Recopa 95
El equipo maño llegó a Zaragoza, donde miles de aficionados le esperaban para vitorear a su jugadores e insuflarles de ánimo para la gran final. La gran final se jugaría en la ciudad más bella del mundo para ver jugar a uno de los equipos que practicaban un fútbol vistoso y alegre, París, en el estadio del Parque de los Príncipes. Llegó el día de la final y 20.000 almas zaragocistas (porque no había más entradas) no dudaron es desplazarse a París, inundando las calles y coloreando de blanzo y azul la inmensa Torre Eiffel y los campos Elíseos, para animar a su Real Zaragoza y ver, sin aún saberlo, una espléndida obra de arte, la mejor que ha podido ver París futbolísitcamente hablando, sin la necesidad de pasar por un museo como el Louvre. El Real Zaragoza saltó al campo con Cedrún; Belsué, Aguado, Cáceres, Solana; Aragón, Nayim, Poyet; Pardeza, Higuera y Esnáider. El Arsenal lo hizo con Seaman; Dixon, Adams, Linighan, Winterbur; Keown, Parlour, Schwarz, Merson; Wright y Hartson. Miles de zaragocistas animaban en el estadio esperando el pitido inicial. Otros muchos miles más lo hacían desde sus televisores en Zaragoza, Aragón y España. El árbitro de la contienda, el italiano Piero Ceccarini, hacía sonar su silbato y el choque comenzaba. El Real Zaragoza intentó adueñarse del balón como solía hacer en todos los partidos. Según el entrenador Víctor Fernández habían preparado el partido como si fuera uno más, quería que sus jugadores estuvieran tranquilos y concentrados. Típico de muchas finales, el partido no empezó muy vistoso, con los dos equipos sin querer arriesgar demasiado. Por su parte, el colegiado, dejaba jugar mucho y permitía todo, incluso las duras entradas de los ingleses. Pasados los minutos iniciales, el Arsenal se hizo con el control del partido, gracias a tener una mayor experiencia en este tipo de partidos, e impuso su juego físico sin demasiados
problemas ante un Real Zaragoza que parecía algo agarrotado por los nervios de semejante envite. Las ocasiones fueron escasas, algunos pelotazos al área de Cedrún que se encargaría de dominar sin demasiados problemas gracias a su gran envergadura. Sin apenas inquietar a los porteros, se llegó al descanso con el marcador inicial de empate a cero. En el segundo periodo cambió la decoración radicalmente. El Zaragoza, apoyado en un gran Aragón, comenzó a rasear el balón y a utilizar las bandas, a la vez que Pardeza, haciendo honor a su mote de “Ratoncito” revoloteaba sin cesar por las inmediaciones del área y Esnáider empezaba a ganarle cada vez más balones a Tony Adams. El gol se veía venir, pudo llegar en una gran oportunidad de Higuera mediado el segundo tiempo, pero se hizo esperar hasta el minuto 68, en una volea seca y llena de rabia de Esnáider que batió a Seaman sin remisión, y que el argentino celebró con sus típicos ojos de demente al mandar un balón a la red.