

Granos de polen
Revista editada por Pol Ribas Domènech
ÍNDICE DE CONTENIDOS
POESÍA
XXXI (Federico Sabir)
Poésie (Paul Valéry, trad. por Estela Martín)
RELATOS
Libre (José Merat)
Efemérides de un día cobarde (Pol Ribas)
ENSAYO
La muerte de Dios: Un brevísimo estudio entorno a la sentencia de Friedrich Nietzsche (Milo Galiano)
ProblemáticasypuntosencomúndelamímesisenlossistemaspolíticosdePlatónyAristóteles (Pol Ribas)
CRÍTICA
Los cursis (El lector decadente)
AnálisisdelaprioridelaausenciaenPoesíamasculinadeLunaMiguel (Alberto Romero)
Brevesapuntessobrelapapilionabokovia (Pol Ribas)
XXXI.
De niño, las manos primero fueron paredes, encerronas de carne tras las cuales, intermitentemente, me salía el mundo al encuentro. Y qué más daba qué era una geometría o qué era un fantasma.
Ya en la adolescencia, las manos se me revelaron como un manojo de llaves torpes, inadecuadas, deformes, pero llaves que me dieron acceso a la cerrada holgura de otro cuerpo torpe, inadecuado, deforme.
Ahora, en mi madurez, busco manos entre las almohadas, busco manos bajo los sauces del parque; manos que ablanden la cruel rigidez de la corteza del árbol, que allanen las esquinas del mobiliario; manos que me hagan de pantalla de la luz del sol, y sobre las que reclinarme cuando termine agotado de oscilar entre tantos puntos de fuga.
Una circunferencia, silenciosamente, me va cercando, año tras año, y siento que esos mundos, sin diámetros ni simetrías, son algo que no me puedo permitir por mucho tiempo. Porque una mano. Porque una mano me encerrará de nuevo en una casa de fantasmas. Y no habrá mundo que valga, no habrá mundo que valga más allá de una mano.
Federico SabirPoesié Parlasurprisesaisie, Unebouchequibuvait Au sein de la Poésie Enséparesonduvet:
-OmamèreIntelligence, Dequiladouceurcoulait, Quelleestcettenégligence Quilaissetarirsonlait!
Apeinesurtapoitrine, Accablédeblancsliens, Meberçaitl'ondemarine Detoncœurchargédebiens;
Apeine,danstoncielsombre, Abattusurtabeauté, Jesentais,àboirel'ombre, M’envahir une clarté!
Dieuperdudanssonessence, Et délicieusement Docile à la connaissance Dusuprêmeapaisement, Jetouchaisàlanuitpure, Jenesavaisplusmourir, Carunfleuvesanscoupure Mesemblaitmeparcourir...
POESÍA
Por la sorpresa asida una boca que veía del seno de la Poesía separa su plumón:
¡Oh, mi madre Inteligencia de quien la dulzura que fluía! ¿Cuál es esta negligencia que deja extinta su leche?
Apenas sobre tu pecho, cargado de blancas uniones, me acunaba la ola marina de tu corazón cargado de bienes;
Apenas, en tu cielo sombrío, abatido sobre tu belleza, ¡Sentía, al beber la sombra, invadirme una claridad!
Dios perdido en su esencia, y deliciosamente dócil a la conciencia del supremo apaciguamiento,
Yo tocaba la noche pura, y ya no sabía morir, pues un río sin interrupción parecía recorrerme…
Dis,parquellecraintevaine, Parquelleombrededépit, Cette merveilleuse veine Ameslèvresserompit?
Origueur,tum’esunsigne Qu’àmonâmejedéplus!
Lesilenceauvoldecygne Entrenousnerègneplus!
Immortelle,tapaupière Merefusemestrésors, Etlachairs’estfaitepierre QuifuttendresousmonCorps!
Desdeuxmêmetumesèvres, Parquelinjusteretour?
Queseras-tusansmeslèvres?
Queserai-jesansamour?-
MaislaSourcesuspendue Luirépondsansdureté:
-Sifortvousm'avezmordue Quemoncœurs’estarrêté!
PaulValéryDi, ¿por qué vano temor, por qué sombra de despecho, este maravilloso fluir se rompió en mis labios?
¡Oh, inclemencia, tú eres un signo de que a mi alma yo disgusto! ¡El silencio en el vuelo de cisne entre nosotros ya no reina!
Inmortal, tu párpado me rechaza mis tesoros, y la carne es hecha piedra ¡la que fue tierna bajo mi Cuerpo!
De los dos incluso tú me privas, ¿Por qué injusto retorno?
¿Qué serás tú sin mis labios?
¿Qué seré yo sin amor?
Pero pausada la fuente, le responde sin aspereza:
- ¡tan fuerte usted me ha mordido que mi corazón se paró!
Trad. por EstelaAl verla, supe que había triunfado de nuevo. Una nueva victoria. Otra más para engordar mi inteligencia. A lo mejor amaso una especie de privilegio divino, una capacidad sobrenatural para sobreponerme a todos los obstáculos. Me siento invencible, pleno, total. Ojalá algún día inventen una máquina capaz de congelar momentos como este. Así no podré olvidarlo nunca.
Podría mirar durante horas a la mujer que tengo enfrente, cómo los hilos de esparto anaranjado caen sobre el ángulo recto de sus hombros. Algunos, los menos robustos, rebotan, formando una pequeña ondulación, y caen rendidos por el alud de su espalda. Y esa nariz, ¡esa nariz! Seguro que todos los aromas serán distintos al entrar por sus fosas nasales. Si fuese el olor de una tubería, preferiría mil veces entrar por la anchura de su nariz, más cómoda, más grande y voluminosa, que por otras; si fuese la luz, desearía proyectarme sobre cualquier bombilla para cegar la atención de sus pupilas negras y expandirme, como el universo, por sus entrañas.
Cómo no sentirme afortunado, si lo he vuelto a conseguir. Voy a guardar la compostura, me quedaré en mi sitio, sin pedirle cuatrocientos ochenta brindis. Ganas no me faltan, porque de nuevo he vuelto a engañarle. A ella no, claro. Mi cita, Gema, no me gusta nada, pero ella no sabe que mi aplicación de citas sigue sugiriéndome mujeres que no me atraen. Victoria magistral. He conseguido colarle una nueva mentira.
Tenía dudas antes de que Gema llegara a casa, ¿y si caigo preso de los caprichos pueriles de la sociedad y me acaba gustando? ¿Cómo superaría la decepción interna de haber hecho match con una persona con la que pueda superar la primera cita? ¿Y si me convierto en uno de ellos y dejo de formar parte de la resistencia? Pero no, qué alivio. La app sigue sin conocerme. No tengo nada contra ella, debe ser una chica de lo más agradable. Así, a priori, no me gusta. Prefiero el pelo negro y los ojos verdes, pero esto nadie lo sabrá nunca. Al menos, hasta que siga resistiendo. Su voz de experimentada fumadora interrumpió mi celebración interna.
–¿Y a qué te dedicas?
¡Vaya! Creo que vas un poco rápido, respondí. En realidad, no le dije esto. Pero debí hacerlo.
–Soy médico de animales.
Dos cataratas de vino salieron por las profundísimas puñaladas que Gema tenía en la nariz, poniendo todo el mantel perdido de rojo pasión. Sus carcajadas, cada vez más estridentes, rompieron mi armonía, tan íntima y ceremonial. No conforme con manchar mi mantel, dio una patada a la silla y se echó al suelo, como uno de mis pacientes. Se retorcía de enmarañada en sí misma, sin descanso, ¿qué sería tan gracioso? ¿Operar animales? Soy otorrino, le dije. Esa afirmación sigue sin ser cierta, pero tuve que salir con algo.
–¡Qué ocurrencias tienes, Jorge! Tengo un primo que también es veterinario, igual
os conocéis. ¿Te suena Pedro Onorato?
–Te digo que soy otorrino, no veterinario. Hace treinta años, hubiera admitido que atiendo a personas. Pero ¿ahora? ¿Has visto a las gentes que estropean las calles? ¿Cómo llamarlos personas, igual que tú y que yo? –le brindé la oportunidad de ser una persona, aunque todavía no lo supiese con rotundidad.
Gema tocó el cuello de mi copa con sus alambres de piel y la retiró un poco. Aprovechó que me había agachado a coger del suelo un trozo de la sangre encebollada que estábamos cenando, pensando que no me percataría. Pero lo hice, claro que lo hice. A medida que tenía gestos o preguntas insoportables, mi gozo iba en aumento. Otra vez, sí, otra vez lo había engañado. Mientras mi cuerpo se batía en duelo por seguir atento a la cita, la mente ya llevaba tiempo celebrando el triunfo.
Detestaba lo que ocurría a mi alrededor: su voz pedregosa, que solo sonaba para disparar estupideces y preguntas estériles; esta música idiota que sale del tocadiscos, ¿a quién le puede gustar Vivaldi?; y esta comida, perfectamente espantosa. ¿Sería esta mi obra maestra?
En alguna ocasión, cuando el algoritmo de mi app de comida para llevar me recomienda platos que, en el fondo, me gustan, pido casquería y le doy la vuelta al marcador. Por mucha gente que tenga trabajando detrás, siempre consigo engañarlo con un menú extraño. Lo sé porque, en los días posteriores, me aconseja platos asquerosos que jamás pediría en plena disposición de mi libertad. La estrategia para desconcertarle resulta infalible.
Mi cita luchaba por encajar la lengua de vaca, pero no podía ocultar que le daba asco. Le invité a tirar la sangre por la ventana y accedió, con el compromiso de que lo hiciera en la basura. ¿Tarta de zanahoria, Gema? Soy alérgica, lamentó. Ah, todo marchaba sobre ruedas. Paseo militar hacia la victoria.
–A mí me gusta comprar comida en negocios pequeños, ¿sabes? –le expliqué–. No estoy acostumbrado a pedir comida a casa, prefiero verme con el vendedor, cara a cara, y revelarle mis gustos en secreto, previa promesa de que no los descubrirá a nadie.
Quise esforzarme por excusar mi estrategia, que, en el fondo, había diseñado al detalle, y alegué que me había mudado hacía pocas semanas. El proceso de encontrar nuevos comerciantes, asegurarme de que no son parte de la sociedad, poder entablar una conversación con ellas y, si todo encaja, comprarles productos, puede durar un puñado de meses. Su respuesta me hizo sentirme perdedor por un instante, porque se mostró comprensiva y amable conmigo.
–Si quieres, puedo pedir algo y nos lo traen en un rato.
No tenía reacción para semejante gesto, tan cordial y afable, así que decidí responder con un golpe bajo, que, por cierto, he olvidado por completo, para no tener que revelarle la dirección de mi casa.
revelarle la dirección de mi casa.
Bebió algo más de vino y fui a por más, así olvidaría que se había quedado con hambre. Claro que nadie, en su sano juicio, rechaza más vino. Sobre todo, si es gratis. Al volver de la cocina, Gema estaba intentando encender mi altavoz.
–¿Ponemos algo de música animada? Además, el gramófono este suena altísimo y apenas puedo escucharte cuando hablas hacia abajo.
–De acuerdo, cambiaremos la música. Pero con la condición de que no la reproduzcamos en mi teléfono y que la elijas tú, por favor.
Por supuesto, se sorprendió. Soy consciente de que la defensa de mi libertad no siempre es comprendida. Aun menos por Gema, que, a todas luces, se comportaba como un animal más. Puso a un grupo de tíos que solo hacían vociferar y tocar una música espantosa. De haberlo sabido, no me hubiese importado meter esta bazofia entre mis cookies. Sus intentos por destrozar el trampantojo que me había montado quedaron en vano; odiaba con todas mis fuerzas su música.
Aunque quedaba la prueba más difícil. Si la superaba, lograría alcanzar el mayor nivel de desconcierto que un algoritmo podría tener con un ser humano. En las aplicaciones de citas es muy común que, durante el primer encuentro, los monstruitos se regalen un libro. Monstruitos ellos, por supuesto. Como usted verá, estimado lector, sigo vivo entre tanta mediocridad.
Cuando abrí su ejemplar, envuelto de manera correcta en un papel con espantosos caballitos de mar, mis neuronas eyacularon. La tapa rosa y blanda me hizo presagiar que el título sería Lolita, de Nabokov. En efecto, era ella. Lola, quiero decir. Odié su lectura con todas mis fuerzas. No disfruté ni una frase de la novela, tan pesada y psicótica. La cosa no hacía más que mejorar.
–¿Te gusta el libro? –preguntó Gema.
–Me gusta el regalo –¿por qué iba ser necesario precisar tanto?
Yo le regalé un ejemplar de la Torá con las tapas de piel de serpiente, los bordes de las hojas de color dorado y unas tiras de tela que hacían las labores de marcapáginas. Un espanto en tres dimensiones, un regalo pordiosero y miserable, con la misma excusa de que no conocía librerías de confianza. Gema opinó, con evidentes signos de disconformidad, que, igual que había pedido Torá por internet –venía precintada con el logotipo de una conocidísima librería online–, podría haber pedido una novela cualquiera. No me esforcé en convencerla de que las liturgias judías podían ser interesantes para ella.
–Verás, Gema. Ahora mismo peleo una importante batalla.
Antes de siquiera acabar la frase, ella se marchó por el pasillo. Lo próximo que sentí fue el sonido de sus dedos encendiendo interruptores con violencia. Cuando ya lleva-
cuatro, paró. Hice cuentas y concluí que habría encontrado el cuarto baño. El sonido de la puerta al cerrar venía de la zona meridional de la casa, así que venía del cuarto de baño. Por supuesto, su huida no impidió que yo siguiera hablando.
Quise explicarle cuánto me había esforzado por engañar al algoritmo de internet durante los últimos tres años, que no estaba dispuesto a echarlo todo por la borda. ¿Acaso creerían esos pelos de zanahoria que es cómodo pedir los taxis a tres kilómetros de mi casa para que no sepa mi dirección? Ah, sí, esta gente que entrega su alma a las cookies piensa que todo son clicks, rapidez y facilidad. Mientras tanto, internet fulmina sus bolsillos con ofertas suculentas, nuevos productos y otras migajas a cambio de vender su privacidad. Pues, ¿sabes, Gema? No, no me gusta la sangre encebollada. Ni las tartas, en general. No soy judío y detesto la música clásica. Pero ¿qué quieres que haga? ¿Vender mi libertad? Del resto de lindezas que dirigí hacia el pasillo no me acuerdo, pero sí elevé el tono de voz para asegurarme de no tener que repetir mis argumentos cuando volviese a la mesa.
–Entonces, ¿todo es mentira? –gimió desde su nueva guarida– ¿Quiere decir que yo tampoco te gusto?
–A decir verdad, me has parecido agradable. Como dicen los franceses, eres mignone. Pero, como el algoritmo de la app de citas no puede reconocer la personalidad de los perfiles, ¡qué más me da reconocerlo! Es más, si quieres, podría revelarte algunos de los secretos en donde custodio mi libertad. Claro que, para ello, tendríamos que salir a pasear a algún lugar sin micrófonos.
Gema volvió a la mesa con gesto tibio. Durante veinte eternos segundos, no supe si la defensa de mi reino le hacía gracia o le horrorizaba. ¿Y si ella trabajaba para la app de citas y, dándose cuenta desde su departamento de desarrollo de negocio que alguien estaba dando demasiado mal los likes, ha venido a ponerme a prueba?
–Eres un bocazas, Jorge –eso ya lo sabía de mis años en el colegio –. Ahora mismo, podría denunciarte al Ministerio de Tecnologías y serías apresado. No tendrías escapatoria, ellos tomarían las cookies de tu ADN. Pero me has gustado, ciertamente. Así que te propongo un pacto: yo también quiero ser libre, como tú. Enséñame cómo serlo.
Me sorprendió la decisión con la que Gema quería volver a ser humana. Reconoció estar cansada de saber que le encanta a todos sus amigos, recibir anuncios de películas que le encantan, y, más harta aún, de recibir productos de desconocidos porque la app donde pedía los taxis vendió los datos de sus clientes a una cadena de supermercados; desde entonces, sus admiradores le envían cosas a casa. A mí me asustaba su amenaza de denuncia, porque las formas con las que el Ministerio de Tecnología extrae los gustos y preferencias de los ciudadanos, cuando se rebelan contra el algoritmo, son escalofriantes.
–Empecemos por lo primordial: ¿cuál es tu verdadero nombre? Si no es Jorge.
Agua, necesitaba agua. O un pelotazo; líquido, lo que sea. Disparé mis pasos hacia la cocina, a toda prisa. Abrí los cajones de los cubiertos, no sé para qué. ¿El frigorífico? Nada, vacío. Miré en la despensa, por si hubiera alguna botella a temperatura de ambiente, pero también desértica. ¿No había ninguna botella en la cocina? No me lo podía creer. Ni siquiera un tarro, algo identificativo. Metí la boca debajo del grifo para saciar mi irritación, a pesar del espantoso sabor a cal que trae el agua de esta ciudad. Estuve debajo de la tímida cascada mucho tiempo. A lo lejos, escuchaba las risas de Gema, cómo las piedras de su voz gargajeaban en cada exhalación, la compuerta de sus labios soltar humo, supongo que humo, y el movimiento de las sillas. Su pregunta había desatado una hecatombe en el salón.
Desde que decidí ser libre y luchar por engañar al algoritmo de internet, nadie me había hecho una pregunta tan personal y directa. En la cocina, no había nada que tuviese mi verdadero nombre anotado. Todas esas cosas no eran mías. La mesa me era ajena, me daba arcadas, como la silla, la lámpara o el resto de los utensilios que habitaban la encimera y que, por supuesto, había comprado a disgusto para engañar al algoritmo.
Me desabroché la camisa, los pantalones y los zapatos y volví al salón semidesnudo.
–En realidad, no recuerdo mi verdadero nombre.
José MeratEfemérides de un día cobarde
Tal día como hoy, alrededor de las seis y veintitrés, abrió los ojos porque le dolían incesantemente los párpados. Durante un rato, se estuvo removiendo bajo las sábanas, como discerniéndose. Finalmente se deshizo de ellas. Puso los pies sobre la alfombrilla y, con los dedos aún entumecidos, estuvo unos segundos frotándose con la textura rugosa de la alfombra. Miró lánguido hacia la ventana. La luz mortecina, que caía en rotas espirales sobre la materia gris y esponjosa, apenas alumbraba todo y nada. No encendió la lamparilla, no hacía falta, la delgada fibra de luz le bastaba para intuir lo que había a su alrededor. Una antología en la mesilla de noche, su despertador marcando erróneamente las seis y dieciocho, un par de camisas de lino deshilachadas en el perchero, una sombra extraña en la esquina noroccidental que trató de ignorar, un pequeño baúl de caoba vacío al pie de la cama. Su cuerpo empezó a habituarse a la sangre. Sintió la destemplanza de la madrugada, una lluvia plomiza de pequeños cuchillos, una pesadumbre intrascendente. Se levantó hastiado, se puso su abrigo marrón y, andando de puntillas, cruzó la habitación, fue hacia al pasillo, y cerró la puerta, no sin antes observar a contraluz a su mujer durmiendo, durmiendo con extrema suavidad, sola, en aquella ancha rama de olivar.
Se tomó el café fuera en el patio. Estuvo allí un rato, sentado sobre una húmeda silla de madera. Era un amanecer bastante frío; aún no era mañana del todo, pero era aún menos ayer. Escondidas entre la hierba, las flores confundían el rocío con las estrellas. Del sostén del cielo ya habían declinado algunas perlas, y de las hojas de los árboles se desprendían cristalitos de humedad casi imperceptibles. El roble pálido allí al fondo del jardín, y la rechoncha palmera cerca de la fuente, presidían las alturas del jardín.
Se quedó en el jardín unos minutos más. Bostezó, y pareció como si el vaho invadiera su mundo cercano de diminutos fantasmas juguetones, que se desvanecían caprichosos como virutas del alma. Un silencio se pronunciaba ostentoso y no quería perderlo; no sabía cuándo iba el mundo a enmudecerle de una forma tan cariñosa, sin apretar, sin ahogar. De repente, retumbó el quiebre musical de la campana de la iglesia. Ya empezaba la procesión de las horas, supuso. El sol aún no había salido del todo, pero para lo poco que había salido, su luz era tibia, desencantada. Las nubes grises condensaban el espacio abundante en tristes fabricaciones. Volvió dentro de casa; su mujer ya se había levantado.
–Esta noche te has desvelado.
–Sí, estuve un rato mirado al cielo. No había luna y pensé, “tampoco habrá sol”. ¿Te desperté?
En el baño, su mujer se lavaba la cara. Cuando se la hubo secado con la toalla, se
quedó unos segundos mirándose en el espejo, como no creyéndose que hubiera despertado realmente. La luz blanca dañaba sus ojos. La oscuridad había quedado retenida en sus retinas, oscuridad de un color como de madera de ataúd. Él, sentado sobre la taza del váter, detectó una grieta en el techo del baño, cerca de la esquina, de no más de veinte centímetros de ancho. Deseó que aquello no significara nada, que no significara más de lo que era. Acordó hacer algo al día siguiente.
Alrededor de las once, despertó su hija. Su silueta se distanció de la oscuridad lejana del fondo del pasillo. Un par de coletas, una a cada lado, daban pequeños saltos distraídas. Sus pequeños pies apenas hacían el ruido de una mariposa intranquila. Junto a su madre, en el sofá, se compararon el tamaño de las manos. Hacían divertidas siluetas con ellas, y de vez en cuando, su cubrían los ojos, como jugando a desaparecer. La hija resolvió, con su trémula voz de niña pequeña, que las manos eran como paredes suaves, porque si te acercas mucho a ellas, no puedes ver lo que ocurre al otro lado. Aquello la perturbó un poco, pero en aquel momento no comprendió porqué. En la mesa, apenas tocó nada del almuerzo. Hacía unos días que andaba algo triste y decaída. Él no sabía cómo ayudarla. La observaba de lejos, como algo inaprensible, envuelta en un frágil cristal. Le espantaba la idea de acercarse a ella, y respirar demasiado fuerte, y empañar así el cristal y no poder distinguir su lindo rostro, sus ojos de duende, sus mejillas de marfil, a través de la infinita mancha de vaho; o abrazarla con demasiado ahínco, y romper sus tiernas piernecitas, su puntiaguda nariz de gnomo.
Alrededor de las doce, giró la cabeza desde la silla del despacho y vio la desdentada estantería de libros. Recordó haberle prestado unos libros hace ya unos meses o unos años, pero no se acordaba de cuáles. Ya no volverían. Se acercó, y los estuvo repasando uno a uno. Los puso del derecho, los puso del revés, los mezcló, los lanzó al suelo, con fastidio. Quiso arrancar algunas páginas, las que estaban firmadas, las dedicadas, las enmascaradas. Miraba los libros uno a uno, reseguía el tenue relieve mecanografiado, la tinta ya marchita de su caligrafía. Terminó por ordenarlos alfabéticamente. Se echó un poco atrás para ver mejor su biblioteca, que apenas alcanzaba tres estanterías. Así, ordenada, parecía completa, absoluta. “Ahora es más difícil saber qué libros faltan. Si alguien me dijera que siempre he tenido estos libros, me lo creería”.
Alrededor de las doce y media, echaban un programa en la televisión que le entretenía, pero no encontraba el mando por ningún lado. Tampoco es que lo buscase mucho, se limitó a permanecer de pie, vagando con los ojos, distrayéndose en nada concreto. La mesa del televisor, las estanterías con videojuegos, el sofá granate en forma de L, la mesilla con su cenicero y su libro viejo y sus gafas de ver de lejos… los muebles le dañaban de alguna forma los ojos. Deseaba que todo lo que fuera puntiagudo o lo que, al posar deliciosamente la mano encima no se ablandara, cayera en un pozo sin fondo. Deseaba que la grieta del techo del baño se expandiera por el resto de la casa, por el suelo y las paredes, y las manos, y los relojes y los ojos de su mujer y las mejillas de su hija y el ventanal que daba al patio. Que todo se dividiera, que las cosas se desvincu-
laran de sí mismas, que se perdieran en sí mismas. Quedarían tan solo motas de polvo cósmicas, la grasa oceánica detrás de la nevera o la mancha imperial de vino del mantel de la mesa del comedor. Que se suspendiera lo imperceptible, que desapareciera lo insostenible. Tal vez ahí encontraría el mando del televisor.
Él no hizo gesto alguno, y al final olvidó qué estaba buscando.
A la una y cuarenta y cinco (aproximadamente), comieron en silencio.
–¿Has avanzado algo hoy? –probó la mujer.
Él negó con la cabeza y dio otra cucharada de puré de calabacín a la hija, que se sentaba lejos, muy lejos, infinitamente lejos del mundo, con su cabecita apoyada en su manecita, y los ojos dañados por chinchetas que se le clavaban por detrás de los globos oculares, pensando en que las paredes eran manos que querían atraparla en aquella casa de fantasmas.
Él, alrededor de las dos, echó otro vistazo a la estantería de libros y encontró entre los autores de la H y la J el mando del televisor.
Nadie se dio cuenta de que por las cuatro y tres minutos creció un hermoso sauce de porcelana en medio del salón, de cuyas ramas llovían diamantes del Congo y ensayos sobre la inmortalidad de las ranas de amatista, y que unas ardillitas habían construido una civilización arcaica bajo la moqueta; o que un escritor checo se había despertado convertido en un filósofo oriental, que un niño se había vestido con una estrella fugaz que había atrapado en su armario, que un monje avisaba de una profecía danesa que decía que París se iba a convertir en una ciénaga repleta de mandriles, y que por ello las poetisas de Mont Martre estaban en huelga de versos, –y que algunas habían empezado a fallecer, pero Safo las protegía. Y cuando el leviatán roncó las cinco y media de la tarde, y los habitantes de la casa se levantaron de la siesta, en el salón el árbol había sido reducido a cenizas por la mirada insistente de los ojos de la baronesa, que colgaban del perchero de la entrada y lloraban la muerte de su padre, enterrado bajo las doctas raíces de mármol. No notó nada de inusual en el salón, excepto por el pequeño montículo gris que se había acumulado cerca del sofá, y un par de raíces marmóreas que sobresalían por entre el parqué. Acordó encargarse de ello al día siguiente.
Alrededor de las seis, después de su té y su cigarrillo, encendió por fin las luces de la casa. Grandes círculos naranjas aletearon por los salones y jugaron a crear sombras chinas en las paredes. Él se dirigió a la buhardilla, donde el polvo acudía puntualmente cada tarde y jugaban dos ratones llamados Marcus y No-Me-Acuerdo. Cerró la trampilla, no sin antes dar un último vistazo, a contraluz, a su mujer, que, sentada sobre su sillón, había estado cosiendo una camisa de lino, y ahora lloraba desconsoladamente como una fuente quebrada por un incógnito dolor. En la buhardilla, guardaba el viejo tocadiscos, y un par de LP’s de su juventud. No le apetecía ninguna de aquella música.
a. Solo quería un sonido, estridente, perpetuo, monótono que se asemejara a la cadencia inconexa de sus pensamientos. Estaba harto de escuchar su propio corazón latir, de pensar que bombeaba continuamente la sangre alrededor del cuerpo, y que esa sangre no llegaba a ningún lugar en particular, sólo daba círculos estúpidamente, llevando oxígeno, ahora aquí y ahora allí, y volvía vacía al corazón y era de nuevo bombeada. Deseaba arrancarse una parte del cuerpo, un dedo, la nariz, para que su cuerpo pudiera escupir la sangre, que la sangre encontrase un destino del que no pudiera volver, una muerte digna, un vertedero donde deslizarse tranquila y eternamente. Y una vez se secara, enganchada a la madera, se pudrieran ambas en una hermosa historia de amor. Se estuvo quieto un rato. Recordó una antigua sentencia, de un antiguo libro, de un antiguo pensador.
A eso de las siete y cuarto, miró sus fotografías juntos. A través de un tiempo elástico, recordó cosas de muchos años y de pocos días; algo viscoso se le enganchaba en la yema de los dedos, y sentía, al apartar los dedos de la fotografía, que se desprendía la membrana de piel. Aquél día no hacía falta curarse, aquél día no hacía falta nada de aquello. Quiso llorar pero no pudo. Se apoyó en la pared, sentado sobre una caja de abalorios de su esposa. Caían gotas de no sabía qué sobre el tragaluz. Su golpeteo era indulgente, tolerante, condescendiente.
Sobre la mesa, estaban las últimas cartas, las de finales de noviembre y mediados de diciembre. Nuestra amistad es una hermosa caligrafía, decía una de ellas, escritas por una mano empujada por designio de la verdad. Juguemos a no entendernos. Habrá que inventar el mundo. Pieza a pieza, construyamos algo tan grande que sólo pudiera ser visto a través de una lupa de niño. Quería escribirle ahora una carta, pero siempre había escrito desde él. Ahora, ¿cómo escribir desde la ausencia? Sus cartas ya no tendrían remitente, sus pensamientos no tendrían sostén. Circulaban perpetuos dentro de su mente como la sangre a través de las arterias. La bombilla de su despacho tintineó un rato y finalmente se apagó. Eran las ocho, casi de noche. Tiró las cartas al suelo con un gesto de impotencia, y se echó él también al suelo, y lloró sobre ellas, un rato, pero no mucho. Sólo le vieron un par de ardillas nostálgicas de sus glorias pasadas; los ojos de la baronesa se cerraron por compasión.
Alrededor de las ocho y media, se empezó a poner el sol. Salió de nuevo al patio. Leyó una pequeña antología de cosas tristes. De repente se le acercó su hija y le abrazó con ternura. Él aguantó su respiración. Ella se deshizo del entramado de brazos, y miró al sol, que se escapaba por una grieta entre las nubes y se despedía con su anaranjado adiós. Su hija le devolvió la mirada –sus ojos se parecían sospechosamente a los de la baronesa–, y le preguntó:
–Papa, ¿qué hay detrás del sol?
–Hay tantas cosas, hija, que no sabría por donde empezar –y, ante la cristalización de los ojos de la pequeña niña, resolvió–, allí se cuenta un relato maravilloso.
Y empezó a contar un cuento que conocía de niño. La hija ni se dio cuenta de que el sol ya se había puesto y, para ser francos, tampoco había escuchado del todo el relato de su padre. No había podido dejar de fijarse en los ojos llorosos, en el quiebro de su voz, en cómo aguantaba su respiración cuando estaba cerca suyo, en cómo sus mejillas de cuero no reflejaban los rayos anaranjados del sol, en cómo sus manos la apretaban torpemente alrededor de la cintura. Intuyó por primera vez una ausencia, pero no una ausencia mayor, sino una menor. La de alguien que solía sonreír unos domingos y otros no, la de alguien que solía usar su voz como caricia y le enseñaba a jugar al ajedrez no muy en serio.
“No hay nada detrás del sol”, pensó la niña, “mi padre tiene miedo de decírmelo porque cree que me hará estar triste. Pero yo ya soy mayor”. Y claro que pudo pensar así, porque ya era de noche, y tenía que ir a dormir, y al día siguiente ir al colegio.
Alrededor de las once, la mujer y la hija dormían, pero el padre estaba sentado delante de su ordenador, traduciendo un par de parágrafos de un libro en alemán de economía y derecho. Cuando su vista se cansó, salió al jardín, y sintió bastante frío. El roble y la palmera parecían fantasmas escondidos bajo la tenue sábana de la luz nocturna. Resolvió, ante la ausencia de estrellas, que saber lo que falta en el mundo es una imposibilidad, que lo ausente es irremediablemente consecuencia de algo olvidado. Se preguntó qué nueva cosmogonía, qué ingenua esperanza se regurgitaba en el estómago de la noche. La luna ya no se escondía y empezaba a desplegarse en la hermosa danza de sus rostros. Sopló un aire húmedo que le agrietaba los huesos. Escondidas entre la hierba, las flores confundían las estrellas con el rocío.
Pol RibasLA MUERTE DE DIOS: UN BREVÍSIMO ESTUDIO ENTORNO A LA SENTENCIA DE FRIEDRICH NIETZSCHE
Milo GalianoI.
INTRODUCCIÓN: DIOS HA MUERTO
La muerte de Dios se atribuye en primer lugar al filósofo alemán Friedrich Nietzsche por sus famosos pasajes incluidos en Lagayaciencia(DiefröhlicheWissenschaft, 1882). Podremos encontrar las palabras de que «Dios ha muerto» ya en la sección 108 («Nuevas luchas»), en la reputada sección 125 («El hombre loco») y, por última vez en esta obra, en la 343 («Lo que significa nuestra alegría»). También encontramos líneas acerca de esto mismo en su obra magna Así habló Zaratustra (Also sprachZaratustra, 1883-1885), aunque en este escrito he preferido enfocar la atención en los tres textos citados. Sin embargo, no fue Nietzsche el primero que anunció dicha muerte; más bien, a mi parecer, lo que hizo él fue sentenciarla. Incluso, pocos años antes que Nietzsche, de manos de Fiódor Dostoievski en LoshermanosKaramazov(Brát’yaKaramázovy, 1880) se trata la misma problemática. Más concretamente en el libro undécimo, cuando el personaje de Fiódor Pávlovich introduce la idea en Smerdiakov de que «en un mundo sin Dios todo se permite»1. Con la fantástica prosa del escritor ruso, se desarrolla la concepción de un mundo en el que Dios no existe, de cómo sería estar avocados a una existencia en la que no hay ya ningún Dios; aunque no llega a declamar su muerte, se deja claro que sí llegó a existir y los personajes discuten si todavía sigue existiendo o ya no.
Casi ochenta años antes también lo habría tratado Hegel, en su Fenomenologíadelespíritu(PhänomenologiedesGeistes, 1807). Allí, escribe: «[…], el destino trágico de la certeza de sí mismo, que debe ser en y para sí. Es la conciencia de la pérdida precisamente de este saber de sí —de la sustancia como del sí mismo, es el dolor que se expresa en las duras palabras de que Dios ha muerto»2 Si
1 Fiódor Dostoievski, “El hermano de Iván Fiódorovich”, Los hermanos Karamazov (Madrid: Alba Clásica Maior, 2013), 582-679. 2 Georg Wilhelm-Friedrich Hegel, Fenomenologíadelespíritu (México: Fondo de Cultura Económica, 1966), 435.para Hegel, Dios es el logos —es decir, Dios es el serposibledelmundoy, por tanto, es la racionalidad—, al aparecer los seres del mundo —al desplegarse la Lógica—, Dios queda velado. El despliegue del mundo en tanto que la idea lógica, es decir, Dios entendido como logos, origina la muerte de Dios. No obstante, Hegel llega a este pensamiento —el de la muerte de Dios en la modernidad— con Pascal y su célebre pensamiento que dice de este modo: «[l]anatureesttelle,qu’ellemarquepartoutunDieuperdu,etdansl’homme,ethorsdel’homme,etunenaturecorrompue»1.
Aun así, en un estudio historiográfico de la frase, otorgarle a Hegel —o a Pascal— el mérito sería del mismo modo un error. Johann Rist, un poeta y dramaturgo alemán del siglo XVII, diseñó el himno llamado Ein trauriger Grabgesang (Un canto fúnebre) y este data de 1641-1642. En él se incluye una temprana aparición de la frase «Dios ha muerto»: «O große Not! / Gott selbst ligt tot, / Am Kreuz ist er gestorben»2. Aunque se haga referencia a Dios en tanto que su versión personificada y terrenal, Jesucristo, sigue siendo una aportación significativa. Y, además, tampoco única. El padre de Rist fue un pastor luterano, por lo que su contexto histórico y familiar le introdujo en un ambiente cristiano protestante. Visto esto, podemos ver que, en este contexto prematuro, la anunciación de la muerte de Dios no es sino un modo de presentar la teoría de la expiación de Cristo. Es por ello por lo que lo único que existe es un recorrido de comprensión de la muerte de Dios, pero no es hasta que Nietzsche pronuncia la sentencia, dicha muerte no se asimila ya como producida e irreversible. Para ello, atenderé a las tres secciones de La Gaya Ciencia en las que la frase de «Dios ha muerto» deja de ser un anuncio para convertirse en sentencia.
II.
QUÉ OCURRE DESPUÉS DE LA MUERTE DE LOS DIOSES (SECCIÓN 108)
«Después de la muerte de Buda, su sombra se siguió proyectando durante siglos en una caverna, —una sombra monstruosa y terrorífica. Dios ha muerto: pero tal como es el modo de ser de los hombres, quizá seguirá habiendo durante siglos cavernas en las que se muestre su sombra. —¡Y nosotros— nosotros tendremos que derrotar aún a su sombra!»3. La figura de los dioses no ha significado sino una conversión de ciertos valores en ídolos a los que adorar. Aunque indominables, pues el poder de un dios nadie lo puede controlar, los dioses han sido acogidos y creados por los hombres para guiar a la humanidad según ciertos valores. En las religiones politeístas, cada dios lleva consigo una función en la existencia; ante todo, por el aseguramiento del orden mundano. Sin embargo, en las religiones monoteístas, la figura de Dios es la concentración de todos los valores — de lo bueno— en uno —unum. La muerte de los dioses, en plural, conllevaría la pérdida de ciertos
1 Blaise Pascal, Penseés (París: Librairie générale Fra, 1962), fr. 471-441. Traducción propia: «[l]a naturaleza es tal, que marca por todas partes a un Dios perdido, y en el hombre, y fuera del hombre, y una naturaleza corrupta».
2 Johann Rist, Dichtungen, editado por Karl Goedecke y Edmund Goetze (Leipzig: Brockhaus, 1885), S. 215- 216. Traducción propia: «¡Oh, gran miseria! / Dios mismo está muerto, / En la cruz murió».
3 Friedrich Nietzsche, “La gaya ciencia”, Obrascompletas,VolumenIII, Obras de madurez I (Madrid: Tecnos, 2014), 794.
valores correspondientes. El mecanismo de la realidad se vería desajustado y el caos se adueñaría del status quo. El Dios monoteísta simboliza a aquel que trajo —él solo— la salvación al pueblo, que nos dio la posibilidad de vivir y que nos enseñó, mediante las escrituras, la vía para llevar una vida buena acorde a los valores divinos. Dios es un horizonte de sentido de la existencia. Ante todo, un horizonte moral, pero —y dado este horizonte moral— también ontológico. Sin embargo, la figura del θεός griego significa mucho más que la del deus latino; en concreto, hay una relación entre divinidad y profanidad potente, que en la figura del deus cristiano no existe, pues este funciona únicamente a modo de figura divina. Su muerte sería la pérdida del sentido.
«Pero, después de eso —le pregunto—, ¿qué va a ser del hombre, sin Dios y sin la otra vida?»1. La existencia de Dios significa la existencia de una posibilidad eterna. Y no una mera posibilidad, sino una que se dará con total seguridad. Depende también de la concepción que se tenga de la eternidad, del más allá y de la muerte dentro de este contexto religioso; no obstante, todas las concepciones coinciden en algo: la esperanza. Se produce una unión, pues, de la existencia con el tiempo. El problema es la comprensión del tiempo que se maneja: es, como diría Heidegger, una concepción vulgar del tiempo. Atender al tiempo como una espera —«esperanza» viene de esperar, del latín sperare— es caer en un error. En resumidas cuentas, el tiempo no transcurre progresivamente, sino que el tiempo es y aporta las condiciones para que lo que es sea. La esperanza no cabe por ningún lado. Además, concebir la vida eterna o el más allá como una especie de contenido descargable añadido de la vida terrenal, es una consecuencia del sentimiento de arraigo a la existencia conocida.
La muerte del dios monoteísta —en concreto, Nietzsche piensa en el dios cristiano— significa que el horizonte sobre el cual el hombre europeo se construyó a sí mismo e interpretó la existencia durante dos mil años, se desvanece. No hay ya aquel que se dispusiera para salvar nuestras almas. De manera que, con dicha muerte, el valor esencial de la existencia humana se ha perdido por completo y nada parece importar. Para Nietzsche, el nuevo «núcleo» de la existencia es el eterno retorno. Con él se provoca una relación unívoca entre la muerte de Dios, un nihilismo que resulta de esta y, por fin, su autosuperación. Esta afirmación —categórica— en la que la existencia retorna eternamente y, en sí misma, es un «anillo»; «el gran anillo del mundo». No obstante, la muerte de Dios también se puede comprender, en tanto que origen del nihilismo, como un alivio sobre la voluntad humana: ya no existe un «debes» o un «debo». Ese por-deber carece de peso alguno tras la ausencia de un Dios; se elimina la conciencia de la culpa y, por tanto, del compromiso para/con la existencia. Al menos, eso es lo que parece en primera instancia; aunque no es tan banal como lo aquí mostrado. De este modo, la pérdida del sentido y la pérdida de Dios significan lo mismo.
Si el poeta romántico Jean Paul nos avisa del alba del nihilismo, Nietzsche —noventa años después— nos trae consigo el ocaso. El término «nihilismo» aparece cuando Jacobi, en polémica con Fichte, dice que «el yo es creador del mundo y de sí mismo, nada, entonces, tiene auténtico fundamento y todo corre así permanente riesgo de despeñarse en el abismo de la nada»2. De hecho, Jean Paul habla de una pérdida de los valores, de los significados que pudiera haber en cualquier hecho y acto concerniente al hombre, «como consecuencia inevitable», tras la afirmación de que «Dios no existe».
1 Dostoievski, “El hermano de Iván Fiódorovich”, 610. 2 Jean Paul, Alba del nihilismo (Madrid: Akal, 2005), 53.EL HOMBRE LOCO AVANZA, DE DÍA, CON SU LINTERNA ENCENDIDA (SECCIÓN 343)
«No habéis oído de ese hombre loco que en la claridad de la mañana encendió una linterna, corrió al mercado y comenzó a gritar sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!” — Como estaban allí reunidos muchos de los que no creían en Dios, provocó una carcajada. ¿Qué, se ha perdido?, decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, decía otro. ¿O está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado? — así exclamaban y reían todos a la vez. El hombre loco saltó en medio de ellos y los penetró con su mirada. “¿Adónde ha ido Dios?”, exclamó, “¡yo os lo diré! ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!»1. En este primer extracto de «El hombre loco» se aprecian muchos detalles sobre la muerte de Dios, como, por ejemplo, que para Nietzsche nunca fue una mera muerte. No —solo— porque sea una muerte trascendental, especial a cualquier otra muerte, sino porque Dios no solo murió —ni se suicidó, cosa que habría sido bastante cómica en principio y habría dado de qué hablar, como poco: fue asesinado. Sea como fuera, indica que Dios sí que existía, sin embargo, los asesinos somos nosotros. Curioso no ya el hecho de la acusación, sino que tenga que hacerse dicha aclaración. Ellos lo han matado, son sus asesinos, pero no lo saben.
«¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos sido capaces de beber todo el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hemos hecho al desprender la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles?
[…] ¿No hace más frío? ¿No viene continuamente la noche y más noche? ¿No es necesario encender linternas por la mañana?». Las preguntas lanzadas a un ritmo frenético dejan poco espacio para pensar si nos alejamos de ellas mismas. Desde un primer comienzo en el que cuestiona el modo de cómo se ha llegado a tal punto, hasta el final en el que pregunta retóricamente acerca del vacío vivencial en el que se encuentra y pasando por las interrogantes en torno al destino de los tiempos una vez el asesinato se ha producido, las preguntas soltadas están hechas con una precisión inaudita. Nietzsche conocía muy bien lo que significaba este dios y sabía que era un horizonte de sentido, el más grande jamás construido durante, en principio, dos milenios.
«¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tenemos que volvernos nosotros mismos dioses para ser siquiera dignos de él? ¡No ha habido nunca un acto más grande, —y todo el que nazca después de nosotros formará parte, por ese acto, de una historia superior a toda historia habida hasta ahora!». Ante la pérdida del sentido y de los valores, se encuentra el riesgo a obrar de manera que, en el hueco que ocupaba Dios, pongamos a otro en su lugar; por ejemplo, nosotros mismos. El poder de un trono de tal importancia usado por las posaderas inadecuadas —como podrían ser las nuestras propias— podrían haber desembocado en, imagínese, atrocidades tales como la monstruización del enemigo en una guerra, el beneplácito para emplear ciertas armas que vayan más allá de la simple muerte de los mortales o, con posterioridad, la búsqueda
1 Nietzsche, “La gaya ciencia”, 802.
exasperada de un sustituto inmaterial al trono —póngase, un objeto de intercambio que favorezca en demasía a unos pocos, convirtiendo a estos en los consortes del divinizado. Después de darse cuenta [el hombre loco] de que a quienes se dirigía no estaban preparados, no les había llegado el «acontecimiento monstruoso», fue a varias iglesias para cantar el Requiem aeternamdeo. De todas se le expulsó y se le interpeló, a lo que respondió —o bien buscando llorar su pérdida, o bien buscando sus restos: «¿Qué son acaso estas iglesias si no las fosas y los sepulcros de Dios?».
IV.
LO QUE SIGNIFICA NUESTRA ALEGRÍA (SECCIÓN 343)
«El mayor acontecimiento reciente —que “Dios ha muerto”, que la creencia en el dios cristiano ha perdido credibilidad— comienza ya a arrojar sus primeras sombras sobre Europa. Por lo menos a aquellos pocos cuyos ojos, o el recelo que poseen en sus ojos, son lo suficientemente fuertes y sutiles para este espectáculo, les parece que algún sol se ha puesto, alguna confianza antigua y profunda se ha convertido en duda: a ellos nuestro viejo mundo tiene que parecerles cada día más crepuscular, más desconfiado, más extraño, “más viejo”»1. Esta es la nueva libertad que se produce para los nihilistas. Como dirá Heidegger en Caminosdebosque, «[e]l nihilismo, “el más inquietante de todos los huéspedes”, se encuentra ante la puerta»2. Nietzsche aquí vuelve a anotar que la muerte de dios es un «acontecimiento reciente», el mayor de todos ellos; vuelve a por las sombras, aquellas de las que ya contó en referencia a Buda; vuelve a hablar del ocaso, pues «algún sol se ha puesto, alguna confianza antigua y profunda se ha convertido en duda». Todo esto no es más que la sentencia de la sentencia, aquella primera que ya hiciera en las secciones anteriores y que ya trabajara durante toda su obra, aunque de forma oculta3.
Para Heidegger, después de Nietzsche «a la metafísica sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse»4. Entiéndase metafísica en este contexto como «la verdad de lo ente en cuanto tal en su totalidad, no como la doctrina de un pensador». Según Heidegger, «los nombres Dios y dios cristiano se usan en el pensamiento de Nietzsche para designar al mundo suprasensible en general. Dios es el nombre para el ámbito de las ideas y los ideales. […] el mundo sensible es sólo el mundo del más acá, un mundo cambiante y por lo tanto meramente aparente, irreal». Añade, luego, que «[l]a frase “Dios ha muerto” significa que el mundo suprasensible ha perdido su fuerza efectiva. No procura vida. La metafísica […] ha llegado al final». De esto, se sigue en el pensamiento nietzscheano, lo que el propio Nietzsche llama en Lavoluntaddepoder una «transvaloración de todos los valores».
1 Nietzsche, “La gaya ciencia”, 858.
2 Martin Heidegger, “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”, Caminosdebosque (Madrid: Alianza, 2003), 163.
3 Me refiero, ante todo, a sus obras póstumas recopiladas en La voluntad de poder (Der Wille zur Macht, 1907). Aunque, pocos años antes de morir, véanse así: El ocaso de los ídolos (Götzen-Dämmerung,oder:WiemanmitdemHammerphilosophirt, 1889)
o El Anticristo (Der Antichrist. Fluch auf das Christentum, 1888).
4 Heidegger, “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”, 157.
Esta transvaloración se comprende como una inversión del platonismo. Sin embargo, Nietzsche en ningún momento dice la palabra umkehren [«invertir»], sino que emplea el término umdrehen [«voltear», «dar la vuelta». Veo preciso hacer esta petulante detención porque, mientras que la inversión, umkehren, admite únicamente dos posiciones —estas serían, por ejemplo, al derecho y al revés o hacia arriba y hacia abajo—, umdrehen contiene el matiz que conduce más bien a un revolver: la materia, revuelta, queda cada vez en una posición diferente y nueva.
La transvaloración [Umwertung] consiste en realizar un cambio de los falsos valores, esos que dominaron la cultura de Occidente desde la instauración del platonismo y ahora yacen asesinados. El platonismo posicionó lo terrenal —inmanente— y el devenir en función de lo trascendente —el ser eterno. Para Nietzsche, ahí se produce el umdrehen: se rompe el equilibrio entre lo dionisíaco y lo apolíneo que sí existía en las bases arcaicas del mundo griego. El volteo platónico —o, más bien, neoplatónico, pues fueron las interpretaciones de los escritos platónicos aquellas que forjaron dichos falsos valores— llega a la cumbre al triunfar el cristianismo; lo que Nietzsche denominaba el cristianismo popular. Este engendró lo que llamó moral de los débiles, que es aquella en la que se renuncia a toda voluntad en función de dichos valores.
Sin embargo, el proceso de umdrehen que se inicia en el mismo momento en que Sócrates aparece en la escena platónica, también engendra el nihilismo; entendiendo este como la «negación de lo verdadero». El hombre se ha sometido a la moral de débiles, de esclavos y subyugados. Sin embargo, en el nihilismo activo, que se produce tras la muerte de Dios, aparece la superación del hombre: el Übermensch —traducido popularmente como «superhombre» y, en ocasiones, como «transhombre»—; este es, el desvelamiento de los falsos valores y el verdadero tomador de una moral de señores; es decir, aquel que permite la transvaloración de todos los valores.
V.CONCLUSIÓN TRAS UN BREVE ESTUDIO TANATOTEOLÓGICO:
LA PROLIFERACIÓN DEIFICANTE
El poeta alemán Hölderlin escribió que «la indigencia de nuestra época consiste en el hecho de que los viejos dioses ya no están y los nuevos no han llegado todavía». Nietzsche, en El Anticristo (DerAntichrist,FluchaufdasChristentum, 1888), ya dijo que «¡Casi ya dos milenios y ni un solo dios nuevo! Únicamente todavía y como si fuera ley, como un ultimátum y un máximum de la fuerza divina, del creator spiritus en el hombre, ese dios deplorable del monotonoteísmo europeo... y cuántos dioses nuevos serían aún posibles. […] Yo no dudaría de que existen muchas clases de dioses»1. Es pertinente, tras lo visto, llegar a cuestionarse si este vacío interior que deja la muerte de Dios no cabe llenarlo. El ideal del transhombre o el hombre posterior cuenta ya con sus propios valores, pues son aquellos producto del desvelamiento de los falsos valores metafísicos en la tierra del ocaso, de modo que no es el mejor para llenar el vacío. Sería una especie de endiosamiento del
1 Friedrich Nietzsche, El Anticristo (Madrid: Alianza Editorial, 2006), §19.hombre, del «último hombre». Sin embargo, sí que existe una proliferación de dioses. Para ser más certero, no ya siquiera de dioses, sino que existe una proliferación de deificaciones: encontramos ídolos deificados en cualquier entidad intramundana. Contemplamos la mera presencia, de lo que está-ahí, como un objeto de veneración más allá de la daseineidad que pueda tener; esto es, de la apertura al ser de la que disponga. Solo una existencia auténtica o propia es capaz de comprender lo que ocurre después de la muerte de Dios: la ausencia de dioses. Pero no una búsqueda de nuevos contenidos para un continente vacío, como se puede vislumbrar en este neo-romanticismo —que, a diferencia del romanticismo del siglo XIX, se encuentra embebido por las mecánicas del capital— al que nos precipitamos, sino que cabe aceptar la no existencia de ninguna clase de deidad suprema. En todo caso, a lo que cabe aspirar es a la hipérbole de las experiencias en relación con los demás entes, pero no en un sentido divino, sino en el mayor de los sentidos profanos: profanar los cielos o divinizar la tierra conllevaría una vuelta a la concepción del mundo suprasensible. Con la aceptación de la muerte de Dios, hemos descubierto que el mundo sensible, por muy tenebroso que sea, es el único al que aspiramos.
No busquemos más allá, en la oscuridad y lo y lo velado adaeternum, busquemos en el más acá, lo que propiamente nos compete. Nietzsche pensó que los humanos no seríamos capaces de sobrellevar la situación desesperante tras la muerte de Dios. No obstante, su ausencia es la que dieron las claves para continuar adaptándonos. Sartre apuntó que «[l]a vida humana comienza al otro lado de la desesperación», y es que el sentido a la existencia se encontró más allá de Dios. No ya en el sentido teológicoreligioso, sino en el sentido ontológico. A pesar de no haber encontrado un nuevo sistema de valores que nos aporte un horizonte de sentido, tampoco de habernos convertidos todos en Übermenschen , sí hemos descubierto que no precisamos de ningún tipo referente idolátrico. Esto no significa que no recurramos a la deificación, pues, como apuntaba antes, la proliferación de los dioses-capital se encuentra más bullante que nunca: desde pertenecientes a la esfera suprasensible, como pueden ser ciertos propósitos motivacionales o corrientes ideológicas; como también desde la esfera sensible, así como puede ser cualquier objeto material como también podría decirse que los recuerdos o las emociones más somáticas entrarían aquí; incluso existe una idealización de entes materiales, tal como ocurre con los ídolos de masa —cayendo, curioso, en una masificación de ídolos.
Tan importante como es pregonar la muerte de Dios, así como hace el hombre loco, hay que derrotar las sombras que proyectan. Luchar en contra de dichas sombras es ir en contra de los sucedáneos, presentados de las formas más inesperadas posibles. Un año después de la publicación de LaGayaCiencia, en 1883, sale a la luz la primera parte de Así habló Zaratustra. Nietzsche la cierra con las palabras que provocan la sentencia, pero no el fin: «Muertos están todos los dioses, ahora queremos que viva el superhombre —¡sea ésta alguna vez, en el gran mediodía, nuestra última voluntad!»1.
1 Friedrich Nietzsche, “De la virtud que hace regalos”, [3], Así habló Zaratustra (Madrid: Alianza Editorial, 2003), 138.PROBLEMÁTICAS Y PUNTOS EN COMÚN DE LA MÍMESIS EN LOS SISTEMAS POLÍTICOS DE PLATÓN Y ARISTÓTELES
Pol RibasINTRODUCCIÓN
Entrando en el siglo IV a.C. se dieron plenas razones para incluir en el pensamiento filosófico una aguda preocupación sobre la política y la moral. Esa preocupación estaba, principalmente, instigada por lo cambios en las dinámicas sociales que se desarrollaron en la polis ateniense, centro cultural de la Antigua Grecia, a partir de las reformas democráticas, primero de Clístenes (509 a.C.), y, posteriormente, por Efialtes de Atenas. Antes de Sócrates, desde Tales hasta Zenón, la filosofía no solía tratar temas políticos. Más bien eran estudios sobre la naturaleza, sobre los orígenes del mundo y el movimiento de las cosas. Con Sócrates empiezan a desarrollarse nuevas preocupaciones, entre ellas, la crítica contra la retórica de los sofistas, así como la prédica sobre los peligros de la democracia. Ante un creciente relativismo popular y una angustia por la progresiva pérdida de valores éticos, los contemporáneos a Sócrates, así como sus sucesores –entre ellos, Platón y Aristóteles–, empezaron a poner el ojo en la virtud como herramienta política y moral, no solo para el individuo, también para el sujeto social. Platón se encargó de poner por escrito, mediante diálogos que, a la larga, le sirvieron más bien como plataforma para sus propias ideas que un fiel retrato a las ideas de Sócrates, lo que su maestro se dedicó a hacer en vida, es decir, depurar, mediante la ironía y la mayéutica, ese relativismo peligroso que había ido creciendo en la sociedad ateniense, pero no para regresar a la tiranía despótica de las políticas precedentes, sino para que, de esa forma pudiera resurgir un conocimiento verdadero, puro y más real, que debiera, asimismo, construir una sociedad justa. Siguiendo, al principio, los pasos de Platón para, después, encontrar su propio camino, Aristóteles cogió el testigo, no solo de su maestro, sino también de la tradición naturalista, epistemológica y moral de la filosofía griega, para desarrollar sus propias ideas sobre los asuntos políticos y morales.
Como las preocupaciones de las filosofías “políticas” –para denominarlas de alguna forma–, concernían a la relación que se había establecido entre el pueblo y las virtudes, era menester entender también cómo el arte repercutía en la sociedad ateniense. En términos generales, el arte griego era fácilmente accesible para el pueblo. Uno podía visitar el templo de Afrodita un día y al otro atender al teatro. Por eso, tanto Platón como Aristóteles encontraron la forma de hacer caber en sus discursos morales un profundo análisis de estos fenómenos, no tanto desde el aspecto del creador o
de las formas poéticas (en ello, tal vez Aristóteles se llegó a centrar más), sino en el de su recepción por parte del espectador, y en el de la responsabilidad política por parte del poeta. Desde ya antes de Platón, el gran maestro de la moral había sido, al mismo tiempo, el gran maestro del arte poético: Homero. Aunque las épicas homéricas habían sido durante años transferidas mediante la tradición oral, en el siglo VI a.C., bajo las órdenes del tirano Pisístraro, al ser compiladas por escrito, encontraron una unidad temática y una continuidad narrativa. Aquello permitió a los griegos acceder al poema de una forma más conexa que en siglos anteriores. Con el tiempo, emergieron los poetas líricos (Safo, Píndaro, Anacreonte…), que se distanciaron de la impersonalidad de los personajes homéricos y crearon una nueva sensibilidad literaria que partía de la subjetividad y no del demon externo. Hacia 533 a.C. se celebró el primer concurso de las Dionísiacas, del que sale ganador Tespis, considerado el primer dramaturgo griego. Hacia 499, coincidiendo con la época dorada de Perícles, se construyen los primeros teatros para representar tragedias y comedias. Esquilo escribe La Orestíada hacia el 458, y, contemporáneamente a Sócrates, Sófocles estrena EdipoRey, Eurípides, Lastroyanas, y Aristófanes, quien gozaría de un espacio propio en El Banquete de Platón, estrena Las nubes, obra en la que se satiriza el estilo argumentativo de Sócrates comparándolo con el de los sofistas. En el mismo siglo V a.C. también proliferaría la escultura, mediante artistas de gran importancia como Fidias, Mirón o Polícleto.
Por lo tanto, Platón y Aristóteles heredaron en el siglo IV a.C. una amplia y compleja tradición artística, cultural, moral y política. A continuación analizaré como esta tradición artística y cultural fue vista desde la óptica moral y política tanto en el filósofo ateniense como en el estagirita. Me centraré, por la parte de Platón, en LaRepública, su obra política con mayor fuerza filosófica, ya sea por la complejidad de sus ideas como por el tamaño de la obra. Concretamente los libros III y X del libro, aquellos en los que la problemática de la imitación adquiere más importancia en su vertiente moral. En Aristóteles me centraré, por una parte, en la Poética, para acceder mejor e introducir el concepto de “mímesis”, y en la Política, donde dicho concepto toma una repercusión moral. II.
PROBLEMÁTICAS DE LA AUTONOMÍA CREATIVA
El vínculo que une las distintas teorías del arte que se desarrollaron a lo largo del siglo V a.C. y IV a.C. con los ensayos sobre política y moral es la mímesiso imitación. Con ello se viene a cuestionarse hasta qué punto la imitación de la realidad presupone un saber que nos alcanza a la verdad o si, por el contrario, se trataría de un engaño que nos aleja del recto camino de la virtud. La mecánica de la imitación es compleja. Arístides, un pintor contemporáneo a Platón, expresó que los tipos de arte que los griegos llevaban a cabo podían dividirse entre arte constructivo (escultura, pintura, arquitectura) y arte expresivo (música, danza, poesía). El propio pintor designó el arte expresivo como originario de la cultura griega, y argumentó a favor de una mímesis que no copiara, sino que expresara la realidad1. Ésta concepción presupone una mímesis activa, creadora. De ahí que el con-
1 Tatarkiewicz, W. (1991). Historiadelaestética,I. Ediciones Akal, pp. 22-23cepto derivara en un objeto filosófico de suma importancia: si uno lleva a cabo una “creación” de realidad, ¿qué tipo de realidad debía crear? Es decir, ¿a qué atenerse, entonces? Tanto Platón como Aristóteles argüirán sobre los procesos de dicha imitación de la realidad.
LaRepública es el ensayo de Platón que con más detenimiento observa los procesos imitativos y sus repercusiones en la sociedad griega. Es, en el fondo, un tratado que, mediante el recurso argumentativo de la mayéutica y la multiplicidad de diálogos, Platón querrá construir las bases de un sistema político que sea justo e infalible. Un aspecto fundamental de esa “ciudad ideal” parte de las propuestas pedagógicas que propone Platón, en especial, sobre los referentes culturales de los griegos. Estos referentes aparecen en los poemas homéricos, principalmente, así que Platón, tras haber valorado en el libro I y II los conceptos de “justo” y de “bien”, arremete, por primera vez (no por última), contra las consecuencias negativas de la poesía. Como si cogiera unas tijeras, se dedica a recortar aspectos, temas e incluso versos explícitos que mencionen o muestren ideas que podrían perjudicar el alma racional de los lectores. La razón detrás de esta voluntad de censura de Platón reside en su rechazo a la repercusión negativa que podrían tener esas ideas dentro del plan esquemático de su ciudad, si éstas fueran tomadas como referentes o realidades. Un ejemplo es la propuesta de borrar los versos que hablen del Hades (386c-d), pues eso induciría miedo a los soldados de su ciudad, cuando, dichos soldados, precisamente, debían rechazar el miedo a la muerte. Hay, también, que mostrar a los héroes en su mejor faceta, por lo que la locura de Aquiles tras la muerte de Patroclo (388a-b), o la lujuria de Zeus (390c), deben tomarse con moderación. A estas alturas de LaRepública, en el libro III, la mímesis es meramente un recurso literario, una forma expresiva. Platón se muestra aún moderado ante el concepto. Establece un esquema conciso de las distintas formas expresivas dependiendo del grado imitación: a) el teatro, es decir, las comedias y las tragedias, estarían impregnadas de mímesis, eso es, asemejarse uno mismo a una persona distinta bien sea en habla o en aspecto, ya que las narraciones ocurrirían en primera persona; b) los ditirambos, a los que se excluye la responsabilidad de mímesis al ser contados en tercera persona, y c) la épica, en la que ambos estilos son alternados. Platón establece que el guardián moderado de su polis empleará la tercera opción, es decir, una alternancia comedida, mientras que el hombre bajo hará uso de la primera forma de expresión.
Es importante matizar que el aspecto mimético se encuentra en directa contradicción con la voluntad de LaRepública. Ésta se caracteriza por hacer caber a cada individuo en su lugar; dicho de otro modo, cada ser humano está determinado por su naturaleza a una sola actividad. Ser uno y, al mismo tiempo, ser lo otro, no es que Platón lo considere nefasto, es que es, por sus propias características intrínsecas, imposible. Nadie puede desdoblarse en varios yos (395b-c). Aparentar, sin embargo, esa multiplicidad de lo uno es lo verdaderamente nefasto. Es a partir de esa apariencia de la que Platón extrae una segunda conclusión: aparentar ser otro conlleva, gradualmente, a ser ese otro. Es un principio de habituación, imitar es dejar de ser uno para ser otro. Por ello será vital tratar de entender qué se imita, y si se imita lo perjudicial y lo inmoderado (la locura de Aquiles, la lujuria de Zeus), eso puede repercutir negativamente en la ciudad ideal. La curva final de Platón en el desarrollo de esta idea mimética se encuentra en aceptar el mantenimiento del teatro como una forma más de arte expresivo, pero la reforma platónica pasa por obligar
a los guardianes de la polis, ya desde jóvenes, a imitar a los personajes que les sean apropiados. Mientras que la épica no se salva de la censura, sino que queda reducida a una narración simple y nada extraviada (es decir, nada heterogénea), el teatro puede proseguir su curso cultural mediante la reforma de la recepción, sin tener que afectar de ese modo al contenido.
Aristóteles tomará un desvío en su camino filosófico que acercará la mímesis al campo de lo físico. Hará de la imitación uno de los temas centrales de la Poética. Al no hacerla Platón su tema central, la aproximación aristotélica al concepto de lo mimético contribuirá a darle más espacio y más anchura. En definitiva, más complejidad. Su clasificación de las distintas formas expresivas a través del arte será más extensa, analizará con más atención sus procesos. Dirá, nada más empezar el tratado, que todas (las artes) vienen a ser, en conjunto, imitaciones. Pero se diferencian entre sí por tres cosas: o por imitar con medios diversos, o por imitar objetos diversos, o porimitarlosdiversamente (1447a15). Vemos, entonces, que la mímesis aristótelica es, en primer lugar, más concienzuda y metódica, pero, sobre todo, y ese es un aspecto clave, es innata al ser humano: la imitación es natural para el hombre desde la infancia, y esta es una de sus ventajas sobre los animales inferiores (1448b5). Aristóteles no busca, de momento, darle un atributo moral o político, sino describir las cosas como son (probablemente, una de las diferencias de punto de partida más radicales con Platón, quien no desconocía como eran las cosas a su tiempo, pero quería implementar una dirección concreta y estrecha que guiara las cosas al Bien).
Sin embargo, la mímesis de Aristóteles se asemeja a la de Arístides cuando expresa que el proceso mimético no pasa por ser una copia. Para el estagirita, la mímesis no es sino un libre enfoque de la realidad. Con ello no se quiere connotar una prioridad subjetiva, ya que el punto de fuga de cualquier expresividad debe ser la realidad, de ahí debe partir la imitación. Eso se debe a que la epistemología aristotélica pasa por el mundo sensorial, por las formas y la materia, y por ello debe ser base de cualquier expresión. Esta no es la única diferencia con Platón, el cual edificó una supraestructura ideal hacia la cual la realidad debía orientarse; la gran ruptura de Aristóteles ante las teorías artísticas de su maestro es la naturalidad con la que trata la autonomía del arte. Que el arte sea autónomo es visto como una causa decadente en una sociedad platónica, ya que no estaría atada a un propósito que fortifique necesariamente el raciocinio del ser humano. Los añadidos de Aristóteles al concepto de mímesis ensanchan el arte imitativo, le dan más fuerza, al no ser éste una mera imitación de una realidad, sino un expresar la realidad en su potencialmente ser. En el capítulo XXV de la Poética, Aristóteles comenta que tanto el poeta como el pintor, al ser imitadores, debe(n)entodaslasinstancias,pornecesidad,representarlascosasenunouotrodeestostres aspectos:biencomoeranoson,comosediceosepiensaquesonoparecenhabersido,ocomoellas deben ser (1460b10). Las fallas del poeta, en ese caso, se encontrarían tanto si en su descripción de la realidad al poeta le falta fuerza de expresión, como si en la descripción existiera una incoherencia técnica. No obstante, ambos serían fallos del autor, no de su medio de expresión.
Hasta ahora se ha comentado lo que Aristóteles describió sobre el proceso activo de imitación. Pero, ¿qué ocurre con el proceso receptivo de la mímesis? Como veíamos, la angustia y el rechazo platónico de la mímesis no partía de sus mecanismos internos, sino que se trataba de la experiencia receptiva del pueblo ateniense. La experiencia estética de Aristóteles, comen-
tada más a fondo en sus obras éticas, parte de tres puntos de fuga: en primer lugar, la más estrictamente sensorial; en segundo lugar, la referencial; y, en tercer lugar, la que entiende los propios mecanismos miméticos. Vayamos por partes. La recepción sensorial, e incluso la referencial, son fáciles de comprender: ante la obra de arte, uno puede recibir un placer tan intenso que se suspende la voluntad. Sus sentidos se ven apelados por los colores, la luz, los sonidos, o puede verse comprendido, reflejado por sus referentes (puede verse vistos, en la ropa de los personajes, en el lenguaje que utilizan, en el reconocimiento de las figuras). Sin embargo, el placer humano no es sólo biológico; se pueden disfrutar de las cosas en sí mismas, o por lo que se asocia a ellas, pero el ser humano es también capaz de hacerse consciente de las dinámicas internas del proceso de imitación. Es decir, ver un retrato que alguien ha hecho de nosotros puede apelar a nosotros por los colores y las formas, puede apelar a nosotros por vernos referenciados en la obra, y puede, finalmente, apelar a nosotros al hacernos conscientes del proceso mimético que ha sido llevado a cabo1. La mímesis se convierte en el filósofo estagirita como un volver a presentar, volver a crear, volver a emerger de la realidad mediante las acciones humanas, presentando, creando o emergiendo la realidad desde su potencial haber sido, su potencial ser, y su potencial deber ser. El objetivo siempre será conocer la universalidad mediante el encuentro imitativo.
En Platón, como hemos visto, no existe una autonomía del arte, como no existe una autonomía de la realidad. Si censura o redirige la atención de sus guardianes ideales es porque no considera que la capacidad humana para entender el mecanismo mimético (y poder sacar placer de él) sea lo suficientemente fuerte u obvio para que uno no caiga en la trampa de sus mentiras. En comparación a Aristóteles, parece más pesimista ante la ingenuidad humana, pero simplemente es más pragmático, más estricto. No hay hueco para la falibilidad en Platón. En cambio, Aristóteles no solo concibe que el ser humano es capaz de saber que algo está siendo imitado, sino que éste mismo proceso forma parte del placer que puede generar una obra de arte.
III.
PUNTOS EN COMÚN, LA PEDAGOGÍA
Loqueesciertoenpolítica, comenta Aristóteles (1460b10), puedenoserloenpoesíayloque puedeserciertoenartepuedenoserposibleenlarealidad. La problemática de esta frase pudiera parecer de suma importancia para entender el pensamiento polarizado entre Platón y Aristóteles. Sin embargo, la falta de vínculo (dicho de otro modo, la autonomía existente) entre la política y la poesía es precisamente lo que preocuparía a Platón. Como veremos en la Política, Aristóteles también muestra la misma preocupación pedagógica que su maestro. Al contrario de lo que se suele creer, existen puntos en común entre ambos filósofos en lo que concierne a la estrecha relación entre la imitatio y la educación en una pólis ideal. A continuación expondré las razones.
1 Tatarkiewicz, W. (2015). Historiadeseisideas-arte,belleza,forma,creatividad,mímesis,experienciaestética. Edición 8 (2.a ed.). Tecnos, p. 32.En el libro X de LaRepública, Platón considera que la imitación o, más concretamente, lo imitado, se encuentra a “tres puestos de distancia de la verdad”. Estos tres niveles son: la cama que existe en la naturaleza (para Platón, ese refiere al mundo de las ideas, es decir, la cama creada por el Demiurgo); la cama del pintor, que Platón considera que es imitación de los que los otros son artífices (597b-e). El autor de tragedias será, del mismo modo, tercero en la sucesión de verdad (597e). De ahí es consecuente extraer que imitar al imitador se encontraría en un espacio tan lejano a la verdad que debería ser tratado con rechazo. Éste es el aspecto psicológico de la mímesis, que ya se intuye en el libro III, pero que Platón ahonda con mucha más profundidad en el décimo, mediante el análisis del vínculo existente entre patetismo y mímesis. El ejemplo que pone Platón es claro: si uno pierde a un ser amado, lo más sensato es comportarse con moderación, tranquilidad y dominando nuestro espíritu; sin embargo, al ver como Homero narra los tormentos del héroe y este exalta su dolor mediante el golpeo del pecho y el grito, uno puede sentir placer y admiración, alabamos con entusiasmo como buen poeta al que nos coloca con más fuerza en tal situación (605d). Este último aspecto recuerda al “placer por entender el mecanismo de imitación” que postulaba Aristóteles. Pero Platón prosigue diciendo que uno debería rechazar este tipo de actitudes que han sido imitadas, un hombre que no se reserva el dolor a sí mismo y lo expresa del modo del héroe atormentado debería ser tratado con repudio. Aristóteles, en la Poética, verá en esa imitación de los excesos un concepto fundamental para nuestra actualidad: la catarsis, es decir, la purificación interna y emocional ante un espectáculo horroroso, trágico o vulgar.
Dicho tratado formula una “despolitización de la poesía” pero que no termina de ser del todo eficiente en este aspecto. Aunque no es posible hallar una enunciación explícita como tal en lo referente a la política, hay en la obra una dimensión política tácita. La propia intención de despolitizar la poesía podría considerarse un acto político, así como en el ya mencionado capítulo XXV donde determina los errores y pormenores de las formas expresivas se puede percibir una voluntad de delimitar los “valores” poéticos. En cierto modo, sin embargo, esa búsqueda de autonomía es un principio de distanciamiento tanto con Platón como con las teorías del arte contemporáneas a él. Es la defensa acérrima de los procesos internos de la mímesis lo que demuestra esa necesidad de defender la poesía de los ataques que empezaba a recibir. Pero su tono en la Política respecto a lo mimético es distinto. Por ser connatural al ser humano, la imitación es la mejor vía pedagógica. La Política es una obra cuya influencia de Platón es innegable, pero que, además, sus diferencias y sus puntos en común tienen una relación pendular en la que, a menudo, puede verse un acercamiento entre ambos filósofos, y, otras, un distanciamiento. En el esbozo aristotélico del mejor régimen político claramente puede observarse una marcada influencia de La República: la referencia, por ejemplo, a los inspectores de la educación de los niños (1336a30) remite al libro II (379a), así como la relación de los juegos con las ocupaciones de la vida adulta (1336a30) corresponde con lo afirmado por Platón en Leyes (643b-e). Más fundamentalmente, aunque no constituya una referencia directa, Platón y Aristóteles coinciden en que la imitación de actitudes deplorables en la educación de los niños conlleva a una ciudadanía perjudicial para sí misma. En un pasaje de la Política, Aristóteles adquiere un tono que nos recuerda a Platón: Y puesto que desterramos el decir algo de tal clase, resulta evidente que también la contemplación de pintu-
ras o de discursos indecentes (1336b15). El refuerzo ideológico de Aristóteles ante esa pedagogía “censurada” implica concentrar esa educación guiada en los niños para que de adultos puedan salir completamenteindemnesaldañooperjuicioqueresultadeestaclasedecosas (1336b20). He aquí la principal diferencia de Platón, apenas un matiz, pero fundamental para entender cómo deben proseguir los artistas en las ciudades ideales de cada uno de los filósofos.
El aspecto diferencial de la mímesis en Platón y Aristóteles se trataría, más bien, de una sutileza, pero una de suma importancia. La relación entre ambos filósofos ha sido tratado como una oposición insalvable, a menudo maniquea, y tal vez sea así en sus proyectos epistemológicos, pero no parece serlo tanto en lo que refiere a las artes. La idea de mímesis en Platón es compleja, y al mismo tiempo, inexistente (es decir, es difícil encontrar una una mímesis específicamente platónica1). En todo caso, no es posible limitar esta imitación a una “falsificación de la realidad”, como el ejemplo antes mencionado sobre el patetismo socrático ha querido comprobar. La tesis platónica que le hace arremeter contra los poetas ha sido, a menudo, interpretada desde un rechazo a las artes miméticas, cuando una lectura más amplia daría entender que lo que Platón critica es la influencia que tiene la poesía como maestros de la moral, así como depositariosdelsaberhistóricoygeográfico,yaúnde todaslasclasesdesabertécnico,desdelaestrategiamilitaralapescaylascarrerasdecarros2. En el libro X, Sócrates (599c-e) le pregunta a su dialogante en qué ciudad ha sido tomado Homero como referente bélico (evidentemente, es una pregunta irónica, ya conoce la respuesta). Por lo tanto, Platón critica que si a los trágicos y a los homéricos no se les toma en serio para las estrategias militares, o para la creación de inventos (sigue a continuación), ¿porqué deberíamos tomarlos como maestros de la moral? Si dedica tanto tiempo a recortar o a censurar aspectos concretos de la poesía y el teatro es, probablemente, porque cree no poder cambiar las consecuencias de la repercusión de éstas sobre el público (como hemos comentado antes, Platón considera al público demasiado débil para sobreponerse a los efectos del arte), así que la única solución posible sería recortar la poesía en sí misma. Sin embargo, no concibe una ciudad en que no existieran las distintas formas de arte, así que su dilema filosófico tiene que redirigir sus fuerzas al contenido de la poesía. Aristóteles, por su parte, no busca oponerse a su maestro, sino a ampliar el campo de lo posible (para citar a Píndaro) en cuanto al arte mimético. Este campo de lo posible pasa por censurar la mímesis perjudicial en la pedagogía infantil para que, de adultos, los ciudadanos puedan apreciar las diferentes facetas del placer que hemos comentado antes, eso es, la sensorialidad, la referencialidad y la consciencia de una mecánica intrínseca. Este “camino” encuentra su culminación en la catarsis, es decir que, una vez entendido que lo imitado es un artificio, y al haber sido inmunizado ante los excesos por esa educación mimética, uno pueda sentirse purificado por las pasiones exaltadas.
1 Suñol, V. (2008) Mímesis en Aristóteles. Reconsideración de su significado y su función en el Corpus Aristotélico. Universidad Nacional de la Plata, pg. 127. 2 Ídem, pp. 128-129.V.
LA ACTUALIDAD MÁS ANTIGUA
La problemática del arte como conocimiento de la “verdad” presenta hoy en día una actualidad que no debería sorprender en absoluto si se tiene en cuenta la universalidad del asunto. Plinio el Viejo, en la NaturalisHistoria(libro 35, 65), narra la celebración de un certamen entre dos pintores, Zeuxis de Heraclea y Parrasio de Éfeso, para ver quién era el mejor entre ellos. Cuando Zeuxis descorrió la cortina de su pintura, unos pájaros confundieron las uvas del cuadro por reales. Entonces, Zeuxis le pidió a Parrasio que corriera la cortina de su cuadro, solo para revelar que la misma cortina era el cuadro. Se rumorea que Zeuxis dijo: Yoheengañadoalospájaros,peroParrasiomeha engañado a mi. Mientras esta anécdota presenta numerosas interpretaciones de todo tipo, desde metafísicas a psicoanalíticas, es de suma importancia para entender que la naturaleza de la imagen es tanto reveladora, demostrativa e inapelable, como velada, oculta e inaccesible. Desde lo moral, la imagen –entendida como el juego entre realidad material y realidad creada– también ha sido víctima tanto de los abusos externos como causa interna de cismas religiosos. Recordar, por ejemplo, las guerras iconoclastas protestantes y bizantinas. Baudrillard, en los años setenta, expresó que los iconoclastas hansido,amenudo,acusadosdedenegarlasimágenes,cuando,enrealidad,sonlos únicosqueleshanconcedidoelvalorqueverdaderamentetienen 1
La angustia de imitar lo imitado ha tenido una repercusión de gran importancia en las últimas décadas. Los ejemplos más claros, y, en cierto modo, opuestos, los encontramos en la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer y en la sociología posmoderna de Guy Debord y Jean Baudrillard. En el caso del primero, la mímesis es vista como el juego de la representación, un concepto que será fundamental tanto en la ontología del filósofo hermenéutico, como en la estética de la recepción artística. Expresará que elmundoqueapareceeneljuegodelarepresentaciónnoestáahícomouna copiaalladodelmundoreal,sinoqueeséstamismaenlaacrecentadaverdaddesuser.2 Ésta definición, ésta “verdad”, requiere una autonomía parecida a la que expresaba Aristóteles, pero tomada un escalón más alto, ya que en ella implica que hay incluso autonomía del receptor, es decir, que la obra de arte es lo que el receptor hace de ella. En otras palabras, lo que predomina es el “juego” de la interpretación. Por lo tanto, siguiendo el esquema de los placeres aristotélicos, constituiría un cuarto placer: a) la sensorialidad; b) la referencialidad; c) el mecanismo interno de la mímesis; y, finalmente, d) el juego yacente en el ser de la obra de arte. Se trataría de una auto-re-presentación, es decir, un volverse a presentar uno mismo a través de la obra de arte. De esta forma, la obra de arte es considerada por su despliegue tanto en la composición interna de la obra (sensorialidad, referencialidad), como por el efecto en el espectador (autorrepresentación) y su vinculación al mundo (mímesis). Ésta supraautonomía del arte, en cuanto a construcción no remite a nada externo, es “su propia realidad”. En esta concepción, lo imitado es el mero reconocimiento de que lo representado es su mencionada propia realidad o, en términos de Gadamer, su verdadero ser. Por el mismo hecho de la representación, lo representado es elevado a su validez interna: elserdelarepresentación
1 Baudrillard, J. (1983). Simulations. Semiotext(e), pg. 9
2 Hans-Georg Gadamer (1991). Verdad y método, Ed. Sígueme, Salamanca, p. 185
esmásqueelserdelmaterialrepresentado,elAquilesdeHomeroesmásquesumodelooriginal. 1
A esta radicalización gadameriana de Aristóteles –el filósofo estagirita no hubiera podido concebir una autonomía tan libre, cuya verdad sea interna, pues para él la imitatio tenía que partir de la realidad externa–, se opone la sociología posmoderna de Debord y Baudrillard. Ambos, aunque especialmente el primero, partirán de la concepción política del materialismo histórico marxista, por la cual existiría toda una estructura económica, material y social que atomiza las sociedad modernas y promueve la individualización de las masas proletarias para impedir una revolución de las clases oprimidas. Guy Debord, a través de la tradición sociológica de la escuela de Frankfurt, concurrirá que la sociedades modernas se rigen por lo “espectacular”, y que es, a través de ese espectáculo, que la industria del entretenimiento querrá suplir al desposeído –es decir, al proletariado que no tiene acceso a los medios de producción que trabaja–, de su desposesión. Debord expresa que:
El espectáculo, que desdibuja los límites del yo y del mundo con el aplastamiento del yo asediado por la presencia-ausencia del mundo, igualmente borra los límites de lo verdadero y de lo falso por la represión de toda verdad vivida bajo la presencia real de la falsedad que la organización de la apariencia asegura. […] La necesidad de imitación que siente el consumidor es precisamente la necesidad infantil, condicionada por todos los aspectos de su desposeimiento fundamental2
Esta idea es clave para entender como el exilio del yo, el asedio de las imágenes, supone una necesidad “infantil” que anhela la cumplimentación del vacío que las condiciones sociales del capitalismo provocan sobre el trabajador. Si Gadamer, entonces, implicaba una “radicalización” de las ideas aristotélicas, Debord supone lo mismo para las platónicas. En Platón existía un rencor no hacia la poesía, sino hacia el efecto que ésta producía en el público que no es capaz de escapar del mecanismo de la imitación, así que toma a los artistas como “maestros de la moral”. La sociedad del espectáculo de Debord se trataría de una sociedad espectacularizada porque el público no ve otro remedio a su desarraigo político y material que refigurar su identidad a un simulacro. No obstante, las soluciones tanto de Platón como de Debord ante esa angustia de la imitación pasan por dos procesos radicalmente distintos: la falta de fe –por decirlo de algún modo– de Platón ante sus conciudadanos le lleva a reformar el “espectáculo”, por tomar un concepto en referencia al filósofo francés. Por otro lado, éste considera que emanciparsedelasbasesmaterialesdelainversióndela verdad,heaquíenqueconsistelaautoemancipacióndenuestraépoca3, es decir, que la liberación individual y social pasa por deshacerse de las condiciones concretas y reales que perpetúan la “inversión de la verdad”, que la falsifican. Prosigue diciendo que la misión histórica de instaurar la verdad en el mundo no sirve para el individuo atomizado sometido a las manipulaciones, pero la masa sí es capaz de de disolver la diferencia de clases para acceder a la “forma desalienante de la democracia realizada”. Por lo tanto, la angustia de Platón y Debord es la misma, pero la ejecución de
1 Ídem, p. 159.
3 Ídem, pg. 131.
2 Debord, G. (1995). La sociedad del espectáculo, Ed. Naufragio, Santiago de Chile, pg. 130.los procesos emancipatorios de la sociedad toma caminos antitéticos: el primero pasa por reformar a los guardianes de la polis para que sean reyes sabios y, así, evitar los horrores de una democracia desorganizada, mientras que el segundo pide revocar a los reyes de la cultura –es decir, a la alta guesía, a los propietarios de los medios de producción–, para instaurar una democracia sin jerarquías constitutivas, haciendo que los individuos estén directamenteligadosalahistoriauniversal V.
CONCLUSIÓN
La mímesis, es, en cierto modo, la raíz de ese fértil y frondoso árbol que es la historia del arte. Más allá de las reinterpretaciones y las nuevas complejidades que el término ha adquirido a lo largo de los siglos, la historia del arte parece volver una y otra vez a sus raíces, para regresar de nuevo a una revalorización de su propio relato legitimador. A pesar de lo que Arthur C. Danto expresó sobre la inactualidad de la mímesis en un arte posthistórico, las tesis debordianas y gadamerianas siguen teniendo una gran vigencia en nuestro siglo1, ya sea desde el profundo análisis del verdadero ser de la obra de arte, o por su pedagogía cultural en las sociedad posmodernas. Tal vez porque los griegos, al desarrollar la filosofía en los albores del pensamiento, pudieron ver el mundo sin la angosta contaminación de los siglos, o, tal vez, porque representan uno de los primeros florecimientos de una cultura “social” –en detrimento, o en coexistencia, de una cultura “sagrada”–, es por ello que sus ideas son, hoy en día, tan fructíferas. A pesar de los cambios políticos en las sociedades y de la multiplicidad de tendencias artísticas, el ser humano, en el fondo, sigue siendo el mismo, sigue encontrando placer tanto en lo desvelado como en lo oculto.
No hay, probablemente, mejor manera de terminar esta disertación que con esta reflexión de Gadamer:
si alguien opina que el arte ya no puede pensarse adecuadamente con los conceptos de los griegos, es que no piensa en griego lo bastante.2
1 Suñol, V; Konstan, D. (2012). Más allá del arte : Mimesis en Aristóteles. Universidad Nacional La Plata, pg. 223. 2 Hans-Georg Gadamer (1985). Estética y hermenéutica, Ed. Tecnos, Madrid, p. 128CRÍTICA
Los cursis
Me he confundido con la armonía de las constelaciones. He sido como una estrella anticipada en el cielo vespertino de las ciudades. Ojos intensados y atónitos me han contemplado como a un cometa inesperado y fatídico, mientras los corazones desentrañaban el augurio favorable o nefasto de mi aparición.
Rafael Cansinos Assens, LaepopeyadelasalasPor compromisos a menudo leemos libros que jamás hubiésemos rozado y que agradeceríamos no haber conocido. Esto me ocurre con cierta frecuencia, aunque reconozco que, al final, tan solo leo una mínima parte de los que he prometido leer, y lo cierto es que suelo evitar incumplir mi palabra quizás por alguna aspiración elevada de honestidad que sobra en tiempos tan miserables. El caso es que tuve que aplazar hace unos meses cierta lectura exquisita para complacer a cierto sujeto que habría olvidado de no ser porque en las próximas semanas visitará un instituto para hablar a los adolescentes de literatura, pues bien es un cursi. Quizás el peor mal que haya en nuestra sociedad sean los cursis y el mayor cáncer de la literatura sean esos escritores absolutamente insoportables, los peores edulcorantes: los de la realidad. Omito los detalles del libro pensando en la salud de los lectores y reconozco abiertamente que llegué a la página diez antes de plantearme en serio utilizarlo como combustible. El libro estaba mal escrito, la historia era un romance previsible en un entorno provinciano, pero barnizado de una pátina de idealización escalofriante. Los que tenemos la desgracia de vivir en una ciudad excéntrica sabemos que un amor homosexual no es fácil en un lugar así y que la naturaleza por muy bella y exuberante que sea en ningún caso siente simpatía por nosotros, no somos pastores. La comunidad gay de una ciudad como la mía es asfixiante, todos se conocen y todos se han acostado con el resto; por eso, quizás, me repugnen de manera especial estas novelonas.
Sin embargo, a los muchachos les encanta, ¡adoran lo cursi!, ¿qué les está ocurriendo?, ¿dónde quedó la literatura venenosa?, ¿qué fue de la neurastenia, del fracaso, del alcoholismo, de la decadencia? Me resulta más terrorífico un treintañero escriba una novela pastelosa y romanticona que ver el rostro tras la máscara de la muerte roja... La cita que encabeza este artículo fue la mecha que prendió en mí la duda de por qué nadie habla con esa exaltación ya.
Entiendo, por otra parte, que el mundo no está en la misma fase que en la belle époque, pero, aún así, ¿dónde está la Belleza?, y no me refiero solo al azul, a los cisnes y a las princesas de Golconda, sino también a la miseria, a los ilustres desarrapados, a los cuentos sobre prostitutas durante el reinado del Rey Sol. Los cursis nos han invadido con sus tazas, con sus frases sin sentido que la gente toma como máximas vitales y que no llegan a ser, en realidad, siquiera afortunadas. Post de autoayuda—que son lo mismo que decir “cursi”—inundan las redes, la civilización, el porvenir... Este sujeto, este delincuente va a ir a aleccionar a los niños sobre cuestiones trascendentales como el acoso escolar o la homosexualidad, y lo hará con frases de baratillo, con ocurrencias predecibles que no surtirán efecto, porque necesitamos menos personas vitamina y más Cansinos Assens, necesitamos plumas afiladas cargadas de veneno y no purpurina, necesitamos novelas enfermizas, perversas, oscuras y abyectas. Un muchacho de dieciocho años con el corazón roto es un ángel caído y una relación es la semilla del suicidio. Parece que Twitter es el lugar donde se imposta la depresión y que en la literatura el mundo es distinto y feliz, incluso autores de novela negra son cursis. Ellos, que supuestamente son valientes al retratar lo más terrenal, presentan historias de héroes épicos o de detectivuchos estereotipados que son cursis, porque son inofensivos. En parte este es el motivo de que me guste Marta Sanz, porque en sus novelas policíacas no hay lugar para lo cursi, es una narradora despiadada que no pide perdón por tomar el escalpelo y escribir a contrapelo. ¿Por qué no llevan a Marta Sanz a hablar contra el acoso?, pues ella de manera infinitamente más elocuente lo ha expuesto con la crudeza que la caracteriza.
Marta Sanz, en su acidez, es el polo contrario de Cansinos Assens: una es comprometida, el otro, no; uno es la filigrana metafórica, la otra, el cuchillo en el corazón, pero ambos han alcanzado la Belleza. Ambos tienen párrafos inolvidables y son el documento de una época, tomando ya la literariedad por presupuesta. Su lenguaje se resbala como una lengua de fuego y encuentra siempre el milímetro de piel exacto en que abrasar la sensibilidad. Los dos han alcanzado el azul, son aves que han superado lo cursi. Y puede que este individuo intento de novelista solo sea víctima de su incultura, de su absoluto desconocimiento de la literatura y, por eso, en su ridículo adanismo, crea un argumento sin quererlo inverosímil que el lector se cree porque no ha leído a Rafael Chirbes o a Antonio de Hoyos y Vinent. Nuestros mitos se construyen con personajes de cómic llevados a la pantalla en una telenovela cursi. Dadme un diván, traedme a Rimbaud, ponedme una copa del Pernod de verdad y dejadme, dejadme delirar en mi Infierno, balancearme en Reading y morir a manos de Herodes, enloquecido por la libido. No llevéis más a esos autoruchos, profesores, porque ellos no están infectados de literatura, no saben sufrir con ella y solo lloran con las historias de sus compañeros de tertulia, pues no han leído más que cursiladas y bebido más que zumos detox. Y, lector, a ti te pido que corras al terminar este artículo a por Black,black,black o a por Niaquínienningúnlugar, y, si no vas, al menos no seas tan cursi para leer esas novelas que ni siquiera sueñan con ser esa estrella fugaz que deslumbre tu vista, aunque sea un solo, único y singular instante.
El lector decadente
Análisis del a priori de la ausencia en Poesía masculina,deLunaMiguel
el niño no dice fantasma sino pamasma, el niño no cree en los monstruos (...) ¿pensará en ellos cuando me vea al final de la sombra?
Marcando puntos de sutura, desbordantes de espeso phármakon, se reabre la grieta fetal de las pieles ya muertas; o, al menos, así es como una composición como es Mamá te ha comprado calcetines de la patrulla canina realza su espíritu sicario y place calmadamente en sus versos. ¿Sabe Papá que tú sabes que él es buen papá?
el niño todavía no piensa en cosas tan complejas
Si con Papá tiene que haber resistencia, que únicamente sea para abrirme los pulmones y conseguir así que cesen éstas arcadas de tiempo, que de manera honrada alteran los pliegues de mi garganta cuando grito ¡Papá, hay un pamasma en el pasillo! Así lo digo, que Papá se levante acalorado y maldiciendo de la cama una y otra vez, cuestionando en cada pisada hasta llegar a mi localización que por qué han tenido que tenerme. Y es llegar a mis lágrimas y a mis esbozos faciales que anuncian el terror precoz, y es alertar en él que advierte en mí lo que sea que yo, acongojado, haya visto en el pasillo, que entonces se funde con el Miedo arrancándolo de mis pieles de gallina, ahora cicatrizadas y dadas a la costra, luchando con él en aquella otra dimensión de donde vienen los pamasmas. Siento que mi diminuta cabeza se ensancha al paso de botas de siete leguas cuando Papá acuna mis cabellos y hace de ellos una fuente, tan empírica (me hace una cresta bañadas sus manos con mis lágrimas) como ideal (me ha dado la mano al cruzar el pasillo, como si no me hubiese salvado ya). En esta Belleza de la terribilidad anunciada descanso. Esta fuente empequeñecida por mi estatura habla por el
Cariño que los cielos de unos años sentirán por Papá cuando yo no esté ahí, cuando no pueda venir a salvarme del Miedo que él mismo adolece. Me fugaré por las frescas precipitaciones, en una mano el gayato de Papá y, con la otra, pagaré su fianza pendiente con la vida.
huelo desde aquí el sudor de la liebre azul contra la que abraza su taquicardia mientras corre al colarse su cuerpo por mi edredón me calmo
No hay beso de buenas noches para estos órganos a salvo del terror. En un acceso de violento éxtasis, adormezco mis fauces mágicas (que ya no me son servibles) y ceso de forzar la mandíbula, placer extraño que hasta ahora me había valido para enfrentar los reveses nocturnos, sobre todo pasadas las dos. De la mano de Papá, que yo también agarro con fuerza a su vez, oigo el ronquido de mis latidos y me armo de valor para echar una mirada atrás. Las mitologías salvajes que empuñaban sus garras ante mis pestañas se encuentran negadas en este anclaje a la vida, están a merced del Abrazo de Papá y el edredón cálido que me esperan al llegar al final del pasillo, a la izquierda. Les permitimos chapurrear algún hálito ininteligible; les debemos el honor de hacer de las esquinas su nuevo lecho, del que no van a poder pasar más.
añoraré tanto esa inocencia refugiándose en mí me pareceré tanto cuando él al fin me rechace al destello intermitente de un pamasma.
Por un calcetín engordado por uno de mis pies resbalo al llegar al vértice final del pasillo, donde el gotelé blanco azahar termina su alcance y empieza el azulejo de la Paz. Papá me agarra a tiempo con unas medias sentadillas y con unas córneas visiblemente casi quemadas por la luz plana del halógeno. A lo lejos se esboza una sonrisa. Deseo que cuando yo no esté el pamasma deje algunas nueces y dos o tres naranjas para Papá, y que cuide de la piel de sus nudillos, devastados por mi partida, a merced del alarido interpelado, inaudible, de otros fantasmas que vayan llegando. Porque yo ya no podré gritar, bañado en plasma temporal, en auxilio de sus cuerdas vocales. No me será permitido berrear en llanto si el pamasma cuida ahora de Papá. Todo esto cuando un viento me deshaga la cresta. Cuando yo no esté.
Alberto Romero LecoBrevesapuntessobrelapapilionabokovia
Si mi primera mirada de la mañana buscaba el sol, mi primer pensamiento estaba dedicado a las mariposas que éste engendraría.
I. Confiesoque…
«Confieso que no creo en el tiempo». Así tiene Vladimir Nabokov la osadía de afirmar en un pasaje de Habla,memoria. «Me gusta plegar mi carpeta mágica, después de usarla, de manera que se superpongan los dibujos uno sobre otro. Dejar que los huéspedes tropiecen.» En cierto modo, Nabokov logra su objetivo. El libro, a medio camino entre la autobiografía y el relato –sin llegar a ser una mal llamada auto-ficción–, muestra una serie de patrones estilísticos, característicos del escritor ruso, superpuestos unos sobre otros, de manera que el lector parece tropezar involuntariamente en la complejidad de la prosopografía y la etopeya de las figuras y las sombras que rodearon sus primeros cuarenta años de vida.
Entramar una explicación breve y concisa del estilo prosaico de Nabokov no es una tarea fácil. Su forma de modelar el tiempo humano en la novela es igual de compleja que la maleabilidad de su prosa. Cuando una idea cae sobre su mente, se queda ahí fija, y el escritor no puede sino desenmarañar sus pormenores en toda su complejidad. Nabokov es un escritor lúdico sin ser ocioso; es serio pero desenfadado. La propia vida del autor ruso podría parecer sacada de una novela. Nació en 1899, creció bajo los últimos años del zarismo. Debido a los numerosos viajes a Europa que hacía con sus padres, su educación mediante institutrices francesas, suizas y alemanas, así como las polifónicas conversaciones familiares (hablaban ruso, inglés y francés), desde pequeño Nabokov experimentó una compleja relación con su identidad nacional, lo que contribuyó a su posterior cosmopolitismo. Al llegar Lenin y los soviets al poder, tuvo que huir de Rusia, país al que jamás regresó. Mientras que a su padre, razón del exilio por sus políticas liberales, le dedica un capítulo entero de su biografía, a los soviets, apenas un breve epígrafe:
la nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada consciencia de infancia perdida. (pg. 72)
Es verdad que el exilio familiar del clan Nabokov supuso un punto de inflexión en la vida del futuro escritor, no tanto por la pérdida de su opulencia, sino por una punzante nostalgia residual que le quedó el resto de su vida, y que se encuentra imbuida en cada uno de sus recuerdos. Uno de los temas habituales de su vida personal será un agudo sentido de extranjerismo, un sentimiento foráneo, de desubicado, que le persigue a lo largo de Habla,memoria. Estudió en Cambridge (entró no tanto por méritos propios, sino por una beca de compensación a los
exiliados rusos). Escribirá sus mejores obras en inglés, y durante las décadas de los cuarenta y cincuenta llegó a dar clases de literatura en Wellesley y Cornell. Pese a graduarse en literatura rusa, desarrolló una gran anglofilia. Hasta 1941 escribiría sus obras en ruso (entre las más destacadas, tal vez, Desesperación, Invitado a una decapitación o El don), pero sus novelas más celebradas, Lolita, Ada o el ardor, Fuegopálido o Losarlequines las escribirá en inglés.
II. Cronologíadeunacronofobia
En 1951 aparecerá su autobiografía, Habla, memoria, siendo ya un autor reconocido, pero antes de alcanzar el gran éxito de las décadas posteriores. Sin embargo, esta autobiografía nabokoviana difiere de otras biografías convencionales por la forma en que fue concebida: como la compilación de una serie de textos esparcidos en distintos espacios literarios y en distintos momentos de su vida. En el prólogo de Habla,memoria, Nabokov explica que:
Esta obra es un montaje sistemático de recuerdos personales que se extienden geográficamente desde San Petersburgo hasta St. Nazaire, y que abarcan treinta y siete años, de agosto de 1903 a mayo de 1940, con unas pocas incursiones hacia el espacio-tiempo posterior. (pg. 11)
En total, son quince los textos (o capítulos) que conforman el libro. La intención de Nabokov no es la de ordenar su vida mediante una serie lógica de anécdotas concatenadas en el tiempo. Cada capítulo fue escrito independientemente y sólo en Habla,memoriaparecen tener un orden cronológico. Pero de un autor cronófobo, –como Nabokov llegó a considerase a sí mismo–, no podríamos esperar ninguna clase de ordenación temporal. Las publicaciones de los textos tienen, en sí, su propia cronología: el capítulo quinto, aquel que trata de su institutriz suiza, fue el primero en ser escrito y publicado, en la revista Mesures, en 1936. De él se siguió el capítulo tercero, aquel que trata sobre su tío, y que publicó en TheNewYorker, rotativa en la cual también aparecieron consecutivamente los capítulos cuarto (sobre su educación inglesa), sexto (sobre las mariposas), y el capítulo noveno (su educación rusa), alrededor de 1948. En los años posteriores, tanto en el Partisan Review, como en el Harper’sMagazine, fueron apareciendo el resto de capítulos, de la misma forma inconexa que los anteriores. Sin embargo, a pesar de ese carácter aparentemente azaroso, Nabokov fue una persona con un orden interior cercano a la neurosis. Comenta él mismo que el orden de los capítulos que aparecerían en Habla, memoria ya quedó establecido cuando plantó la primera piedra angular en 1936. Quince años después no tuvo ningún problema para compilarlo en un solo volumen.
El (falso) desorden con el que fue publicando los capítulos del libro no fue necesariamente resuelto en Habla, memoria. De hecho, podría decirse que su autobiografía es otro desorden, uno con una cierta apariencia de ordenación, pero que sigue presentando ese rasgo lúdico y propio de Nabokov. Cada capítulo ejerce su propia fuerza de gravedad en el marco espa-
cio-temporal; en cada capítulo, las fechas y los nombres de lugares quieren ser precisos (en uno de ellos lleva a cabo una estudiada presentación de su árbol genealógico), pero las escenas y las descripciones de Nabokov siguen su propio curso de las cosas. En el capítulo sobre su padre, por ejemplo, traza una cronología de más de dos décadas y tres países sin que eso tenga que pisar las vivencias contadas en ningún otro capítulo del libro. No le interesa qué ocurrió en 1912, o qué sucedió en su viaje a Berlín; lo que querrá Nabokov es, tal vez, centrarse en las pesquisas de su primo, o en su afición a las mariposas, o en un autor exiliado ruso bastante desagradable que conoció en Cambridge. Y de esa forma viajará con el sujeto al que acompaña, a través del tiempo y del espacio, o incluso más allá.
III. Mariposasdesolyotrasformasderecordar
El capítulo, tal vez, más esclarecedor de su forma de concebir esas anécdotas es el sexto, aquel en el que cuenta su afición a las mariposas. Más que afición, sin embargo, se trataba de una enfermedad obsesiva. En un pasaje de su autobiografía comenta que exceptuando sólo a mis padres, nadie comprendía mi obsesión, y aún tardé muchos años en encontrar a nadie que la padeciese (pg. 125). El capítulo es un pequeño inventario del mundo privado que él y las mariposas compartieron; los lugares geográficos adquieren un carácter casi mitológico, y el tiempo queda embadurnado en las minuciosas descripciones de las alas de esos lepidópteros. Narra, por ejemplo, sus primeros contactos con otros lepists (los aficionados a estos lepidópteros). En una anécdota, cuenta que, volviendo de una excursión donde había visto maravillosas mariposas revoloteando por el camino, le preguntó a un autoestopista si había visto alguna, a lo que él responde que no. Nabokov se sorprende de que nadie más preste atención a las mariposas. En otro pasaje, menciona la aparición de estos insectos en un par de poemas, e intenta descifrar de qué especie de mariposa hablan a partir de sus descripciones. Cuenta, también, cómo se frustraban sus seres queridos de que llevara su caza-mariposas a donde fuera que iba. El capítulo está lleno de estas anécdotas que profundizan en la obsesión de un hombre con lo volátil y lo fugaz.
Como estas, Nabokov se ensalza en numerosas anécdotas sobre mariposas. En pocos capítulos como en este se le nota tan excitado y, al mismo tiempo, tan apologético con sus manías. Intenta hacernos entender su enfermedad. Este aspecto de la vida de Nabokov se trataría, sin embargo de un hecho anodino si no fuera porque se entrelaza con su vida con más fuerza que ningún otro aspecto de su vida, más que su malogrado exilio, su persistente afición al ajedrez o su extranjerismo desgarrador. Al final del capítulo sexto deja claro hasta qué punto esa obsesión entomológica estaba arraigada en su forma de entender la realidad. Precisamente, justo después de confesar que no cree en el tiempo, y de que le gusta plegar su carpeta superponiendo así una parte del dibujo con otra, dice:
Y el mayor placer de la atemporalidad –en un paisaje elegido al azar–, es el que encuentro cuando me veo rodeado de mariposas poco frecuen-
ntes y de las plantas con que se alimentan. Eso es el éxtasis. […] Es un vacío momentáneo en el que se precipita todo lo que amo. (pg. 138)
La obsesión de Nabokov con las mariposas y la obsesión de Nabokov por la aprehensión del tiempo se encuentran íntimamente mezcladas en Habla, memoria. Considera sus años rusos como una especie de “infancia perdida”. Nabokov no nos quiere contar sobre su vida, sino que busca preservar esa infancia perdida como una mariposa, ha querido hacer taxidermia del tiempo para poder así desmenuzar todos sus pormenores, describirnos la miríada de personajes que aparecen a su alrededor, como si se trataran de las alas de una mariposa inexplorada. La forma que tiene Nabokov de preservar sus propias historias no es disimilar a la que tiene, además, de construir sus novelas. Es una exploración temática, no linear. Es una exploración neurótica. El sujeto estudiado no tiene libertad para seguir su propio curso, solo puede discurrir a la voluntad del biógrafo. Nabokov, a lo largo de su vida, acompañó a sus seres queridos por distintas rutas del mundo, pero en su prosa, no se limita simplemente a acompañarlos. Los persigue, quiere atraparlos en su caza-mariposas, encerrarlos en una caja de vidrio, ponerles un nombre científico y preservarlas en su memoria. En el último capítulo del libro, que trata sobre su mujer y su hijo recién nacido, Nabokov expresa:
Cada vez que me pongo a reflexionar sobre el amor que siento por una persona tengo la costumbre de dibujar radios que arrancan de mi amor […] para dirigirse hacia puntos monstruosamente remotos del universo. […] No tiene remedio; necesito saber dónde estoy yo, dónde estáis tú y nuestro hijo. (pg. 294)
Nabokov reconoce que su obsesión por los lepidóptero llegó a ser un sacrificio, que perdió a gente cercana y desaprovechó grandes oportunidades para poder cazar mariposas. Pero sin esta enfermedad suya, el tiempo se le hubiera escurrido por los dedos y no habría sido capaz de entenderse a sí mismo, de dar cuenta sobre las personas que le formaron, que hicieron de él un escritor excelente. Hay, por supuesto, un cierto compromiso con el artificio y la ambigüedad en Habla,memoria(cuando menciona a su institutriz suiza, en el primer texto de la autobiografía que llegó a publicar, Nabokov se pregunta si realmente ha conseguido salvarla de la ficción). La memoria es, en cierto modo, tratada como un juego, escondiéndose de ella a veces, otras, persiguiéndola por un laberinto de recuerdos. En el fondo, la rememorización y la caza de mariposas siguen siendo lo mismo: la voluntad infantil de atrapar algo hermoso antes que se escape de nuestra vista, en directa rebeldía a uno de los versos más hermosos de William Blake: hewhobindshimselftoajoy//doesthewingedlifedestroy
Pol RibasTraducir a mano alzada
Parece absurdo querer decir algo nuevo sobre la traducción. Si uno busca en internet “citas” y “traducción”, encontrará a muchos autores (por supuesto descontextualizados) que definen la labor de la traducción mediante una construcción similar a traducir es… y, a continuación, una serie de ideas más o menos acertadas sobre este tema. Paul Valéry, que gozaba de una maravillosa precisión para la divagación literaria, llegó a decir que la traducción consistía en producir con medios diferentes efectos análogos. Aunque acertado, se trata de una sentencia algo decepcionante para una definición concreta y consistente de la traducción. George Steiner, a quién siempre he admirado por su lucidez, decepciona aún más cuando refiere que traducir es viajar por un país extranjero. Octavio Paz1, por otro lado, ofrece una hermosa e intrincada, aunque demasiado lírica y poco práctica solución al problema del texto traducido, al argüir que cada texto es único y, simultáneamente, la traducción de otro texto, primero, del mundo no verbal, y después, porque cada signo y cada frase es la traducción de otro signo y de otra frase. Pero el problema común de Octavio Paz es que era demasiado poeta incluso (o especialmente) cuando refería a la poesía. Curiosamente, el gran autor metafísico del siglo pasado, Borges2, a quién se le ha llegado atribuir una fervorosa y algo apabullante intertextualidad literaria, ofrecía una definición más pragmática que la de su contemporáneo mejicano: para él, la traducción que conserva el significado puede ser más fiel que la traducción que conserva los detalles. Al otro lado del espectro, Maurice Blanchot3 expresaría que el traductor es un enemigo de Dios, en tanto que se empeña en remontar el castigo divino que llevó la confusión de Babel. Y cómo estos, podría seguir citando miles y miles de ejemplos similares.
Hoy en día, el asunto sigue vigente. Cada vez queremos consumir más y más productos culturales en su idioma original... siempre y cuando estén en inglés. Cómo ha conseguido ser el inglés el idioma heterogéneo es otra cuestión aparte, de mucho interés sin embargo, y que tiene más que ver con la necesidad del capitalismo tardío de crear un código unitario y fácilmente descifrable para poder llevar sus productos a un público más amplio y cada vez más homogéneo. Por eso hacemos tanto hincapié en lo horrible que es el doblaje o la traducción hasta que la película o el libro, en su idioma original, están escritos en ruso, danés o suahili. Entonces buscamos a los traductores, mal pagados y maltratados a menudo por un público consumista e impaciente. Con todo esto, donde quiero llegar es a reivindicar el proceso, arduo y edificante, que es traducir un poema o un párrafo. Y lo haré, como no sé hacerlo de otra manera, desde mi escasa experiencia, completamente amateur, sobre el hecho. Pero tal vez es esta perspectiva naive e ingenua la que me permite ver el proceso lingüístico de una forma más limpia y traslúcida, que si por los años de experiencia en la labor me hubieran obnubilado la perspectiva.
1 Paz, Octavio. Traducción, literatura y literalidad, Barcelona, Tusquets, 1971.
2 Kristal, Efraín. “Borges y la traducción” en Lexis XIII. 1 (1999): 3-23.
3 Antolín Rato, Mariano. “Malos traductores” en El trujamán. Revista diaria de traducción.
Como he apuntado al principio, la pregunta más común al respecto de la traducción suele ser la que busca una definición concisa: ¿qué es la traducción?, a menudo acompañada de ¿cómo traducir un texto?, es decir, cómo llevar la traducción a la práctica. A raíz de estas preguntas, me gustaría añadir la que yo voy a desarrollar a continuación: ¿desde dónde traducir? A día de hoy me veo incapaz (y sería injusto por mi parte hacerlo) de definir qué significa traducir. De cómo hacerlo solo puedo desarrollar pinceladas sueltas. Pero me siento capaz, como a menudo me ocurre en la vida, de divagar sobre ciertos aspectos que creo que voy entendiendo a lo largo de mis labores de traducción. Desde dónde traducir es una cuestión que nos sirve como punto de fuga discursivo a partir del cual podemos desprender las líneas, dibujadas a mano alzada, que nos ayudaran a llevar a esbozar mejor una perspectiva general sobre este tema.
Se puede empezar por una inagotable cantidad de aspectos y tópicos literarios. Cogeré el de la belleza, por coger uno, y porque es, probablemente, el más discutido, mancillado y elevado de todos los temas literarios a lo largo de la historia de las letras. No hace falta recordar que uno de los primeros poemas considerados líricos, es decir, que emplean sensibilidad e intimidad, así como una embrionario subjetividad del mundo, factores que hoy día vemos en la poesía, empieza diciendo: unos dicen que X, otros que Y, pero YO creo que lo más bonito es lo que amo. Dicho poema, completamente parafraseado (y arruinado) por mi parte en pos de la brevedad, es de Safo. Pero esta pequeña digresión no tiene una gran importancia en nuestra búsqueda del punto de fuga de este discurso, se trata sólo de remarcar el carácter poco arbitrario que tiene escoger la belleza como tema orientativo de nuestro discurso. Empecemos, entonces, a traducir desde la belleza
Antaño solía ver, desde la lejanía, la traducción como una especie de alquimia fascinante, basada en el principio universal de equivalencias: un igual por un igual, para que el cosmos (textual) permanezca en un justo y necesario equilibrio. Sin embargo, algo que uno va descubriendo a medida que aprende idiomas, es que cada uno de estos idiomas tiene, para el propio nativo, su propio estándar de belleza. Es decir que, por razones distintas (cultura, clima, historia, influencia o capricho), cada idioma ha ido adquiriendo su propia forma de entender la belleza. Y en eso no sirve solamente que el significado sea bello, algo que podría ser más o menos universal, dependiendo del caso (por ejemplo, una flor azul o la aurora son, al menos en occidente, símbolos universales de belleza), sino que los ejes sausserianos de paradigma y sintagma correspondan a una idea de belleza compartida por los habitantes de cierta región. Palabras, expresiones, ritmos y conceptos son, en cada caso particular, prácticamente intraducibles de forma literal. De aquí lo que Borges se refiere en traducir la idea y no el contenido, es decir, traducir desde la intención del autor y no desdesus palabras. Algo que, para algunos, pudiera parecer sacrílego, ya que significaría, en cierta forma, traicionar al autor, como si el traductor, en un acto de envidia e impotencia, se convirtiera en Bruto, y al contemplar el poder demiúrgico y abusivo del autor, participara en un complot para echarle abajo, en una escena más sutil pero no menos dramática que la de Shakespeare. Y, sin embargo, también se podría argumentar que, si un autor busca belleza, uno tiene que ser fiel a esa belleza. Este debate, por supuesto, no es nuevo, y este texto tiene poca intención de resolver
dicha disputa.
Vayamos, entonces, a lo práctico y tangible. ¿Qué significa traducir desde la belleza? Bien, pongamos ejemplos. Antes que nada, decir que los ejemplos que voy a utilizar pertenecen a los cuatro idiomas que, en menor o mayor mesura, domino: el catalán, el castellano, el inglés y el alemán. Dicho esto, mis primeros ejemplos, parten del alemán. El alemán, ya de por si, y desde nuestra sonoridad latina, tiene reputación de sonar feo, como si se tratara de un brutalismo fonético. No pienso contradecir esta idea, porque a mi tampoco me parece un idioma necesariamente bonito. Palabras que para nosotros contienen una preciosa ramificación de ideas, imágenes y sonidos más allá de los fenómenos con las que las asociemos, es decir, por la simple palabra en sí, como atardecer, el proceso de un momento del día que se prolonga en el tiempo, como la palabra se prolonga en nuestros labios, (vesprejar, en catalán, tiene, además, esos fonemas labiales tan amables para nuestros oídos), es traducido en alemán como Sonnenuntergang, una intrincada palabra, gangosa y complicada, que es literalmente traducida como “sol va abajo”. Parecido ocurre con la palabra hospital, que supone un hogar caritativo de acogimiento y cobijo, y que en alemán se traduce como Krankenhaus, que, a parte de sonar monstruosa, se traduce aburridamente como “casa de enfermos”. El inglés tampoco se salva demasiado en eso de tener palabras sosas para ideas bonitas. Es ya casi paradigmático el ejemplo de mariposa, que tanto en castellano, como papallona en catalán, tienen una sonoridad bellísima, y un ritmo silábico que se asemeja al vuelo tranquilo y saltarín del insecto, o la gentileza con la que cae sobre una flor, pero que en inglés se la conoce como butterfly, es decir, “mosca de la mantequilla”, probablemente por una simple observación empírica, característica muy típica de la cultura británica.
Aún así, el castellano y el catalán no poseen algunas de las maravillas de las que gozan estos dos lenguajes germánicos. Por ejemplo, suelo repetir a menudo que el alemán es un idioma poco estético, pero absolutamente fascinante en la creación de conceptos (a lo que se suele atribuir el origen de, probablemente, el pueblo occidental más fecundo de ideas filosóficas). Me gusta poner de ejemplo Fadensonnen, uno de mis poemas favoritos de Paul Celan. El concepto se puede traducir como hebras de sol, o, como se ha hecho en catalán, sols de fil1. Como puede verse, ambas ideas pueden tener distintas connotaciones, porque en nuestros idiomas latinos ese complemento preposicional adquiere un sentido jerárquico, algo de algo, y, en muchos casos, el orden de los factores sí altera el producto (no es lo mismo agua de grifo que grifo de agua, estructura común que ha generado una gran miríada de chistes malos en nuestro idioma). Sin embargo, en alemán, conceptos como Fadensonnen, Zeitgeist, Weltschmerz, Augenblick, o Schadenfreude, suponen una sola unidad conceptual; son, en sí mismas, un significado. Algo parecido ocurre en inglés con los kennings, que permite crear numerosas imágenes de una forma sencilla y práctica (de nuevo, una característica muy británica). Maravillosos ejemplos de kennings serían starry-eyed, leaf-fringed, o light-winged.
Estos ejemplos, junto con muchos otros, son necesarios para entender desde dónde traduci-
1 La traducción al castellano es de Jaime Siles, la del catalán es de Arnau Pons y se puede ver gravada en un maravilloso monumento a los caídos de la guerra civil, en el barrio de La Barceloneta, en la ciudad condal.mos los textos. Para hacerlo, como queremos hacerlo nosotros, es decir, desde la belleza, hay que entender qué hay de bello en un poema, no solo en la imagen que desarrolla, sino también en la ejecución de dicho desarrollo según el estándar habitual de cada idioma. Pienso a menudo en, probablemente, el verso más perfecto del idioma inglés (el lector me permitirá incurrir en una exageración por capricho personal, pese a que, de todos modos, voy a hacer el breve esfuerzo de argumentarla), escrita por Keats en su poema To Byron, en el que dice: attuningstillhissoulto tenderness. A parte de esa preciosa idea de “afinar el alma” en relación con la “ternura”, ¿qué hay de bello en este verso? Bien, para empezar, las características más comunes de la belleza, según el estándar del inglés son, entre otras, los monosílabos bien empleados, persiguiendo una concatenación de palabras como si dieran saltitos de una idea a otra. Otra característica común es la aliteración (en este caso, las s y las t). Y, finalmente, una simetría perfecta. El verso tiene dos palabras de tres sílabas al principio y al final del verso (attuning y tenderness), y cuatro palabras monosilábicas entre medio, haciendo un verso decasílabo. Pero más que hacer un análisis métrico del verso, estamos aquí para traducirlo. Así que, una vez entendida las delicadezas del idioma inglés, es importante tener en cuenta qué consideramos bello en castellano. Normalmente, en los idiomas latinos, valoramos el ritmo, así como el desarrollo prolongado de una idea. No buscamos precipitación, buscamos nuestro propio ritmo para llegar a nuestro objetivo, para degustar las sutilezas que encontramos por el camino. El carácter práctico y eficiente del inglés no nos interesa. Por lo tanto, hay que reducir el ritmo mediante el signo gramatical que, bien empleado es digno de elogio, pero que en abuso, puede terminar cansándonos: la coma (véase, si no, la primera reacción que tiene el lector al leer a Proust). Una propuesta para traducir el verso de Keats, siguiendo esta idea, sería: comosiafinara,sosegado,sualmaacordealaternura1. Nótese la elegancia de alargar la idea, y marcar el tempo mediante las comas, como si se tratara de un pequeño vals vienés. Por supuesto, otras traducciones pueden ser discutidas y aceptadas, pero a lo quiero llegar es a lo siguiente: una traducción literal del verso hubiera sonado, a nuestros oídos, extraño y feo. Y una traducción fea, precisamente en Keats, que puso tanto de su sensibilidad en querer dar un espacio verbal a la belleza que presentía a su alrededor, podría considerarse un homicidio literario.
Del mismo modo, el alemán también requiere su pequeño espacio de comprensión. Si en inglés con cuatro o cinco monosílabos puedes hacer un maravilloso e intrincado verso, en alemán puedes meter un verso en una sola palabra.2 Y, si en español hacemos de la coma un uso a veces abusivo, y otras veces mediador entre el tiempo de la palabra y el espacio de la página, en alemán las comas no pueden ser más dictatoriales. Kommas trennen Sätze es, probablemente, la frase que más repetida que escucha un estudiante de alemán a lo largo de su aprendizaje. Las comas, en el idioma de los graves pensadores, solo sirve para separar una frase de otra. Ya puedes enunciar cinco, diez, o veinte cosas en una frase, que sólo es merecedora de coma cuando vas a empezar
1 Soy perfectamente consciente, sin embargo, que el verso citado pertenece a un soneto y, por lo tanto, debería respetarse la métrica de éste. Un traductor más experimentado seguramente sería capaz de dicha tarea, pero para hacerlo necesitaríamos juzgar el poema entero, algo que no nos incumbe en este texto.
2 Esta declaración es claramente hiperbólico. Desconozco si existe el caso de un verso alemán compuesto por una sola palabra, pero no me causaría necesariamente extrañamiento.
otra. Por esto, traducir directamente versos del alemán tal y como las leemos, es, probablemente, otro homicidio literario. Es el caso (y no es mi intención meterme en problemas), de una de las traducciones que más a menudo veo del poema Eltiempopostergado, de Ingeborg Bachmann, en el que reza: eltiempopostergadohastanuevoavisoasomaporelhorizonte. El verso es, sin ningún problema, una traducción fiel a las palabras de la poeta austríaca. Y, sin embargo, una crueldad si tenemos en cuenta sus intenciones, es decir, conservar cierta belleza conceptual en el horrible mundo de posguerra que le tocó vivir por aquellos años. El verso original, DieaufWiderrufgestundeteZeitwirdsichtbarimHorizontes, traducido literalmente, un caos sintáctico y conceptual, mientras que en alemán alcanza una hermosa y compleja significación. Una propuesta de traducción sería: Hastanuevoaviso,eltiempopostergadosevislumbraenelhorizonte, versos más calmados, igualmente enigmáticos, que inciden en el tono expresado por Bachmann, mientras son fieles a la imagen que desarrolla.
Estos son sólo un par de ejemplos que me he ido encontrando mientras traducía a mis autores favoritos. Cómo estos, seguramente el lector podría encontrar más. Hemos dejado de lado, por ejemplo, problemas complejos de la prosa. Un dilema común es la frase What a lark! What aplunch!, de Mrs.Dalloway, al que se la ha llegado a traducir a veces literalmente (zambullida), otras por su sentido (trance). Es probable que a medida que traduzco me vuelva cada vez más conservador y más textual. No estoy seguro. Tampoco busco tener más razón que nadie. Traducir sigue siendo, a día de hoy, algo tan necesario como polémico, y responde, sobre todo, a las afinidades de cada época y de cada país (incluso me atrevería a decir, que de cada autor y traductor). Hay más de un millar de anécdotas sobre traductores y traducciones a lo largo de la historia de la literatura, traducciones que, por buenas o malas, han cambiado el curso de las ideas y de los imperios. Es a menudo comentado el ejemplo1, más o menos mitificado, de cómo la manzana se convirtió en el símbolo del fruto prohibido, siendo que en la Biblia no aparece ninguna especificación concreta (más allá del fruto en el sentido genérico), pero que responde a cuando el libro fue traducido al latín (conocida como la Vulgata), y se empleó la palabra malus, que significa “maldad” y, al mismo tiempo, “manzana”, y que se insertó en el imaginario colectivo a partir de su reiterada mención en Elparaísoperdido. También existen casos en que la traducción se convirtió en un proyecto tan personal, que se suele considerar casi como un poema aparte, diferenciado, como es el caso del Rubayyat de Omar Jamán y el de Edward Fitzgerald.
Hay malas traducciones, brillantes traducciones, traducciones literales, traducciones más caprichosas, traducciones íntimas y traducciones frías. En definitiva, el arte y la técnica de la traducción suponen un acto demasiado amplio y enriquecedor para limitarlo a una sola idea, como este texto, humilde y (tal vez) erróneamente ha intentado hacer. En mi caso, sólo he querido hacer unos breves apuntes sobre esta maravillosa, frustrante, gratificante, mal remunerada y alquímica labor que es la traducción.
1 Martyris, Nina. “Paradise Lost’: How The Apple Became The Forbidden Fruit”, en NPR.Agradezco, antes que nada, a los cientos de personas que han aportado sus granitos de polen a esta revista tan humilde. Muchas gracias a todos por hacer posible esta revista.
De entre los poetas, agradecer de nuevo Federico por otro hermoso poema, éste sobre la percepción de las manos a través de los distintos procesos vitales, y a Estela Martí por esa traducción de Valéry que tanto entendía de los procesos internos de la poesía.
De entre los cuentistas, agradecer a Merat por prestarnos un nuevo relato, esta vez sobre un tema de inmediata actualidad como es la paranoia causada por el algoritmo de las redes sociales, y de un hombre que por romper el sistema se pierde a sí misma. He decidido incluir un relato propio de realismo fantástico sobre ausencias y presencias.
Entre los ensayistas, agradecer a Milo, el maravilloso vicerrector de la revista, por su profundo y conciso ahondamiento en la célebre y, a menudo, malinterpretada exclamación nietzscheana sobre la muerte de Dios. Incluyo un trabajo propio sobre las disquisiciones pero, también, los puntos de encuentro, entre Aristóteles y Platón, en cuanto al concepto de lo mimético en los respectivos sistemas políticos, así como su importante actualidad hoy en día.
A los críticos, agradecer al Lector Decadente por haber puesto su ojo en lo maravillosamente “cursi” de autores como, Cansinos Assens y Marta Sanz, y a Alberto por sus apuntes sobre la ausencia paterna en la poesía de Luna Miguel. He incluido un pequeño artículo sobre las mariposas de Nabokov que he pensado que podría resultar interesante al lector.
Espero que el lector perdone que incluya una sección para mis caprichos al final de la revista. En este caso, he querido hablar de mis experiencias como traductor novato y algunos de los obstáculos con que me he ido encontrando hasta ahora..
Y, finalmente, a vosotros, lectores, agradeceros la ternura y el entusiasmo. ¡Hasta el próximo mes!
