El Halcon de los Mares

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Lo escuchamos en ambas ocasiones con toda claridad y luego, con un reverencial respeto, lo miramos a él, nos miramos entre nosotros y en silencio y con profunda resignación, aceptamos su tardía explicación. Pero esta, evidentemente, de poco nos servía ya, pues la verdad era que a esa altura de los acontecimientos y de nuestra aflictiva situación, venir a conocer ahora la causa de la falla del motor, en nada aliviaba nuestra angustia, ni remediaba nuestro penoso estado. Así que nos dimos tácitamente por enterados y sin decirle absolutamente nada, ignorándolo por completo, continuamos masticando el duro queso de rallar mientras pacientemente esperábamos que hirviera el agua para preparamos un té. Luego de beber un jarro con té caliente, uno a uno fuimos abandonando la cocina. El capitán fue el primero en retirarse. Bebió el último sorbo, dio media vuelta, atravesó la obscuridad de la cabina y subió a cubierta camino de la timonera sin pronunciar una sola palabra. En el silencio que ahí había, oímos marcadamente el resonar de sus pasos al subir la escala de la escotilla. Hausen regresó a la sala de máquinas, tan compungido como había llegado, sólo y en silencio, acompañado sí del sucio trapo que usaba para limpiarse las manos - el que indudablemente formaba parte de su atuendo - y que ahora llevaba colgado del bolsillo trasero de su mameluco, desapareciendo también en la penumbra de la cabina. Le siguió Kloch, quien subió a cubierta a revisar el aparejo de la cadena del ancla, tal vez pensando que muy pronto podríamos necesitarlo. Pocho y Antonito, por su parte, se fueron ambos a sus camarotes a descansar. Los dos se notaban muy cansados. Antonito venía de terminar su turno en la bomba de achique antes de bajar a la cocina y Pocho prácticamente no había dormido la noche anterior ayudando a Hausen en el motor. Faúndez, a su vez, fue a tomar su tumo en la bomba de achique. Todos en silencio, pues ya no quedaba tema que tratar, ni absolutamente nada que conversar. Sólo cabía resignarse y esperar lo que pudiere venir, mientras abajo, en la cocina, quedaba meciéndose, solitaria, la única luz que llevaba el velero en su silencioso paso por la Primera Angostura del Estrecho de Magallanes. Algo así como una media hora después, mientras el capitán permanecía en su puesto de mando en la timonera rodeado de la oscuridad de la noche que ya nos había cubierto por completo, distinguió una luz al oeste de Punta Delgada y pensó que podría ser de alguna embarcación que venía hacia nosotros; ¿Tal vez el Mila? Como no llevábamos luces de identificación alguna, bajó presuroso a su cámara en busca de las luces de bengala para hacer señales y advertir de nuestra presencia, mientras al bajar la escala avisaba a la tripulación, de viva voz, del avistamiento de la luz de una posible nave. La voz de que se veía la luz de una posible nave que se acercaba y a la que podríamos pedir auxilio, nos convocó a todos de inmediato sobre cubierta. A las 23.30hs. encendimos las bengalas. Una cayó sobre la cubierta y se perdió, pero las otras iluminaron la noche con sus destellos. Después de mirar por un largo rato hacia el norte con mucha atención, como queriendo penetrar la obscuridad, pudimos confirmar que ninguna embarcación venía hacia nosotros; la luz simplemente se había extinguido. Probablemente se había tratado de alguna luz desde tierra que el capitán confundió con la de una embarcación. Lo grave y lamentable de esta confusión era que habíamos consumido todas nuestras bengalas y ahora, en caso que lo necesitáramos, no teníamos con qué hacer señales, ni para indicar nuestra posición, ni para pedir auxilio. 84


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