El Halcon de los Mares

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escuchó pero se sentía tan agotado que no le alcanzaron las fuerzas para levantarse; se dio vuelta, dejó caer pesadamente su cabeza sobre el otro lado y continuó durmiendo. Tuve que sacudirlo varias veces, lo más rápido y enérgico que pude, para que despertara, reaccionara y finalmente se levantara. Kloch no tuvo tiempo para preparar el bolso con sus cosas, había ido a proa a largar el ancla y llegó al bote corriendo y tambaleándose para mantener el equilibrio, con las pocas pertenencias que tenía apretadas entre sus brazos mientras nosotros lo estábamos esperando de pié ya en el bote y aguantándolo al casco. Fue el último en saltar al bote. Nos soltamos del velero y con los dos pares de remos remamos los más o menos cuarenta a cincuenta metros que estimábamos nos separaban de la costa, siempre dentro de una impenetrable oscuridad. Nadie pronunciaba palabra alguna. Sólo remábamos y mirábamos hacia tierra. Teníamos pavor que la corriente nos fuera a tomar y nos llevara hacia el canal donde seguiríamos entrando y saliendo de la Angostura a su antojo y ahora a la intemperie, soportando un frío insoportable y con el peligro que pudiera arrastrarnos fuera de la Angostura. Aún no podíamos distinguir si la costa era o no era rocosa y seguíamos viendo enfrente nuestro sólo una gran mancha ennegrecida. El silencio era absoluto y únicamente roto por el golpear de los remos y el ruido acompasado que hacía la resaca. Sentí la pala de un remo tocar en el fondo e inmediatamente tocamos tierra y saltamos del bote. Nos pareció pisar sobre arena. Donde había llegado el bote, no había roca alguna. El agua se sentía muy fría, casi helada. Inmediatamente empujamos el bote entre todos hasta dejarlo sobre la playa. Luego, rápidamente bajamos los bultos y fuimos poniéndolos todos juntos, agrupados, formando como una pequeña pared para que nos sirviera de protección contra el frío viento. Veíamos a muy corta distancia, no más allá de algunos metros. Pero hubo un momento en que repentinamente las nubes se abrieron y nos dejaron ver una noche estrellada en que cabía perfectamente la frase: tachonada de estrellas. Muy ventosa y muy fría. Por el boquete que dejaron las nubes, se podía ver una infinidad de estrellas resplandecientes. Aprovechamos entonces para dar una mirada hacia lo que nos rodeaba, pero muy poco distinguíamos; mirando hacia el mar, distinguíamos, eso sí, patente, la negra e imponente figura del velero, ya muy escorado. Mientras conversábamos entre nosotros e intercambiábamos opiniones acerca de lo que podríamos hacer, el capitán ordenó que no nos separáramos, que permaneciéramos todos agrupados, que nadie dispusiera nada por su cuenta y riesgo y que todos quedáramos pendientes de sus órdenes. Esto último, lo repitió varias veces, temeroso tal vez de que alguno de nosotros se asustara, entrara en pánico y agravara la situación. Ante todo esto y en un rápido análisis de lo que nos acontecía, concluimos que lo primero que había que hacer era tratar de conseguir ayuda a como fuera, pues era muy peligroso quedarse en una playa desconocida, a la intemperie, soportando un frío tan intenso y expuestos, además, a una imprevista lluvia. El capitán resolvió entonces que él y Pocho partirían en busca de ayuda y decidieron comenzar de inmediato a 88


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