De la tarea académica

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da de ellos. Imprudencia, pues, de esa de la que está llena toda nuestra vida y sin la cual no haríamos nada de nada. Pero hecha esta apología de la imprudencia, advierto que uno no debe ser cruel y masoquista como para pensar que es sólo el atolondramiento el que guía nuestras opciones y decisiones. Por mi parte, el 5 de mayo de 1992 había tenido la ocasión de exponer ante más de 200 maestros indígenas la obra del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán. Y aquella vez me adentré con seriedad y con gran entusiasmo en todo lo que hoy nos ocupa. De allí salieron dos largos artículos que aparecieron publicados en Punto y Aparte (29 de julio y 6 de agosto de 1992). Hay que añadir que esos dos artículos eran, en realidad, casi capítulos de una obra más larga que se quedó en los prolegómenos. Y aprovecho para dejar constancia de que Puma y Aparte se ha convertido en el vehículo de nuestra vida cultural, mientras las prensas de la Universidad Veracruzana duermen el sueño de Jos justos, o se reponen de no se qué manejos de los injustos. Pero no han sido precisamente esos estudios y estos artículos los que me lanzaron al ruedo para "calmar mis ansias de novillero". De haber sido sólo por ellos, yo me habría quedado en Jos tendidos de sol, o más bien de sombra, para no sufrir tanto. Luego explicaré por qué. O lo adelanto, aunque sea de manera breve: no es nada fácil ver en qué sentido Aguirre Beltrán sea un educador o maestro. Nunca lo ha sido. Lo que me movió a actuar de manera irreflexiva y casi automática fue la segunda parte del tema que se propuso: Aguirre Beltrán, difusor de la cultura. Y es que he tenido la suerte de estar con él en la Comisión Editorial de la

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