Ruth pfau

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RUTH PFAU, MÉDICO, RELIGIOSA, LUCHADORA.

Ruth Pfau, nació en Leipzig (Alemania) en 1929. Es doctora en medicina y miembro de la Sociedad de las Hijas del Corazón de María. En 1960 se fue a Karachi donde fundó un centro hospitalario, el “Marie-Adélaïde-Leprosy-Centre” y construyó una red de dispensarios, formando jóvenes musulmanes asistentes médicos especialistas en cuidados de la lepra. En 1980 la administración pakistaní la nombró consejera nacional para los programas para combatir la lepra y la tuberculosis en todo el país. En 1981 entró en Afganistán donde la guerra hacía estragos e instaló un programa de salud. En su libro “Mi vida, una pura locura”, explica su increíble recorrido llevada por su amor incondicional a todos los que padecen cualquier forma de sufrimiento. Su ansia de lo esencial la llevó hasta Cristo del que vive “locamente” enamorada y espera la muerte, según sus propias palabras, para caer en brazos de Aquel al que ha esperado toda la vida.

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VUELTA AL PAÍS. A menudo me pregunto qué significa en realidad para mí volver a Pakistan… Una cosa es segura: tal vuelta es verdaderamente un retorno: retorno al lugar que, de hecho, es el mío. No he dudado jamás de la seguridad de esta decisión: consagrarme en la vida religiosa renunciando al matrimonio y a una carrera profesional; elegir, antes que una misión científica, ir a Karachi. En esa decisión está profundamente anclada mi vida, sólida y protegida. Yo creo -¿qué significa creer?-, yo sé que me encuentro en el lugar donde Él quería que estuviera. Otra segunda cosa está clara: quiero a las personas con quienes trabajo, a mi equipo, a “mis muchachos”, a todos los que se han entregado al cuidado de los leprosos. Quiero a mis enfermos. Ellos me necesitan y yo los necesito. Bajo del avión, con frecuencia vestida aún con ropa de invierno. El clima tropical, cálido y húmedo, me ataca y me embrutece. 40 grados y 80 % de humedad del aire; indescriptible desorden del aeropuerto, agitación de verbena –el ruido que acompaña a toda conversación- apresuramiento de los niños que transportan equipajes y de los taxistas que se pegan a ti y quieren ganar algunas rupias. Cuando me meto de nuevo en esta vida ruidosa y turbulenta sé que estoy… ¿dónde estoy, en casa? No, sino allí donde yo querría estar… Pero todo empieza otra vez: la vida de la incesante e impotente compasión, de la eterna mala conciencia. Si yo no fuera recibida triunfalmente por mi grupo –un minibús lleno de jóvenes de Penjab que discuten para llevar el equipaje- entonces el chiquillo que trata de ganar un poco de dinero como mozo para llevar maletas, esta noche podría presentar con orgullo sus 10 rupias de salario; entonces el taxista habría ganado por lo menos para cubrir sus gastos; entonces… entonces… Trepidante vida abigarrada: sol, calor, polvo, incesantes bocinas en una circulación caótica, apresurados cochecitos tirados por hombres, camellos serenos atados a carros sobrecargados, autobuses multicolores cargados hasta el techo, amontonamiento de personas sobre cada estribo… Pero igualmente distancias inmensas del Beluchistán. Un cabrero solitario es un acontecimiento por sí solo. En el horizonte el camellero se yergue como una torre ante la nada infinita. Y la majestuosa, inaccesible belleza de los glaciares; una noche de luna llena en el Himalaya… Y después las madres que, sin quejarse, han aprendido a vivir con la miseria; los niños que todavía saben cantar en el barro de los suburbios; y nuestros enfermos: Paul que, con sus dos muñones y un fieltro, sabe, como un mago, hacer 2


aparecer admirables flores en el papel; o Ahmad que arrastrándose cada mañana sobre sus pies deformes va al trabajo. Yo quiero al Pakistán. Lo quiero con un corazón que sangra. Con un inmenso sufrimiento y una rabia hirviente cuando me saltan a la vista la injusticia social y la indiferencia. En suma: en el fondo yo soy una extranjera y lo seré siempre -¿pero no es ese nuestro lote?- y desde la profunda simpatía que siento por Pakistán, sigo siendo una extranjera. El “retorno” es para mí quizá, a pesar de todo, una especie de “vuelta al país”, porque este mundo, durante estos largos años, se ha convertido en mi mundo… EL REENCUENTRO. ENCONTRARSE CON LA POBREZA. Después de un agotador tiempo de espera estoy en camino. ¡En yegua! Huir de la espiral de consumo que me enojaba, huir del sinsentido que me resultaba insoportable. ¡En camino hacia Pakistán! Nunca olvidaré mi primera llegada a Karachi. Yo no había subido nunca a un avión. ¡Qué maravillosa impresión de aventura cuando en aquella clara mañana de marzo despegamos de París Orly! Después de un vuelo al que yo creí no sobrevivir por mi inmensa felicidad, escala en Roma. Las primeras rosas y los laureles en flor, la severa belleza de la Roma antigua. Y la salida definitiva de Europa. Partí con la firme resolución de no volver nunca jamás; yo quería “indianizarme”, ir para encontrar la pobreza. Aún me acuerdo de mi gran decepción cuando se sirvió la primera comida en el avión: un copioso menú con muchos platos. Después escala en Teherán tras un agitado vuelo en un pequeño aparato. Se anunció un avión que salía para Francfort. ¡Deseaba tanto embarcarme en él! Entre Teherán y Karachi, cuánto desierto, desierto durante horas, uniformemente gris, irreal, fantástico; sombras y reflejos como el mármol de San Pedro. A veces un oasis, pero distinto a los de mis sueños de niña: algunas chozas polvorientas de tierra arcillosa, bajo escasos cocoteros canijos. Aparte de eso soledad, desierto, abandono. Repentinamente, después de largas horas de sobrevolar el desierto, un anuncio: “Dentro de unos minutos aterrizamos en Karachi. Pónganse los cinturones y apaguen los cigarros”. Abajo algunas barracas en la arena gris del desierto, colinas desnudas, en el horizonte el mar. Me asaltó un repentino espanto. ¿Por qué alienación mental me había decidido libremente por aquel rincón de desierto abandonado? Era marzo y hacía mucho calor en Karachi cuando, con abrigo de invierno, yo pisaba el suelo de alquitrán. Había sufrido pasablemente el mareo y no había comido nada desde la mañana; y no comería nada hasta el día siguiente, después de la misa de seis en nuestra 3


comunidad. La habitación que me habían reservado no tenía más que un medio tabique y al otro lado dormían las jóvenes. La radio aullaba tan fuerte que cogí mi maleta y me fui. Yo no sólo estaba muerta de fatiga, probablemente tenía también una bajada de azúcar. Pensé: “Yo no me quedo aquí.” LA MAÑANA QUE LO DECIDIÓ TODO. ¿Mi primera impresión de la comunidad? Por la mañana, enseñanza; por la tarde lavar y planchar la ropa. En tres semanas asimilé más o menos bien el inglés. Luego, con Berenice, una HCM mejicana farmacéutica que hablaba francés, fui a los suburbios. Me entendía bien con Berenice. Hasta mediodía dirigía un jardín de infancia para niños de la élite, lo que proporcionaba a la comunidad medios para vivir, y por la tarde trabajaba en el campamento de los leprosos. Una mañana me llevó allí; esa fue la mañana que lo decidió todo, que lo cambió todo…. Era uno de los barrios con peor fama de la ciudad portuaria de Karachi. Allí vegetaban los más pobres de los pobres: los mendigos leprosos. Chozas de cartones viejos, estacas de bambú cubiertas con sacos. Algunas chozas estaban hechas de esteras de bambú, pero ni siquiera éstas protegían de la lluvia. Y detrás de todo esto la miseria, una miseria sin esperanza. Por la noche las ratas atacaban los miembros insensibles de los enfermos. Mugre, gusanos, hachís y peleas. En una suciedad indescriptible vivían aquí unos cincuenta leprosos. Verdaderamente indescriptible, incluso en Karachi, donde aproximadamente el 80% de las personas viven en condiciones indignas. Imaginemos: aquí, en el centro de Karachi, una depresión en la que en tiempo de lluvias se acumulan hasta la altura de las rodillas las aguas sucias de la ciudad. El campamento transformado en una charca hedionda. Y había que comprar el agua y luego llevarla a las chozas. Hoy lo consideraríamos un reportaje sin valor, pero entonces era la realidad, una realidad captada por los sentidos: el olfato, el tacto, el oído, el gusto… COMO UN FLECHAZO. Eso era, pues, el Marie-Adélaïde-Leprosy-Center, creado en 1957 por una asistente social francesa perteneciente a nuestra congregación por lo que dio al centro el nombre de nuestra fundadora. El dispensario, rudimentario local para curas, estaba amueblado con viejas cajas de madera. En él no había agua, ni electricidad; únicamente dos ventanas minúsculas. La sala estaba atestada de enfermos que se amontonaban en algunos metros cuadrados. Calor, hediondez, ruido… Asia es un continente ensordecedor. Uno de los enfermos me conmovió: Mohammed Hassan, no mayor que yo, de menos de 30 años. Había venido del norte de Pakistán, de la montaña. En el cuartucho de tablas se arrastraba sobre los pies y las manos, como un perro. Sin duda esto no me habría desquiciado tanto, si los demás pacientes al pasar él no se hubieran echado a un lado, quedándose impasibles, como si aquello fuera normal. Que un ser humano tenga que arrastrarse así sobre sus cuatro miembros entre el polvo y la mugre; rebelarse contra esto para ellos no tenía sentido. Y, creedme: incluso eso yo lo habría podido soportar, si el mismo Mohammed Hassan no hubiera aceptado su condición con la misma indiferencia. En su voz no trascendía más que 4


una sorda resignación, como si no pudiera ser de otra manera. Y sin embargo él no tenía más que una vida ¡una sola vida, lo mismo que yo! Este “sí” al envilecimiento casi me había abrumado. Que aquellas gentes pudieran pensar que su estado era normal, que se hubieran acomodado a esta atrocidad, a mis ojos el fondo de la degradación,… eso me rebelaba. Nosotros, en Alemania después de la guerra, por lo menos habíamos pensado: “Esto no puede continuar así”. Aquí nadie decía: “Esto no puede durar”. Yo tengo accesos de cólera raramente, muy raramente: momentos en los que ya no me domino: “Atacar al mal”, había dicho Santo Tomás. Repentinamente supe que aquí es donde se debe producir esto. ¿Cómo? Importa poco, pero inmediatamente. “Berenice, esto no puede continuar” le dije con una excitación contenida. Fue como encontrar al gran amor, el flechazo, de una vez para siempre. Estaba decidido, y para siempre. Todo lo demás ha sido el resultado de aquel momento vivido en la barraca de Marie-AdélaïdeLeprosy-Center. OPERACIÓN EN EL DEPÓSITO DE CADÁVERES. Aún me acuerdo muy bien del primero de mis enfermos que murió a causa de complicaciones renales debidas a una lepra mal curada. Por entonces no vivíamos en el campamento, íbamos allí todos los días. Yo me preguntaba con ansiedad cómo reaccionaría el grupo de enfermos ante aquella muerte. Tampoco contaba con mis medicinas ni con nuestros modestos medios de diagnóstico ¡Cómo me enfadé cuando se murió mi paciente! Pero cuando volví al día siguiente, todos dijeron: “Hasta ahora nadie ha muerto con una muerte tan bella”. Entonces pensé: “Aquí uno es bueno para cualquier cosa, si se puede hacer la muerte más bella”. Fui todos los días. Se operaba de rodillas, incluso en el suelo de madera de la choza. A mi lado un paciente espantaba las moscas con una hoja de bambú trenzada. Yo había hecho “mis primeras armas” en modernas clínicas de Alemania occidental. Y nunca creí que podría realizar casi el mismo trabajo que en un hospital bien conservado, en cualquier rincón de la calle. Muy pronto empezamos a operar también en el depósito de cadáveres del hospital municipal. Ni siquiera se hubiera podido conseguir un garaje en la ciudad para alojar a nuestros leprosos. “Yo querría ayudarla, pero compréndame, no puedo arriesgar mi reputación ocupándome de los leprosos”. Durante mucho tiempo esa fue la respuesta a mis peticiones. Y si pudimos utilizar el depósito fue porque, mientras tanto, conocí a un miembro del Consejo de Administración del hospital.

EMPEÑARSE SIN DEJARSE IMPRESIONAR. Aprendí que siempre se podía obtener alguna ventaja de las situaciones más enrevesadas. Basta con obstinarse y no dejarse impresionar. Aunque nuestra “clínica de los pobres” estaba hecha solamente de materiales de embalaje, no disponía de luz ni de agua corriente, yo practicaba la medicina y no la charlatanería. Con análisis 5


en laboratorio y radiografías. Incluso estaba en contacto con clínicas especializadas. Unas sábanas rotas y enrolladas en tiras nos servían de vendas. Y muy pronto nos mandaron de Alemania medicinas, sobre todo antibióticos, vitaminas, cortisona, preparados para el hígado y jarabes para los niños miserablemente canijos. Delante del dispensario habíamos construido un tejadillo con tallos de bambú y sacos. En 1962 el número de pacientes se elevaba ya a más de 900. La sala de curas seguía midiendo 8 x 8 metros. Una esquina estaba reservada a la distribución de medicinas. En otra estaba el laboratorio de Abdul Rehman. En la tercera se hacían curas –baños de cera, masajes, ejercicios- para las mutilaciones y contracturas debidas a la lepra mal cuidada. La última esquina servía como sala de consultas. LAS GRANDES LLUVIAS. En 1961 se abatieron las grandes lluvias de los monzones. Desde generaciones no se habían conocido nunca semejantes chaparrones en Karachi. En el campamento de los leprosos el agua subía a la altura de las caderas en algunos sitios. ¡Y qué agua! Mezclada con la basura y las cloacas de la ciudad. Tuvimos que trabajar sentados sobre tablas, o hundidos hasta las rodillas en un aguachirle hedionda, inmunda. Felizmente hacía poco que teníamos botas de goma, lo que evitaba un poco el peligro de infección. Todas las mañanas cuando yo llegaba al campamento me subían a una bicicleta desvencijada y con un hombre delante y otro detrás me llevaban hasta el dispensario por el camino cenagoso. Sin este medio de locomoción habría tenido que levantarme la ropa hasta encima de las rodillas, cosa evidentemente imposible en un país musulmán. Como la bicicleta era poco fiable me instalaron una silla sobre una vieja carreta de las que servían para trasladar a la ciudad a los mendigos leprosos. Así me hicieron atravesar el campamento bajo los clamores de bienvenida de los enfermos, que vivían aún en las aguas sucias de la ciudad. ¿Cuánto tiempo habría que soportar esta situación? Es preciso que esto me ponga lo suficientemente nerviosa para que, a pesar de todas las resistencias y decepciones, me empeñe y decida mantener mi plan, ocurra lo que ocurra. Trato de no pensar demasiado en ello, lo que no me exige mucho esfuerzo porque toda la jornada, sin descanso, estoy ocupada. CAMINAR SOBRE EL AGUA. En aquella época nada era fácil. En 1962 ya teníamos más de 700 enfermos apuntados, para los que organizamos tres consultas semanales. Si cuando estaba estudiando alguien me hubiera dicho que alguna vez tendría que ocuparme de 2.500 enfermos sin la ayuda de ningún seguro médico, yo me habría reído en su cara. Aunque estábamos diariamente 12 horas en la sala de curas, teníamos la impresión de haber hecho sólo la mitad del trabajo. En diciembre de 1962, con la colaboración de ayudas médicas, las consultas se elevaban a 4.500. Muchos colegas médicos me han preguntado por qué acepté el trabajo más sucio y penoso en Karachi. Al principio yo pensaba en cosas más “espirituales” que en aquel combate contra las moscas, el hambre, las ratas, el opio, el contrabando, la 6


pura miseria y la trata de jóvenes. En cierto modo la toma de conciencia de la peor injusticia tiene también una dimensión espiritual. Una libertad casi embriagadora que, en sus momentos de lucidez, se libera por completo de las nociones de éxito o de fracaso. Cuando la miseria me sumergía como una ola –y la ola se hinchó cuando comencé a comprender el urdu (lengua oficial pakistaní) y comprendí lo que ocurría en torno a mí- me decía: “No hay más que dos posibilidades: o te vas a tu casa por el camino más corto, o te bajas de la barca e intentas caminar sobre el agua y ponerte a trabajar”. Verdaderamente yo tenía la impresión de estar viviendo una locura. Hoy sé que era la única respuesta lógica ante aquella miseria; también constituía la respuesta a la pregunta que me había planteado después de la guerra: ¿No puede el hombre escapar al sin sentido de un destino que pesa sobre él? CUANDO SE PRODUCEN MILAGROS. El milagro con el que nadie había contado –pero en lo más profundo del corazón sabíamos que tenía que llegar un día- se produjo realmente. En 1962 recibimos un pequeño hospital moderno en el centro de la ciudad. ¿Consecuencias? Nuevos amigos y colegas de trabajo, homologación como instituto de formación, un quirófano, médicos especialistas, tres dispensarios volantes para los distritos alejados de Karachi, 2.400 pacientes inscritos y nueve dispensarios satélites en todas las regiones de Pakistán occidental, desde el Himalaya hasta la frontera con la India. Todo esto ya en 1966. Cuatro años antes no era más que un loco sueño; entonces yo operaba en cabañas de madera, de rodillas sobre tierra batida, con un enfermo a mi lado espantando las moscas; pensaba que nunca más podría hacer mis visitas con bata blanca, discutir un caso con un colega, abrir un grifo de agua sobre un lavabo con jabón y toalla. Nuestra llegada a este hospital es en sí misma una historia. El propietario había ofrecido el edificio para el proyecto “lepra”. Gracias a la ayuda de Alemania con su moneda fuerte, se le había compensado. Un amigo me proporcionó alguna información sobre el derecho pakistaní: Es muy difícil expulsar a alguien de una habitación, pero muy fácil conseguir una disposición provisional que impide que cualquiera entre en un alojamiento. Está claro que los vecinos iban a protestar contra un hospital para leprosos; por tanto, sólo pusimos al corriente a dos de nuestros enfermos. Y una noche, cargamos el mobiliario improvisado de nuestra barraca en una carreta tirada por burros y lo transportamos al hospital; citamos a tres pacientes para el día siguiente a las 8 de la mañana. Desde ese momento ante la ley éramos un hospital reconocido. No nos atrevimos a poner cristales en las ventanas en seguida. Por aquellas ventanas nos arrojaron de todo: piedras, huevos podridos, tomates… También hubo denuncias e informes internacionales. La orden de expulsión ya estaba en la mesa del alcalde cuando éste vino en persona a comprobar la situación. Desde entonces fue –y lo sigue siendo- uno de nuestros mejores amigos.

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Hasta hoy hemos resistido a todas las tentaciones de construir un hospital más grande y más bonito en las afueras de la ciudad. Tenemos que estar en medio de la población. Por eso continuamos allí, en una pequeña finca en el centro de Karachi, pero al que se han subido ocho pisos: el Marie-Adélaïde-Leprosy-Center. Es el milagro que se produce cuando nos encontramos con su gran amor.

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LA LARGA MARCHA CUANDO EL TÚNEL ESTÁ DETRÁS DE SÍ. Yo podría contar mi vida hoy así y mañana de otra manera. No es un cuadro terminado. Algunos recuerdos se hunden en el pasado, sin duda porque con frecuencia he vivido con los ojos cerrados. Sí, he hecho mucho, me comprometo mucho, pero el éxito no procede de mí. La experiencia fundamental de mi vida es actuar como “instrumento”. Se podría hablar del azar. O hablar de gracia. En algunos momentos yo creía poder alcanzar la luna; en otros apenas la veía brillar en los charcos. En 1960, al acabar una etapa de formación continua en la paradisíaca India del Sur, cuando volví de Vellur a Karachi, entre aquella suciedad, aquella miseria, no ví más que cabañas, maderos… y no oí más que ruido. Un cuadro que no puede ser más banal ni más repulsivo. Y el hombre no puede amar lo repulsivo, ¡imposible! Repentinamente sentí pánico ante la idea de que yo no podría amar nunca jamás todo aquello. Entonces me vino a la mente una canción francesa de Aimé Duval: “El rostro contrahecho que no se besa jamás”, ese rostro que se embellece cuando empezamos a amarlo. Este pensamiento me alivió. No podemos vivir sólo de virtud. Hubo días en los que yo ya no sabía si la frase “tanto amó Dios al mundo”… era una blasfemia o una oración. Pero, retrospectivamente, creo que ésa es también una de las experiencias humanas más bonita. El que tiene el túnel detrás de sí se olvida de la oscuridad. Cuando ha nacido el niño, la madre se olvida de sus sufrimientos. Y, sin embargo, hay altibajos, flujo y reflujo, renglones buenos y malos en mi vida que yo no puedo suprimir para contentarme con los demás. No se puede quitar nada, sobre todo por lo que comprometemos a diario: nuestra propia vida. PRECIOSO PARA SIEMPRE. Cuando los nazis llegaron al poder yo tenía cuatro años y diez cuando estalló la guerra. Sin embargo yo tengo el recuerdo de una infancia tranquila, por lo menos en la medida de que éramos hijos aceptados. Yo era “el número 4” (y luego una niña más, porque únicamente el sexto fue un varón), pero eso no les importaba a nuestros padres. Cuando nací, con mis frágiles 2,500 Kgs.dijo mi madre: “Las demás pueden marcharse, casarse… Pero Ruth se queda”. Y, sin embargo, yo me fui. Crecí con el sentimiento de ser alguien excepcional. Tenía ocho o nueve años cuando mi padre que era director comercial de una editorial me llevó a su oficina. “Esta es mi hija”, dijo presentándome a sus colegas. Al acabar la visita, mientras bajaba solemnemente por la ancha escalinata, tenía la indecible impresión de ser preciosa, única.

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También la historia de la tarjeta roja. Nosotros, los niños Pfau, crecíamos con la certeza de que teníamos un poder secreto que nos permitía conseguir cosas prohibidas para los demás. Ese poder se remontaba a un antepasado nuestro que tenía una tarjeta roja. El poseedor de aquella tarjeta podía jugar en el césped de acceso prohibido, o ir en bicicleta por los caminos privados cerrados para los ciclistas. Y cuando un guardia amenazante interpelaba al malhechor, éste, muy tranquilo, exhibía su tarjeta roja. Inmediatamente el policía taconeaba, saludaba con la mano en el kepis y se marchaba de allí. Infantilismo ciertamente: jamás existió la tarjeta roja, pero hoy ¿qué me empuja irresistiblemente a imponerme una cosa, justamente porque me dicen que es irrealizable? Yo no me habría obstinado hasta tal punto (por lo menos tan pronto) para crear en Azad un centro de cuidados para leprosos si no me hubieran dicho que en Azad se prohibía entrar a los extranjeros. Me encontraba ante la barrera de la frontera. Detrás de la colina siguiente se encontraba Muzaffarabad, me dijeron, la capital de Azad. ¿Por qué no podía ir? Porque yo no era de Azad. En aquel momento juré que no me moriría antes no sólo de haber visto Muzaffarabad, sino de tener allí mis derechos. Hoy Muzaffarabad es mi segunda patria y Azad mi mejor concretización del programa para los leprosos. Más tarde en Afganistán pasó lo mismo. ¿QUÉ PASÓ CON GABI? Naturalmente en mi infancia también hay traumatismos. Todavía hoy las multitudes protestando por las calles me dan pánico. En el inestable Pakistán no son raros los motines. Los desfiles en las zonas verdes cerca de nuestra casa, los redobles de tambor en las fiestas de mayo de los nazis en aquella pradera de ensueño, los saltos de la cama entre el fuego… Estos recuerdos son lúgubres; también porque mi padre pensaba así. Papá no entraba en ningún cliché: bastante prudente y conservador, y sin embargo un eficaz hombre de negocios. Actualmente tendríamos que clasificarlo entre los alternativos. El problema del asesinato del tirano lo atormentaba por motivos religiosos. Mi madre razonaba: “Cuando tienes seis hijos, tienes que ver también que estás aquí para ellos”. Mis padres nunca hablaban del conflicto en presencia de los niños, pero el conflicto estaba en el aire. Un día nuestra hermana mayor hizo una observación, sin duda relacionada con los campos de concentración; no llegó al final de la frase porque mi madre la interrumpió. También recuerdo que en nuestra clase había una joven judía. Después de la “noche de cristal”–durante la cual los alemanes atacaron los escaparates de los comercios judíos- ya no volvió a aparecer; esto me impresionó mucho y pregunté dónde estaba Gabi. Nunca obtuve respuesta. ¿QUÉ VALENTÍA? En la escuela todas éramos de la BDM (asociación de jóvenes relacionada con la juventud hitleriana). A mí no me gustaba nada la primitiva y grosera actitud nazi, la “cultura bíceps”, como la llamábamos. Pero nos interpelaba la conciencia elitista que cultivaba el equipo dirigente; era seductor; a los trece años mi modelo venerado 10


apasionadamente era la jefe de centuria de nuestro propio equipo. Yo trabajaba activamente en aquel grupo de mandos, acostumbrada desde niña a estar entre las primeras (excepto en deportes que nunca me han gustado). Tenía la impresión de que aquella jefa me trataba de una manera especial y eso me interesaba. En una de nuestras “veladas” hablábamos de Nietzsche y llegamos a la frase: “La valentía más grande es asistir impasible al sufrimiento del otro”. Para mí era demasiado. Me precipité fuera; ella me siguió, tratando de continuar la discusión; yo le opuse un “no” definitivo, corrí hasta casa y estallé en gritos de asombro. Después la guerra. Más tarde he vivido otras guerras: en Pakistán, en Afganistán. Cuando oía las sirenas en Karachi volvían a la superficie los recuerdos de los bombardeos de la segunda guerra mundial. En 1943 nos habían bombardeado sin parar; en mi infancia sólo tenía el sentimiento de una confianza fundamental y la única convicción de que una situación grave no es totalmente desesperada. Y también pavor: imágenes de hombres heridos, ensangrentados, casas bombardeadas, ruinas… en el mismo lugar donde anteriormente había un mundo sólidamente organizado. Sí, durante mucho tiempo he vivido con un gran pánico; durante años no podía soportar la oscuridad; todavía hoy me asusta y no me arriesgo sola más que si un enfermo se encuentra en peligro de muerte. Ciertamente para nosotros, los niños, había un cierto aire de aventura, el gusto por el heroísmo. Los nazis supieron inculcárnoslo. Pero ese afán de aventuras y heroísmo eran también una especie de rechazo de la terrible realidad, del profundo miedo. Miedo, por ejemplo, que yo sentía por mi madre que estaba entonces embarazada del niño. INTERVENCIÓN EN LA ESTACIÓN. Leipzig está en el centro de Alemania. Allí convergían ríos de refugiados, procedentes de todos sitios. Las chicas de la BDM arrastrábamos las maletas, distribuíamos los víveres… Viendo aquellas desdichas yo creía que se hundía el mundo. Todavía estoy viendo aquel niño, quizá de cuatro años; lo encontré solo y llorando en la estación. No me quiso decir su nombre porque estaba demasiado asustado. ¿Qué hacer? Anuncié por los altavoces que había encontrado a un niño de aquella edad y que no sabía su nombre; quien lo hubiera perdido podía encontrarlo en tal lugar. Momento penoso. Los trenes se iban mientras la gente intentaba todavía subir. Era invierno. Se reconocía a los refugiados de Dresde casi por su aspecto; huían de un escenario apocalíptico… Y yo tenía aquel niño, sin saber qué hacer; de repente se me acercó rápidamente una mujer, me arrancó al niño de los brazos y desapareció; sin duda era su madre. Eran escenas insoportables. ¿Dónde irían los que huían? A un lado estaban los rusos, al otro los americanos: iban, volvían, se marchaban otra vez, se cruzaban, se volvían a cruzar… Todo ello bajo incesantes ataques aéreos. No sabíamos cómo dirigir aquella multitud, nadie sabía qué hacer. Pero también era imposible quedarse allí parados. La gente no se podía contentar con correr por la estación, era preciso que se fueran. Era una locura total.

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UN MUNDO SE DERRUMBA, LA VIDA CONTINÚA. Extrañamente al final de este espantoso período hubo algo muy consolador. A la entrada del jardín había un pórtico verde. Era mayo. Los cerezos florecían. Los americanos nos habían trastocado y aún sobrevolaban sus aviones, pero ya no había que temer, porque ellos ocupaban la ciudad. La vida continúa. Para mí fue una experiencia clave. La vida es más fuerte que la muerte de millones de víctimas. HORRORES Y MIEDO. Lo que vino después fue espantoso. Mi padre todavía no estaba en casa y mamá tenía un miedo cerval por sus hijas; incluso atravesar la calle o subir al tranvía era peligroso. También temíamos por el pan de cada día. Nuestro hermano pequeño aún no tenía un año, mamá estaba muy enferma y no lo podía criar. A pesar del toque de queda mi padre salió por la noche una vez más a buscar al médico, que se negó a salir, pretextando el toque de queda: yo creí enloquecer cuando aquella misma noche el niño se murió. ¡Lo que pudimos esforzarnos para encontrar leche! Aún no me atrevo a pensar en ello. No teníamos carbón, el invierno era muy frío y buscábamos cualquier cosa que se pudiera quemar. Vivíamos todos en una pequeña habitación alrededor de una estufa. Allí estudié el bachillerato, levantándome a las tres de la mañana para estudiar con tranquilidad mientras todos dormían. ABANDONO DE LA RELIGIÓN. Renuncié a la religión al final de mis estudios y luego me distancié de cualquier asunto religioso, pero nunca he consentido que nadie se burle de otro por sus convicciones religiosas. ¿Cómo llegué a la fe? Sin duda fue al revés: la fe vino a mi, me encontró. La fe me parecía muy lejana, sólo me interpelaba el amor y cada vez más. Pero fue preciso un largo camino. Cuando dejé la escuela yo era muy espabilada, sobre todo intelectualmente. Nos habían subrayado mucho nuestra superioridad para contrarrestar el nuevo tono de la “cooperativa popular proletaria”. Cuando tuvimos la última conversación después de los exámenes finales el rector del colegio me dijo: “Nos inclinamos ante la inteligencia; nos arrodillamos ante la bondad”. Fue ciertamente una advertencia, porque no me desperté hasta más tarde a lo que se refiere a la bondad. La tentación elitista existía en el comunismo, como antes bajo el nazismo. Glacial borrachera de poder. Más tarde una ministra de justicia en Alemania oriental había encarnado perfectamente esta actitud negativa. Y a menudo pensé: “Yo habría podido llegar a ser como ella”. En aquella época yo no tenía ninguna escala de valores, estaba en búsqueda. El comunismo representaba una posibilidad real, pero cuando me encontré que todo seguía exactamente igual que antes bajo una bandera distinta ya no pude seguir. Me planteaba las mismas cuestiones: ¿Qué es la muerte? ¿Qué es el amor? ¿Cómo se integra el amor en este sistema? Problemas planteados, sin ninguna respuesta. 12


AL OTRO LADO DE LA FRONTERA. En 1948 no había ninguna posibilidad de promoción en Alemania del este y los planes de estudio estaban contaminados por la ideología. Y sobre todo mi padre no tenía trabajo; sus relaciones comerciales y sus amigos estaban en Alemania occidental. Para ayudarle pasé ilegalmente la frontera, que ni siquiera sabía dónde estaba. Por la noche, cambié de tren. “¿Cree Vd. que ahora va al Oeste?” me preguntó un joven policía con el que iba, como él, buscando el tren que nos llevaría hacia allí. Volví a preguntar por la frontera y nadie me contestaba; todos tenían miedo. A punto de llorar le pregunté a un hombre que, sin volver la cabeza, me mostró la dirección. Bajé por la ladera de una montaña durante mucho tiempo. Me procuraron refugio en una granja, pero llegó una patrulla que registró mi equipaje, una pequeña maleta sin nada de importancia. Uno de los agentes me dijo: “Yo la llevaré al campamento”. Bajamos por otro lado, bordeando un bosque. Luego me dijo: “Doscientos metros más adelante estará en el Oeste”. Luego vino una época muy penosa. Pagamos a tres personas para que pasasen a mi madre y mis hermanas, y únicamente la última las pasó algo más adelante. Mientras tanto sólo una vez habíamos conseguido hablar con mi madre por teléfono. Verdaderamente aquellos años no fueron fáciles. Vivíamos en Wiesbaden, en un piso que sólo tenía una habitación. Papá reanudó su trabajo, pero a mí no me interesaba el mundo de los negocios. Por entonces yo estaba de viaje con frecuencia. Yo ni siquiera estaba bautizada (en la comunidad de mis padres sólo se bautizan los adultos) e ignoraba que pudieran encontrarse monjes si no era en la Edad Media, en Baviera o en las novelas. Pensaba que Maria Laach sería una especie de museo y me quedé muy asombrada al comprobar que los monjes no eran tontos. Inmediatamente me uní a un monje joven que se ocupaba de los caballos; me llenó los bolsillos de peras del jardín del monasterio y me contó que el abad había sido enviado a Roma para estudiar Derecho, cuando le habría gustado estudiar música. Él también había ido a Roma, aunque el Derecho le interesaba muy poco. Luego me contó que había ahorrado durante un año para poder liberarse, por lo menos una vez, yendo al carnaval de Maguncia, pero en el último momento renunció y se compró con aquel dinero una máquina de fotos; todavía estaba contento de tenerla. -

¿Qué haces aquí?

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Yo… estoy esperando que me admitan para estudiar Medicina, y mientras tanto estoy haciendo un viaje en bicicleta por el valle del Rhin ¿puedo visitar la iglesia?

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¡Vaya pregunta! Claro que sí; pero ¿no eres católica?

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No, ni siquiera estoy bautizada.

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Aquel día se produjeron dos acontecimientos decisivos para mí: por primera vez me enamoré (de uno de mis compañeros de excursión) y por primera vez me encontré con la Iglesia. La Iglesia y los jóvenes. Durante varios años ese fue mi campo de tensión, hasta que al fin caí del lado de la Iglesia. El joven del que me enamoré procedía de un ambiente impregnado de nazismo; extrañamente él salió intacto. Muy pronto nuestros estudios nos separaron; nos prometimos escribirnos al cabo de siete años si no nos habíamos casado. El tenía que enviarme siete rosas amarillas y yo tenía que escribirle. Así ocurrió, pero no fue el amor de mi vida. ¿NADIE CONTESTA? Por fin empecé a estudiar; para mí fue una época de renovación. La vida de los jóvenes estaba marcada por las cuestiones fundamentales, también la de los que venían del frente: nunca más la guerra, nunca más régimen nazi, nunca más persecución de los judíos. Ese “nunca más” generaba una fuerte motivación. Era la época de los cuestionamientos sin límites. ¿Dónde no he buscado? En las reuniones comunistas; entre los antropósofos; en la unión de estudiantes socialistas presenté mi candidatura y fui elegida como delegada de estudiantes. Afirmé con seguridad: “Necesitamos un nuevo hedonismo”. Luego Sartre. Y la llamada de Wolfgang Gorcher, resonando en el vacío de la cárcel del globo terrestre: “¿No hay nadie que conteste, nadie?” También fue una época de mucha inseguridad, sin ilusiones. Entonces en los dormitorios de jóvenes simplemente se extendían unas mantas de lana entre las camas; en aquel ambiente la fidelidad no contaba como valor y el cambio de compañero estaba a la orden del día. Cuando la cosa se ponía muy difícil se cambiaba de universidad. La guerra destruyó muchas cosas, también a nivel de las relaciones humanas. Muchos jóvenes se fueron al frente con ideales elevados. Estaban en la edad en que el encuentro con una mujer significaba más que el hecho de entregar un preservativo.

DESPERTAR AL AMOR. Fue la época en que aprendí a conocer a H., estudiante de teología evangélica, profundamente marcado por la guerra. Todos los días yo iba a la oración de la mañana para encontrarme con él. Me enamoré profundamente y sufrí por esa causa; es verdad que un amor que va más allá del juego o la broma conoce el sufrimiento. Hasta entonces yo era para H. la única mujer con la que no acabó mal, y él me ayudó mucho a encontrar mi verdadera vocación. Gracias a él comprendí lo que significa la palabra “amor”. Me enseñó que sólo descubrimos nuestro verdadero yo en la relación con un “tú”, y esto se convirtió para mí en una verdad fundamental. Ningún sistema podría darnos una respuesta a los problemas de nuestra vida, solamente un “tú”. Y eso me lo enseñó H. Después de separarnos me habría parecido extraño no volver a la oración de la mañana. Yo estaba leyendo por entonces a Kierkegaard y pensaba que lo había 14


probado todo y sólo me quedaba una cosa: sacar la consecuencia de que todo aquello no valía la pena. Quería intentar aún una última experiencia. Busqué la compañía de colegas que se decían cristianos. Les dije que yo también quería llegar a serlo, pero no sabía cómo; me contestaron que eso tenía que llegar por sí mismo; naturalmente eso no me ayudó nada. Asistí a horas de meditaciones, a reflexiones, que me parecían insignificantes. Una vez alguien dijo: “Ama a Dios y haz lo que quieras”. Esto me impresionó y finalmente “llegó” aquello en un momento anodino, gracias a una anciana holandesa que hablaba un alemán espantoso. Aún estaba yo riéndome por eso cuando dijo: “No se puede sin más barrer la maldad”. Luego supe que la habían liberado de un campo de concentración y desde entonces “predicaba la reconciliación”. Esto la hizo creíble para mí y por eso le pregunté cómo podía yo llegar a ser cristiana. Me contestó: “Hay que rezar”. Y sin embargo aquello había ocurrido sin que yo rezase; seguramente ella lo hizo por mí. Cuando bajé la escalera me iba riendo, porque era tan sencillo, tan convincente, tan alegre, tan diferente, tan lleno de amor… En 1951 recibí el bautismo en la comunidad protestante de los estudiantes. DIOS Y EL BAILE DE CARNAVAL. Yo era miembro de la comunidad, pero seguía buscando más objetividad, más enseñanza y más buen humor. En carnaval aquellos estudiantes habían organizado, paralelamente al baile, una liturgia de la Palabra y yo creía que podría participar en las dos cosas. Disfrazada de militar (no tuve tiempo para cambiarme) me deslicé discretamente y piadosamente hasta el último banco de la iglesia; me acogieron sin mucha simpatía; yo no podía comprender por qué mi nuevo amor no tenía nada que ver con un baile de carnaval. Un amor es total, o no es amor. ¿Qué podía hacer yo con un Dios que no se interesaba por los bailes de carnaval? ¡Sobre todo si yo participaba! Mi nuevo amigo era filólogo y católico. Todos los días decía lo mismo: “Hoy me he confesado. Eso significa que hoy tienes que volver a tu casa a las diez”. Impresionante. Y todas las mañanas, a las cuatro, aunque no había vuelto a casa a las diez, me volvía a acompañar a la universidad; a las cinco se celebraba la primera misa.

Ser católica me parecía fascinante, pero no lo fui hasta después de una intensa reflexión, y mi amigo contribuyó mucho. Más tarde, cuando yo ya estaba en el noviciado en París, nos volvimos a ver una vez. Recordamos nuestros tiempos de estudiantes y se volvió a plantear la cuestión de mi futuro. Le dije que me encontraba feliz en París. Él confesó: “En cierto

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modo siempre lo he sabido, porque tú siempre has querido lo ilimitado, lo infinito, lo eterno”. CONVERSIÓN. ¿Cómo me convertí en 1953? Por lógica. En cuanto se cree en Dios, se sabe que ese Dios, por definición, sobrepasa el razonamiento humano. Sólo revelándose puede darse a conocer. Tampoco podemos juzgar las verdades reveladas únicamente por nuestra razón, necesitamos algo que dé fe de la autenticidad de la enseñanza divina. Y si a lo largo de la historia esto se ha realizado por la Iglesia ¿por qué lo voy a refutar yo? Así que mi simpatía por el cristianismo me encaminó lógicamente hacia la Iglesia. Naturalmente más que la razón, me guió una intuición profunda. ¿Qué fue lo decisivo en mi encuentro definitivo con el cristianismo? Descubrir el “TÚ” justamente donde coincide con lo verdaderamente esencial. Dar el salto. En definitiva, el sentido está ya, lo mismo que el amor para los que aman. No se puede decidir en abstracto si el salto se da en el vacío o es recogido y se convierte en incitación. La vida es quien decide. Si para mí el salto no hubiera sido incitante es seguro que habría sacado las consecuencias. Porque la vida, en sí, nunca la he encontrado muy atrayente. Hay demasiada injusticia, demasiado sufrimiento, para que nos agarremos únicamente a ella.

EL AMOR SIEMPRE ES LOCO CONTRATO CON CLÁUSULA PARTICULAR. En el fondo de mí misma ya se encontraba ciertamente el “todo o nada”. En el momento de mi conversión al catolicismo, sin saberlo, seguramente me había decidido ya a entrar en la vida religiosa. Un día le pregunté al jesuita que me había bautizado si creía que yo tenía esa vocación; me contestó que no lo excluía, pero que antes me tenía que preguntar si podía vivir sin un hombre. Yo pensé que eso no tenía que pensarlo durante mucho tiempo, lo más un año. “Y si durante ese año no he encontrado al hombre de mis sueños ¿tendré la prueba de mi vocación?” El Padre K comentó: “No es esa la forma más elegante, pero sin embargo hay que tenerla en cuenta”. Así que yo esperaré un año. Cuando estábamos los dos cerca de la puerta le confié: “Yo siempre he llevado mi corazón en una bandeja delante de mí, porque no he encontrado en ninguna parte nada que lo satisfaga. Por el contrario, en la vida religiosa seguramente encontrará lo que busca”. El padre añadió otra vez que querría tener la prueba concreta. El pensamiento de que, después de un año, tendría una certeza me alegraba. Luego, secretamente, le añadí una cláusula particular a mi contrato: si

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durante ese año encontraba al hombre de mi vida y a pesar de todo entraba en el convento ¿no sería todavía mejor? CUALQUIERA QUE SEA LA SALIDA. Durante aquel año me encontré con G, espiritualmente muy próximo a mí. Ciertamente yo no vivía sin plantearme cuestiones, como siguiendo una línea muy recta. Al contrario, durante todo el año era unas veces esto y otras veces lo otro. G. comprendió mucho más de lo que yo le había podido decir, y llegó la tarde en que expresó su deseo respecto a mí. Y yo me escuché responderle –ausente, extraña y con una certeza inesperada- que lo quería realmente, pero que no podía porque tenía vocación y no me quedaba más solución que seguirla. Él me contestó: “En cierto modo lo sabía hace mucho tiempo. Aquella pared invisible entre nosotros…” Caminamos durante horas por la noche en el bosque, y por la mañana tuve la certeza inquebrantable: se había impuesto la cláusula secreta. Y nunca jamás he dudado de que fuera la decisión acertada. A las 5 de la mañana, cuando él me acompañó a la estación, le conté la historia del contrato y la cláusula secreta. MI CONGREGACIÓN. Cuando me decidí a entrar en una orden, mi Padre espiritual me dijo una cosa que no he olvidado nunca: “Es importante elegir bien, por lo menos tan importante como saber con quién se casa uno”. Opté por la Sociedad de las Hijas del Corazón de María, que vive según la regla de San Ignacio. La congregación fue fundada en la época de la Revolución Francesa, para ser testigo del Evangelio en la clandestinidad. ¿Los fundadores? Un jesuita y una señora de la nobleza bretona. En aquella época la Iglesia no se imaginaba que unas mujeres sin hábito ni clausura pudieran vivir como religiosas en el mundo secular. Para mí fue una oportunidad apasionante: podría ejercer mi profesión. Comprometerme en el corazón del mundo, donde existe la miseria extrema, en seguimiento de Cristo y con el apoyo de una comunidad. Mi director espiritual me prestó otro servicio al decirme: “Si entra en el noviciado, tenga por definitiva su decisión; después dígale al Señor: Si quieres que deje la orden me tendrás que echar a cañonazos.” Era importante, porque en cuanto se está “dentro” inevitablemente se choca con muchas mediocridades imprevistas. UN AÑO EN PARÍS. Cumplí un año obligatorio en París. (Me fui a Karachi siendo todavía novicia). El noviciado dura tres años y durante el que estuve en el noviciado general dejé a un lado la medicina. Fue una época muy bonita en la que leí mucho. Todavía tenía dificultades con la lengua francesa y no la comprendía bien. Pero tuve una maravillosa maestra de novicias, una flamenca. Me conquistó cuando un día me contó su vocación. Era una mujer atractiva, pero cuando la cosa se ponía seria cortaba diciendo: “Ya estoy comprometida”. Y con frecuencia añadía: “Pero Gérard… todavía come solo en un restaurante”. 17


Solía hacer frío en las habitaciones, porque había poca calefacción. Una mañana cogí mi edredón y me senté en él al sol. ¡Zafarrancho general! Eso nunca se había visto… No volví a París hasta 26 años después; encontré el mismo parquet, las mismas camas con sus gruesos edredones, las mismas sillas… Durante el noviciado me parecía burgués; ahora me parecía más bien estilo alternativo. ¿PROBLEMA DE OBEDIENCIA O CONFLICTO PROFESIONAL? En Pakistán pasé un período muy crítico. Estuve a punto de abandonarlo todo. Como no tenía los recursos vitales necesarios para atender a la provincia del Norte pedí a dos enfermeras europeas, bien preparadas y responsables, que se ocupasen de ella. Pero inmediatamente se hicieron cargo de la región como si se tratase de su propio terreno. Cuando yo volví a los dos años me hicieron comprender con claridad que no tenía nada que hacer allí. Pero yo me había comprometido y quise ver personalmente cómo estaba aquel lugar ¿No estaba yo más cualificada que ellas en lo relativo a la lepra? Ellas habían trabajado en sentido contrario que yo. Insistí para que se las retirase de la región, pero llegó una orden de París: ciertamente sería más razonable que yo dejase Pakistán. DIOS TAMBIÉN HABLA POR LOS MUSULMANES. Yo seguía convencida de que el amor es loco y si no, no es amor. Quería obedecer, pero no podía exigir a mis asistentes musulmanes que pagasen con su carrera mi “locura”. Preguntaron abiertamente a mi superiora a quién pertenecía “la Pfau”: ¿A Vd.? ¿A la congregación, o a nosotros que hemos comprometido nuestra vida por ella y por su obra? La obra yo la había concebido dentro de la obediencia y tenía que traspasarla muy pronto; su misma existencia se habría puesto en cuestión si yo me retiraba deliberadamente. Estoy convencida de que Dios habló por medio de mi equipo de musulmanes. ¿Mi decisión fue buena? Viendo después los resultados, sí. Actué tomando en serio todos los argumentos, desde mi conciencia, y me decidí a la luz de la inspiración que se me concedió. Incluso no decidirse habría sido también una decisión. POR MENOS YO NO HABRÍA VIVIDO MI VIDA. ¿Cual es el sentido de la vida religiosa para mí? Es el don de sí más generoso, más loco, más ilimitado, más insensato, a un amor también loco, ilimitado, insensato y generoso. Por menos de eso yo no habría vivido mi vida; la habría dejado irremediablemente y para siempre. ¿Se puede vivir hoy todavía según los preceptos evangélicos? Son vividos, y ése es el mejor argumento. Obediencia, pobreza y castidad se viven con un gran amor que llora, busca, se rebela y estimula; por todo el mundo y de mil maneras ese amor obstinado se opone a todas las mediocridades y disimulos. ¿Y cómo se viven 18


esos preceptos? Ciertamente no hay una respuesta irrevocable. Jamás ha habido, y no habrá jamás respuesta a la cuestión de saber cómo hay que vivir el matrimonio. La cuestión del amor y la fidelidad en el matrimonio y la del don de sí en la vida religiosa, en mi opinión, están misteriosamente unidas. Y yo ¿cómo he vivido ese amor, cómo lo vivo? Bien y mal, a tientas, a veces con alegre entusiasmo y a veces con un penoso “a pesar de…” El voto de castidad siempre ha sido para mí el voto central. Implica la abnegación total, cuya seguridad y libertad nos permiten exponernos con un corazón desarmado y con todas las heridas del amor. Toda mi vida el voto de pobreza ha sido para mí un peso y un deber. Siempre lo he considerado en relación con la solidaridad. Jugó un papel esencial en mi decisión de trabajar en el Tercer Mundo. En el misterio del “desasimiento” el voto de pobreza se hunde profundamente en la dimensión espiritual. Y allí está en estrecha relación con la castidad y la obediencia. Por fin el voto de obediencia. Sin duda hay que asumirlo en la vida diaria, en situaciones conflictivas y en lo cotidiano, para que podamos darle una nueva formulación válida. Sabemos cómo no hay que vivirlo, pero cómo vivirlo lo aprendemos todos los días. Que se puede vivir y que vale la pena yo creo que ninguno de nosotros lo negaría. El voto de obediencia sólo se puede vivir en el diálogo con los demás, en la búsqueda común de la voluntad divina; supone humorismo: hay que saber dónde y por qué somos importantes, y dónde y por qué no tenemos que tomarnos demasiado en serio. Este voto sólo se puede vivir en la libertad y la madurez, distanciándose de los deseos centrados sobre sí y los sueños de seguridad. El servicio y la disponibilidad son valores a los que hoy nos apuntamos con los ojos cerrados; impregnan nuestra obediencia. La agresividad que provoca la palabra “obediencia” no tiene nada que ver con la obediencia misma. ¿Para qué me sirve el voto de obediencia? ¿Cómo debería vivirlo hoy? Por lo que a mí se refiere me ha hecho más tolerante; ¿por qué pelear por lo que no vale la pena? El voto me ha enseñado –y es una felicidad- que se puede vivir en situación conflictiva y aceptarse mutuamente a pesar de todo; que la paz sigue siéndolo incluso cuando se vive en tensión; en fin, que el abandono de sí hace crecer la libertad. Esto me ha fascinado siempre cuando lo he descubierto en los demás. Por ejemplo, en Hélène, en la que nada era ordinario ni banal. A la respetable edad de 50 años fue a Pakistán como voluntaria en la época de la alfabetización. Es una convertida que tuvo un sinuoso recorrido antes de convertirse al catolicismo. Luego se adhirió a nuestra comunidad. Nos hicimos amigas. Raramente he encontrado una mujer tan hermosa. Ella no tenía formación médica y yo no sabía dónde integrarla; se presentó la oportunidad de atender una estación satélite en Beluchistán, cerca de la frontera iraní, en un pueblecito de pescadores que jamás habían visto un cristiano ni siquiera un occidental. Hélène no sabía su lengua, pero me parecía importante que hubiera una mujer en aquella región musulmana. 19


La visité un año más tarde. Tenía una capilla. Está estrictamente prohibido permanecer en aquella región a cualquier extranjero, excepto Hélène, naturalmente. Cuando volví recientemente me recibió una delegación de pescadores. Me dijeron que tenían mucha pena, porque habían robado en casa de Hélène; ellos no tenían nada contra los ladrones, pero … ¡en casa de Hélène, una mujer tan santa! “Demasiado, es demasiado”, me dijeron. Cuando se le preguntaba su edad Hélène contestaba: “Entre setenta y cien años”. Los importantes del pueblo me ofrecieron una recepción. Los guardacostas habían sisado alcohol, aunque éste está absolutamente prohibido allí. Pero como se iba a beber entre amigos, en un círculo cerrado… nos invitaron a una velada con whisky. Éramos las dos únicas mujeres. Y cuando Hélène tiene un vaso de whisky es irresistible. Su apostolado específico lo hace con las mujeres del pueblo. Cuando una es maltratada o reñida Hélêne le dice a su marido cuatro verdades. La pequeña renta que recibe, transformada en rupias es una cantidad que le permite ayudar a unos y otros. Enseña inglés a los hijos de los pescadores, da clases de recuperación de lectura y ortografía. Alimenta a los gatos abandonados y escucha la BBC, cuyas emisiones traduce después a la lengua del pueblo. Una mujer maravillosa, apreciada en todas partes. Ayuda a un asistente en los cuidados a los leprosos, reconociendo a las mujeres. Cuando un hombre tiene que ausentarse, ella acompaña a su esposa. En resumen: una vida muy llena. A veces viene a Karachi para hacerse la permanente. Cuando está en la comunidad, tomamos helado durante cinco días mañana, tarde y noche; porque Hélène se vuelve loca por los helados y en Beluchistán no hay. Los campesinos lo han probado todo para fabricarlos. Para Hélène han tratado de sacar algo consumible de los bloques de hielo que tienen para conservar cangrejos. Justamente yo estaba allí cuando un día llevaron una especie de helado verde chillón, que pensaban le encantaría a Hélène. Ni lo probó. Empachados y con dolor de vientre Daud, el asistente, y yo comimos aquello, despreciando la muerte y luego llevamos los platos vacíos a los pescadores, diciéndoles que Hélène había estado encantada. Cuando le contaron todas las dificultades que encontraron para la elaboración, les contestó que en el futuro no debían tomarse tanto trabajo. Verdaderamente estaba muy conmovida. Para quedarse en un lugar semejante hace falta una vocación especial, ciertamente. Yo no sé de qué se alimenta, pero nuestra hermana Berenice todas las semanas le manda por avión bizcochos salados. Hay personas que, como Hélène, son muy “atrayentes” para los jóvenes, porque irradian algo.

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SEGUIMIENTO. El camino de Astor es suicida, tan peligroso que, incluso los conductores más expertos, se dopan antes de salir. Esa carretera se coge únicamente cuando se tienen 16 años o, más tarde, cuando se ha bebido alcohol suficiente. No sabíamos lo que nos esperaba. Era el 13 de mayo. Ante nosotros 20 Kms espantosos a recorrer. Por la noche había llovido un poco. Cuando salimos nos había precedido un jeep, que dejó las señales de los neumáticos. Sentados en nuestro vehículo sólo se percibían los precipicios en el borde del camino, pues el jeep era un poco más ancho que la separación de las ruedas. Pero por las señales del jeep que nos había precedido se podía comprobar que, incluso en los lugares más estrechos, la carretera era suficientemente ancha. Durante 20 Kms clavé los ojos en aquellas señales y pensé: “Ha conseguido pasar”. Después de un viraje nos encontramos ante un puente colgante y una profunda garganta en la que se arremolinaba el viento; como consecuencia el puente se movía y tuvimos que colocarnos en el sitio exacto y esperar el momento preciso en que el puente se encontrara en el punto que nos permitiera colocar las ruedas delanteras y estabilizarlo. Pero al otro lado el paisaje se abría. La aventura la teníamos detrás. Al pasar sobre aquel puente surgió en mí, por primera vez, la cuestión del seguimiento. Cuestión que ya nunca me ha dejado. Pensaba: “Tú no haces más que seguir. Si Él pudo hacerlo, ¿por qué tú no? Él mismo sale fiador: Yo soy el camino”. Me pregunto cómo se puede transmitir esta fundamental experiencia a occidente. AGUA VIVA.

Sindapany, sindapany, agua viva, dicen los pakistaníes. Encuentran agua y la llaman “agua viva”. Cuando durante tres semanas se ha bebido el agua disponible, única reserva del agua de lluvia de años precedentes, y de repente nos encontramos ante un arroyo… Todos salen precipitadamente del jeep:”Sindapany, sindapany, agua viva, agua viva”. Recuerdo un vuelo a Islamabad; sobrevolábamos el desierto. De repente todo estaba verde y nos preguntábamos por qué. Un poco más adelante el río Indo, y comprendimos: sólo el agua viva resucita la vida. El Indo es un aguachirle fangoso, lo peor que se pueda imaginar, y sin embargo todo alrededor hay flores. ¿No se podría ver aquí el rostro humano de la Iglesia, por analogía? Dios tiene buen humor. De un agua fangosa sabe hacer brotar una vida floreciente. El agua abundante del Indo es inútil en toda la región del Himalaya, todo está seco, suspirando por el agua. Pero en las montañas de la India, donde nace el río, surgen y corren cuesta abajo muchos arroyos y justamente, allí, a lo largo de esos arroyos crecen plantas, árboles, todo verdea… Y absolutamente nada en el curso tumultuoso del Indo, ¡nada! Los pequeños arroyos no llegan muy lejos, mueren pareciendo inútiles, pero hacen brotar la vida a su alrededor. Experiencias parecidas las tengo en Pakistán a cada paso. 21


MI FE SIEMPRE HA SIDO LA DE UNA MUJER. ¿Podría haber sido de otro modo? Y sin embargo he tardado muchos años en identificarme totalmente con mi papel de mujer. Durante mucho tiempo necesité la admiración de un hombre para aceptarme como mujer; yo necesitaba saber que “hubiera podido triunfar de otra manera”. En el contacto con mis pacientes inmediatamente sentí mi instinto maternal; extrañamente esto ocurrió mucho más tarde con “mis muchachos” (entiéndase los técnicos de la lepra). Y en los últimos años mi relación con mis compañeros es más colegial, desprovista de cualquier resonancia emocional, pero no de interés humano. En este sentido yo he vivido toda mi vida como mujer. ¿Cómo no iban a tomar parte las capas más profundas de mi ser? EL CABALLERO DEL CABALLO BLANCO. La muerte –mejor el re-nacimiento- para mí tiene un sentido decisivo. Para mí no es un personaje imaginario, sino el caballero que me espera; es uno de los símbolos más representativos de mi fe escatológica, hasta el punto de que me veo en la cumbre de una montaña y me imagino que bajo apresuradamente a su encuentro. Esta imagen impregna también mi relación con la muerte. Es Él –el caballero del caballo blanco- el que he esperado siempre, para Él estoy preparada. Para mí la muerte es fascinante; no el hecho de morir, me espanta la idea de morir como a cualquiera. Pero ante la muerte, al contrario, siento una fascinación definitiva, la fascinación de caer ¡por fin! en los brazos de Aquel que he esperado, llorándolo toda mi vida. No es casualidad que yo eligiera en religión llamarme “María Magdalena del Retorno (de Cristo)”. Mi relación con la muerte no es así porque me he encontrado a menudo en situaciones mortalmente peligrosas. Más bien es al contrario. Es verdad que me he encontrado en peligro de muerte; me he acomodado a ello, por lo menos retrospectivamente; ciertamente no sé cómo reaccionaré cuando llegue el momento. Hay algunas manera de morir que para mí serían horribles, por ejemplo, caer en un abismo oscuro donde hubiera hienas. También tengo mis maneras preferidas de morir. Durante dos años planeó sobre mí un falso diagnóstico, que no se cumplió. Entonces yo estuve convencida de que estaba viviendo mis dos últimos años. Fueron los más hermosos, los más felices de mi vida. Me fui en otoño al norte del país, como si se tratase de mi último viaje. ¡Que asombro y cómo me extasiaba a la vista de las viñas doradas! “Si ya esto es tan hermoso, pensaba, ¿qué será cuando aparezca lo esencial?

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MÁS QUE UNA ENFERMEDAD. TODAVÍA NO HE VISTO LA LEPRA. ¿Qué es la lepra, concretamente, aquí, en Pakistán? Como respuesta a esta pregunta os propongo una información breve, como la dábamos a los cuidadores pakistaníes en formación.

LEPROSY (=LEPRA) escribió rápidamente en la pizarra el Dr. Ashfag, médico indígena responsable de la formación. Luego tachó con energía la palabra LEPROSY. “Yo todavía no he visto jamás la lepra”, les dice a sus alumnos estupefactos. Silencio. Luego un movimiento en la segunda fila. Gul Haider se levanta: “Justamente, dice con una sonrisa maliciosa, yo tampoco; solamente bacilos de la lepra y leprosos”. Risas divertidas en la clase. Luego otro alumno, más serio: “Por eso no debemos olvidar nunca que no cuidamos una enfermedad sino personas.” La lepra es una enfermedad infecciosa debida a una bacteria; no es hereditaria, es menos contagiosa que la tuberculosis y es curable. Las estadísticas dicen que hay entre 15 y 20 millones de leprosos en el mundo. Veinte años después del último caso declarado en una región todavía hay que someter a la población a controles regulares de prevención. La lepra es una enfermedad espantosa, mala y cruel, que roe el cuerpo, lo degrada poco a poco, irremediablemente si no se combate. Al principio sólo se nota una mancha clara en la piel; al pinchar brota sangre, pero el enfermo no siente nada, está insensible. Todavía recuerdo el combate desesperado que sosteníamos en nuestro dispensario al principio. Por la noche las ratas se paseaban por las chozas de madera y mordían los miembros de los enfermos, que apenas sentían una especie de pequeña mordedura. ¡Pero las ratas atacaban también a los bebés que no estaban enfermos! Al cabo de poco tiempo teníamos niños leprosos. Pero el aspecto más terrible de la lepra es la abominable exclusión de los enfermos, impuesta por el horror al contagio. EMPAREDADA. Adina, una joven de Pakistán septentrional tuvo un destino penoso: durante dos años estuvo prisionera en una gruta de 4 metros cuadrados, porque tenía lepra. Delante de la caverna una pared de dos metros. El padre había echado fuera de la casa a su propia hija, que fue encerrada por la familia y los campesinos. En esa gruta la encontramos en 1980. Yo trepé por un montón de piedras y a la entrada de la gruta apareció una cabeza rapada que desapareció inmediatamente. Tendí la mano por encima de la pared. Me la cogió una cálida mano de niña. “Bueno, pensé, la comunicación no verbal parece que se ha establecido”. Le pregunté a Abdullah, nuestro ayudante: “¿Cómo puedo entrar, escalando la pared?” Me contestó: “Me temo que no haya otro acceso”. Así que trepé por el muro y salté a la gruta. Ya 23


Adina se refugió en mis brazos. Una adolescente, medio desnuda, temblando de frío. Estábamos sentadas en aquel minúsculo espacio rocoso y nos sonreímos. Me quité el jersey y se lo puse. La chiquilla lo cogió rápidamente y lo estiró hasta sus rodillas, contenta. En el bolsillo me encontré un caramelo. “¿Dawai?” (medicina) me preguntó e intentó tragárselo con papel. Me reí y le quité el papel. En el abrigo tenía aún dos o tres caramelos más. Se los tomó con la misma voracidad. “Mittai” (golosina), corrigió satisfecha. Ese fue todo nuestro vocabulario en común. En seguida empecé el reconocimiento. La discusión con los ancianos del pueblo fue tormentosa. Una docena de hombres estaban sentados en círculo; la mayoría habían subido a la pared y habían contemplado la escena, mudos. Yo no les dejé ninguna duda respecto a mi reacción ante su comportamiento. Para los que no comprendían mi urdu Abdullah traducía mis palabras al idioma local. Pero hizo falta un largo y paciente trabajo de formación para que aquellas gentes comprendieran que no corrían ningún riesgo recogiendo a Adina en el pueblo, para que pudiera vivir como los demás. Por otro lado tres semanas después la nieve impediría cualquier acceso al pueblo. ¿Quién podría entonces comprobar lo que habrían hecho de Adina? Abdullah, impaciente, interrumpió secamente las discusiones: “confiadnos a Adina, si no queréis tenerla con vosotros”. Y sin más tardanza partimos a buscar un jeep para llevar a la chica a Gilgit. Sí, Adina fue un drama. Apenas podía caminar: una forzada inmovilización demasiado larga había debilitado sus músculos. Con el jeep (carburador atascado, bujías en mal estado, gasolina de mala calidad) tardamos tres días en llegar a Gilgit. En nuestra casa Adina aprendió en cuatro días los rudimentos de la lengua de la región. Al quinto día montó en un jeep y arrancó. Cuando la alcanzamos nos dijo que sabía hablar nuestra lengua. “¿Y después?” Después se fue con la familia de Abdullah y aprendió a caminar normalmente. Adina es un ejemplo de lo que se puede hacer, pero también de lo que puede provocar la ignorancia. Y esto no es más que un ejemplo, hay miles más. HASHIM. Hashim creció en un pueblo de pescadores a la orilla del mar de Arabia. Era una de esas aldeas que se acurrucan en un arrecife rocoso, donde encuentran una fuente de agua dulce. La vida gira en torno a esa fuente a los barcos de pesca. Grandeza, hostilidad e inhospitalidad son los caracteres de la mar y del desierto. Quien es expulsado de la comunidad irremediablemente queda expuesto a sus peligros. Hashim cayó enfermo a los seis años y dos después ya no se podía ocultar su lepra. Su madre intentó ocultarlo en casa, pero ¿se puede guardar un secreto en un pueblo de treinta o cuarenta chozas, donde cada uno depende de los demás? “Me acuerdo todavía cómo los jóvenes expulsábamos a Hashim a pedradas cuando se acercaba para jugar con nosotros”, me contó doce años después el jefe del pueblo. La familia de Hashim fue presionada y la comunidad del pueblo echó al niño al 24


desierto. Su hermano mayor le construyó un tugurio para leprosos y le prometió llevarle agua y alimentos; mientras no hubiese una tempestad de arena, por supuesto. Se volvió a ver a Hashim una vez en el almacén donde se vendía el pescado; luego se perdió su rastro. Su hermano encontró la choza vacía y derruída. Los aldeanos del pueblo contaron a los pescadores cuando volvieron que Hashim había sido devorado por las fieras. En aquellas regiones si se quiere sobrevivir hay que ser despiadado. Hashim no me ha contado nunca cuánto debió sufrir en el desierto. Cuando yo intentaba llevar la conversación hacia ese tema sólo decía: “Dios ha sido bueno conmigo; me condujo a Karachi y allí he encontrado a mi segunda madre”. Una caravana de camellos lo recogió semiconsciente en el desierto. Llegó hasta Karachi, no sabe cómo. Y yo tampoco sé cómo llegó a nuestro hospital; frecuentemente una persona lleva un enfermo y desaparece inmediatamente; jamás le preguntamos al enfermo de dónde viene. Si está grave le damos en seguida una cama y dos o tres semanas más tarde le hacemos las primeras preguntas. Pero a veces no le preguntamos absolutamente nada. En el momento de su llegada yo creí que Hashim era un anciano, hasta tal punto lo desfiguró la enfermedad. Él no comprendía mi urdu, ni yo su lengua. No teníamos esperanza de salvarlo. ¿Por qué sobrevivió a la enfermedad que se ha llevado a tantos enfermos conducidos aquí en la última fase de la lepra? Hashim tiene una explicación que nosotros, los médicos, no podemos refutar: “¡La voluntad divina!”. ¿Hoy? Hoy está de vacaciones por matrimonio. En el momento de marcharse me dijo: “Jamás pude pensar que la suerte estaría de mi parte; y ahora, mira”. El día que lo declaramos curado organizó una gran fiesta. Seis meses después encontró novia. Como nuestro ayudante gana un salario seguro. En la primavera de este año llegó el gran momento de su vida. Emprendimos una “expedición” a Makran, su patria, en una región desértica muy cerrada, entre Karachi, la frontera iraní y el mar de Arabia. Hashim nos acompañó como traductor. Después de doce años era la primera vez que se dirigía hacia su casa. Dos semanas después llegábamos a Sur, el pueblo de pescadores donde empezó la historia de Hashim. Polvorientos, sedientos y fatigados entramos en casa del jefe del pueblo. Nos acogió con deferencia y puso a nuestra disposición un local para nuestra “clínica volante”. ¿Casos de lepra? Ya no había. Aún se acordaba del último, hacía diez o quince años: “Era el hijo de Ruzy, pero ya no recuerdo su nombre”. “Hashim”, dijo Hashim que estaba a mi lado. El anciano le preguntó si lo conocía. “Sí, soy yo”. La noticia corrió como un relámpago. “Ha vuelto el hijo de Ruzy curado”. “Imposible”. “Sí, es ayudante de una doctora extranjera y está en casa de Mohammed Alí”. Por la tarde se organizó una gran fiesta en la que Hashim ocupó el puesto de honor. Bebió en la misma taza que los demás y tuvo que contar varias veces la historia de su curación. El mismo día, por la tarde, llegaron tres campesinos enfermos, al día siguiente llegaron dos más. Puesto que ahora se podía curar la lepra

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¿por qué seguir escondidos? Teníamos a Hashim como prueba viviente. Instalamos dos dispensarios satélites en la región y hoy se atiende en ellos a 140 pacientes. CAMBIAR LA VIDA. Mahatma Gandhi, gran amigo de los leprosos, dijo un día: “La asistencia a los leprosos no significa sólo aportar una ayuda médica. Transforma las decepciones de la vida en alegrías, la ambición personal en don desinteresado. Si estás en condiciones de cambiar la vida de un enfermo o de cambiar el valor de su vida, puedes también cambiar a su pueblo y a su país”. Esto lo puedo firmar yo. Al principio no tenía un interés especial por especializarme en “lepra”. El interés se desarrolló progresivamente. Desde el punto de vista médico la lepra es también un aspecto interesante, pero sólo eso no me habría motivado. Lo que me fascina es que, con la lepra, se comparte la vida entera con los pacientes. Cuando llega uno enfermo de malaria, se le cura y no se le vuelve a ver. Los niños que nacieron hace veinte años y a cuyas madres yo ayudé a dar a luz, vienen ahora con sus propios hijos. Cuidar la lepra dura toda la vida; ciertamente puede haber curaciones clínicas, pero si se quiere evitar la recaída hay que continuar tomando medicinas. Así se crean contactos duraderos con las familias. Ahora bien, la Organización Mundial de la Salud (OMS) propone ahora una nueva combinación medicamentosa que limita los cuidados a dos años; pero incluso en este caso hay que prever un período de diez años de observación y vigilancia. Las dificultades de la lucha contra la lepra proceden más de la falta de infraestructuras que del proceso de la enfermedad. En el plano estrictamente médico el problema está casi resuelto, pero ¿cómo hacer llegar al enfermo los medicamentos? Algunas regiones de Pakistán están muy poco pobladas y las carreteras están en muy mal estado. LAS LEYES TRIBALES. A la falta de infraestructuras se añaden otros problemas, entre ellos las leyes tribales. Norte de Pakistán en febrero. Nieve en la montaña. La orilla izquierda del Indo desde hacía poco se había adjudicado a Pakistán. Anteriormente se vivía allí, replegado sobre sí mismo, con sus propias leyes, independientemente de lo que pasaba en el mundo. Reinaba la ley de las balas. En 1969, cuando yo estaba en Kohistán, nos asediaron durante dos días desde Yagistán; disparaban a cualquiera que se atreviera a ir al almacén de Pattán. El valle es tan estrecho que desde el otro lado se domina fácilmente la otra vertiente. En esa zona no existe ni una aldea en la montaña que no tenga una torre de vigilancia, hecha con grandes piedras y provista de troneras. La “vendetta” está en todos. Cuando se pasa la noche en una tribu, previamente hay que explicar las razones a la tribu contraria. La hospitalidad es simbólica. Antes de entrar en un pueblo nuestro ayudante tiene que informarse sobre las tribus que viven en él; luego hay que satisfacer por igual a unos y otros. “Con vosotros comeremos a mediodía; con vosotros, por la tarde; con la tercera 26


dormiremos y desayunaremos”. Así cada tribu tiene su parte; pero siempre perdemos mucho tiempo dando explicaciones sobre nuestro encuentro con uno u otro. LA SITUACIÓN DESESPERADA DE MOHAMMED AKRAM. Recuerdo una intervención en la montaña. Clima y camino espantosos. De repente ladridos y cinco pasos más adelante, sembradas en un terreno abrupto, algunas cabañas de piedra, la mayoría con su torre de vigilancia. En parcelas minúsculas, estaban cortando maíz. De repente se precipitó hacia nosotros una mujer. Me estrecha en sus brazos, me besa las manos y me da la bienvenida. Yo no la conozco. Antes de que pueda preguntar quién es y qué quiere, me arrastra hasta una fría casa de piedra sin ventanas. Un hombre de unos cuarenta años nos tiende sus manos deformes: un leproso. Ella me mira, llena de esperanza, y dice algo que no entiendo. Abdullah traduce: “Su hijo todavía está en la cárcel. A él lo han liberado bajo fianza, porque tiene lepra”. La historia es ésta: Mohammed Akram tenía una hermana. Con su rostro claro, ojos azules y trenzas negras, atraía las miradas de los jóvenes. Dos jefes de clan la pidieron en matrimonio simultáneamente; ese matrimonio no podía por menos que desenterrar el hacha de guerra. Mohammed Akram retrasó la decisión: “Yo no podía darles mi hermana a los dos y tampoco podía dejarla en casa. La noche de bodas el clan adversario atacó, pero me habían advertido y yo subí con mi hijo mayor a la torre; mi primera bala alcanzó al jefe del clan. Desde hace mucho tiempo existe una vendetta entre nuestras dos familias.” Las querellas y venganzas tribales provocan la muerte. Ante la ley pakistaní se trata de homicidios y el homicidio se castiga con la horca. Mohammed Akram y su hijo fueron detenidos y encarcelados. La familia se quedó sin protección en el pueblo. El anciano padre aún vivía y tenía lepra en un grado avanzado y sólo podía moverse arrastrándose. ¿Quién iba a proteger a las mujeres contra nuevos ataques? Mohammed Akram continúa su historia: “En la cárcel me devané los sesos para encontrar un medio para salir de ella. Finalmente la enfermedad me dio la solución. Presenté mi certificado y había tal miedo a la lepra que me liberaron bajo fianza”. Mohammed Akram no puede dejar su refugio, porque para el otro clan es un animal salvaje al que hay que abatir. Él tiene su fusil y puede proteger a su familia, “pero el pequeño todavía está en la cárcel”, dice la madre. EL PRECIO DE LA SANGRE. Silencio. Un silencio sin esperanza. El anciano padre se ha arrastrado hasta el interior y está sentado junto a la puerta. El fusil está colgado cerca de la cama. Hay algunos cacharros de barro cocido y una piel de cabra curtida que sirve de odre. Nada más. Están prisioneros de una costumbre tribal que nadie puede transgredir.

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“¿Y ahora?” pregunto a Abdullah. Él contesta con aire sombrío: “Tenemos que declarar leproso al joven que está en la cárcel. ¿Qué otra cosa podemos hacer? La vendetta continúa según unas reglas despiadadas. Y si sus enemigos han puesto en la lista a Mohammed Akram no se les escapará.” “¿De verdad no hay solución?” “El precio de la sangre, dice Abdullah, siempre que esté de acuerdo el otro clan. Pero ¿quién lo pagará?” “Pregúntale a Akram, le digo. ¿Es que los hijos y los nietos tienen que morir en el patíbulo, porque se debe ejecutar la venganza?” La conversación continúa en dialecto incomprensible para mí. Akram sólo habla con monosílabos. La mujer trae tortas de maíz y té. Abdullah me explica: incluso vendiéndolo todo, tierras y ganado, no tendrá suficiente para pagar el precio de la sangre. “¿Cuánto le falta?” “8.000 rupias,” contesta Abdullah. “Entonces tiene que trabajar como jornalero en Gilgit”. “¿Y su familia?” “Puede llevársela. Pero la venganza ¿estará terminada, no?” “Sí, contesta Abdullah, es el derecho musulmán” Medimos las consecuencias de todo este asunto: ¿Qué piensa el padre de vender el patrimonio? El hijo será liberado y se retirará la acusación de homicidio. Mirada suplicante de la madre. ¿Para qué sirven los campos a los hijos si ellos mueren también, porque se debe ejecutar la venganza? ¿Y las 8.000 rupias que faltan? Tienen que venir de alguna parte … En el camino de vuelta le pregunto a Abdullah si está seguro de encontrarles trabajo. Y tú ¿estás segura de encontrar las 8.000 rupias que faltan? “Sí, siete vidas humanas. 1.150 rupias cada vida. Estoy segura de mí. Akram estará de acuerdo ¿no?” “Sí”, contesta Abdullah. Me paro un momento y cierro los ojos. Vuelvo a ver el rostro de la mujer, con la esperanza renaciendo en sus ojos de madre. Dice: “¿Vais a liberar al muchacho, no a ahorcarlo?” “¿No te encuentras bien?” me pregunta Abdullah. “Sí, únicamente que soy tan feliz…” Y continúo escalando las rocas. 28


ESCANDALOSA DISCRIMINACIÓN. En las tribus de montaña la situación de la mujer es escandalosa. Padecen una terrible degradación, aunque no la viven como tal. Yo procuro ignorarla, aunque me choca en lo más profundo de mí misma. Cuando se lleva la comida se sirve a los hombres; lo que sobra se lleva a las mujeres; y… ¡hay que saber cómo comen los hombres! La única solidaridad que no he vivido en Pakistán es la solidaridad con las mujeres. ¡Tengo que conseguir los privilegios de los hombres!; siempre digo: “si los hindúes tienen razón y tenemos varias vidas, en mi próxima vida me entregaré a resolver los problemas de la mujer en Pakistán”. En principio las mujeres sólo tienen una función: traer hijos al mundo. Su valor es proporcional al número de niños que dan a luz. Cuando a un hombre se le pregunta cuántos hijos tiene invariablemente contesta el número de varones. En el campo la mujer no es más que una fuerza gratuita para el trabajo. En aquellas regiones los hombres se matan entre sí por venganzas; el resultado es que cada superviviente tiene tres o cuatro mujeres. En una de nuestras últimas visitas éramos huéspedes del jefe del pueblo que tenía 57 años. Tenía 4 mujeres que me presentó, diciendo con expresiones despreciables que ninguna de ellas era capaz de darle un hijo. Sentí mucho no poder expresarme en su dialecto, porque delante de sus mujeres, si hubiera podido, le habría dicho: “Si tú eres estéril no tienes derecho a hacerles responsables a ellas”. Le hice comprender que debía ir a la clínica de la ciudad más próxima para pedir un análisis de su esperma. Un día trepamos 5 Kms por la montaña. La hija de uno de nuestros pacientes iba delante. Era la segunda esposa de un campesino y padecía un tumor óseo en el cráneo. Su rostro estaba horriblemente deformado, pero en lugar de llevar a su mujer al médico el hombre se casó con otra y a ella la mandó a trabajar en el campo y cuidar el ganado. Yo habría podido estrangularlo fríamente. Por la noche llegamos a una cabaña; yo estaba agotada. Nuestro huésped se alegró de nuestra visita y trajo dos camas; una mujer las cubrió con mantas; luego extendió una estera en el suelo y me indicó que podía dormir allí. ¡Mis dos ayudantes en la cama y yo en el suelo! No lo sentí como una afrenta personal, pero después de soportar durante tres semanas semejantes discriminaciones estoy en el límite. Y no puedo ni ver a mis ayudantes, simplemente porque son hombres.

ÉXITO CON EL TRAJE LOCAL. La sumisión de la mujer no se basa en el Corán, es consecuencia de la estructura tribal. Por lo tanto, el trabajo con los leprosos no es eficaz sin la modificación de las mentalidades por lo menos a medio y largo plazo. En Beluchistán me ocurrió el siguiente episodio:

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Iba de camino en el jeep con cinco ayudantes en dirección a la región desértica de Makran. Curiosamente la expedición no empezó bien: cada vez que nos acercábamos a un grupo de tiendas las mujeres huían precipitadamente llevándose a los niños. Tuvimos un “consejo de guerra”. Daoud creyó que sabía la razón. “El traje propio de Penjab que tú llevas se parece al traje tradicional de los hombres de Makran. De lejos, las mujeres pueden pensar que eres un hombre ¿no?” Conseguimos, pues, un traje femenino de Makran y el éxito fue instantáneo. Ahora, cuando nos acercamos a las tiendas, las mujeres se precipitan a nuestro encuentro. Instalamos en el lugar un hospital volante, es decir, una cama de paja trenzada a la sombra de una palmera. La noticia de nuestra llegada corrió como el viento. Me senté en el puente de mando (la cama de paja) y distribuí las órdenes al equipo. Olvidé por completo que llevaba el traje de las mujeres de Makran. Durante los viajes el jefe es el primer ayudante; cuando vamos rodando es el conductor del jeep; durante las consultas soy yo quien da las órdenes. Todo eso lo hacemos espontáneamente, sin palabras. De repente olvido mi papel de jefe al comprobar que dos chicas me observan atentamente divertidas. Están sentadas en la tierra batida, apoyadas en las estacas de la tienda. Se ríen burlonamente mientras sus grandes ojos aprecian la nueva situación: una de ellas está sentada en el puente de mando y dirige toda la movida de hombres. ¿Toma de conciencia? Ciertamente no. Pero seguramente el principio de una interrogación o por lo menos un paso hacia el humorismo. ENCENDER UNA LUZ. Soy consciente de que nuestro trabajo no es más que una gota en el océano. Pero si cada uno aportamos nuestra gota se pueden cambiar muchas cosas. Al principio yo me organicé como en una consulta médica: 50 pacientes al día; por la noche cuando me iba había otros 50 esperando. Al día siguiente recibía 100, y otros 100 me esperaban al acabar la jornada. Al tercer día pensé: es insensato hacer creer a 150 personas que se les va a atender en el día; pero no se lo dije; dije: “sólo se atenderán los casos de lepra”. Yo pensaba que, después de todo, cuando Dios vino a la tierra sólo estuvo en Palestina. A nadie se le pueden pedir imposibles. Los jesuitas dicen: “no hacemos más que lo que podemos, más no se puede; continuar es insensato, pero parar es más insensato aún”. Así que continuamos. Algo es mejor que nada, o también: es preferible encender una luz que maldecir la oscuridad. Cuando viajamos entre pobres no se puede elegir sólo en función de la lepra, porque los problemas están entremezclados. A veces la situación parece desesperada y me esfuerzo por organizarla. Pero esto es imposible, porque no es organizable. EN YAGISTÁN. Eso es lo habitual cuando salimos de gira, por ejemplo, a Pakistán del Norte. Llovía a mares en el valle del Yalkot, donde sabíamos que había lepra, pero ninguno de nosotros había ido allí jamás. Descubrimos seis casos en la misma familia y otros dos en el mismo valle. Por la noche dormimos cinco en dos camas de esteras

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trenzadas en la choza del enfermo, oscura, sin ventanas, con cinco vacas y el enfermo que no paraba de toser. Por la mañana se había reunido todo el pueblo. Había una nube de niños, mujeres y hombres y sólo Fazl comprendía su lengua. Escena terrible: gritos, suciedad, viento frío de los glaciares. ¡Qué impotencia! El pequeño Mussalin, al que yo había visitado la víspera por un principio de neumonía, se había agravado. Mandé a uno de mis asistentes al valle para que trajera antibióticos de la “farmacia” del almacén. Los medicamentos llegaron tarde… Una mujer estaba a punto de dar a luz; ya había tenido ocho hijos, de los que únicamente dos habían sobrevivido. Su marido me rogó que hiciera algo para que el niño naciera sano y fuerte ¿Cómo mis pastillas de hierro podrían combatir la anemia en un momento? Quizá para el próximo embarazo… LO QUE TRASPASA EL CORAZÓN. Cuando volvíamos, mientras resonaban aún en nuestros oídos y nuestros corazones las súplicas y las protestas de los campesinos, yo me rompía la cabeza por centésima vez para encontrar una solución. ¿Cómo ayudar a toda aquella gente y continuar el programa de la lepra? Problema sin solución hace años. No, no son los senderos entre rocas, ni los puentes oscilantes, ni las noches en cabañas de montaña o las dos miserables comidas diarias lo que nos hace la vida difícil. No. Es la inconmensurable miseria contra la cual, nosotros solos, no podemos nada; la miseria que nos espera en todas partes, todos los días… Eso es lo que nos traspasa el corazón y nos desmoraliza. Un día a más de 3.000 metros de altitud en el Himalaya alcanzamos un pueblo. Un hombre corrió hacia nosotros: “Mi hija acaba de dar a luz, pero no ha salido la placenta”. Fui a la choza. No comprendí inmediatamente la situación, mis ojos tuvieron que adaptarse a la oscuridad. Luego, poco a poco, comprendí. La madre había ayudado a su hija, pero pensando que era la placenta le sacó el útero. Habíamos ido a pie y apenas disponíamos de material médico; no teníamos instrumentos estériles. Entonces dije: “Si Mohammed Alí no puede entrar aquí no hago nada”. Por fin dejaron entrar a mi asistente. Verdaderamente el único material que yo tenía se reducía a dos aspirinas y un paquete de pañuelos de celulosa sin abrir; era lo más estéril que teníamos. Me lavé las manos en el torrente e hice comprender a la mujer que no se la podía llevar al hospital, porque no resistiría el traslado. La mujer colaboró valientemente. Las dos estábamos empapadas de sudor cuando acabé de volver a colocar el útero. Luego tuvimos que irnos más arriba por el valle. Cinco días más tarde, a nuestra vuelta, la joven madre estaba bien. Yo me dije: “Por casualidad hemos pasado una vez por aquí. ¿Qué ocurre en otros casos?”

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MIS MUCHACHOS. EL ÁNGEL GUARDIÁN DE MAKRAN. Era en 1971. Sabíamos que había leprosos en Makran, una región desértica de Pakistán. Ninguno de nosotros había ido allí todavía. Fue mi primera salida al desierto. No conocíamos el país ni las carreteras. A mediodía, sin saber que regularmente se levantaba una tempestad de arena entre las 14 h y las 15 h, salimos de Tohad, la última estación antes del desierto. Las carreteras de Pakistán generalmente son pistas. Se siguen los rastros en la arena, pero la tempestad de arena las había borrado. Andábamos errantes en una espesa niebla. No veíamos más allá de dos o tres metros y pronto perdimos la orientación; la reserva de gasolina disminuía. Rosa, nuestra enfermera indígena, rezaba el rosario. Nos detuvimos sin saber qué hacer. Pero ¿no es verdad? Dios puede enviar un ángel guardián bajo distintas formas. De repente se acercó una sombra negra: lentamente se nos acercó un camión. Luego supimos que por aquel lugar a veces no pasa un vehículo en una semana. El camión se paró y el conductor bajó:

atrás”.

“¿Dónde vais?” “A Jiwani” “Nunca lo encontraréis”. “¿Puedes indicarnos la dirección?” “No lo encontraréis jamás. La única solución es arrimaros a mis faros de

Rodamos, rodamos, rodamos… temiendo siempre tener que pararnos por falta de gasolina. De repente el camión paró. “Esa es la carretera principal. Si os mantenéis siempre entre las dos barreras de arena llegaréis a Jiwani”. Y sin más tardar continuó su camino. La misma tarde llegamos a Jiwani. Nuestra gira duró tres semanas y atendimos 56 leprosos. Me acuerdo especialmente de uno. Estaba en un pueblecito perdido de la costa. Nuestro chofer se fijó en un hombre que sin duda estaba enfermo. Después de la oración me llamaron y yo lo reconocí; era un caso que se podía curar. Pero lo que me asustó fue cómo me miró: la mirada de una fiera acosada sin posibilidad de huir. Yo pensé que debía alegrarse puesto que íbamos a curarlo. Más tarde supe que en aquel pueblo hacía poco que habían echado al desierto a un joven de 12 años, y desde entonces se había perdido su rastro. Entonces comprendí el significado de aquella mirada. ¿Qué podíamos hacer? Hemos formado asistentes indígenas que conocen el desierto. Llegado el caso saben orientarse por las estrellas o la posición del sol. Saben cuándo se va a levantar la tempestad de arena y cuándo es posible aventurarse por el desierto. Hoy están en camino hacia Makran Wilson y Mean. Están todos los demás ayudantes, “mis muchachos”, a los que tanto quiero porque aseguran mi recorrido; porque preparan la ruta de Jericó a Jerusalén (alusión a la parábola del samaritano) y ofrecen el servicio de su caridad a los menesterosos. Para mí lo más hermoso es poder ayudarlos. 32


MEJOR COMPRENDER QUE REPETIR. No hay en la vida nada más gratificante que ayudar al desarrollo personal de alguien. Alberto Magno, el maestro de Tomás de Aquino, decía que para un profesor no existe felicidad mayor que verse superado por su discípulo. Sin duda eso es lo que hace apasionante también la relación padre-hijo. De uno a otro pasa el enriquecimiento. La enseñanza para mí es una pasión. Mis muchachos tienen un certificado de estudios secundarios; su sistema escolar está construido según el método de enseñanza del Corán, lo que quiere decir, de memoria. Por eso ¡qué revelación cuando por primera vez hacen un descubrimiento personal! Por lo general antes de seis semanas no llega la primera pregunta: “¿Por qué?” Hace poco les enseñaba botánica; nuestra etapa de formación siempre empieza con un curso de ciencias naturales. Para ellos es maravilloso descubrir que en la naturaleza pueden comprobar lo que han aprendido en los libros. Aunque tienen su certificado no saben lo que es una célula. Se dice “célula” y miran con aire atontado; se dice “tejido” y mueven la cabeza; se dice “nervios” y su rostro se ilumina: eso sí, lo conocen. Los nervios distribuyen la sangre por el cuerpo… Pero a pesar de todo la enseñanza proporciona alegrías inmensas. Cuando bruscamente comprenden es como si se encendiera una luz en la oscuridad. Mis muchachos no habían abierto jamás su manual de anatomía, porque no sabían qué hacer con él; se sentaban en su sitio y aprendían como el Corán. Juntos coloreamos algunos dibujos en tres o cuatro páginas del libro; “ahora vamos a tener una visión de conjunto”. Sorpresa y satisfacción. “Sí, dice de repente Kurban Alí súbitamente inspirado, es la manera de enseñar y aprender desde la escuela primaria: un alumno leía en voz alta y los demás respondíamos lo mismo más fuerte .” Y Salima, la única alumna de la clase dice: “Es más bonito comprender que repetir”. Aprobación unánime. Siempre tendríamos que entrar en la vida del otro, cogerlo de la mano y abrirlo a un horizonte más amplio. “Y Él se volvió y lo miró” (alusión a la mirada de Jesús a Pedro, Lc 22, 61) LA NUEVA VIDA DE MUBARIK. El trabajo con los leprosos para mí no es más que el medio para penetrar en la sociedad pakistaní. No tengo una doctrina teórica para aplicar, pero cuando se cumple lo que yo esperaba, en cualquier parte que sea, siempre es gracias a mis muchachos. Esto se refiere sobre todo al hecho de romper las relaciones jerárquicas. Lo demuestra la historia de Mubarik. Es un enfermo afgano al que hemos contratado recientemente. Una mañana, sin darse cuenta, Mohammed Hassan me hizo una revelación asombrosa. Yo le pregunté: “Dime, ¿es verdad que Mubarik se ha ofrecido como voluntario para el puesto más difícil en Beluchistán?” “Es verdad, me contestó, y puedes contar con él” “¡Cómo! Un rapaz…” “Que ya no lo es, me interrumpió Hassan. Si tienes cinco minutos te explicaré por qué”. 33


Y me contó la historia. Mubarik era asistente para curar a los leprosos y perdió su trabajo, porque había hecho que lo despidieran de una sociedad misionera. Cuando se nos ofreció yo necesitaba precisamente un refuerzo para el equipo de Beluchistán, así que lo invité a venir. Mubarik contestó: puesto que él aún tenía que cuidarse, ¿cómo podría soportar las fatigas del viaje? No aguantaba el calor ni las marchas a pie. Le contesté: Muy bien, tú tienes treinta años menos que yo; lo que yo puedo hacer, con mayor razón puedes hacerlo tú. “Pero yo no he comido nunca tortas, sólo arroz”… “Yo tampoco antes de venir a Pakistán, le dije impaciente y en un tono poco pedagógico. Así que si quieres nos encontramos aquí mañana a las 6 de la mañana con tu equipaje. Salimos a las 6,15”. Mubarik vino. A mediodía alcanzamos la última cabeza de distrito y luego el desierto. Por la noche dormimos en uno de los “hoteles” de Beluchistán, una cabaña de paja a la orilla de la carretera. El equipo comió unas tortas, Mubarik había llevado pastas. Al día siguiente igual. A mediodía lo mismo. Luego se le acabaron las pastas. Aquel día había llovido y pasar uno de los torrentes más grandes de agua de lluvia nos había retrasado mucho. No teníamos esperanza de llegar aquella noche al fin de nuestro viaje. Un cabrero nos ofreció hospitalidad en su tienda y compartimos fraternalmente las mantas que llevábamos en el jeep. La lluvia había deteriorado la pista y el jeep saltaba y bailaba en los socavones. El vehículo sólo tenía un asiento con muelles y nos pusimos de acuerdo: cada 50 Km cambiaríamos de sitio; así todos podríamos disfrutar del confort del mejor asiento. “Pero ¿por qué me cuentas todo esto? Yo estaba con vosotros”. “Por Mubarik. Él fue abandonado por sus padres siendo niño. Toda la infancia la vivió en una leprosería. Las Hermanas hicieron mucho por él, pero jamás dejó la leprosería. Y tú has compartido con él la manta, le has cedido el asiento acolchado, has ignorado por completo su enfermedad. Entonces me dijo: yo no he esperado jamás que se me trataría como a un hombre normal; sin miedo, sin cuidados especiales, simplemente como a todos. Eso ha cambiado toda su vida, puedes fiarte de él, confiar en él. Envíalo a Baluchistan, porque él toma en serio esta misión. Yo estuve todo el día eufórica. Dios verdaderamente tiene buen humor: habíamos puesto en pie a un enfermo sin ninguna segunda intención. Seis semanas de psicoterapia involuntaria y la decisión libre de ocupar el peor puesto de Beluchistán. Nuestro equipo indudablemente debe ser de calidad para conseguir semejante resultado sin pretenderlo… Le dije a Mubarik que estaba de acuerdo para que fuera a Beluchistán y que estaba encantada de que se hubiera ofrecido voluntariamente. Sencillamente me contestó que necesitaba un microscopio, material de curas y, si era posible, un saco de dormir. “La misma manta, la misma comida, el mismo trato en el jeep… Esto había cambiado por completo la vida de Mubarik” ¡Y yo no me había dado cuenta de nada!

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CUANDO EL JEEP DERRAPA. Mi experiencia más bonita la viví con Ashraf, el responsable de Cachemira. Una mañana que llovía a mares nos pusimos en camino. La tierra resbalaba como si fuera de jabón. A la izquierda la montaña, a la derecha el precipicio. Cuando el jeep se deslizaba hacia la derecha se interrumpía la conversación y cuando volvía a la izquierda Ashraf continuaba la conversación. A los dos kilómetros le pregunté: “¿Tenemos que seguir necesariamente en estas condiciones?” “Sí”, me contestó sin más. Bien, él era el jefe del equipo. Durante todo el viaje yo me rompí la cabeza, pensando: ¿Por qué he incubado semejantes pollos que se comportan tan irresponsablemente? Ashraf estaba poniendo en peligro de muerte a todo el equipo. Sólo nos cruzamos con una patrulla militar. Más abajo teníamos que visitar todavía a un paciente. Ashraf me propuso ir ellos solos; conmigo tardaríamos dos horas y ellos veinte minutos. Así que esperé en el jeep. Volvieron corriendo, sin duda apostaron quién llegaría antes. Ashraf llegó el primero tras una carrera para romperse algún hueso. Y bruscamente comprendí: la decisión de llegar no era irresponsable, era propia de su edad. Cuando llegó le dije: “Tengo pena por haber estado preocupada todo el día”. Ashraf dijo: “Estoy contento. Yo también me he preguntado todo el día qué te pasaba. Ya hemos circulado en circunstancias parecidas…” LA VUELTA. Sí, lo recuerdo. Fue hace cinco años y yo era responsable del equipo. Las olas

se habían llevado un puente y teníamos que pasar el río, pero aquel día el ejército había prohibido pasar por el vado porque las aguas estaban muy altas. Decidimos: “Lo que no puede hacer el ejército lo hará el equipo de la lepra”. Y atravesamos el río bajo mi responsabilidad. Al otro lado yo, escondida, sollocé pensando: Podíamos no haber llegado. Ya no me he vuelto a lanzar a una aventura así. Pero Ashraf no había olvidado mi manera de mandar, y cuando tuvo la edad que yo tenía entonces hizo lo mismo. Luego me dijo: “si en Muzaffarabad, en el momento de salir, me preguntase si iba a volver, no me iría nunca”. Tenía razón. A la vuelta pensé: Ninguna madre tiene la suerte de subir, por motivos profesionales, a una moto pilotada por su hijo de 18 años. Dios no podía abandonarnos, estamos en sus manos. DIOS, ¿POR QUÉ PERMITES ESO? “En manos de Dios”. Hay que tomarlo en serio. Shamsher me trajo el telegrama: Abdul Salam estaba muerto… Tenía 24 años y hacía uno que había acabado su formación como ayudante para cuidar leprosos. Un joven de la montaña, vivo, entusiasta, generoso, acostumbrado a la vida dura. Por su excelente trabajo había sido nombrado responsable principal del centro de lucha contra la lepra.

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El autobús en el que viajaba cayó por un precipicio. El camino era un sendero de cabras. Una vez yo lo utilicé para conseguir la firma de un documento muy importante, y logré que el funcionario que tenía que rubricarlo se convenciera de que mis muchachos hacían mucho más que intervenciones ordinarias. A pesar de que en Pakistán septentrional hay miles de rutas igual de peligrosas mis equipos siempre habían salido bien, incluso cuando hubo accidentes graves. Un día teníamos que atravesar el cauce seco de un río; de repente una gran crecida. Conseguimos pasar y en el pueblo vecino comentaron: “Nadie habría podido atravesar en esas condiciones; pero el equipo de la lepra no es un cualquiera, no le puede ocurrir nada; Dios no puede permitirse perderlo”. Desde entonces estamos convencidos de que el Señor no puede permitirse perdernos. Fuéramos cualquiera o no, estábamos convencidos de ello. ¡Y ahora Abdul Salam! Todo el autobús, 34 muertos. ¿Por qué haces eso? ¿Por qué permites eso? ¿No era fácil para ti evitar ese accidente? Tú sabías que los frenos estaban mal, ¿por qué no bloqueaste el autobús provocando un derrumbamiento de tierra antes de su paso? NO PUEDO HACER OTRA COSA. ¿Valentía? No. No tiene nada que ver con la ingenuidad. ¿Qué decía santo Tomás de Aquino? “Estar dispuesto a exponerse a las heridas para un mayor bien”. Y la confianza no tiene nada que ver con un contrato mágico. Tú estás con el equipo de la lepra, evidentemente lo estás; si no yo no me atrevería jamás a mandarlo por semejantes caminos; tú estás con mis muchachos, incluso aunque yo no vea cómo estabas con Abdul Salam… Hágase tu voluntad. Cuando no pasa nada y cuando pasa algo. Hágase tu voluntad… Esto es incomprensible para mí. Pero yo he apostado todo a una carta. Un día en mi vida decidí hacerlo, porque no veía otra posibilidad. ¡Y hoy tampoco puedo hacer otra cosa!.

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EL CONFLICTO SINDICAL. TELÓN DE FONDO. Mi época peor fue la del conflicto sindical. Ya no podía más y creí morir; la cosa llegó tan lejos que nunca subía en un ascensor sin rezar pidiendo una buena muerte. “Acepto morir, no me importa cómo”. Para comprender la historia de este conflicto previamente hay que tejer el telón de fondo: yo siempre estuve convencida de que Pakistán necesitaba un movimiento sindical, y lo sigo estando. Pongo empeño en ser demócrata, pero como todo el mundo sabe los principios democráticos se pueden interpretar también abusivamente. En los primeros años de nuestro hospital, mi estilo democrático chocó con un sistema de valores y una estructura social que hacían difícil, si no imposible, el acceso a cualquier consulta y acuerdo. Ceder era una debilidad; preguntar traicionaba la inseguridad; la delegación había que comprenderla sólo como delegación de trabajo, no de responsabilidad. Al principio las dificultades me aparecieron únicamente de modo ocasional; las relaciones personales que mantenía con mi equipo eran tan fuertes que no podía aparecer ninguna dificultad importante, pero ocasionalmente hubo también abusos, tanto más penosos cuanto que nuestro trabajo se desarrollaba a un ritmo de vértigo. Solamente el que ha vivido el comienzo carismático puede comprender que una verdadera organización que ya tiene más de cien empleados haya podido nacer sin administración ni contabilidad. Cuando contratamos un director administrativo no hubo contrato de trabajo, ni reglamento, ni escala salarial, ni procedimientos disciplinarios; por el contrario, había una amplia consulta oral sobre todo lo relativo a la vida de la empresa. Sin duda habríamos soportado mejor nuestra crisis si no se hubiera producido en una época de gran agitación en Pakistán. Estaban a la orden del día violentas rivalidades, agravadas por los conflictos tribales. La guerra contra la India en 1971 despertó el sentimiento de “unidad nacional” y la caída de Dacca produjo una grave crisis: unos musulmanes se levantaron contra otros y abandonaron la idea de una patria común para todos, en favor de una concepción exageradamente nacionalista. En una noche se derrumbaron los sistemas de valores. Mis muchachos me preguntaron repentinamente, asombrados e inseguros: “¿Por qué tenemos que soportar esto? Somos los payasos de la farsa”. En aquel vacío de valores se metió la ideología comunista: partido popular, periódico popular, universidad popular, dirigentes populares… Todo lo que no estaba calificado de “popular” no era moderno. Aparecieron situaciones de pequeñas revoluciones culturales; se paralizó la producción; se deterioró el sistema de educación.

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HAMID, UN MUCHACHO EXCEPCIONAL. Esta ola tocó también a nuestro hospital y la ideología comunista encontró su más hábil representante en Hamid, un joven que se salía de lo ordinario. Inteligente, astuto y calculador, tenía iniciativa y no temía exponerse. Lo habíamos recogido de la calle literalmente, en un estado lamentable, con una lepra muy avanzada e infecciosa; lo cuidamos y curó rápidamente. Fue una verdadera satisfacción ver renacer a un hombre. Participó en los cursos de formación para cuidadores de la lepra, porque debido a su enfermedad no podía conseguir otro empleo. Contratamos a su mujer y más tarde a su cuñado, para que la familia pudiera salir adelante de nuevo, y le proporcionamos un piso. No sé en qué momento se deterioró la situación, ni cómo evolucionó. Yo pensaba que con aquel trabajo liberaba su energía y cumplía su sueño de “ayudar a los pobres” (que realmente lo tenía). Pero no creí que su deseo era una peligrosa y sutil comedia. Cada vez que yo negociaba con él como secretario sindical un aumento de sueldo (“el otro tiene sus derechos”), les exigía a los otros empleados que le entregaran el 10 % del aumento. El ambiente de trabajo se degradó cada vez más. En un hospital no se pueden evitar a veces horas extraordinarias; cuando se trataba de Hamid, me decía: “Me quedo si me pagas”, lo que nunca hasta entonces había oído. Yo le recordaba: “¿Ya no te acuerdas cómo vivías cuando estabas enfermo?” Respuesta: “He trabajado mucho tiempo mal pagado”. Cuando intentaba hablar de esto con los demás, interrumpían cualquier conversación conmigo. Pronto vinieron las huelgas y en seguida estuvo claro que la influencia de Hamid era claramente destructora. Descubrí otra cosa: Hamid tenía un alma hambrienta. Yo había tenido con él una relación como nadie la había tenido. Recuerdo una conversación al principio de tratarnos: le propuse que en las decisiones comunes nos comprometiéramos a hacer lo que fuera justo. Hamid calló un momento y dijo pensativo: “Sería hermoso, si se pudiera vivir así…” Al día siguiente me lo encontré en la escalera y me dijo: “He reflexionado en el compromiso. Sin duda es justo para ti, yo me mantengo en mi lema: es justo lo que es útil”. Traté muchas veces de razonar con Hamid, porque me daba mucha pena de él. Entretanto tuvo una recaída que soportó valientemente. Pero un día trató de aprovechar la simpatía que yo sentía por él: “¿Qué tienes contra mí, Dra. Pfau? Trata de ponerte en mi lugar”. Contesté: “Ahora ya no se trata de ti ni de mí, sino del futuro de los leprosos en Pakistan” Fue el tiempo en que Hamid puso carteles en el hospital: “Lo que no nos den de buena gana lo tomaremos por la fuerza”. Yo sabía hasta dónde podía llevar este slogan. Aún tuve otra experiencia del movimiento sindical de entonces en Pakistan. El secretario de la asociación de hospitales procedía de una región tribal que yo conocía y donde reinaba la ley del fusil. Yo tenía por entonces dificultades con un empleado, Mohammed Isa, de la misma región, y al que tuvimos que despedir. El secretario vino para proponerme: “Si vuelves a contratar a Mohammed Isa invitaré a Hamid a nuestro pueblo. Y nadie se sorprenderá de que no vuelva…” Cuando se dio cuenta de que yo rechazaba aquel chantaje, me dijo asombrado: “Tú has sido tan abnegada con mi tribu, que yo solamente quería prestarte un servicio”. Luego siguió: “Ni siquiera tendrías necesidad de contratar a Mohammed Isa”. Si alguien que tiene el 38


poder de un secretario sindical se mueve por vendetta podemos imaginarnos hasta dónde se puede llegar… TODO PARECE QUE ESTÁ PERDIDO. Hamid había llegado a meterse en el bolsillo a todo el personal; la situación se ponía peligrosa; me parecieron evidentes algunas razones de su “éxito”. Lo primero los “contratos de trabajo” para ciertos pacientes que echaban una mano en el trabajo; se les daba la comida y algún dinero de bolsillo, mientras nuestro servicio social les encontraba una solución. Esto se interpretaba por Hamid como “explotación de mano de obra barata”, con un argumento emocional además: Como sois leprosos se os paga mal. Yo pensaba: si se quiere devolver su orgullo a un leproso, hay que pagarle también como a un hombre sano; sobre todo si trabaja como tal. Yo impulsé nuestro sindicato para conseguir con su presión lo que mis argumentos no consiguieron y me di cuenta demasiado tarde de que Hamid había interpretado mi petición como un modo de “ceder a la presión que había generado él mismo”

En aquel momento pareció destruido todo lo que habíamos construido en diez o doce años: mutua confianza, crítica abierta y constructiva, fines comunes… Todo se derrumbó en una noche ¿por qué? NEGOCIACIÓN. Temiendo que la agitación degenerase en violencia conseguí una negociación ante el tribunal de trabajo. Por una vez tuve ocasión de plantear una pregunta y los demás no podían esquivarla. Hamid había suscitado la esperanza de que los salarios subirían el 130 % y yo dije que nuestro presupuesto se hacía en rupias para mantenernos independientes de las fluctuaciones de las tasas de cambio; Hamid lo intentó todo para hacerme cambiar de opinión. Un día me trajo un ramo de flores (¡en Karachi!) y me dijo: “Te lo había prometido. Promesa cumplida”. Y siguió: “No puedes exigirme que quede mal ante todo el personal”. Tuvimos confrontaciones y altercados desagradables a la vista de todo el mundo; Hamid no había disimulado su fría y calculadora autodisciplina. Me dio mucha pena y le aconsejé: “Di sencillamente que hemos hablado y que yo me he negado; que por una vez te has equivocado, que no tenéis ningún derecho a ese aumento. Comprenderán que tú cometas un error; yo también los cometo”. Hamid me miró de hito en hito como si le hubiera recomendado el suicidio y casi desesperado me dijo: “Pero yo no puedo de ninguna manera admitir que me he equivocado”. BUNGALOW Y LIMUSINA. En aquella época, por razones políticas, los patronos a priori estaban equivocados y los trabajadores tenían razón. Tuve ocasión de explicar brevemente en el tribunal de trabajo que no podíamos subir los salarios al 130%, porque

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nuestras entradas eran donativos y yo no tenía ningún poder para disponer de ellos libremente. Noté la reacción de nuestros empleados –una delegación de cinco hombresque oían por primera vez esta explicación. La repetí en urdu: “El dinero no me pertenece y no es de mi padre; no puedo disponer como quiera. Puedo transmitir vuestras reivindicaciones a Alemania y apoyar vuestra petición hasta donde me parezca justo, pero no más. Es inútil que hagáis demasiada presión; no sacaríais nada, porque yo, personalmente, no gano nada”. En ese momento Mohammed Isa, dudando, se dirigió a Hamid: ”Tú has afirmado que ella recibía dinero para nosotros, pero que lo había utilizado para comprarse un bungalow en Pechs”. “¿Un bungalow?” “Sí, y una limusina”. Yo recobré al mismo tiempo mi buen humor y un gran susto. La comunicación entre nosotros se había deteriorado hasta tal punto que no me habían hablado nunca de esto y yo no había tenido ocasión de contar la realidad. Al fin había encontrado el principio del hilo y, tirando de él lentamente, podía deshacer el nudo. Sin duda la argumentación de Hamid se debió desarrollar de esta manera: “¿No habéis visto nunca a nadie como ella?” “No, nunca”. ¿Por qué creéis que hace todo esto?” “Dicen que por la voluntad de Dios” “¿No os parece que ella es muy inteligente?” “Ciertamente” “¿Os parece que realmente es verdad lo que dice?” Y luego intercalaría historias archiconocidas de ministros que “servían al pueblo” y se aprovechaban del dinero. “¿Creéis que puede haber una excepción? No tenéis más que ir a Pechs…” Esta explicación les parecía más lógica, mucho más cercana a su vivencia diaria de lo que era

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nuestra explicación que consistía en decir que su sueño de ganar más estaba enterrado. Las explicaciones de Hamid eran más sencillas y mientras yo les proponía la participación basada en el compartir, Hamid prometía el derecho a compartir el beneficio inmediatamente. Se había atribuido la “responsabilidad”; los demás no tenían más que seguirlo. En su grupo el derecho de participación consistía simplemente en votar públicamente y se sancionaba al que se desviaba de la opinión de la mayoría; este procedimiento no les parecía injusto, porque estaban todavía acostumbrados a las leyes tribales. CARTA DE DESPIDO. Llegó el día en que comprendí que ya la cosa no tenía remedio y si no prescindía de Hamid, él arrastraría a otros. Apoyándose con pruebas el director administrativo redactó la carta de despido, que yo firmé; hoy aún no he digerido haber tenido que llegar hasta ahí. Yo había depositado mucha confianza en Hamid y pensaba que él no sería capaz de ponerlo todo en peligro; me quedé aterrada al comprobar que estaba roido por un odio insaciable y ya no tenía ninguna atadura moral a la que hubiera podido agarrarse; esto venía desde su infancia. No le quedaba más que la relación conmigo y tuve que cortarla. Hamid creyó que yo no sería capaz de despedirlo. Yo saqué de todo esto una lección: si alguien quiere el mal consigue sus fines, pero si hay que responder con las mismas armas se traicionan las propias convicciones. PROFUNDA HERIDA. La crisis estaba resuelta y ya no tenía que preocuparme. Uno de mis sueños se fue con Hamid. “Tú estás loca”, me dijeron algunos, y tenían razón. Me reprocharon que por mi empeño en salvar la oveja perdida no había tenido en cuenta “las 99 en el desierto”, la mayoría silenciosa del hospital. Pero yo era al mismo tiempo la patrona del establecimiento y la única religiosa. ¿Por qué me habría hecho religiosa si no podía preocuparme por la oveja perdida? Para mí la prueba fue muy fuerte. Sin duda fue mi mayor crisis de identidad. ¿Por qué estoy aquí si únicamente luchamos contra la lepra? Eso puede hacerlo la OMS. Si no se puede salvar la locura de amor ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué Dios nos llama aquí, si esto no se puede realizar? ¿Por qué nos ha pedido que dejemos a los 99 justos en el desierto y vayamos a buscar al único perdido, si Él sabía que no sería posible? REVELACIÓN A LA ORILLA DEL INDO. En la fuente de las nieves el Indo es un río lleno de fango, pero cuando desciende se forman lagos entre las rocas; el fango se deposita en el fondo y los lagos relucen con un azul inverosímil, un azul de otro mundo. Cuando vi esto pensé: “Así deberías vivir tú, retirada por completo de las cosas de este mundo”. Sin embargo, al volver comprendí que si nos retirábamos en tres meses nos habríamos secado. La vida es también ensuciarse las manos. El sueño no es más que una solución engañosa. Le agradezco al Indo habérmelo revelado.

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Si Dios se encarnó y vino a un mundo perturbado y no un mundo perfecto, ¿Cómo podríamos quererlo nosotros? También veo a Judas. Jesús se entregó por completo a los doce y entre ellos había un traidor; el Señor lo tuvo a su lado, compartió con él, le lavó los pies… Y Judas lo traicionó. Sin embargo, Jesús lo siguió amando; para mí es el misterio de la libertad humana. La libertad que se arraiga en el amor permite al amado poder decir “no” también. Pero hay que vivir el amor renovándolo constantemente, incluso cuando sabemos que entre los humanos es muy difícil vivirlo en su pureza, el amor puro hay que tenerlo siempre en el punto de mira, sin asombrarse de que no podamos vivirlo plenamente. SUEÑO TENTADOR, SUEÑO PENOSO: AFGANISTÁN CONVERSACIÓN CON EL PRESIDENTE. En Pakistán tengo el rango de secretario de Estado. Los secretarios de Estado son especialistas que sobreviven en general a los cambios de gobierno, porque son expertos difícilmente reemplazables. Aunque trabajo gratuitamente tengo un puesto oficial. El presidente había alentado mucho la lucha contra la lepra; por eso habría sido desleal ocultarle nuestros planes para Afganistán. Si me detenían, alguien pensaría que el general había enviado una espía a la región de los rebeldes bajo capa de caridad cristiana. ¿Y si el presidente decía que no? Evidentemente yo estaba nerviosa. Inicié la conversación diplomáticamente: “Con los refugiados afganos acude en tropel una nueva ola de leprosos”. El presidente me dijo que lo sabía, y me preguntó: “¿Tiene Vd. un plan? “Sí, le contesté. Hay que detener esa ola en Afganistán. Hoy cada leproso que vuelve allí curado nos manda cinco casos más”. “Pero ¿tiene Vd. proyectos concretos?” “Sí”. Silencio. “¿Quiere Vd. ir personalmente?” me preguntó. “Sí”. Aún lo veo arrellanado en su sillón. Aplaudió y exclamó: “¡Wonderful!” (maravilloso). Estuve a dos dedos de precipitarme en sus brazos. Hay que comprender bien la situación: el presidente de un Estado que por un puñado de leprosos corre un riesgo político. Con mi misión el Islam no iba a ganar nada. Me preguntó también si necesitábamos algo y le contesté que un todo-terreno sería importante para la expedición y puso a nuestra disposición un Toyota todo terreno.

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ILEGALMENTE EN UN PAÍS DE ENSUEÑO. Siempre soñé con Afganistán y con Cachemira. Otro sueño fue la meseta de Hazaradjat; cuando por fin en 1984 me encontré en ella pensé: Ahora en la lista de mis sueños de niña sólo me quedan el Tibet y la luna. Hazaradjat. Un desierto salvaje de rocas violáceas a la luz del crepúsculo, de estepas con zarzas de espino; de vez en cuando un pequeño arroyo inesperado. La alta meseta afgana da la impresión de que saltando se podría volar. Los afganos montan a caballo sin silla; ya desde niños son una sola cosa con el animal. ¡Qué valor en esos hombres que se quedan en ese país y sobreviven en él! Con infinita paciencia y perseverancia desvían cualquier pequeña fuente para regar minúsculas parcelas de tierra, donde siembran con la esperanza de que lloverá algún día. En la recolección recogen separadamente cada espiga, como nosotros cogemos las flores; la hierba se recoge para el ganado e incluso lo que queda de las zarzas se recoge cuidadosamente y se guarda para calentarse en invierno. Ya en 1960 la administración afgana nos había pedido que formásemos asistentes afganos para luchar contra la lepra, pero entonces no teníamos ningún formador que hablase el persa. En 1984 yo entré por primera vez ilegalmente en Afganistán, país hecho trizas por la pesadilla de la guerra. Nuestros dos asistentes afganos, Hassan y Mubarik, que estaban en Karachi, nos insistían para que fuéramos. Acababa de morir en nuestros brazos un enfermo afgano de 24 años. Los dos asistentes fueron a su país y volvieron con la información: Sí, se puede trabajar en Afganistán. Ciertamente habrá aventuras, pero hemos encontrado un exceso de miseria. Hassan y Mubarik podían trabajar en la estación satélite y se unieron a ellos el Dr. Vanni y Jon. Y yo sigo soñando con volver a Afganistán. ¿QUIÉN LES HA PREGUNTADO ALGO? ¿Qué ha significado para mí esa época? 1984: la experiencia de Israel durante su marcha por el desierto. En 1984, 1987, y de manera especial en 1989 y 1990 tuve la experiencia del sufrimiento… Todo un pueblo oprimido y sufriendo sin que el mundo se rebelase; un pueblo para el que la independencia y la libertad son los valores más importantes, que jamás ha sido conquistado o colonizado, nunca sometido. Y ahora todo un pueblo en un conflicto entre las grandes potencias sin que se le haya preguntado, sin que se haya podido defender. ¿Quién le ha pedido su opinión a estos campesinos de la montaña? NUESTRAS PALABRAS SE LAS LLEVA EL VIENTO. Mi preocupación se refería a las personas, no a la política de la resistencia. Un pueblo sin hospitales, sin escuelas, sin transporte público; no hay bancos, ni correo, ni juzgados. Un país pobre privado además de sus propios recursos. Hoy ya no se tienen que morir de diarrea los niños, ni por anemia. Si reivindicamos para nosotros el derecho a que nos cuiden en los mejores hospitales hasta en nuestra vejez ¿por 43


qué estas gentes no tienen derecho a ser atendidas cuando están gravemente heridas y en peligro de muerte? Yo estaba atormentada hasta no poder dormir al comprobar que el pueblo afgano estaba privado de la palabra “… pero nuestras palabras se las lleva el viento”. Cuando en 1987 dejé Afganistán para ir directamente a Alemania, Jon, mi colaborador más próximo, me dijo: “Tienes que explicar con fuerza todo lo que vemos aquí. Si nosotros no gritamos cuando día tras día nos enfrentamos con esta locura ¿quién lo hará? ¡Tienes que escribir! Tienes que desvelar al mundo lo que la gente sufre aquí, cómo mueren…” EN BURKA POR LA NOCHE. Verano de 1984, el día de la decisión. ¿Pasaremos la frontera? Salida de Quetta hacia las 3 de la madrugada. El jefe rebelde Hají se pone al volante del Toyota rojo; yo me siento a su lado; llevo un burka amarillo oro. Hassan se sienta detrás. Al salir de la ciudad se levanta como por encanto la barrera de la frontera. A cinco kilómetros nos detenemos y bajamos del coche. Al borde de la carretera nos espera un jeep con mucho equipaje; cambiamos los coches y Hají se vuelve con el Toyota rojo. No conozco a ninguno de los dos hombres del nuevo jeep, afortunadamente uno de ellos habla inglés; Hassan me acompaña, sin él me encontraría perdida. Todo esto representaba el fin de una aventura peligrosa y al mismo tiempo la realización de un sueño acariciado durante años. Travesía sin fin de Beluchistán. Cuando encontramos una patrulla militar me envuelvo en el burka. La pista consiste en señales de ruedas en la inmensidad de la estepa. Estamos cubiertos de polvo, sedientos, con continuas sacudidas en el coche; imposible leer; rezo el rosario y luego pienso en Hamid, que me ha acompañado muchas veces por este camino, buscando leprosos. Después de doce horas de viaje, -calor y polvo-, hacia las 3 de la tarde avistamos Badami. Un triste conjunto de barracas de adobe en la estepa. Es el puesto fronterizo de los mujaidín, ya más afgano que pakistaní. El jefe de este grupo fue mi primer contacto con la “resistencia” en Rawalpindi; me acuerdo muy bien todavía. Nos explicaron –Hassan traducía- que podían llevar a Afganistán central trigo, mantas y zapatos, si les pagábamos. PELIGRO DE HUNDIMIENTO EN LA ARENA. Ahora estamos bajo la protección de aquellos hombres que nos dan la bienvenida y comparten con nosotros sus tortas y su té. Yo, envuelta en mi burka en el asiento trasero, me duermo muerta de cansancio. A las 3 de la mañana salida precipitada hacia Afganistán. En la noche sin luna ni estrellas empieza a llover. No se nos había prevenido y hasta más tarde no supimos cómo funcionaba el “tambor de la selva”. La lluvia significa peligro de deslizamientos, porque la arena se transforma en un pérfido cenagal. El conductor del jeep, responsable del viaje, decide partir inmediatamente, porque si la lluvia tiene tiempo de infiltrarse nos hundiremos en el barro. Al pasar la frontera el lecho seco 44


del río se convierte en un torrente furioso y nos quedamos bloqueados. En el jeep estamos cinco: dos jóvenes rebeldes, el conductor, Hassan y yo. Los cuatro hombres saltan del jeep y desaparecen en la noche; sin duda buscan un vado. Yo contengo el aliento. Espero, espero, sigo esperando hasta que no puedo más. ¿Tengo que llamar? Intento bajar del jeep y rápidamente estoy embarrada hasta los tobillos; inmediatamente vuelvo a subir al coche y sigo esperando. Entonces surgen Hassan, Ibrahim, Ashraf y Jan Alí. Ibrahim se pone al volante y los demás empujan. Cuando vuelven a montar en el jeep están de barro desde los pies hasta la cabeza. Después de cinco minutos rodamos por un suelo rocoso; a veces perdemos el rastro para encontrarlo más adelante. AMAPOLAS EN UN CRÁTER DE BOMBA. En sentido estricto no ha habido jamás frontera entre Pakistán y Afganistán. Las tribus de la montaña no contestan a la pregunta: ¿Estamos todavía en Pakistán o ya en Afganistán? La frontera es teórica y, de hecho, sólo en algunas partes está vigilada. La lluvia ha cesado y al alba encontramos el primer puesto de aduana afgano. Luego otra vez horas de viaje por la estepa. Más tarde llegamos a una región cultivada. La vida parece aquí normal, apacible. Durante horas nos olvidamos de que estamos en un país en guerra, hasta que llegamos al primer pueblo bombardeado. El bombardeo fue una operación de castigo del gobierno central. En el cráter de una bomba florecen amapolas rojas como la sangre. HASSAN HA VUELTO. Hassan nos proporciona algunas cifras: habitantes, 17 millones. De tres a cuatro han huído a Pakistán, unos dos millones a Irán; un millón ha podido llegar al Oeste y un millón han muerto en combate. Hassan –yo estoy muy contenta e incluso un poco orgullosa- el antiguo leproso y hoy asistente para cuidar a los leprosos habría podido llevar una vida segura y tranquila en Karachi; sin embargo ha vuelto a Afganistán para ayudar a sus compatriotas. ¿Qué le espera aquí? Salidas diarias agotadoras en jeep, vida siempre precaria, solo con su responsabilidad en una región sacudida por las luchas tribales y amenazada desde el exterior. Si dentro de diez semanas cuando yo me vaya Hassan resiste aquí, hoy es el día en que nace el programa de lucha contra la lepra en Afganistán. Durante tres años Hassan fue nuestro intérprete en Karachi con los leprosos afganos. Para él la miseria no era una noción abstracta. Durante tres años había oído hablar del sufrimiento de las familias de su tierra. Casi habíamos olvidado lo que la lepra sin tratamiento tenía de horrible. Y ahora, de repente, los puestos de curas estaban llenos de enfermos, ciegos, deformes, cubiertos de heridas. Nos extrañaba que entre los enfermos había muy pocas mujeres. Indudablemente los hombres habían llegado a atravesar estepas y desiertos para franquear la frontera no vigilada

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y llegar hasta nuestro hospital. Pero ¿quién habría puesto en peligro su vida por una mujer leprosa? No se les podía ayudar más que yendo a su tierra. Para mí era evidente que la lucha contra la lepra sería más fácil en Afganistán que en Pakistán, porque ya contábamos con un núcleo de asistentes competentes. BIENVENIDA EN AFGANISTÁN. Aquí estamos, pues, en Afganistán. Son las 6 de la tarde. Ante nosotros la carretera vigilada por los rusos. Rodeada por los mujaidines se aprovisionaba a los rusos por el aire. En el puesto hay un radar y un lanzamisiles. Nos acercamos hasta allí en pleno día. “Es probable que no disparen” dice Hassan. “¿Por qué no?” le pregunto. “Porque temen las represalias de los mujaidines si disparan a nuestros vehículos. Diez minutos después estamos fuera del campo de tiro de los rusos en una región en manos de los rebeldes. Desde 1969 yo había soñado con este momento. Cae la noche; rodamos hace 20 horas. El jeep se detiene y se nos acerca un farol: “Bienvenidos” nos dice alguien en perfecto inglés. Unos minutos después nos acostamos en la habitación de huéspedes. Cuando cierro los ojos aún estoy en el jeep y cuando los abro la habitación empieza a dar vueltas. El conductor está eufórico: “Es mi viaje más bonito desde la guerra. Sin ningún problema. Y lo que nos hemos podido reir…” Se refiere a los cuentos y bromas contados por Hassan en persa, de los que no he entendido nada. Estoy muerta de cansancio y me duermo incluso antes de que sirvan la cena.

LO COTIDIANO EN AFGANISTÁN INÚTIL E INEVITABLE. A las 5 de la mañana nuestro equipo ya está en pie. Primer objetivo: el hospital de campaña, abierto hace cuatro años por una organización de ayuda mutua extranjera. Por el camino una breve parada en la única escuela primaria del distrito en Sangishanda. Este establecimiento ha sido financiado por un grupo de donantes alemanes. Antes de llegar al “hospital” rodamos durante una hora por una región rocosa: tres chozas de adobe, cuatro tiendas, todo ello colgado como un nido de águila en la cumbre de una montaña rocosa desértica, a más de hora y media de camino de la vivienda más próxima. Pero ¿por qué instalar este “hospital” en un lugar tan poco accesible? Nos dicen que por razones de seguridad; el primero en el mercado lo bombardearon los rusos. En el punto más elevado de la montaña se ha montado un cañón. Rápidamente pasamos por el establecimiento médico: una tecnología muy sencilla, un nivel profesional asombrosamente eficaz, pero una catástrofe total en el 46


plan humano. Esto me da dolor. Es triste, inútil y sin embargo… inevitable. Aquí se enfrenta de repente y sin preparación previa el sentimiento occidental de libertad y el fundamentalismo oriental. Unos jóvenes europeos conservan su estilo de vida sin preocuparse de los colaboradores musulmanes disgustados. Situación que podría degenerar en conflicto. El foso entre los dos grupos es demasiado ancho para poder tender un puente. Volveremos para ver cómo evoluciona la situación. HISTORIAS TÍPICAS. Consultamos el registro de enfermos. 23 leprosos, casi todos mal cuidados; evidentemente la mayoría de las direcciones son inexactas. Pero a pesar de todo, 23 leprosos que han venido libremente. Esto significa que en esta región la lepra está muy extendida. Por la tarde volvemos a Sangishanda. Colocamos en la escuela nuestra reserva de medicinas y cargamos el jeep para nuestra expedición de dos semanas. Es un problema insuperable encontrar en el vehículo el lugar necesario sólo para lo esencial. Pasamos la segunda noche en Takas. Unos días más tarde pasamos consulta todo el día en la mezquita de Houssaini. Nos dicen que a una hora y media de camino, en Chirbagh, hay cuatro leprosos; estoy impaciente por ir. Pero una vez más nos prohiben la entrada las disensiones tribales. La tribu local ha publicado una ley marcial:”Nadie entra en el valle ni sale de él sin que disparemos”. No, yo no puedo imponer a mi equipo que se arriesgue. Una hora y media, cuatro enfermos… “En la próxima primavera la situación se habrá apaciguado y se habrán desplazado los enfrentamientos”, nos dicen. Entonces podremos ir a Chirbagh. Un campesino nos cuenta una historia típica de la región. Su mujer estaba enferma del hígado. La condujo al hospital improvisado a tres horas de jeep y una hora de camino. La sala de consultas estaba llena. No llegó hasta el médico, sino únicamente al personal paramédico sin formación. Volvieron con paracetamol. A la vuelta decidieron consultar a una mujer médico en su consulta privada; ella les dio una receta. Pero ya no tenían con qué comprar la medicina, porque habían gastado todo su dinero en el viaje y la consulta. De vuelta en su casa consiguieron reunir la cantidad necesaria y volvieron a pie con la receta a la farmacia de Shinday. No hubo suerte: la farmacia no tenía aquellas medicinas. El marido se dio por vencido y la mujer no fue atendida, hasta el día en que abrimos una consulta en la casa de nuestro paciente Anwar. Otra historia: un obrero rural sin tierras no tiene dinero ni tiempo para conducir a su hijo al equipo médico europeo. Trabaja como jornalero en el campo, pero están en plena recolección, única ocasión en el año de ganar algo. Le procuramos dinero y nos ocupamos de que encuentre un sustituto para su trabajo. Es curioso: la “justicia social” prometida por el comunismo todavía no es tema de discusión para la población oprimida de los jornaleros sin tierras de Hazarajat… En el valle siguiente nos encontramos a una joven. Vive sola en el pueblo; sus padres se han muerto y no tiene hermanos ni hermanas. En su familia ha habido siete casos de lepra. Todos han muerto. Ella vive en una cabaña, con un cordero y 47


un gatito. ¡Una chica encantadora completamente aislada en medio del pueblo! Es dueña de algunos terrenos, pero nadie pensaría en pedir su mano. Le sugerimos que se venga con nosotros a Pakistán donde podría casarse. No, se niega. Todavía tengo ante mis ojos aquel cuadro: la sombría casa de adobe; fuera el hogar bajo un tejado de ramas, dos piedras todavía calientes, sobre las cuales se despereza el gato; la joven en el umbral, con el cordero en los brazos y la cabeza en sus guedejas blancas… Sola. EL VELO DEL SUFRIMIENTO. Los días siguientes, enfermos, más enfermos, enfermos desde la salida del sol hasta el ocaso. Hassan nos informa de que el grupo de los mujaidines espera de nosotros que veamos a todos los enfermos del pueblo. Yo protesto: ¡Imposible! “Si no nos ganamos a los mujaidines para nuestra causa no podremos continuar nuestro programa contra la lepra”. “Bien, de acuerdo. Tú lo sabes mejor que yo. ¡El siguiente!” A las tres de la mañana ruido de cascos en el patio. Miro por la ventana. Es luna llena. Bajan dos hombres de los caballos y ya Hassan está llamando a mi puerta: “Han traído a un joven envenenado; está en estado crítico”. Me visto y el velo obligatorio evita que me peine. Cojo el estetoscopio y el tensiómetro. El chico está sin conocimiento y respira con dificultad. Hay que poner un catéter; Hassan tiene uno estéril; aspiramos, inyectamos corticoides, volvemos a aspirar… De madrugada el chico abre los ojos y pide té. En este estado no se le puede dejar con su familia. La solución es hacer que lo admitan en el hospital de urgencia. Cuatro horas de carretera. Yo lo llevo en mis rodillas. Un joven galopando valientemente, el padre; hago que se pare el jeep: otra inyección, aspirar, evacuar… El padre envuelve cuidadosamente a su hijo en una manta de lana. Y de repente me pregunto: ¿Por qué, pero por qué, me he comprometido libremente y para siempre en las zonas sombrías de la vida, hasta el punto de que toda la belleza de mi alrededor sólo me llega a través del sufrimiento? ¿Por qué? INVITADOS CON KALACHNIKOVS. Unos días después en el camino de vuelta somos “invitados” por varios hombres para que vayamos a su pueblo a curar a sus enfermos. Se agitan delante de nuestro coche con sus metralletas. El jefe nos grita: “Tenemos enfermos en nuestro pueblo. Tenéis que venir”. Contestamos: “No podemos; por otra parte sólo nos ocupamos de los leprosos”. El hombre alza los hombros y nos previene como de paso: “Si nos apostamos con nuestros fusiles en el cruce ya no diréis que no podéis”. “Para el motor, dice Hassan, y déjame bajar”. El joven jefe barbudo se vuelve. Va armado con una kalachnikov con la cartuchera en bandolera. El turbante lo hace aún más alto, por lo menos una cabeza más que Hassan.

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Hassan, con la camisa desabrochada, sonríe amablemente, se acerca al hombre y saluda: “Puedes disparar, no estoy armado”. El jefe baja su metralleta y la apoya en una zarza a la orilla de la carretera. “¿Te parece justo lo que has dicho?” le pregunta Hassan. “¿Cómo?” “Amenazar así, sin saber siquiera con quién estás hablando”. “Estamos en camino desde las 4 de la mañana. De pueblo en pueblo hemos visitado a los enfermos. No nos ha obligado nadie a venir hasta aquí, lo hacemos para ayudar a nuestros hermanos y hermanas.” “Lo siento, dice el hombre del fusil, tenemos enfermos en el pueblo. Yo soy el responsable del territorio de mi clan, y la gente espera de mí que les lleve un médico. Han sabido que estáis por esta zona. ¿Qué puedo hacer?” Muy cerca de allí corre una fuente de agua caliente. Dejo que hablen los hombres y me siento cerca del arroyo. Hassan y el hombre barbudo vienen junto a mí. El fusil sigue apoyado en las zarzas. “Discúlpame”, dice el hombre. “Te comprendo”. Hassan me explica el resultado de su discusión: “Nos hemos puesto de acuerdo Mohammed Alí y yo. Él traerá a los enfermos graves al cruce de Soika donde pasaremos consulta para no perder mucho tiempo. Si tuviéramos que bajar hasta el pueblo necesitaríamos un día para ir y otro para volver. Y de este modo podemos seguir con un mínimo de retraso nuestra hoja de ruta. “Está bien”, le digo. Hassan y Alí se estrechan la mano. Cuando nos vamos los hombres vuelven a levantar la mano como saludo. “Siento que haya durado tanto tiempo, dice Hassan. Pero si cedemos una vez nos presionarán constantemente con sus armas. Le he pedido que se excusase contigo; sin esto no habría base para el acuerdo, y podían fusilarnos sin más, pero al mismo tiempo desaparecería totalmente la esperanza de encontrar un médico.

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YO QUERRÍA NO HABER VENIDO NUNCA. Limitarnos a la lepra nos permite por lo menos coger el problema en su raíz. En las consultas generales, cuando se alarga la fila de enfermos, trato únicamente de ayudar a unos lo mejor posible y no perjudicar a los demás. Sin embargo… Al día siguiente llegamos a un pueblo del valle superior. Se hacía tarde y nos tenemos que ir antes de ver a todos los enfermos para llegar a Bughara antes de que sea de noche. ¿Cómo podemos levantar el campo así con las protestas de aquellas madres que han traído a sus hijos enfermos a menudo desde muy lejos? ¡Esto me pone enferma! Habría querido no venir a Afganistán, pero Hassan es optimista: “Cada grupo de rebeldes nos halaga”, dice feliz. No comprende que yo no diga durante el viaje más que monosílabos. Dos días después volvemos a pasar la noche con el equipo del hospital de urgencia. Desde que pasamos la primera vez la tensión entre los mujaidines y el personal extranjero se ha agudizado, hasta el punto de provocar un ataque violento contra un médico. LO QUE DICEN LAS BALAS ES LO JUSTO. Lentamente comprendo cómo funciona Afganistán. Siempre ha tenido dos gobiernos: el gobierno central en Kabul, y el de las tribus que son como pequeñas monarquías, con sus fronteras, sus controles de identidad y aduanas en la carretera. Tenemos una caja llena de cartas de acreditación para los diferentes grupos de mujaidines de Quetta. Con frecuencia no son más que dos bastones atados con una cinta verde (el verde es el color de Mahoma). Estas cartas hacen que se levanten las barreras. Los mujaidines pueden disparar sobre el que pase sin detenerse. Es un derecho reconocido. ¿Qué hacemos habitualmente? Acercarnos lentamente y luego detenernos; y esperar a que se acerque uno de los mujaidines, a veces todavía dormido, otras veces muy cumplidor, pero siempre dándose aires de un personaje importante. Por la noche también hay que encender la luz interior del jeep; sin eso disparan. Vale más saberlo: para ellos lo justo es lo que dictan las balas. Ya no tienen servicios públicos. No es extraño que cada gobierno tribal trate de “engatusarnos” con peticiones insistentes, reivindicaciones, promesas; también a veces con amenazas. Entonces hay que dar pruebas de tacto, de humorismo y de perseverancia para cerrar un trato y poder liberarnos. ¿Y quién les puede reprochar a los rebeldes, privados de toda asistencia médica, retener el máximo de tiempo a un equipo médico de paso por su territorio? Pero nosotros tenemos que respetar un plan, nos hemos comprometido: Hay que estar loco para hacer planes en un Afganistán en rebeldía, y mantenerlos. Nuestros compromisos no le importan absolutamente nada al jefe rebelde; aquí hay niños enfermos, mujeres que mueren durante el parto y los rebeldes no tienen equipo de primeras ayudas. A veces prometemos detenernos durante dos horas a la entrada del pueblo siempre que pasemos por la región, y visitaremos a los enfermos que nos presenten en ese rato. Mubarik con su amable paciencia es nuestro mejor negociador. Algunas aspirinas, un puñado de tabletas de vitaminas, y podemos marcharnos… 50


NUESTRA INFRAESTRUCTURA. Sin embargo, me alegro de nuestro éxito. ¿Por qué en Afganistán la población y los guerreros nos demuestran su confianza? Por un lado porque en Karachi ya hemos servido durante 27 años a un Estado musulmán, a un país hermano. Y por otro, nos ha ayudado aún más un hecho que hemos ignorado durante mucho tiempo: se trata de los pacientes afganos a los que ya habíamos curado en Pakistán. Ellos constituían una verdadera infraestructura. Un día, al pasar por una región tribal con reputación de cruel, la población nos detuvo cinco veces en dos kilómetros para prevenirnos: “No vayáis a a Feroza. Sería una locura. Os matarán a todos sólo para robar vuestro jeep… No sería la primera vez” ¿Abandonar el programa? Por principio nuestras decisiones las tomamos en común. Cuando hay peligro, ganan los “no”, aunque sean minoritarios. Hoy no hay ninguna oposición. Pero ya no se oye ni una palabra en el jeep. Cada uno tumbado observa por los cristales cuando nos acercamos a las primeras casas, preparados para detenernos a la menor señal. Ponemos a cubierto el jeep ante una barraca que parece ser la tienda del pueblo. Alrededor de nosotros unos hombres gesticulan con sus armas automáticas y nos hablan en una lengua que ninguno de nosotros habla con soltura. De repente uno de los hombres se acerca, mira al jeep y, con una ancha sonrisa de incredulidad, nos dice: “¿Hassan? ¿Mubarik? ¡No es posible! No es verdad: ¿La Dra. Pfau?” Era Zaffar Ali, un antiguo paciente nuestro en Karachi. Zaffar se vuelve y mantiene con vigor un discurso excitado que cambia por completo la situación. El jefe del pueblo se revela como un caballero por encima de lo corriente. Viene hasta nosotros y nos invita a aceptar su hospitalidad durante tres días en el pueblo. Evidentemente haría levantar las tiendas y apostaría cuatro guardias alrededor de nuestro jeep. Aquí teníamos, pues, una especie de infraestructura sin saberlo. Historias parecidas hemos vivido unas cien veces. EL ÁNGEL GUARDIÁN DE NOR. Otra vez estábamos en Nor, en una fascinante meseta infinita, irreal, de colores violeta. Un maravilloso país muy poco habitado. Habíamos rodado muchas horas y nadie sabía exactamente dónde íbamos. El mismo chófer no conocía la región. Se hizo de noche y por la noche no hay que aventurarse por las carreteras afganas. Hassan, responsable del equipo, estaba muy preocupado. ¿Dónde pasaríamos la noche? De repente recuerda: en alguna parte en Dasht-e-Nor, detrás de las colinas desérticas, debía vivir un antiguo paciente de Karachi. Tras las colinas se ocultaba un pueblo, pero ¿dónde? Como por milagro nos encontramos con un joven pastor. Le preguntamos: “¿Has oído hablar de un tal Quadir Alí?”

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“¿Quadir Alí? Si vais por este lado del valle encontraréis su casa.”. Entramos en el valle y repentinamente descubrimos el pueblo, tras una colina de rocas violeta. Justamente Quadir viene del campo. Se para como petrificado: ha reconocido el jeep. Se precipita hacia nosotros: “¡Hassan, tú, vosotros en Nor! ¿Qué ángel os ha traído hasta aquí? Se me están acabando las medicinas; ya no me quedan más que para una semana. Hace tiempo me estoy preguntando si tenía que ir a Karachi, si podría dejar sola a mi familia aquí. Y cada día una dosis menos. Ya no me quedan más que ocho”. El hombre mató una cabra para nosotros y no quiso dejarnos marchar. A mediodía seguíamos sin saber dónde nos alojaríamos por la noche, dónde comeríamos. Pero todo acabó bien.

LA HISTORIA DE SAKIA Al día siguiente de penosas discusiones en las urgencias del hospital se desarrollaba el Aïd-el-Kebir, la gran fiesta musulmana que se celebra tres días seguidos. Los musulmanes conmemoran el sacrificio de Abraham: “Él no escatimó a su hijo”. Preparamos la comida nosotros mismos. Hassan sirve una comida “europea”: una torta, una enorme patata condimentada para cada uno, cebollas crudas, sal y pimienta. “Como en el Hotel Intercontinental de Kabul”, comenta Hassan. Me acuerdo de que en alguna parte del jeep tenemos todavía una caja de queso “para una ocasión especial”, como ésta. No teníamos cuartel general, vivíamos en el jeep. Pero no se puede vivir tres días en un jeep, sobre todo en los días de Aïd. Aquella noche surgió el primer conflicto en nuestro grupo. Jan Alí nos dijo que ya había trabajado y viajado con nosotros dos meses y que para el Aïd-el-Kabir quería estar en su casa, a dos horas de camino. Nuestro conductor Ibrahim siguió: “Yo me he jugado la vida y lo volveré a hacer; pero para la fiesta quiero estar en mi casa”. A hora y media de camino. Explico que no puedo permitirme tomar tres días de vacación, tenemos direcciones de enfermos en Badrazar, a media hora de camino, y cada día que pasa aumenta el peligro para ellos. Hassan piensa que no podemos dejar la familia en esta fiesta. Mubarik se pregunta dónde pasaríamos las cuarenta y ocho horas y dónde comeríamos. Finalmente encontramos una solución: lo primero llevamos a Jan Alí a su casa: tiene hijos. Luego Ibrahim nos lleva hasta el pie de la montaña, desde donde podemos subir a pie hasta Badrazad. Por otro lado aquí termina la carretera. Nos bajamos del jeep; Ibrahim se lo lleva, a pesar de que hay amenaza de una ofensiva en esos días. Iniciamos nuestra subida hacia el pueblo. La gente está en el campo, aunque la fiesta empieza mañana; aquí las fiestas son raras. El primer paciente que encontramos lo conocemos: lo atendimos en Pakistán en 1949. Hoy está curado y nos asegura que hay enfermos en el valle y confidencialmente nos habla de Sakia: está leprosa, pero su familia no quiere decirlo. 52


PRESA EN UNA CUADRA. Encontramos el pueblo, la casa y la cuadra en la que la familia tiene prisionera desde hace 20 años a su hija. ¡Su propia familia! Yo estoy enferma, físicamente enferma; tengo que hacer grandes esfuerzos para dominar la repugnancia: la hediondez, el estado de la mujer… Sus pies y sus manos están roídos hace mucho tiempo; está ciega de un ojo, el otro está a medias; su voz no es más que un sonido ronco; respira con dificultad. Estoy acostumbrada a muchas cosas, pero en esta cuadra, para coger en brazos a esta mujer necesitaría un enorme esfuerzo. ¿Qué ha hecho la enfermedad con ella? Un hediondo y repulsivo montón de carne cubierta de heridas. Yo no hablo el persa. ¿Cómo puedo hacerle comprender que hemos venido para ayudarla, si no es con un gesto de cariño? Le hablo en urdú, pero es lo mismo, no comprende nada. Mubarik le explica que se puede curar y que le llevamos medicinas. Ella las tira a nuestros pies: “¿Ahora venís, dice, cuando mi vida esta destruida? Yo no quiero que me cuidéis, quiero morirme. ¿Qué me puede aportar la vida?” Mubarik mira alrededor y ve una pila volcada; se sienta encima y luego le habla. Empieza a lavar sus heridas y a curarlas. Ella se deja. Después de tres horas vuelve Mubarik: ”Dame las medicinas; las acepta”. Reconocemos a la familia. Tres hermanas de Sakia y su madre tienen lepra. Los dos chicos no tienen síntomas. Ninguno se había ocupado de su hermana mayor y en mucho tiempo nadie había entrado en la cuadra, pero a pesar de todo el bacilo encontró el camino. MALDITA. ¿Por qué nunca hicieron nada por Sakia? ¿Por falta de dinero? La venta de dos cabras habría cubierto los gastos. ¿Pero que representa una hija? Más tarde supimos que los padres habían declarado muerta a su hija, para evitar la vergüenza en su tribu. Inútilmente, porque ahora estaba maldecida la familia. Dormimos con la familia (ni siquiera tenemos nuestro saco de dormir); nos ofrecen su ropa de cama usada y aceptamos, porque hace frío. Comemos lo que nos dan con la esperanza de que los del pueblo retiren la maldición que echaron sobre esta casa… Por la tarde, cuando una vez más subimos a la cuadra para dar las buenas noches a Sakia nos pregunta cuándo la llevaremos a Pakistán. ¿Qué teníamos que hacer con ella? Estábamos acabando nuestra gira y teníamos que volver a Pakistán para garantizar nuestro aprovisionamiento; necesitábamos dinero y una nueva reserva de medicinas, pero no podíamos dejar a aquella mujer así, respiraba cada vez peor. En el último tramo de su evolución la lepra ataca la laringe. Cuando hace veinte años esta chica fue declarada muerta ya se podía curar la lepra, porque Sakia nació en 1958 y la lepra se curaba desde 1947. En 1968 nosotros habíamos presentado al gobierno pakistaní nuestro programa de lucha contra la lepra. Cuando en Occidente 53


estaba ya preparado el medicamento contra esta enfermedad en la prensa aparecieron grandes titulares anunciando: “Se puede curar la lepra”. Entonces nadie se preguntó quién se lo llevaría a Sakia al centro de Afganistán. Veinte años después del descubrimiento del medicamento se declaraban muertos los niños de los pueblos de la montaña, porque nadie se había preocupado de hacerlo llegar a quienes lo necesitaban. El pariente al que habíamos curado en Pakistán, apenas volvió preguntó por Sakia diciendo que la lepra se podía curar. Pero la familia se creyó obligada a decir: “No, murió a los 6 años”. ¿Cómo podemos ahora ayudar a la enferma sin que su familia quede avergonzada? El velo de la mujer musulmana nos proporcionó la solución. Habíamos prometido a Sakia llevárnosla a Pakistán, pero antes había que arreglar algunos asuntos. La víspera de la partida la vestimos con un burka, la montamos en un burro y la condujimos hasta el pie de la montaña; el burro no es un medio de transporte cómodo, sobre todo para Sakia que estaba gravemente enferma, y estuvimos contentos de llegar hasta el jeep. Pero el chófer se negó a conducir un vehículo con una leprosa. Ya habían llegado las primeras heladas y para poder marcharnos tuvimos que colocar a Sakia en el puente del toyota, al aire libre. Fue un viaje terrible que el chófer superó con valentía: 29 horas de camino, sin parar, únicamente dos pausas para el paso de la frontera hasta llegar a Quetta.

“TOBA, TOBA” Sakia aún vivía cuando llegamos a Quetta. Inmediatamente debíamos encaminarla hacia Karachi. Pero a los afganos les estaba prohibido entrar en el interior de Pakistán. Por eso nuestro asistente más joven tomó a su cargo al grupo de afganos para llegar a Karachi en tren. Yo me quedé en Quetta donde tenía que negociar con las autoridades. De hecho la policía pakistaní que subió al tren hizo preguntas a propósito de los afganos. Nuestro asistente contestó lacónicamente: “Oh, si quiere llevarlos Vd., de buena gana”. Y levantó un momento el velo que ocultaba el rostro de Sakia. El policía palideció y tartamudeó: “Toba, toba”, “Señor, ten piedad de mí”. Y se precipitó fuera del departamento, seguido por todos los demás viajeros. “A partir de ese momento tuvimos un viaje muy agradable” nos dijo Yaseen riéndose cuando nos contó el episodio. “Disponíamos de todo el departamento para nosotros solos y pudimos tumbarnos tan largos como somos en los bancos”. DRAMA EN KARACHI. Así llegó Sakia sin dificultad a Karachi. Al principio tuvimos que aislarla en una habitación. Cuando se abría la puerta se enfrentaba con cualquiera que entrase, excepto con Mubarik y conmigo, que la habíamos sacado de la cuadra. Después de dos semanas yo creí que iba a morir en mis brazos; ya no comía y no quería vivir. Sin duda hasta entonces no tuvo conciencia de lo que había sufrido, hasta qué punto se le había robado su juventud, su vida. Y luego aquel contraste; por primera vez en su vida estaba acostada en una cama, ella que había vivido siempre en una cuadra. Al fin se le daba de comer regularmente. Durante mucho tiempo no pudo 54


comunicarse con nadie, porque no comprendía el urdu. Luego puso en Jeannine (H. C. M. como yo) la confianza que tenía en mí. En efecto, a primera vista todos los extranjeros se parecen: Jeannine y yo éramos extranjeras. Más tarde supo que una de las asistentes era chiíta como ella y desde entonces la dejó entrar en su habitación. Luego llegó un momento en que se deslizaba por la noche hasta la cocina, cogía todo lo que era comestible y se encerraba con las provisiones en su cuarto. Continuó este tejemaneje después, pero distribuyendo su botín a las otras enfermas afganas. Una noche nos sorprendió cuando la vimos bailando ante la televisión. Se daba cuenta de que se curaba. Respiraba normalmente, las llagas de sus manos estaban curadas; lo sabía: un día se desharía de la lepra. Y un día desapareció. La policía la trajo a casa al darse cuenta de que estaba leprosa. Me dijo: “Solamente quería conocer la experiencia de pasear libremente”. Y añadió: “Pero nunca pensé que era tan difícil coger el autobús”. Poco a poco nuestros visitantes fueron conociendo a Sakia y le llevaron regalos: vestidos, un bolso de mano dorado… Un terapeuta le enseñó a pintar. Y cuando pensábamos que por fin Sakia había salido adelante yo personalmente cometí una falta enorme: propuse a los responsables procurarnos algunos espejos. Primero por razones psicológicas: nuestros empleados, cuando vean que su bata tiene manchas pensarán en cambiársela. Y también por una razón médica: con ejercicios apropiados se pueden evitar las complicaciones oftalmológicas de la lepra; yo pensaba que los pacientes si observaban en el espejo cómo mejoraban estarían motivados para hacer los ejercicios con regularidad. Todos los responsables encontraron la idea maravillosa. Pusimos los espejos: al día siguiente todos estaban rotos. Aquel día Sakia se había visto por primera vez en un espejo; se volvió a encerrar en su habitación. Estábamos todos delante de la puerta, rogándole, suplicándole que abriera. Al fin, después de tres días nos dejó entrar. Estaba sentada en la cama, llorando a lágrima viva: “Yo había pensado… Había creído realmente… ¡Había mejorado tanto! Y creía que algún día podría tener un hijo”. En el primer momento Sakia no había podido soportar aquella terapia, era demasiado débil; después reunió sus fuerzas y se adaptó a ella. Dentro de pocos meses estará curada. Entonces podremos intervenir con cirugía estética, y ¿por qué no iba a poder casarse y tener un hijo? Todavía hoy pienso en ello: durante 27 años se trabaja en un proyecto, se arriesga la propia vida para encontrar y curar a una mujer y luego, tan cerca del final, se comete un error inverosímil. Ella podría haberse suicidado incluso, por mi falta de reflexión. Que yo haya hecho semejante cosa me ha afectado profundamente. NINGUNA RAZÓN PARA CREERSE SUPERIOR. Cuando vuelvo a pensar en la historia de Sakia y el comportamiento de su entorno no encuentro razones para creerse superior. Ni siquiera en su caso –ella declarada muerta por sus padres y encerrada en una cuadra- se puede afirmar que su familia no se haya ocupado de ella. Recordemos las epidemias de peste entre nosotros, era igual: se aislaba a los enfermos para preservar al resto de la familia. Hoy nuestra 55


actitud frente al sida está marcada por miedos irracionales semejantes. El miedo a la lepra es también muy fuerte. Cuando aisló a Sakia su familia se ocupó de ella, la alimentó. En su última estancia en Afganistán Jon visitó a la familia de Sakia. Curó a la gente y les llevó medicinas. Todos pidieron noticias de Sakia. Ciertamente no querían llevársela, sabían que estaba bien cuidada en Pakistán. Y cuando Jon sacó su máquina de fotos para retratarlos dijeron: “Por favor, saca también una foto de este tapiz que hizo Sakia; así podrá volver a verlo” La relación entre Sakia y su familia no se ha roto, Sakia no ha sido excluída. Pasó lo mismo con Kurban, actualmente especialista de lepra en Lal. También tuvo que dejar a su familia para curarse en Pakistán, pero su padre vino a menudo en condiciones muy difíciles para visitar a su hijo. Su madre no dejó de quererlo nunca. No hay duda: la fuerza del amor es extraordinaria. Los enfermos son excluídos de la sociedad, pero los lazos familiares se mantienen. Otra constatación que hacemos a diario: un enfermo en un hospital europeo, si tiene suerte puede recibir una visita diaria de sus parientes. En Afganistán hay seis personas con el enfermo; y no piensan en absoluto en levantarse y marcharse. Recuerdo a un paciente que nos llegó con heridas terribles de bala. La aorta se había roto, por lo que se había producido una gran hemorragia. Necesitamos horas para curarlo. Sus familiares dedicaron el mismo tiempo para acostarlo, volverlo, con tal cuidado y atenciones en los menores detalles que estábamos todos admirados. No, verdaderamente no hay razones para creerse superior. DONDE LOS HOMBRES SE AYUDAN, EL MUNDO SE CURA UN POCO. CUANDO ENCONTRAMOS A GULJAN. Estábamos en Afganistán central, a la vuelta de Lal, cuando nos encontramos con Guljan. La primera parte de nuestro viaje quedaba atrás; nos habíamos llevado a Guljan, una joven leprosa que había perdido a su padre, a su madre y a su hermano. Un hermano se había eclipsado discretamente, la hermana había desaparecido… Su tío paterno la había recogido una temporada y luego la había despedido. El tío materno la recibió en su casa, pero su mujer quería echarla. Ella estaba de pie en la esquina de la cabaña donde teníamos la consulta. Tenía 15 años y llevaba el vestido rojo tradicional de las tribus montañesas, tenía los ojos color de mora y unas trenzas negras como el carbón. Le pregunté qué quería. Me sonrió tímida y muda. Le dije a Masuma, nuestra joven ayudante: “Investigar si es un caso de lepra, y si no tiene nada y sólo ha venido para ver a los extranjeros envíala a su casa”. Y ese fue el principio de la historia. Masuma, de 20 años, preguntó a la chica, conmovida y sollozante, sobre su pasado. Sí, su tío estaba allí, esperaba fuera, pero no quería volver a llevársela a su 56


casa porque su mujer le hacía escenas por causa de, … por causa de -ella se ahogaba- los leprosos, dijo por fin desesperada. Le parecía que todo el pueblo estaba en contra de ella. Le explicamos que la acompañaríamos al pueblo y hablaríamos con la mujer. ¿La lepra? Dentro de dos años estará curada. Atravesamos unos prados. Guljan me ha cogido la mano y me ayuda atentamente y con orgullo a franquear un torrente salvaje por un puente oscilante. Al acercarnos al pueblo se ocultó otra vez. Unos ojos nos observan por las grietas de las puertas. Inmediatamente las puertas se cierran. La calle del pueblo se queda desierta y nos cuesta trabajo conseguir informes sobre la casa del tío. La acogida es glacial. Después nos inunda una oleada de voces chillonas cuando avanzamos hacia el oscuro interior lleno de mujeres y niños. Nos sentamos en medio en una alfombra grasienta. Guljan se aprieta contra mí; no puedo hacer por ella nada más que esta demostración de afecto delante de todos. Como yo no hablo persa, llevan la discusión Masuma y Kurban, secundados por Jon. Después de una hora y media el asunto parece arreglado. No nos han servido té, clara señal de que nos han tomado por intrusos, pero están de acuerdo en tener a Guljan en casa. Jon nos informa: “Les hemos explicado que la enfermedad se puede curar. No han dado señales de entusiasmo, pero aceptan”. Guljan nos acompaña hasta la salida del pueblo. Allí se para, pequeñita y como perdida bajo un inmenso álamo; nos sigue con la mirada. Tomamos el camino de los prados, atravesamos el torrente para iniciar la subida hacia la carretera donde nos espera el jeep. Mi corazón está triste. ¿DÓNDE VOY A IR? De repente, un grito. Jon se vuelve y queda desconcertado: frente a él, Guljan, con las trenzas y el vestido al viento, jadeante por haber corrido. Llorando suplica: “¡Llevadme! Ellos han dicho que me quede, pero si me dejáis aquí, me echarán. Y entonces ¿dónde iré?” Silencio. ¿Dónde iré? Repetía con una vocecita perdida. ¿Dónde? Jon mira perplejo a la pequeña, arrodillada a sus pies gimiendo. “Por principio, dice él, no estoy de acuerdo en conducir a los enfermos a Pakistán. Si hemos venido aquí es justamente para demostrarle a la gente que la lepra se puede curar in situ”. Luego añade: “Pero Guljan sin duda es una excepción. Javaid conoce en Mangopir a una mujer afgana que se llama exactamente como la hermana perdida de Guljan. Quizá ella también estaba enferma y huyó en secreto” Así fue como nos llevamos a Guljan. Por todo equipaje no tenía más que una toquilla vieja que le servía de toalla, de pañuelo, de manta para dormir, de protección contra la lluvia y de velo… En el bolsillo un trozo de peine de madera. Nada más. Trepó a la parte de atrás del jeep y se pavoneaba desde allí, de cara al viento y sin lágrimas. De vez en cuando me cogía la mano y sonreía. Se integró rápidamente en el equipo. Todo fue bien hasta que quisimos volver a Pakistán.

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LARGA NOCHE ENTRE LOS MUJAIDINES. Los mujaidines no podían aceptar que dos extranjeros no musulmanes (Jon y yo) “exportasen” a una joven musulmana. La chiquilla lloraba en cada control y les suplicaba a los mujaidines: “Quiero salir, estoy leprosa; no tengo más que una hermana y está en Pakistán. Aquí no tengo a nadie, a nadie; nadie se ocupa de mí”. Estos trámites ya nos habían costado varios días de retraso. Finalmente llegamos a un puesto de control donde fue imposible negociar: los hombres ni siquiera nos escucharon, considerando a la joven propiedad suya. “Está prohibido sacar a una joven de Afganistán, nos dijeron, y en ningún caso la dejaremos irse con dos extranjeros”. Los mujaidines acampaban allí, sin mujeres. Guljan tenía 15 años y yo pensaba lo que podía ocurrir; les dije: “Yo no la dejo”. Guljan estaba en mis brazos. Los mujaidines contestaron: “Nosotros estamos en nuestro país y aquí no tenéis que dar órdenes vosotros”. Cuando cogieron a Guljan los seguí, diciéndoles: “Si la cogéis, cogedme a mí también. Es contrario a vuestra costumbre que una mujer de 15 años tenga que pasar sola una noche en un acantonamiento de hombres”. Apreté a la adolescente en mis brazos y añadi: “O nos lleváis a las dos o a ninguna, por lo menos vivas”. Aceptaron cogernos a las dos y nos encerraron en uno de sus escondites, una especie de gruta. No pudimos volver al jeep; estaba oscuro y yo no llevaba mi linterna, ni tampoco el saco de dormir. Nuestros ayudantes estaban fuera, y nosotras aisladas en aquel oscuro antro. Yo conocía sólo algunas palabras de persa y no pude hacerme comprender ni comprender lo que me decían. Verdaderamente hacía frío y estaba oscuro y húmedo. ¿Y si no nos dejaban volver a salir? Creo que si no hubiera tenido que ocuparme de Guljan habría cometido una locura: sólo para romper la fría oscuridad a nuestro alrededor; o aquel silencio amenazador; o para salir de aquel agujero, con riesgo de romperme la cabeza contra la roca. A mi alrededor la muerte había llamado de mil maneras en los campos de prisioneros alemanes y rusos; en las cárceles oscuras de los regímenes totalitarios, por todo el mundo… Y en los campamentos de los mujaidines, millares de alaridos que nadie oye. ¿Por qué? ¿Por qué, Dios, toleras esto? Y en alguna parte, lejos, otra pregunta: “¿También vosotros queréis iros?” Silencio. Luego una respuesta, una respuesta perdida: “¿A quién iremos…?”1 Guljan se acurrucó más cerca de mí y me devolvió a la realidad. Yo apreté mi capa alrededor de las dos y estreché a la muchacha contra mí. Ella se moría de risa, contenta. No podíamos hablarnos, por lo menos en una lengua que comprendiéramos las dos. Alguien entró en la gruta. Con las pocas palabras de persa que conozco pregunté: “¿Dónde está el servicio?” El hombre me cogió de la mano y luego por los hombros. A favor de la oscuridad, se convirtió, como quien no quiere la cosa, aún un poco más atrevido. Pensé en Guljan y en todos los jóvenes combatientes en el frente durante meses sin sus mujeres. Él me indicó un agujero en la pared por el que se podía uno deslizar.

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Alusión a un pasaje del Evangelio: Juan, 6, 67-68.

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UN MINÚSCULO RESPLANDOR. De vuelta a la caverna me dirigí a tientas hacia el rincón donde Guljan esperaba impaciente mi vuelta. La mecí en mis brazos y le hablé en inglés, en urdu, en alemán… Lo que le decía no tiene importancia. En esta postura nos encontró un mujaidin que entró inopinadamente con una lámpara de petróleo. Se detuvo y nos miró con una mirada pensativa. ¿Qué recuerdos podían venirle? Dios sabe lo que pasó por la cabeza de aquel hombre. En cualquier caso, nos sonrió. “Guljan, cuéntale tu historia”, le dije. Hasta ese momento los mujaidines no nos habían escuchado nunca. “Yo no tengo madre, ni padre, ni hermano. No tengo a nadie que se ocupe de mí. Estoy sola en el mundo y no tengo más que a la mujer médico, que llegó cuando yo no sabía donde ir. Estoy leprosa y nadie me quiere. ¿Dónde voy a ir?” Contó esto de manera monótona. El hombre escuchó en silencio. Un silencio atento. Cuando se marchó nos dejó la lámpara, una luz pequeña, vacilante, consoladora. Menos de diez minutos después apareció Javaid, el más joven de nuestro equipo. A media voz nos dijo rápidamente: “Podéis quedaros con la lámpara de petróleo. Y aquí está el saco de dormir y una manta para Guljan. Estamos negociando y esto se va a arreglar”. Y se marchó como había venido, a escondidas. Extendimos la manta en el suelo frío y rocoso. El joven combatiente nos trajo té, dos tazas de té caliente. Jamás un té había tenido tan buen gusto como aquel que nos trajo un amigo inesperado. Nos deslizamos dentro del saco de dormir. El saco era tan estrecho para dos personas que tuvimos dificultad para subir la cremallera. ¡Qué importa! Así tendríamos menos frío y, lo que era más importante, nadie podría acercarse a Guljan sin despertarme. Bajé la llama de la lámpara de petróleo, esperando que estuviera encendida toda la noche. A lo lejos, voces de los mujaidines; más cerca el zumbido de una mosca. Por la respiración regular de Guljan comprendí que se había dormido. CAMBIO DE LA SITUACIÓN. Llegó la mañana. Apagamos la lámpara y salimos del saco. Mientras tanto nuestros muchachos habían negociado intensamente. Al principio el comandante no se había creído que la joven fuera una leprosa y dijo: “La mujer médico duerme con ella, en la misma manta”. Nos hicieron salir para que su enfermero reconociera a Guljan. Pero ¿dónde está ese enfermero? En la montaña, a una jornada de marcha de aquí. Tenemos que ir allí bajo la protección de los mujaidines. ¡No! Teníamos que convencer al jefe aquí y ahora. Guljan tenía una mano parcialmente contraída por efecto de la lepra. ¡Cuánta pena tuve de haber llegado demasiado tarde para evitarle esta complicación que sobreviene en el primer estadio de la enfermedad! Pero esta misma complicación iba a sacarnos de la dificultad. En aquel viaje nos acompañaba otro leproso muy afectado; tenía una mano como la de Guljan. Invitamos al comandante a ir hasta el jeep. Mir Jan sacó la mano enferma por la ventana. El comandante se echó hacia detrás. Guljan tendió igualmente su mano. No hay duda, 59


los mismos síntomas, ¡la lepra! El comandante miró a Guljan con los ojos desorbitados. La noticia se propagó con la velocidad del rayo entre los mujaidines: una leprosa había pasado la noche en su campamento. La situación cambió por completo. Incluso pusieron gasolina en el depósito del jeep para que nos fuéramos lo antes posible. El comandante se excusó por el comportamiento de su unidad y nos agradeció incluso que contribuyéramos a mantener a raya la epidemia de la lepra. Desde entonces Guljan supo cómo tenía que comportarse. Al acercarse a una barrera baja mostraba ostensiblemente su mano enferma y Mir Jan hacía lo mismo. Nadie más se atrevió a detenernos.

LOCA CARRERA. Un poco después en la frontera pakistaní. Teníamos que atravesar una zona extremadamente peligrosa: una llanura abierta, sin viviendas, sin vegetación… un terreno perfecto de aterrizaje para los helicópteros rusos, demasiado alejada de los campamentos rebeldes para que los mujaidines pudieran intervenir a tiempo. En el pueblo anterior había que parar y mirar al cielo buscando un posible aparato y luego ver si había algún blindado en la zona. Si todo parecía tranquilo, corríamos, corríamos… Por lo menos se tardaban 20 minutos en atravesar el terreno. Íbamos a toda velocidad; el suelo estaba lleno de baches. Guljan, peligrosamente agarrada al borde del jeep, le gritaba al chófer: “Concéntrate en la pista, yo miro al cielo por si aparece un helicóptero”. El chofer iba agarrado al volante como un ciclista al manillar. El vehículo jadeaba, se tambaleaba, corría por la carretera llena de baches hacia los montes del horizonte. Yo me agarraba a mi asiento tratando de no perder el equilibrio ni ninguno de mis preciosos documentos; mis muchachos me los confiaron: “Tú llevas velo, nadie sabe tu edad. Nosotros nos ocuparemos de que nadie te registre. Si los rusos encontrasen esos documentos podrían condenarnos a muerte”. El momento era maravilloso y completamente loco: en pleno día esperar que no hubiera ningún helicóptero en la región, una carrera delirante con un jeep que sonaba, rugía, se bamboleaba… Me reí y pensé: “Esta es la droga que necesitarías con regularidad para mantenerte en forma”. Era necesario que yo pudiera comunicar aquellos pensamientos locos, no me los podía guardar. Me incliné, gritando en la oreja de Khaliq, enfermero inglés convertido al Islam. Estaba sentado, agarrado al asiento para no salir despedido, lo mismo que yo. Se lo dije, pues, añadiendo: ¿Te pasa lo mismo a ti? Él me miró de hito en hito estupefacto, perplejo. Nuestra travesía terminó bien, como solía ocurrir. Llegamos sanos y salvos a Pakistán. Javaid condujo a Guljan a Mangopir; la mujer afgana que llevaba su nombre era efectivamente su hermana. Javaid nos describió el encuentro: “Guljan corrió hacia la cumbre de la colina. Una mujer abrió la puerta de una casa baja y Guljan voló a los brazos de su hermana; yo no pude correr tanto como ella y creí que estaría feliz; pero se puso a llorar, llorar, todo el día…” 60


“¿Sabes, Javaid, le dije. Eso ocurre cuando se es muy feliz” “Sí, sin duda, porque es una chica…” Guljan… El mundo se cura un poco cuando la gente sencilla se ayuda, pensé otra vez. Durante la noche en la gruta, mientras el sufrimiento del mundo amenazaba con derribarme, la cálida cercanía infantil de Guljan me permitió remontar la oscuridad. El “sí” de Jon a la joven y la atención sostenida con ella han abierto una nueva vida a Guljan. Hoy está casada. La última vez que la vi me sonrió, con su espléndido traje de boda, con una sonrisa cómplice y profunda que sobrepasa la duración limitada de nuestra existencia. ESPERANZA Y DESESPERANZA. Hay días de esperanza y de desesperanza. “¿Desde cuándo está enfermo el niño? “Desde el otoño” Diez meses. El niño (7 años) gime y se retuerce de dolor. “¿A qué ritmo le sobrevienen las crisis?” “Una o dos veces al día”, responde el anciano. “¿Y cómo no lo habéis llevado antes al médico?” “Pero ¿dónde?” me pregunta. “A Kabul”, le digo. “El niño no tiene padres”, me dice el hombre. Algunos días las olas de sufrimiento te sumergen. El chico sin duda tiene piedras en el riñón. Quitarlas no es una operación difícil. Pero sin radiografías, sin anestesia, sin esterilizador… ¿qué hacer? Yo no conozco aún suficientemente el país para saber que el nivel profesional de nuestros médicos sobrepasa con mucho a lo que se ofrece a una población con medios rudimentarios. Hay días en que somos muy pragmáticos, pero otros… “¿Qué ocurre?” pregunta Jon. “Nada”, le digo.

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Tras este niño que se retuerce en el suelo arcilloso, veo a todos los demás niños torturados en los campos nazis, en América del Sur, bajo la brutalidad de los ejércitos gubernamentales… Jon insiste: “Sí. ¿No te encuentras bien?” Le contesto: “No puedo oír gritar a ese niño”… Le inyectamos un espasmolítico. Al cabo de unos minutos, sonríe tranquilo y se duerme en el suelo. “Tenemos que improvisar algo, le digo. Yo no puedo operar aquí, sin anestesia,… me falta experiencia…” “Mándalo a Kabul”, propone Jon. “Pero ¿cómo? Los autobuses están paralizados desde que se reanudaron los combates”. Jon tiene una idea: “Pero los camiones aún circulan. Los soldados dejarán pasar al anciano con el niño enfermo, y los grupos gubernamentales no les dispararán. Una vez en Kabul, que vayan al hospital, todavía funciona. “Pero entonces ¿por qué no han llevado antes al chico a Kabul?” “No tienen dinero” responde Jon. Le preguntamos al anciano cuánto necesitaría. “10.000 afganis”, dice (unos 150 euros). Se le ilumina el rostro cuando le prometemos ayuda. Incluso aunque no lo percibamos la mayoría de las veces, de vez en cuando se nos concede hacer esta experiencia en el fondo del corazón: ¡Todo esto vale la pena.

¿CAMBIAR LAS METRALLETAS POR INSTRUMENTOS MUSICALES? MINAS PARA MATAR A LOS NIÑOS. Rodamos por la “carretera principal”, a menos de media hora del hospital de urgencia. Llaman “carretera principal” a una pista que se reconoce no sólo por las señales de las ruedas, sino por una intensa circulación de vehículos que han consagrado esta pista en kilómetros de arena. “¡No te apartes de la pista!”, le ordena Jon a Zaffar cuando inicia el adelantamiento de un tractor. La pista me parece que no tiene peligro y el tractor levanta una nube de polvo. Pregunto: “¿Por qué no?”

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“No hace más de una semana, explica Jon, un jeep saltó aquí sobre una mina. Ciertamente los bombardeos han disminuido, pero los accidentes debidos a las minas han aumentado en esta región de Loman”. En otoño los rusos habían atacado e invadido Loman. Se habían parapetado allí resueltamente y los aprovisionaban por el aire; ya no había ninguna pista para hacerlo por vía terrestre. Después del invierno, muy riguroso, los rebeldes atacaron. Jon formaba parte de las tropas rebeldes como soldado de sanidad; más tarde me contó: “Cuando tomamos Loman y vimos los refugios abandonados por los rusos, se me deshacía el corazón pensando en las condiciones en que habían soportado aquellos jóvenes el invierno terrible, en aquellas barracas de chapa ondulada. Temiendo constantemente los ataques de los mujaidines (que no son bondadosos con sus prisioneros)… que hubieran tenido que pasar el invierno en estas condiciones me pareció brutal e inhumano”. La violencia siguió después de marcharse los rusos, porque ellos habían minado toda la región. Cuando los indígenas quisieron desmontar las minas hubo más muertos y heridos que en los enfrentamientos. “Hay una cosa que no comprendo, dijo Jon. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien fabricar minas de colores, que parecen juguetes? ¿Cómo alguien que tiene hijos o que al menos una vez ha visto jugar a los niños puede hacer esto? Para mí eso es incomprensible”. El 50% de los heridos eran niños. BUSKASCHI. El “buskaschi” es un juego popular afgano que se está haciendo revivir. Es una especie de polo. Hombres a caballo disputan por una cabra cubierta de paja. Gana el que la levanta con un bastón y se la lleva. El origen del juego es una antigua costumbre por la que los afganos trataban a sus prisioneros como a la cabra. Para mí asociar la guerra con un juego era insoportable y yo era incapaz de asistir a semejante diversión. Me recordaba el horror de la guerra entre rusos y afganos, una guerra brutal y horrible. ¿Por qué tenemos tanta dificultad en creer en la fuerza de la no-violencia? Cuando tratamos de creerlo comprobamos lo difícil que es.

LA MÚSICA DEL HIJO DEL HÉROE. Esta mañana en la consulta, mientras se tomaba la tensión, R. había colocado a su hijo de 3 años entre su metralleta y el fusil de su amigo. El niño no tenía nada mejor que hacer que inspeccionar más de cerca el brillante metal de las armas y en seguida descubrió que golpeando con una cuchara hacía música: ding-dong, dingdong…

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“Escúchame Jon, necesito una foto: así queremos que se transforme un día todo este tinglado”. Se lo dije en inglés. En persa sonaba de otra manera para R.: cuando vio a Jon preparar la cámara comprendió que queríamos retratar a su hijo. Se levantó de un salto, puso al niño en posición de firme con la metralleta. ¡Así tenía que salir en la foto! Jon la tomó entre aplausos de los mujaidines presentes. Yo no conocía el persa suficientemente para explicarles que había pedido la foto no para tener un retrato de un hijo del héroe armado con una metralleta a los 3 años. Al contrario, yo no quería enterrar mis sueños: nosotros habríamos fundido las espadas para hacer con ellas rejas de arado antes de que el niño hubiera llegado a la edad adulta, habríamos transformado las metralletas en instrumentos de música… SÓLO VEN AL ENEMIGO. En alguna parte de Pakistán, cerca de la frontera afgana, buscando leprosos nos encontramos por casualidad a un alemán que trabajaba en el servicio afgano para los refugiados. Hermann se interesó por nuestro manual “Reconocer y curar la lepra”. Él forma a los afganos para primeros auxilios “Sólo aprenden por la práctica”, dice. Tiene razón, yo también lo he comprobado. “Para que comprendan el mecanismo de la respiración hemos disecado una cabra. Luego hemos hinchado y después comprimido los pulmones. Se han reído diciéndonos: No es raro, es una cabra. La próxima vez lo haremos con un ruso”. Yo escucho estupefacta. Mi corazón se me sale por la boca y pregunto: “¿Qué les dijiste a aquellos jóvenes?” “¿Qué les podía decir?”, me pregunta Hermann, mirándome de hito en hito y sin comprender. El espanto me persigue hasta por la noche en mis sueños. ¡Yo sé, sé demasiado, demasiadas cosas! De las dos partes. Por los dos lados sólo ven al enemigo, no ven al muchacho por el que llora una madre y tiembla una mujer. Ven al ruso, al afgano, al enemigo… UNA FOTO EN EL “TIMES”. Mucho más tarde delante de la “casa de huéspedes” del hospital esperamos la cena. Ayer por la mañana el menú era tortas y judías verdes; hoy a mediodía tortas y judías verdes. Y ahora esperamos la cena: tortas y judías verdes. Alguien ha llevado un número atrasado del “Times”; lo ojeo: Ella sueña con un reloj Rolex. Él , un ejecutivo joven muy dinámico construye su porvenir con IBM. También hay un reportaje sobre Afganistán. Lo ya leído cien veces, nada nuevo. Paso las páginas y caigo sobre una foto: un prisionero ruso en un grupo de mujaidines; un rostro joven entre los barbudos. No hay miedo en la mirada del ruso, no, solamente la mirada perdida. ¿Para qué gritar? Su madre no lo puede oír. ¿Para qué huir? Rusia, su patria, está lejos… Quizá sólo ha sido un sueño y nunca ha existido una madre, una patria. Me levanto y trepo por la ladera de la montaña sembrada de bloques de piedra. No quiero que los demás me vean llorar, y recuerdo: la larga noche en la gruta a merced de los mujaidines (antes de que todo se arreglase), luego mis chicos con una 64


lámpara de petróleo (“negociamos, todo irá bien”). Dios mío, ahora que estoy en Afganistán ¿por qué no puedo ayudar a ese joven prisionero ruso? Tú lo sabes, yo arriesgaría mi vida cantando (si me concedes la gracia) para estar cerca de uno solo de esos jóvenes rusos… “Doctora” me grita Hassan, “que se enfría la cena”. Tortas y judías verdes. Pero esta vez nos han reservado una sorpresa: además hay rodajas de cebolla. Bajo tropezando. Ellos hacen pocos prisioneros. ¿Dónde los van a llevar? ¿Cómo alimentarlos cuando no tienen pan suficiente para los combatientes? ¿Quién ha obligado a estos campesinos a matar? ¿Quién decide que tienen que morir los jóvenes llegados de Rusia? ¿Quién? ¿Quién ha notado que hay un hombre entre nosotros que se calla porque no comprende el persa? LOS MUROS DE JERICÓ. Cuanto más me comprometo en los acontecimientos y me sumerjo en la situación de Afganistán, más penosa se hace para mí. Incluso después de la salida de los rusos se me quedan estas imágenes: niños que no tienen ninguna posibilidad de ir a la escuela y han crecido con un fusil a la espalda; madres llorando a sus hijos muertos en la guerra; campos arrasados; infraestructuras destruidas; hambre en la montaña; penuria de recursos médicos; y esa cultura de la violencia que ha alimentado la guerra. “A pesar de todo” considero nuestro trabajo como un compromiso político, aunque nos distanciemos de la política diaria: caminamos todavía y siempre y por mucho tiempo más, daremos siete vueltas a los muros de Jericó. Y llegará el día en que nuestras trompetas sonarán y los muros se derrumbarán. Donde alguien siembra la paz, está sembrando esperanza en gratuidad total.

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EL MODELO Y EL ALUMNO. (Cap. 13) TELEGRAMA DEL DR. VANNI. El Dr. Vanni es lo que se llama un hombre difícil. Y también es un milagro. Es un sacerdote-médico italiano de mi edad. Tuvo que ser evacuado de Afganistán por graves problemas de salud. En 1984 yo viví cosas terribles en Afganistán. En aquella época la financiación de nuestro programa todavía no estaba garantizada. Tuve que volver a Pakistán, porque la situación allí también era problemática. Nuestro proyecto “lepra” se convirtió en un servicio de medicina general y tuve que preparar a nuestros asistentes especializados en lepra. Durante aquel difícil período, Hamid, el “Leprosy Field Office” de Beluchistán, me sugirió: “¿Por qué no le escribes al Dr. Vanni?” En realidad yo no había pensado en él. Pero le mandé una tarjeta postal y me contestó con un telegrama: “Llego inmediatamente”. Vino, aunque se encontraba mal. Nuestro proyecto “Pakistán” se encargó de los gastos. Pero nuestros donantes, inquietos, nos escribieron: “Por amor de Dios, no vayas a contratar al Dr. Vanni”. Según parece, en el pasado ellos lo habían llamado tres veces y las tres veces él les dio un portazo. Les contesté que sin duda eso era cierto, pero que no tendría importancia en cuanto trabajase con nosotros. Y verdaderamente nuestros chicos de Afganistán lo apreciaron mucho. Ciertamente tiene su personalidad. Por ejemplo, por la mañana necesita un huevo en el desayuno. Todo el equipo de los asistentes corre por los pueblos para encontrar el huevo para el Dr. Vanni. Es verdad, eso no se puede evitar, hay que aceptarlo como es. Habla perfectamente el persa, el árabe también, conoce el Islam como ninguno de nosotros. Se puso a dar clases de anatomía en persa a nuestros muchachos afganos. Cuando cayó enfermo, sus alumnos no le dejaron marcharse. “Vigilaremos para calentar su habitación todos los días; y cada mañana tendrá su huevo. No necesitará trabajar. Solamente es necesario que siga dando sus clases”. SANTA CÓLERA. Su salud declinó. Pero declaró que estaba dispuesto a trabajar en el hospital, evitando de este modo penosos viajes. El Dr. Vanni había trabajado ya con nosotros durante la fase inicial del proyecto “Pakistán”. Cuando viajamos con él a Beluchistán por primera vez estuvo abrumado por sus males. Padecía de úlceras de estómago y no podía comer esto o lo otro. Por la noche en la primera etapa no disponíamos más que de una habitación con una cama. Y según la sabiduría antigua esa cama pertenecía a las mujeres. Él tendría que dormir en el suelo donde cantaba un grillo… Naturalmente, le cedí la cama no sin pensar: Pero ¿qué ocurrirá en el desierto? Y allí, menos de tres semanas después… ¡el milagro! comió pan duro como la piedra; subió en un camello, y Dios sabe que no es cómodo; incluso durmió en la arena, bajo la inmensa bóveda celestial al lado del camello… Cuando volvió de la expedición había engordado casi quince kilos, a pesar de sus úlceras de estómago. Más tarde fue contratado por el gobierno. Vanni es un 66


superdotado para las lenguas, es como una esponja. Si entra en una región lingüística, cuando sale de ella habla la lengua (el brobi, al contrario, tampoco él pudo aprenderlo). Luego una noche fue expulsado por el presidente Bhutto. Fue Hamid quien me contó la historia del despido. En aquella época los montañeses rebeldes de Beluchistán, como ahora los resistentes afganos, llevaban una guerra santa contra un gobierno sin fe. Vanni iba a menudo a la montaña, la región de los rebeldes, para atender a los muchos leprosos. Durante la guerra el gobierno había empezado a bombardear los pozos y las fuentes de agua potable. Eso significaba la muerte de la tribu afectada. Al volver de un viaje donde había comprobado el desastre que representaba la destrucción de aquellos pozos, Vanni participó en la fiesta dada por el comisario del distrito a los notables de una pequeña ciudad cabeza de distrito. Y allí, Vanni se colocó en medio de los invitados y les dijo con un tono cada vez más exaltado: “¡Vosotros arrellanados aquí os llenáis la barriga, mientras fuera las mujeres y los niños de vuestra propia tribu se mueren de sed!” Evidentemente a los convidados no les gustó absolutamente nada. Registrando un acantonamiento de rebeldes encontraron unas cajas de conserva italianas: sólo podían proceder del Dr. Vanni. Ya habían encontrado pretexto para acusarlo: Vanni apoyaba la resistencia. En realidad sólo había dado de vez en cuando a un grupo de rebeldes hambrientos algunas cajas sacadas de sus propias reservas de provisiones. Esa fue la “razón” de su expulsión. “MI SUEÑO DE SIEMPRE” Hamid tenía unas relaciones muy especiales con el Dr. Vanni. Por su compromiso constante con los leprosos, Hamid se había forjado una excelente reputación ante la administración provincial. Todos lo admiraban (aunque algunos lo hacían a regañadientes). Su carrera fue rápida; se había casado con una penjabí, una profesora, con la que tuvo cinco hijos; tejió las relaciones más sorprendentes con las redes clandestinas de Afganistán. Jamás me explicó cómo lo había conseguido. Pero toda nuestra aventura afgana habría sido imposible sin la ayuda de Hamid. Siempre nos facilitó la tarea en Afganistán negociando con los jefes. Siempre encontraba un medio para hacernos llegar las medicinas de Quetta. Y a nuestra vuelta, su sonrisa luminosa y feliz, nos daba siempre la impresión de que volvíamos a casa… Hamid no se encargó únicamente de reiniciar el trabajo del Dr. Vanni en Beluchistán; también fue su “discípulo”. Lo descubrí en uno de mis viajes en su compañía. Acabábamos de recibir un nuevo Land Rover para Beluchistán y Hamid insistía en conducirlo él mismo. Durante aquel monótono viaje me habló un poco de su vida. Su padre y su madre no eran de la misma tribu, lo que es excepcional (en general se casan con alguien de la misma tribu). Después de los estudios secundarios él fue contratado por el gobierno. Pasó de una oficina a otra, siempre esperando encontrar por fin un puesto de verdadero servicio público en el que la principal preocupación 67


no fuera saber cada día cómo conseguir el máximo de jarras de vino. “Siempre he pensado que debía ser posible vivir para los demás, para los pobres. Si no ¿cómo Alá me había puesto este sueño en el corazón?” Entonces encontró al Dr. Vanni. “Y Vanni hacía exactamente aquello que yo había soñado durante todos esos años. Entonces supe que necesitaba trabajar con él. ¿Él se ocupaba de la lepra? Pues yo lo haría también.” Al principio de esa colaboración Hamid trabajó durante unos años en condiciones muy difíciles. Cuando una noche el italiano fue expulsado, le dijo: “Hamid, te confío el trabajo. Cuida a nuestros enfermos, no los abandones”. Y yo acepté a Hamid con esta función. Cubiertos de polvo y sedientos, seguíamos rodando por la misma pista. “¿Te queda aún una naranja?” me pregunta Hamid. “Yo creo que todavía hay una”. “¿Quieres pelármela, por favor?” Pelo la naranja. “Y ahora pártela en trozos pequeños.” La parto. “Pon ahora los trozos en el salpicadero del coche, delante del volante”. Obedezco otra vez. “Eso es, me dijo pensativo, es lo que he hecho siempre para el Dr. Vanni.” Yo comprendí el sentido de este ritual. Hamid era responsable, como lo había sido Vanni. Conducía el jeep como Vanni. Le puse la naranja delante del volante. La identificación era total. Más adelante uno de sus amigos lo paró y le dijo: “¡Vaya! yo no sabía que conduces”. Hamid sonrió. “En efecto, he aceptado un puesto de chófer”. Cuando en el puesto de control se comprobó la identidad de cada uno, yo presenté a Hamid como responsable del programa “lepra” para toda la provincia. Y cuando su amigo abrió de par en par los ojos con asombro, añadí: “Yo solamente lo acompaño”. Era maravilloso. Nuestra aventura del amor al prójimo descansa en hombres así. Ellos continúan alimentando la esperanza en Afganistán y en Pakistán.

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