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“MI ESPÍRITU SE LLENA DEL AROMA QUE VEMOS A LA VERA DE LA SENDA” o “Lugares apartados, silenciosos, perdidos entre montes y colinas” Curiosa meditación sobre el destino en el momento de contemplar el último brillo del ocaso por José Ramón Muñiz Álvarez (Poema prosístico) Mi espíritu se llena del aroma que vemos a la vera de la senda después de caminar algunas horas por un paisaje lleno de hermosura. Quizás es que revive el alma joven en quien empieza ya sus años viejos, perdiéndose en los bosques de otras épocas, un tiempo en que era todo más hermoso. Pues hay en ello un cierto bucolismo que llena de esperanza al que la pierde, viniendo a regalar, a los que sueñan, un halo de nostalgia bienvenida, pues, halo de nostalgia bienvenida que sabe bendecir, que nos ayuda, nos trae la juventud que ya vivimos, nos deja regresar a lo que somos. Y somos voluntad de un tiempo hermoso que queda atrás, que muere en el pasado, que siente su dolor y que se extingue, porque lo hemos perdido para siempre. A veces, hay momentos de la vida que quiere uno guardar como un tesoro, que quiere uno guardar dentro del pecho, que quiere uno guardar en la memoria. Hacer la caminata es regalarse, dichoso como nadie, a la nostalgia que cura las heridas del olvido que hiere con cuchillos afilados. Y es bello que, entre verdes castañares, regrese esa niñez que hicimos nuestra jugando por los campos y los prados, buscando entre las ramas las ardillas. La gente solitaria siempre busca lugares apartados, silenciosos, perdidos entre montes y colinas que esconden la belleza de los pueblos. Hacer su caminata en el otoño los deja ver, acaso, los colores que brillan repentinos en las ramas que mueren entre pardos y rojizos. Y, como un solitario, se me antoja, si sigo caminando a lo lejano, que todo ese universo es la metáfora de un porvenir fatal, sin esperanza. Y cruzo los caminos, que, a la tarde, se tornan melancólicos y tristes, bajo ese velo amargo del crepúsculo que enciende sus antorchas a lo lejos. Y sigo las veredas que contemplan, a veces, las estrellas primerizas que asoman, con sus raros resplandores, al cielo que se llena con las sombras. Y miro ese paisaje que descubre los símbolos de afanes y de muerte que llora donde llora el horizonte que vierte sus colores encendidos. Las llamas del ocaso nos advierten que quiere el devenir arrebatarnos, llevarnos a un lugar donde la helada congela las más hondas emociones. Si el cielo muere y muere cada prado, cada lugar sagrado, cada valle, si muere cada bosque ante el sendero, nosotros moriremos algún día. Igual que los ocasos, sin embargo, la luz del alba es siempre una promesa, con labios encendidos, como un beso que siente la caricia de la brisa que corre los espacios, como un aire que vive en la ilusión de verse libre, soltando por los anchos horizontes corceles que se escapan a su antojo. Las sombras de la noche suelen irse, perdida la batalla, porque el cielo se arriesga a contemplar las luces nuevas que encienden los castillos de la aurora. Y, al ver amanecer, uno comprende que es vida lo que ofrece ese momento de luz y de belleza que deshace los cercos que dejaron las heladas.