Alfabeto de humo 'Ensayos sobre poesía venezolana'

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Alfabeto de humo

Alfabeto de humo

Néstor MeNdoza

1ª edición: © Ediciones Estival 2022

Colección El vitral de Duchamp. Nº 7

Depósito legal: AR2022000019

ISBN: 978-980-18-2515-9

edicioNes estival

coNsejo editorial:

Alberto Hernández

Juan Martins

José Ygnacio Ochoa

©Proyecto codarte a.c.

correo electrónico:

edicionesestival@hotmail.com

Levantamiento de textos y artes finales: Estival & Asociados

Diseño de portada: Karwin Poleo

En la portada: Foto de Bianca Salgado en Pexels

Digitalización: Talleres de Codarte A.C.

Editor digital: Ediciones Estival & Asociados

Digitized in Venezuela

Néstor Mendoza

Alfabeto de humo Ensayos sobre poesía venezolana

Prólogo de alMa Karla saNdoval

Alfabeto de humo Ensayos sobre poesía venezolana

Cuando las pavesas hipnotizan

¿Qué logra Néstor Mendoza en su libro sobre la poesía venezolana, Alfabeto de humo?, ¿señales indelebles aun con viento?, ¿o actúa con precisión de entomólogo creando un insectario? En ocasiones parece un orfebre tallando páginas hasta que la joya brille y ese fulgor nos atrape. Escribo estas líneas frotándome los ojos. La obra de este autor es también una carta amorosa, pero lúcida, a su tradición poética. Y brilla, lo sostengo, por los materiales de un discurso cuya molecularidad es la lectura profesional de un académico, pero asimismo la revisión apasionada de catorce poetas venezolanos que resignifican el devenir artístico de su país.

Esa marca, en tiempos de posverdad y ecocrítica en el horizonte de los llamados estudios culturales, puede ser la sonrisa del gato de Cheshire, pues es lo único que no desaparece entre el humo de la poética sudamericana donde algo se incendia. Tal vez la combustión proviene de la hecatombe que un ensayista siempre ofrece a los dioses del intelecto. No en balde Roberto Calasso escribió que, en el Olimpo, la ambrosía no era lo que más disfrutaban sus habitantes, sino la humareda ascendiendo hasta esas nubes, un olor de carne en llamas. Néstor Mendoza enciende hogueras junto a retratos de voces como las de Yolanda Pantin, Eugenio Montejo, Edda Armas, Fernando Paz Castillo, Rafael Cadenas y otros conformando un fresco donde la poesía, como aseguró Octavio Paz, «sin

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dejar de ser palabra e historia, trasciende la historia». Llama la atención la destreza con que estos ensayos breves dan en el blanco de la miga estética de cada uno de los autores como objeto de estudio. Mendoza se vale de referentes de diversas procedencias: canciones de Coldplay, recuerdos de su infancia, sensaciones táctiles en el encuentro con los libros, así como citas de un conocedor de literatura comparada para explicar qué es aquello imperdible en la obra de cada poeta, a quien se refiere como observando una rara avis o diseccionando una quimera. Se nota, ergo, la fuerza mítica del centauro tal como bautizó Alfonso Reyes al género ensayístico en La experiencia literaria.

Lectores iniciados en la poesía disfrutarán este libro, pero también aquellos con algunas fobias insondables, pues se les revelará una forma pocas veces pergeñada con razón y fervorosa actitud lectora de detective: la de la crítica que tanto extrañamos en Latinoamérica, ese arte que brota de la espuma del arte embravecido.

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La celebración de Enriqueta Arvelo Larriva

trato de recoNstruir una imagen precisa con el escaso registro fotográfico. Encuentro fotos mutiladas, en blanco y negro o en sepia, muy pobres en calidad. Poquísimas fotos: solo dos. Una mínima biografía puede darnos un perfil más claro: nació y se crió en Barinitas, pequeño pueblo del estado Barinas. Fue articulista del diario El Nacional durante su prolongada estancia en Caracas y frecuentó, sin disonancias, el entorno cultural capitalino. Alfredo Arvelo Larriva, su hermano mayor, también fue poeta reconocido: ambos provenían de una familia con vocación literaria. Se ha dicho y escrito que era callada, retraída, predispuesta a la soledad y, en algún malicioso estudio, se ha pretendido categorizar su obra y personalidad con esquemas rígidos fuera de contexto.

Estudios biográficos recientes señalan que aspiró a cargos de elección popular (candidata a diputada a la Asamblea Legislativa del estado y al Senado de la República) y gestionó valiosos esfuerzos para elevar la calidad de vida en su región. Alicia Jiménez de Sánchez, biógrafa entusiasta de Enriqueta, perfila su figura dentro del ambiente doméstico: «…fue una mujer de familia. La suya le dio mucho intelectual y espiritualmente, pero también le exigió muchos sacrificios. Ella los aceptó y los asumió sin rencores. Les perdonó que no apreciaran su poesía. Mujer sabia, lúcida, presentía que la posteridad le daría la razón al empeñarse en escribir y en hacerlo de aquella

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forma. Y se la dio». Las semblanzas e impresiones de sus allegados, entre ellos Julián Padrón, Pálmenes Yarza y Alfredo Silva Estrada, coinciden al resaltar su sencillez, su «adecuada mesura» y «conversación chispeante e inteligente».

Toda comparación puede resultar antipática, especialmente en asuntos asociados a la poesía. No obstante, cuando leo a Enriqueta Arvelo Larriva y pienso en el año de su nacimiento —1886, época incipiente y patriarcal de las letras venezolanas—, su voz se levanta fuerte como un búnker; y paciente y sutil, como el brote de una cayena. Sorprende la unidad espontánea desde sus primeras publicaciones, las cuales siguen una equilibrada continuidad. Su voz no es copia de otra voz varonil. Inicia, tal como lo expresa Reynaldo Pérez Só, «las posibilidades de nuevos enrumbamientos totalmente ajenos al mimetismo establecido».

«Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, /un misterioso sol amanecía». Así describe José Hierro la transición del dolor al regocijo. Sin llegar a ser abiertamente celebrativos, los textos de Enriqueta alcanzan esa alegría descrita por el poeta español. De alguna forma, esa propuesta estética se corresponde con su desenvolvimiento personal. Incluso en los momentos más desafortunados que tuvo que sortear en el transcurso de su vida, expresaba que no tenía «vocación de dolorosa». Esta descripción escrita por ella puede leerse, también, como una poética: «Ansío vehementemente no tener que sobrellevar una nueva restricción de mi inquietud psicofísica, que no me

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«La celebración» de Enriqueta Arvelo Larriva

haga por ejemplo, prohibición de mi preocupación e impaciencia, porque ellas son señales fieles de que aún no arrastro conmigo una ruina de optimismo, de que todavía me rijo por una llena y viva esperanza de derramado bien».

La poesía de Enriqueta propicia un gozo íntimo y verbal; este impulso motiva a seguir sus pisadas, sus trazos, y prolongar el goce. Pocos autores logran esto. Es una alegría doble: por el manejo versátil del material poético; y por el ánimo que provoca en el lector, quien la recibe como una ofrenda iluminada, hermosas piezas de artesanía literaria. No le quedó grande el traje de la herencia. Confeccionó con la tela del romanticismo y del modernismo un vestido a su medida. Lo lleva con mesura y gracia. Se preocupó por labrar en su interior una voz ponderada. De muchas maneras, aparece San Juan de la Cruz y su «inteligencia sosegada y quieta sin ruido de voces». Ella escucha —a manera de Cesare Pavese— la voz tranquila con ojos entrecerrados. La realidad que capta es como la alcachofa, planta de pliegues superpuestos. La poeta desprende, con asombro y serenidad, lámina a lámina, la carnosidad escondida (capas de la realidad circundante). ¿No es esa, precisamente, la aspiración más alta de un poeta?

Si Enriqueta Arvelo nombra el árbol, la manzana, la colmena, una rama o el cielo, no es para describir la escena predecible, el anhelo bucólico del retorno. Es una poesía que mira desde adentro las labores del llano. Así, semejante al poema «Exclamaciones para salmodiar el paisaje», el cual muestra la sinécdoque del llanero («No hay caballos para tirarles sillas de

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Alfabeto de humo montar y piernas de llaneros»). Y el erotismo, fino y rotundo al mismo tiempo, emerge: «Quiero saber si tu pulso de fiebre / imaginó el candente lejos de mi sangre / o si fui la mancha casta de tu medianoche». No es juicio gratuito, en este caso concreto, la comparación del último verso con la eyaculación nocturna de un pretendido amante.

Quienes han estudiado su obra, ofrecen matices similares y es casi un consenso que Enriqueta inicia con pisada firme su recorrido en el panorama poético nacional. José Napoleón Oropeza, por ejemplo, expresa que ella «no solo predicó sobre el llano: no solo nos mostró un llano que no conocíamos sino que, también, nos descubrió la vida del llanero, dándole, por primera vez, aliento universal a este tema en la literatura». Arráiz Lucca también entrega su visión en torno a los amplios ecos de la poeta: «La reciedumbre con que auscultó su entorno fue tal, y su poesía tan interior, que hace olvidar el motivo que le daba vida. De allí que su voz sea de una verosimilitud pocas veces vista en la poesía venezolana».

La poeta de Barinitas conduce su femineidad con soltura. Es cauta pero no sumisa. Creo, y trato de dejar el pudor a un lado, que Arvelo Larriva forma parte de nuestros poetas mayores. Enriqueta indaga, lanza su malla y sujeta con fuerza las riendas de cada verso. Paso las hojas y quien aparece es ella; me invita a su casa de la infancia, «Casa ancha, alta, pura / antigua propiedad de vellones y piedra».

El interés por su obra ha sido irregular. Fluctúa entre el fervor momentáneo y la apatía. Esporádica-

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mente, aparecen trabajos y acercamientos críticos que aumentan la bibliografía disponible. Aún persiste la gran deuda de ver su obra, al fin, reeditada y distribuida como se merece. Cada vez es más urgente una atención mayor que la ubique en el lugar que, legítima y poéticamente, le corresponde.

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«La celebración» de Enriqueta Arvelo Larriva

Patria y prosodia: el país en un poema de Harry Almela

sieMPre Me llaMó la atención aquella imagen suya que me recibió un día de mayo, no sé cuál día de mayo, en el año 2007. Su residencia aún estaba en un pequeño apartamento de Maracay, frente a César Girón y la embestida del toro, monumento de la plaza homónima. Abrió la puerta un hombre con barba blanca y cabello desordenado, tostado de sol, sujetado con una cola de color impredecible: descalzo, con pantalón deportivo y franela. Dos sillas al frente y, al fondo, de arriba hacia abajo, me percaté de las tablas que sujetaban cientos de libros, muchos de ellos en formato de bolsillo; libros de «La Liebre Libre», su editorial. Ese día hablé poco: se sabe que su voz, al conocerla, puede intimidar. Y así fue. Él preguntó sobre los orígenes familiares comunes, excompañeros y exprofesores universitarios, sobre poesía española, sobre Mariara (la nuestra), sobre Barcelona (la catalana, no la venezolana); preguntó y habló y en una hora dijo cosas que recuerdo vivamente y otras que he ido olvidando por la sana omisión y su necesaria higiene mental.

Sin pedirle nada fue a su biblioteca y escogió con premeditado azar algunos ejemplares de La Liebre. En un ejercicio mnemotécnico puedo recordar En la masmédula, de Oliverio Girondo; Dictado por la jauría, de Juan Calzadilla; a Alfonso el Sabio, a Erasmo de Rotterdam. También me dio un ejemplar firmado

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Alfabeto de humo

de La patria forajida : «Para Néstor Mendoza, los poemas de la patria, con afecto». Ese fue mi primer acercamiento al poeta y a su obra. De allí en adelante vinieron esporádicos encuentros, entre Maracay, Caracas, Mariara y Valencia, ciudades en las cuales compartimos desde un lejano y tímido saludo, hasta un recital en Valencia o una presentación en Maracay: en un teatro-bar-casa en el que, sin previo aviso, ya luego del evento y rodeado de varias botellas de cerveza, decía: «ese texto está bien escrito pero ese no es el camino».

En apretadas líneas puedo decir que visité su casa de Mariara una sola vez, con mi amigo Rubén Darío Carrero, quien ahora estudia el exilio en Buenos Aires (con escasos libros y en una habitación pequeña, de alquiler). Limpiamos su cuarto de los trastes, bebimos, hablamos, pero sobre todo escuchamos cosas destiladas, francas, frases sin pretensiones pero sí dichas con claridad para no olvidarlas. Harry sin camisa y con el acostumbrado pantalón deportivo, nosotros con las manos oscuras por la limpieza y alternando sorbos de un ron económico. Esa tarde el árbol de su patio invitó un acento fraternal desde sus ramas y sus frutos pequeños, algunos rojos y otros verdes, masticados con emoción juvenil.

La consciencia discursiva de Harry lo llevaba a hilvanar textos poéticos y ensayísticos de gran refinación, desde una sencillez bien llevada, no exenta de fina y a veces dura ironía, nunca soez. Como investigador realizó trabajos documentados y atractivos como aquel pequeño volumen titulado Por la feraz campiña. Espacios y cultura en Aragua, magistral

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Patria y prosodia: el país en un poema de Harry Almela

recorrido por lugares, fechas y personajes aragüeños del siglo veinte. En dicho libro, logra conciliar la prosa clara, estimulante, con el rigor documental y bibliográfico. Con su obra poética pasa algo similar: no le teme a la cita, al homenaje, a dejarse ver entre los engranajes referenciales y antecedentes, lecturas, obsesiones, nuevos asedios a temas conocidos, incluso a cierta llaneza cercana al lugar común (recordemos que el propio Harry llegó a teorizar al respecto).

Hay otra cosa esencial en sus poemas: un respeto no sumiso a la tradición poética castellana, a sus formas y estructuras, a sus temas, a sus nombres canónicos. Eso lo vemos en los poemas de La patria forajida , en Instrucciones para armar el meccano , y especialmente, en Silva a las desventuras en la zona sórdida y Contrapastoral, sus últimos dos títulos publicados en vida. La preocupación por el idioma, por su poder para engendrar poder, no le era indiferente. Fue crítico del abuso, del autoritarismo creciente, de infames procedimientos. Como testimonio de estos días aciagos dejó muchos versos, como en estas líneas de Contrapastoral: «los impostores cantan / el himno de su ejército». Entre sus temas, como todo poeta, está la muerte, el amor, el país, la lengua materna; están la infancia y la senectud. Harry Almela, crítico de Andrés Bello, Antonio Machado, Rafael Cadenas, Armando Rojas Guardia y Yolanda Pantin; lector de Anna Ajmátova, Paul Celan y de Joseph Brodsky, tenía plena consciencia generacional, particularmente de la suya, la que inicia, cronológicamente, a finales de los 80. Una consciencia generacional atenta, cómo no, a sus predecesores, deudora de una tradición en el idioma de Gracián, Manrique y de Quevedo.

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Harry Almela nunca borroneó pasquines, cosa muy poco frecuente entre nuestros buenos poetas venezolanos. Su obra canaliza un dolor individual y también colectivo, de raíz social, matizado políticamente, con los atributos de la creación poética. Entre tantos poemas que tratan este asunto con especial talento y atención, recuerdo el texto «Los daños colaterales», perteneciente al libro Silva a las desventuras de la zona sórdida (2012). Este poema, para qué negarlo, me hubiese gustado leerlo en público. Efectivamente, lo leí en su homenaje póstumo realizado en la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, en 2017; no obstante, hubiese querido leerlo, memorizado, en otro espacio. Lo he imaginado algunas veces en esos últimos episodios de tristes movilizaciones, cuando tratar de llegar al trabajo significaba subir y bajar de camiones y «perreras», y, obviamente, en alternancia con largos trechos a pie. El poema da para eso y me parece que para mucho más. El poema tiene esa flexibilidad, tan nítida, que hace posible su recreación, su recitación, en entornos menos convencionales, solemnes o académicos.

No hay que ir tan lejos teóricamente para asociar el nombre de este poema de Harry Almela con aquel conocido libro del sociológico polaco. Hay visibles hilos entre Zygmunt Bauman y su noción de «modernidad líquida» con ese discurso «marginal», periférico y a veces desdeñado que ofrecen (¿aún ofrecen?) los llamados «charleros» venezolanos (charlero es un venezolanismo que alude, por ejemplo, a las personas que venden comestibles o piden en los transportes públicos). Digo venezolano pero es como si dijera colombiano o peruano o de cualquier nación

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con porciones notables de empobrecimiento. Es por eso que «Los daños colaterales», extenso poema de Harry, a veces, o muchas veces, me hace pensar en que es posible y aún bastante conveniente leerlo en público, quizás como una manera de ponernos en los zapatos de los demás, como ejercicio de empatía o a lo mejor de concientización. Su idea, supongo, es la de la memoria: Harry Almela parodia magistralmente el discurso de estos hombres que venden o piden en los autobuses como una manera de remozar esa alocución algo desgastada por el constante uso. Él mismo asume este desempeño social y nos lo devuelve con linaje poético, en un armónico equilibrio con su origen oral, espontáneo y llano, y con la misma efectividad persuasiva.

La poesía de Harry Almela, en casos muy frecuentes, es posible leerla con naturalidad. Como ya he comentado, uno de sus mayores logros consiste en la claridad expresiva que apela a la tradición castellana, y especialmente, a su prosodia: el recorrido sonoro del poema. El orden estrófico importaba, y mucho, para Harry. Se preocupaba por la estructura y la disposición del verso, rociado de referencias a la literatura universal y a episodios concretos de una historia «patria» (en su caso, la historia nacional y la regional: la venezolana y la mariareña), la historia de un país que transitaba con pasos erráticos, circulares y regresivos, con ojos vendados y hacia un acantilado humanitario. No es secreto para ninguno de sus lectores, colegas y allegados, que el temperamento cívico de Harry tenía una presencia visible y no pocas veces polémico. Tempranamente leímos sus advertencias en prensa escrita, en el diario El Nacional, en el año 2000;

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incluso antes, cuando el pánico autoritario empezaba a oscurecernos. Harry coincidía, en este sentido, con Juan Goytisolo: «Solo tenía una certeza: las sombras se adensaban y, en proporción inversa, la materia se desvanecía» (Telón de boca, 2003).

los daños Colaterales

Buenas tardes.

Buenas tardes, señoras y señores pasajeros.

Sé que esto es molesto y aburrido, e incluso sabemos que en el Metro estas cosas no se permiten.

Pero son escasas mis alternativas.

No soy un delincuente aunque mis harapos confiesen lo contrario.

He venido desde mi pago hasta esta ciudad de hachas y cuchillos en el aire, a entregarles lo único que ya puedo ofrecer.

Soy sobreviviente de la última guerra ...

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Patria y prosodia: el país en un poema de Harry Almela

y aún conservo en mi cuerpo los fragmentos de misiles que me abatieron desde el cielo.

Por respeto a sus incendios cotidianos no les haré ver mi tierna herida en el costado.

Quiero ofrecerles un mendrugo de lo que aún poseo.

Soy su guardián mientras pasa esta tormenta.

En cada uno de estos legajos encontrarán unas palabras.

Son unos breves poemas que ustedes leerán sin costo alguno. Los he escrito con la emoción de que ya nada podrá protegernos.

Sólo espero una limosna desde su corazón.

Desde su corazón, repito.

No aspiro ninguna recompensa material.

...

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Si no los leen, en verdad no importa.

Éste es mi trabajo, mi blanca cosecha de maíz, mi hambre y mi alimento.

Me ha sido dado recoger estas botellas en el mar y lanzarlas de nuevo para que encuentren otra playa.

Llevo la cruz de mis heridas hasta donde me alcance una dignidad que no aspira recompensas.

En la próxima estación me bajaré y terminará esta molestia.

Cambiaré de vagón y así el resto del día.

Gracias a todos por sus atenciones, y hasta luego.

©Harry Almela: Silva a las desventuras en la zona sórdida. Poesía. Maracay, Ediciones Estival 2012.

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Cuando las pavesas hipnotizan por alMa Karla saNdoval, 9.

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La celebración de Enriqueta Arvelo Larriva, 11 · Contra El muro: Notas sobre Fernando Paz Castillo, 17. · Rafael Cadenas: Música entregada en el desastre, 23. · Yolanda Pantin, otra Muerte de Narciso, 33. · El cisne de Eugenio Montejo, 43. · Edda Armas: Intimismo culturalista, 55. · Observaciones sobre Juan Sánchez Peláez, 67. · El celaje de lo ya sucedido en la poesía de Alejandro Oliveros, 75. · El cangrejo ermitaño de Arturo Gutiérrez Plaza, 81. · Ana Enriqueta Terán: visita a la Casa de hablas, 89. · Elizabeth Schön: Un mar imaginado, 99. · La imagen tangible de Teófilo Tortolero, 105. · Regresar al comienzo: Ana Nuño, la sextina y la tradición, 111. · Patria y prosodia: el país en un poema de Harry Almela, 119.

ÍndiCe

Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana, cuyo autor es Néstor MeNdoza se terminó de digitalizar durante el mes de abril de 2022. Labrado con la ayuda de Dios, en su alzadura se emplearon Tipos Book Antiqua de 9 a 10 puntos, Berling Antiqua 10 puntos y Sabon LT Std de 14 a 18 puntos.

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