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El bosque, por Leticia Baeza Melgarejo

1.º Bachillerato

Un silencio sepulcral inundó la noche, tanto que el único sonido que era capaz de escuchar era el de las hojas de los árboles cuando el viento soplaba. Consiguió erizarme la piel y tuve que abrazarme para guardar calor. Pese a que no sé los kilómetros que corrí asustada, el frío no disminuyó y todo a mi alrededor parecía cada vez menos fiable.

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Me llamo Abril Thomas y fui asesinada aquel día, con tan solo dieciséis años.

Todo comenzó en casa de una de mis mejores amigas, Isabella, la cual insistió en hacer una fiesta a lo grande y estaba bastante convencida de que iba a ser una buena idea. Lo cierto es que la casa se llenó de casi todo el instituto. Había música, comida, bebida, juegos... La diversión estaba asegurada. Sin embargo, en el momento cuando cortaron la luz de la casa predije que aquello no iba a acabar bien. Me fue imposible mantener la calma cuando empecé a oír gritos desgarradores, gente pidiendo ayuda, y mucho menos pude pensar en mantenerla cuando vi charcos de sangre por donde caminaba para encontrar una salida. El corazón me latía a mil por hora. Alguien había entrado a la casa y yo tenía que salir de ahí, aunque fuera lo último que hiciera. Pensé en mis amigas y en mis amigos, quizás ya estaban muertos, quizás no, pero también pensé en mi familia, en qué sería de ellos si ya no me veían más, y luché por lo segundo.

Me adentré en el pasillo sin encender ninguna luz para no llamar la atención y fue más fácil de lo que creí salir de la casa. No fue muy inteligente por mi parte meterme en el bosque, pero la

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opción de caminar por la carretera a esas horas era aún peor. Mi móvil no tenía cobertura, así que empecé a caminar y supuse que llegaría a mi casa antes del amanecer. Me sentí insegura, sola y tenía los ojos puestos en todo lo que me rodeaba. Con el pasar de los minutos pensé en que, a lo mejor, solo nos querían dar un susto, que todo eso había formado parte de algún teatrillo de la noche de Halloween. No obstante, mi optimismo fue disminuyendo con el pasar de las horas, con la llegada de la sed y el hambre y el hecho de ver árboles y árboles, nada más. No recibí llamadas, dejé de saber hacia dónde iba y empecé a llorar.

Decidí sentarme un rato para relajarme, por lo que me apoyé en un árbol y respiré profundamente. No sé cuánto tiempo debí estar ahí, no sé si incluso me quedé dormida, pero un movimiento proveniente de mi lado derecho me puso alerta. Una figura caminaba hacia mí, y yo me levanté. Era alta y delgada, y me resultaba familiar. Le costaba caminar, ya que iba gimoteando con cada paso que daba. La luz de la luna me hizo ver su rostro, y el consuelo de reconocer a Isabella fue como una medicina. No obstante, cuanto más se acercaba a mí, más me iba fijando en cada detalle de ella. Su rostro estaba ensangrentado, tenía moretones, el labio partido y se podía observar que le habían rajado una de las comisuras de la boca, tanto que le atravesaba hasta el pómulo.

Fui con ella y la abracé. Isabella comenzó a llorar en mi hombro. —Esto es horrible —dijo contra mi piel.

Tomé aire. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. —Tranquila, saldremos de esta —intenté tranquilizarla.

Caminamos durante horas hacia lo que pensábamos que era la ciudad. Yo me estaba muriendo de hambre, pero Isabella se estaba muriendo de dolor, y no quería recordarle que la situación era más peligrosa de lo que estábamos viendo. Rompí trozos de

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tela de mi ropa porque ella estaba perdiendo mucha sangre, así que decidimos parar para descansar. Mi ropa se manchó de aquel líquido rojo cuando la ayudé a que se sentara.

Isabella padecía de diabetes, así que ella tenía más riesgo que yo de morir en aquellas condiciones. —¿Llevas la insulina? —le pregunté.

Negó con la cabeza. Tenía los labios morados y tiritaba por el frío. Le cogí de la mano. —Respira —le recordé. —Abril, me encuentro muy mal —reconoció, y varias lágrimas le cayeron de los ojos.

Le intenté dar calor con mis brazos, pero fue en vano, yo estaba igual de congelada que ella. —Vete de aquí —me dijo entonces. —No lo digas ni en broma —respondí negándome. —Hazme caso, por favor —volvió a hablar. —Vamos a salir de esto juntas —le recordé, como en otras situaciones habíamos dicho.

Asintió con la cabeza y cerró los ojos. La dejé descansar, pero cuando me di cuenta de que no estaba durmiendo, ya era tarde. Lloré, grité, le pedí que aguantara un poco más, pero ya no servía de nada. La abracé con todas mis fuerzas repitiéndole lo mucho que la quería. Ya solo podía estar ahí sentada viéndola morir, hasta que me viera con fuerzas para continuar. El dolor que sentí fue desgarrador, sentir que se había ido así y que yo no había podido hacer nada era la peor sensación que había sentido jamás. Decidí dormirme para dejar de pensar. Cuando amaneció, observé a una manada de lobos alrededor del cuerpo de Isabella, le estaban mordiendo el cuerpo. Fui a por ellos y en un intento de espantarlos uno me mordió el brazo. De nuevo, no pude hacer nada, solo pude observar cómo los animales se alimentaban de una de mis mejores amigas. Por la falta de comida, de bebida y

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de sueño, empecé a sentir que mi mente no funcionaba bien. Imaginaba como el cuerpo destrozado de Isabella me hablaba, yo le respondía, nos reíamos, llorábamos… Me sentía acompañada, aunque simplemente fuera un cadáver. Aquello estaba siendo un castigo, un castigo que estaba deseando que acabara.

La segunda noche, ya no sentía el brazo, seguramente aquel lobo me había cortado algún nervio, y la sangre brotaba sin parar. Estaba mareada y no tenía fuerzas ni para incorporarme. Una figura apareció entre la oscuridad, pero ni siquiera me preocupó cuando se acercó a mí. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos un enmascarado se encontraba a centímetros de mí. Me acarició el pelo, la frente y todo el rostro. No tuve fuerzas para hablar, así que esperé a que él lo hiciera. —No vas a salvarte de esta pesadilla —dijo con un tono aterciopelado.

Una lágrima me cayó de un ojo y él detuvo su recorrido por mi piel con el dedo. —¿Quién eres? —le pregunté mientras intentaba descifrar su rostro detrás de su máscara negra.

No me respondió. Como respuesta, sacó un cuchillo y me lo acercó al cuello. —Nos vemos en el otro mundo, infeliz.

Y tan rápido que no me dio tiempo a asimilarlo, me atravesó el cuchillo por la yugular. Mientras agonizaba me di cuenta de la cara magullada y llena de cicatrices del asesino.

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