X EXALTACIÓN A LA MANTILLA 2023



Ilustre Cofradía de La Humildad de Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora de los Dolores del Rosario
José María Gómez Garrido

I. La hora de los preparativos I
Señora ¿Puedo pasar? No querría incomodarla. Tan solo deseo admirar la belleza de la seda, el encaje y su mirar al instante de peineta. Que, como usted ya sabrá, la mantilla me silencia de arreboles el coral de alma abatida e inquieta. Un momento que al final deja a cara descubierta entresijos del trinar de melodía que empieza con alto rugir del mar sobre posos de tristeza, pues cada vez deseo más ver su mirada despierta. No habrá mal vaivén jamás que logre achantar mis mareas. Vestida de Jueves Santo, cuando el incienso nos ladea, será momento del canto y loas a mantilla negra. Llega el instante soñado cuando la tarde comienza. Los nervios nunca templados, pues ya se nota en muñeca
el tembleque de rosario que aviva toda la urgencia. La hora viste de presagio y el minuto de impaciencia.
II
Señora ¿Me deja entrar, y admirar broche en cabello? Brillante es hasta abrasar ojos llenos de recuerdo, que nada es mejor que andar atusando este silencio que atesoro en el umbral, en este portón de ensueño, que me aleja el contemplar su dulce bordado negro. La mantilla me dirá cuál es el tempo correcto que su porte cantará, ni rápido ni muy lento. Que con usted llegará la alegría a mi tormento, tras año entero de hablar sin dejar sonido al viento. Quiero verla caminar taconeando algún misterio sobre un Hijo y una Madre, la pérdida, llanto y el miedo, de las lágrimas que valen, las que te rompen por dentro, de las que le quiero guardar con este gesto sincero. Que en breve le oiré rezar, agujereando el postrero
camino a Baeza al andar con elegancia y acierto. La ciudad, mujer, es suya. Y suyo el reloj y el tiempo.
III
Pido permiso, Señora. Déjeme pasar chiquilla. Que ya va llegando la hora, pinte Baeza de mantilla. Que no existe tarde como esta, igual no la habrá en la vida. Sol de la tarde ensoñada y sueño de luna altiva. Ojos verdes en mirada tan sincera como esquiva, cuando el pulso se te agarra y el tiempo se paraliza.
Cruz en pecho colocada que en un santiamén te arriza, segura ya de andanada gritando tierra a la vista.
¡Qué bella mujer espera frente al espejo sentada!
¡Y cuán largo pasa el tiempo esperando su llamada! Nos aguarda oro y argento del Salvador y su plaza, donde se cumplen los sueños y el nudo se te engarganta.
Y es que llegado el momento los nervios se nos amarran, podemos tocar el cielo con la punta de las almas.
Un Jesús nos mira inquieto sabiendo qué le depara, María llora su miedo, maniatada en la mirada. IV
Señora, déjeme entrar. Con mantilla pertrechada, será su día y lugar. Chantilly sobre alborada; noble carey que admirar; nube de tul desbordada; pelo curtido en el mar de una y mil Semanas Santas; guantes con que acariciar cera tono atardecida. Todo listo para hablar en sonidos de mecida, que el Cristo de la Humildad deja miradas perdidas y Ella, Rosario, al pasar siempre nos da la puntilla. Jueves Santo que pintar, tiñe de blanco la villa. Jueves tarde para orar, uno de los que más brillan. Saldrá, Señora, al trinar bellas alondras que anidan tejados de la ciudad, que en las alturas nos miran.
Salga, Señora, salga ya. Preparada la hermandad. Muero muriendo por verla tiñendo negro el coral en desfile madreperla. Que el sol cala ya el portal mostrando delicadeza. Dulce mantilla imperial, y ya abiertos en canal para un Jueves Santo en Baeza.
II. Alegoría de la espera
Y aquí me encuentro. Como un intruso en un atril que no me corresponde. Décadas después de pintar de infancia mis recuerdos en el Salvador. Como silente espectador asomado al balcón de la memoria. Los años hechos trizas a base de vaivenes y soliloquios conmigo mismo, escuchándome hablar sobre lo mucho que echo de menos mis viejos atardeceres, mis viejos lugares y mis viejas Semanas Santas. La infancia… cosida con remiendos de distintos trajes, pero tan delicadamente unidos que apenas se notan los pespuntes. Una fuente inagotable de risas nerviosas y siseos en los rincones del Templo del Salvador me llegan tan claros como la límpida agua de la fuente, esa de la que beber en los días de marzo a la espera de la Semana soñada.
Aquí me encuentro, en este convento franciscano que tan importante fue para la cofradía. Aquí estoy. Y ella sigue tan bonita como antes, la ciudad de las mil y una estampas. En paseo de callejones junto a la mujer de rizos negros y bella tez aceituna que completa mi existencia. No importan los años que pasen. Sigo esperando la hora nona de los deleites, cuando surca el sol las cornisas dibujando las paredes de dorado y las piedras de brillantes, en las tardes más hermosas. Baeza es una muchacha tan delicada que hasta cuesta nombrarla, que uno se ruboriza con tan solo levantar la mirada y observarla frente a frente. Ella transforma una Cofradía en el mejor de los paisajes, y lo hace con una mezcla de perfección y sublimidad. La ciudad… que peinará sus cabellos en Jueves Santo y se pondrá como broche a un Cristo y su Madre durante la tarde más idílica. Baeza será un sueño de anochecida en Platería. Los rizos del barrio serpentearán el desfile, y dejarán revirás tan triunfales como efímeras. Un Hombre mostrará Humildad y una Mujer llorará como Madre dolorida.
Y aquí me hallo. Y, lo reconozco, no sé cómo he llegado aquí. Este atril tiene nombre de mujer y hoy me siento forastero. No sé cómo llegué a este lugar y a este momento. Me siento extraño dentro de un cuerpo igualmente extraño, como el que se da cuenta de repente que está viviendo el ahora. Porque yo me sigo sintiendo un niño que acudía al Salvador junto a su padre para limpiar la plata o para colocar flores. Yo sigo siendo el mismo, y me sale la misma risa nerviosa de siempre. Pero el siseo, ahora, me lo hago yo mismo como queriendo acallar el torrente de inocencia que llevo en mis adentros. Y ahí sigue estando ella, la ciudad de las nieblas infinitas. Entre contraluces de átomos y danzarines partículas de escarcha, Baeza espera su momento para despojarse del frío y el retemblío. Será cuando ella, vestida de firmamento azul, nos procure el abrigo de la primavera y nos lanzará a la calle como una trompa que da vueltas en pos de la Gloria.
IMuchacha, tú que bien me conoces muéstrame silueta de espadañas, curvaturas con las que me abrazas calmando las penas más feroces.
Tus callejas son como albornoces apaciguando el frío en tus plazas, guardas sol de invierno y me acorazas cuando empiezan en ti los albores.
Nunca me es suficiente con verte
No habrá calma, Baeza, hasta tenerte en lo eterno de la permanencia.
Cúrame lamentos de alma inerte para que mi cuaresma despierte, pues ya requiero de penitencia.
II
¡Ay, muchacha de los ojos tristes! Dime cómo vivir sin vivir, si más que adormecer es dormir y más que torpezas son despistes.
Contemplo tus calles cual enjambres a los que invariable me he de asir que yo sin tí habré de morir en los momentos donde no me halles.
Déjame apoyarme en tus postigos, de tus siglos seré el mendigo y de tus silencios el amante.
Entre la escarcha seré testigo de los primeros rayos de abrigo, floreciendo toda en un instante.
III
Muchacha, ya de Semana Santa nos vas pintando ahora el Salvador, hasta el azahar lo pones en flor con trinos que golondrinas cantan.
Primeras saetas en la garganta, nazarenos quemando fervor, en sus cirios se siente el ardor del Jueves Santo que nos quebranta.
La ciudad que enseña el resplandor de inciensos de Humildad y amor, mantilla negra y túnica blanca.
Un Cristo nos muestra su dolor cuando vamos muriendo de amor y María en chicotá se levanta.
III. Siempre Ella
La memoria es siempre una bailarina esquiva que a base de plié se prepara para la danza final, cuando llegan a borbotones los revoloteos que más se temen, los de la reverberación de la nostalgia. A mí, la memoria me llega en forma de fotografía en blanco y negro, aquella en la que una bella mujer de ojos azules viste con gracia la mantilla en un Jueves Santo baezano, mucho antes de que este exaltador naciera. Mi madre… la primera mujer de mantilla que guardo en mis recuerdos. Un torbellino de sentimientos se amodorran en mi estado de ánimo al recordarla. Todo parece ser para siempre, pero nada perdura. El tiempo es una presa esquiva a la que no se le puede dar caza. La veo en la vieja instantánea, con su tez de porcelana vestida de negro, peineta en su pelo y sonriendo a cámara con su alegría desparramada en cada centímetro del retrato. ¿Qué hay mejor que una mujer de mantilla eternizada en los ecos de una belleza imperecedera? Tan bella que hasta la fotografía pierde el tono monocromo.
Todos tenemos una imagen en nuestra memoria que nos lleva hasta la tarde que delimita nuestro calendario. Siempre hay un Jueves Santo entre nosotros y una instantánea que nos dirige a un momento soñado. En los míos siempre está ella, Juanita de ojos azules. Y da lo mismo que sea en mi niñez, en mi juventud o de adulto, porque ella siempre ha estado y está ahí. En esa evocación que me lleva eternamente en vuelo a momentos de gloria. Siempre pendiente de que la túnica estuviera bien planchada, de que fuera correctamente peinado o de que llevara la corbata derecha (esto siempre ha sido un caso perdido). Ahí está ella, con sus enormes ojos fijos en mí. Y cuando daba el visto bueno, y todo estaba acorde a sus estándares de exigencia, me sentaba en sus piernas. Y ojo, esto también pasaba de adulto, no se crean.
Imaginen la estampa. Que yo le decía: “¿Pero cómo me voy a sentar en tu regazo? Si te saco una cabeza”. Pero ella, nada: “Que
te sientes aquí, te he dicho”. A Juanita no se le podía decir que no, quién la conocía lo sabe.
Ella, la que ha dirigido todos mis pasos hasta este instante. Ella que celebraba todos mis triunfos, pero también me consolaba en mis derrotas. Ella, la que aterciopelaba los peores momentos con chanzas que nos hacían más llevadera su estación de penitencia.
Ella, que en algunas ocasiones ayudó a vestir a la Reina de las Reinas, la del Rosario, la mujer más bella de la calle Iglesia. Ella, siempre ella.
Mantilla de ojos azules mírame y dame la mano. Permíteme que te acune en una cama de nubes. Haz del invierno un verano.
Deja que tu voz escuche, cielo en murmullo cercano, que los miedos encapuche y con mis brazos te achuche ante un Cristo soberano.
Déjame cuidarte madre deja cantarte esta nana y que con ternura te hable. Ya el paraíso a ti se abre con sonido de campanas.
Los ecos de la memoria me llegan como un torrente,
peineta que sabe a gloria y que me cuenta tu historia en un amor siempre latente.
El mismo que aquí te escribo. Vientos de abrazos y besos que a mi alrededor percibo. Tu presencia aquí conmigo calándome hasta los huesos.
Que mi amor es infinito, el de un hijo hacia su madre. Siempre en esta piel que habito, y en los versos que recito, no habrá beso que se acabe.
Mantilla de ojos azules, agárrame de la mano. No hay nada que disimule, ni fórmula que calcule receta para mi llanto.
Tu Virgen de los Dolores siempre latiendo en tu pecho y el Señor de tus amores llenándote de colores y fino verdor de helecho.
En tus manos estampita de un Cristo descolorido, arbotantes de la cuita que deshaces y te quitas dándome siempre tu abrigo.
El dorado de su paso, la plata de la Señora, serán refugio al ocaso cuando se nos dé el caso de pasar del será al ahora.
Madre ¿Me dejas cogerte del brazo en este momento? ¿Me permites sostenerte? ¿Me permites regalarte mis cálices como ungüento?
Que lo único que yo quiero es borrarte los pesares, abrir las puertas del cielo y que las cruces sin miedo para gloria interminable.
III
Mantilla de ojos azules, el guión ya en el Salvador. Nazareno blanco intuyes mientras un rezo construyes soñándote alrededor.
¿Lo ves? No hay desasosiego, sobresalto o desconfianza. María te da su cielo acogiéndote en sus velos y que todo quede en calma.
Ya no hay luto que nos valga, porque avanza el nazareno.
Jueves Santo se aletarga, arranca hercúlea su marcha al llevarte a su terreno.
Ahora te agarras bien fuerte a palio que trasluce tarde, que tú serás contrafuerte cuando pena reconvierte en destellos que resguarden.
Madre, ya todo está dicho pues solo soy estudiante de los besos que encapricho, que dejan en entredicho cualquier otro amor e instante.
Juanita de ojos azules la madre de mis desvelos, duerme, niña, duerme, duerme. Niña de tez blanca duerme que Dios peina tus cabellos.
IV. Tambores de juventud
¿Quién no se ha levantado desesperadamente de la mesa camilla al llegarnos el sonido de tambores y cornetas en la calle? Un servidor, en los últimos estertores de la calle Madre de Dios, los oía alrededor. Tendría unos diez años, más o menos. Se escuchaban los primeros sones de una primeriza banda de cornetas y tambores de La Humildad que ensayaban en cocheras cercanas a la Orujera. Ahí estaba mi padre, Pepe Gómez, que pasó de tocar a la batería canciones de los Brincos o Fórmula V, a dirigir una banda de chavales muy jóvenes. Yo, por entonces, tenía un oído enfrente del otro, pero aquello del tambor me llamaba poderosamente la atención. Mi padre me abrió las puertas del cielo musical dejándome entrar en aquella banda de tambores y cornetas. Y yo le correspondí dando palazos a diestro y siniestro, sin orden ni concierto, en el parche de uno de los tambores de la banda ¡Menudo fichaje! Vamos, que Ringo Starr se quedaba haciendo palotes a mi lado. Menos mal que estaba mi padre conmigo para enseñarme el ritmo y el compás, porque si no… hubiera acabado durando dos días en la banda.
Quién también me echó una mano en aquellos años de niñez fue mi querido Fran (Francisco José Cruz Cruz), el mejor redoblante que existía en Baeza en aquellos años. Todo el mundo se lo rifaba, y no me extraña en absoluto. Con su semblante serio, aunque no lo es, nos enseñaba junto a mi padre a no salirnos del ritmo establecido. También estaba por allí un incombustible del bombo, Eugenio al que le duraban los parches dos segundos, hasta la Plazoleta Valdivia como mucho. Le arreaba cada zurriagazo al bombo que generaba una ola de personas que se apartaban hasta la pared despavoridos al verlo venir. Y claro… los dos parches rotos casi antes de empezar. Y ahí también estaban los Filochas, enseñando a unos niños a tocar la trompeta con cierto honor, destreza y maestría. Se hacía lo que se podía con una jauría de críos.
Eran buenos tiempos, cuando de la mano de mi prima Mari me acercaba en los primeros días de Semana Santa al Salvador. Se comenzaban a montar, en Lunes Santo, los pasos para la Estación de Penitencia. Allí estaba siempre mi padre, Pepe Gómez, encima de los tronos, haciendo malabarismos para embellecer la magia cofrade en La Humildad. Mi padre y Antonio Jesús Filocha, que siempre estaban al quite y juntos para el montaje de los bellos tronos de la Cofradía. También se les veía bajando al Señor del Camarín y colocarlo en su paso, algo que en aquellos tiempos era una profesión de riesgo. Colocaban el palio de la Virgen de los Dolores haciendo verdaderas locuras… no pasó nada porque Ella no quiso.
Todo eso en la previa al Jueves Santo, pero también me recordaba mi padre durante una conversación reciente que algunos sábados santos, cuando había llovido la noche anterior para la añorada Procesión General y los tronos inevitablemente se habían quedado en la Catedral, la gente de la Cofradía se juntaba en la Seo para el desmontaje de los pasos. Una de esas veces mi padre cuenta que llegó a ir abrazado al Cristo de la Humildad en la parte de atrás de un camión de vuelta al Salvador. Yo no sé ustedes, pero a mí me hubiera dado un patatús.
En mi memoria, aunque era tan solo un niño, guardo recuerdos también de personas que se dejaron la piel por la Cofradía de La Humildad y que siempre estaban por allí… mi hermano Cristóbal que llevó en sus hombros durante años al Cristo más humano, mi hermano Diego que se vestía conmigo con aquellas túnicas blancas iniciales de capucha. Hermanas y hermanos imprescindibles como Conchi, Pepe Moreno, Juan Tomás Cejudo, los Filocha, los aún capataces Melchor Cabrera y José María Calvente, o la añoradísima Vicenta. Es mucha la gente que entonces, y ahora, se desviven por la Cofradía… que os desvivís por la Cofradía. Vosotras, vosotros, sois la auténtica esencia de la Semana Santa en Baeza.
Son los flecos de la memoria ondulando al viento, igual que borlas en el palio diáfano de un Jueves Santo tarde. Los recuerdos de infante, que rocían la evocación de paternidad cofrade. Un padre y su hijo, unidos por el amor a un Cristo cabizbajo y una Dolorosa entre lágrimas y sollozos. Asidos ambos al cordón imaginario de la remembranza.
Padre, deja que te cante pues no encuentro la manera ni la fórmula siquiera de dar amor apremiante, que me siento agonizante de noche y también de día. Hasta el fin del mundo iría abrazando esta collación, Salvador en cada rincón, y hacer tu vida la mía.
Tambores en las esquinas allí donde te me creces, no habrá miedo si me meces en este vaivén de esquirlas de los cánticos que silban maderos que trabajaste y cariños que hermanaste, dándonos eucaristía, prestando tu Cruz de Guía en cada eco que dejaste.
Padre, seré tu costal, tú la fuerza de mis pasos. Dame paz a mis fracasos cuando me pinche el rosal. Siempre desterrando el mal
en, esta, mi alma cobarde dándome abrazo que aguarde, pues serás mi escapulario, mi cera y mi Rosario, y hasta el techo que me guarde.
La canastilla dorada de Cristo Humilde silente, y su Madre siempre valiente llorando en cama plateada nos darán por contestada nuestra súplica y fervor, silenciándonos de amor en vestigios de cortejo. De procesión, el reflejo y del Jueves, resplandor.
Padre, muéstrame vereda que pretendo encaminarme al momento que desarme mis cien lágrimas de piedra. Creceré como la hiedra hasta que mi alma despierte, acólito y contrafuerte apostado en el redil entre inciensos y candil y que del sueño despierte.
Tras su corona dorada y el rumor de los vencejos te pediré mil consejos en bambalina plateada. Pues quiero ver tu mirada adorando canastilla, siendo de escultor la arcilla e incluso adjetivo y verbo.
Considérame tu siervo para guiarme hasta la orilla.
Padre, ponme el capirote que a esta hora ya no atino, que no encuentro ni el camino ni en la mar encuentro el bote, pues yo quiero ser galeote de tu barco costalero, levantá del Nazareno en nuestra tarde soñada, la que nos luce soleada acariciando de lleno.
Los dos haremos cuadrilla, la chicotá más ansiada. Baeza ya está tachonada de túnicas y mantillas. Ya la ciudad se arrodilla y los pasos se levantan, las saetas en la garganta ante un Cristo soberano. Hijo y padre de la mano soñando Semana Santa.
V. Con nombre de mujer
Vosotras, las que prestáis vuestras manos para tejer Cofradía. No hay impedimento posible para vosotras que limite el momento de acudir a la casa de hermandad. Vosotras sois el costal con el que se levanta este sueño, haciendo del Salvador vuestra vida. Vosotras, las que acudís al menor problema. Vosotras, las que mimáis la mantilla durante 365 días para una sola tarde plateada. Vosotras, las que portáis con orgullo dolorosos varales bajo vuestros hombros. Vosotras, las que vestís a Hijo y Madre con mimo de bordados, joyas y coronas para marcar suspiros en Baeza. Vosotras, que regaláis vuestra clave de sol para hacer sonar las marchas más gloriosas y celestiales en Jueves Santo.
Mujer dando tarde de mantilla. Baeza colocará tu peineta mientras te sonroja la mejilla. Por un momento seré la horquilla que tu grácil cabello sujeta.
Carga el peso, heroica costalera. Sobre tus hombros el Cristo Humilde o la Dolorosa que escribiera en versos el poeta, que encendiera los piropos que a su amor asiste.
Vístela, señora mía, vístela. Camarera eterna de la Madre. Navegando siempre entre las telas, contagiando luz entre las velas, dejando que la emoción nos ladre.
Ya suena la música en las calles. Ellas haciendo sonar el tambor o las trompetas cantando ayes. Ya imagino el verdeo de mil valles con Dolores del Rosario al albor.
Ellas, siempre ellas, en cofradía. Las que nos tejen el Jueves Santo. Vosotras sois de la noche el día, y de cualquier melodía el canto, de todos mis versos el quebranto. Bordando nueva tarde de ensueño, prestadme vuestra fuerza en el sueño cuando ya nada calme mi llanto.
VI. Mientras Cristo muere en Baeza
Cuando el meridiano se hace retorno en San Pablo, y la luz se acaba tan yente como lo fue viniente por los tejados de la ciudad, un Cristo de manos cruzadas ya se encuentra de vuelta a la nostalgia. Señor de la Humildad desgarradora, el que perdona los desatinos con su mirada tan doliente como dulce. El Cristo que porta la culpa de todos en una vara de caña y oro. Baeza derrama lágrimas eternas en sus heridas, en un intento desesperado de calmar el sufrimiento del Dios hecho Hombre. En la distancia, incluso llora la Virgen del Alcázar pronto coronada. Y a sus espaldas, mantillas tejen en silencio el rezo más bullicioso jamás oído. Ellas, que conocen su espalda al dedillo, midiendo cada centímetro de divinidad, como el que calibra con mesura el ancho y el largo de esta ciudad en Jueves Santo.
¿Veis como ya va avanzando hacia la Plaza? Va con paso decidido. Con escolta de benemérita, la tarde empieza a pintarse de noche. Ya sólo el silencio puede calmar la desesperanza de saberlo de vuelta. Queremos retener el instante, pero se nos escapa entre los dedos como si quisiéramos guardar en nuestras manos el agua de la fuente. Inevitable su regreso al punto de partida. Señor, déjame agarrarme un ratito más en Plaza Valdivia a los asideros de tu paso, que la luz de la luna ya se asemeja a los prístinos ojos de tu Madre. Yo solo quiero hablarte de lo mío, para encontrar el consuelo que no encuentro en mis adentros. Sólo un rato más, que la tarde aún es nuestra. Un ratito más, te lo pido. Que mi amor es la muestra, y yo solo tu pupilo.
I
Ya la tarde se hace noche y un Cristo reza en silencio. Humildad, en ti sentencio mil suspiros que te abrochen.
No habrá lapso ni reproche de palabras ni miradas. Dame lágrimas soñadas y de revirá derroche.
Cúbreme bajo tu capa, la que mis penas atrapa para guardarme este instante.
Pon una cruz en mi mapa, y mis lágrimas empapa de izquierdo por delante.
II
Con tres potencias doradas nos arrumas en el sueño. De mis ayes tu eres dueño, en soleás encarceladas.
Estos cantos que me arrancas vendrán a ser mi candil, no será uno sino mil cirios de túnicas blancas.
Deja asomarme al balcón de Baeza en cualquier rincón para poder abrazarte.
Que no encuentro explicación, ni propósito o razón que no fuera la de amarte.
III
Cúrame el desasosiego que eres médico de mi alma, levántame y dame calma, prende yesca para el fuego.
Perdóname, te lo ruego cuando baje la mirada, a mi sombra soslayada le falta fuerza y sosiego.
Te veo pasar a mi lado y mi cuerpo queda anclado ¡Tanta belleza en tormento!
Cristo de rostro apenado, yo te daré lo llorado mientras Tu me des tu aliento.
IV
A tus espaldas, mantillas enjalbegando de negro calles tejidas de ruegos, plegarias y seguiriyas.
Que no hay cantaor en la villa que no se sienta labriego
de tu tierra y de tu fuego, pues ya ante Ti se arrodilla.
Mi Cristo del Jueves Santo, tu Humildad es mi quebranto y el Salvador tu victoria.
Sé de tu dolor mi canto, que el granate de tu manto, Señor, ya me sabe a gloria.
Los arrabales de mi alma, mientras roja cera prende y mis pespuntes desprenden, se curan, vendan y ensalman
Ya tus ojos se me clavan, el martillo te detiene. Cristo, no hay quien me serene en tarde eterna callada.
Caminando al caminar serás camino al andar y de Baeza su misterio.
Di, Señor de la Humildad, ¿Cuánto amor das al pasar hasta morir de silencio?
VII. Ella siempre llora en el Salvador
Ella, la Señora de los Dolores. La que es todas aquellas mujeres que se visten de amor en Jueves Santo, aquellas que lo confían todo contando rezos al Cristo de ojos tristes. Lavatorio para nuestras manchas. Aquellas que murmuran sus anhelos, de mujer a mujer, a la Madre de toda plegaria. Ella es melodía, a la que susurrarle en bajito aquella deslumbrante letra de Pascual González que aseguraba que: "Entre palmas y cante brilla tu semblante de tu vieja estirpe y grandeza". Eso es Ella.
Mujer de las cinco lágrimas, que suspira con cuello alzado por un Hijo sentenciado a muerte. La que reina con mano firme en la ciudad santa del Salvador. La que no dirime entre pobres y ricos. La que te escucha por encima de raza, sexo o condición. Ella, la dueña de los suspiros, la que se viste de punta en blanco para el Jueves que parte en dos nuestras almas.
¡Ay! Virgen de los Dolores del Rosario…
La Reina del Salvador, la que sin palabras habla, la que pinta de color de mandamientos las tablas, la que nos colma de amor, y ya florece en la savia de enhiesto y fulgurante árbol que sostiene nuestras ramas.
Tú eres la luna y el sol, eres del cirio candela, eres la voz que quebró cuando ya nada nos queda, eres María al timón
de todo barco y sus velas, la que lágrimas dejó en tarde de primavera.
Deja agarrarme a tu lado para acudir a tu vera, y en el sueño de tu manto parar el tiempo en la espera, dame compás en tu encanto de una Bulería en Feria que vayamos contagiando de alegría la materia.
Tú eres de este bosque el claro, María en el reino de Baeza, todo aquello que es ufano, delirio de la grandeza, eres el rezo callado del barrio que despereza, la que en Jueves ha calmado con brillos de tu realeza.
Es Dolores del Rosario la que manda en mis entrañas, Tú, que eres todo mi erario, que mis anhelos ensanchas. Nada más extraordinario que el bamboleo en sus pestañas, y nada más necesario sus vaivenes que enmarañan.
Es de la ciudad clamor, de suspiros andanada, de los rostros el rubor cuando navegan sus andas, dejándose alrededor
grande alboroto de palmas, pues ya nos llega el olor de flores rosas y blancas.
Eres del verso adjetivo, Señora con mayúsculas, eres siempre mi motivo, mis muletas y mi ayuda. Al caminar, recorrido hasta que a tu lado acuda, pues dicen por ahí, y he oído, que en Ti Baeza queda muda.
Si te miro me encandilo, si me miras me desarmas, en tu llamá quedo en vilo hasta que el paso levanta, ave que en tu palio anido y vivir en tierra santa, eres la Cruz de mi alivio si se cierra mi garganta.
La tarde de un Jueves Santo es simple y llanamente Ella, la que me coge la mano cuando miro a las estrellas con dedos entrecruzados en los rezos de epopeya, cuando me hallo maniatado del Salvador a sus huellas.
Es tierra de agricultor, también molino de piedra, eres oliva al calor de tarde de primavera, es aceite del candor
y eres de amor mil panillas, capacho para el verdor de almazaras en tu orilla.
'Pasan los campanilleros' se nos antoja quimera cuando resuena en los huertos de mantillas en hilera, llenando de versos sueltos huecos en la madriguera de todos mis pensamientos, los que ya arden en la hoguera.
Vas prestando tu rosario al compás de Dolorosa, y te guardas en Sagrario la melodía más hermosa. Pues eres en mi dietario la fórmula poderosa, mi medicina de diario y hasta el color de la rosa.
Tras pulso de costalero pintas Baeza de oro y plata, yo seré tu alabardero y Tú mi perla escarlata. Eres navío y velero que mis océanos maniata, el bordado carcelero que me funde a tu fragata.
No hallo calificativo, ni encuentro ya las palabras cuando me encuentro contigo y mis dudas desbaratas. Me conviertes en mendigo,
mi pobreza me delata pues no soy más que el postigo a un desafine en sonata.
Tras golpe de llamador vamos al cielo con Ella, los zancos dejan rumor y en la levantá su huella. Es aquella que el pintor trazó junto a mil estrellas, la que me da el resplandor en las estampas más bellas
Dame tu amor con presteza que eres, Dolores, mi abrigo. Del Jueves Santo belleza, tarde de paseo contigo. Cortas en mí la maleza. Con estos versos te pido ser del momento testigo, pues ya es toda tuya Baeza.
VIII.Alegato final
Y así me despido…
Igual que vine me voy, con lo puesto. Me siento intruso entre tanta belleza, hoy hice de este atril mi fortaleza dejando el corazón en cada verso.
Atravesé, túnica en mano, el tiempo de amor a Cristo y la Madre que reza, en persignada ciudad de grandeza que adjetiva ya impaciente el momento.
Señor de la Humildad, pon el acento en cada palabra que despereza este desasosiego, que me aleja de la desesperanza el pensamiento.
Virgen de los Dolores, dame el viento necesario para encontrar certezas, pues de tu árbol quiero ser la corteza floreciente y que así sea mi alimento.
Entre mantillas te haré monumento ahora, cuando nuestro sueño comienza. Préstame imponente delicadeza, pues con el alma abierta aquí te espero. Sólo unos días nos distancia del sueño porque ya eres Semana Santa, Baeza.