La Veleta 2018

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suyos también estaban a punto de cerrarse, y debajo de éstos se dibujaban unas ojeras lo bastante marcadas como para verlas a la luz de la linterna. Parecía como si entre ellos se hubiera establecido un inmediato sentimiento de camaradería, ambos eran compañeros de trinchera en la lucha inútil contra el sueño, y ninguno de ellos tenía intención de perturbar al otro en su búsqueda por el deseado descanso, ya que además requeriría un esfuerzo que ninguno de los dos podía permitirse, limitados por el cansancio y las irrefrenables ganas de echar una cabezada. Mientras arrancaba de nuevo el motor para cruzar la valla fronteriza, ahora abierta, vio cómo aquel guardia abatido por el sueño se volvió a encerrar en su caseta de vigilancia, dejándose caer sobre la única silla que tenía y entregándose, ahora voluntariamente, a los brazos de Morfeo. El camino estaba abierto. Suspiró aliviada de entrar en territorio francés. Después de haber viajado desde Hamburgo, atravesando casi toda Alemania de norte a sur, Estrasburgo parecía estar a la vuelta de la esquina. 13 de mayo de 1933. 03:45 de la mañana, en algún lugar a las afueras de Hamburgo. Era una noche inusualmente fría para tratarse de mayo. Notaba cómo el traqueteo le revolvía las tripas, bastante removidas ya por la ansiedad, el miedo o lo que diablos sintiera. No lo sabía ni él. Echó un rápido vistazo al hombre que tenía a su derecha. La poca luz que les concedía la luna apenas permitía observar sus rasgos faciales, pero pudo ver a un hombre adulto, con unas arrugas ya marcadas, ojeras, mirándose los zapatos, por mirar a algún sitio, mientras seguro que su cabeza daba mil vueltas pensando en dios sabe qué, en su familia tal vez, o amigos, o en su vida en general, o filosofando sobre la vida y la muerte como hacían muchos allí. Quién sabe. La noche era oscura, pero no llegaba a ser total. La débil luz que apenas conseguía esbozar la luna aportaba al cielo una tonalidad gris, gris como el pelo del hombre que tenía a su lado, gris como el uniforme del tipo que conducía el camión. No pudo evitar echarle otra ojeada. Vestía unos pantalones de pana y una americana con coderas, de color ocre. Ocre como las baldas en las que hace dos días se apoyaban todos esos libros que habían conseguido salvar, ocre como la bala con su nombre que aguardaba en la recámara de cualquiera de los soldados que les esperaban a las afueras de la ciudad, ansiosa por salir. A su izquierda había otra figura, más enclenque. Un joven, de unos veintitrés años de edad, demasiado joven para morir, pensó. Aunque, por otra parte, ¿quién es lo bastante viejo como para morir? ¿Quién estaría dispuesto a dejar que la muerte le acogiera en su seno, sin plantarle cara, sin una vocecilla en su interior que dijera aún no...? Nadie, creía. Pero ahora él y sus compañeros de ataúd debían hacerlo, debían afrontar la amarga sensación de que ya estaban muertos, si no ahora, dentro de diez minutos, o veinte, pero lo estaban, y no podían

hacer nada para evitarlo. Podían huir, sí, y alargar su estancia en este mundo quién sabe cuánto, tal vez una hora, dos, tres, o incluso un día, pensando constantemente en que iban a morir, en que alguien iba tras ellos. No. Lo mejor era afrontarlo ahora, o eso creía, y huir de la agonía, del estrés, de los pensamientos fúnebres que abarrotaban su mente e hinchaban sus sienes, provocándole más dolor del que podía soportar. Quería que todo acabara cuanto antes. El interior del camión estaba en silencio, un constante y tétrico silencio de los que ya saben que están muertos, de los que no tienen nada que decir, demasiado ocupados con los pensamientos que invaden su cabeza, ideas sobre la muerte, maneras de afrontarla y creencias de lo que habrá más allá, todas diferentes, tal vez algunas semejantes pero no completamente iguales, creencias con matices que cada persona le había ido dando a lo largo de su vida, matices personales, únicos, que estaban a punto de desaparecer. -Miradles a la cara. A los ojos -dijo alguien en el otro extremo del camión, rompiendo el silencio- que vean que no tenéis miedo, que no os arrepentís de nada porque no habéis hecho nada para mereceros estar aquí. Enseñadles los monstruos en los que se han convertido. La hora había llegado. El camión frenó de golpe y, una a una, las almas muertas, los cadáveres andantes que lo habitaban fueron saliendo. El trayecto les había bastado para hacerse más o menos a la idea de que iban a morir en breve, aunque es de suponer uno nunca se hace del todo a ello. En cuanto pisó el suelo una ráfaga de viento helado lo recibió, gélido como la propia muerte, dándole la bienvenida a su tumba, congelando el sudor que corría incansable por todo su cuerpo. Caminaron cabizbajos, siguiendo las órdenes del hombre de la gorra negra, con una calavera en ella. Enseguida tuvo a alguien encañonándole con una Gewehr 41. Era un soldado joven, más de lo que esperaba, de unos veintiséis o veintisiete años. Se le veía nervioso, le temblaba el pulso, dudaba. El odio y la intolerancia no habían arraigado tan profundamente en él como en otros compañeros suyos. Pensó en los libros que estarían ya seguros en Estrasburgo, y en su salvadora, Klara, una de las personas más valientes que había conocido, siempre comprometida por el bienestar de aquellos que tenía a su lado, y por la que había llegado a sentir algo más que profunda y sincera amistad. Sumergido en el mar de sus pensamientos, lo último que vio fue a aquel chico cerrando los ojos y apretando el gatillo.

Allí donde se empiezan quemando libros se acaba quemando también seres humanos. Heinrich Heine.

Héctor tiene un blog donde puedes seguir la pista de sus creaciones literarias. Es: versosdesdeelaverno.blogspot.com.es PERDIDO EN EL METRO, Tobías Álvaro Thomsen

Gente, mucha gente es lo que hay en este lugar, me dije. Cada uno en su mundo, pensamientos paralelos, estresados y saturados o indiferentes y relajados. “Eficacia en la rapidez, eso es nuestro trabajo” dicen los recién colgados carteles de las paredes subterráneas del metro. Las palabras nos invaden y carcomen o liberan y alimentan. La pantalla de los horarios marca 2 minutos hasta la llegada del próximo tren y entre mirada y mirada, pienso con cierta preocupación en mi destino. Sentado en uno de los antiguos y no muy limpios bancos de la esquina del andén observo a los novios del tren que acaba de entrar en la estación en sentido contrario. Se miran a los ojos fijamente, como si hubieran hablado de algo importante, alguna mala noticia, pero a la vez buena, pienso. Ambos tienen que dejar el instituto y pensar en su futuro, tras unos seis intensos meses de floreciente y apasionante amor en los que ambos han descubierto nociones hasta ahora rezagadas en su interior. Tienen que dejar de lado su preciada empatía y dedicación al prójimo para volver al intenso egocentrismo de tan efímera y estresante juventud. No les es muy difícil, sus padres no hacen más que preguntarles por su futuro a la hora de comer. Sentados, ella en la rústica silla de la cocina que su madre intenta mantener limpia y bien decorada cada vez que tiene un rato libre y él en el moderno y elegante sillón en que su padre se ha gastado tanto dinero, son interrogados y aconsejados,

criticados y presionados, pero son sobretodo cansados. Sus padres desconocen la adictiva relación que mantienen y ellos lo prefieren así, temen los comentarios y prejuicios, más críticas e imposiciones. No comprenderían tal relación de ninguna manera, no ahora, a pesar de que ellos hubieran vivido algo similar en el pasado y hubieran hecho lo que quisieron. El tren al igual que su situación se desvanece en el espacio al tiempo que entra en la estación el tren que debo coger. Rápidamente vuelvo a la objetiva realidad. Las puertas automáticas se abren y como compradores convulsivos que persiguen la moda o corredores de una maratón que corren hacia una meta que está más allá de la llegada, sin saber verdaderamente qué es lo que quieren, montamos todos en el tren. No nos conocemos, pero compartiremos durante varios minutos el pequeño espacio del que dispone el vagón de metro. Transparentes como el aire, las ventanas se vuelven opacas al abandonar la estación y las luces artificiales iluminan las blancas y curvadas paredes de plástico del moderno metro de Madrid. Hemos dejado de lado la antigua estación de metro para adentrarnos en la compleja red de conexiones que subyace la ciudad. La siguiente parada se encuentra a un kilómetro lo que me deja solamente 12 minutos hasta la Plaza de España para prepararme ante la difícil tarea de estar con la gente y “socializar”. (CONTINUARÁ)


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