni siquiera leve, sino sólo obligan a pena; y por esta razón Azpilcueta dice que ojalá los legisladores humanos imitaran a Santo Domingo quien, obligando en sus leyes a graves penas corporales, sin embargo, no quiso obligar y someter a sus hijos a culpa alguna interior. De este género serían también las leyes que imponen no transportar mercancías prohibidas de un reino a otro; además, las que se refieren al pago de impuestos, como son las alcabalas y los portazgos: Azpilcueta afirma que se trata de leyes puramente penales. Y de esto se infiere que el transportista de mercancías puede lícitamente darse a la fuga ante la presencia de la policía, aunque no puede oponerle resistencia violentamente, pues esto sería culpa grave ya por otro capítulo, a saber: por la injuria inferida a los agentes de la justicia. Tercero, la ley puede obligar a la vez a una culpa y a pena que ha de ser infligida por un juez humano y que ha de ser impuesta en el foro externo, y, así, es mixta. No hay otras leyes que no posean fuerza y capacidad de obligar, a no ser de uno de estos tres modos expuestos. Ese es el motivo por el que Soto se encara a Castro, quien, inspirado en Enrique de Gante25, limita la tesis de Soto diciendo –como hemos visto– que, 23

“Ley penal mixta es aquella que ordena hacer algo o lo prohíbe, decretando además, con palabras expresas y de cualquier modo que sea, una pena contra los transgresores” [Lex poenalis mixta est quae aliquid fieri praecipit aut prohibet, et insuper verbis expressis statuit poenam contra ipsius legis transgressorem quocumque modo illa statuatur]. 24

Azpilcueta reduce las leyes por su obligatoriedad a una clasificación bimembre: morales y simplemente penales. Y llega a decir que toda ley gravada con una pena deja de obligar moralmente, ya que no puede una misma ley imponer dos cargas: la obligación moral y el temor de la pena. Ver: Manual de confesores, c23, n56 ss. 25

El autor medieval que llegó a exponer ideas que después servirían para formular la naturaleza de las leyes “meramente penales” (o mejor, statuta pure poenalia) fue el Doctor Solemne, Enrique de Gante (1293). Alfonso de Castro se remite a su autoridad; y Soto no duda en reconocer en él la fuente principal de esa doctrina. Pregunta Enrique de Gante “si el hombre puede transgredir los estatutos meramente penales sin cometer culpa alguna, pero cumpliendo la pena” (Quodlibet, III, q22). Responde que obrando así no se peca. Pero luego limita bastante el alcance de su aserto, diciendo que en todo estatuto penal, el legislador no procura la pena, pues esto sería cruel, sino la observancia de la ley, a la que añade una pena para su mejor cumplimiento. “En sentido absoluto, no hay ningún estatuto penal que no obligue de algún modo [aliquo modo] a culpa”. Además


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dentro de las leyes penales, habría unas que contienen un precepto u prohibición, a las que va unida la amenaza de algún castigo; éstas fueron llamadas mixtamente penales, las cuales obligan a la vez a culpa y a pena. Otras, en cambio, habría que no contienen ningún mandato, ni prohibición, sino solamente la pena bajo condición; y éstas fueron llamadas puramente penales. Castro sostiene, pues, que las mixtas obligan a culpa, pero de ninguna manera las que son puramente penales. Tanto Castro como Azpilcueta consideran razonable distinguir la ley puramente preceptiva y la ley puramente penal; e insisten en que la ley puramente penal se distingue de la mixta. Sobre este punto argumentan que algunas veces acaece que la pena es establecida y fijada en la ley no por la culpa, sino por la sola causa, como, por ejemplo, la irregularidad –es el caso del juez que al establecer una condena a muerte, aunque sea con toda justicia, cae en irregularidad respecto a la posibilidad de ordenarse sacerdote–; parece, pues, que la irregularidad –o también el entredicho– se establece por la sola causa –o sea, porque hay causa–, sin culpa de quien la contrae. En casos como éste, la ley puramente penal de ningún modo es preceptiva o prohibitiva, y, por ende, se distingue de la mixta que participa de ambas. La cuestión central, en nuestro caso, es si la ley meramente penal obliga a culpa y en el foro de la conciencia. Castro consideraba que la ley puramente preceptiva posee la capacidad de obligar en conciencia y a culpa, y precisamente por ello, la cuestión citada no es procedente respecto a ella. Solamente lo es respecto a la ley puramente penal y a la mixta, compuesta de ambas, esto es, a la penal y preceptiva. Asimismo para Azpilcueta ninguna de estas dos leyes obliga a culpa26, si establecen una pena puramente temporal –y a no ser que conste otra cosa de la voluntad del legislador–. Aduce la razón de que, en caso de duda, es preciso interpretar las penas de las leyes en el sentido más benigno, de acuerdo con la regla del derecho. Debemos, pues, interpretar que no obligan a culpa las leyes que establecen una pena temporal, en las que el legislador no explica su intención; y de este modo, queda la costumbre como la óptima intérprete de las leyes. Azpilcueta admite, pues, que algunas leyes penales no obligan a culpa, a saber, aquéllas que son puramente penales, es decir, que contienen la sola pena sin otra prohibición. Y considera que es idéntica la razón de todas las demás, a saber, de las mixtas.

statuta significaría ahí propiamente decreta, pero no leges. Esta referencia a la culpa es la que no puede admitir Alfonso de Castro. El principal adversario posterior del “mere-penalismo” fue el dominico Silvestre Prierias (1523), quien en su Summa Sylvestrina (o Summa Summarum), calificó de teoría verbal y pueril la postura del Gandavense: toda ley obliga moralmente y en conciencia (cfr. voz Inobedientia). 26

Martín de Azpilcueta, Manual de confesores, c23, n55 y n56.


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Con estos planteamientos Castro tuvo luego seguidores importantes entre los jesuitas: Gregorio de Valencia27 (1549-1603), Gabriel Vázquez28 (1549-1604), Juan de Salas29 (1553-1612) y especialmente Francisco Suárez (1548-1619)30. 3. Soto explica su rechazo a esa doctrina con los textos mismos de santo Tomás31, quien había enseñado que la “pena”, por su intrínseca razón de ser – por su naturaleza y condición– indica orden a la culpa y la presupone: de ahí que las leyes que son prudente y justamente dadas fijen pena desigual a culpa desigual. Luego, una ley justa es hasta tal punto puramente penal que impone la pena no sin obligar a culpa, ni sin suponerla. Seguirían también esta opinión de Soto el dominico Bartolomé de Medina32 y, más tarde, el jesuita Roberto Belarmino33. Soto había dejado probado que por su naturaleza la ley está ordenada al bien común; y como todo súbdito está en conciencia obligado a dirigir sus actos al bien común y a conformarlos a éste, resulta que está en conciencia obligado a toda ley, si verdaderamente tiene la obligación de obedecerla. En fin, el segoviano indicó que el mejor acto de la ley, lejos de toda duda, es el acto de ordenar o mandar; por consiguiente, si una ley penal es verdaderamente ley, no puede no contener un precepto o prohibición. Los súbditos están en conciencia obligados a obedecer el precepto o prohibición del superior, de

27

Gregorio de Valencia, Commentariorum theologicorum, t. II, d7, q5.

28

Gabriel Vázquez, Commentarium ac disputationum, t. 2, q159, a1-a2.

29

Juan de Salas, Tractatus de legibus, disp15: De lege poenali.

30

Francisco Suárez, De legibus, V, c4. Sobre la existencia y esencia de las leyes “meramente penales” en el período del Siglo de Oro, cfr. J. Brisbois, “A propos des leges purement pénales”, Nouvelle Revue Théologique, 1938 (65), p. 1078; A. Morta Figulis, “Suárez y las leyes meramente penales”, Revista Española de Derecho Canónico, 1950 (2), pp. 503-629. A. Mostaza Rodríguez, “La ley puramente penal en Suárez y en los principales merepenalistas”, Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, 1950, pp. 189-241; M. Rodríguez Molinero, “Teoría de las leyes meramente penales”, en El origen español de la ciencia del derecho penal: Alfonso de Castro y su sistema penal, Cisneros, Madrid, 1959, pp. 139-182. 31

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q87, a7; II-II, q108, a4.

32

Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae, q96, a4, dub. 3.

33

Roberto Belarmino, De laicis, c9, pregunta por la obligatoriedad moral de las leyes civiles; y responde que todas obligan en conciencia, invocando la mutua correlación entre culpa y pena. Y si los estatutos religiosos obligan sólo a pena, eso ocurre non per modum legis, sino per modum conventionis et pacti; no siendo propiamente “poenas”, sino “aflictiones penales”. Es lo que había enseñado Soto y luego Bartolomé de Medina.


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modo que no obedeciendo cometen al menos culpa moral de desobediencia: toda ley penal obliga a culpa34. 4. Pero el segoviano considera de no poco calado la postura de Castro. Y de una manera y de otra se pregunta si la ley humana que obliga bajo pena, obliga al mismo tiempo bajo culpa35. Sabe que a muchos les parecía lógico pensar que se podría castigar sin haber culpa, aunque no sin motivo o sin causa. Admitían, por tanto, la posibilidad y necesidad de leyes que obligaran a pena y no a culpa; en cuyo caso, siempre que un gobernante uniera el castigo a la ley, se habría de pensar que no obligaba a culpa, sino que se contentaría solamente con el castigo, así pensaba el Doctor Navarro. Es más, podría haber leyes que no encarnaran ninguna forma de precepto, sino solamente de castigo: con ellas ni se ordenaría, ni se prohibiría nada, sino que solamente se establecería un castigo. Por consiguiente tales leyes no obligarían bajo culpa, sino tan solo a sufrir un castigo. En todas esas distinciones, que son de Castro y Azpilcueta, ve Soto una manera enervante de enredar las cosas; a él le basta distinguir oportunamente entre leyes y pactos, por ejemplo; eso es suficiente para seguir manteniendo la relación necesaria entre pena y culpa. El segoviano sale al encuentro de aquel modo de pensar, indicando que si se considerase suficientemente la naturaleza de la pena, no habría motivo para que esta cuestión se pusiera en duda; y considera un error proponer que la ley que obliga bajo alguna pena, no obligue a culpa. La tesis de Soto es clara: “No hay en absoluto ley penal alguna, si merece llamarse verdaderamente con este nombre, que no obligue a culpa, a no ser que expresamente indique la intención contraria, diciendo: ‘No intentamos obligar a 34

En esta misma dirección, Suárez añadiría, años después, una reflexión de gran interés, partiendo de la condición peculiar de la ley penal. Esta ley, sea penal del modo que sea, obliga al menos en conciencia a pagar o aguantar la pena; en efecto, aunque no obligue respecto al acto de modo absoluto, al no ordenarlo, sin embargo, sí obliga respecto a la pena que impone. Luego obliga a soportarla en conciencia, y, por consiguiente, obliga a una culpa. Efectivamente, esta ley posee la forma de una proposición hipotética condicionada –como también el voto penal posee esa misma forma: por ejemplo, ‘si juego, prometo dar un dinero como limosna’, lo cual, aunque no obligue a la omisión del acto de jugar en términos absolutos, sin embargo, obliga a la pena impuesta, que es como la segunda parte de la proposición hipotética condicional–. Luego, de modo semejante, la ley puramente penal, al tener esta forma de proposición hipotética condicionada –por ejemplo, quien haga esto, que sufra tal pena–, aunque no obligue absolutamente al acto, sin embargo, sí obliga en conciencia a él bajo la condición de pena, o sea, obliga a soportar la pena. Soto habría estado de acuerdo con esta pulcra descripción. 35

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5.


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culpa’, u otra expresión equivalente”36. Esta tesis se halla también en Tomás de Aquino37, quien dice que la pena tiene tan íntima conexión con la culpa, que si no es impuesta por un delito, carece de realidad y de nombre adecuado. Soto habla aquí de la pena jurídica en el sentido de castigo o vindicación; no la toma en sentido físico por el sufrimiento que alguien habría de padecer. De modo que por ningún motivo se puede, por ejemplo, vengar una injusticia o castigar, a no ser por algún delito. Y si no existe culpabilidad, no se puede llamar pena, salvo impropiamente y prescindiendo del sentido verdadero de la palabra. Porque el castigo es una justa compensación de la culpa. 5. El segoviano intenta confirmar su tesis indicando que si las leyes humanas se instituyen absolutamente, sin amenaza de castigo alguno, obligan a culpa. Ahora bien, la amenaza con el castigo añadida a la ley no significa que ésta no obligue; por tanto permanece asimismo aquella obligación. Pues la amenaza con el castigo de suyo tiene por objeto estimular con más diligencia el cumplimiento de la ley. De hecho, el castigar tiene como fin que la observancia de los preceptos se haga saber por la amenaza del castigo. Por tanto el castigo no es indicio de haber desaparecido el delito, sino testimonio manifiesto de la gravedad que se contrae con la transgresión u omisión de la ley. Ni siquiera cabría aquí distinguir entre leyes de orden divino y leyes de orden humano, arguyendo que en aquéllas parece más evidente la conexión entre pena y culpa. Pues Soto considera como “excusa maliciosa” [cavillosum diverticulum] el decir que una cosa son las leyes divinas y otra las humanas: las leyes humanas han de ser una imitación de las divinas. Y así, recuerda que, cuando un general amenaza con pena capital a un soldado para que no abandone el puesto, es culpa grave retirarse de él. Asimismo, contra nadie puede un jefe de estado decretar la pena de muerte, ni de mutilación, ni de destierro, ni de confiscación de todos sus bienes, a no ser por una transgresión u omisión de la ley que encierra culpa grave. En resumen, el segoviano considera absurda la opinión de que las leyes que obligan a pena, no obliguen a culpa: porque la pena es por su naturaleza efecto e indicio manifiesto de culpa. 6. Se acaba de ver que si bien Soto reconoce que los autores que tales tesis mantienen son “dignos de aprecio” –y está pensando indudablemente en Alfonso de Castro–, no alcanza a penetrar la fuerza de esta distinción. Más aún, ve irrebatible [inconcussam] la verdad general de su tesis; esto es: que no puede 36

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5.

37

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q108, a4.


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haber nunca razón de castigo allí donde no se encierre una culpa. Faltando la culpa, aquello que tiene apariencia de castigo ha de ser considerado más bien como precio [pretium], o tributo [pactum], o cualquiera otra cosa [vel quid aliud]. Sin culpa no hay pena. Por ejemplo, si los consanguíneos son declarados legalmente inhábiles o ineptos para contraer matrimonio, eso se legisla no por castigar, sino porque es una cosa absurda. Otro ejemplo, cuando se dice que sin culpa nadie debe ser castigado, sólo se indica que puede suceder que, cuando media una causa sin culpa, el hombre puede ser privado de alguna dignidad por falta de decoro; pero a eso se llama irregularidad, nunca culpa. Sólo cuando la ley indica expresamente su intención de no obligar a culpa, el asunto está resuelto. Mas no se sigue de aquí que cuando se añade alguna pena sin tal indicación, desaparezca la culpa. Así pues, quienes admiten la distinción entre leyes penales puras y mixtas pretenden que hay leyes que no obligan a culpa. Piensan que obligan a culpa solamente aquéllas que precisamente mandan que una cosa se haga o no bajo la amenaza de pena. Soto advierte que no se atrevería a negar que tales leyes penales –ya sean canónicas, ya civiles– con que se castigan los delitos, no obligan a culpa. Porque aunque aquellos delitos no hubieran sido prohibidos por otros mandatos, en ellos se expresa suficientemente que aquellas penas se establecen para evitar las culpas allí insinuadas, culpas que quedan prohibidas allí virtualmente. Por tanto, el segoviano exige que el análisis de la relación entre culpa y pena sea más profundo. Cuando la pena se aplica a la culpa, la obligación cae bajo reato de culpa; mas cuando la ley tiene una forma más bien de concesión, o de dispensa, entonces la ley no obliga a culpa, pero tampoco en este caso lo que señala como pena tiene verdadera razón de ‘pena’, sino de tributo, o de convenio [pretii aut conventionis]. Soto aduce –ya hemos visto– algunos ejemplos de estas leyes. Primero: “Quien exportare trigo fuera del reino, sea privado de él, o sufra tal castigo”, esta ley ciertamente obliga a culpa; sin embargo si la intención del gobernante no fuera evitar la venta del trigo, sino reunir fondos por este medio, entonces la ley no obligaría a culpa; y en este caso tampoco la condición añadida tendría razón de pena, sino de tributo de la concesión, para que quien quisiere exportar, contribuya con un tanto. Segundo, el estado puede promulgar esta ley prohibitiva: “Quien tale árboles en el bosque, sea castigado con tal pena”; y de la misma manera, esta ley concesiva o permisiva: “Quien cortare árboles, pague como tributo tanto”. En este último caso la ley no sería penal, porque tampoco es una ley prohibitiva. Brevemente: las leyes que explícitamente no obligan a culpa, sino a pena –y por tanto hablan de pena sin culpa– en realidad no establecen propia y legítimamente penas, sino que son como convenios o pactos.


II. 4. Proyección de la ley natural en las leyes penales

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3. Pena y condena 1. Otra cuestión importante que en tiempo de Soto se planteaba es si la ley penal obliga a la pena en el fuero de la conciencia antes de la condenación del juez38. A Soto le preocupa que el hombre pueda ser castigado sin suponer que su acción ilícita es una violación de la ley moral. Por lo tanto, exige, de un lado, que la sociedad se asegure a sí misma mediante un código de ley penal y, de otro lado, que con él pueda probarse la culpabilidad del delincuente, evitando respecto a éste los abusos del arbitrio judicial. Sin la existencia de leyes penales no se acaban respetando las leyes, especialmente las morales. Porque todas las leyes han sido dadas para la buena marcha y para la perfección de la sociedad. En particular las leyes penales se dan contra los transgresores de la ley, para que, al menos, se vean forzados a obedecerlas por el temor de las penas. En definitiva, esas leyes protegen el orden establecido y garantizan el cumplimiento mismo de todas las leyes. Por eso mismo, la tesis de que la ley penal obliga a culpa y a castigo, lleva a preguntar si de la misma manera que obliga a culpa, obliga también al cumplimiento de la pena antes de la condenación del juez. Quienes en tiempo de Soto defendían la tesis afirmativa, venían a decir que las leyes de esta clase no tienen menor fuerza para obligar a pena que a culpa; y por esto tendrían tanta eficacia para mandar como para castigar; y como sin que medie sentencia del juez obligarían a culpa, también del mismo modo podrían obligar a pena. Se insistía además en que si el juez, en virtud de la ley, obliga con su sentencia al cumplimiento del castigo, con mayor razón lo podría hacer la ley por sí misma; de lo contrario la ley tendría menor fuerza que el juez, siendo así que toda la fuerza de la sentencia dimana de la ley. Por último, si uno mismo puede obligarse a cumplir una pena, sin que medie sentencia alguna – como cuando uno promete castigarse con tal pena, si comete determinado delito–, de igual manera ha de poder hacer esto mismo la ley. Por ejemplo: puede un hombre fallecido haber legado a su mujer el usufructo de una finca con la condición de que no pase a segundas nupcias; y tan pronto como que38

Siguiendo el uso de aquel tiempo, Alfonso de Castro había diferenciado dos tipos de leyes: las de sentencia indeterminada y las de sentencia determinada. Las primeras establecen una sanción sin especificar y dejan que el juez no sólo establezca la pena, sino también la imponga (se llamaban de ferendae sententiae). Las segundas fijaban ya una pena determinada, dejando que el juez la impusiera, bajo dos modalidades, llamadas ambas de latae sententiae: o bien obligando al mismo reo a ejecutarla, o bien aplicándola al reo, pudiendo otro ejecutarla. Actualmente parece imposible encontrar un ejemplo de leyes penales en que el delincuente esté obligado a ejecutar en sí mismo la sanción penal.


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brantare esta condición, está ella obligada a renunciar este legado en favor del heredero. Este tipo de leyes obligarían en conciencia antes que lo determinara el juez. 2. Al responder a esta cuestión, Soto advierte que su solución ha de medirse nuevamente con las tesis de Alfonso de Castro: “Procuraré resolver la presente cuestión con más conclusiones de las que acaso sean menester; ya que la disputan muchos varones altamente doctos. Entre los cuales está el franciscano Alfonso de Castro, hombre sin duda alguna benemérito en letras y en religión, y por lo mismo para mí muy respetable. Pues aunque tanto en otras ocasiones como acaso en ésta haya profundizado con más seguridad que yo el asunto, sin embargo es claro que mantiene una postura muy distinta de la mía [videor mihi tamen paulo aliter sentire]”39. Con un ejemplo procura Soto enmarcar el núcleo de la cuestión: “lo que principalmente importa saber es si, por ejemplo, tan pronto como uno quebranta una ley, que priva inmediatamente de sus bienes al transgresor, queda éste obligado en conciencia a entregar sus bienes al fisco, o por el contrario puede retenerlos sin culpa hasta que medie sentencia del juez, ya porque hasta este momento conserva su dominio, ya porque esté en posesión del título de propiedad, o concesión”40. Soto afirma que “aunque la ley penal diga ‘por el hecho mismo’ [ipso facto], o ‘por el derecho’ [ipso jure], o cosa semejante, no obliga antes de la sentencia pronunciada por el juez; de manera que el reo no está obligado en conciencia a enajenar sus bienes inmediatamente, una vez cometida la falta”41. Formula esta conclusión principalmente contra el Panormitano42 –inspirador de la postura de Castro–, el cual admite como regla que aquél que posee los bienes que son confiscados ipso facto (por el hecho mismo), no puede retenerlos en buena conciencia, porque pasan inmediatamente al fisco. Para apoyar su tesis Soto aduce pruebas “de razón natural”, sencillamente porque “los argumentos naturales son los intérpretes de la ley”.

39

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6. Dice Castro: “Toda ley penal que contiene una sentencia lata obliga al transgresor en conciencia a la pena en ella impuesta” [Omnis lex poenalis quae sententiam continet ab ipsa lege latam, obligat in conscientia transgressorem legis ad poenam in illa statutam]: De potestate legis poenalis, II, c8. Según Castro, al reo se le crea una obligación sin necesidad de sentencia judicial posterior. Une así en un solo acto el legislar y el juzgar. 40

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6.

41

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6.

42

Nicolás Tudeschi (Panormitano), Lectura super libros Decretalium, 1, 2, 1; 1, 43, 4.


II. 4. Proyección de la ley natural en las leyes penales

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3. Empieza indicando que la “poena”, según la misma palabra indica, es una cosa pasiva, sufrida, siendo connotada por los verbos “subire” y “pati”, entre otros: ahora bien es contrario a la naturaleza ser a la vez agente y paciente; por tanto, una ley que me constituyese a mí mismo ministro ejecutor de mi castigo “sería contraria a la naturaleza”. Y como las leyes humanas son verdaderas leyes si se derivan de la ley natural, no hay ley alguna que sea de esta manera obligatoria. De nuevo, la proyección de la ley natural en las leyes penales permite solucionar la cuestión. Está convencido Soto de que este argumento es lo bastante fuerte como para desarmar a los defensores de la opinión contraria. La ley es, en verdad, una regla inanimada [regula inanimis] de nuestros actos, que ha de ser aplicada a los súbditos por los ministros de la justicia. Por tanto a los ministros –a los jueces– pertenece obligar a que los miembros de la sociedad observen la ley; esta coacción se ejerce por medio de la pena; por tanto, este castigo pertenece al juez, y sería antinatural encomendárselo al mismo reo. De ahí que Aristóteles llamara al juez la justicia viva, pues ha de proceder contra el reo en virtud de la ley. Por lo cual, cuando la ley penal manda que nadie haga una cosa, se refiere a los miembros de la sociedad, a los súbditos; y cuando añade que quien quebranta este mandato pierda por lo mismo el dominio de sus bienes, o “por el derecho” [ipso jure] sea privado de ellos, o sean confiscados, no se refiere tanto a los súbditos como a los jueces, que son los ejecutores de la justicia, a los cuales impone tal encargo. 4. El argumento que Soto considera “más fuerte” para apoyar su razonamiento es que “por muy severa que sea una ley, sin embargo siempre respeta el derecho natural, que dicta que el culpable sea escuchado”43. No se puede resolver nada contra la parte que no ha sido escuchada; y esto es así porque lo prohibe el derecho natural. Y es que la ley se dicta en general, y no puede conocer las circunstancias particulares de lo contingente; de este cuidado queda encargado el juez, para que resuelva el caso considerando las circunstancias: porque puede ciertamente haber en el culpable ignorancia, o incapacidad, o una ocasión irresistible, etc.; y porque muchas veces es tan leve el delito que el juez no hace uso de todo el rigor del derecho, y como consecuencia, no se le despoja de todos sus bienes. Por eso añade Soto de modo vibrante, y casi con irritación: “Aunque la ley diga mil veces, ipso jure, ipso facto, eo ipso, se ha de aplicar la epiqueya, la cual no puede quedar excluida de estos juicios por ninguna ley. Por lo cual cuando la ley dice ipso facto, quiere decir, atendiendo a la naturaleza y condición del hecho; lo cual no es obstáculo para que de nuevo se examine la

43

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6.


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pena según la cantidad y modo del delito; como lo haría el mismo legislador, si estuviera presente”44. De ahí que el segoviano considere exquisitamente razonable y consecuente otra ley: que nadie sea condenado sin estar convicto y confeso. Pues la razón natural dicta que no se puede colocar al delincuente en la obligación de entregar al fisco sus bienes antes de que el juez le obligue, según defiende la tesis opuesta a la de Soto. Porque no sólo se le obligaría a ser el ejecutor de la ley contra sí mismo, cosa que la naturaleza reprueba, sino que asimismo se lo constituye en juez, para que él mismo juzgue si su delito merece un grave castigo. 5. Los oponentes de Soto replicaban que, si esa tesis fuese cierta, se seguiría que el ladrón que ocultamente robara al fisco no estaría obligado a restituir, por no descubrirse. A lo sumo –y en esa hipótesis– se debería de restituir secretamente por medio de tercera persona; y si no pudiera hacerlo sin infamia, cesaría la obligación de restituir. En su respuesta a esta interpretación, Soto advierte que hay una gran diferencia entre pena y restitución. Pues aunque nadie está obligado a manifestarse reo para ser castigado, por la precisa razón de que nadie está obligado a ser agente y paciente, lo cierto es que “si yo he robado a otro, estoy obligado a restituirlo no como castigo, sino por razón de la justicia conmutativa”, aunque fuera necesario descubrirme con deshonra, si en secreto no puedo lograrlo. “Porque la regla de que nadie está obligado a restituir el dinero con detrimento de su fama, es engañosa e insostenible, entendida en general, sin reservas, ni excepciones”45. Por ejemplo, quien roba al fisco, o una gran suma de dinero, debería restituir, con detrimento de su fama. En conclusión: la “razón natural” dicta que se ha de permitir que el reo conserve sus bienes hasta la condenación; e incluso se ha de prohibir que se los arrebaten. La índole de esta permisión ha de medirse atendiendo a la materia de que se trata. Porque cuando uno es dueño y poseedor legítimo de sus bienes antes de que cometa el delito, y la ley, después de imponer el castigo de la privación, añada inmediatamente que no se haga la confiscación antes de que se le condene por el juez, claramente se entiende que al reo se le concede el uso de sus bienes. Lo contrario sucede en el caso del robo. 44

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a5. Con esto plantea Soto una cuestión interesante: la extensión del ámbito de la obligación. Si una ley obliga bajo culpa, entonces siempre y en todas partes tiene la misma fuerza obligatoria. Pero ese ámbito de la obligación moral de la ley no puede ser tan amplio y genérico como aparece en el texto legal. Por eso es preciso hacer uso de la epiqueya, suponiendo que el legislador no pudo intentar que la ley obligaría en aquel caso particular. Se puede incluso dispensar entonces de la ley. 45

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6.


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6. Soto señala que, en esta cuestión, es importante captar el sentido verdadero de la expresión ipso facto, que significa: dado a conocer por la sentencia del juez. De la condenación del hecho se sigue que se incurre en la pena que las leyes de esta clase señalan. Ve correcto decir que la sentencia sobre semejante hecho consiste solamente en declarar que hubo crimen; sin embargo no por ello concede que cuando el crimen es notorio, no sea necesario esperar la sentencia del juez; porque no es suficiente cualquier declaración del delito, sino la que se hace jurídicamente por medio de sentencia. Y esto mismo demuestra la debilidad del argumento que se esgrime contra Soto, que viene a decir lo siguiente: si se requiere la sentencia solamente como declaratoria del delito, ¿qué necesidad tiene el delincuente, a quien le es conocidísimo el hecho, de esperar la sentencia del juez, a fin de que se crea obligado a entregar sus bienes? Soto advierte que esa objeción comete siempre el mismo fallo: porque la razón natural dicta que no se necesita la sentencia solamente como una declaración, sino, como declaración condenatoria. También santo Tomás enseñaba expresamente46 que nadie está obligado a la pena antes de la condenación hecha por el juez. 7. De esta doctrina de Soto se desprenden varias conclusiones importantes. Primera, cuando un juez condena a un reo –justamente y conforme a las leyes del derecho– a sufrir una pena que no sea la de muerte o causadora de alguna lesión corporal, el culpable está obligado a obedecer, aunque tenga que pagar una multa, o marchar al destierro, o permanecer perpetuamente en la cárcel. Esta conclusión se deduce de que todos estamos obligados a obedecer a los poderes, a no ser que una ley divina o natural nos excuse; pero en esta ocasión no existe excusa ninguna, por lo cual no se necesita más ejecutor de la ley que el mismo juez que dicta la sentencia: porque cuando no se trata de tormento corporal, tal ejecución es legítima. El condenado, ya sea desterrado, ya castigado con una multa, está obligado a obedecer sinceramente. Segunda, cuando el juez condena al reo a suplicio corporal –cosa frecuente en el mundo antiguo– en este caso sólo está obligado a sufrirlo, pero de ninguna manera a procurarlo. Esta conclusión se deriva del derecho natural que tenemos de defender nuestra vida, el cual nos excusa de que nadie pueda obligarnos a tomar venganza contra nosotros mismos; o sea, ipso facto nadie puede ser condenado por ninguna ley a esto, ni tampoco a aquello para que se precisa su acción. Tercera, aunque la ley obligue tanto a pena como a culpa, sin embargo, es de distinta manera. Porque siendo como es una regla que encarna una ley natural, 46

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q62, a3.


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por lo mismo que alguien se aparta de ella, cae en culpa; pues la culpa no es otra cosa que un apartamiento de la ley que emana de la ley natural –y remotamente de la eterna–. Pero a la pena, obliga estableciéndola. Y en este sentido se dice que la ley castiga. Mas aplicar el castigo pertenece al juez. Cuarta, aunque la obligación de someterse a la pena no exista antes de la sentencia del juez, no se sigue de aquí que el juez tenga más poder que la ley, porque el juez no obra sino en virtud de la ley, como ministro de la ley, y es la ley la que obliga de suyo a culpa. Pero de aquí solamente se sigue que el valor punitivo de la ley no llega al culpable sino mediante la acción de su ministro. Por cuya razón Aristóteles lo llama la justicia viva. Quinta, lo dicho enmarca muy bien la esencia y el ámbito de la ley penal. En el ejemplo que antes se propuso sobre el legado que alguien hace a su mujer, imponiéndole condiciones, semejante ley de ninguna manera puede considerarse penal, ni siquiera ley en sentido estricto; porque el fallecido, si era persona particular, no podía establecer una ley, sino sólo un pacto condicional: te doy para que hagas. Por lo cual si tú no cumples la condición, estás obligado a devolverme lo mío. Asimismo afín a esta conclusión es la respuesta que debe darse al caso de las leyes con que los gobernantes suelen atar las manos de los administradores de la justicia para que no reciban regalos. “Porque eligiéndolos por su libre voluntad y por ministros suyos y asignándoles sueldo de su erario y pagándoles sus derechos en virtud de su mandato, pueden elegirlos con tal condición de que se obliguen en conciencia a sufrir las penas de sus delitos. Y por ello si aceptan la condición, están obligados a cumplirla. Por esta causa son obligados con juramento, porque de otra manera la ley no podría obligarles por sí misma a un castigo antes de ser condenados”47. Y no es que “estén obligados en conciencia a pagar”, porque los gobernantes seculares no deben juzgar sobre la conciencia48. Si estas leyes intentaran obligar en conciencia antes de la condenación, “no debían de ser promulgadas, por peligrosas”. Sexta, aunque existiera una especial aplicación de la pena a los asesinos, a saber: que cualquiera podría matarlos libremente, Soto advierte que esto no sería lícito hacerlo a cualquier persona particular antes de que se les condenase por su crimen; de otra manera, se daría ocasión a que cualquiera fingiese a éste 47 48

Domingo de Soto, De iustitia et iure, I, q6, a6.

Como profesor del claustro universitario de Salamanca, Soto hace una interesante referencia a la conducta que deben seguir los miembros activos de aquella Universidad: “Respecto a las leyes penales de la Universidad de Salamanca, con las cuales los que piden o buscan recomendaciones, o sobornan, son privados ipso facto de voz activa, siempre he pensado que no hay obligación en conciencia de someterse a esta pena antes de condenación. A no ser aquél que tildado de mala fama en este asunto, al ser interrogado en juicio, no dijera la verdad. Porque a éste lo juzgaría como si estuviere ya condenado”.


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o aquél como asesino, para dar muerte a quien quisiera. Esta licencia por tanto sería criminal; y por esto a nadie le es permitido esto antes de la sentencia del juez; por consiguiente tampoco es permitido despojarlos de sus bienes antes de que el juez lo sentencie. Séptima, es necesario reparar con cuidado en lo que la ley tiene propiamente de pena, y lo que tiene de tasa o cosa semejante. Porque cuando por una ley se determina el precio del trigo u otra mercancía añadiendo la pena, si alguno vende más caro está obligado a restituir en conciencia el exceso con que sobrepasó el precio señalado; sin embargo no está obligado a la pena antes de la condenación49.

4. Panorámica áureosecular sobre la división de la ley penal 1. En todo este planteamiento de filosofía penal –que va desde la autoridad de la ley hasta la relación entre pena, culpa y condena–, Soto quiere defender la eficacia moral y la eficacia penal de las leyes penales; y también la vinculación del derecho penal a la moral. Para Soto, de un lado, el derecho se mueve dentro de la moral: el derecho no es una pura norma técnica, éticamente indiferente; y, de otro lado, la misma orientación moral se mueve dentro del ordenamiento divino: es impensable una moral independiente. Sólo en el siglo siguiente al de Soto, justo con Hugo Grocio50, se empezó a separar el derecho y la moral. Pero Soto entiende el delito y la pena como entidades jurídicas y como entidades éticas: fuera de la ética no puede crearse ni aplicarse el derecho.

49 50

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q62, a3.

En su obra De jure belli et pacis, publicada en 1625, funda Grocio el derecho en el “instinto de sociabilidad” y la moral en la “justa estimación” de las cosas. Inmediatamente después, esa separación es acentuada por Puffendorf, quien en su obra De iure naturae et gentium (1672) divide los deberes en dos esferas: la interna de la conciencia y la externa o social. Finalmente Thomasius enseña en su obra Fundamenta iuris naturalis (1718) que el objeto de la moral son los deberes positivos que no se urgen mediante coacción, teniendo como fin la “paz interna”; y el objeto del derecho son los “deberes negativos” exigibles por la coacción, siendo su fin la “paz externa”. Cfr. F. Todescan, Le radici teologiche del giusnaturalismo laico. Il problema della secolarizzazione nel pensiero di Ugo Grozio, Guiffrè Editore, Milano, 1974; H. Ley, Geschichte der Aufklärung und des Atheismus, Deutscher Verlag der Wissenschaften, Band 2/2 y 3/1, Berlin, 1971 y 1978; L. Lombardi Vallauri / G. Dilcher (eds.), Cristianesmo e Diritto Moderno, Giuffrè Editore-Nomos Verlagsgesellschaft, Milano-Baden Baden, 1981; S. Akhtar, The Light in the Enlightenment: Christianity and the Secular Heritage, Grey Seal, London, 1990.


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2. Cuando Soto escribe su tratado –que en realidad es un comentario a las cuestiones de Summa Theologiae sobre la ley (I-II) y sobre el derecho (II-II)– circulaba ya entre los especialistas –como quedó dicho– la distinción que Alfonso de Castro había hecho entre las leyes penales: morales (que obligan gravemente en el foro de la conciencia), mixtas (que obligan interna y externamente, o sea, a cumplir también las penas establecidas) y meramente penales (que sólo obligan en el foro externo). Acerca de la obligatoriedad moral de las leyes, Domingo de Soto enseña, como todos los autores del Siglo de Oro, que la ley humana puede obligar en conciencia a los súbditos, aunque la ley humana injusta no obliga en el fuero de la conciencia. Tratándose concretamente de las leyes penales, está de acuerdo con Castro en que pueden obligar simultáneamente a culpa y a pena. La ley penal legítima obliga moralmente: porque toda ley humana obliga a culpa por sí misma, sin el gravamen de la pena; y como la anexión de la pena no anula la culpa, pueden coexistir culpa y pena en una misma ley. La causa de la pena es la proporción con la culpa cometida –y sin culpa carece de sentido–, a no ser que el legislador exprese en la ley la intención contraria de no obligar. También concuerda Soto con Castro en afirmar la obligatoriedad moral de las leyes penales. El problema residía, para Soto en si pueden existir leyes en las que la obligación moral desaparezca por completo, siendo sustituida por el simple temor de la pena –que es lo que a su juicio hacía Castro, distinguiendo leyes penales mixtas y leyes meramente penales; las primeras, obligatorias a culpa y pena, y las segundas, que imponen sólo una pena condicional–. Soto niega la posibilidad de leyes meramente penales, porque no puede haber pena sin culpa. Ahora bien, admite que sólo cuando la misma ley declara que no intenta obligar moralmente, cesa la obligación moral. En tal caso la ley misma hace una cierta “dispensa” de la obligación moral, de modo que el gravamen impuesto no es una pena, sino un precio convenido o pactado, una tasa que se paga para obtener una dispensa de la ley. Por ejemplo, el estatuto de una orden religiosa establece penas, pero un estatuto no es una ley en sentido estricto, por lo que no prescribe bajo una obligación moral. En este planteamiento Soto fue seguido, entre otros, por Bartolomé de Medina51 y por Roberto Bellarmino52. Uno y otro recalcan que no podían darse leyes, propiamente tales, que no obliguen moralmente, o sea, leyes meramente penales: todas obligan en conciencia. Y si los estatutos religiosos, como dice Soto, obligan sólo a pena, no lo hacen por ser leyes, sino por ser pactos o

51

Bartolomé de Medina, Expositio in Priman Secundae, q96, a4.

52

Roberto Belarmino, De laicis, c9.


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convenios; es más, las “penas” que imponen no son tales sino castigos penales (aflictiones penales). 3. En cambio, Martín de Azpilcueta –el Doctor Navarro53–, comentando el libro de Castro afirma que si una ley moral sufre el gravamen de una pena temporal, hay que presumir, en caso de duda, que queda anulada la pena eterna y, por supuesto, el reato moral de conciencia. No quiere decir, pues, Azpilcueta que ninguna ley penal humana obligue moralmente; en realidad está diciendo que sólo en caso de duda se anula toda culpabilidad moral. Martín de Azpilcueta no admite la división que Castro introdujo en la ley por su obligatoriedad, a saber: puramente moral, puramente penal y mixta. Y enseña que por su obligatoriedad las leyes son o morales o simplemente penales. De modo que sin negar las leyes puramente penales, explica que por el solo hecho de que una ley quede gravada con una pena, deja de obligar moralmente; pues una misma ley no puede imponer dos cargas: la obligación moral y el temor de la pena. Siguiendo a Azpilcueta abordó este problema Gregorio de Valencia, profesor español en la universidad de Insbruck, en su opúsculo titulado De potestate legis humanae praesertim ecclesiasticae54. Sienta tres tesis básicas. Primera, que las leyes eclesiásticas y las civiles obligan bajo culpa grave cuando el legislador lo intenta y la materia es grave; e incluso cuando la materia no es grave, puede obligar bajo culpa grave, si las circunstancias así lo determinan. Segunda, que hay leyes que sólo obligan a la pena: son las leyes meramente penales, aquéllas sobre las que no consta que el legislador intente obligar, al mismo tiempo, a culpa y a pena. Incluso llega a negar que la pena sea infligida por la culpa. Tercera, que toda ley –como afirmó Azpilcueta–, por el solo hecho de ser gravada con una pena, cesa de obligar moralmente, bastando el temor de la pena para garantizar su observancia. En realidad, rechaza las leyes mixtas admitidas por Castro. Valencia enseña, pues, que el legislador puede dar leyes sin obligación moral. 4. Araújo tiene presentes las polémicas indicadas cuando redacta su tratado sobre las leyes. Y aunque no renuncia a la tradición salmantina, queda impactado por dos obras magistrales, tituladas De legibus, que se publican a principios del siglo XVII, ambas escritas por jesuitas. Una es la de Juan de Salas55; y otra es la de Francisco Suárez56. 53

Martín de Azpilcueta, De lege poenali, c2, 12, 11 (Opera, t. II).

54

Gregorio de Valencia, De rebus fidei hoc tempore controversis, colección de opúsculos, en el que se halla la referida obrita. Se halla en Commentariorum theologicorum, t. 2, d7, q5. 55

Juan de Salas, Tractatus de legibus, disp15, sec1: De lege poenali.


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Salas viene a coincidir sustancialmente con la división hecha por Castro, aunque indica que las llamadas leyes meramente penales también obligan moralmente y en conciencia a lo preceptuado en ellas, salvo que el mismo legislador expresamente declare que no quiere obligar más que a la pena. Por lo tanto, leyes meramente penales son únicamente aquéllas en que el legislador excluye la intención de obligar moralmente. Francisco Suárez no tiene dudas acerca de la posibilidad de las leyes meramente penales que sólo obligan a la pena. Y acepta, con Castro, la triple categoría de leyes: puramente morales, puramente penales y mixtas. La posibilidad de las leyes meramente penales se fundamenta en la potestad del legislador, quien puede dar una ley o simplemente moral o puramente penal, lo cual no va ni contra la razón de ley ni contra la razón de justicia; y puede dar también la ley penal mixta (moral-penal), por la misma razón. Por ejemplo, la ley puramente penal no va contra la razón de ley; y así hay constituciones de órdenes religiosas –que a juicio de Suárez deben ser tenidas por leyes estrictas y no por pactos– que sólo obligan a la pena. Para que haya ley, dice Suárez, ha de haber alguna obligación, sea bajo culpa, sea bajo pena. Y, por otra parte, la ley puramente penal no va contra la justicia, pues para que la pena sea justa basta que se imponga por causa justa (por ejemplo, porque lo exige el bien común, sin necesidad de añadir un gravamen moral: bastaría el temor de la pena). Para que halla leyes penales todo depende de tres factores: la intención del legislador, los términos de la ley y la materia de la misma. Factores que ya fueron indicados por Castro. El único problema que, en la teoría de Suárez, queda flotante, es el concepto de “obligación bajo pena”, el cual se precisa para salvar la propiedad esencial de obligar en las leyes puramente penales. Fuera de la discusión acerca de lo propiamente normativo, no puede negarse que entre la moderna filosofía del derecho es frecuente la aceptación de la obligación únicamente jurídica. No obstante, también se encuentran reacciones contra la teoría de las leyes meramente penales. 5. Araújo defiende que las leyes humanas preceptivas o morales y las mixtas, que a la vez contienen precepto o prohibición y establecen pena, obligan a culpa; pero no las que son puramente penales y, por su propia forma, establecen la sola pena. Araújo recuerda que el carácter de ley humana se salva por el hecho de obligar a la sola pena y por el hecho de que existen realmente algunas leyes puramente penales en algunas órdenes religiosas que obligan a la sola pena; solamente obligan a soportar la pena fijada. Según Araújo, Santo Tomás 56

Francisco Suárez, De legibus, V, c4: “An dentur vel dari possint leges mere poenales”.


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opina que se dan leyes puramente penales cuya transgresión, excluida la negligencia y el desprecio, de ningún modo es pecado. Los legisladores humanos, dice Araújo, pueden presentar leyes de tal índole que obliguen a la sola pena, si expresan que ellas tienen dicha intención; pero expresan suficientemente esta intención cuantas veces presentan leyes penales sin precepto alguno o prohibición, bajo esta fórmula: “quien haya hecho esto o haya omitido aquello, pague tal pena”. Tales leyes tienen capacidad de obligar de hecho a la sola pena. La justificación de esta tesis está en que la adecuada razón de obligar a culpa es el precepto del superior o su prohibición; pues bien, si el superior puede presentar una ley que contiene precepto o prohibición y declarar su voluntad de obligar a culpa, también puede establecer una ley sin precepto o prohibición alguna manifestando su voluntad de obligar a sola pena. En este punto Araújo reconoce, respecto a la posición de Soto –y a una distancia temporal de noventa años–, que la interpretación dominicana ha sido paulatinamente superada desde los supuestos del franciscano Castro, alentada especialmente por Vázquez y Suárez. Considera Araújo que no es propio de la esencia de la pena, tomada en toda su extensión, expresar o indicar orden a culpa determinadamente, sino expresarlo sólo disyuntivamente, o a culpa o a una causa, como lo había indicado Azpilcueta. No es propio de la esencia de la ley penal, concluye Araújo, imponer la pena determinadamente a causa de la culpa a la que obliga, sino es suficiente que imponga la pena por una causa que no es necesariamente la culpa57.

57

Francisco de Araújo, De legibus, I-II, q97, sec6.



CAPÍTULO 5 EL HONOR: LA PRESENCIA DE LA LEY NATURAL EN UN TÍTULO DE GUERRA. VITORIA, MOLINA, SUÁREZ

1. La iniuria como título general de guerra 1. La guerra es otro modo expresivo de la fragilidad humana, pues, según la tradición judeocristiana, no existía en el estado de inocencia1: es uno de los desórdenes más graves introducidos en la humanidad por el pecado. Entre las razones suficientes que inducen a emprender acciones bélicas hay una, la injuria al honor, ya señalada por Tucídides entre otras dos: “el honor, el temor y el interés”. Y bajo la tesis de que el honor ha sido una causa importante de las guerras ha escrito recientemente Donald Kagan un libro Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz2. Para probarlo repasa los momentos anteriores a la Guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.), a la Primera Guerra Mundial (19141918), a la Segunda Guerra Púnica (218-202 a. de C.), a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y a la Crisis de los Misiles en Cuba (1962). No relata el desarrollo de cada contienda, sino los actos anteriores al desenlace bélico, las relaciones diplomáticas y las deliberaciones previas de los gobiernos de cada país. Kagan concluye que la lucha -propiciada por los antagonismos- busca fundamentalmente el poder. Pero no siempre la búsqueda del poder tiene su aguijón en el miedo o en la consecución de la seguridad o de ventajas materiales, porque hay otra razón igualmente desencadenante: “un prestigio mayor, respeto, deferencia, en resumen, honor”3. 2. Aunque de la obra de Vitoria se sigue claramente la doctrina de que la “gloria” del príncipe, su “fama” o su “honor” pueden ser puestos en balanza 1

Francisco Suárez, De opere sex dierum, III, c7, n19.

2

D. Kagan, Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz, Turner & Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2003. 3

D. Kagan, Sobre las causas de la guerra, p. 494.


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para justificar la guerra misma; sin embargo el maestro dominico no elaboró explícitamente este punto. Lo harían Molina y Suárez. Lo decisivo para Vitoria es la “iniuria”, la violación clara de un derecho. En realidad, cuando un Maestro del Siglo de Oro se pregunta por los títulos de guerra –o la causa fundamental para declarar lícitamente la guerra– señala inmediatamente la “iniuria”, la violación de un derecho –una injusticia hecha y no reparada4–. Es lo que sustancialmente había enseñado ya San Agustín5, el referente intelectual más alto que, con Santo Tomás6, se tenía entonces para afrontar moralmente el problema de la guerra. En los círculos intelectuales españoles del siglo XVI se vivió con gran intensidad el problema del decisivo título de guerra, debido a dos hechos fundamentales: de un lado, el descubrimiento y la conquista de América, asunto que planteaba el problema moral de la licitud de la conquista y de la guerra contra los indios; de otro lado, el rompimiento de la unidad de la cristiandad europea por causa de la rebelión protestante, hecho que hacía muy difícil 4

Francisco de Vitoria, De iure belli, n1 y n13.

5

San Agustín habla de la guerra en Contra Faustum, XXII, c74-c78 (ML, 42, 447 y ss.); De libero arbitrio, I, c5 (ML, 32, 1.227), Quaestiones in Heptateuco, IV y VI (ML, 34, 717 y ss.), De civitate Dei, XIX, c7, c12, c13 y c15 (ML, 41, 633 y ss.). Para San Agustín la guerra puede ser justa si trata de rechazar las acciones perversas del adversario: “Iniquitas partis adversae iusta bella ingerit gerenda sapienti”; De civitate Dei, XIX, c7). Pero la guerra es un remedio muy extremo, pues trae consigo enormes males (“mala tam magna, tam horrenda, tam saeva»); XIX, c7. Y siempre el fin de la guerra ha de ser la paz y la justicia, el restablecimiento del orden: “Unde pacem constat esse optabilem finem”; XIX, c12. “Pax omnium rerum tranquillitas ordinis. Ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens dispositio”; XIX, c13. 6

Santo Tomás estableció cuatro condiciones fundamentales para que la guerra fuese moralmente justa: Summa Theologiae, II-II, q40, a1-a3. Primera, autoridad soberana pública para declarar la guerra e iniciar las hostilidades, pues no basta la iniciación privada de las contiendas: “Primo, auctoritas principis, cujus mandato bellum est gerendum. Non enim pertinet ad personam privatam bellum movere: quia potest ius suum in judicio superioris prosequi. Similiter etiam quia convocare multitudinem, quod in bellis oportet fieri, non pertinet ad privatam personam”. Segunda, causa justa, o sea, que exista una culpa, un acto objetivamente injusto y jurídicamente imputable: “Secundo, requiritur causa justa: ut, scilicet, illi qui impugnantur propter aliquam culpam impugnationem mereantur”. Tercera, intención recta, colocando el bien común como razón y fin de la guerra: “Tertio requiritur ut sit intentio bellantium recta: qua, scilicet, intenditur vel ut bonum promoveatur, vel ut malum vitetur. Potest autem contingere quod, etiam si sit legitima auctoritas indicentis bellum et causa justa, nihilominus propter pravam intentionem bellum reddatur illicitum”. Cuarta, medios legítimos y proporcionados: “Nullus debet hostes fallere: sunt enim quaedam iura bellorum et foedera etiam inter ipsos hostes servando”.


II. 5. El honor: la presencia de la ley natural en un título de guerra

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organizar un sistema de defensa colectiva, aflorando el peligro de la guerra internacional. Vitoria piensa estas razones en tiempos de Carlos V (†1558); Molina y Suárez en los tiempos de Felipe II (†1598); y Suárez también en la época de Felipe III (†1621). 3. Francisco de Vitoria (1883-1546) afronta el asunto en su relección De iure belli, explicada en la Universidad de Salamanca el 19 de junio de 1539. En esa obrita se pregunta Vitoria, en primer lugar, si es lícito a los cristianos hacer la guerra. Coloca su contestación en un plano general, el del derecho natural, al que los cristianos también están sujetos. Se enfrenta así respectivamente al pacifismo de Erasmo7 y al belicismo de Maquiavelo8. Responde, por tanto, que si hay verdadera causa o motivación, la guerra puede ser hecha por el hombre, especialmente la guerra defensiva. También es lícita la guerra ofensiva si se ajusta a las exigencias del derecho natural9. En cuanto a los títulos o motivos justos de guerra según la razón natural, Vitoria señala –como acabo de referir– que “la única causa justa para declarar la guerra es haber recibido injuria”10. Y donde no hubo injuria –violación del derecho– no debe haber venganza. Aunque, no cualquier injuria y de cualquier magnitud es suficiente para declarar la guerra: así, no lo es “la diversidad de religión”, ni “el deseo de ensanchar el Imperio”, ni lo es tampoco “la gloria del 7

D. Erasmo, Opera, Leyde, 1702-12: vol. 11: Adagiorum Collectanea (1536), pp. 951-959; vol. IV: Institutio Principis Christiani (1516), pp. 608-610; vol. IV: Quaerela Pacis (1517), pp. 608. 8

N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, 3 vols., 1512-1517, I, c26c29; II, c16-c20; El príncipe (1513), c12, c13, c14, c26. 9

Porque la guerra defensiva sería ineficaz “si no se tomara venganza de los enemigos que injuriaron o intentaron injuriar, pues se harían estos más audaces para acometer nuevamente, si no se les contuviese con el temor al castigo”. Además, como el fin de la guerra es la paz y la seguridad de la república, “sería completamente inicua la condición de la guerra si, invadiendo injustamente los enemigos la república, sólo fuese lícito rechazarlos para que no pudieran proseguir su invasión”. Considerando la licitud de la guerra bajo una consideración más general, es claro que “el mundo de ningún modo podría permanecer en un estado feliz, es más, la situación en todas las cosas sería pésima si tiranos, ladrones y raptores pudiesen impunemente cometer sus atropellos y oprimir a los buenos y a los inocentes, y, a su vez, si a la gente de orden no les fuera lícito prestarles ayuda”; Francisco de Vitoria, De iure belli, n1. 10

Francisco de Vitoria, De indis prior, De titulis legitimis, n7: “Causa belli iusti est ad propulsandam et vindicandam iniuriam, ut supra dictum est ex Sancto Thoma, II-II, q40”. También Francisco Suárez, De bello, sec4, n1 (en Opus de triplici virtute theologica fide, spe & charitate, Lugduni, 1621): “Causa haec justa et sufficiens est gravis injuria illata, quae alia ratione vindicare aut reparari nequit”.


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príncipe ni alguna otra ventaja para él”. Esto último no, porque el príncipe debe ordenar lo mismo la guerra que la paz al bien común de su nación y no debe destinar las rentas públicas a su comodidad y a lustre suyo, y mucho menos puede exponer a sus súbditos a los peligros. Ahí está la diferencia entre un buen rey y un tirano. Además, como la autoridad del rey procede de la nación, él debe usarla para bien de la nación misma. 4. Mas sólo si se observan algunas cautelas puede la “iniuria” convertirse en “motivo suficiente” para hacer la guerra11. La primera es que “no siempre justifica la guerra el que el príncipe crea que tiene motivo para ella”; pues antes es menester examinar con gran diligencia la justicia y las causas de ella y “oír también las razones de los contrarios, si de buen grado y con ánimo pacífico quieren entrar en negociaciones”. Incluso al súbdito le incumbe parcialmente la obligación de ese examen, porque si a él le consta la injusticia de la guerra “no le es lícito pelear aunque lo mande el príncipe”. Porque no es lícito matar al inocente por ninguna autoridad; y como en el caso de la injusticia de la guerra los enemigos son inocentes, no se les puede matar. Además, del súbdito hacia arriba, también los senadores y diputados “tienen obligación de examinar las causas de la guerra”. Pero si la guerra defensiva es dudosamente justa, entonces los súbditos tienen el deber de seguir a su príncipe; y lo mismo se diga si ése es el caso en la guerra ofensiva. Pues como en la duda ha de seguirse la parte más segura, si los súbditos no acompañan a su príncipe a la guerra, se exponen al peligro de entregar su patria a los enemigos12. En cualquier caso, la declaración de guerra debe estar amparada por el juicio de justicia; y “si alguien hizo la guerra con probabilidad de que era injusta, tiene obligación, una vez adquirida certidumbre de la injusticia, de restituir lo quitado que no consumió”. 5. En fin, si el juicio de justicia es correcto, en la guerra se permite lícitamente “todo aquello que requiere la defensa del bien público”. Será, lícito también “recuperar todas las cosas perdidas y su precio”, así como “resarcirse de los gastos de la guerra”13. Pero lo más importante en la guerra es la consecución de la paz. Por lo que es lícito que el príncipe que hace una guerra justa “pueda también hacer cuanto sea menester para asegurar la paz y tranquilidad del lado de los enemigos, a 11

Francisco de Vitoria, De iure belli, n14, n20-n22.

12

Francisco de Vitoria, De iure belli, n27.

13

Francisco de Vitoria, De iure belli, n17-n19.


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saber: destruir sus fortalezas y levantar defensas en tierra de ellos”. Y eso porque lo primero que el príncipe debe procurar es “no buscar ocasión de pelear, sino vivir en paz con todos los hombres”. De ahí la prohibición de la guerra de exterminio: si la guerra ha sido declarada con justa causa “no debe hacerse para exterminio del pueblo contra el cual se pelea, sino para lograr el fin de la guerra, la realización del derecho, la defensa de la patria, la paz y la seguridad”14. 6. Y lo más difícil: que una vez lograda la victoria, el príncipe se transforme de guerrero en juez: “el vencedor se constituirá juez entre ambas partes, una la ofendida y la otra la que perpetró la injuria”. El supuesto de esta insólita transformación (porque en principio nadie puede ser “juez” y “parte” en un mismo pleito humano) es el mismo que fundamenta una justa guerra; por eso no se da en el caso de una guerra injusta. Vitoria no admitiría la tesis más moderna de que en los vencedores, por ser tales, reside la razón y la justicia; o que el derecho está del lado del más fuerte. Por lo tanto esa transformación –del vencedor en juez– es un mandato de justicia “con el fin de que no como acusador, sino como juez pueda dictar sentencia con la que satisfaga a la parte perjudicada”. Cuestión distinta es que esa metamorfosis psicológica o subjetiva se pueda lograr fácilmente. Ahora bien, Vitoria considera que tal transformación es un imperativo moral –en el sentido cuasi kantiano de la palabra–: para que nadie sea tratado como simple medio (instrumento), sino como fin en sí (persona)15. 7. Pero con el logro de la victoria, con la recuperación de las propiedades y con la consecución de la paz y seguridad no acaba el cometido inicial de la guerra, que fue vengar la injuria, de modo que “es lícito vengar la injuria recibida y batir a los enemigos y castigarlos según la magnitud de sus delitos”. Hasta el punto de que “es lícito matar a los rendidos que son culpables” y “si los prisioneros fueran culpables pueden ser ejecutados o entregados en guerra justa, guardando la debida equidad”. Ahora bien, nunca es lícito matar directa e intencionadamente a los inocentes: porque el fundamento de la justicia de una guerra es la injuria, y es precisamente inocente el que no ha injuriado; luego no es lícito usar de la guerra contra él16.

14

Francisco de Vitoria, De Indis posterior, sive De iure belli, n. 58-59.

15

Francisco de Vitoria, De Indis posterior, sive De iure belli, n. 60.

16

Francisco de Vitoria, De Indis posterior, sive De iure belli, n. 33-36.


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8. En fin, en cuanto a saber quién tiene autoridad para hacer o declarar la guerra, Vitoria está convencido de que, en lo referente a la guerra defensiva, será todo aquel que sienta la violación de un derecho: “cualquiera, incluso una persona privada, puede emprender y hacer la guerra defensiva”, aunque esa acción privada ha de ser puntual en el tiempo y en el espacio. En realidad, si es lícito rechazar la fuerza con la fuerza, consecuentemente “la guerra defensiva puede hacerla cualquiera sin autorización de nadie, no sólo para la defensa de la persona, sino también de las cosas y de los bienes”17. Con más razón –y ya en un plano político estricto– tiene autoridad para declarar y llevar a cabo la guerra “cualquier república”. De modo que el soberano no tiene reservado para sí el derecho de hacer la guerra, pues “el soberano tiene la misma autoridad que la nación”. De hecho, para Vitoria las repúblicas subordinadas y sus príncipes pueden de suyo declarar la guerra sin autoridad del príncipe superior: “porque una república debe bastarse a sí misma, y no se bastaría sin tal potestad”. Molina y Suárez, manteniendo básicamente los planteamientos y soluciones de Vitoria matizan dos puntos significativos: de un lado, sistematizan el contenido de los títulos de guerra y, de otro lado, rectifican las competencias para declarar la guerra, las cuales recaen sólo en el príncipe o soberano, nunca en una persona privada. Ambas matizaciones tienen su justificación histórica en la estructuración psicológica y axiológica de la soberanía a finales del Siglo de Oro.

2. El “honor” como título de guerra 1. En aquella doctrina de Vitoria sobre la “iniuria” pronto se incluyeron motivaciones y grados. Porque la “iniuria” viene a ser un género que admite varias especies, que van desde la vulneración del derecho de propiedad, a la inobservancia del derecho al honor. Así, por ejemplo Molina afirma que hay al menos siete contenidos concretos envueltos en la “iniuria”: 1) La ocupación de aquello que se debe al príncipe. 2) La rebelión injusta contra el príncipe. 3) La injuria o contumelia notable contra el príncipe o el estado18. 4) Prestar auxilio al enemigo que está en guerra injusta con el príncipe. 5) Defender injustamente a algunos criminales, para evitar su justo castigo. 6) Que un príncipe o estado violen un tratado o pacto de gran 17 18

Francisco de Vitoria, De iure belli, n3.

M. Fraga, en su libro Luis de Molina y el derecho de la guerra (C.S.I.C., Madrid, 1948), incluye además el siguiente texto de Molina: “Princeps vero non solum alia, sed etiam honorem et authoritatem Reipublicae tenetur tueri”; p. 445.


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interés. 7) Negar las cosas que por “derecho de gentes” están permitidas a todos19. Como se puede apreciar, Molina destaca la ofensa pública notable (la contumelia, una ofensa al príncipe o al estado) como título suficiente para declarar la guerra. Pero acerca de esa concreta causa de guerra él no explica más en esta obra. Sí habla, en cambio, del honor vulnerado en la cuarta parte de su obra De iustitia et iure, parte dedicada precisamente al esclarecimiento del concepto de “honor”. 2. A su vez, Suárez se pregunta por los títulos que legitiman una guerra, y señala resumidamente tres especies de injurias que pueden mover a una guerra justa: 1º Cuando un príncipe se apodera de las propiedades de otro (punto 1 de Molina). 2º Cuando sin causa razonable niega los derechos comunes de gentes (punto 7 de Molina). 3º Cuando hay una grave injuria en la reputación o el honor20 (punto 3 de Molina). En cualquier caso, la ofensa al “honor” como título de guerra significa, en la España del Siglo de Oro21, el desplazamiento de la contumelia intragrupal al deshonor supragrupal. 3. La argumentación sobre injurias al honor como títulos de guerra se explica por el hecho de que el honor surge del profundo deseo humano de “reconocimiento”, vigente y actuante en todas las épocas del mundo y en todos los seres humanos de todos los tiempos. Así lo había indicado ya Luis de Molina en su tratado De iustitia et iure, al definir el honor como “la manifestación

19

Luis de Molina, De iustitia et iure, XI, disp104: “De causis quibusdam particularibus iusti belli”, n1. 20 21

Francisco Suárez, De bello, sec4, n3.

Cfr. R. Menéndez Pidal, Del honor en el teatro español [Conferencia de 1937], Almacenes Generales de Papel, Barcelona, 1971; A. García Valdecasas, El hidalgo y el honor, Revista de Occidente, Madrid, 1958; J. G. Peristany, El concepto del honor en la sociedad mediterránea, Labor, Barcelona, 1968; A. X. Pérez y López, Discurso sobre la honra y deshonra legal: en que se manifiesta el verdadero mérito de la nobleza de sangre, Imprenta Real, Madrid, 1786. M. Gautheron (ed.), El honor: imagen de sí mismo o don de sí, un ideal equívoco, Cátedra, Madrid, 1992; L. Welchman / S. Hossain, “Honour”: crimes, paradigms, and violence against women, Zed Books, London / New York, 2005; R. Serra Ruiz, Honor, honra e injuria en el derecho medieval español, Sucesores de Nogués, Murcia, 1969; S. Backmann (ed.), Ehrkonzepte in der Frühen Neuzeit: Identitäten und Abgrenzungen, Akademie-Verlag, Berlin, 1998; L. Febvre, Honneur et patrie, Perrin, Paris, 1996; F. J. Guillamón Alvarez, Honor y honra en la España del siglo XVIII, Universidad Complutense, Departamento de Historia Moderna, Madrid, 1981.


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[de algo] que se le hace a una persona en testimonio y reconocimiento de sus valores o de una excelencia suya”22. En realidad, desde que el hombre sale del seno materno siente la necesidad incoercible de ser reconocido por los otros como un sujeto con cierto valor positivo. Nadie anhela ser tratado como algo simplemente negativo, sin algún valor, siquiera el valor de la existencia misma23. Aunque los filósofos de todos los tiempos han hablado de esa humana voluntad de reconocimiento, existen varios intentos modernos de sistematizar tal concepto. Así lo hizo Fichte en su obra sobre el “derecho natural”24. Teniendo en cuenta esta exposición fichteana hizo Hegel una briosa reconstrucción teórica25 en sus llamados “escritos de juventud”, elaborados en Jena: en ellos se inicia un sistema especulativo en cuyo centro se encuentra el concepto de reconocimiento [Anerkennung]. Bajo las pautas de aquel joven Hegel se despertó en Europa, tras la segunda guerra mundial (1945), un interés filosófico referido a la necesidad del reconocimiento para la formación de la autoconciencia, bajo la convicción de que nadie puede llegar por sí mismo a ese alto grado de desarrollo. Sólo en el encuentro mutuo de las conciencias se consigue lo que Hegel llama “movimiento de reconocimiento” [Bewegung der Anerkennung], “dialéctica del reconocimiento” [Dialektik der Anerkennung]; movimiento y dialéctica que lleva en su base la “lucha por el reconocimiento” [Kampf um Anerkennung], en cuyo esfuerzo ve Hegel lo específico del hombre. También en su Fenomenología del espíritu26 escribe Hegel un espléndido capítulo sobre el reconocimiento, bajo la dialéctica del señor y el esclavo 22

“Honor est exhibitio alicui rei alicuius velut in testimonium ac recognitionem boni seu excellentiae illius”; Luis de Molina, De iustitia et iure, t. V, tract. IV: De iustitia conmutativa circa bona honoris et famae, disp1, n1. 23

Quizás por esta ley antropológica, en el orden estratégico de las empresas actuales el reconocimiento es una herramienta que trae consigo fuertes cambios positivos en la organización y en el rendimiento. En los varios estudios realizados sobre el reconocimiento al empleado se demuestra que en los lugares de trabajo más eficientes y eficaces existe una cultura de reconocimiento; esto es clave para el éxito de las empresas más competitivas, pues configura un conjunto de personas más comprometidas, productivas y fieles. El no dar reconocimiento trae sus consecuencias negativas. Incluso el engaño psicológico que uno mismo puede sufrir “inventándose” ficticiamente la aprobación de los otros, sirve para que el sujeto sienta el gozo errático de estar en la existencia con algún tipo de valor. Pero mediante el efectivo reconocimiento que los otros me devuelven, crece en mí el sentimiento de mi propia existencia y de mi propio valor: empiezo a posibilitarme como hombre. 24

J. G. Fichte, Grundlage des Naturrechts, Gabler, Jena / Leipzig, 1796.

25

A. Wildt, Autonomie und Anerkennung: Hegels Moralitätskritik im Lichte seiner FichteRezeption, Klett-Cotta, Stuttgart, 1982. 26

G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes, Göbhard, Bamberg / Würzburg, 1807.


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[Herrschaft und Knechtschaft], para explicar la “sustantividad e insustantividad de la autoconciencia” [Selbständigkeit und Unselbständigkeit des Selbstbewusstsein]. Sobre este análisis edificaría luego Karl Marx un modelo económico de lucha de clases; Jacques Lacan un modelo psicoanalítico; la Escuela de Frankfurt, un modelo de filosofía social, en la forma de una teoría crítica de la sociedad27. Como es obvio, no es éste el lugar para entrar en la fronda de doctrinas actuales sobre el reconocimiento. Si he nombrado algunas es para llamar la atención sobre un hecho importante, a saber: que en el deseo de reconocimiento no sólo hay afirmación existencial, sino aprobación esencial de valores propios (recognitio boni et excellentiae, como decía Luis de Molina). Y es eso lo que se quiso expresar en el Siglo de Oro bajo el deseo de honor, cuya frustración pública en la figura del príncipe, representante de un pueblo, sería causa suficiente para declarar la guerra al ofensor.

3. Estructura psicosocial y moral del honor 1. El deseo de honor no es un afán de sobresalir por encima de los demás, sino simplemente la voluntad de que los demás reconozcan al sujeto como depositario de valores que él mismo debe desplegar. Una buena descripción fenomenológica del honor está, dentro del mismo Siglo de Oro, en los dramas de honor de Lope y Calderón28. Pero me limitaré a exponer brevemente el núcleo esencial del honor. 27

Cfr. A. Honneth, Kampf um Anerkennung. Zur moralischen Grammatik sozialer Konflikte, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1992; S. Benhabib, Kulturelle Vielfalt und demokratische Gleichheit. Politische Partizipation im Zeitalter der Globalisierung, Fischer, Frankfurt am Main, 2000; L. Siep, Anerkennung als Prinzip der praktischen Philosophie: Untersuchungen zu Hegels Jenaer Philosophie des Geistes, Alber, Freiburg, 1975; P. Sitzer / C. Wiezorek, “Anerkennung”, en W. Heitmeyer / P. Imbusch (ed.), Integrationspotenziale einer modernen Gesellschaft, VS-Verlag, Wiesbaden, 2005, pp. 101-132. 28

A. van Beysterveldt, Répercussions du souci de la pureté de sang sur la conception de l’honneur dans la “comedia nueva” espagnole, Brill, Leiden, 1966; E. Honig, Calderón and the seizures of honor, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1972; A. Castro, De la edad conflictiva, vol. I: El drama de la honra en España y en su literatura, Taurus, Madrid, 1961; D. R. Larson, The honor plays of Lope de Vega, Harvard University Press, Cambridge [Mass.], 1977; M. Chiabò / F. Doglio (eds.), Tragedie dell’onore nell’Europa barocca, Centro studi sul teatro medioevale e rinascimentale, Torre d’Orfeo, Roma, 2003; C. Brown Watson, Shakespeare and the Renaissance concept of honor, Greenwood Press, Westport, 1960; E. I. Serrano Martínez, "Honneur" y "Honor", su significación a través de las literaturas francesa y española (Desde los


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El honor tiene dos aspectos: de una parte, afecta al interior de nuestra personalidad; un agravio al honor es como una lesión a lo más propio e intransferible del individuo. El sonrojo en que se manifiesta la sensación del agraviado, se diría que trasluce una sangrante herida íntima29. Pero, por otra parte, el honor viene de los otros: el honor nos aparece, a un tiempo, como exigencia interna y como consagración social, pues la honra consiste en el reconocimiento que otros me otorgan o tributan. De un lado, el honor es una dimensión íntima, un “patrimonio del alma”. De otro lado, el honor tiene un aspecto externo, social. Así lo expresaba bellamente Lope30: Honra es aquella que consiste en otro. Ningún hombre es honrado por sí mismo, que del otro recibe la honra un hombre… Ser virtuoso un hombre y tener méritos no es ser honrado… De donde es cierto, que la honra está en otro y no en él mismo. Cuando la vida del individuo está entroncada en la vida de la comunidad, en orgánica compenetración, el sentirse repudiado por ella es como ser amputado del cuerpo y privado de la savia del propio ser. 2. Si el honor es el nexo de nuestra vida con la vida de la propia familia y de la ciudad en que se vive, o sea, si la vida individual sólo se estima valiosa en la propia comunidad, puede pensarse que el honor está realmente por sobre la vida propia. Y así se le estimó desde muy antiguo en España. Honor, según las Partidas del Rey Sabio, es loor, reverencia o consideración que el hombre gana por su virtud o buenos hechos. Mas aunque la honra se gana con actos propios, depende de actos ajenos, de la estimación y fama que otorgan los demás. Así es que se pierde igualmente por actos ajenos, cuando cualquiera retira su consideración y respeto a otro: por eso, una bofetada, un mentís, deshonran si no se desagravian, y la deshonra es lo mismo que la muerte. Claramente dicen las Partidas: “el infamado, aunque no haya culpa, muerto es cuanto al bien y a la honra de este mundo”31. orígenes hasta el siglo XVI), Universidad de Murcia, Murcia, 1956; H. Th. Oostendorp, El conflicto entre el honor y el amor en la literatura española hasta el siglo XVII, Van Goor Zonen, La Haya, 1962. 29

A. García Valdecasas, El hidalgo y el honor, p. 119.

30

Lope de Vega, Los comendadores de Córdoba, Acto III, Escena 11.

31

Partida 2, título 13, ley 4; Partida 2, título 223. En esos textos se vincula la salvaguarda del “honor” a los justos títulos de guerra. E. Nys, “Les siete Partidas et le droit de la guerre” Revue de Droit Internacional et Législastion Comparée, 1883 (15), p. 485.


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Por ejemplo, con la venganza –casi siempre un duelo de sangre– el hombre reparaba su honor, volvía a la vida, bajo los principios sociales en que su honor se fundaba. El ultraje al honor había de ser vengado. En algunos dramas de capa y espada el deshonrado se muestra fiero, incluso sanguinario, invadido más por respetos sociales que por principios morales. Sin embargo, Lope indicaba: “el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo de Dios”. 3. Esto último lleva a pensar que en el mismo Siglo de Oro se vive un conflicto profundo entre la moral cristiana del perdón y las exigencias psicosociales, a veces homicidas, del honor. Bajo esta dialéctica –oposición entre las leyes de la moral que manda no matar, de un lado, y las leyes del honor que exigen venganza, de otro lado– se muestra la vigencia social del honor. Lo primero que moralmente se entiende entonces de la esencia del honor es que tiene su fundamento en la virtud; y ésta es su más íntima esencia, a pesar de su discrepancia con la mera vigencia social. a) En tal sentido, el honor que está basado en la virtud expresa la nobleza del hombre. De manera que donde no hay virtud no podrá haber nobleza. b) La mera ascendencia noble no arguye nobleza, sino obligación de ser noble, y, a lo más, un crédito de confianza: se espera un noble comportamiento de quien tal ascendiente tiene. c) En realidad, la virtud se prueba por las obras, como por los frutos se conoce el árbol. Por consiguiente, cada cual es hijo de sus obras. Así lo reconoce Don Quijote, dirigiéndose a Sancho: “Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro, si no hace más que otro”. d) Pero las obras en cuestión consisten más en la acción esforzada que en el resultado o el éxito. Quizás por este argumento, Cervantes proclamó la falta de nobleza y honor que hay en dejarse seducir por el éxito, en ponerse –sin más motivo– de parte del vencedor. Exclama Don Quijote contra su Escudero: “Bien parece, Sancho, que eres villano, y de aquellos que dicen ¡Viva quien vence!”. Hasta cierto punto son opuestos el honor y el éxito. e) El honor hispánico es animoso y valiente, hasta fanfarrón a veces, pero puesto al servicio de lo cristiano. El honor está inmediatamente unido a la virtud y al ideal religioso, en su sentido más elevado. f) El honor intragrupal sólo cede ante el rey. En el Siglo de Oro, todos los móviles humanos debían subordinarse al honor personal y social, pero ese honor sólo cedía ante la persona del rey. Este fenómeno fue advertido por Tomás de Aquino, quien expone una objeción según la cual en el honor se


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muestra reverencia en testimonio de virtud; pero ocurre que a veces hay superiores que no son virtuosos; por tanto, no se les debería honrar. A esta objeción contesta el Aquinate que los superiores no se honran por su virtud propia: lo que se honra realmente es la excelencia de su dignidad; lo que se honra en ellos es a la comunidad íntegra, tota communitas32. Esta subordinación de la dignidad individual al bien común expresa terminantemente el carácter social del sentimiento del honor. La dialéctica entre las vigencias sociales y la virtud que ocurre en el ámbito familiar y conyugal, es la misma dialéctica que, en el plano más elevado de la patria, comparece en la propuesta de Suárez –vigente en el Siglo de Oro– sobre el derecho a la guerra motivada por una injuria al honor de la nación y del soberano.

4. El honor de la nación y del soberano a) El nacimiento de la “opinión pública” 1. La tesis de Suárez sobre “la injuria al honor” de la nación y del soberano como título de guerra, se halla, como dije, en la disertación XIII Sobre la caridad. En otra obra dice Suárez: “La infamia es la disminución injusta de un estado de reconocimiento, hecha sobre alguien por la opinión pública injusta”33. El honor patrio, en este caso, es afectado por la injuria. En este momento la injuria intragrupal al honor se desplaza a la injuria supragrupal. Esto es así porque en el siglo XVI ha cobrado fuerza una nueva noción, un nuevo modo de encarar los asuntos políticos: ha nacido la opinión pública, un concepto decididamente moderno. Quien desee conocer la vivencia que un español del Siglo de Oro tiene ante la planetización de España, oiga la exhortación que el jesuita Pedro de Ribadeneira (1527-1611) escribió para los soldados de la Armada Invencible, apelando nada menos que a la opinión pública: “El mundo se gobierna por la opinión, y más las cosas de guerra; con ella se sustentan los imperios mientras ella está en pie, ellos están; y cayendo ella, caen; y con la reputación muchas veces se acaban más cosas que con las armas y con los ejércitos. Y los reyes y príncipes 32

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q103, a2: “Si praelati sunt mali, non honorantur propter excellentiam propriae virtutis, sed propter excellentiam dignitatis, secundum quam sunt dei ministri. Et in eis etiam honoratur tota communitas, cui praesunt”. 33

Francisco Suárez, De censuris, disp48, sec1. n1.


II. 5. El honor: la presencia de la ley natural en un título de guerra

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poderosos de ninguna cosa deben ser más celosos después de hacer lo que deben a Dios y a sus reinos, en ninguna más vigilantes y solícitos, que en ganar, conservar y acrecentar esta opinión, y que todo el mundo sepa, que ni ellos quieren hacer agravios, ni consentir que nadie se los haga a ellos. Porque perdiéndose esta reputación se pierde mucho; y una vez perdida, con dificultad se vuelve a recobrar. Todo el mundo teme nuestro poder, y aborrece nuestra grandeza; tenemos muchos enemigos descubiertos y muchos más encubiertos y amigos fingidos; los descubiertos, faltando la reputación, tomarán ánimos para acometernos, y los encubiertos para descubrirse y publicar lo que tienen encerrado en sus pechos”34. Ribadeneira afirma que todo estaría perdido si “se perdiese la reputación con que los reinos se sustentan”35. 2. El honor es ahora una relación social entre estados. Y un pueblo no puede quedar impasible ante el honor ultrajado36. El honor es el valor irrenunciable no sólo de la persona física, sino también de esa persona moral que es el estado. “El catedrático de Coimbra ha elevado esa tesis a derecho público como título de guerra justa, fórmula viva en la conciencia nacional del pueblo. Ante el honor, los demás bienes naturales no tienen importancia; y lo que no puede evitarse sin gran infamia y deshonra moralmente es inevitable, porque todos los estados tienen derecho a su fama”37. Suárez analiza el concepto y formas de honor en su libro Sobre las censuras eclesiásticas y el Tratado sobre las leyes. El prestigio de que goza un estado en la comunidad de pueblos por sus actos y dignidad personal, constituye la fama. La opinión pública es su elemento esencial. El derecho a este estado de opinión pública positiva es exigido por el honor38. Incluso el tratamiento del vencido es distinto cuando la injuria infligida es la realizada por “ocupación indebida” y no por “ofensa al honor”. Así, en el cuadro de Velázquez llamado de Las lanzas o La rendición de Breda se expresa el final de una guerra que se ha producido esgrimiendo uno de los títulos de 34

P. de Ribadeneira, Exhortación para los soldados y capitanes que van a esta jornada de Inglaterra, en nombre de su capitán general, Apéndice I, publicado en el Tratado de la tribulación [1589], Salamanca 1988, pp. 440-441. 35

P. de Ribadeneira, Exhortación para los soldados, p. 441.

36

Véanse estas ideas muy bien argumentadas en la obra de L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, v. I: Guerra y Estado, C.S.I.C., Instituto Francisco de Vitoria, Madrid, 1954, p. 147-148. 37

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 149.

38

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 149.


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guerra, el de propiedad, pero no el título del honor. Por lo tanto, tanto el general rendido (Nassau) como el general victorioso (Spínola) tienen a salvo su honor. Se llegó a una capitulación honrosa que el ejército español reconoció como tal, admirando en su enemigo la valentía de los asediados en Breda. Por esta razón permitió que la guarnición saliera formada en orden militar, con sus banderas al frente, como se puede comprobar en el cuadro. Los vencidos fueron respetados y tratados con dignidad. En el cuadro no hay vanagloria. Justino de Nassau aparece con las llaves de Breda en la mano y hace ademán de arrodillarse, lo cual es impedido por Spínola que pone una mano sobre su hombro y le impide humillarse. “Todos tienen derecho a que su prestigio internacional se respete, porque es necesario para la convivencia social. El atentado, pues, contra esta reputación nacional es la mayor injuria que se puede inferir a la persona. Cuando a un pueblo se le difama o se le calumnia y pierde su prestigio en la opinión pública; cuando se le desprecia, posterga o se le pospone a estados menos dignos, se dice que su honor ha sido ultrajado”39. 3. La exposición que acabo de hacer se atiene a un ambiente, a una conciencia nacional, a una dimensión hispánica. Si el honor era la más grande ofensa que podía recibir el hidalgo del siglo XVI40, también la mancha en la dignidad de la Patria puede ser vengada con las armas, dice Suárez. Este honor nacional estaba tan exaltado en el español del siglo XVI, que el Nuncio de Roma en Madrid afirmaba en su instrucción de 1581 que por ello eran odiados los españoles en el extranjero41. Así, el tratado sobre la guerra en Francisco Suárez es la justificación de la hazaña española en defensa del honor.

b) La justificación de la política española en defensa del honor 1. Por encima de la institución de la nación está, para un español del siglo XVI, la Iglesia católica. Ahora bien, pensemos que por entonces el Papa era, de un lado, un príncipe político, gobernando un estado con amplios territorios propios; de otro lado, también era el príncipe espiritual de la cristiandad. Lo político y lo espiritual 39

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 149.

40

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 149.

41

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 150.


II. 5. El honor: la presencia de la ley natural en un título de guerra

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eran vividos a veces como indiscernibles. En el mundo europeo, toda actuación de Roma quedaba con frecuencia cargada de equívocos. En lo que a la Península Ibérica se refiere, a la muerte de los Reyes Católicos España se convierte en el bastión europeo de la Catolicidad, incluso en su intérprete auténtico. España no tolera que ningún príncipe europeo pueda llamarse católico por excelencia; y si alguna vez Roma se dirige a un príncipe europeo para pedirle ayuda, España protesta airadamente. De hecho, la política de Carlos V fue un duelo sangriento con Francisco I de Francia, desoyendo las voces de Roma42. Incluso un duelo contra Roma, como se demuestra en el saqueo que hicieron en la Ciudad Eterna las tropas del emperador. Después, la política de Felipe II se centró contra la Inglaterra creada por el cisma. Se veía en Inglaterra el mayor enemigo de la cristiandad y, por lo tanto, de España; pero en ese orden. Felipe II estaba íntimamente convencido de que sólo la religión puede conservar la unidad y la paz. Sólo en el catolicismo podía establecerse la unidad de Europa. Por eso se erige en el salvador de la cristiandad, el brazo derecho de la iglesia, el hombre providencial contra los enemigos que venían de la Europa atea. Acaba creyendo que la cristiandad era el estado español43. Esa identificación es decisiva en aquella política de Felipe II. La guerra se hace por razón de estado cristianizado. El triunfo de la catolicidad es también el triunfo de España. El catolicismo para el español del siglo XVI estaba confinado al territorio de España o a sus aliados unidos por lazos de dinastía. Hasta Francia era la enemiga peligrosa del cristianismo. Felipe se creía, él sólo, el brazo del Omnipotente. Felipe II ejerció una verdadera jurisdicción sobre la influencia de Roma en España: prohibía bulas y breves que desatendieran los altos intereses del estado. Todo atentado contra la Monarquía era un ataque contra la misma Fe44. España luchaba por la cristiandad, pero interpretada sólo por los teólogos españoles. Si dogmáticamente, espiritualmente, dependía de Roma, disciplinariamente el clero se sentía más dependiente de la Corte de Madrid que de la curia pontificia45. Por eso, Roma mantuvo una firme política de acercamiento a España, cuya época más amistosa fue la de Felipe III, el Rey Piadoso, quien dio un giro notable a la política española: bajo su reinado la monarquía hispánica alcanzó

42

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, pp. 66-67.

43

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, pp. 68-70.

44

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, pp. 70-72.

45

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, pp. 72-75.


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su mayor hegemonía imperial y su mayor expansión territorial, consecuencia denominada como Pax Hispánica. 2. En aras del honor nacional se exigía el sacrificio de todos los valores materiales y aun espirituales. Suárez, en su teoría de guerra, ha sentado el principio justificante de esta política que debía salvar el honor, aunque tuviera que arruinar la existencia de los súbditos46. Los que atentan, auxilian, favorecen, cooperan a la injuria supragrupal, pueden ser vengados por las armas. A nadie se le oculta el peligro que supone este concepto en la teoría de la guerra. Por varias razones: primero, porque un monarca podrá explotar siempre la causa de su honor ultrajado, de su reputación calumniada. Segundo, porque ese concepto puede llevar a una depravación humanitaria: un pueblo puede ser fanatizado por los resortes de la propaganda; es posible crear una excitación nacional y llegar hasta el convencimiento sincero de que peligra el honor del estado. Tercero, porque las masas dominadas por minorías demagógicas pueden ser arrastradas a nacionalismos histéricos, dispuestos siempre a crear nuevas causas de guerra47. 3. Pero la injuria al honor como título de guerra sufre con Suárez una segunda vuelta de tuerca, dirigiéndola no ya al honor del estado, sino al honor del soberano mismo48. De modo que al final podría resultar que el honor de la nación es sobre todo el honor del soberano. Primero, porque el soberano es persona pública y la encarnación del estado; ya que es cabeza del cuerpo político. Segundo, porque por su dignidad, la vida del soberano es preferible a todos los bienes externos y de fortuna. Tercero, porque el soberano representa a Dios de un modo especial. Cuarto, porque el soberano tiene cierta administración suprema sobre todos los bienes y aun la vida de sus súbditos; puede, pues, exponerlos a peligro grave de su vida y hacienda, porque la vida de los ciudadanos pertenece más al estado que a ellos mismos; pero sólo en cuanto es necesario para el bien general. El deslizamiento del honor del estado al honor del soberano estuvo presente en la vida y en la filosofía política española. Pero esta segunda vuelta de tuerca en materia de honor público, abre en realidad las puertas a una consagración práctica del bien particular del soberano. 46

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 152.

47

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 153.

48

Francisco Suárez, De legibus, I, c7; V, c15; Defensio fidei, VI, c4.


II. 5. El honor: la presencia de la ley natural en un título de guerra

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El rey podría obligar a una guerra para defender sus derechos personales; exponer el bien de uno de sus estados para lograr, por ejemplo, el derecho a la sucesión a otro Reino, cosa que ocurrió con Felipe II en el caso de la anexión de Portugal a la corona española49. 4. Pues bien, de esos posibles abusos habían avisado ya grandes maestros de la Escuela de Salamanca; Vitoria los desenmascara en su relección De indis prior; y Suárez también los denuncia en varias obras. Ambos vienen a decir que cuando un soberano oprime injustamente a su pueblo ha perdido la justificación de su poder, no existe ya una autoridad injusta, sino que la misma potestad ha dejado de existir, se ha convertido en tirano. Ya no hay honor en el pueblo. Y ante la tiranía todo pueblo tiene derecho a rebelarse, a recobrar su honor. El derecho a la rebeldía es una limitación política a los intentos belicistas privados del soberano. Cuando es clara la motivación política basada en el bien privado del soberano, los súbditos tienen derecho a pedir ayuda a otros estados para que sancionen con la guerra toda opresión injusta50. Tiranía es un asalto injusto al poder, hecho por un soberano: se trata del ejercicio egoísta de un poder que sacrifica el bien común por el privado y condena a un pueblo a la opresión en aras del interés personal. Sólo en el bien común se salva el honor de un pueblo. Así lo había subrayado Luis de Molina51, inspirándose en Azpilcueta52. 5. Es la misma doctrina que, en la primera mitad del siglo XVI, distinguía en un mismo pueblo estructurado políticamente la potestad radical y la potestad actual, o entre la potestad constituyente y la potestad constituida. En el mismo sentido se expresó Francisco de Vitoria: “Por disposición divina tiene la república esta potestad, pero la causa material en que reside, según el derecho natural y divino, es la misma república a la cual de suyo pertenece regirse y administrarse dirigiendo todas sus facultades al bien común. Pruébase de esta manera: por derecho natural y divino existe la potestad de gobernar la 49

L. Pereña, Teoría de la guerra en Francisco Suárez, p. 76-106.

50

Francisco Suárez, De bello, sec8; Defensio fidei, VI, c4.

51

Luis de Molina, De iustitia et iure, I, col176-178; I, col189.

52

Martín de Azpilcueta, Relectio c. Novit de Iudiciis, pp. 592-595. Y también: “La potestad es dada por Dios, naturalmente, de modo inmediato a la comunidad de los mortales para que vivan bien y dichosamente, conforme a la razón natural”; p. 588. “El reino no es del rey, sino de la comunidad, y la misma potestad regia no pertenece por derecho natural al rey, sino a la comunidad, la cual, por lo tanto, no puede enteramente desprenderse de ella”; p. 592.


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república; y, como si se prescinde del derecho positivo y humano, no hay razón alguna para que este poder resida en una persona con preferencia a otra, necesario es que la misma comunidad se baste para dicho fin y posea la facultad de regirse a sí propia […]. Pues la república es la que crea al rey [creat enim respublica regem]”53. Así se expresa Diego de Covarrubias y Leyva: “La potestad temporal y la jurisdicción civil, íntegra y suprema, reside en la república. Por lo tanto, sólo podrá regirla como príncipe temporal, a todos superior, aquél que haya sido elegido y constituido por la república misma. Así procede según el derecho natural y de gentes […]. El jefe supremo de la sociedad y república civil sólo puede ser constituido justamente y sin incurrir en tiranía por la misma república”54. Idéntica doctrina encontramos en Domingo de Soto: “Los reyes y monarcas seculares no han sido creados próxima e inmediatamente por Dios […], sino que los reyes y príncipes han sido creados por el pueblo, que les transfirió su imperio y potestad […]. Por consiguiente, aquello de: ‘por mí reinan los príncipes’, etc. no se ha de entender en otro sentido sino en el de que Dios, como autor del derecho natural, ha concedido a los mortales que cada república tenga la facultad de regirse a sí misma y, en consecuencia, la de que, si lo aconseja la razón, que es también como un destello de la divina luz, pueda transmitir esa potestad a otro, por cuyas leyes se gobierne más expeditamente”55. Podrían multiplicarse testimonios que acreditan la unidad de criterio que, sobre la constitución del “poder” para hacer la guerra, había entre los intelectuales españoles más destacados. Pero son suficientes los aducidos para comprender que cuando es difícil trazar una raya de separación entre el interés del soberano y el interés del pueblo –los hombres que hacen la comunidad, depositarios inmediatos del poder– no puede haber duda de que, en su sentido público, el honor se le debe siempre al pueblo. Un estado, una nación –un pueblo– tiene el derecho de que se respeten sus instituciones, sus leyes y costumbres como parte integrante de su propia vida; el derecho a defender su religión verdadera, sus tesoros, sus bienes comerciales, culturales y artísticos que forman el patrimonio nacional. Por lo tanto, la causa suprema a que, en este caso, debe subordinarse el poder de la guerra es el honor nacional.

53

Francisco de Vitoria, De potestate civili, n7.

54

Diego de Covarrubias, Practicarum Quaestionum, I, p. 416, col1.

55

Domingo de Soto, De iustitia et iure, q1, a3.


CAPÍTULO 6 LEY NATURAL E INSTRUMENTACIÓN DEL HOMBRE: SOBRE UNA CARTA DE VITORIA

1. El instrumento como expresión de la fragilidad general del hombre 1. En el año 1534 escribía Francisco de Vitoria una carta al P. Arcos sobre negocios de Indias, refiriéndose especialmente al trato que ciertos conquistadores de México y Perú –en este caso los llamados peruleros– daban a los indígenas. Esta carta –célebre por la cantidad de veces que ha sido citada– estaba motivada por las preocupantes noticias que llegaban a Salamanca, traídas de primera mano por los misioneros, que relataban el trato degradante e indigno que recibían aquellos nativos, que en teoría eran vasallos libres, súbditos del Emperador. Con tono irritado escribe Vitoria: “En verdad, si los indios no son hombres, sino monas, entonces no son capaces de injurias [o injusticias]. Pero si son hombres y prójimos, con todo lo que eso trae consigo, vasallos del emperador, no veo cómo excusar a estos conquistadores de última impiedad y tiranía, ni sé qué tan gran servicio hagan a su majestad de echarle a perder sus vasallos. Si yo desease mucho el arzobispado de Toledo, que está vacante, y me lo hubiesen de dar porque yo firmase o afirmase la inocencia de estos peruleros, sin duda no lo osara hacer: antes se seque la lengua y la mano, que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad”1. Estas palabras son fruto de lo que este brillante maestro de la Universidad de Salamanca había empezado a cuestionar en sus relecciones académicas, a saber, los títulos del dominio que algunos españoles decían poseer sobre las Indias. Especialmente le resultaba lacerante a este gran maestro salmantino la instrumentalización que se hacía de los nativos encontrados por los españoles. Vitoria dedicó su vigor intelectual a explicar de manera sistemática los principios que permitían superar el trato instrumental de los indios, haciendo no sólo una defensa social de aquellos aborígenes, sino previamente y de modo más fundamental, la justificación de una ontología, de una antropología y de 1

Carta de Francisco de Vitoria al P. Arcos sobre negocios de Indias, en Francisco de Vitoria Relectio de Indis, CSIC, Madrid, 1967, Apéndice, p. 137.


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una ética que permitían situar la relación exacta entre un hombre y otro hombre, un pueblo y otro pueblo, prescindiendo incluso del hecho del Descubrimiento. Sus discípulos, como Alonso de Veracruz, le seguirían en esta tarea de denuncia2. Precisamente el núcleo argumental de este capítulo tendrá dos partes, referentes a las dos tesis ontológicas y antropológicas de Vitoria, implícitas en la última frase de la citada carta: primera, que el trato de los peruleros era inhumano; segunda, que estaba fuera de toda cristiandad. Comenzaré por el sentido del trato inhumano. Vitoria lo está pensando bajo la relación de esclavitud, entendido el esclavo como “instrumento animado”, según la repetida sentencia de Aristóteles: “El instrumento es un siervo inanimado, y el siervo es un instrumento animado”3. Para entender aquella instrumentación del hombre impugnada por Vitoria, es conveniente indicar las notas específicas que tenía un instrumento para un profesor de Salamanca, lector de Aristóteles y de su comentarista Tomás de Aquino. 2. La primera nota esencial del instrumento consiste en la competencia, a saber, que el instrumento tenga su propia fuerza y actividad. La segunda nota es la dependencia, a saber, que el agente principal obre por él4. Estas dos notas constituyen un núcleo definitorio del instrumento: el ser un moviente movido 5. En sentido propio el “instrumento” es movido por un agente principal que cuenta ya con la función peculiar del instrumento, con su buena función concreta, como ocurre con la sierra que es movida por el carpintero: si la sierra no cortara, carecería de instrumentalidad. Luego el tener en sí mismo el principio de su concreta actividad es un presupuesto para ser un instrumento6. En cualquier caso, aunque tenga su propia actualización, el instrumento obra en cuanto que es movido7. 2

Por ejemplo, Veracruz prolongaría en su obra De iusto bello contra indos, los mismos argumentos de Vitoria. Cfr. Alonso de Veracruz, De iusto bello contra indos (compuesto hacia 1554), edición crítica biblingüe por C. Baciero, L. Baciero, F. Maseda y L. Pereña, CSIC, Madrid, 1997. 3

“Servus enim est quasi instrumentum animatum, sicut et e converso instrumentum est quasi servus inanimatus”; Aristóteles, Ethica Nicomachea, VIII, c13, 1161 b 4; Tomás de Aquino, In Ethicam, VIII, lect11, nl. 4

Aristóteles, Perihermeneias, I, 6; Physica, VIII, c9.

5

Tomás de Aquino, Contra Gentes, II, c21. Sólo he puesto a pie de página las citas “aristotélicas” de Santo Tomás, autor que, al depender estrechamente en este tema del Estagirita, hizo de puente para la interpretación del instrumento que luego fue recogida por los autores de la Escuela de Salamanca. 6

Tomás de Aquino, De veritate, q24, a1, c.

7

Aristóteles, De caelo, II, c19.


II. 6. Ley natural e instrumentación del hombre

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Queda claro que la instrumentalidad del instrumento no consiste en obrar por su propia forma –que la tiene–, sino en moverse por el agente principal, el cual sí obra por su propia forma8. En el instrumento se manifiestan así dos actualizaciones: una, la suya propia9: de ahí su competencia; otra, la del agente principal: de ahí su dependencia. Pero la referencia al agente principal clarifica solamente un aspecto del núcleo definitorio de la instrumentalidad del instrumento. Porque el aspecto esencial del instrumento, o sea, su instrumentalidad, no está primariamente en remitirse retrospectivamente a un principio inicial eficiente, sino prospectivamente a un término final, a un fin. Por tanto, la tercera nota definitoria del instrumento se encuentra propiamente en su fin. ¿Y cuál es este fin? Pues el fin del instrumento está en el uso que se puede hacer de él. Si el bastón no puede usarse, ya no es instrumento10. Sin uso no hay instrumento. De manera que cuando estamos ante un “efecto” en que ha intervenido el instrumento, la forma de dicho efecto se asimila al agente principal11, mas no por ser éste un mero eficiente, sino por ser un agente que usa. La usabilidad es la tercera nota del instrumento, la cual no ha de ser confundida con su competencia. Ahora bien, atendiendo a su uso, los instrumentos pueden ser actualizantes o productivos. Son productivos [factiva] aquellos instrumentos con los que se produce algo además del uso mismo que se hace; y es lo que ocurre en muchos instrumentos técnicos, como de la carda o peine que utilizan los tejedores resulta una cosa distinta del uso mismo que se le da, a saber, el paño. Pero hay otros instrumentos, como los que se tienen en propiedad en la casa, de los cuales no se hace algo distinto del uso mismo, pues, por ejemplo, “lo único que se hace del vestido y de la cama es el uso que se les da”12. 8

Aristóteles, De generatione, I, 13.

9

Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d44, q1, a2; q1, ad1.

10

“Omne autem instrumentum oportet definiri ex suo fine, qui est usus instrumenti”; Tomás de Aquino, In Perihermeneias, I, 7a. 11 12

Tomás de Aquino, In Physicam, VIII, c9, d.

“Organa factiva dicuntur, ex quibus fit aliquid praeter ipsum usum instrumenti, et hoc videmus in ipsis instrumentis artis, sicut ex pectine, quo utuntur textores, fit aliquid alterum praeter usum ipsius, scilicet pannus; sed ex rebus possessis, quae sunt instrumenta domus, non fit aliquid aliud praeter usum ipsius, sicut ex vestitu et lecto non fit nisi usus eorum”; Tomás de Aquino, In Politica, I, c2 s. Es interesante indicar que hay unas cosas cuyo uso estriba en el agotamiento de la sustancia que tienen, como el uso propio del vino está en ser bebido, de modo que al ingerirlo se consume la sustancia del vino: es el uso consuntivo. Y hay otras cosas cuyo uso no está en la extenuación de la sustancia que tienen, pues por ejemplo el uso de la casa está en ser habitada: es el uso puro; obviamente la esencia del habitar no estriba en destruir la casa; y si ocurre que al ser habitada la casa se mejora o se deteriora, eso acontece de modo accidental: “Est autem considerandum, quod diversarum rerum diversus est usus. Quaedam enim sunt, quarum usus est consum-


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En ambos casos –en la actualización y en la producción–, el uso de una cosa significa la aplicación que hacemos de ella a una operación concreta; de ahí que también la operación a la que aplicamos una cosa se llame el uso de ella, como el cabalgar es el uso del caballo y el golpear es el uso del bastón13. Es claro que el uso es diverso según los diversos modos de relación entre el objeto y el sujeto: o sea, según la diversidad de las cosas objetivas utilizables y de las facultades subjetivas comprometidas en el uso. Así el libro es un instrumento de la memoria; el microscopio es un instrumento de la vista. Para la actividad económica, el instrumento humano más amplio es el capital: un instrumento general que comprende el ámbito subjetivo del trabajo humano y el ámbito objetivo de las herramientas, las máquinas, los edificios, los artefactos, las fábricas, los buques, los vehículos, los ganados, las mercancías, el dinero y todos los demás objetos de origen industrial que sirven para la promoción, ordinaria o extraordinaria, de nuestra vida. Y en otro orden de actividades, se habla del uso de la razón, del uso de la ciencia, e incluso del uso de la propia libertad, etc. No es mi intención realizar un elenco sistemático de instrumentos. Baste indicar que las notas del aspecto eficiente o retrospectivo y del aspecto teleológico o prospectivo describen al unísono la funcionalidad del instrumento. Esta funcionalidad del instrumento permite comprender que el uso –en tanto que teleológicamente constituido– se llame también “utilidad”: porque cuando jerarquizamos los fines, decimos, por ejemplo, que hay determinadas cosas que están para el uso o la utilidad del hombre14. 3. Pero todavía quedan algunas preguntas pendientes. Pues, ¿con qué fin un sujeto usa de algo? En última instancia lo usa para gozarlo. Ésta es la cuarta nota del instrumento: su gozabilidad; porque, en cierto modo, usar es sinónimo

ptio substantiae ipsarum rerum, sicut proprius usus vini est, ut bibatur, et in hoc consumitur vini substantia […]. Quaedam vero res sunt, quarum usus non est consumptio substantiae ipsarum, sicut usus domus est inhabitatio; non autem est de ratione inhabitationis, quod domus diruatur, si autem contingat, quod domus inhabitando in aliquo melioretur vel deterioretur, hoc est per accidens”; De malo, q13, a4; Summa Theologiae, II-II, q78, q1; Quodlibeta, III, q7, a19. 13

“Usus rei alicuius importat applicationem rei illius ad aliquam operationem; unde et operatio, ad quam applicamus rem aliquam, dicitur usus eius, sicut equitare est usus equi et percutere est usus baculi”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q16, a1, a3; I, q67, a1; Contra Gentes, I, c91, c92; II, c60. 14

“Inferiores creaturae corporales in usum hominis cedere videntur”; Tomás de Aquino, Contra Gentes, IV, c55.


II. 6. Ley natural e instrumentación del hombre

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de gozar; el uso abarca también el goce15. No hay uso, en sentido estricto, si no hay un fin16: el uso implica el orden que el fin tiene al mismo goce del fin, porque buscamos el fin para gozarlo17. De ahí que usar no signifique propiamente moverse, transformar sin tregua, proyectarse sin interrupción, sino propiamente descansar en el fin18. Junto a la funcionalidad, la esencia del instrumento reside en su gozabilidad. Pero nosotros tenemos en el instrumento, junto con la funcionalidad y la gozabilidad, algo más hondo, a saber, nuestra seguridad en el mundo. Si el mundo se nos presenta como un inmenso entorno de resistencias y de dificultades, el instrumento nos brinda la posibilidad de vencerlas y de asegurar nuestra existencia en el uso y goce que hacemos de él. Ésta es la quinta nota definitoria del instrumento: la seguridad que ofrece. Es lógico que, por la seguridad ratificada, el uso del instrumento acabe en costumbre. Quizás la clave de la costumbre esté en la seguridad que el instrumento presta al hombre: el instrumento nos afianza en el mundo, asegurándonos también el goce de sus cosas19. 4. Las notas de funcionalidad, gozabilidad y seguridad se estructuran de una manera precisa cuando lo utilizado es un instrumento animado. Vitoria, como todos sus contemporáneos, sabía que también Santo Tomás distinguió dos especies de instrumentos: el “animado” y el “inanimado”20, en correspondencia con los dos tipos indicados por Aristóteles: ὄργανον ἔμψυχον y ὄργανον ἄψυχον21. El prototipo de instrumento inanimado es el bastón, o el hacha o la sierra. En el otro extremo está el instrumento animado. Son muy elocuentes los ejemplos que también subraya el Aquinate de órganos animados e inanimados: “Para el timonel de la nave, el timón o gobernalle es un 15

“Usus habet similitudinem cum propriis Spiritus Sancti, largo modo accipiendo usum, secundum quod uti comprehendit sub se etiam frui”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q39, a8. 16

“Usus est eorum, quae sunt ad finem”; Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d1, q4, a2; d31, q2, a1, ad5; In II Sententiarum, d44, q1, a1, ad5. 17

“Augustinus loquitur de usu communiter, secundum quod importat ordinem finis ad ipsam finis fruitionem, quam aliquis quaerit de fine”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q16, a3, ad1. 18

“Usus accipitur in verbis Hilarii pro quiete in ultimo fine eo modo, quo aliquis communiter loquendo dicitur uti fine ad obtinendum ipsum”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q16, a3, ad3; In I Sententiarum, d1, q1, a2; d31, q2, a1, ad5. 19

“Secundum quod usus est idem, quod consuetudo”; Tomás de Aquino, In I Sententiarum, d1, q1, a2. 20

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q7, a1, ad3; q18, a1, ad2; Contra Gentes, III, c79; In II Sententiarum, d13, q1, a1, ad4. 21

Aristóteles, Ethica Nicomachea, VIII, 13, 1161 b 4; Politica, I, 3, 1253 b 28.


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instrumento inanimado, en cambio el vigía que está en la proa es un instrumento animado”22. Pero, a su vez, hay dos especies o prototipos de instrumentos animados. Uno es el instrumento que, siendo animado, está unido a la sustancia del agente principal: y tal es la mano, la cual era definida por Aristóteles como “órgano de órganos” (ἡ χεὶρ ὄργανόν ἐστιν ὀργάνων)23, según la explicación que añade Santo Tomás: “porque las manos le han sido dadas al hombre en lugar de todos los órganos impuestos a los demás animales para defenderse o atacar o protegerse, pues todo esto se lo procura el hombre para sí mismo con la mano”24. Para el caso que nos ocupa, el prototipo de instrumento animado es aquél que está separado de la sustancia del agente principal: tal es el vigía respecto al timonel, o el siervo y esclavo que se mueve por el imperio de su señor25. Volveré enseguida sobre ese instrumento animado que es el siervo o esclavo.

2. El mundo como instrumento: valoración premoral 1. He de advertir que esa noción aristotélica de instrumento –prolongada por toda la Edad Media hasta llegar a la Escuela de Salamanca–, noción que se expresa como funcionalidad, gozabilidad y seguridad, fue tomada en el siglo XX por Heidegger como pieza fundamental para determinar el modo de ser de las cosas que rodean al hombre en la vida cotidiana. En Ser y tiempo, Heidegger atribuye al instrumento la nota de “estar presente” [Vorhandensein] como algo “ya dado”. En cambio, el hombre no es una realidad ya dada, sino que es una actividad que se hace y se pone a sí misma; no 22

“Sicut gubernatori navis inanimatum instrumentum est gubernaculum, instrumentum autem eius animatum est prorarius”; Aristóteles, Politica, I, 2 y ss. 23

Aristóteles, De anima, III, 8, 432 a 1-2.

24

Tomás de Aquino, In de anima, III, lect13; cfr. In II Sententiarum, d3, q3, a1, ad1; Quodlibeta, VII, q7, a17, c. 25

Tomás de Aquino, In III Sententiarum, d13, q1, a1, ad4. Secundariamente se pueden considerar además otros criterios menos importantes de diversidad. Así, por la distancia respecto al agente principal, el instrumento puede ser “externo” (separado) o “interno” (unido a su sustancia); Summa Theologiae, I, q51, q1, ad1; III, q62, a5; Contra Gentes, IV, c41; In de anima, II, c9, l; era frecuente nombrar al instrumento externo y separado como instrumento inanimado. Por el requerimiento de su utilidad, el instrumento puede ser necesario o no; In de caelo, III, c7, f. Por la facultad a la que sirve: puede ser de la facultad racional (instrumentum rationis: In Perihermeneias, I, 7 a), de la facultad del habla (instrumentum vocale: In II Sententiarum, d2, q2, a2, ad5), etc.


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es algo “ya puesto” como las cosas o los meros objetos. La realidad humana es un ente, pero no meramente algo cósicamente presente [vorhanden]. Su ser consiste en “existir”, en salir de sí para posibilitar la constitución de toda realidad positiva26. Ahora bien, para Heidegger, nuestro cotidiano ser en el mundo no consiste en un conocer, sino en un tratar con el mundo en las múltiples formas de nuestras preocupaciones y ocupaciones. Lo que en este trato nos es inmediatamente “dado” no son las cosas como cosas-sustancias, o cosas-materias o cosas-extensiones, sino como asuntos: es decir, las cosas en el mundo cotidiano son para nosotros instrumentos o útiles [Zeug]. La forma de ser del instrumento implica una referencia constitutiva a otros instrumentos y, finalmente, la relación de todos los instrumentos al hombre. Heidegger expresa esa relación con el término manejabilidad [Zuhandenheit]. Las cosas no están inicialmente presentes a nosotros para ser contempladas teóricamente; porque la visión propia de quien trata y utiliza las cosas somete al útil al conjunto de referencias particulares y totales, cuya trama forma lo que llamamos la “conducta práctica”. Heidegger puntualiza que en el contexto de todos los útiles se descubre la “naturaleza” en un sentido anterior al meramente teórico, la naturaleza como conjunto de los seres manejables y utilizables: el bosque se ve como riqueza forestal, la montaña se ve como cantera, el río se ve como fuerza hidráulica, el viento se nota como fuerza en las velas; tal es la naturaleza en sentido instrumental y, además, primario. El ser utilitario de las cosas, la “manejabilidad” [Zuhandenheit], tiene un carácter de “referencia servicial”: “servir para”. La estructura ontológica de lo manejable consiste en referencia, en ser “para” otro, como un conformarse con algo en algo. Heidegger denomina el conjunto de estas relaciones y su estructura –en vista de su uso, de su finalidad y de su utilidad–, precisamente mundanidad del mundo. Por estar ese conjunto de referencias ligado en su extremo al ser humano, el mundo como instrumentalidad pertenece a la constitución ontológica del hombre. Si por el instrumento define la mundanidad del hombre –su ser en el mundo– es claro que Heidegger ha configurado la base de su análisis categorial y existencial del mundo en los supuestos aristotélicos de instrumentalidad que eran muy conocidos ya por la filosofía clásica. 2. Pero avancemos un poco más. Recordemos que la filosofía clásica había planteado la instrumentalidad no sólo con las notas de funcionalidad y goza26

M. Heidegger, Sein und Zeit, Max Niemeyer-Verlag, Tübingen, 81957, pp. 601-602.


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bilidad, sino también con la nota de seguridad (bajo la cual afloraba la costumbre). Esta nota la retoma Heidegger en un libro que escribió mucho después de Sein und Zeit, a propósito de la obra de arte27. Heidegger llega a la noción de “seguridad” analizando un humilde instrumento: los zuecos de una campesina, los que había pintado Van Gogh. Leo el texto de Heidegger: “En el oscuro interior del gastado zueco queda fijada la fatiga del andar laborioso. En la dura pesadez del zueco queda adherida la firmeza de la lenta marcha a través de los surcos uniformes que se extienden en el campo azotado por el viento desapacible. En el cuero queda la humedad y dificultad del suelo. Bajo las suelas pasa la soledad de los senderos al caer de la tarde… Este instrumento pertenece a la tierra y queda guardado en el mundo de la campesina. Con estas ocultas implicaciones surge el instrumento como tal”. Desde esta perspectiva, aunque se diga que el ser del instrumento sería esencialmente la utilidad, Heidegger piensa que ese “llevar los zuecos puestos” es también una operación que ofrece a la campesina seguridad –no una mera seguridad psicológica, sino ontológica y antropológica–. Y argumenta Heidegger así: “Es cierto que la instrumentalidad del instrumento consiste en su servicialidad. Pero ésta a su vez se funda en la plenitud del ser esencial del instrumento. Nosotros lo denominamos la seguridad. Gracias a la seguridad, la campesina responde, a través de este instrumento, a la silenciosa llamada de la tierra; en virtud de la seguridad del instrumento está ella misma segura de su mundo”. También para Heidegger, quizás con matices no muy distintos de los expresados por la filosofía aristotélica, la utilidad tiene su raíz en la seguridad. Sin la seguridad, nada sería la utilidad y degeneraría en fluctuación vital. 3. La conclusión que, a propósito del instrumento, se saca desde la perspectiva heideggeriana, con tan claros perfiles aristotélicos, es que si el hombre se reduce a instrumento también es reducido a uso, a utilidad, a goce, a servicialidad y a seguridad del existente al que se remite. Lo cual es suficiente para entender la perturbada estructura vital del ser humano que comparece como un útil enlazado a un instrumentalizador. Queda claro que sólo hay instrumentos para el hombre; pero también es cierto que un hombre puede desequilibrar esa estructura ontológica tomando a los demás 27

M. Heidegger, Der Ursprung des Kunstwerkes, en Holzwege, en Holzwege, V. Klostermann, Frankfurt am Main, 31957, pp. 7-68.


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hombres como instrumentos, pervirtiendo la condición originaria que lo constituye. Heidegger alcanza a decir que el instrumentalizador habría caído en una existencia inauténtica. Pero rehúsa inicialmente dar una adjetivación ética a esa inautenticidad, diciendo, por ejemplo, que el instrumentalizador ha caído en una existencia inmoral y ha dado origen a la esclavitud.

3. Valoración moral del instrumento animado En cambio, Francisco de Vitoria se preocupó de dar una valoración moral al hecho de la esclavitud. Esto me lleva a entrar directamente en la evaluación que tanto él como sus discípulos, hacen del esclavo como “instrumento animado”. Pero antes de abordar este punto es preciso indicar que la noción de esclavo se determinaba en el mundo antiguo y medieval desde el concepto más genérico de servidumbre28. Y el mismo término “siervo” venía a tener varios sentidos29. 28

En cualquier caso, el siervo estaba situado en el extremo inferior de una relación vertical, la cual ontológicamente “se basa en las categorías de acción y pasión, por cuanto lo propio del siervo es ser movido por el señor con imperio” (“Relatio servitutis et dominii fundatur super actione et passione, inquantum scilicet servi est moveri a domino secundum imperium”; Summa Theologiae, III, q20, a1, ad2). Ser movido con imperio hace del hombre un instrumento muy especial (“Cum servus dicatur ad dominum, necesse est quod, ubi est propria et specialis ratio domini, ibi sit specialis et propria ratio servitutis”; Summa Theologiae, II-II, q81, a1, ad3). En tal sentido “el hecho de que alguien obre recibiendo de otro con necesidad un contreñimiento, se debe a que está sujeto a servidumbre” (“Quod autem quadam necessitate ab alio agitur ad operandum, servituti subiectum est”; Contra Gentes, III, c112). De ahí sacó Aristóteles la conclusión de que “se llama siervo el hombre que no ha nacido para obrar por virtud de su propia inteligencia, sino que obra tomando de otro la virtud y la razón de obrar, obedeciendo”. Los latinos utilizaron tres vocablos coordinados: servus, servitus y mancipium, o sea, respectivamente siervo, servidumbre y mancipación (hacer siervo a uno, cogerlo con la mano, manucapere). San Agustín señalaba que siervo se deriva de “servo” que significa conservar o guardar: de modo que el “siervo” era el con-servado por el general en una guerra (De civitate Dei, XIX, c15). Con el tiempo la palabra latina servus se tradujo al español, una vez finalizada Edad Media, indistintamente por esclavo y por siervo. La esclavitud es una servidumbre personal, la que se establece en la relación de persona a persona. Pero existía también la servidumbre real, la que se debe por la misma cosa (como es la rústica y urbana), y la mixta (personal/real), como es la de uso y habitación. 29

De un lado, “siervo” se oponía al señor que domina como un principio arquitectónico: así, “servil” viene a significar simplemente capacidad de ayudar; por lo que existe un arte servil, una disciplina servil, una forma servil, incluso una ciencia servil; pero, de otro lado, siervo se oponía al señor que domina como ser libre, y entonces “servil” significaba situación de esclavitud. En la primera forma de servidumbre se hallaba también el siervo estipendiario, esto es, el que por esti-


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Hasta el Siglo de Oro llegó la distinción de tres tipos de servidumbre: existe la servidumbre civil, que es el servicio o supeditación del ciudadano normal a sus gobernantes legítimos. Además estaba la servidumbre o esclavitud legal, impuesta por una ley positiva; y estaba también una presunta esclavitud natural, que algunos creían ver en una disposición natural30, aunque muy pocos entendían la esclavitud natural en un sentido físico y necesitante. Los autores medievales y renacentistas están de acuerdo en que al principio todos los hombres eran iguales, y sólo con el tiempo se introdujo la esclavitud. Normalmente se pensaba que la servidumbre o esclavitud “legal” se imponía o por “derecho natural”31, o por “derecho de gentes”32 o, en general, por “derecho civil”. En cualquier caso, la esclavitud legal se derivaba principalmente de la cautividad por guerra y de delitos cometidos: rapto, colaboración con enemigos, pertenencia a familia de ladrones, contumacia; pero también se derivaba de actos no delictivos, como el voto, la venta propia, la venta de hijos o el nacimiento de mujer esclava. La idea de esta esclavitud legal era asumida sin objeciones por la mayoría de los autores. El hecho de que durante siglos se admitiera, principalmente en Europa, la esclavitud legal venía acompañado de argumentos que la justificaban; por ejemplo, si al vencido en una guerra se le conmuta la pena de muerte por la de esclavitud, se logran dos beneficios: primero, salvarle la vida; segundo, aprovecharse de su trabajo para aumentar las propias riquezas y el comercio. También en las Escrituras y en el Derecho Canónico venía ratificada la esclavitud. Estos y otros argumentos quedaron enquistados en las costumbres, en la cultura, en las leyes y en las relaciones sociales de muchos pueblos; de manera que tanto dentro de los diferentes reinos, como en la praxis de sacerdotes y religiosos, era considerada la esclavitud legal como algo consabido y honesto, instituida incluso por el derecho de gentes. Con lo cual se veía la esclavitud legal como una institución lícita e incuestionable.

pendio y precio acordado llamaban criado; y asimismo el siervo jornalero, en cuyo ámbito se integraban los oficiales mecánicos, mayormente los que tenían oficio y artes llamadas serviles, como cocheros, cocineros, carniceros y otros semejantes. Pero en la segunda forma de servidumbre, se hallaba el esclavo, sin dominio ni libertad. Cfr. Diego Pérez de Mesa, Política o razón de estado (1625), edición crítica de L. Pereña / C. Baciero, CSIC, Madrid, 1980, pp. 26-27. 30

“Inquantum utile est huic, quod regatur a sapientiori, et illi, quod ab hoc iuvetur”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q57, a3, ad2; I-II, q94, a5, ad3; In IV Sententiarum, d36, q1, a1, ad3. 31 32

Domingo de Soto, De iustitia et iure, IV, q2, a2.

Tomás de Mercado, Summa de tratos y contratos, Sevilla, 1587, II, c20, pp. 102-107; Gabriel Vázquez, Commentariorum ac disputationum, t. 2, disp157, c4, n28-n30.


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Es justo destacar que los argumentos a favor de esa esclavitud chocaban siempre con la definición del hombre como ser racional, y con los atributos que le son inherentes, a saber, su libertad, su dignidad y su igualdad33. Por eso es comprensible que ante las noticias que llegaban a Salamanca de los abusos y desafueros que los conquistadores cometían en las Indias recién descubiertas, empezaran a oírse voces discordantes y de gran autoridad moral contra la aplicación de la esclavitud legal. Ninguna tan fuerte y tan bien aparejada como la de Francisco de Vitoria. Y había en sus censuras y reprobaciones una carga moral de tanto alcance que sus argumentos acabaron penetrando paulatinamente en los resortes del pensamiento antiesclavista.

4. Polémica sobre la instrumentación total o esclavitud natural 1. Una de las razones que utilizaban los partidarios de una presencia dominativa de los españoles en las Indias, justificando también las guerras contra los indígenas, era no ya la esclavitud legal, sino la esclavitud natural de estos hombres, su nativa instrumentalidad. Así lo seguiría defendiendo, años después, Juan Ginés de Sepúlveda34. Para superar esa tesis, Vitoria en sus relecciones buscaba un principio primario y radical de orden natural que estuviera en la base de cualquier otro principio y fuese siempre el presupuesto de las relaciones humanas; todo lo demás sería algo derivado. Y tal principio era la libertad natural del indio. De ahí la enorme importancia que casi todos los maestros que dependen de Vitoria le darían luego a esclarecer lo que se llamaba “esclavitud natural”: así Alonso de Veracruz, Bartolomé de Medina, Juan de la Peña, Domingo Báñez, Antonio de Córdoba, Mancio del Corpus-Christi y Pedro de Sotomayor. Estos maestros to-

33

J. M. García Añoveros, El pensamiento y los argumentos sobre la esclavitud en Europa en el siglo XVI su aplicación a los indios americanos y a los negros africanos, CSIC, Madrid, 2000, p. 206. 34

Juan Ginés de Sepúlveda, Democrates alter, 1544; Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1947; traducción castellana: Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios, Instituto Francisco de Vitoria, Madrid, 1951. Cfr. T. Andrés Marcos, Los imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su ‘Democrates alter’, IEP, Madrid, 1947; H. Méchoulan, L’antihumanisme de J. G. de Sepúlveda: Etude critique du “Democrates primus”, Mouton, París, 1974; F. Castilla Urbano, Ginés de Sepúlveda 1490-1573, Ediciones del Orto, Madrid, 2000.


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marían parte decidida en el duelo Sepúlveda-Las Casas, simpatizando con las Casas35, desde la óptica implantada por Vitoria. Vitoria les había enseñado también que no hay más causa justa de guerra que la violación de los derechos humanos, es decir, la injuria, entendida como acción injusta contra los derechos humanos. Por lo tanto, la defensa de la livertad y de los derechos humanos son los únicos títulos legítimos de una guerra o de una ocupación armada. Desde este prenotando quiero centrarme ahora en la tesis de la esclavitud natural, en la que muchos basaban sus argumentos filosóficos para justificar el proceso de guerra y esclavitud contra los indios, argumentando que ya había sido probada por Aristóteles. El texto principal de Aristóteles sobre este asunto es el siguiente: “El que es capaz de prever con la mente, es naturalmente jefe y señor por naturaleza; y el que puede ejecutar con su cuerpo esas previsiones, es súbdito y esclavo por naturaleza (φύσει δοῦλος); de ahí que el señor y el esclavo tengan los mismos intereses… Por eso dicen los poetas que es justo que los griegos manden sobre los bárbaros, entendiendo que bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza”36. Resulta interesante observar cómo Vitoria se esfuerza por salvar en tan grave problema la autoridad de Aristóteles, dando al texto una interpretación tan liberal y amplia, que en realidad la deja vacía de su original contenido. Otros habían iniciado ya ese mismo camino. Dice Vitoria: “Falta contestar a los argumentos contrarios, que decían que los bárbaros parecen siervos por naturaleza porque carecen de suficientes luces para regirse por sí mismos. Digo, pues, que en realidad Aristóteles no pensaba que los que poco valen de ingenio sean esclavos por naturaleza y carezcan del dominio de sí mismos y de las otras cosas, pues tal es la servidumbre civil, la legítima servidumbre, con la cual nadie es siervo por naturaleza. Ni afirma Aristóteles que, si hay algunos cortísimos de facultades mentales, sea lícito ocupar sus bienes y el patrimonio de ellos y reducirlos a la esclavitud y lanzarlos al mercado; sino que sólo pretende con sus palabras enseñar que 35

L. Hanke, Bartolomé de Las Casas: Bookman, Scholar and Propagandist, University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1952; M. Beuchot, Los fundamentos de los derechos humanos en Bartolomé de las Casas, Anthropos, Barcelona-Bogotá, 1994; N. Capdevila, Las Casas. Une politique de l’humanité. L’homme et l’empire de la foi, Cerf, París, 1998. 36

Aristóteles, Politica, I, 1, 1252 a 31-1252 b 9. Otro texto paralelo: “Todos los que se distinguen de los demás tanto como el cuerpo del alma o el animal del hombre –y así son todos aquellos cuyo rendimiento es el uso del cuerpo y ello es lo más que pueden aportar– son esclavos por naturaleza (φύσει δοῦλοι) y para ellos lo mejor es someterse a tal tipo de gobierno, como igualmente lo es para el cuerpo y para el animal. Pues es naturalmente esclavo el que es apto para ser de otro”; Politica, I, 5, 1254 b 16-21.


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los tales tienen necesidad natural de ser regidos y gobernados por otros […]. Y es evidente que ésta es la intención de Aristóteles, puesto que del mismo modo dice que los hay que por naturaleza son señores, es decir, que tienen despejado entendimiento y uso de él, y en realidad no entiende que los tales puedan arrogarse el dominio sobre los demás, ostentando el título de ser más sabios, sino que por naturaleza tienen facultad para poder regir y gobernar”37. 2. El sentido de la tesis aristotélica, según la perspectiva de Vitoria, sería el siguiente: para que haya un buen gobierno ha de regir el más digno, o sea, al más cuerdo y sabio. ¿Pero cómo explicar entonces la frase aristotélica: “bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza”? Está claro que, en la reiterpretación dada por Vitoria, los bárbaros de Aristóteles no serían los que tienen distinto idioma, ni los que no usan la escritura, ni los que apenas tienen uso de razón, sino los absolutamente carentes de razón, o sea, los locos y los tontos. Por tanto, sólo “los locos y los tontos” serían esclavos por naturaleza; de estos sería verdadero el dicho de Aristóteles: “bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza”. Pero ¿quién ha visto una nación en la que todos los hombres nazcan “locos y tontos”? Suponiendo que se llama esclavo natural al loco y al tonto, es evidente que no hay ningún pueblo que sea esclavo. En consecuencia, los indios podrían ser bárbaros pero no esclavos. De ninguna manera, por tanto, se les puede hacer la guerra bajo este título, ni esclavizarlos. Como es obvio, este concepto de esclavitud natural –tanto en Vitoria como en sus discípulos– es ya formalmente distinto del aristotélico. Más que esclavitud natural, se trata de una imperfección o deficiencia natural que impide, en mayor o menor grado, el ejercicio de la responsabilidad y de la libertad38. Lo fundamental aquí es que un bárbaro –aquél que habitaba en las Indias– tiene uso de razón y libre albedrío. Y también como teólogos, estos autores nos recuerdan que por ser racional el hombre es imagen de Dios, y por eso tienen dominio sobre todas las cosas. El hombre, criatura racional –en las Indias o en Europa–, es imagen de Dios; de ahí deriva radicalmente su libertad natural y su dignidad.

37 38

Francisco de Vitoria, De indis, parte I, in fine.

C. Baciero, “Conclusiones definitivas de la segunda generación”, en Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca: Ética en la conquista de América, D. Ramos / A. García / I. Pérez y otros (eds.), CSIC, Madrid, 1984, pp. 420-424. Conviene recordar que ya en tiempo de Vitoria muchos autores se habían inclinado a pensar que la esclavitud natural de la que habla Aristóteles es solamente de reverencia y respeto hacia los sabios. Cfr. Domingo de Soto, De iustitia et iure, IV, q2, a2; Pedro de Ledesma, Segunda parte de la Summa, Zaragoza, 1611, trat. 8, c3, p. 22.


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Y en el mismo sentido se pronuncia Alonso de Veracruz: “No es riguroso argumento el de aquellos que, basándose en Aristóteles, dicen que unos son esclavos por naturaleza y otros son libres por naturaleza; llamando esclavos por naturaleza a quienes son o niños o locos, que deben ser guiados y conducidos, pero no conducir; y libres por naturaleza, los que guían y conducen; con ese argumento algunos sitúan a estos pueblos entre los esclavos por naturaleza. Y en consecuencia, al igual que el siervo y el esclavo, no poseerían dominio alguno, sino que cuanto tienen pertenecería a su señor. No es, digo, riguroso argumento. Y aunque se les aplicara la expresión aristotélica de esclavos por naturaleza, ello, sin embargo, no es motivo para quitarles el dominio, sino que tales faltos de mente reciben la denominación de esclavos por naturaleza por cuanto deben ser conducidos y gobernados por otros que los aventajan en prudencia por ser inteligentes y por ello también rectores. Digo que no es argumento riguroso, porque, por muy regidos y gobernados que estén por los mejor dotados, no se suprime en ellos el verdadero y legítimo dominio […]. Los habitantes de estas tierras [huius orbis] no sólo no son niños o locos, sino que en su condición están bien dotados y al menos alguno de ellos, en su condición, muy bien dotados. Esto es evidente: antes de la llegada de los españoles, y lo acabamos de ver con nuestros ojos [et modo oculis nostris videmus], hay entre ellos autoridades, gobiernos y ordenanzas sumamente apropiadas”39. Como se puede apreciar, también Alonso de Veracruz transforma, siguiendo los pasos de Vitoria, el significado de la tesis aristotélica40. Más tarde, Bartolomé de Medina –y con él Domingo Báñez–, siguiendo a Vitoria, seguirían la misma interpretación: la expresión “por naturaleza” significa ahora una conveniencia político-moral, no una necesidad física: quienes tienen ingenio son llamados señores por naturaleza, en el sentido de que por sus dotes naturales o por su preparación son naturalmente aptos para gobernar; pero los rudos, que no han desarrollado sus dones naturales, necesitan que otros los gobiernen y dirijan. En cualquier caso, Aristóteles admitía la esclavitud natural porque era para el bien de la libertad del señor, dentro de una situación en la que el sometido jamás alcanzaría su libertad; en cambio, para Vitoria, la esclavitud natural se reduce a una subordinación que se adopta en beneficio de las capacidades del súbdito y, por lo tanto, para crear una situación en la que él pueda alcanzar la mayor libertad que le es naturalmente posible.

39

Alonso de Veracruz, De iusto bello contra indos, q5, pp. 257-259. La traducción que ofrezco difiere en varios matices de la de estos autores. 40

Se pueden encontrar otros textos paralelos de Alonso de Veracruz: De iusto bello contra indos, q1, p. 146; q5, p. 242.


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Hoy diría Vitoria que las élites intelectuales deberían ser consideradas como las más preparadas “naturalmente” para gobernar. Por lo que la calificación de “siervos” no significa que aquellos indígenas no fueran libres y no pudieran disponer de sí mismos según su capacidad.

5. La naturalización de la esclavitud legal 1. Ahora bien, Vitoria no busca directamente pulverizar la validez y licitud de la esclavitud legal41 (quizás no era el tiempo oportuno); pero sí procura explicar abiertamente las inconsecuencias antropológicas y morales de aquella esclavitud que era la más directamente demoledora del hombre y de su congénita libertad. Se centra entonces –una vez demostrada la imposibilidad de la esclavitud natural– en interpretar y discutir la validez de los diversos títulos jurídicos que los españoles pretendían exhibir para someter a esclavitud a los indígenas; y además condena enérgicamente los comportamientos abusivos y crueles por parte de los presuntos dueños. Por tanto, sus dardos no se dirigían contra la institución de la esclavitud legal, sino contra ciertas prácticas de hacer esclavos; rechazaba las formas inicuas e injustas de reducir a los indios y condenaba los malos tratos que se hacían contra ellos. Pero el triunfo definitivo de Vitoria no ocurriría inmediatamente. En realidad, a pesar de que fuese reinterpretada o negada la esclavitud natural, el siervo o esclavo legal seguía traduciendo e importando realmente en sí mismo una sujeción al señor con necesidad cuasi-física. De ahí que al encarar el concepto de justicia, la cual requiere la alteridad, o sea, la distinción natural y legal de los sujetos, el gran colaborador de Vitoria en Salamanca, Domingo de Soto afirme: “Entre el siervo y su señor no se puede dar absolutamente lo justo, porque, como dijo el Filósofo en Politica (I), el siervo no es simplemente distinto de su señor; por el contrario, todo cuanto es, pertenece al señor, o sea, es un instrumento. Por consiguiente, así como entre el instrumento y quien lo maneja no 41

Francisco de Vitoria, De indis, p. 31: “Verum est quod ex hac ratione et titulo posset oriri aliquod ius ad subiciendum eos [indos], ut infra dicemus”. Otro texto de Vitoria: “Si enim post praeterita tempora creati orbis aut reparati post diluvium, maior pars hominum constituerit ut legati ubique essent inviolabiles, ut mare esset commune, ut bello capti essent servi, et hoc ita expediret, ut hospites non exigerentur, certe hoc haberet vim, etiam aliis repugnantibus”; p. 82. Léase el sigiente texto de Alonso de Veracruz: “Si barbari comedebant carnes humanas sive innocentium sive nocentium quos sacrificabant, licite bello potuerunt subici et dominio su legitimo alias privari si non desisterent […] et sic iuste possunt bello in servitutem redigi”; De iusto bello contra indos, p. 298.


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hay propiamente razón de lo justo, ni constituye injuria alguna para el instrumento que quien lo maneja haga uso de él a su gusto [si ad libitum suum illo utatur], así también ocurre entre el siervo y su señor”42. 2. En estas rígidas palabras de Soto se pueden señalar las bases de la brutal dialéctica del “amo y del esclavo” tan admirablemente descrita por Hegel. Este autor indicaba que los vencidos en las guerras servían de instrumento a la voluntad del dominador, dándole el sentimiento vivo de su yo; de modo que el señor venía a ser la autoconciencia libre, que imponía su ley e iniciativa al siervo. El siervo figuraba como la conciencia esclavizada, alienada, carente de libertad y ligada a la materia y al trabajo. De ahí la pavorosa afirmación de Hegel: “El señor se relaciona con las cosas de un modo mediato, por medio del siervo; el siervo, como autoconciencia en general, se relaciona también de un modo negativo con las cosas y las supera; pero, al mismo tiempo, las cosas son para él algo independiente, por lo cual no puede consumar su destrucción por medio de su negación, y se limita a trabajarlas. Para el señor, en cambio, la relación inmediata se convierte, a través de esa mediación, en la pura negación de la misma o en el goce”43. Podríamos decir que esta dialéctica sólo puede acontecer por el hecho de que la seguridad y gozabilidad prestada por el esclavo al señor no es meramente material, sino vital, una seguridad animada, vivificada. Es obvio que la instrumentalidad de un instrumento se acrecienta en la medida en que aumenta internamente su animación y no sólo su ámbito externo de aplicación. De ahí la mayor seguridad que para el instrumentador proporciona el esclavo como instrumento animado externo. Y por esa vivificación interna que tiene el esclavo como instrumento se produce, sin lugar a dudas, la inquietante dialéctica entre el señor y el siervo.

42 43

Domingo de Soto, De iustitia et iure, III, q1 a4.

“Ebenso bezieht sich der Herr mittelbar durch den Knecht auf das Ding; der Knecht bezieht sich, als Selbstbewusstsein überhaupt, auf das Ding auch negativ und hebt es auf; aber es ist zugleich selbständig für ihn, und er kann darum durch sein Negieren nicht bis zur Vernichtung mit ihm fertig werden, oder er bearbeitet es nur. Dem Herrn dagegen wird duch diese Vermittlung die unmittelbare Beziehung als die reine Negation desselben, oder der Genuss”: G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes, Verlag Joseph Anton Goebhardt, Bamberg / Würzburg, 1807, p. 122; Verlag Ullstein, Frankfurt/M, 1970, p. 118.


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Mas debía pasar todavía mucho tiempo, después de Vitoria, para que el problema de la esclavitud legal fuese resuelto con los mismos argumentos antropológicos y morales esgrimidos para superar la presunta esclavitud natural44. Ciertamente a partir de Vitoria se abría una nueva ruta en el enfoque de la esclavitud. Es claro que en las manos del maestro salmantino no estaba el superar por la vía política la denigrante concepción del esclavo como objeto-cosa, instrumento de utilidad, al que se referiría Hegel –aunque al respecto mucho hizo el maestro salmantino con sus denuncias45–. Como tampoco en nuestras actuales manos de filósofos está el superar las innumerables injusticias y esclavizaciones de nuestro mundo: tendremos bastante con denunciarlas con la claridad que él empleó. La conclusión de Vitoria es diáfana: si ningún hombre nace esclavo, sino libre, hay que respetar su dignidad y sus derechos inalienables. Y si la esclavitud natural no se puede invocar como título legítimo para hacer la guerra a los indios y despojarlos de sus dominios, como pretendían algunos, sencillamente porque no se da tal esclavitud, la argumentación antropológica y ética de Vitoria se hace desde ese mismo momento válida para superar la esclavitud legal. Pero esta vigorosa irrigación de fuerza moral que, bajo la argumentación de Vitoria, permite superar el estado y la institución de la esclavitud es todavía un mero eslabón que tiene su broche final en un nivel más alto. A ese nivel superior apuntan las últimas palabras que al principio cité de Vitoria, a saber: que el trato de los peruleros no es sólo cosa inhumana –que es lo explicado hasta aquí–, sino que además está fuera de toda cristiandad.

44

Cfr. J. M. García Añoveros, El pensamiento y los argumentos sobre la esclavitud en Europa, pp. 127-139; J. T. López García, Dos defensores de los esclavos negros en el siglo XVII (Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans), Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, 1982. 45

“Había poderosos intereses que se interferían en la realidad sociopolítica y económica, creándose un forcejeo entre la doctrina impartida en las aulas salmantinas y la práctica legislativa. La laboriosa gestación de las Leyes de Indias lo señala marcando una serie de avances y retrocesos que muestra el vigor con que poderosas fuerzas se opusieron a su aplicación integral”: J. Brufau, “Revisión de la primera generación de la Escuela”, en Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca: La ética de la conquista de América, D. Ramos, A. García y otros (eds.), CSIC, Madrid, 1984, p. 408.


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6. Prototipo de una esclavización trascendental: su dimensión ontológica y ética 1. Paso, pues, a la última parte de este capítulo, recordando que existen muchos tipos de servidumbre o esclavitud (o de estar al servicio de alguien que tiene la facultad de dominio). Está, en primer lugar, la esclavitud forzosa y la esclavitud voluntaria. La esclavitud forzosa natural es la tratada hasta el momento. Pero de la esclavitud voluntaria podríamos decir muchas cosas. Porque en pleno ejercicio de su libertad está el “esclavo por temor”, pero también el “esclavo por amor”46. La literatura castellana está llena de “cárceles de amor”47. Está el “esclavo de la justicia” y el “esclavo del vicio”: pues alguien puede estar inclinado al mal por un hábito malo, o inclinado al bien por el hábito de la justicia48. Está el esclavo del cuerpo y el esclavo del espíritu. Existe una esclavitud del hombre respecto a Dios y una esclavitud del hombre respecto al demonio49. 46

En realidad existe una amistad servil, un amor servil, una obra servil, un temor servil, una sujeción servil. En este último caso, la actitud servil [servilitas] se opone a la verdadera libertad, por lo que Tomás de Aquino indica que el que obra por amor supera la actitud servil (“Contra rationem servilitatis est, quod aliquis ex amore operetur”; Summa Theologiae, II-II, q19, a4). En el mismo sentido decía en el siglo XVI Torquemada que se puede llegar a ser esclavo por la plentiud de la caridad, como el obispo Paulo de Nola, quien se entregó como esclavo a los vándalos en lugar del hijo de una viuda (Juan de Torquemada, o Turrecremata, In Gratiani Decretorum, Venecia, 1578, t. I, parte I, dist. 1, c. Ius gentium, ad4, n10-n13, pp. 45-46). Obra servilmente el que se encuentra bajo una imposición necesaria, el que no obra con libertad (“Illud autem dicitur aliquis facere serviliter, ad quod faciendum sibi voluntas deest”; In III Sententiarum, d34, q2, a2, 1c). Bellarmino enseñaba a finales del siglo XVI que existe un tipo de servidumbre por la que, por ejemplo, el obispo sirve a la iglesia, el rey sirve al pueblo, el padre a los hijos y el maestro al discípulo: Roberto Bellarmino De ecclesiastica monarchia, c7, tertia controversia generalis de summo Pontífice, I, en Opera omnia, t. I, Nápoles, 1872, p. 320. 47

Tomo la expresión de Diego de San Pedro, Cárcel de amor, Sevilla, 1492. Véanse también estos versos de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1650-1695), extraídos de su poema dedicado a Lysis: “Mi rey, dice el vasallo; mi cárcel, dice el preso; y el más humilde esclavo, sin agraviarlo, llama suyo al dueño.

Así, cuando yo mía te llamo, no pretendo que juzgen que eres mía, sino sólo que yo ser tuya quiero”.

48

“Est autem servitus peccati vel iustitiae, cum aliquis vel ex habitu peccati ad malum inclinatur, vel ex habitu iustitiae inclinatur ad bonum”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q183, a4. 49

Antonio Mira de Amescua, El esclavo del demonio, D. Marín (ed.), Cátedra, Madrid, 61981. Ésta es quizá la mejor comedia religiosa del teatro del Siglo de Oro, cuya trama fue utilizada tam-


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Cuantas veces abrimos las biografías de grandes personajes, y también las hagiografías, nos saltan frases como estas: “sólo he querido ser un instrumento de la voluntad de mi pueblo”; o también: “soy un instrumento pequeño en manos de la Providencia”. Es indudable que tales frases compendian la posibilidad de hacerse esclavo voluntariamente por un fin que excede los intereses particulares del individuo. A este respecto, me voy a referir a esta esclavitud voluntaria, tan reiteradamente presente en la actitud de los grandes personajes de la historia, profana y religiosa. Y quiero preguntar por su forma más articulada y profunda, en definitiva, por la forma que podría ser, para el hombre, el ejemplar de un “esclavo de amor”. Para que el hombre se haga siervo es preciso que instrumentalice, voluntaria o involuntariamente, una o varias partes de su ser. En el caso de la vertical dialéctica hegeliana del señor y el siervo, lo que al señor le interesa instrumentalizar no es tanto la libertad de arbitrio del siervo –en realidad le importa poco el sometimiento psicológico o íntimo del siervo–; lo que al señor le interesa instrumentalizar es la libertad trascendental del siervo, la que le constituye como hombre, para como señor gozarse en el hombre: se trataría, según Hegel, de gozar la infinita capacidad que el hombre tiene de abrirse al mundo para transformarlo; sólo subyugando esa libertad trascendental puede el señor gozar humanamente de las cosas del mundo. 2. Ahora bien, una correspondencia vertical, pero distinta, se presenta, en un sentido más profundo y teológico, con la relación de Dios y el hombre en el gran misterio de la Encarnación. Llamo la atención, a este propósito, sobre la carta de San Pablo a los Filipenses, donde encontramos un himno referido a Jesucristo, que dice así: “El cual, existiendo en la forma de Dios […] se anonadó a Sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y apareciendo exteriormente en hábito de hombre” 50. La secuencia de este himno avanza desde la altura de la forbién por Pedro Calderón de la Barca (El mágico prodigioso) y por Juan Ruiz de Alarcón (Quien mal anda, mal acaba). 50

Filipenses, 2, 6-11. El himno, en su forma griega, tiene una estructura poética que no responde al procedimiento de pies métricos usado en la poética greco-latina, sino a los cánones de la poesía hebrea: dispone sus veintiún versos simétricamente, en bloques de siete versos, y los acentúa rítmicamente. El número siete, que es el símbolo de plenitud, es ya un signo esperanzador de la consumación de los tiempos, que es una de las ideas centrales del himno. Asimismo –y aunque es bien sabido– debo recordar que de este himno se ha ocupado una bibliografía muy extensa, la cual estudia tanto su estructura literaria como su contenido teológico, con cuestiones de autenticidad, de exégésis y de traducción. No faltan también estudios sobre su uso litúrgico. Como


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ma de Dios [in forma Dei, ἐν μορφῇ Θεοῦ] hacia el anonadamiento [exinanivit, ἐκένωσεν], y la esclavización [formam servi, μορφὴν δούλου]. Se anonadó en el misterio de la Encarnación y de la Pasión. Ahora bien, anonadamiento –exinanivit o ἐκένωσεν– no significa autovaciamiento, porque Cristo no podía despojarse de su divinidad: sólo se despojó de la gloria resultante de esa divinidad, mostrándose como un hombre. Por lo tanto, el anonadamiento no consiste en prescindir de una propiedad como es la gloria, sino en afectarse o implicarse la esencia misma de Dios infinito en su relación con lo finito. Prescindir de la gloria es un hecho psicológico y moral. Implicarse en la finitud es un hecho ontológico, un anonadamiento. ¿Y cómo puede ser explicado este anonadamiento? Creo que, para Santo Tomás, el anonadamiento no ha de verse como si tuviera lugar ontológicamente entre una cosa y su negación, sino de otra manera. A la pregunta de si Cristo quedó vacío de su divinidad, Santo Tomás responde, en el Comentario que nos ocupa, que Cristo “se anonadó, sin dejar su divina naturaleza, sino tomando la humana”. El mismo Santo Tomás se entusiasma con esta solución y se le escapa la palabra “pulchre” para referirse a la expresión “anonadamiento”: Pulchre autem dicit exinanivit. Traduzco el texto: “¡Con qué pulcritud dice: se anonadó a Sí mismo! Porque lo vacío es lo contrario de lo lleno, y la naturaleza divina está sobrellena [satis plena], siendo el depósito de toda perfección de bondad. En cambio, es la naturaleza humana la que no está llena”. Dicho de otro modo: el instrumento que Dios debía elegir para esclavizarse en él es algo vacío. ¿De qué vacío se trata? Y ¿cómo puede tener este vacío humano la funcionalidad exigida para ser un buen instrumento, aunque sea, en este caso, un instrumento para que Dios se esclavice? 3. La fórmula que maneja aquí Santo Tomás para caracterizar la naturaleza humana es la de “tabula rasa”, una expresión aparentemente metafórica, pero que indica enérgicamente un vacío y una nulidad, no en sentido absoluto, sino relativo o referencial, a saber: por referencia a los demás seres del mundo. Oigamos la continuación de párrafo antes citado: “La naturaleza humana no está llena, ni tampoco el alma humana, sino en potencia o disposición a llenarse [in potentia ad plenitudinem], pues fue creada como tabla rasa [tabula rasa]. Así que la naturaleza humana está filósofo no me compete entrar ni en problemas de exégesis ni en cuestiones de teología dogmática, y menos de liturgia.


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vacía [est ergo natura humana inanis]. Dice pues: se anonadó, porque tomó la naturaleza humana”. Para entender esta solución de Santo Tomás hay que hacer dos advertencias. Primera, que con la expresión “tabula rasa” no se está refiriendo a una negatividad real. Segunda, que con el anonadamiento se está refiriendo a un acontecimiento ontológico, de índole antropológica. Santo Tomás sintetiza ahora la quintaesencia de su antropología, basada en la índole infinitamente abierta del hombre –que eso significa precisamente la fórmula metafórica de “tabula rasa”–. Comparado con el animal, que es un ser impulsivamente compacto y atado a su perimundo como la llave a la cerradura, el hombre carece de fijezas instintivas y de certeras conductas adaptativas. Su vida es una continua opción inventiva. El animal no es una “tabula rasa”: tiene mucha escritura conformada en su tabla biológica; está lleno en su conducta de direcciones fijas, de horizontes bien recortados. En cambio, el hombre tiene que inventarse sus salidas al mundo, siendo el “mundo” precisamente, o sea, la omnitud de realidad, lo que se le abre a su rasa tabla espiritual. Expresado en términos de la antropología germánica: el animal posee Umwelt (perimundo), el hombre tiene Welt (mundo). Siendo la inteligencia racional el distintivo del hombre frente al animal, los clásicos centraban su explicación de la esencia abierta del hombre en la índole de su inteligencia. Decían al respecto que así como la inteligencia divina no puede estar en potencia, sino en acto puro, la inteligencia creada no puede estar en acto respecto de la totalidad del ente universal: una inteligencia creada como la humana no es infinita y, por lo tanto, en su existir puede compararse con las cosas inteligibles como la potencia con el acto. A este propósito dice también el Aquinate en la Suma Teológica, “El intelecto humano está en potencia respecto a los objetos inteligibles, y en principio es como una tabla rasa en la que nada hay escrito, como dice Aristóteles en De anima (III)”51. Dicho de otro modo, el vacío que define la naturaleza humana no puede parangonrse con un ser negativo, un Mängelwesen (Gehlen), deficitario, lleno de carencias. Es, más bien, y a su modo, una plenitud. Las perfectas configuraciones adaptativas del animal –como la pezuña a la tierra, o las garras a la presa– serían en el hombre una monstruosa imperfección, y estorbarían la acción del espíritu humano en el orden entitativo y operativo. Por eso observa Santo Tomás en la Cuestión disputada sobre el alma, y después de volver a recodar que el alma humana es como una tabula rasa: “es necesario que el cuerpo al que se une el alma racional sea de tal índole que pueda ser aptísimo para 51

“Intellectus humanus, est in potentia respectu intelligibilium et in principio est sicut tabula rasa in qua nihil est scriptum, ut Philosophus dicit in III de Anima”; Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q7, a9, ad2.


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representar al intelecto los objetos sensibles, de los cuales resultan en el intelecto los objetos inteligibles; y así es conveniente que el cuerpo al que se une el alma racional esté óptimamente dispuesto para sentir”52. 4. Hecha esta aclaración acerca del enigmático “vacío” propio de la naturaleza humana, se comprenderá que sólo en ella podía el Verbo hacerse esclavo, tomándola como instrumento que prestara funcionalidad y seguridad a su misión. Pues todo instrumento ha de tener adecuada capacidad instrumental. Como advertí al principio, el instrumento ha de tener “funcionalidad”. Al igual que la sierra gastada y oxidada ya no tiene instrumentalidad propiamente dicha, tampoco un cuerpo inapropiado facilitaría el esclavizamiento divino. Diríase que si Dios tuviera que encarnarse en un ser infrahumano, este ser jamás podría recibir la invasión infinita de la divinidad, precisamente por estar limitado, coartado, reducido a un estrecho repertorio en la conducta. Por no estar abierto infinitamente, no podría ser asumido por el ser infinito. Un ser infrahumano sería, para la divinidad –y permítaseme la expresión– un muñón inerte, una ortopedia en la que el mismo Dios quedaría ridiculizado. También en otro lugar de la Suma Teológica se pregunta el Aquinate “si la naturaleza humana fue más apta que cualquier otra para ser asumida [magis assumptibilis] por el Hijo de Dios”. Y responde que sí, que ninguna otra es la más apta para ser asumida por la persona divina. Pero advierte que esa aptitud debe entenderse como una potencia obediencial, como una “congruencia” o conveniencia para la unión con el Verbo. Una congruencia que la naturaleza humana posee por su dignidad, pues “la naturaleza humana, por ser racional e intelectual, mediante su operación es capaz naturalmente de alcanzar de algún modo al mismo Verbo, esto es, conociéndole y amándole”53. En cambio, a los seres irracionales les falta esta congruencia de dignidad. Dicho de otro modo, sólo un ente que, como el hombre, es una “tabula rasa”, espiritual y corporalmente hablando, tiene la propiedad o congruencia de poder ser asumido por la divinidad. El anonadamiento divino es un acontecimiento ontológico, de índole antropológica: el único tipo de abajamiento en que Dios encuentra, en el ser finito, fluidez psicológica y flexibilidad ontológica. Dios se esclaviza y anonada sólo al estilo de Dios: asumiendo ese instrumento que es la índole positiva, nunca negativa, de un ser totalmente abierto, como lo es el de la naturaleza humana. Mas para el Verbo sigue siendo un anonadamiento asumir la finitud, aunque sea la de la naturaleza humana; en cambio, para el hombre el anonadamiento 52

Tomás de Aquino, De anima, a8 c.

53

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q4, a1.


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ontológico de Dios va a significar la confirmación de que su misma naturaleza es un instrumento capaz de colaborar con la intención divina, logrando con ello la solución real y definitiva a su rasa infinitud, a su potencial apertura indefinida. 5. Al final de este capítulo, movido por la pregunta de si el hombre puede ser un instrumento, he de concluir que cuando el hombre es esclavizado por otro hombre en su libertad trascendental se reduce a mero instrumento y se oscurece su dignidad humana; mas cuando esa libertad trascendental humana se presenta como asumida por el ser infinito, el hombre puede comprender que el vacío de su abierta naturaleza es un magnífico instrumento trascendental que, sin pérdida alguna de dignidad, puede servir al ser infinito. Entonces, en la libre realización de esa instrumentación, querida y aceptada como un regalo conmovedor, estriba su vocación de hombre y el estilo de su dignidad. Era la misma vocación y el mismo estilo de aquellos misioneros que volvían horrorizados de las Indias y contaban a Vitoria las arbitrariedades y desafueros que habían visto cometer. Y es que la empresa intelectual de Vitoria se convertía en la instauración de una antropología trascendental que daba también la más profunda respuesta de liberación a la fragilidad del hombre; y explica la parte final de la ya citada frase de este ilustre maestro salmantino, refiriéndose a la posibilidad de aprobar aquellas injusticias de los peruleros: “antes se seque la lengua y la mano, que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad”.


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