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Sed de venganza, por Claudia Pelluz Martínez
1.º Bachillerato
Una mujer suplicando ser amada por su esposo, un hombre desleal a su amada y un matrimonio sumido en una desgracia continua. Ella intentaba revivir la llama de un amor muerto, él se ahogaba en un mar de cenizas. ―¿Qué he hecho para merecer tal desprecio? ―preguntó ella con el corazón en un puño y suplicando misericordia. ―¿En serio me estás preguntando qué has hecho? cuestionó con furia―. La dejaste morir, la abandonaste sin luchar, escuché la desesperación en sus gritos, solamente me queda en la memoria su presencia ―la rabia con la que la miraba hizo que rompiese la frágil coraza que la protegía. ―No sabía qué hacer, solo quería hacerla callar ―admitió con la verdad acariciando cada palabra. ―Nunca sabes qué hacer, ¡Eres una inconsciente! ―mientras gritaba aquellas palabras, recordó todo lo relacionado con su pequeña de cabellos rizados y sonrisa inocente que le regalaba cada vez que estaban juntos. ―Esa niña era una bastarda, tú arruinaste nuestro matrimonio en el momento que decidiste tener una hija con otra mujer, ¿Creías que iba a proporcionarle el amor que su madre no le dio? Recuerda que yo no soy su madre biológica y, por lo tanto, no tengo que cuidarla ni darle el cariño que creías darle ―bloqueó la puerta de la pequeña habitación con su cuerpo y sacó el arma que tanto quería estrenar. Con decisión la levantó y le amenazó―. O me dices ahora mismo que me quieres, o una bala
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cruzará tu frente ―dicho esto, una sonrisa cínica cruzó por su cara. ―No lo vas a hacer, tu consciencia no lo permitiría ―en los ojos de aquel hombre afligido se reflejaban años de mentira y engaños y, a su vez, que no se arrepentía del disfrute de estos. ―Claro que sí, si no me pudiste amar en vida, lo harás bajo tierra, querido ―y el silencio después del disparo contó la historia de una mujer herida en busca de venganza. Su cuerpo se desvaneció en el suelo al igual que todos los sueños y promesas que una vez se prometieron siendo tan jóvenes.
La mujer, desolada por lo que había hecho, cogió la pistola y con la misma decisión que había sostenido el arma para matar a su marido, se la puso en su sien y, de un simple gatillazo, un gran charco de sangre se esparció por la moqueta dejando un rastro que daría fin a una historia trágica y llena de desgracias.
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