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Cuerpos femeninos callejeros: una mirada desde las políticas sociales en Bogotá* Carolina Rodríguez Lizarralde1 ¿Una nueva categoría?

Mi trabajo como investigadora en el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (IDIPRON)2 de la ciudad de Bogotá D.C., atravesado por cuestionamientos a los programas de atención a niñas y jóvenes a quienes suele ubicárselas dentro de un “perfil” de vida en o de calle, y las permanentes discusiones con mis compañeras de trabajo sobre las identidades de género que se producen en contextos callejeros –y a lo que hemos denominado por ahora sexualidades callejeras-, se han convertido en preocupaciones centrales para mi proyecto de investigación en el marco de la Maestría e Política Social de la Pontificia Universidad Javeriana.

En primer lugar, parto por reconocerme como una mujer joven, con una mirada atenta frente a los géneros que se (re) producen social y culturalmente, pero que además marcan nuestros cuerpos. Mi interés se ubica en la producción de lo “femenino”, del “ser mujer” y habitar la calle; y en cómo experimentan eso los cuerpos. Pero aunque todas y todos habitamos la calle en la cotidianidad, mi trabajo estará centrado en dos situaciones expresadas en la política pública de la ciudad: habitante de calle y habitante en calle, al mismo tiempo que intento romperlas. El análisis de política social se realiza en el marco del IDPRON, entidad que atiende a jóvenes entre 14 y 28 años.

El diseño e implementación de políticas, programas y proyectos por parte del IDIPRON, entidad encargada de atender a niñas, niños y jóvenes con “perfiles” habitante de calle y habitante en calle, no ha tenido una mirada de género ni diversidad sexual que dé cuenta y responda a las situaciones diferenciales que se viven cotidianamente en la * Esta ponencia se inscribe en el marco de mi proyecto de investigación para optar al título de Magister en Política Social de la Pontificia Universidad Javeriana, sede Bogotá. Y hace parte del ejercicio de conceptualización sobre cuerpos femeninos callejeros como una categoría emergente que rompe con la separación habitante de calle y habitante en calle o “trapecista”, al considerarlas limitadas para comprender la multiplicidad de condiciones, situaciones, problemáticas de lo femenino callejero.

1 Politóloga, Especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, de la Universidad Nacional de Colombia, en el año 2010. Investigadora del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud-IDIPRON. Estudiante de segundo año de la Maestría en Política Social de la Pontificia Universidad Javeriana, sede Bogotá.

2 El IDIPRON es la entidad encargada de proteger y garantizar el goce efectivo de los derechos de niñas, niños y jóvenes en la ciudad de Bogotá, con un énfasis misional en la población habitante de calle y habitante en calle. El IDIPRON es una entidad adscrita a la Secretaría de Integración Social desde la cual se coordinan todas las políticas sociales de la ciudad de Bogotá.

calle. De igual manera, se ha pasado por alto la diversidad entre “las mujeres” atendidas en los diferentes programas institucionales en términos de sus identidades de género e identidades sexuales; por ejemplo no existen rutas claras para la atención de personas Trans, se presenta discriminación por sexo, y en la cotidianidad hemos identificado casos de lesbofobia y transfobia al interior del IDIPRON. En la política pública se define al/a la habitante de calle como la persona que pasa más de 30 días sin una vivienda; mientras el/la habitante en calle hace referencia a quien permanece buena parte de su tiempo en la calle (aproximadamente 6 horas al día), pero que cuenta con una vivienda estable. A estas (os) jóvenes se les denomina dentro del IDIPRON como ‘trapecistas’, eufemismo asociado a las jóvenes que se vinculan a “pandillas juveniles”, categoría que estigmatiza a la juventud que habita los barrios pobres de la ciudad de Bogotá, pero que además no reconoce a las mujeres como sujetas activas dentro de los grupos juveniles, pues su pertenencia está siempre mediada por su relación con un hombre (amigo, novio, hermano); cuando pensamos en clave de género se desestabiliza aún más esta categoría.

Es así como, la diferenciación entre habitante de calle y habitante en calle que establece la política pública en el Distrito Capital, lejos de explicar con detalle las problemáticas que viven las jóvenes, invisibiliza y estigmatiza a las mujeres dentro de un colectivo que se piensa y entiende como homogéneo. Además, estas categorías le aportan al fortalecimiento de estereotipos sobre la juventud en la ciudad, tales como violencia, delincuencia, consumo de drogas, micro-tráfico y prostitución.

Dar cuenta de la diversidad de las mujeres como categorías identitarias, pero también de sus “múltiples combinaciones”, siendo diversas, relacionales y coyunturales hace posible que dejemos de considerar a “las mujeres” como sujetas esencialistas y empecemos a incluir en los análisis las sexualidades no normativas y la transexualidad (Platero, 2002). Esto aún no se logra en términos de Gestión Social Integral (GSI), puesto que no existe un diálogo entre las diferentes políticas sociales.

Lo que propongo entonces es una metodología de interseccionalidad, es decir, una lectura cruzada de diferentes formas de discriminación que operan de manera simultánea (edad, género, sexo y clase social); esto me permitirá establecer cuáles son los entrecruzamientos que se presentan y cuáles podrían ser propuestas diferenciales y diferenciadoras que le aporten a las políticas públicas que existen actualmente en la

ciudad, entre ellas la política pública de Mujeres y Equidad de Género, la política pública LGBTI y por supuesto los programas de atención del IDIPRON. Si bien el lenguaje produce subjetividades e identidades, deseo hablar en mi investigación desde una nueva categoría: cuerpos femeninos callejeros, planteando que en ella cabe pensar (nos) en la diversidad, y con la clara intención de investigar sobre la producción y construcción de los cuerpos, las subjetividades, las identidades –sexuales y de género- con una mirada sobre y desde la calle que rompe con la distinción entre habitante de calle y habitante en calle. Esta nueva categoría me permitirá observar el papel que desempeña la institucionalidad en la producción de cuerpos. Hablo de cuerpo porque entiendo que es a partir del biopoder y la biopolítica que puedo dar cuenta de la producción de sujetos e identidades, pero además porque el cuerpo me remite de manera directa a hablar del sistema sexo-género. Una investigación desde y con esas corporalidades pretende ubicar a estos sujetos del feminismo dentro de las acciones de igualdad en las políticas públicas, como colectivo amplio y heterogéneo, así como dar cuenta de la intersección entre los distintos sistemas de opresión, debilitando así las diferenciaciones teóricas entre los dos “perfiles” establecidos por el IDIPRON. Las preguntas que han guiado mi ejercicio investigativo son: ¿Cómo se construyen los géneros en los contextos callejeros de la ciudad de Bogotá y cómo estas experiencias marcan los cuerpos femeninos callejeros? ¿Cuáles son los imaginarios, las representaciones y las prácticas que producen los cuerpos femeninos callejeros en la ciudad de Bogotá y cómo es la respuesta estatal?

El cuerpo, la calle y lo “femenino” No podemos desconocer que existen “marcas de identidad ‘masculina’ y ‘femenina’ que la cultura sobreimprime sobre los cuerpos ‘hombre’ y mujer’, obligándolos al calce anatómico para justificar –sustancialmente- la fijeza de las marcas de identificación sexual” (Nelly Richard, 1996: 734). Pensar el cuerpo como construcción social permite discutir asuntos acerca del sexo y del género. Es por eso que hablo de cuerpos femeninos callejeros, como una propuesta o contribución a lo que De Lauretis (1987) denominó sujeto del feminismo, a partir del cual trataré de explicar los procesos y no a las mujeres.

En palabras de Teresa De Lauretis, creo en la necesidad de hacer una construcción diferente del género que, sin salirse del sistema sexo-género, parta desde el espacio representado en los discursos hacia el espacio no representado pero implícito (no visto) que hay en ellos (De Lauretis, 1987). ¡Esta es mi apuesta política! La idea es sugerir una postura sobre el cuerpo, con la que se entienda y cuestione los modos de representación del cuerpo femenino, a modo de levantamiento contra ese cuerpo sexuado impuesto.

Un acercamiento a los cuerpos femeninos callejeros, desde un enfoque de género e interseccionalidad hace posible adentrarnos a comprender y explicar otros detalles que no son tomados en cuenta cuando simplemente nos referimos a “las mujeres” que habitan la calle. Entendiendo que “la calle es el mundo de lo imprevisto, de lo accidental y lo pasional, en tanto que la casa remite a un universo controlado donde las cosas están en su debido lugar” (Da Matta, 1983: 70 Citado en Fuller, 1995: 250), es importante resaltar que la calle no es un mundo concebido para “nosotras” o es un mundo que “nos” obliga a masculinizarnos, pues hemos estado confinadas al espacio de lo privado. Y esta tradición opresora se manifiesta hoy en discursos sobre “las mujeres” que se encuentran en la calle: putas, malas madres, consumidoras, enfermas.

Las representaciones que se construyen sobre las calles bogotanas por lo general se relacionan con peligro, delincuencia y violencia, características asignadas a los varones.

A la vez, quien habita la calle es arriesgado; cuando ubicamos en un contexto de calle a cuerpos femeninos, o bien esto hace tambalear los imaginarios que homogeneízan, o puede reforzar una producción de identidad desde referentes masculinos: sin duda la calle es un escenario de ejercicio del poder. Recordemos que “las identidades marcadas genéricamente y las formas culturales se producen, reproducen y negocian en contextos históricos específicos dentro de las relaciones de poder específicas y cambiantes” (Hollows, 2000: 22), pero ¿cómo se lleva a cabo esta negociación en contextos callejeros? Lo relevante es que las representaciones sobre el cuerpo se manifiestan y ajustan a materias de identidad personal, orientación sexual, género, relaciones sociales y relaciones de poder, y por eso estamos en permanente construcción.

De igual manera, en los diferentes contextos operan como representación y auto– representación las tecnologías del género, producto de diversas tecnologías sociales como el cine, discursos, epistemologías y prácticas críticas institucionalizadas, así como

de prácticas de la vida cotidiana. Las tecnologías promueven una representación del género, por tanto tienen efectos materiales: producen sujetos (De Lauretis, 1987).

Así pues, las representaciones e los imaginarios marcan nuestras prácticas cotidianas.

Las prácticas establecen un “nosotras” y un “otro”. Las prácticas orientan las acciones y producen subjetividades, en este caso callejeras. Éstas están marcadas también por el espacio urbano que habitamos: lugares para “parchar”, sitios de rumba, de consumo de drogas, de trabajo, de vivienda, de ocio.

La calle no es un lugar donde deba/pueda ubicarse lo femenino, por ende hay una lectura miope sobre la presencia de los cuerpos femeninos en las calles. El Estado no tiene elementos suficientes para responder a esta situación y sigue justificándose en las cifras, donde se encuentra que el 90% de las personas que habitan la calle son hombres.

Existe escasa oferta institucional para las mujeres que habitan la calle, y a menudo se corre el riesgo de restringir más los servicios estatales. De igual manera, hay temas pendientes como la atención a mujeres trans, mujeres embarazadas y mujeres con sus hijos e hijas (pues a la mayoría el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar-ICBF les ha quitado la custodia). Así mismo, la atención a mujeres lesbianas y bisexuales se ha visto restringida al interior de los programas del IDIPRON, quedando a la absoluta discrecionalidad de funcionarios y funcionarias.

Diálogo con las políticas En lo que sigue trataré de situar los discursos académicos e institucionales que desde la cotidianidad y mi experiencia como investigadora del IDIPRON he venido encontrando; asimismo destacaré algunos puntos del estado del arte sobre la cuestión. Considero que en los estudios académicos e institucionales la preocupación por el cuerpo femenino callejero como objeto de intervención y de políticas públicas en la ciudad de Bogotá se ha concentrado en tres dimensiones: 1) géneros y sexualidades, 2) consumo de drogas, 3) higiene y “autocuidado”.  Géneros y Sexualidades La construcción de los géneros y las sexualidades de los cuerpos callejeros se ha reforzado por medio de los discursos, en algunos casos hegemónicos y dominantes. En las prácticas institucionales cotidianas encuentro que a los hombres trans se les cuestiona su identidad de género y no se les reconoce desde ella en todas las situaciones.

Las parejas de mujeres lesbianas son cuestionadas fuertemente por funcionarias y funcionarios del IDIPRON, en algunos casos dudando de su orientación sexual o considerando confusión en las personas menores de 18 años. La bisexualidad suele ser más aceptada institucionalmente, justificada en una presión del entorno lésbico y por la necesidad de tener a alguien cerca que brinde afecto.

En lo institucional también encuentro desde mi experiencia las siguientes referencias a los cuerpos femeninos callejeros: “libertinaje sexual”, promiscuidad y prostitución, los anteriores como causas de embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual y estas actuaciones se asocian a problemas entre hombres por dicho comportamiento sexual. También se justifica la violencia física y la violencia sexual hacia estos cuerpos por su “mal comportamiento”.

En términos producción académica he podido leer más estudios sobre la vinculación de las mujeres a las “pandillas juveniles” –quienes se conocen en el IDIPRON como habitantes en calle o ‘trapecistas’- que sobre mujeres habitantes de calle. Si bien busco romper con esta distinción, y además rechazar tajantemente la categoría “pandilla”, debo dar cuenta de lo que se ha escrito desde ambas orillas con el firme propósito de problematizar y cuestionar las categorías, así como las caracterizaciones elaboradas sobre las mujeres. Sin embargo, los estudios tienen en común que cuando se menciona a las mujeres no se profundiza en sus experiencias, porque son androcéntricos.

En primer lugar, se plantea que existe una escasa participación de las mujeres en las “pandillas juveniles” (que varía desde el 3% hasta el 17%). Según expertos en el tema, la vinculación de las mujeres no puede considerarse como creación de una posición de apoyo a ciertos pandilleros hombres, con los cuales por lo general tienen relaciones románticas, o a todo el grupo, acompañándolos únicamente en ciertas actividades. El 3.4% de ellas efectivamente hace parte de pandillas predominantemente masculinas, (…) y exhiben patrones de conducta que poco obedecen a la construcción social dominante de la feminidad” (Ramos, 2004). Estos estudios sólo reconocen las formas de actuar de los varones, se debe admitir entonces que situar a las pandillas como una experiencia masculina, no es una cuestión netamente cuantitativa, sino coherente con los aparatos hegemónicos e ideológicos de dominación masculina.

En segundo lugar, la “mujer” se presenta como un “motivo de conflicto” entre los hombres, ocasionando enfrentamientos por sus “elecciones afectivas” tanto entre los

miembros de una pandilla como entre dos pandillas (Ramos, 2004). Se afirma así “que uno de los peores momentos que puede vivir un parche es cuando una de sus mujeres es pretendida por otro joven de otro parche o simplemente de otro lugar. En ese momento se declara prácticamente la guerra que por lo general termina en tropeles bastante fuertes e incluso con la muerte de uno de los jóvenes. Para ellos la fidelidad en las relaciones afectivas es una de las cosas que tienen más claras” (Ardila, 1996: 78).

En tercer lugar, los estudios también resaltan la importancia que tienen las “relaciones sentimentales” con chicas “sanas”, es decir, con mujeres que no hacen parte de la “pandilla” y que, en cambio, son juiciosas. Estas chicas son representadas por los investigadores como una ruta de salvación para los jóvenes “pandilleros”, ya que por ellas se alejan de los “malos pasos” (como la delincuencia y el consumo de drogas) bien sea porque quedan embarazadas o porque se independizan para convivir con “sus mujeres”. Por el contrario, en los estudios las chicas que sí hacen parte de la “pandilla” son consideradas como “mujeres malas” que en vez de ayudarles a salir de ese mundo los terminan hundiendo más pues ellas asisten a las “farras”3, consumen drogas con ellos y los acompañan a realizar las “vueltas”4. Según un estudio, esta es la razón por la cual “dentro de los parches se encuentran muchas chicas que son madres solteras” (Ardila, 1996: 79) pues ningún hombre responde por sus hijas o hijos. Para esta autora, la maternidad se convierte en un motivo para abandonar la “pandilla”.

En cuarto lugar, los estudios resaltan que las mujeres que se vinculan a las “pandillas juveniles” creen en los príncipes azules: ellas no pierden la esperanza de ser amadas por un hombre que las valore y las ame como se lo merecen (Ardila, 1996). Se afirma que estas chicas suelen ennoviarse con los jóvenes de la “pandilla” creyendo en promesas y palabras bonitas, y otorgando cierto carácter romántico a momentos que no siempre lo son. De hecho, se señala que ellas siguen con sus relaciones de pareja incluso cuando los hombres están en centros de reclusión; además, admiten la violencia física y aceptan prohibiciones como salir de la casa, fumar, bailar y consumir drogas (Ardila, 1996: 81).

En último lugar, los estudios plantean que las mujeres que se vinculan a las “pandillas juveniles” lo hacen con el propósito de ganar respeto y sentirse protegidas, por ello

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Denominación de fiesta, celebración.

Por lo general comisión de delitos.

suelen buscar como parejas a los hombres más poderosos, es decir, a quienes toman las decisiones al interior de los grupos juveniles (García, 1998).  Consumo de drogas La medicina y la psicología han desempeñado un papel activo en el establecimiento de dispositivos de control sobre los cuerpos. La atención desde entidades distritales se ha concentrado en la disciplina psiquiátrica y en la medicalización de las pacientes. Si bien hay avances en términos de la comprensión del problema por medio de la implementación del programa Centro de Atención Médica a Drogodependientes (CAMAD) a cargo de la Secretaría Distrital de Salud, todavía se presentan obstáculos frente a la comprensión del consumo de drogas (tanto legales como ilegales).

Las principales drogas que consumen los cuerpos femeninos callejeros son: marihuana, pegante, bazuco y pepas. Sin embargo, no existen programas de desintoxicación financiados por el Estado ni alternativas frente al consumo. Por ahora se ha lanzado una propuesta interinstitucional para la Reducción del daño y Mitigación del consumo de bazuco en población habitante de calle, que ha tenido serias dificultades en su implementación.  Higiene y “autocuidado” Tal como ocurrió en Europa en el siglo XVIII, cuando se comenzaron a desarrollar algunos aspectos de la práctica, la intervención y la reflexión de la policía, hoy en Bogotá continúa la preocupación por la higiene y la regulación de mendigos, a quienes se considera como un problema de salud pública. Por esta razón, existe una oferta de servicios para que los cuerpos femeninos callejeros se puedan bañar, cortar el pelo, arreglar las uñas y recibir atención médica-odontológica. De igual manera, se brindan sesiones de enseñanza sobre el cuidado del cuerpo con el propósito de disciplinar esos cuerpos en hábitos de aseo, uso de métodos anticonceptivos y de barrera, alimentación y normas de comportamiento civilizadas.  Otro problema… la comisión de delitos, aunque no precisamente de las mujeres La preocupación institucional frente al tema radica principalmente en la prevención de delitos por medio de una oferta institucional dirigida a los menores de 18 años, evitando su ingreso al Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente (SRPA) y garantizando un

uso adecuado del tiempo libre, del ocio, pero sin reflexionar demasiado en la falta de oportunidades en los barrios marginados de la ciudad. Sin embargo, estos programas han sido pensados y diseñados para adolescentes hombres. Aunque existe preocupación por el aumento de la delictividad femenina, ésta no es todavía un problema mayor.

A partir de lo anterior, podemos observar que la política pública social está impregnada de prejuicios sexistas y no está abierta a una construcción diferente de los géneros.

Mayor aún es la preocupación frente a la comprensión de sexualidades no normativas, así como la falta de diálogo con otras políticas, por ejemplo con la política pública de Mujeres y Equidad de Género, y con la política pública LGBT. La incomunicación en la implementación de los programas ha afectado directamente al cuerpo colectivo y a los cuerpos individuales. Por ello es importe romper con la separación habitante de calle y habitante en calle, con el propósito de abrir el diálogo con otras políticas y programas distritales, puesto que a los cuerpos femeninos callejeros se les ha confinado a un programa que más allá de ser clasista y sexista, reduccionista y asistencialista, no logra entender las transformaciones sociales y culturales; se ha estancado en problemáticas que no reconocen la diversidad de cuerpos y siempre busca disciplinarlos e incluirlos en el sistema hegemónico heteronormativo.

La muerte de los cuerpos La muerte de los cuerpos femeninos callejeros, así como la violencia sexual a la que están expuestos permanentemente es un asunto que ni siquiera se menciona en la esfera pública. La calle no puede convertirse en un escenario de impunidad donde frecuentemente asesinan a mujeres trans, tampoco puede ser un lugar donde se vale violar a un hombre trans, así como tampoco se vale violar a ningún cuerpo femenino.

Frente a lo anterior, quiero traer el pronunciamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH): La Comisión Interamericana urge a los Estados a adoptar todas las medidas necesarias para aplicar la debida diligencia en la prevención, investigación y sanción de la violencia contra las personas LGTBI, con independencia de que ésta se manifieste en la familia, comunidad o en la esfera pública, incluyendo en instalaciones educativas o médicas. Esto incluye la adopción de políticas y campañas públicas para promover la concientización y el respeto por los derechos humanos de personas LGTBI, en todos los sectores, incluyendo en el contexto educacional y familiar, como una medida para

combatir los prejuicios en los que se sustenta la violencia relacionada con la orientación sexual y la identidad y expresión de género (CIDH, 2013).

Recordemos que es una obligación del Estado respetar y garantizar los derechos de todas y todos. Y deben existir mecanismos para hacer efectivos estos derechos, es inaceptable que estos crímenes sigan ocurriendo y sean justificados porque las personas víctimas habitan la calle o porque son cometidos en los barrios más pobres de la ciudad.

Los cuerpos femeninos callejeros deben empezar a tener voz, deben perder el miedo a enfrentar este sistema de dominación y opresión que se manifiesta en la calle. Y el Estado debe estar ahí para responder a sus exigencias, sin titubeos ni justificaciones basadas en discriminaciones sexistas.

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