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Estrés y pobreza

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Sumario

Sumario

En las primeras líneas del volumen colectivo Stress and Poverty (Estrés y pobreza) se lee: «El estrés es un fenómeno biológico que puede describirse en términos biológicos, incluso a nivel celular. La pobreza es un desafío social que puede analizarse empleando tanto el lenguaje de las ciencias sociales como el de la filosofía moral. Ser pobre es una experiencia estresante.»

Para analizar el nexo entre estrés y pobreza hemos entrevistado a uno de los autores.

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¿Tiene sentido hablar del estrés solo como un problema médico? ¿En qué medida afectan a nuestro bienestar las condiciones —sociales, económicas, políticas— en las que vivimos? Para evidenciar la necesidad de una visión más amplia sobre el problema, ya señalada por estudiosos como Michael Marmot y Paolo Vineis, nace el ensayo Stress and poverty: A cross-disciplinary investigation of stress in cells, individuals, and society (Springer Nature 2021). El tema se aborda a través de una colaboración interdisciplinar entre el genetista Michael Breitenbach, la filósofa Elisabeth Kapferer y el sociólogo y teólogo Clemens Sedmak, a quien abordamos para reflexionar sobre los aspectos sociales y morales del estrés; y también para hablar sobre el libro, que el propio Sedmak define como «un diálogo entre la bioquímica del estrés y los estudios sobre la pobreza» insistiendo en que este tema «es importante para la ciencia de la vida, pero lo es también desde el punto de vista ético, además de aportar a la investigación sobre la exclusión social».

¿Qué se entiende por «aspectos sociales del estrés»?

Es un concepto que parece añadir complejidad al enfoque PNEI...

Me gustaría decir que podemos hablar del estrés a nivel individual, pero también a un nivel que denominaría sistémico: hay grupos sociales marginados que están expuestos de manera más frecuente al estrés crónico, la forma más nociva de estrés. Es, desde luego, estresante luchar por la propia vida, pero también lo es tener que hacerlo por el reconocimiento social. Sin olvidar que quien vive en un ambiente insalubre y ruidoso está expuesto a niveles de estrés bien distintos a quienes viven en un barrio residencial.

… Como ha puesto de manifiesto la pandemia. Así es. Hay colectivos, como los refugiados, los migrantes, los «sintecho» o los presos, que han experimentado niveles de estrés especialmente elevados en esta situación. La escasez de recursos ya es motivo suficiente para generar estrés. Pensemos en las familias con dificultad económica, donde los niños están constantemente expuestos a niveles de estrés elevados. Y son solo algunos ejemplos de los aspectos sociales del fenómeno.

¿Podríamos decir que estos aspectos suelen ser subestimados por quienes estudian el estrés desde un punto de vista médico o psiquiátrico?

Estoy convencido de ello. Ya durante la pandemia vimos cómo la OMS y muchos otros organismos internacionales hacían hincapié en los problemas de salud física sin prestar la misma atención al modo en que la situación estaba afectando a la salud mental, y también a la dimensión sociopolítica del fenómeno. Es absolutamente necesario estrechar el diálogo entre la comunidad médica y las ciencias sociales. Dicho esto, también hay que reconocer que las ciencias sociales tienen mucho que aprender de la medicina: basta pensar en la comprensión de la predisposición genética a ciertas afecciones, o en los aspectos biológicos del desarrollo del cerebro en condiciones poco favorables.

¿Un enfoque social podría modificar nuestro modo de afrontar el estrés? ¿Existen diferencias con el modelo histórico planteado por Selye?

Creo que podemos decir que hoy día nuestro modo de afrontar el estrés es menos individualista, más holístico. Estamos empezando a considerar al individuo como parte de un sistema social.

¿Cree que una cooperación más estrecha entre sociólogos, médicos y psiquiatras podría contribuir a una mejor comprensión y gestión del estrés?

Sin duda. Pensemos en los estudios sobre resiliencia, cuya eficacia se deriva precisamente de la cooperación entre expertos en biomedicina y en ciencias sociales. Hay que recordar que, si bien todos los seres humanos tienen una misma condición biológica de base, esta se ve luego modificada por el sistema social en el que está inmersa.

Algo que no debemos pasar por alto…

Un buen ejemplo del enfoque holístico es el modelo socioepidemiológico de la epidemióloga estadounidense Nancy Krieger. Nuestro cuerpo nos habla del sistema social en el que vivimos, de las políticas de nuestro país, de los cuidados con los que podemos contar… Pensemos en los efectos sobre la salud que tiene la atención odontológica o en la importancia del acceso al agua potable, a una alimentación sana y a espacios seguros en los que poder hacer ejercicio.

Entre los elementos a tener en cuenta, usted en el libro menciona el género. ¿Pueden las condiciones socioeconómicas hacer más vulnerables a las mujeres?

Las mujeres en sí no son más vulnerables que los hombres, lo cual no excluye que en muchos países las condiciones sociopolíticas las hagan así. Durante la pandemia pudimos constatar cómo ha aumentado la violencia doméstica, sobre todo contra las mujeres. Si obviamos la vulnerabilidad intrínseca que todos compartimos por tener cuerpos vulnerables, la vulnerabilidad de los individuos siempre está ligada a un contexto.

En su ensayo, usted afirma que incluso las catástrofes naturales tienen una «impronta» social, e introduce el concepto de «vulnerabilidad ambiental». ¿Podría explicarlo?

Así es como defino la vulnerabilidad generada por malas condiciones ambientales, como vivir en una zona propensa a inundaciones, terremotos, sequías o tornados. Hace unas semanas estuve en Bangladés, donde conocí a un grupo de agricultores que nos mostraban cómo sus vidas se ven afectadas por el cambio climático, lo que les pone en riesgo de no poder mantener a sus familias en un futuro próximo.

Una situación que, por desgracia, es cada vez más frecuente.

Usted mantiene que generar estrés puede ser un método de gobernar, de ejercer un control político sobre la ciudadanía. ¿En qué sentido?

Si los ciudadanos están estresados y muy ocupados con sus vidas, es poco probable que se rebelen. Hay un famoso estudio sobre las hambrunas realizado por Amartya Sen y Jean Dreze que describe casos en los que la causa del problema no era una falta real de alimentos, sino la decisión deliberada de no compartir los recursos y la información, con el fin de mantener el control sobre la población. Este es uno de los modos posibles de generar estrés por razones políticas, pero hay muchos ejemplos. Piense en cómo los políticos populistas instrumentalizan el miedo de la gente.

Y no olvidemos que las personas que disponen de recursos suficientes tienen la capacidad de protegerse de un modo más eficaz de las catástrofes medioambientales. El teólogo jesuita Jon Sobrino escribió un libro sobre el terremoto de El Salvador, en el que muestra cómo la catástrofe afectó más a los barrios chabolistas, donde hay infraviviendas hechas de cartón y callejones embarrados por los que no pueden pasar las ambulancias.

Una imagen dramática. ¿Qué se puede hacer para curar estas enfermedades sociales?

Las enfermedades sociales están causadas por las desigualdades y la injusticia. Para combatirlas hay que invertir en medidas sociales, justicia social y equidad. Y en un sólido estado de bienestar.

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