“EL FRACASO EN FILOSOFÍA Y EL NIHILISMO MODERNO” por José Ramón Muñiz Álvarez Las preguntas esenciales del ser humano aparecen a una edad muy temprana, pues uno puede empezar muy pronto a comprender que lo que le explican como consecuente en la naturaleza es mucho más extraño y misterioso, permaneciendo siempre escondido, entre tantos milagros (como lo son la lluvia, el nacimiento, los brillos de una aurora boreal o el temblor de una estrella), el asunto esencial, la pregunta más importante, jamás alcanzada por la ciencia, sobre la cuestión ubicacional que nos afecta, porque el ser es un estar en una ubicación comprometida que nos hace verdaderamente sensibles y alterables. El camino reflexivo de un pensamiento acerca del hecho de vivir que una persona puede mostrar, en un momento de madurez, es algo mucho más lúcido, en la mayoría de los casos, que el que podamos encontrar en un adolescente, no solamente por los conocimientos adquiridos a lo largo del tiempo (pues la experiencia no es nunca un valor que se pueda rechazar), sino también por un cambio esencial en el carácter de uno, que se vuelve más sereno, más tranquilo y más seguro de sí mismo, a la hora de encarar las grandes preguntas que uno ya sentía como viva necesidad de su interior cuando era más joven. La edad hace que los abismos vayan siendo más pequeños, menos angostos, menos agrestes, del mismo modo que los paisajes de una cordillera se van estrechando progresivamente, al llegar a valles más suaves y con una orografía menos pronunciada en la que deleitarse mirando el entorno y donde los arroyuelos de la zona, de villorrio en villorrio, olvidan que fueron torrentes saltarines en algún momento de su curso, si nos remontamos quebrada arriba, donde los deshielos empujan aguas frías, casi heladas, con la alegría, pero también con la inexperiencia con la que un muchacho salta al abismo. Y, para quienes sienten que han llegado o quizás sobrepasado la mitad del tiempo que les corresponderá vivir, la expresión “Dios ha muerto”, acuñada anteriormente por autores como Hegel, pero recargada de significados por Nietzsche, aunque pudiera parecer lo contrario, dada la cercanía de ese final, no ha de resultar molesto querer entender que la vida es, en realidad, la búsqueda de sentido para un sinsentido que es, a decir verdad, el sinsentido de nuestro destino, más que la existencia o no de un Dios que nos salve de la muerte y que ya no tiene cabida en el contexto cultural de una persona de intelecto medio. Que la muerte está al acecho es algo que se comprende y se acepta con firmeza y hasta con la clara felicidad de que este final está para dotar la existencia de un sentido, un sentido que no sería lógico buscar allí donde no está, si una vida eternal no lo hiciera necesario, porque, si bien la muerte no es la plenitud y la victoria, al menos es consolador que la vida tenga sus términos desde que uno nace hasta que finaliza su existencia, habida cuenta de que esta muerte nos hace pensar esa pregunta esencial de para qué vivimos, pero en una situación de madurez donde lo que asusta es morir sin hallar la respuesta. Llegados al mediodía de la vida uno es un recién nacido para responder a esta pregunta de a dónde vamos y de dónde venimos, pero alcanza uno cierto desarrollo que sí le permite entender exactamente la importancia y la alta dimensión de una pregunta tan central en la historia de la vida de cualquier ser humano, independientemente de su edad, porque incluso los niños preguntan, y, por ser tan difícil darle una respuesta a un niño, se acude siempre al consuelo