La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 18 de mayo de 2014 ■ Núm. 1002 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Bánffy Miklós

maestro húngaro Edith M. Massün

Entrevista con

Diego Flores Magón Paolo Giordano y el éxito literario

Edmundo Valadés:

vivir para El Cuento

La memoria de nuestros nombres (migrantes desaparecidos)


18 de mayo de 2014 • Número 1002 • Jornada Semanal

bazar de asombros Una dehesa en Extremadura

Hugo Gutiérrez Vega

Los días contados, Las almas juzgadas y El reino dividido son los títulos que componen la Trilogía transilvana, “imponente novela escrita hace ochenta años”, que debió esperar casi un siglo para ser conocida a nivel mundial. Considerada unánimemente como una obra maestra del siglo XX, se debe a la pluma del húngaro Bánffy Miklós, auténtico renacentista contemporáneo nacido en la nobleza y muerto en la miseria, que dirigió el Teatro Nacional de Hungría y la Ópera de Budapest, fue ministro de Asuntos Exteriores, hablaba siete idiomas, pintaba y tocaba el violín. De este impresionante y al mismo tiempo muy poco conocido autor habla el artículo de Edith Massün que ofrecemos a nuestros lectores. Publicamos además una entrevista con Diego Flores Magón, responsable de la Casa del Hijo del Ahuizote, así llamada en memoria del célebre periódico fundado por los hermanos Flores Magón. Completan el número un artículo sobre Edmundo Valadés y la mítica revista El Cuento, y otro sobre Paolo Giordano y el éxito literario.

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rente a la Sierra de Gredos y el imponente Pico de Almanzor, entre Navalmoral y Peraleda de la Mata, se encuentra una dehesa que lleva por nombre Las Coscojas. En ella hizo vida comunitaria un pequeño grupo de mexicanos y de españoles que tenían en común haber participado en el intento de organizar una utopía en el hermoso pueblo de Tlayacapan, ejemplo señero de la arquitectura agustiniana. Integraban esa comunidad el arquitecto, grabador, vitralista y escultor Claudio Favier; el abogado español Javier Cabrera, su esposa Paloma y el traductor y poeta mexicano Guillermo Hirata. Como en película de Capra, cada quien llevaba su vida como le venía en gana, en una armoniosa y pacífica convivencia. Por aquellos años, principios de los ochenta, el que esto escribe era consejero cultural de la em­ bajada de México en España. Organizamos muchas semanas culturales en distintas ciudades y Claudio colaboraba prestando sus materiales para las exposiciones: óleos, grabados, esculturas de diferentes medidas y su originalísima joyería en plata. Todo esto lo elaboraba en su estudio de Las Coscojas que presidía un imponente tórculo ita­ liano. Guillermo estaba a cargo del pequeño negocio de compraventa de cerdos y, al mismo tiempo, traducía textos filosóficos del alemán para el Fondo de Cultura Económica que dirigía en España el inteligente y generoso Federico Álvarez. Su actividad secreta era la poesía, y la mantuvo en la sombra hasta poco antes de morir, cuando publicó un

poemario prologado por la poeta española Francisca Aguirre. Paloma, muy activa en el psoe , era regidora de Peraleda, y su esposo Javier daba clase de iniciación a la música en Navalmoral, iba a la capital a la ópera y a los partidos del Real Madrid, paseaba a los perros y pasaba largas horas escuchando música en su pequeño estudio. Todos ellos habían participado en el experimento comunitario de Tlayacapan, que consistió en una serie de acciones tendientes a promover la participación ciudadana, cavando para hacer el drenaje, la distribución de agua potable, la crea­ ción de una escuela preparatoria y una serie de actividades de difusión cultural. Era la época del obispo Méndez Arceo, de Iván Illich, de los benedictinos de Lemercier, de la teología de la liberación y de la renovación de la Iglesia promovida por Juan xxiii . A los caciques morelenses les pareció peligroso el experimento comunitario porque se perctaron de que tenían mucha popula­r idad entre los habitantes, y los utopistas fueron perseguidos y tuvieron que salir rumbo a España. Claudio y Guillermo eran sacerdotes jesuitas y se vieron obligados a pedir permiso para salir de La Compañía. Ya en la dehesa, Claudio escribió un hermoso libro, Ruinas de utopía, que publicó el fce , y elaboró una excelente serie de grabados sobre iglesias y costumbres populares. Han muerto los miembros de la comuna de Las Coscojas y de la utopía de Tlayacapan. Sólo queda Javier quien, acompañado por sus mastines, mantiene viva la hermosa casa construida por el ar­ quitecto Favier. Es blanca y destaca entre los árboles, los olivares y las encinas. Todas las mañanas se puede saber si habrá lluvia o sol observando el perfil del Pico de Almanzor. En la dehesa vivieron, trabajaron, abrieron las puertas gene­ rosamente a los huéspedes y murieron los utopistas de Tlayacapan. Pienso en ellos cuando veo las iglesias agustinas del poblado morelense. Ahí están las ruinas y la memoria viva de unos generosos y valientes utopistas

Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

jornadasem@jornada.com.mx Ilustración de Claudio Favier Orendáin tomada de su libro Ruinas de utopía, publicado por el Fondo de Cultura Económica

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Portada: El gran testimonio Collage de Marga Peña

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La memoria de

nuestros nombres Arriba: Padres de Alejandro, uno de los 17 migrantes desaparecidos en Río Verde Derecha: Familiares de los migrantes que desaparecieron en la ruta a Nuevo Laredo se reunieron con autoridades del gobierno estatal para conocer los avances de las investigaciones. Foto: Demian Chávez/ ARCHIVO

Agustín Escobar Ledesma

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partir de la terrible desaparición de un grupo de diecisiete jóvenes migrantes del municipio de Landa de Matamoros, el 17 de marzo de 2010, surgió una pregunta obligada: ¿Existen otros casos de personas desaparecidas entre quienes emigran de manera indocumentada a Estados Unidos? Para responder la interrogante, a partir de febrero de 2013, Radio Universidad Autónoma de Querétaro creó el proyecto de investigación periodística La memoria de nuestros nombres. Migrantes quere­ tanos desaparecidos, con la finalidad de visibilizar esta herida social abierta. A un año del inicio de la investigación, después de haber entrevistado a casi un millar de personas y haber recorrido alrededor de 8 mil kilómetros de veredas, brechas, caminos empedrados y carreteras asfaltadas para acudir a rancherías, comunidades, pueblos, de­ legaciones y ciudades de los municipios enclavados en la Sierra Gorda y el Semidesierto, los avances de la indagatoria revelan que en Querétaro existen 376 casos de personas desaparecidas. La cruda realidad señala las siguientes cifras de personas desaparecidas por municipio: Landa de Mata­ moros: 41; Arroyo Seco: 31; Pinal de Amoles: 44; Jalpan de Serra: 31; San Joaquín: 24; Tolimán 61; Cadereyta de Montes: 73; Peñamiller: 55; Ezequiel Montes: 13, y Querétaro: 3.

El crimen organizado A partir de 2009, en que el grupo criminal los zetas tomara las rutas migratorias a Estados Unidos, los queretanos empezaron a desaparecer en grupos y hasta el momento existe un total de siete conjuntos que suman cua­ renta personas desaparecidas. En el resultado final de la lista, de los 376 desaparecidos, aunque no son migrantes, también figuran siete personas que desaparecieron en dos grupos. Los restantes 329 desaparecidos del estado de Querétaro corresponden a los migrantes históricos quienes, de acuerdo con la investigación, desaparecieron antes, durante y después del Programa Bracero firmado por los gobiernos de Estados Unidos y México, con vigencia de 1942 a 1964.

10 de noviembre de 2009 El primer grupo de queretanos desaparecidos no per­ tenece a quienes buscaban trabajo en Estados Unidos sino a tres comerciantes de la ciudad de Querétaro, detenidos en Monclova, Coahuila, por una patrulla de la policía municipal el 10 de noviembre de 2009. Ellos son

5 de abril de 2010

Héctor Rangel Ortiz, Hugo Aguilar Torres e Irene Lugo Hernández, cuyos nombres aparecen en el portal de internet de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Coahuila en la sección: Personas no localizadas.

17 de marzo de 2010 El segundo grupo de personas desaparecidas corresponde a los diecisiete migrantes de Landa de Matamoros, quienes iban a bordo de un autobús en el que también viajaba una persona de Arroyo Seco; seis muchachos de Hidalgo y otros ocho de San Luis Potosí. En total son treinta y dos habitantes de la pobreza extrema de quienes se ignora su destino. Desaparecieron el 17 de marzo de 2010, al parecer en Ciudad Valles, San Luis Potosí. En la lista aparecen Abraham Sáenz Díaz, de La Florida; Raymundo Rubio Melo y Juan Carlos Jiménez, de Santa Inés; Sabino González Rincón, de La Reforma; Alfonso Fonseca Amado de La Vuelta; Enedino Rojo Urías, de Río Verdito; Evodio Flores Ortiz, de El Lobo; Saturnino Ramos Ramos, de San Juanito, y Edgar Iván Fonseca González, de Jagüey Colorado. También figuran Rubén Garay Camacho, de Agua Zarca; José Luis Mendoza Almaraz, de El Charco; Ignacio Mata Jiménez e Ismael Mata Morales de La Yerbabuena; Arturo Mayorga, de El Pemoche; José Obispo Mendoza Almaraz, de El Charco; Víctor Moya Briseño, Fulgencio Moya Maldonado y Alejandro Moya Maldonado de Tres Lagunas.

22 de marzo de 2010 En el tercer grupo de personas desaparecidas se encuentran Lázaro Robles Trejo y Félix Robles Trejo, mineros oriundos de El Torno, delegación de Maconí, Cadereyta de Montes quienes fueron detenidos por la policía en El Salto, municipio de Pueblo Nuevo, Durango, el 22 de marzo de 2010. Aquel día también fueron detenidos y desaparecidos otros seis mineros oriundos de Durango, de quienes no se tiene registro de sus nombres.

El cuarto grupo es de siete migrantes del municipio de Pinal de Amoles, quienes desaparecieron el 5 de abril de 2010, al parecer, cuando transitaban en un autobús por Tamaulipas, en su trayecto a la frontera norte. Los nombres de los ausentes son Ricardo Ramírez Zarazúa, de Escanelilla, Honorio Reséndiz García e Ismael Reséndiz García, de Puerto de Escanelilla; Jacinto González Rodríguez, Jesús Rodríguez Martínez, Jonavad Reséndiz Ávila y Gerardo Mejía González, de Derramadero de Juárez.

29 de mayo de 2010 El quinto grupo corresponde a cuatro personas que desaparecieron mientras transitaban en un vehículo en la carretera Jalpan-Río Verde el 29 de mayo de 2010. Hasta el momento no se sabe nada de Efraín Mendoza Reséndiz, Guadalupe Mendoza Reséndiz, Juan Yáñez y Azael Olvera Chavera, todos de la comunidad La Salvideña.

18 de enero de 2011 El sexto grupo corresponde al municipio de Arroyo Seco. El 18 de enero de 2011 desaparecieron tres jóvenes, al parecer en Ciudad Miguel Alemán, Tamaulipas. Ellos son Eliseo Camacho Sánchez, de La Florida; Manuel Martínez Sánchez, de El Jardín y Mario González n , de El Pocito.

3 de noviembre de 2012 En el séptimo grupo de migrantes figuran Elías Mendoza García y Romaldo Ortiz González, de Mohonera de San Pablo, Pinal de Amoles, así como Osvaldo Hernández Ebreo, de Avícola de la Presa, y Juan Carlos Saavedra Hernández, de Jalpan de Serra.

¿Cuántos más? El proyecto de investigación periodística lleva un avance del cincuenta por ciento y falta conocer la realidad de los restantes nueve municipios, para visibilizar por completo esta tragedia humanitaria que afecta a los habitantes de la pobreza extrema del estado de Que­ rétaro y que, inevitablemente, nos conduce a otra in­ terrogante: ¿cuántos migrantes más, históricos y desaparecidos por el crimen organizado, han perecido en su trayecto en busca de mejores condiciones de vida en el otro lado?


ENSAYO

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Edmundo Valadés: vivir para El Cuento José Ángel Leyva

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n uno de los últimos homenajes que recibió en vida, Edmundo Valadés es­ cuchó con una mueca de desencanto el resumen analítico de Carlos Monsiváis: “Valadés es esencialmente un hombre bueno.” El autor de La muerte tiene permiso era en verdad un hombre bondadoso, pero no ingenuo. Una de las exigencias que elevaba como indispensables en todo cuentista era la malicia. Por algo su rostro se iluminaba cuando en su taller literario alguien leía un relato chispeante, pero sobre todo pícaro, más aún si se trataba de una autora. La salud del viejo escritor se fue quebrantando. Un día le pregunté por qué no había escrito más, y me dijo con esa ternura tan propia de él: “Porque la tentación toca a mi puerta y yo le abro. Un escritor no debe atender esas llamadas, sino exclusivamente las del oficio.” Dedicaba mucha energía a su revista El Cuento, un auténtico taller de narrativa. Siempre evocaba la figura de Juan Rulfo como un entusiasta colaborador de la publicación, un lector refinado que traía a la revista hallazgos invaluables, autores que luego serían referentes en las nuevas generaciones. Lo mismo decía de Arreola. Valadés nació en Guaymas, Sonora, en 1915. Una de las experiencias más reveladoras de su sensibilidad es aquella de su primera experiencia erótica. Tras la lluvia, en su natal Guaymas, quedaba en las calles una arena muy fina. A sus cinco años le gustaba salir descalzo y sentir la lluvia cálida sobre el rostro, luego caminar por el limo que acariciaba la planta de sus pies. “Esa –afirmaba– fue la primera conciencia de la sensualidad, la primera experiencia erótica.” Muchos años después re­ cordaría otra experiencia en París:

Suele ocurrir, cuando alguien dedica demasiado tiempo y energía a la difusión de la literatura y de la cultura, que se le escatimen méritos a su escritura. Es el caso de Valadés, quien por cierto aportó mucho al universo de la narrativa latinoamericana, particularmente del llamado microcuento, minicuento o minificción. En ese momento las fronteras del cuento moderno no estaban bien dilucidadas, por ello convocaba y buscaba reflexiones y análisis sobre el género, que debía ajustarse a la brevedad y la contundencia. En el número 119-120, de 1991, el propio Valadés refería el desdén de muchos por la minificción como literatura menor, pero su importancia iba cobrando fuerza en los países de habla hispana gracias al empeño de la revista El Cuento a lo largo de veinticinco años. En Colombia recogieron dicho esfuerzo y lanzaron un manifiesto en favor de la minificción, además de crear una publicación especializada, Ekuóreo, dispuesta a recoger los mejores productos del género. La revista El Cuento sentó magisterio a lo largo y ancho de América Latina, tanto que Mempo Giardinelli fundó en Argentina el Puro Cuento, en 1986, cuando volvió de su exilio mexicano. Valadés no vivía del cuento, vivía para El Cuento, que publicó más de 110 números. Como muchos otros escritores de la época, desempeñaba trabajos burocráticos. Pocos meses antes de morir, en 1994, fue invitado a un taller literario de Iztacalco que llevaba su nombre. La charla sería en las propias oficinas de la Delegación. En el camino confesó que tenía miedo escénico porque olvidaba datos. Eran quizás las consecuencias de una afección cardíaca que lo había llevado un par de veces al hospital; el temor no era infundado. Un grupo de periodistas muy conocidos: Enrique Figueroa, Jacobo Zabludowsky, Dos preguntas se expusieron sobre entre otros. Fuimos al famoso cabaret la mesa para abrir la sesión. Su primera Crazy Horse Saloon y presencié uno de respuesta fue muy breve, pero no la los espectáculos más eróticos y formisegunda: ¿qué le hubiese gustado ser Edmundo Valadés en el número 131 de El Cuento, octubre-diciembre de 1995. Foto: Paulina Lavista dables de mi vida. Puedo verlo muy clasi no fuese cuentista? Bailarín, con­ ro aún. Apareció una mujer que era ya testó. De inmediato narró una expeen sí la encarnación del erotismo, la provocación de la fantasía. Con toda seguridad la riencia maravillosa que confirmaba su dicho. En una estancia en la Unión So­ habían elegido entre miles. Todo en ella era voluptuoso, sus cabellos, el color de la piel, viética, casi al final del viaje, lo invitaron a una fiesta. Descubrió a una mujer de el rostro, el cuerpo, los ojos. Inició su actuación con una pantomima en la que aparentabelleza inaudita. Bebió algunos whiskys para darse valor e invitarla a bailar. Con ba ir acompañada de un hombre y poco a poco sus caricias los orillaban al acto sexual. gran disposición la rubia angelical lo acompañó a la pista de baile. “Éramos Ginger El público masculino se observaba realmente perturbado. En el lugar de aquel hombre y Fred”, sostenía el maestro Valadés con una mueca de gozo. “Bailamos y bailamos ficticio nos instalábamos cada uno de nosotros, nos veíamos en posesión y poseídos sin pausa. La gente comenzaba a irse, pero nosotros continuamos impulsados por por tan bella criatura. Cuando los varones veían por los suelos sus resistencias y estaban la fuerza de la danza y de la música. Al final sólo estábamos ella y yo. Alguien me a punto de ser dominados por el impulso de subirse al escenario y violar a la actriz, ensacudió por el hombro y en un apenas legible español me dijo: señor, despierte, tonces se cortaba el número y daba paso a un show cómico, que también era fabuloso. ya se acabó la fiesta. Estaba dormido sobre la mesa. Pregunté por la chica, pero el Cuando las carcajadas lo dejaban a uno sin aliento irrumpía de nuevo otra chica de las hombre se alzó de hombros. Mi ropa olía aún a su perfume, no era un sueño. Esa mismas características que la anterior e iniciaba su actuación. Se volvían a encender los noche había bailado con un ángel.” apetitos sexuales y se repetía el corte y el paso a otra actuación cómica. El autor de ese De regreso a su casa dijo, sonriente: “La imaginación siempre sustituye a la meespectáculo es un genio, se llamaba Alain Bernardin, el Rey del strip tease. moria, este cuento lo gané por nocaut.”

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VOZ INTERROGADA

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El espíritu magonista en la CasadelHijo

delAhuizote

Fotos: MexicArte Museum

entrevista con Diego Flores Magón Jaimeduardo García Esta historia nace de una fotografía: en la fachada del edificio donde estuvo la redacción del periódico El Hijo del Ahuizote se lee: “La Constitución ha muerto.” En el reverso aparecen los nombres y la firma de cada uno de los personajes, uno de ellos es Enrique Flores Magón. Esta misma imagen, pero en formato mural, recibe al visitante que llega a la Casa del Hijo del Ahuizote en la calle de Colombia, en el Centro Histórico, donde los puestos y el ajetreo de los comer­ ciantes de la zona distraen la atención de los transeúntes. Pero el inmueble restaura­ do se impone con todo su peso histórico; es el sitio donde se imprimió una de las publicaciones más combativas y críticas del periodismo mexicano. Diego Flores Magón Bustamente, bisnieto de Enrique (hermano de Ricardo Flores Magón) y responsable de la Casa del Hijo del Ahuizote, recuerda que el proyecto surgió a partir del acervo de su bisabuelo: “Es un archivo que heredamos y decidimos custodiar. Se compone de 15 mil documentos, entre periódicos, libros, fotografías y cartas. Hay una foto donde aparece la fachada donde estaba la redacción de El Hijo del Ahuizote. En una nota de mi bisabuelo hecha en los años treinta, después de regresar del exilio de Los Ángeles, él apunta la nomenclatura detrás de la fotografía: Chiconautla número 2, hoy calle de Colombia número 42. Esa fue la pista que seguimos y la raíz del rescate.”

- ¿H

a habido apoyo gubernamental para este rescate? –En 2008 le propuse al Fideicomiso del Centro Histórico el proyecto, que afortunadamente tuvo buena recepción. En 2010 destinaron recursos para iniciar el rescate y en 2012 se concluyó la obra. El organismo aportó en dos años cuatro millones de pesos. Ha tenido una magnífica recepción del go­ bierno y del público, porque El Hijo del Ahuizote fue un medio de oposición a un régimen dictatorial, y emblema de la libertad de expresión. Es simbólico, mitológico, ideológico, político, sobre esa base espiritual hemos construido un proyecto cultural. –¿Hay un vínculo entre la comunidad de origen mexicano en Estados Unidos con la actividad que realizan en Ciudad de México? –Sí. Ese nexo lo establecieron los Flores Magón desde principios del siglo xx y lo estamos retomando. La foto de la entrada, que data de 1903, muestra el último acto de protesta del grupo, después la imprenta fue clau­ surada. En ese momento decidieron exiliarse; a partir de ese año toda su actividad política y editorial la hicieron en Estados Unidos. Los siguientes veinte años su movimiento se articuló con mexicanos radicados en Texas y California, con trabajadores migrantes o exiliados políticos. Nos interesa esa vinculación histórica y hacer activismo cultural en las rutas del exilio magonista. Estructuramos un programa con varias actividades, la más importante es con la Universidad de Texas. Natalia Mendoza Rowell, antropóloga de la Universidad de Columbia, participará en el encuentro. Ella ha trabajado en un proyecto fundamental para El Hijo del Ahuizote: el archivo de los periodistas desaparecidos recientemente. Organizamos conferencias y presentaremos el proyecto entre febrero y marzo, se abordará la herencia trasnacional del anarquismo magonista en ambos lados de la frontera. Jacomo Castañón (diseñador industrial) trabaja en el mobiliario para el archivo, él presentará en eu su creación El Ahuizote ambulante, que es un carrito que recorrerá el Centro Histórico para atraer turistas al sitio, pues la gente que visita el primer cuadro de la ciudad nunca viene a la calle de Colombia. Debemos ir por los consumidores de cultura al Zócalo, a la Alameda, a Bellas Artes; será un anzuelo que les dará información, pretendemos romper ese cerco invisible que nos separa del Centro Histórico. Además, exportará cultura a la colonia Morelos, Tepito, Mixcalco, La Merced, llevará archivo fotográfico, publicaciones y un tallerista que impartirá actividades editoriales. Todo esto se realizará con el apoyo de Conaculta. –¿Tienen algún proyecto comunitario? –Publicaremos un periódico local. Daniel Hernández, periodista de San Diego, California, impartirá talleres de

periodismo a jóvenes de entre dieciséis y veintiún años, residentes de la calle de Colombia y de las colonias que te mencioné, para buscar talentos y que sean reporteros de su barrio. La finalidad es proporcionarle a estas poblaciones marginadas un espacio público donde se representen a sí mismos y se reconozcan como comunidad. El museo es otro de los ejes rectores. La primera exposición será sobre Daniel Cabrera (editor que traspasó a los Flores Magón el periódico) y El Hijo del Ahuizote. En junio o julio será la fecha de apertura del centro. Otra de las exposiciones para 2014 será sobre el traslado del cuerpo de Ricardo, y el regreso de Enrique, deportado de California en 1923, con el apoyo de Conaculta. Además, la Casa estableció un acuerdo con el Archivo General de la Nación para digitalizar el acervo que tiene sobre el magonismo, el cual se podrá consultar. Otro proyecto es la interacción con la población vulnerable de la calle de Colombia y de la zona. En ese sentido, la labor de Génesis Rojas Flores (antropóloga social) es valiosísima. Es la cabeza de la vinculación comunitaria, realizó un diagnóstico del entorno y la población, y con ese conocimiento instrumentará un programa que establezca vasos comunicantes con los habitantes del lugar. –¿El magonismo todavía le incomoda al discurso oficial? –Hay algo inasimilable para el discurso oficial: el fenómeno binacional, además de su anarquismo y su conflicto ideológico con la Revolución mexicana, sobre todo de Ricardo Flores Magón, que la impugnó, y con el Estado autoritario que produjo. Él siempre estuvo en contra de Madero, de Carranza, de Obregón, de Calles, hasta su muerte. Enrique regresó a México y se reconcilió con el proyecto de la revolución cuando Lázaro Cárdenas asumió el poder. Enrique ya estaba muy viejo y le pareció muy encomiable el proyecto social de Cárdenas. Ricardo fue demasiado radical como para haber aceptado incluso a Cárdenas


creación

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Esterilidad

Enrique Héctor González

L

Foto: madmanknitting. wordpress.com

a verdad es que no esperaba volver a verlo nunca, por lo menos no en estas circunstancias. El doctor Enciso, incesante defensor de la vida –eso decía de sí mismo–, se empeñaba en rescatar residuos de fertilidad de parejas imposibilitadas para la procreación, y yo estaba ahí por la insistencia de mi marido que a como diera lugar quería ser padre. Apareció por la puerta posterior de la clínica, no por la entrada. Al verme, algo en su interior brincó, ese pequeño salto de susto que tiembla a veces en la mirada. Para su desgracia, no había otro lugar vacío más que junto a mí y permanecer de pie en aquel vestíbulo estrecho podría generar la suspicacia de un enfisema rectal o alguna otra afección incómoda de ésas que Enciso, cono­ cido entusiasta de casos perdidos, estaba siempre dispuesto a erradicar. Se sentó, pues, a mi lado, y estrechó con mano indecisa la mía fatigada por un ejercicio del que hasta ese momento no había sido consciente: casi había estrangulado al osito de felpa que me sirve de llavero. Como la pregunta ¿qué haces aquí? era sumamente impropia, mi exmarido decidió guardar silencio, sonreírme a cada tanto y, aparentemente, no pensar en nada –lo que conseguía sin dificultad. En eso ocurrió que era mi turno y lo dejé callado en el sillón de su estupenda estupidez, un rostro que yo bien conocía y en el que confluyen pacientemente la desidia y la ingenuidad. No pude dejar de preguntarle por él al médico, quien se extrañó de que lo conociera. Sí, es amigo de mi esposo, mentí. Entonces, dijo Enciso, sé que no debería comentárselo, pero siendo usted su amiga cometeré la indiscreción de informarle que ese hombre necesita ayuda psicológica y no la de un proctólogo (al momento advertí que la palabra analista era polisémica con justicia) o la de un defensor de la vida, como yo. Su mujer (la cuarta esposa, quiero decir) es estéril, pero por alguna extraña razón él sigue pensando que también es responsable de que sigan siendo un matrimonio blanco, como me gusta llamarlo. Tuvo algunas relaciones homosexuales de orden pasivo y supone entonces que no penetra a su consorte sino sintiendo que él es el penetrado, y alcanza pocas veces la eyaculación. Creí entender de golpe muchas cosas, pero no podía elaborar la imprudencia de Enciso, por qué estaba empeñado en abrumarme de información, como si le fuera algo en ello o sospechara que me importaba el caso más de la cuenta –y no andaba muy errado, sólo un tanto anacrónico: hace cuatro años el asunto fue fundamental. Ya le he recomendado –continuó el doctor luego de hacer una pausa para sosegar su celular– que vaya con algunos especialistas, pero él lo que quiere, primero, es estar seguro de que puede ser hombre para empezar a trabajar sus emociones de mujer. Yo sólo venía por mis resultados (estaba segura de que el estéril era él, mi segundo marido) y, vaya, ¡de lo que me estaba enterando por la vacilante ética profesional de Enciso!, quien por lo visto no había terminado de hablar. Sospecho, dijo, que la ansiedad de este hombre es un disfraz de la atracción que siente por mí. ¿Disfraz? Esa no es la palabra, pensé. ¿Usted qué cree? ¿Cómo me encuentra?, me preguntó de pronto. ¿En relación con quién?, contesté como haciendo un chiste. Lo cierto es que su narcisismo y sus infidencias ya me habían bloqueado el cerebro –de por sí fácilmente despistable. La verdad, confesó por fin, es que… no sé por qué le digo a usted esto… es mi pareja desde hace unos meses, pero aún sigue casado con esa arpía de Marimar, ¿la conoce? No sé, doctor. Usted disculpará, pero ¿qué hay de lo mío? ¿Cómo? ¿No sabe si la conoce? Pero perdón, corrigió de inme­ diato, sí, aquí están sus resultados. Me parece que no hay ningún problema, señora Aceves, usted puede tener tantos hijos como veces su marido la atienda. Yo ya sabía que no era yo, sólo quería la certificación del médico. Salía del consultorio con el incipiente entusiasmo que le da a una comprobar que tiene razón, cuando noté que Jaime, mi exmarido, se aproximaba con mirada fulminante y las manos crispadas. Me empujó contra una pared y me puso las manos en el cuello sin decir nada, sin gritar, pero con una fuerza impecable. Me sentí como un oso de felpa en manos nerviosas. Enciso me lo quitó de encima cuando estaba ya a punto de morir asfixiada. Nunca supe por qué reaccionó de esa manera. Llegué a mi casa aturdida, desconcertada. Y ya ahí advertí que, en algún punto del trayecto, extravié el sobre con los resultados. Como es lógico, no quiero volver a ese consultorio y, como era previsible, Carlos no me creyó na­ da: sigue pensando que yo soy la culpable de que no tengamos hijos y un día de estos, si tengo suerte, se divorciará de mí

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Víctor Ronquillo

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odavía hoy, en las derruidas paredes del lugar, de aquel corral de esclavos, se encuentran las rendijas por las que aquellos seres humanos víctimas de la ambición, convertidos en mercancía, miraban el extraño mundo al que habían llegado luego de sobrevivir a los infortunios de una larga travesía. Muchos se agolpaban tras de esos resquicios de vida; hombres, mujeres, niños, los sobrevivientes se afanaban por mirar más allá de su cautiverio. Algunos preferían quedarse tumbados por ahí, padeciendo la larga agonía de la tristeza, la muerte de esa lenta enfermedad que socava el ánimo. Miraban con tristeza los desvaídos colores de un mundo ajeno. Un corral de esclavos, docenas de seres humanos despojados de su dignidad, en espera de la próxima ronda donde se comerciaba la mercancía de vidas truncadas. Todavía hoy existe este lugar, convertido en una vecindad a unas cuantas cuadras del centro de la ciudad de Córdoba, en Veracruz. Llegamos al viejo corral de esclavos con ánimo de grabar en video el sitio. Imágenes para un documental sobre la negritud en México. Bajé de la camioneta y cami­ né media cuadra. Ahí estaba la marca, la estrella grabada en la piedra, una singular estrella emblema de los esclavistas. El viejo portón de madera de la vecindad estaba abierto. Avancé despacio. Hasta hace muy poco, según mis informantes, en la entrada se encontraba un osario de restos humanos a la vista. El horror no cesa, a pesar de que lo hayan cubierto de cemento; sospecho que no sólo en este lugar, sino a lo largo de los veinticinco o treinta metros del rectángulo por donde se extendía el viejo corral, deben encontrarse restos de seres humanos, los caídos en la última estación del infierno. Más allá de los cuartos, de las viviendas erigidas por la pobreza a lo largo de muchos años, en el ambiente del lugar flota la tristeza, la desesperación, el amargo recuerdo de la crueldad. Camino entre un montón de escombros, la mala hierba crecida, trozos inservibles de madera, basura. Lo peor no está a la vista: anida en las entrañas de este sitio. El mal existe. Olvidé que me esperaban en la camioneta con la cámara, que debía regresar con la propuesta de un plan para grabar el viejo corral de esclavos. Todo el dolor concentrado ahí, asomándose en la que quizá era la única pared de la vieja construcción, me cimbró, me provocó escalofríos. La cifra del dolor, su significado más pro­ fundo, tenía que ver con la humillación, con la nostalgia, con el oprobio de sobrevivir a toda costa. Mis pasos me llevaron hasta las rendijas por las que esos hombres, esas mujeres, se asomaban a mirar un mundo ajeno. De ahí venían los seres que los habían capturado. ¿Cómo describirlos desde la mirada de sus víctimas? Más crueles que el mismo demonio, los más brutales depredadores sin paralelo en el reino animal, dueños de vicios tan infames que jamás podrán ser redimidos. Seres con apariencia humana donde el odio se acumula. Los esclavistas y una de las primeras formas de acumulación de capital. La mirada. Tras de esas miradas habitaba el recuerdo, la abundancia de un lugar distinto, esa constelación de verdes en la tierra añorada, la vida plena en el reino perdido, las cotidianas tareas de la subsistencia, los frutos de la cosecha, los hijos, la mujer amada. Los esclavistas atrapaban varones jóvenes y fuertes, también hacían su presa a los niños y las mujeres. Buscaban la mercancía más resistente para soportar la travesía, la más rentable en el mercado.

Me asomo por una de esas rendijas, labradas en la cruda pared por generaciones de cautivos, miro una calle cualquiera, de poco tránsito, por donde caminan algunas personas de este siglo. Me estremece pensar que la mirada de alguno de esos hombres, de esas mujeres, lejos de la realidad de una calleja empedrada, del atardecer de un día que se consumó hace trescientos años, se perdió en el recuerdo de la captura, en las imágenes de la persecución, en la muerte de los seres queridos que quedaron atrás, en el reino de la libertad perdida para siempre. Sé, como se saben ciertas cosas, que por aquí pasó un príncipe cautivo, Yanga, caudillo de negros libertos. Lo imagino con toda su majestuosidad de pie en medio del corral. Todos, aun sus captores, reconocen su noble estirpe. Ha llegado hasta aquí; ni la en­ fermedad, ni las humillaciones, ni las golpizas propinadas han logrado subyugarlo. Ha llegado hasta aquí y espera el momento justo para escapar de una hacienda cañera con un puñado de hombres para luchar por la emancipación de los suyos, antes de que cualquier criollo lo soñara siquiera. Yanga, príncipe libertario. La guerra de guerrillas, el audaz combate de los desesperados, las imposibles victorias logradas por un ejército de esclavos capaces de poner contra la pared a los emisarios del imperio. De Yanga se sabe muy poco, la suya es una existencia cruzada por la leyenda, por la urgencia de libertad. Vivió muchos, muchos años, y nadie sabe cuándo ni donde murió. En el poblado de Veracruz que lleva su nombre le erigieron una estatua para mantener tranquilo su recuerdo. Las bron­ cíneas estatuas no encabezan alzamientos armados en ninguna parte. En los restos de este corral de esclavos convertido en vecindad, donde todavía hoy habitan el oprobio y la tristeza, se erige el recuerdo de Yanga. Tal vez el contagio de su dignidad se propagó más allá de la muerte del primer Yanga. ¿Qué pasó con el último, dónde están sus restos? Volvió a África y reinó entre los suyos por mucho tiempo. Los habitantes de la vecindad se inquietaron con la presencia del tipo sentado en mitad del basurero. Iban a llamar a la patrulla cuando les dije que era reportero, cuando les pedí permiso para grabar con una cámara el lugar. Pocos sabían que en la vecindad, muchos años antes, se erigió un corral de esclavos. Josefita, una mujer ya mayor, me contó que en más de una ocasión se ha encontrado por ahí con el fantasma de un príncipe. Un príncipe negro

Escultura de Yanga, príncipe africano líder de la primera comunidad de esclavos que se rebelaron al yugo de la corona española, en la localidad veracruzana del mismo nombre

de esclavos

Un fantasma en el corral

crónica


BánffyMiklósmae ,

A

finales de los noventa, una novela imponente escrita en húngaro hace ochenta años, hizo una sorprensiva aparición, saliendo de las espesuras de los bosques de Transilvania que la tenían escondida hasta entonces, causando sansación en el mundo literario. Traducida al inglés en 1999, su éxito fue inmediato a pesar de sus mil 500 páginas, susceptibles de ahuyentar a cualquier lector de nuestros días. Rápidamente siguieron otras traducciones en varios idiomas, provocando el mismo asombro admirativo en todos los países donde se publicó. Los críticos fueron unánimes en reconocer en la Trilogía transilvana, de Bánffy Miklós, una de las obras maestras del siglo xx. Algunos hablan del descubrimiento tardío de una obra tolstoiana, otros la ponen a la misma altura de Balzac, de Stendhal o de Musil, o dicen haber descubierto al Lampedusa del este. ¿Quién era ese autor misterioso y dónde se escondió junto con su obra durante tanto tiempo? Bánffy Miklós nació en 1873 en una de las familias más antíguas y acaudaladas de la nobleza húngara del Imperio Austrohúngaro, y murió en la miseria más grande en 1950, en lo que quedaba de su país después de las dos guerras mundiales: un satélite del imperio soviético. Fue un hombre polifacético, brillante, elegante y profundamente culto. A su castillo de Bonchida –que entre muchos otros tesoros albergaba una valiosísima bi­ blioteca­­­­­– lo llamaban con razón el Versalles de Tran­ silvania. Bánffy hablaba siete idiomas, tocaba el violín, pintaba y dibujaba notablemente bien, y sobre todo escribía: piezas de teatro, novelas, ensayos y cuentos. A un tiempo artista de múltiples talentos y hombre político comprometido, pasaba su vida tratando de ser útil a su país y su pueblo, ayudando a quien podía.

Director del Teatro Nacional y de la Ópera de Budapest entre 1903 y 1918, fue él quien por primera vez llevó a escena las óperas de Béla Bartók, demasiado vanguardistas para su medio. No solamente las impuso en el repertorio del prestigioso teatro a pesar de la oposición de los círculos artísticos oficiales, sino que él mismo diseñó la escenografía y el vestuario, introduciendo un estilo nuevo que chocaba con la concepción estética anticuada que dominaba entonces en los teatros nacionales. Antes de la primera guerra mundial, Budapest era la segunda capital del Imperio: una metrópoli mundana con sus palacios, avenidas anchas, teatros iluminados, tiendas de lujo y restaurantes exclusivos. Allí se construyó incluso el primer Metro del continente. Como en el resto del país, incluida la rica región de Transilvania, la clase dirigente se divertía despreocupadamente, sin advertir los signos que anunciaban conflictos mayores. Bánffy, por el contrario, tenía la premonición de fatales sucesos que no tardarían en llegar y veía con impotencia cómo los políticos, inconscientes del peligro, llevaban al país al borde del precipicio. Pronto estalló la guerra y todo lo que el escritor y po­ lítico clarividente vio venir desde mucho antes se cumplió tal como lo anuncian los títulos bíblicos car-

gados de sombríos presagios de su Trilogía: Los días con­ tados, Las almas juzgadas y El reino dividido. La primera guerra mundial resultó ser para Hungría el mayor desastre de su larga historia. Como integrante del Imperio Austrohúngaro, fue una de las grandes derrotadas de la conflagración. Con el Tratado de Trianon, firmado en 1920, los vencedores la castigaron quitándole casi tres cuartas partes (setenta y dos por ciento) de su territorio milenario, incluyendo a la Transilvania entera, que quedó anexada a la nueva Rumanía. Tres millones y medio de húngaros –un tercio de la población de habla húngara– fueron transferidos, sin consultarlos, a los Estados sucesores. Bastaron unos cuantos trazos de pluma apurados, con los que los negociadores de paz firmaron el documento, para que, sin moverse de su tierra, millones de húngaros se encontraran con que, de un día para otro, eran extranjeros indeseables en su propio país. En ciertas partes la nueva frontera fue trazada con tanta precipitación que partía en dos un mismo pueblo, y los habitantes de un lado ya no podían visitar a sus familiares o vecinos, ni a sus muertos, porque el cementerio también se encontraba al otro lado, en otro país que les era hostil. A los que deseaban conservar su nacionalidad de origen no les quedaba más que abandonar sus casas y su tierra natal para irse rápidamente a lo que quedaba de la antigua Hungría. Esta última se asemejaba a un tronco humano recién mutil a d o de brazos y pier­nas, quedando en medio,

¿Quién era ese autor

misterioso y dónde se

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escondió junto con su obra durante tanto tiempo?

Estatua de Bánffy Miklós en Sop


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Edith M. Massün

estrohúngaro como un corazón alborotado, la ciudad capital. Budapest parecía un hormiguero enloquecido, invadida de húngaros refugiados de las partes anexadas, sin tener qué comer ni dónde dormir. La estación del este se llenaba de vagones de carga con familias enteras que perdieron todo, mientras una terrible hambruna asolaba el país, obligado además a pagar indemnizaciones de guerra. Con esa mutilación abrupta, la ciudad capital quedó privada de sus fuentes de vida. Fueron cortadas la mayor parte de las vías de transporte y de comunicación, se perdieron puentes, ríos y barcos, hospitales y fábricas, prestigiosas universidades, importantes regiones agrícolas, bosques y minas... Es un hecho: ninguno de los tratados de paz de París fue tan drásticos y humillantes como el de Trianon. En su calidad de ministro de Asuntos Exteriores, Bánffy procura salvar lo que se puede. A sus esfuerzos se debe la recuperación de la ciudad fronteriza de Sopron y algunos pueblos de los alrededores donde, como caso excepcional, los Aliados consintieron en que se consultara posteriormente a la población vía referéndum. En 1943, el propio Bánffy negocia en secreto con el gobierno rumano tratando –sin éxito– de convencerlo para que, junto con el de Hungría, salieran de la alianza con los alemanes, haciendo por separado la paz con los Aliados. Finalmente, y de último momento, Rumanía logra zafarse sola, para terminar la guerra del lado de los vencedores. Dos años después, al retirarse de Rumanía, los alemanes saquearon y prendieron fuego al castillo de Bonchida, para vengarse de aquel intento infructuoso. Cuando su mujer y su hija se van para Budapest, Bánffy se queda todavía en Transilvania procurando evitar la destrucción sin sentido del resto de sus propiedades. Poco después se cierra la frontera y ya no puede salir para reunirse con los suyos. La familia quedará separada por varios años. Vive los últimos años de su vida retirado en uno de los cuartos de servicio que las autoridades comunistas le conceden dentro de su antiguo palacio en Kolozsvár, y trabaja como repartidor de mercancías. Sus libros fueron prohibidos durante varios decenios; los ejemplares que quedaban en bibliotecas fueron quemados. El castillo de Bonchida, el otrora Versalles de Tran­ silvania en ruinas, se utiliza como depósito de una coo­ perativa agrícola. Sus jardines sirven de pastizales y los árboles centenarios se vuelven leña. En 1949, las autoridades rumanas dejan a Bánffy partir para Budapest, donde muere, un año después, a los setenta y siete de edad, olvidado por todos. Las nuevas generaciones de húngaros del país comunista crecen sin haber oído su nombre. Fue preciso que su obra se publicara en otros idiomas, en otros países de Europa occidental para que, llegada su fama hasta ellos, por fin sus compatriotas de hoy la descubrieran también. Las obras completas de Miklós Bánffy fueron publicadas por primera vez en Budapest apenas en 2006.

la trilogía de transilvania No es por nada que la Trilogía, escrita entre las dos guerras, lleva estos títulos inquietantes sacados del bíblico Libro

pron, Hungría por el escultor Péter Párkányi Raab

de Daniel. Como Baltazar, rey de Babilonia y los convidados privilegiados de su banquete que se emborrachaban mientras sus enemigos persas se preparaban para la toma de la ciudad, la aristocracia húngara de Transilvania seguía bailando y embriagándose de vino Tokaji, al son de los violines gitanos, sin advertir que todo alrededor se estaba desmoronando. Siendo aristócrata de antiguo linaje, Bánffy forma parte de esta casta, conoce mejor que nadie su forma de pensar y de hablar, sus gustos y costumbres, su egoísmo y su ceguera. Sabe todos los secretos de las grandes familias y está familiarizado con los ambientes en los que aquéllas se mueven. Nos hace partícipes de sus fastuosos banquetes, grandes bailes, cacerías, carreras de caballos y duelos insensatos; nos lleva a las salas de juego donde, en una sola noche, se dilapidan fortunas. En este universo, las mujeres sólo piensan en casarse con un hombre bien nacido, mientras que los hombres gastan dinerales comprándose trajes ingleses para estar a la última moda. Con gran realismo y poder de evocación, Bánffy describe a esos aristócratas rodeados de usureros, hacendados explotadores, políticos ineptos y naciones vecinas con ambiciones militares. A través de sus vidas individuales logra pintar un fresco impresionante de la desinte­ gración del Imperio Austrohúngaro. La novela, sólidamente documentada, abarca los últimos diez años de paz de la Monarquía (1904-1914). Como diputado parlamentario, Bánffy ha podido observar de cerca las maniobras de los círculos políticos que describe con detalles precisos, dignos de cualquier historiador. Estas partes de la novela pueden resultar un tanto pesadas para el lector no familiarizado con la historia política centroeuropea, pero como paralelamente siguen los sucesos apasionantes de la vida de los protagonistas, de todos modos queda atrapado en la lectura. En esta novela la ficción se alimenta de una poderosa memoria para crear un mundo vivo y veraz. El protagonista principal, el joven conde Bálint Abády, es el alter ego del autor. El castillo de Dénestornya, dónde Bálint crece, corresponde al de Bonchida, y la trama amorosa atestada de obstáculos que atraviesa la obra se nutre de una pasión vivida por el mismo Bánffy con una actriz que su familia rechazaba (y con la que finalmente se casa, pero sólo después de la muerte de su padre). Algunos críticos destacan la forma, sorprendentemente moderna para su tiempo, en la que el escritor trata los asuntos sexuales. Habla del tema abiertamente y con franqueza, reconociendo en el impulso sexual una de las motivaciones humanas primordiales. Por todas esas razones, sus personajes resultan tan verídicos como si fueran de carne y hueso. Existen, verda­ deramente, y se quedan en la memoria del lector como el Julien Sorel de Stendhal o el Hans Castorp de Thomas Mann, dejando la impresión de haberlos conocido de verdad y haber vivido con ellos. Bánffy nos devuelve, así, la magia de la lectura que por momentos pareciera haberse perdido con los grandes clásicos de antes.

Miklós en 1916-17

Orquesta militar del ejército austrohúngaro

Su conocimiento de los hombres, así como de los objetos y ambientes que los rodean, y su capacidad de des­ cribirlos son realmente impresionantes. Respiramos el aire de estos bosques ancestrales que Bálint atraviesa para encontrarse con su amante, y estamos allí sentados a la mesa puesta para las grandes cenas con finas porcelanas de Sevres, cubiertos de plata y copas de cristal, viendo pasar los platos más exquisitos. Aun cuando el medio recreado con tantos detalles es el de la clase alta, no faltan en la novela las figuras secun­ darias de políticos provinciales, empleados, campesinos húngaros y rumanos. Bánffy conoce también, y a fondo, sus condiciones de vida, habla su idioma y a través de ellos nos permite tener una visión bastante clara sobre lo que hay detrás del universo glamoroso de la aristocracia. Con empatía muestra la difícil situación de campesinos, pastores y leñadores explotados por caciques locales; cuenta cómo la mayoría de los políticos húngaros trata con desprecio a las minorías rumanas ignorando sus reivindicaciones, y cómo detrás de los buenos modales de los nobles se esconden a veces la indiferencia o la crueldad. En contraste con la gente trabajadora, muestra la irresponsabilidad y la ineptitud política de la clase dirigente. Perspicaz, su crítica es aguda pero no sentenciosa. No se pone en lugar del Dios de la Biblia para juzgar: se contenta con describir las cosas tal como eran, dejando que el lector saque sus conclusiones. Por su cercanía al sujeto de su obra, Bánffy no puede evitar sentir algo de nostalgia por ese mundo desaparecido que fue el de su juventud. Por otro lado, es demasiado inteligente como para no verlo también con cierta distancia y con ojos críticos. Cercanía y distancia crítica, nostalgia e ironía se compenetran a lo largo de sus páginas intensas, ofreciéndonos una prosa verdaderamente cautivante


leer Bajo el techo que se desmorona, Goran Petrovic, Sexto Piso, México, 2014.

Traducido del serbio al español por Dubrabka Suznjevic, este que su autor define como “cinerelato” –y el gozoso lector descubrirá inmediatamente la total pertinencia de dicha definición– es una alegoría cuya cumplida intención consiste en retratar el estado social de las cosas en aquel país hoy extinto que se llamó Yugoslavia, precisamente cuando dicho artificio político comenzó a desmoronarse. A la muerte de Josip Broz Tito, líder de aquel satélite soviético que de muchos modos se negaba precisamente a serlo, en grandísima medida gracias a la estatura humana del mariscal Tito, el pueblo serbio se encontró de súbito enfrentado a una duda total respecto del futuro inmediato, y durante el primer lapso apenas atinó a responder con la inercia de las costumbres adquiridas a una realidad nueva y absolutamente incógnita. Bajo el simbólico techo de un cine en proceso de desmoronamiento, y mientras pasa frente a sus ojos una película por completo delirante, el microcosmos propuesto por la cáustica imaginación de Petrovic representa a esa sociedad en su momento de mayor incertidumbre •

Washington Square, Henry James, Sexto Piso, España, 2014.

Quienes hasta el momento sigan ayunos del placer enorme de haber leído la que para muchos es la novela más importante de James, quien como bien se sabe es uno de los grandes maestros literarios en lengua inglesa de todos los tiempos, hará bien si subsana el faltante con esta edición, ilustrada por el también neoyorquino –como lo era James– Jonny Ruzzo, y traducida al español por Andrés y Teresa Barba. La historia de la compleja y difícil relación entre Catherine Sloper y Morris Townsend, los protagonistas, es el vehículo dramático perfecto para el soberbio, crudelísimo retrato que James hace de la sociedad estadunidense en el siglo antepasado, y al mismo tiempo los personajes son emblema atemporal de las relaciones humanas, en las que tan habitualmente se mezclan, hasta llegar a lo indisoluble, interés y sentimiento, conveniencia y honradez, afecto y ambición •

18 de mayo de 2014 • Número 1002 • Jornada Semanal

Íconos del Imperio, Augusto Isla, Letras de Querétaro, México, 2013

E

Las siete lunas de la Reina Roja, Raúl Moncada Galán, Quadrivium Editores, México, 2013.

LA HISTORIA DE LA IMAGEN

LA REINA ROJA

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

ORLANDO ORTIZ

n su mayoría, los ensayos que Isla reúne en este volumen hacen un retroceso a la historia gringa de los sesenta. Frank Sinatra, el cantante, famoso más por sus actuaciones fuera del escenario que por la voz prodigiosa que encantó a millones. Billy Wilder y George Cukor, directores de cine, creadores de sueños basados en verdades a medias. Michael Jackson, la encarnación del sueño blanco. Marilyn Monroe, la diva por excelencia. Jacqueline Kennedy, la “elegante” primera dama, siempre al margen, incluso como viuda. Edgar Hoover, el precursor de los líderes sindicales mexicanos, pero en el fbi gringo, con tan indefendible doble moral que nadie se le acercaba por miedo. El ensayo sobre las figuras públicas históricas tiene el tino de recordarnos de dónde vinieron muchos vicios, no tanto en las propias figuras, sino en los espectadores. ¿Por qué voltear a la “elegancia” de la Kennedy, cuando en México la estética es distinta, en historia y alcance? ¿Qué hay atrás de la mirada de este ensayista mexicano que habla poco del mexicano como espectador y que disecciona sin piedad a la nación vecina, con sus eternas mentiras y sus elegidos, varios precisamente por vivir en la incomodidad de sí mismos y de esos valores que dicen custodiar? ¿Cómo puede espantarnos o sorprendernos Hoover, cuando en México el más nimio comandante municipal pacta con narcos y delincuentes menores para hacerse de bienes que, en un cerrar de ojos, son “recuperados” por un pueblo “hasta la madre” de violencia? Cierto que los directores gringos, como Wilder o Cukor, bien podrían darnos lecciones de cómo hacer ese cine que apenas será recordado por sus cualidades artísticas, así como mucho de qué hablar sobre valores que sólo existen en el cine que vende, no en la vida de ese pueblo que, entonces y ahora, sacrifica a sus jóvenes en países asiáticos con la mentira de la libertad y la igualdad. Ensayos bien logrados en precisión y resumen, de conceptos desarrollados con tal suavidad que apenas percibimos la carga de muchas de sus afirmaciones. Quizá, algunos disminuidos por las referencias personales que no aportan al texto ya logrado, pero que en conjunto permiten incluso hacer intercambios: entre la mafia de Sinatra y la mafia de Hoover parece ser más defendible la del cantante; entre Hoover vestido de mujer y Jackson vestido con piel blanca artificial, hay correspondencia; entre lo borroso de la vida de Monroe y la tristeza apenas disimulada de Jacqueline, la divas tienen más de común de lo que quisieran los seguidores de la “elegancia” Kennedy. Sobrado de capacidades para el análisis, el autor nos deja con la tarea de actualizar esos iconos de mediados del siglo xx gringo, para advertir cómo los vicios en ellos germinados siguen vivos y carcomiendo a millones de personas en todo el mundo; más en una sociedad donde internet y sus implicaciones han hecho viejos a demasiados artistas que, en otras épocas, eran adjetivados como únicos •

H

ace algunos años se descubrió en Palenque una tumba que contenía los restos de una mujer, cubiertos de un polvo rojizo, de ahí que empezara a llamársele “la reina roja”. La novela de Raúl Moncada Galán nació de este hecho, pero se percibe que en ningún momento se propuso hacer una novela histórica. Hay un personaje, “Moncada Galán” (el escritor que aparece al inicio del libro), que se escurre con habilidad de la historia y argumenta que no es el autor del texto, que éste en realidad es responsabilidad de José Caab Pech, el guía de la zona arqueológica que fue testigo de lo que se narra en las páginas siguientes. Sin embargo, una parte es la que relata Caab Pech, pues en realidad la voz narrativa principal es la de Tz’ak-b’u Ajaw, nombre de la reina roja. Raúl Moncada se libra de esta manera de la “responsabilidad” de ser fiel a los hechos históricos y le abre las puertas a lo fantástico. El primer peldaño hacia ese nivel nos lo da el guía, José Caab, que en una noche de luna llena, mientras furtivamente está consumiendo un carrujo de mariguana, escucha voces, risas, gritos y pasos de una multitud que ocupa la explanada ubicada frente al Templo xiii ; es como si de pronto estuviera metido en los tiempos de auge del imperio palencano; luego, antes de que acabe de entender lo que está pasando, surge de la selva circundante un coro de voces femeninas. Ya están dados los primeros pasos en lo fantástico. El siguiente es cuando, antes de que pueda dilucidar si fue una alucinación efecto de la yerba, “sus ojos, guiados por una voluntad ajena miran hacia la cresta del templo y descubren ahí tres siluetas bañadas por la luna. Formas incorpóreas de posibles almas, espíritus o ánimas en pena que flotando bajan la escalinata. Apariciones amorfas que al tocar el suelo se convierten de inmediato en los cuerpos de dos mujeres de diferente edad y un niño”. Los fantasmas al parecer se convierten en seres de carne y hueso, y la reina Tz’ak-ab’u Ajaw inicia una especie de soliloquio para contar a las estrellas, al viento y a la selva la historia de su vida. Los fantasmas no pueden ver a José Caab, que cerca de las apariciones se enterará de cuanto la reina narre esa noche de plenilunio y en las siguientes seis de luna llena. En los meses subsecuentes, Caab asistirá con puntualidad no exenta de inquietud a las escenas protagonizadas por la reina, pero en las siguientes ya no podrá preguntarse si esas fantasmagorías son efecto de la mariguana, porque deja de consumirla precisamente para estar seguro del carácter de las apariciones. De esta manera, Raúl Moncada ya instaló a los lectores en un mundo fantástico que en adelante estará solamente salpicado de breves comentarios del guía. Se desarrollan, así, dos historias paralelas: la de José Caab y la de la Reina Roja, que llegará a ser, paradójicamente, un “fantasma de carne y hueso”. Cada plano, cada historia, tiene su lenguaje y en ellos juegan papel importante algunos símbolos pertenecientes a la mitología y mentalidad mayas.

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leer

Jornada Semanal • Número 1002 • 18 de mayo de 2014

En sus inicios dramaturgo, Raúl Moncada Galán ha publicado varias de sus obras, posteriormente se encaminó hacia el relato y ha publicado cinco novelas y un libro de cuentos; todos ellos muestran su capacidad como narrador •

Un sueño de Bernardo Reyes, Ignacio Solares, Alfaguara, México, 2014.

BERNARDO REYES: EL TRAIDOR QUE NO QUISO SER GUILLERMO VEGA ZARAGOZA

¿Q

ué clase de traidor hubiera sido Bernardo Reyes si da un cuartelazo en contra de Porfirio Díaz en lugar de serle tan leal? Es imposible saberlo, aunque para darle oportunidad a lo imposible existe la imaginación literaria. De acuerdo con la tipología de Denis Jeambar e Yves Roucaute en Elogio de la traición. Sobre el arte de gobernar por medio de la negación (Gedisa, 1990), habría sido un “traidor heroico” de haber derribado la tiranía y conducido el tránsito a la democracia. Estaba convencido de que si algo había que reconciliar en este mundo eran las armas y las ideas. Su hijo Alfonso, el poeta, transcribió sus palabras: “Necesitamos los dos en igual en medida: los libros y las armas. Éstas para poner orden. Y una vez con el orden establecido, los libros para darle sentido a nuestra vida y elevar el espíritu.” Sin embargo, como lo narra Ignacio Solares en su nuevo libro Un sueño de Bernardo Reyes, el general jalisciense nacido en 1849 no quiso sublevarse contra Díaz porque lo idolatraba y era “un hombre de palabra”. Ya se ha dicho antes: la estatura de un escritor se mide por la manera en que le rinde fidelidad a sus propias obsesiones a lo largo de su obra. El escritor muy pocas veces escoge las obsesiones que lo atormentan; en realidad, las obsesiones son las que lo escogen y lo persiguen. Es relativamente fácil darle seguimiento a las de Ignacio Solares, pues no sólo las ha hecho explícitas, sino que ensaya y propone en algunas de sus obras las ideas y planteamientos que desarrollará con mayor profundidad en libros posteriores. En el relato “Asesinato del presidente Porfirio Díaz”, incluido en Ficciones de la revolución mexicana, Solares narra lo que podría haber sucedido si el atentado perpetrado contra el otrora “Llorón de Icamole” por un tal Arnulfo Arroyo el 16 de septiembre de 1897 hubiera tenido éxito: Bernardo Reyes habría subido al poder y sido un excelente presidente. Esto es lo que entonces, desde el reino del “quétal-si”, Solares especuló (es decir, lo reflejó en el espejo de la imaginación). Sin embargo, la espina ya

había quedado clavada y su obsesión por Reyes ha dado como resultado otro conciso relato sobre este malogrado hombre del poder, donde el autor de libros como La noche de Ángeles, La invasión y El Jefe Máximo, utiliza un efectivo recurso, ya manejado en otras ocasiones: una investigación, que emparenta al texto con el ensayo, el reportaje y la crónica (incluso citando en el curso narrativo interpretaciones y valoraciones de otros autores e historiadores), lo que proporciona al lector la sensación de seguridad y autoridad ante los hechos contados (“Esto debe ser cierto”); sin embargo, el autor escurre entre los resquicios de la realidad, de aquello imposible de comprobar históricamente, el pegamento de la imaginación novelística (“Así no sucedió, pero pudo haber sido”). Bernardo Reyes murió abatido por una ráfaga de ametralladora cuando se encaminaba a tomar Palacio Nacional el 9 de febrero de 1911, día en que inició la llamada “Decena Trágica”. En el fragor de la refriega, el general Reyes cubre con su cuerpo a su hijo Rodolfo para protegerlo de las balas. Ese es el momento elegido por Solares para arrancar su narración: ante los ojos del general Reyes desfilan los principales momentos de su vida, el amor, el matrimonio, la vida militar, las batallas, los años de gobernador, la iniciación como masón, pero sobre todo su relación con Porfirio Díaz. Solares explora “la lealtad mal entendida” de Bernardo Reyes, llamándolo “personaje shakespeareano”. Como en la disección que hizo en Madero, el otro, ahora se sumerge en el misterio de la vida de su némesis. A ambos, Alfonso Reyes los describiría como “dos grandes almas (que) se enfrentaban, y acaso se atraían a través de no sé qué estelares distancias. Una toda fuego y bravura y otra toda sencillez y candor. Cada cual cumplía su triste gravitación”. Bernardo Reyes era el candidato natural para suceder a Díaz, por las cualidades que detalla Solares con ágiles trazos: “Fueron los reyistas, antes de Madero, quienes sacaron la política a las calles (Madero no hizo sino montarse sobre la ola ya levantada por Reyes…)”. Rodolfo encabezaba a los simpatizantes de su padre. Escandalizado, Bernardo Reyes reprende a su acelerado vástago, pero las expresiones de apoyo no amainaban, por lo que don Porfirio manda llamar al general. Le dice que no dejaría aún la Presidencia, pero tampoco le ofrecería la vicepresidencia, pues le haría sombra. Reyes acepta, resignado. Su hijo Rodolfo se lo reclama, pero el general le espeta que al desobedecer “provocaría una verdadera revolución en el país… despertaríamos a una fiera que no sé si después pudiéramos domar”. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos hechos por Reyes, la marea de “claveles rojos”, distintivo de sus seguidores, no se apacigua. Viejo lobo de mar, Porfirio Díaz decidió cortar por lo sano: lo envía a Europa, en un mal disimulado destierro. ¿Por qué Bernardo Reyes no salió del despacho presidencial directo a lanzar su candidatura o, en caso extremo, dar el cuartelazo? Porque no pudo comprender que “no es la veleta la que gira sino el viento el que cambia de dirección”, como sentenció el político Edgar Faure, citado por Jeambar y

LOS EPISODIOS DE SALADO ÁLVAREZ Zelene Bueno, Ma. Guadalupe Sánchez y Jorge Souza

Roucaute. Solares compara a Reyes con el Quijote. En efecto, fue un idealista, un Quijote, pero al revés. A Reyes la cordura lo desquició, al grado de inmolarse esa noche del 9 de febrero de 1913. “Los políticos que desean convertirse en estadistas deben matar algo en sí mismos, mutilarse, amputarse. Deliberadamente deben eliminar su corazón”, como dijo Jacques Chirac. Es evidente que tanto Madero como Reyes nunca se amputaron ese órgano. Ante el cadáver del segundo, el primero dijo, con ojos llorosos: “Era un hombre admirable. Pudimos haberle hecho, juntos, un gran bien a la patria.” En términos freudianos, Reyes no pudo matar al padre para liberarse y ser, por fin, él mismo. Prefirió matar al hermano, a su igual, a Madero, que sí se atrevió al parricidio. Sin embargo, en esto Reyes también fracasó. He ahí su drama y su tragedia •

Diario de Burdeos, Antonieta Rivas Mercado, Universidad Autónoma del Estado de México/Siglo xxi Editores, México, 2014.

“Promotora cultural, mecenas, pensadora, filántropa, intelectual y activista”: acertadas palabras de Vivian Blair para describir algo de lo mucho que fue esa mujer extraordinaria, fascinante y difícilmente definible, en términos totales, que fue Antonieta Rivas Mercado, cuya muerte trágica por propia mano ha llegado a opacar el universo personal que tenía detrás, en el que cabe literalmente un fragmento fundamental de la historia política y cultural mexicanas. Esta magnífica edición consta de dos volúmenes, uno con el facsimilar del Diario en sí, y otro con la fijación del texto y notas a cargo de Cynthia Araceli Ramírez Peñaloza y Francisco Javier Beltrán Cabrera, así como una presentación de Jorge Olvera García y textos introductorios de la citada Vivian Blair, Kathryn s. Blair, Jaime Labastida, Ivett Tinoco y la Fundación Rivas Mercado ac •

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Una nota sobre Carlos Monsiváis

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arte y pensamiento ........

18 de mayo de 2014 • Número 1002 • Jornada Semanal

Enrique López Aguilar

Naief Yehya

alapiz2000@gmail.com

naief.yehya@gmail.com

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UNTO AL SÍMBOLO PERSONAL de los tiempos otoñales es necesario agregar el de la arena, cuya primera asociación es la del infinito y la vastedad, como ese “polvo incalculable que fue ejércitos”, de Borges. Casi siempre, el tópico condesiano de la arena aparece alrededor de la inminencia erótica: es el caso del “pájaro/ de arena y el perfume de una tarde”, ya citado arriba. Más adelante, en “Tercer acto”, reaparece el símbolo:“un mensaje de arena/ en la palma de la mano”. La arena no deja de recordar la materia carnal y terrestre de la que procede el hombre, por lo menos desde la visión de los mitos del Génesis, de modo que, junto a esa

creación original que es el erotismo, las exactas visiones de pájaro, palma de la mano y ojos, asociados con una imagen de arena y polvo de oro, no dejan de aludir al Adán hecho de arcilla roja, al barro del que surge el extraño matrimonio de la primera triada: Lilith, Adán, Eva. Entre la primera, amante erótica a la que no le importa derramar la simiente del amado, siempre y cuando se cumplan los ritos del placer, y la segunda, mujer y esposa que garantiza la progenie y la dispersión de la familia humana sobre la tierra, se encierran y atormentan las noches y los desvelos del más frágil de los Adanes. La arena, recuerdo de un destino y un origen es, en las imágenes eróticas de Conde, la constancia de una materia que confirma su fragilidad y fortaleza en el instante inminente de los cuerpos. Además, si se recuperan las asociaciones de color y textura entre el polvo de oro y la arena, la nobleza del oro alquímico y su maleable invulnerabilidad parecen reforzar la carga hermética del erotismo como piedra filosofal de los dos cuerpos, que se encuentran entre el fragor de las sábanas y las páginas de un libro. En cuanto al tercer símbolo recurrente, el del ángel, Conde lo incluye en Intruso corazón de las siguientes maneras: “Abril es el mes más cruel / y asediamos la ventura del ángel…” (“Presagio”), o “una fiesta de ángeles adolescentes…” (“El aroma de tu piel”), o “el aroma de tu piel/ sobre el crepúsculo del ángel” (“El aroma de tu piel”), o “la resurrección de los labios/ en una oscuridad con alas…” (“Resurrección”). El juego del autor es ambiguo y exacto, a la vez: por un lado, dentro de la cultura urbana tan bien manejada por él, la primera asociación angélica remite al cruce de Reforma, Florencia y Río Tíber, y a esa niké mexicana que el arquitecto Rivas Mercado nunca imaginó transformada en el descaro de un ángel femenino, cuyo ascetismo es tan sospechosamente espiritual como el de la Diana cazadora. En otro nivel del significado, sólo lo que

se augura en la antes citada “oscuridad con alas” pareciera aludir a la condición mensajera en los ángeles, pues la angelología de Conde es, en todo caso, carnalmente terrible, sin ninguna connotación rilkeana, ya que, para él, no hay más religiosidad que la de los cuerpos. Si lo que he dicho es cierto, la lectura angelológica de Conde es moderna, desacralizadora y profana, y está más cerca de la idea de que los ángeles son, por ejemplo, las putas del cielo, o de que sus semblanzas cercanas deben buscarse en personajes ambiguos y deliciosamente perversos como los que pueblan cierta pintura prerrafaelista o la de Gustav Klimt, o de que su condición actual está prefigurada por ese ángel, no por celestial menos tentador, representado por Nastassja Kinski en Tan cerca, tan lejos, de Wim Wenders. Finalmente, frente al tópico del alcohol, es necesario señalar que éste siempre aparece como emisario o agente propiciatorio de ciertas cercanías eróticas. Buen capitalizador de una herencia de la poesía maldita, que Conde recibe por el lado del modernismo y el romanticismo mexicanos, el paraíso artificial del mundo erótico, presidido por Lilith, puede asociarse con ese otro, el del alcohol, inductor de estados de ánimo propiciatorios, de revelaciones diferentes, de desinhibiciones milagrosas, por no hacer menos la erudición cantinesca y el amor por la ciudad que, en el poeta, se vuelven parte de una nueva manera de nombrar al ser, pues ciudad, alcohol y erotismo son los emblemas de un nuevo paisaje que, a la manera de De Quincey, representan el novedoso destino de un artista que sabe viajar por el filo más oscuro del postromanticismo postmoderno. Lo que una obra reunida y una antología personal dejan ver son las obsesiones personales de un autor construidas a lo largo del tiempo: reiteraciones y variantes que son espejo donde se mira el poeta • (Continuará.)

Odiamos tanto a Lars Lars von Trier tiene una larga trayectoria como enfant terrible, abusador de actores (hollywoodenses) y cínico provocador al que no le importa la corrección política. El director de Dancer in the Dark (2000) dice no ser misógino porque en realidad odia a hombres y mujeres de igual manera. Entre los muchos comentarios estridentes por los que la gente lo juzga destacan: que se convirtió al catolicismo sólo para joder a sus compatriotas; que la persona más infame que ha conocido fue su madre; que a medida en que envejece quiere que sus actrices sean más jóvenes y estén más desnudas, y que siempre pensó tener origen judío

pero resultó ser más bien un poco nazi. Este último chiste, con deliberado tinte de autodesprecio judío, causó tal revuelo que fue expulsado de Cannes en 2011 y declarado persona non grata, lo cual sin duda le afectó, pero también se ha vuelto uno de sus principales orgullos. Pero lo que realmente importa es que Von Trier es un cineasta extraordinario, uno de los mejores directores y autores de nuestro tiempo, un artista arriesgado, con una propuesta estética vital, original e incendiaria que va de los precipicios emocionales de Breaking the Waves (1996) y Melancolía (2011) al histrionismo catatónico de The Idiots (1998), o a la pesadilla mutilatoria y psicosexual de Anticristo (2009).

Confesiones perversas En un tiempo de pornocultura, Von Trier eligió hacer una cinta acerca de una mujer adicta al sexo, un personaje síntoma y reflejo de la obsesión pop, la confusión y el malestar que produce el exceso de imágenes sexuales explícitas en la cultura contemporánea. Nymphomaniac: Vol. 1 y Vol. 2 comienza en un callejón donde una mujer, Joe (Charlotte Gainsbourg), yace inconsciente y golpeada hasta que es descubierta por Seligman (Stellan Skarsgard), que decide llevarla a su modesto departamento, ya que no lo deja llamar a una ambulancia. Una vez en la espartana habitación, Joe (cuyo nombre insinúa una ambigüedad de género) confiesa ser una mala persona y se lanza a contar la historia de su vida, desde su despertar al sexo hasta la situación que la llevó al callejón. Joe no discrimina a ningún amante, no hace falta que sean bien parecidos o inteligentes, o ricos o sexualmente notables, basta con que representen una posibilidad morfológica más en su colección de genitales. El recuento de las aventuras sexuales de Joe (interpretadas por la deslumbrante Stacy Martin), con sus saltos temporales y eventuales divagaciones místicas, se ve constantemente interrumpido por las impertinentes pero ingeniosas comparaciones, análisis y comentarios del solitario y asexuado Seligman.

Al volver al presente, la cara golpeada de Joe parece indicar una especie de castigo al libertinaje y a la visceralidad incontrolable, como si se tratara de una de las doncellas mancilladas de la literatura victoriana. Sin embargo, esto también es una ilusión que tiene como función preparar un desenlace irónico y desesperanzado. Joe parece esclavizada a sus deseos, pero en realidad también sabe convertir su sabiduría corporal en poder de dominio y control.

Dualidades El formato de la película podría evocar una larga sesión de psicoterapia (algo que Von Trier repudia), pero recuerda las novelas licenciosas del siglo xvii, en particular la tradición de las prostitutas filósofas, un género blasfemo explorado por autores desde Bocaccio y Aretino hasta Andréa de Nerciat, Fougeret de Montbron y el propio Marqués de Sade, en el que la protagonista describe sus aventuras sexuales con intención de excitar, pero también de divertir y predicar una antimoral. Esta es una de las aportaciones más transgresoras de la pornografía: la mujer que no es castigada por sus deseos sexuales, sino que, por el contrario, es una observadora aguda de la sociedad que pone en evidencia la hipocresía de la sociedad y la fragilidad de las instituciones ante la tentación sexual. Cuando Von Trier anunció que su próximo filme sería explícitamente pornográfico no exageró; sin embargo, lo que hizo fue una amena reflexión filosófica entre coitos sobre la naturaleza del deseo y del mal que pasa por la pesca con mosca (fly-fishing), números de Fibonacci, la historia del cisma de la Iglesia cristiana y la historia de la música entre otros temas. Joe y Seligman representan la dualidad que caracteriza al propio Von Trier, el humor y la angustia, la rigidez formal y la fluidez onírica, la racionalidad y los instintos. Entre ambos fabrican un universo delirante e imaginario, una fábula del “sexo que habla” y que no tiene la menor intención de realismo • (Continuará.)

JORNADA VIRTUAL

Ninfomaníaca, de Lars von Trier (i de ii)

A LÁPIZ

Los discursos de amor en la obra poética de José Francisco Conde Ortega (iv de v)

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........ arte y pensamiento

Germaine Gómez Haro

Alonso Arreola @LabAlonso

germaine@pegaso.net

Manierismo: el arte después de la perfección

Y en el piano… Doctor House

El manierismo es un término intrincado, complejo, polémico –hasta, diríase, enrevesado– que ha dado mucho de qué hablar y discutir a teóricos e historiadores. Situado entre la perfección del Renacimiento y la exuberancia del Barroco, el manierismo como período estilístico en la historia del arte ha quedado quizás un tanto relegado y a la fecha no hay consenso en cuanto a su definición y conceptualización. De ahí el afortunado título de la exposición que se presenta en el Museo de San Carlos: Manierismo. El arte después de la perfección, cuya investigación a cargo del historiador del arte Marco Antonio Silva Barón toma como punto de partida el cuestionamiento: ¿Qué

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entendemos hoy por manierismo? La muestra, integrada por cuarenta y seis obras, propone una visión panorámica de la pintura del siglo xvi en Europa y en la Nueva España a partir de piezas selectas de la colección del museo y otras provenientes de colecciones privadas y públicas de nuestro país y del extranjero, cuya presencia en esta exhibición significa todo un logro que hay que reconocer a la incansable directora de este museo, Carmen Gaitán. Se ha editado también un espléndido libro-catálogo que recoge las imágenes de las pinturas bellamente impresas, así como tres brillantes ensayos a cargo de Silva Barón, Alejandra González Leyva y Annunziata Rossi, autores que llevan al lector de la mano por el contexto histórico, político y social de ese período fundamental en la historia del arte de Occidente que fue el Renacimiento, para aterrizar en el llamado manierismo. En su texto, Marco Silva escribe: “El Alto Renacimiento, la etapa comprendida entre 1500 y 1520, aproximadamente, puede resumirse como el período en que maniera significaba perfección, contención, impasibilidad. Conforme fue avanzando el siglo, entraron en juego sus contrarios, y con ello comenzó la evanescencia de la bella maniera, llevando así el arte a la fusión de la tesis y la antítesis: el balance con la afectación pronunciada, el equilibrio con el audaz contrapposto y la serenidad con la emoción sobrecogida.” Encuentro muy atinada esta descripción de lo que el espectador puede apreciar en las pinturas que integran la muestra, mismas que dan cuenta de esa diversidad de maniére que llevó a El Greco a alcanzar la extravagancia máxima. Desde mi punto de vista, el pintor de origen cretense es el más ilustre representante de este período y uno de los artistas más originales en la historia del arte occidental. El Greco es el pintor místico por excelencia, artífice de fulgurantes figuras ascendentes e ingrávidas que se nos presentan inmersas en un halo de misterio y evanescencia. Hay que recordar que su audacia y osadía al

inventar figuras que se escapan a cualquier canon y definición le valieron el total rechazo de sus contemporáneos, y no fue sino hasta fines del siglo xix que los artistas de las vanguardias, como Picasso, Manet, Gauguin y Cézanne lo rescataron del olvido y lo consideraron el gran precursor del arte moderno. En esta muestra se pueden ver dos soberbias pinturas pertenecientes al Museo de Arte de San Diego, California: San Pedro Mártir y la Adoración de los pastores. La exposición está dividida en núcleos temáticos en los que se reúnen obras de la escuela florentina, veneciana, flamenca y española, con ejemplos destacados de artistas fundamentales de la época como Jacopo Carucci Pontormo, Jacopo Bassano, Francesco Granacci, Giovanni Pietro Rizzoli, Jacopo da Ponte, Paolo Caliari el Veronés, Agnolo di Cosimo Il Bronzino, Martin de Vos, Alonso Vázquez, Luis de Morales el Divino, Lambert Sustris, entre otros. Además de las obras del El Greco provenientes de San Diego arriba mencionadas, cabe resaltar la importancia de los préstamos recibidos del Museo Ponce de Puerto Rico, el Museo de Bellas Artes de Montréal y de El Paso, y el impactante lienzo de Francesco Salviati proveniente del Metropolitan Museum de Nueva York que fue un triunfo conseguir. La sección que cierra la exposición está dedicada al manierismo en la Nueva España, que se dio hacia fines de la segunda mitad del siglo xvi con la llegada de los artistas ibéricos que transmitirían a los criollos los cánones del Viejo Mundo. Una nueva tradición mestiza se gesta en nuestro territorio con la presencia de artistas como el sevillano Andrés de Concha y el vasco Baltasar de Echave Orio, presentes en la muestra. Este capítulo deja la puerta abierta a la necesidad de llevar a cabo una gran exposición del manierismo en México que, extrañamente, nunca se ha realizado •

San Pedro penitente, El Greco. Arriba: Retrato de Camilla Martelli sosteniendo un perro, Il Bronzino

ON MUCHOS LOS MÚSICOS que prueban suerte en la actuación. Algunos, imposible negarlo, incluso han logrado incursiones notables en el celuloide. De David Bowie (Laberinto) a Dexter Gordon (Round Midnight), pasando por Jared Leto (Requiem por un sueño), Björk (Bailando en la oscuridad), Tom Waits (Siete psicópatas), Madonna (Evita) o Sting (Dunas), no parece forzado que quienes se dedican a enfrentar audiencias masivas noche a noche se sientan en control ante una cámara de cine o televisión. Sin embargo, no creemos que pase lo mismo en sentido opuesto. Más allá de los experimentos o negocios prefabrica-

dos al vapor que lanzan al canto a algunas “estrellas” de la televisión o la pantalla grande, queda claro que para ser un ejecutante o compositor dotado se requiere de mucho tiempo y sacrificio. No queremos decir con esto que actuar bien sea sencillo. Es sólo que hay aptitudes innatas, intuiciones escénicas y performáticas que los músicos tienen más a la mano, mientras que la sola técnica para tocar un instrumento o la experiencia para crear una canción exigen forzosamente más hojas del calendario y una dedicación cocinada a fuego lento. Es así que cuando vemos a un actor renombrado destacar en los terrenos del pentagrama de inmediato se nos revela una parte atractiva de su personalidad que, fantaseamos ingenuamente, fue creciendo en paralelo y sin que nos diéramos cuenta. Por supuesto no hablaremos aquí de las visitaciones que al estudio de grabación ha hecho gente como Johny Deep y los Butthole Surfers, Keanu Reaves y su banda Dogstar, Juliette Lewis y sus Licks, Scarlett Johansson, Russel Crowe u otros actores y actrices que momentáneamente se han entregado a giras y lanzamientos discográficos cumpliendo un hobby o sueño pendiente. Más bien nos referiremos a un caso particular que sobresale y nos compete, pues está a punto de mostrarse en el Auditorio Nacional de México (10 de junio). El de Hugh Laurie, mejor conocido en el mundo de la televisión como Doctor House. Nacido en 1959 en Oxford, Inglaterra, Laurie es el más joven de cuatro hijos. Su padre fue medallista de oro en las olimpiadas de 1948 como parte del equipo de remo. Estudió Arqueología y Antropología en Cambridge, de cuyo club de actuación, Footlights, llegó a ser presidente en los tiempos en que la actriz Emma Thompson –con quien tuvo una relación amorosa– era vicepresidenta. También fue remero y participó en numerosas competencias mundiales. Su carrera como actor inició en los terrenos de la comedia. Así debutó en la televisión británica, aun-

que no pasó mucho tiempo para que destacara en el drama y saltara al cine (Stuart Little, The Oranges, Sense and Sensibility, El hombre de la máscara de hierro, El vuelo del Fénix). En 1996, además, publicó su novela The Gun Seller. Cumplida la biografía obligada, vayamos a lo que nos compete este domingo: su carrera musical. Hugh Laurie toca el piano desde los siete años. Es ése su instrumento principal, aunque hoy por hoy se ha convertido en un multiinstrumentista que puede expresarse con soltura en la guitarra, la batería, la armónica y el saxofón. A ello se suma una voz con la cual ha podido establecerse como un respetado jazzista. Firmado por Warner, en 2011 editó el disco de blues Let Them Talk. Desde entonces se ha dedicado más a la vida sonora que actoral, dando shows con su sexteto en los cinco continentes. Lo curioso, eso sí, es que, de no tratarse de él, sería imposible que llenara dos noches seguidas el Olympia de París o que soñara con un foro como el coloso de Reforma. Ni su repertorio ni su talento dan para tanto, aunque sean encomiables. Así las cosas, durante las ocho temporadas que encarnó al hipocondriaco doctor Gregory House en televisión, Laurie ganó dos Globos de Oro para, entre otras cosas, fundar la Band From tv, un noneto con fines altruistas en el que su piano convive con Teri Hatcher (Desperate Housewives), Bonnie Somerville (Cashmere Mafia) y Bob Guiney (The Bachelor) en las voces; James Denton (Desperate Housewives) y Adrian Pasdar (Héroes) en las guitarras; Greg Grunberg (Héroes) en la batería; Jesse Spencer (House) en el violín y Scott Grimes ( e . r .) en el teclado. Por supuesto, no es este el grupo que lo acompañará en México. Ya veremos si quienes asistan a su presentación superan el morbo de imaginarlo en bata tomando pastillas para, ojalá, dejarse llevar por un buen repertorio arraigado en el sur de Estados Unidos. ¿Se le antoja estimada lectora, querido lector? A nosotros sí. Buen domingo. Buena semana. Buena consulta •

BEMOL SOSTENIDO

Jornada Semanal • Número 1002 • 18 de mayo de 2014

ARTES VISUALES

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arte y pensamiento ........

18 de mayo de 2014 • Número 1002 • Jornada Semanal

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Jorge Moch

Ana García Bergua

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UANDO UNO ERA JOVEN y se autoexpulsaba o lo expulsaban de su casa, lo primero que ponía junto al catre, silla, escultura de cojines o lo más parecido a un sofá que se encontrara en su nuevo hogar, era un huacal que fungía como mesa de centro, de preferencia con una vela sobre un plato que, a su vez, se convertía en cenicero. De lograr que el platito con los apetecidos churrumáis no se cayera entre los huecos del huacal junto con los vasitos de charanda michoacana, la experiencia a nuestro alrededor podía calificarse de adulta y la gimnasia para alcanzar el huacal desde la silla resultaba bastante similar a la que ejerceríamos muchos años después desde el mullido sillón para asir el vaso de whisky caro asentado en una cristalina

superficie, dijéramos, en caso de que el tiempo y nuestra economía hubiesen avanzado al mismo ritmo, cosa que no siempre ocurría y ahora menos. Pero ya desde entonces nos topábamos con el asunto de la mesa de centro que, confieso, siempre me ha puesto un poco nerviosa. La mesa de centro es de los inventos más curiosos que se han creado en la historia. Más que una mesa, parecen ser una especie de marca deportiva, un obstáculo a salvar sin perder la compostura, incluso una metáfora de la incomunicación cuando la gente decide establecer ahí sus floreros más elevados. Por lo general, la tal mesita siempre queda lejos, o demasiado abajo en comparación con el sofá. Entonces pasa uno reuniones enteras haciendo abdominales para alcanzar los cacahuates, el queso y las aceitunas –igualito que en la juventud–, o ladeando la cabeza para ver al de enfrente. Y es que las botanas son como nuestros deseos más apremiantes: nunca están lo suficientemente cerca. Alcanzarlas es, en la mayoría de los casos, cuestión de estrategia, desparpajo con torcedura lumbar o paciente espera a que el anfitrión o el comensal de junto las tomen u ofrezcan. Las copas suelen perderse en las mesas de centro; tomamos la que nos queda a mano, que no siempre es la nuestra y a veces no sabe igual. Los demás también nos quedan lejos, separados por esa mesa de centro que tiene la altura de un banco de zapatero y por eso se antoja poner los pies en ella y arrasar con la colección de elefantitos de mármol en tamaño descendente. De alguna manera, es un adminículo civilizatorio que nos mantiene a buena distancia. No es la mesa del comedor a que nos sentamos para compartir la comida y la convivencia, correspondiente al nivel de la silla, más semejante a la tabla redonda de los caballeros del rey Arturo, una mesa en la que todos nos

encontramos a la mano unos de otros, literalmente. Es ésta una mesa con la que uno puede tropezarse, un pequeño árbitro de la corte peinado de gladiolas, rosas y nube blanca. En caso de riña violenta, es más difícil llegar a las manos: conste que no te pateo porque entre nosotros hay una mesita llena de ceniceros y elaboradísimas uvas cubiertas de queso crema que le costaron horas de esfuerzo a nuestra anfitriona, que si no… Y un acercamiento pasional puede arruinarse también por culpa de un golpe en la espinilla o una caída sobre la mousse de salmón. Por lo general, las mesas de centro siempre se encuentran equidistantes de los sofás y la mecedora, en un lugar aparentemente neutral: son como el elemento más preciado de nuestra frágil diplomacia personal. Cuando hay baile, la primera que sale expulsada es la mesa de centro. Cuando hay confianza, nos vamos deslizando lentamente hacia el piso para quedar como romanos, acostados y a la altura del pequeño reino de los mojitos, las copas de vino y las nueces de La India (yo aún le llamo así a ese país), pero las rodillas torcidas y el posterior dolor de trasero nos indican que algo no está bien, que se ha cruzado el límite de la mesita. A menos de que uno se quede así y en ese mismo punto hasta el día siguiente, por culpa del vino. ¿Quién inventó esa mesa que es y no es de todos, ésa de la que cada quien toma lo que le corresponde sin tirar la ceniza en la alfombra? Mesa para café, le llama la gente cuando pone encima de ella unos libros de arte enormes que nadie, nunca, va a hojear. Yo estoy segura de que todo tiene una razón, incluidas las mesas de centro. Y que es como el tenedor, los pañuelos, los espejos, el estrechar las manos: algo para obligarnos a ser decentes ante los demás. Y eso tiene su lado bueno. Pero también son un poco ridículas, la verdad. Por eso decía que me ponen nerviosa •

Cavilaciones en torno a una mentada de madre (con ayuda del Tata Monsiváis cuya ausencia tanto seguimos llorando)

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E DICE QUE LAS mentadas son como llamadas a misa y hace caso el que quiere. Pero aunque nos digamos indiferentes, una mentada de madre muchas veces hace hervir la sangre. No pocos mexicanos, en algún momento de la vida, nos hemos batido a trompadas por una. Hay quien, considerándola mayor mancilla, ha matado al atrevido:“¿Por qué lo mataste?... Porque me mentó la madre”. La ofensa a la madre en México, la peor ofensa para el hijo, mandarlo “a chingarla”, tiene

raíces que se hunden lo mismo en el mestizaje español que en tierra prehispánica. No por nada uno de los pilares de la catequización cristiana de los conquistadores fue, precisamente, la figura de la madre. No podemos ni sabemos sentirnos más ofendidos o insultantes que cuando nos dicen que vayamos o le decimos a alguien se vaya a chingar a su madre. Aunque la cosa se matiza según la geografía –en el Veracruz de mi infancia le decíamos chingatumadre a cualquier cosa, y mudar a la correctísima Guadalajara en el verano de 1978 supuso el encontronazo cultural entre el tropical y relajado sureste y aquel occidente devoto en que no se toleraban, según me hizo saber a ladridos un iracundo maestro de español del colegio salesiano en que tuve el infortunio de ser inscrito al llegar, las palabras “altisonantes”–, en términos generales gritar una mentada de madre implica al menos la inm e d i atez d e u n d e s afío. Hacerlo colectivamente, en multitud a una figura de autoridad, ha de ser lo más cercano a una postmoderna, desesperada revolución desarmada. Una evidente demostración de inconformidad y hartazgo. Un canto de bronca. La más clara y contundente señal de desprecio y si no, al menos un quizá proporcional vector de antagonismo al homenaje cotidiano de la cortesanía pública ante el poderoso, al fin revancha, una mentada multitudinaria, además de romper un récord mundial de Guiness, como la que en aquella misma Guadalajara le zamparon cinco mil almas al exgobernador de Jalisco de infame recuerdo, el panista Emilio González a mediados de 2012, es para hacer ruido, una momentánea huella en el lodo, los rayones a la pintura del carrazo del señor que, como señala Monsiváis en “¿Qué le vamos a tocar, mi jefe?” (Apocalipstick, Debate, México 2009): “… en su conjunto una sola gigantesca mentada de madre contra las pretensiones de la aristocracia del silencio, en sus mansiones a prueba de mentadas de madre, en su universo de paredes de corcho, en sus condominios de lujo que son celdas de derroche”. Ya desde 1977 el mismo Monsiváis decretaba en Amor perdido (Era): “Después de Tlatelolco, en los ghettos universitarios la 'leperada' ‘’adquiere carta de naturalización: se la otorgan, entre otros factores, la ambición de agregarle autenticidad al lenguaje”, o como es el caso, a la protesta, a la presencia del yo en esa muchedumbre de enojos y abiertos desafíos impensable en soli-

tario porque los mexicanos, salvo esas excepciones que luego vemos crucificadas (y a las que vamos corriendo a pegar un martillazo al clavo, nomás porque sí, porque si ése pudo yo por qué no) –allí, recientemente el polémico líder de las autodefensas originales en Michoacán, José Manuel Mireles– somos más valientes en cardumen que en la solitaria estepa: somos cobardes, o cobardes nos volvieron décadas de traición institucional al propio discurso reivindicador de una sociedad que se flagela a sí misma hasta la demencial colectivización del martirio inútil y la resignación más lacerante. Entonces, en la multitud, el enardecimiento multiplicado sintetiza el desplante: chingas a tu madre. Una de cal por las de arena. La multitudinaria mentada de madre al presidente Peña en las redes sociales el 10 de mayo, agudo pleonasmo de la efervescencia social que nos signa, fue la más reciente muestra de la válvula de escape, aunque en las mismas redes no faltaron los corifeos del sistema, pagados o no, que la desestimaron o se burlaron, a su vez, de la supermentada que, a pesar de los denodados esfuerzos de núcleos de ciberactivismo afectos o empleados del régimen para “tirar” la iniciativa en redes, fue trending topic internacional el día de las madres y nacional hasta el día siguiente. Aunque al parecer nadie tuvo en cuenta, naturalmente, los heridos sentimientos de la desafortunada madre del presidente que no dudo, al menos por un rato, debió de lamentar los “éxitos” de su retoño como una de las encarnaciones lacrimógenas de aquella Libertad Lamarque que fue la apoteosis de la madre que llora al hijo… por sus mentadas •

CABEZALCUBO

Teoría y práctica de las mesas de centro

PASO A RETIRARME

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Jornada Semanal • Número 1002 • 18 de mayo de 2014

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Juan Domingo Argüelles

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N SU ESTUPENDO Y divertidísimo cuento “Amor del bueno”, José Agustín traza las fachas de un tal “vate Arnulfo” que más que poeta es un parlanchín que se las da de hombre ilustrado, militante del pri y amigo de altos funcionarios obviamente priístas. El retrato que hace José Agustín no sólo delata al vate Arnulfo, sino que también nos revela la idea social que tenemos en México del poeta (que en el aire las compone) y que no es otra que la de un astroso personaje que todo el tiempo está echando verbo y presumiendo el “prestigio” y el influyentismo que le confieren sus cuates en el gobierno. En México, basta que alguien pronuncie dos o tres rimas forzadas sobre el sarape de Saltillo, la belleza de la mujer mexicana y el esforzado tesón del pueblo, entre otras

cosas dignas de mentarse, para que se le considere poeta. Y si, además, se sabe que ha publicado, de su peculio, o con el apoyo del erario municipal, un librejillo que lleva por título Florecillas silvestres o El manto negro de las estrellas, de inmediato crece su prestigio en bautizos, confirmaciones, bodas, quince años y demás celebraciones y fastos en donde lo invitan a que improvise o lea algunas estrofas para el caso, y entonces aflora lo que, popular y socialmente, se considera “poético”, con cosas como las siguientes: “En el cenit de tu belleza,/ oh mujer sensitiva de Guerrero,/ derramo humildemente con nobleza/ mi canto que te entrego por entero.” Y el respetable aplaude lleno de admiración y dice:“¡Qué gran inspiración tiene don Próculo!” En el cuento de José Agustín, los integrantes de las dos familias que están a punto de emparentar (gracias a una boda), durante los preámbulos festivos se dan hasta con la cubeta y, en consecuencia, son remitidos a la delegación por un grupo de policías que los acusan de escándalo y alboroto. Y aquí viene lo bueno. Dice el personaje que narra la historia: “Llegamos en tres patadas a la delegación y ahí estaba el juez con cara de cáiganse con la mordida. Como todo mundo hablaba y gritaba yo creo que el juez no oyó nada: nomás empezó a decir que esto es muy grave esto es muy grave, y el vate don Arnulfo le decía tenga consideración señor agente del ministerio público vea que apenas van a casarse no volverá a suceder le doy mi palabra de miembro del partido oficial y de amigo de un funcionario de la Secretaría de Gobernación.” En este punto el lector del cuento hace una pausa necesaria, aunque no esté marcada en el texto, porque el personaje que refiere el hecho pasa a dar su punto de vista para sí mismo: “Me dio una risa porque el vate Arnulfo siempre se la pasa hablando de su amigo el influyente de Gobernación. Una vez lo conocimos y resultó un viejito borrachín y achichincle del secretario del secretario del que le lame

José Agustín

los güevos al ojete preferido para traer las tortas del ayudante adjunto al gato mayor de un mediocuate del ministro de Gobernación.” En el cuento, el vate Arnulfo (que es el tío de la novia) se echa unos tremebundos discursos obviamente priísta-cantinflescos (con mucha labia y melcocha, enredados y demagógicos) y se las da de muy acá y dialoga con las “autoridades” (una punta de extorsionadores de medio pelo) e intercede ante el agente del Ministerio Público, con un lenguaje rebuscado y ridículo, en aras de la concordia y de “los tiempos de la legendaria Roma”. A la mordida le llama “gratificación”, a sus gestos y visajes los denomina “sensibilidad artística”, a la borrachera, el sueño de Baco, y habla de “posibilidades pecuniarias” y cosas así. Por eso el personaje que está narrando (un adolescente, casi un niño) lo considera “un mamón”, pero para los demás “habla muy bonito” al grado que se conmueven y sueltan la lágrima. Es, exactamente, el retrato del poetastro que se sueña amigo de los políticos poderosos pero que sólo alcanza a tener la “estima” de los achichincles. A esto es a lo que podríamos denominar la estética de la poética priísta que por décadas se ha impuesto en las escuelas, en los ámbitos familiares, en las celebraciones patrias y, por supuesto, en los discursos cantinflescos y churriguerescos de los diputados, alcaldes, ediles y demás especímenes que hablan de los signos de la historia y el proceloso mar que se ha tenido que atravesar, entre las tinieblas, para alcanzar la duradera paz que hoy disfrutamos en medio de la concordia que nos nutre y nos identifica. La puritita estética priísta. Mientras los vates Arnulfos abunden por ahí, poco se puede hacer para que la gente comprenda y disfrute la auténtica poesía. Vivimos en un país de discursos inflados como algodón de azúcar. Melcocha, disparate y mentira al por mayor. No olvidemos que la poética priísta volvió por sus fueros •

@luistovars

JORNADA DE POESÍA

El vate Arnulfo

Luis Tovar De lascivia impune

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IL SETECIENTOS AÑOS DE adoctrinamiento “católico, apostólico y romano” han sido más que suficientes para que la sociedad occidental, en su aplastante mayoría, se tornase hábil en la práctica nefanda de mirar hacia otra parte cuando lo mirado no corresponde a la versión oficial de sí misma o de alguna de sus instituciones, habitualmente autocomplacientes y prontas a negar, soslayar, minimizar o relativizar todo aquello que perjudique su imagen pública. Maestra indiscutible en el arte del encubrimiento de pestilencias propias y ajenas, la Iglesia católica rebosa ejemplos de cómo contradecir con la palabra

aquello que los hechos gritan: para no hacer un recuento demasiado extenso e inevitablemente incompleto, baste con recordar la venia moral que el polaco Karol Wojtila dio a personajes tan innegablemente siniestros como el dictador militar y asesino golpista chileno Augusto Pinochet, así como al fundador de la Congregación de los Legionarios de Cristo, el pederasta y violador sexual sacerdote mexicano Marcial Maciel, a quien llegó a nombrar públicamente “ejemplo para la juventud” aun a sabiendas de las fundadas acusaciones en contra de ese criminal que, como único castigo, fue obligado al retiro eclesiástico, quedando impune de sus innúmeros delitos.

Ángel de tierra El antedicho es el punto histórico preciso en el que arranca Obediencia perfecta (2014), ópera prima del otrora sólo productor Luis Urquiza. Protagonizado de manera soberbia por Juan Manuel Bernal en el que sin discusión es su mejor trabajo hasta el momento, el filme fue coescrito por el propio Urquiza con Ernesto Alcocer y, no obstante los nombres de ficción, su intención manifiesta es exhibir –en el sentido amplio de esta palabra– los hechos que condujeron a Maciel a una defenestración, es preciso insistir, de todos modos insuficiente. Sensible y hábil, Urquiza no apeló a las posibilidades de escándalo que ofrecía una historia como ésta; prefirió ser sutil y aplicar una mirada minuciosa, más ocupada en el desentrañamiento del cómo que en el amarillismo del qué: para decirlo con una crudeza similar al trasfondo de lo que aquí se cuenta, el énfasis narrativo está puesto en el proceso sibilino, hipócrita en grado sumo, mediante el cual Ángel de la Cruz –alegórico nombre ficticio del muy terreno Marcial Maciel– no sólo conseguía satisfacer sus bastante poco espirituales, totalmente carnales apetitos, sino también lograba que sus víctimas desearan eso mismo a lo que De la Cruz/Maciel los había conducido: al ejercicio, retorcidamente gozoso, de una sexualidad cuya veri-

ficación anula de un solo golpe, volviéndolo materia de cinismo infinito y criminalidad sin atenuantes, al conjunto entero de postulados falsamente humanistas, espirituales y educativos en virtud de los cuales el pederasta líder de los Legionarios de Cristo –los Cruzados, en la película– se hacía de renovadas opor tunidades de refocilamiento pero también, simultáneamente, de poder económico, complicidades políticas y eclesiásticas y, por lo tanto, de ojos que supieran voltear hacia otro lado. Cinematográficamente hablando, a Obediencia perfecta no le duele absolutamente nada: se diría que sus cualidades técnicas y narrativas pasan desapercibidas, de tan eficientes que resultan para que el espectador aplique toda su atención en los horrores ahí contados. Se diría, también, que paradójicamente no hay nada en la trama que un cinéfilo promedio desconozca: ya sea Maciel o cualquier otro sacerdote católico de los muchos que, por todo el mundo, han hecho de la pederastia uno de los vicios más evidentes de esa institución por lo tanto innoble –y más mientras porfíe en los diversos modos que hay para un encubrimiento imperdonable, por ejemplo proclamando “santo” al cómplice más elevado de dichas taras espirituales–; ya sea porque siempre se ha tratado de una suerte triste de secreto a voces, el hecho último que subyace en este filme lo puso en palabras el propio Luis Urquiza: “Lo de Maciel es sintomático.” En otras palabras, y como lo pone de manifiesto la estructura cíclica de la trama en Obediencia…, con todo y ser el más desgraciadamente célebre, el padre santo –como se hacía llamar por sus discípulos/amantes– no es sino uno entre muchos más, sólo que protegido por el poder que logró acumular. De muy pocas películas en realidad puede uno decir que son necesarias e importantes. Por el tema que aborda y por la forma en que lo hace, Obediencia perfecta es una de ellas, y no importa si suena a publicidad: no se quede usted sin verla •

CINEXCUSAS

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ensayo

Paolo Giordano y el éxito literario

18 de mayo de 2014 • Número 1002 • Jornada Semanal

Jorge Gudiño

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uando llegó a mis manos El cuerpo humano, la segunda novela de Paolo Giordano, la recibí con sentimientos encontrados. Como muchos lectores, tengo cierta propensión a desconfiar de los bestsellers. Sólo que éste no lo es, al menos no del todo. Quizá sea necesario explicar la suspicacia inicial. La soledad de los números primos venía acompañada de un cintillo en el que se aseguraba que había vendido millones de ejemplares sólo en Italia; se había traducido a más de una veintena de idiomas y era un éxito mundial. Más aún, el autor estudió Física y apenas tenía veintiséis años cuando publicó el libro. El colmo: fotografiaba bien. Sé que para muchos lectores esos datos podrían resultar suficientes, pero para o t r o s habrían sido disuasorios. La explicación es simple: las librerías están saturadas de fenómenos literarios de este tipo: una primera novela, un autor salido de la nada, un título un tanto desconcertante y una gran campaña publicitaria en torno. No siempre me quedan claras las razones por las que leo un libro y no ahondaré en ellas por ahora. Baste decir que a veces es suficiente una recomendación o existe algo sugerente en el mismo. El asunto es que leí la primera novela de Giordano. Me sorprendió para bien. En ella se da cuenta de la vida de Mattia y Alice, dos personajes muy cercanos al estereotipo. Al menos en un primer momento. El arranque, además, resulta afortunado pese a su peligrosa cercanía con el melodrama. Estos dos elementos bastan para justificar la algarabía del público: una historia de amor y sufrimiento entre dos seres incomprendidos que apenas se tienen a ellos mismos para lograr salir adelante. Nada fuera de lo común hasta ese punto. Las cosas pronto empiezan a cambiar. Giordano despoja a sus personajes de su carácter predecible, vistiéndolos de emociones complejas, de pensamientos elaborados. Su estrategia inicial se basa en generar una empatía inmedia-

ta a partir del melodrama simple: lo necesario para atrapar a los lectores incautos. Sin embargo, conforme desarrolla la historia consigue llevar a los personajes a situaciones más complejas: aquéllas que no tienen una respuesta evidente ni salida fácil. Entonces la novela se vuelve poderosa. Hacia el final, el libro deja un extraordinario sabor de boca y algunas dudas. La primera de ellas relacionada con la profesión del autor: es muy probable que no publique nada más, entregado como está a los problemas de la Física, algo que se vislumbra dentro de La soledad de los números primos en la profesión de Mattia. La segunda, sobre si no era suerte de principiante. Además, la juventud del autor y su éxito lo ponían en una posición vulnerable: bien podría escribir apresurado su próxima novela con tal de perpetuar su fama y su fortuna. Por eso, cuando llegó a mis manos El cuerpo humano, la recibí con sentimientos encontrados. Las probabilidades de que fuera una gran novela eran pocas, pero no podía evitar leerla. En ella se narra la vida de un pelotón de soldados italianos en Afganistán. Están comandados por el subteniente Antonio René, quien completa sus ingresos como stripper. Superior en la jerarquía castrense, el teniente Egitto es sólo el médico de la base y el verdadero protagonista de la novela. Un capitán y un coronel completan el cuadro de los oficiales. Y es ahí, en pleno desierto, donde los personajes entran en conflicto con sus propias naturalezas. No sólo porque son jóvenes y están lejos de casa. También, porque están armados y sus vidas se encuentran en peligro. Por último, la base está cercada y salir de ella significa un acto de verdadero heroísmo. Es gracias a estas circunstancias que Giordano vuelve a poner en práctica la mayor de sus virtudes literarias: se da el lujo de explorar en la conciencia de sus personajes; desde las razones por las que se encuentran ahí hasta sus padecimientos más ocultos. A diferencia de su novela anterior, ésta no inicia con un gran golpe de efecto. De hecho, muchos lectores podrán acusar

cierto cansancio ante una larga primera parte. Resulta morosa porque se ocupa de dibujar con precisión a cada personaje. Una vez logrado esto llega la acción. Es como detonar una bomba de tiempo: la paciencia es un requisito. Gracias a ella, la explosión conseguirá estragar al máximo. No es lo mismo lastimar a un desconocido que a una serie de personajes que ya nos son cercanos. He ahí el gran acierto de esta novela. Pese a ello, es justo decir que El cuerpo humano no es La soledad de los números primos. No tiene esa seductora intimidad, que en ésta se diluye entre demasiados personajes. Pero existen elementos en común. De entrada, se notan las apuestas del autor. No es sencillo trabajar con personajes tan peculiares. Antes que la complejidad propia de sus personalidades, era necesario definirlos con precisión, insertarlos en situaciones verosímiles, hacerlos entrar en conflictos diseñados para ellos. Una vez ahí, debían enfrentarse los problemas. ¿Cuántas veces no hemos visto que un autor le da la vuelta a los conflictos, resolviéndolos como por arte de magia, apostando a la tranquilidad de los lectores y no a la lógica de la narración? Paolo Giordano no cree en estas soluciones fáciles. Por eso se adentra en los recovecos de sus conciencias. Y es ahí donde los vuelve reales. Entonces no es difícil asegurar que Giordano corre riesgos y eso, en sí mismo, resulta plausible. Su capacidad para resolver sus propios planteamientos lo aleja de la literatura simplona, de los bestsellers antes mentados. Es cierto, el libro se ha convertido en un producto y la mercadotecnia ha sustituido a la calidad literaria como argumento de venta. Sin embargo, en medio de la turba de libros que presumen ventas millonarias y lectores satisfechos, existen algunos que mucho valen la pena. Cuando la tercera novela de Paolo Giordano llegue a mis manos, la recibiré con más dudas, temeroso como estaré de que termine decepcionándome. Es el pacto necesario para dignificar a un autor que me entusiasma •

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