Micaela, amo tanto a Micaela

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Micaela “

Esa

antología

de

ternura

párroco y dos monjas. El día votaba las últimas hojas de la tarde caían con pereza sobre densos maizales. Sentado sobre un amplio corredor, José Carpintero puede ver a los lejos el hilo del horizonte y un sol granulado de nubes con ligeros parches de un cielo derretido de un suave azul que se extiende como un inmenso paraguas. La garganta de la montaña se estira como viejo péndulo hasta caer estrepitosamente sobre el Río Macholoa. Una bandada de tortolitos deja una raya verde y se pierden en las persianas blancas del horizonte. José Carpintero sigue sin inmutarse en aquella butaca hecha de madera de guayabo y pintada de un barniz pálido como la tristeza. Aun sigue pensando en aquella frase que escribió sobre la servilleta y la metió en su bolso de colores raros. Su pensamiento sigue aferrado a esos ojos agridulces que cuando están abiertos devoran el día y son tan llenos de alegría que no caben ni así juntando dos mares. Ella se fue dejando un diminuto pero pronunciado hilo de tristeza en la garganta de José Carpintero. Porqué las cosas habían llegado hasta ahí? se desbordaron como un peligroso río y ahora era imposible manejarlas-Micaela se había ido, en un segundo desapareció de la retina de José Carpintero. Solo la huella de su voz rebotaba en las paredes elásticas del aire y se perdía como un remolino que va a todas o a ninguna dirección. En la última fracción de su

que

encuentro en tus ojos, me sirve para apaciguar los días largos de la canícula del verano y soportar ciertos antojos de amor que corren por mi sangre envenenada de pasión”. Fue lo último que alcanzo a escribirle en una arrugada servilleta y la dejo ir en su bolso mientras ella andaba por el baño. Cuando regresó, tomo su bolso de colores raros y se fue sin dirigirle una mirada aunque fuera de cortesía. Eran del mismo pueblo empotrado en el occidente de Honduras, caracterizado por una marcada presencia indígena, se llamaba: Santa María Magdalena de las Muchas Loas, pero la gente del pueblo le llamaba-con cierto sentimiento de arraigo “Macholoa”. Se encontraba como superpuesto sobre una meseta de un verde tupido y un riachuelo de agua fría corría y lo abrazaba por la cintura hasta que se perdía entre los alegres maizales. Sobre el centro del pueblo, una calle como una alargada culebra serpenteaba las pequeñas casas hechas de bahareque y techo de teja y manaca. Las mujeres tejían el famoso sombrero de junco llamado “mechudo” y los hombres el oficio de la agricultura los mantenía ocupados. Más arriba, entre dos cerros que casi se besan entre sí, se encontraba la “vuelta del cura” llamada así porque en un accidente de un automotor terminó con la vida de un

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mirada la vio perderse bajo el umbral de aquella puerta que seguía inerte en su pensamiento. La había conocido una tarde en la feria de un pueblo vecino, un sol bipolar seguido de una llovizna rala mojaba los techos de las casas y empapaba las calles de una humedad fresca y empañaba el vidrio de los vehículos. Ella estaba en el atrio de la iglesia, un vestido floreado por todos lados atrapaba su belleza que también se dejaba entrever por todos lados. La noche adolescente caía sobre aquel pueblo metido como a la fuerza entre amontonados y alegres cerros que estrangulaba las pocas gotas de aire que no llegaban al pueblo o más bien llegaban convertidas en un vapor asfixiante que no dejaba en paz a los vecinos y los sofocaba hasta en el hervor de los sueños. Había ido a sentarse a una banca enana, gorda, e hipocondriaca parecida a las esculturas del famoso pintor y escultor colombiano Fernando Botero. Desde ahí podía verse el himen de la luna, mas parecía una gragea de luz o un pedazo de corcho de color escarlata que flotaba perezosamente bajo un cielo calvo de estrellas. El viejo reloj de la catedral traído por los misioneros a finales del siglo XVIII, marcaba las diez de la noche. El se había sentado al extremo de la banca si es que se le puede llamar extremo y desde la comodidad de esa banca gorda y enana, hablaban de cosas que a veces solo ellos entendían. El pasado, el presente y el futuro se fueron haciendo una sola enredadera y ya no se sabía si lo que hablaba estaba

en el presente, pertenecía al pasado o era cosa del futuro. Hay un instante que el amor anula la línea del tiempo, lo vuelve pasto, desierto o un pequeño estorbo metido en el bolsillo. Y las personas que pasan alrededor solo son una argamasa de piel y ropa, como bojotes caminando a todas y a ninguna dirección. La retina maliciosa del ojo las ve pasar como almas solitarias pedidas en la musaraña del tiempo. El está concentrado en sus grandes ojos negros protegidos por unos lentes que acentúa más la sensualidad de su rostro. Sus manos son un concierto de movimientos sincronizados con cada palabra que desafían la pubertad de la noche. Ella está abstraída y parece más suspendida en el aire, él mientras tanto, está con una actitud contemplativa hacia ese cuerpo que ha acaparado su atención totalmente. A medida que las famélicas agujas del reloj de la catedral van devorando el tiempo, la gente ha empezado a retirarse en grupo tal como llegaron. Unas cuantas almas solitarias, un grupo de borrachitos y una docena de vendedores, más la presencia imponente de Micaela con la compañía contemplativa de José Carpintero se han quedado gobernando el parque central. Entre unas nubes trasnochadas y ojerosas, una luna indigente y mustia apenas se deja ver en lo alto del cielo. Se siente la presencia de una noche adulta, que sigilosamente ha madurado en las ramas del viento y se extiende repartiendo un suave sereno que cae sobre el resto de las bancas enanas y

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gordas que lucen vacías en el cuadrilátero del parque central. Tres horas con 20 minutos llevan sentados en la misma banca y en la misma posición, pero para ellos el tiempo se ha quedado petrificado en alguna esquina de la noche; o solo fue una sucesión de suspiros que desapareció cuando Micaela empezó a contar varias historias sobre ella misma y lo hacía como se distanciara unos cuantos pasos de su mismo cuerpo, como para verse mejor o estar segura de cada palabra. Siempre hablaba en un sentido figurativo matizando de colores y líneas superpuestas cada extracto de su corta vida. Pero hablaba en tercera persona, como cuando un líder da su curso para el mismo y se ve de manera retrospectiva. No existía una voz interior, su voz era un eco pegado en los cartílagos del aire y por ratos se volvía más elástica hasta caer en un estado cadencioso de profunda serenidad y una paz interior. Había tomado por costumbre ver su interior desde afuera, desafiando cualquier fuerza centrifuga. Meses después sentado sobre la sombra de un viejo árbol de anacahuite, habían comenzado un tórrido romance. Se veían todos los días a las siete de la noche, sentados sobre una banca vieja de cemento de contornos paliformes gastados no tanto por la antigüedad, sino más bien por el olvido y la implacable intemperie. Durante ciento veinte días con veinte lunas algunas encendidas y otras recalentadas, cinco tormentas, dos de ellas eléctricas, 5 apagones de luz y

unas dos toneladas de sancudos, ininterrumpidamente se amaron bajo aquella sombra voluptuosa y cómplice de ese árbol de anacahuite. Se amaron vehementemente mientras el padrastro nunca dejó de sorprenderlos. Sus besos alocados, hervidos con la saliva del deseo y unas manos precoces nunca dejaron de hacer gimnasia sobre aquel cuerpo de dimensiones exactas y sensuales. En una de esas citas donde todo se eleva a la tercera potencia y lo espeso de la noche es tan denso que solo puede escucharse el crujido de los besos y la fiebre reumática del deseo se aferra en los lingotes de luz de una luna improvisada. Recostado sobre ese inmenso tronco del árbol de anacahuite, José Carpintero siente la ingravidez de ese cuerpo que se ha desplomado sobre el suyo. Sujetándola por los bordes coniformes de su cintura ve como su rostro es iluminado por una pequeña escarcha de luz de luna que se filtra por un ahuecado túnel de ramas. Unas pobres y remendadas hilachas de aire se deslizan sutilmente, más bien se transmutan y se pierden para no ser testigos del inmenso tornado de lujuria que se está formando en el tronco de ese viejo árbol de anacahuite. Todo se queda en la quietud, se puede escuchar las vertebras del silencio cuando se acomoda en una de las bancas obesas y enanas. El vacío se disipa en mil pedazos y se escurre por la última veta de aire que había quedado. Los pájaros nocturnos perdieron el habla entre los matorrales de esa noche densa. Sobre el tronco de aquel árbol de anacahuite

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se acaba de fundar la creación, dos almas jadeantes resucitan y abren su boca para llenarse de eternidad. Es como se vinieran nadando de grandes profundidades y la capsula del aire se les haya terminado. Sus ojos se nublaron de pasión y el sudor bajaba a tientas por aquellos cuerpos aun temblorosos y sollamados por la ternura de la pasión, pero el fuego de la tentación apenas ha iniciado a calentar la carne de esos huesos jóvenes y elásticos.

Después de la escena en el árbol de anacahuite no volví a ver a Micaela. Recuerdo que al día siguiente me levanté temprano, un cielo manchado de un azul imborrable y unas nubes juguetonas no dejaban que el sol extendiera sus delgados rayos sobre los farallones de piedra y arboles que rodean Macholoa. A pesar que vivía a dos cuadras no quería ir al parque, me sentía invadido de eternidad, abría los brazos y dejaba que las moléculas del aire colonizaran mi cuerpo. Me sentía flotar, sentía como mi cuerpo se dejaba arrastrar por la ingravidez; estaba tan liviano y al mismo tiempo me sentía lleno de todo. Era tan temprano que no me había dando cuenta que la gente aun dormía o por lo menos fingía dormir. Nunca el sentido de pertenencia, de un arraigo memorable lo había sentido tan fuerte como ese día. Lo tenía todo: un pueblo vivo, con gente muy capaz, cerros y encantadoras montañas tamizadas de verde, un calor que invita a bañarte a cada rato, el aroma del junco, los sombreros mechudos, vigorosas milpas y el olor alegre de los frijolares; pero sobre todo, el confort de ternura de los ojos de Micaela y esa voz que sale limpia desde su alma y se riega como polen sobre la espesura del universo.

Desde ésta porción de ventana panóptica que tengo, puedo ver la lámina gris de un cielo poroso de nubes y, por si fuera poco, una luna esclerótica embadurnada de una luz amarilla amaga con apagarse. El tiempo ha ido pasando en capítulos de muchos recuerdos, pero también de mucho dolor. Es un dolor que lacera y machuca la parte más blanda del hipotálamo, esa parte donde se guardan todos los recuerdos que son inmarcesibles, pero el dolor es como una plaga dañina e incontrolable que puede llegar hasta ahí y lo ataca con sus grandes y envenados colmillos. Entre dolor y recuerdo ha ido pasando mi vida, pero el recuerdo de Micaela sigue incólume en el pedestal de mis sueños. Lamentablemente, al final todo tiende a marchitarse y se incinera dentro de un mar interior y las hojas del recuerdo se van desprendiendo del alma y se pierden como esas suaves y ligeras golondrinas que vuelan hacia el infinito y terminan tragadas por el mar.

Mexicanos, 15-02-14 más la ansiedad de dos cervezas.

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