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Aquel domingo, por Laura Cárcel Campos
2.º Bachillerato
Era una noche de viernes bastante oscura, aunque en realidad aún no era de noche. Imagino que serían sobre las siete de la tarde, pero el cielo estaba apagado; no había luna, ni siquiera una simple y diminuta estrella. Estaba llegando a casa de Jesús, así que las preocupaciones ya desaparecían de mi cabeza. Aun así, el haber visto por quinta vez en esta semana al mismo hombre sentado en el banco de enfrente de mi casa me tenía algo descolocada.
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El fin de semana transcurrió con tranquilidad, con muchas risas y bastantes cervezas, sin darle muchas vueltas al asunto. El sábado por la noche cenamos fuera, y el domingo también. Mientras recogía mis pertenencias de la habitación de Jesús, mi suegro me preguntó sobre el instituto. Le dije que todo seguía como llevaba siendo hacía más de un año, aprobándolo todo, sin huellas de la ansiedad, y amablemente me dijo que, si en algún momento necesitaba cualquier cosa, no dudase en pedirla. Dos minutos después, Jesús y yo ya estábamos saliendo de su calle, en dirección a mi casa.
Llegando a mi vivienda, vi que la puerta estaba abierta, y me resultó curioso porque no es costumbre nuestra. Mientras aparcamos, eché un ojo por mi jardín para comprobar si había alguien regando o tomando el aire, pero no había nadie a parte de mis dos mascotas; dos perritas pequeñas que me miraban como si buscasen refugio, consuelo...
Me despido de Jesús, se aleja por la calzada y entro a mi casa, con la mochila y el casco a cuestas, deseando entrar a mi
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habitación para poder dejarlo todo. Entono con cierta melodía el nombre de mi madre, luego el de mi padre y finalmente el de mi hermano. Mi estómago se retuerce con una sensación un tanto extraña porque nadie contesta. Me asomo a la ventana, sendos coches de mis padres están ahí aparcados, incluso la moto de mi hermano.
Comienzo a buscar por la casa: primero, en el comedor; luego, en el despacho. Sigo por la habitación de mi hermano, no hay nadie. Compruebo la habitación de mis padres y la cama está deshecha. No me cuadra. Es demasiado temprano para que se hayan acostado y hayan abandonado la cama sin ninguna razón. No lo entiendo. Me tiemblan las manos, las rodillas, la boca del estómago. Le escribo a Jesús diciéndole que algo va mal, pero hasta que no llegue a su casa no lo verá, porque va conduciendo.
De repente oigo un crujido que viene de la terraza… ¡La terraza, joder! Tengo terraza en mi casa y no he mirado, ¡vaya cabeza! Comienzo a subir las escaleras, se me traban los pies, voy demasiado rápido. No sé por qué mi cabeza monta mil hipótesis distintas de lo que podría estar pasando, pero mis dudas desaparecen al ver tal escenario.
Mi padre y mi hermano estaban atados, sentados en sillas y con la boca tapada. Mi hermano tenía una ceja partida y mi padre una brecha en la cabeza de la que la sangre aún brotaba. Pude notar el alivio en la cara de los dos al verme, así que me apresuré a quitarles la cinta de la boca y la cuerda de las muñecas. No podía moverme, mi cuerpo no reaccionaba ante aquello. No sé si pasaron segundos u horas entre tomar la decisión de moverme y hacerlo. Cuando por fin logré dar un paso hacia ellos, alguien me dio un fuerte golpe en la cabeza, mi cuello crujió y una corriente de un dolor inexplicable me recorrió todo el cuerpo. Les había fallado. Me desplomé.
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De todo esto han pasado ya seis años, pero aún sigo sin poder andar por aquel fuerte golpe. Estuve más de un año ingresada en el hospital y, por suerte, he podido recuperar el habla y el movimiento en la parte superior de mi cuerpo. Mi madre desapareció y no se supo más de ella, aunque no nos hemos rendido y seguimos buscándola. Sabemos quién fue el autor de los hechos, pero aún no hemos dado con él tantísimos meses después. Aquel hombre del que un día sospeché; el ocupante del banco de enfrente de mi casa. Esa persona nos ha fastidiado la vida a mi familia y a mí, y no pararé hasta asegurarle el final más tenebroso y sangriento posible. Le devolveré el daño que nos hizo y nos lleva haciendo todo este tiempo de una vez, para que lo viva en sus propias carnes, con la misma esencia.
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