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LOS SICARIOS ESTÁN ENTRE NOSOTROS

HÉCTOR HUGO ACOSTA MEJÍA

Para Rosalío. —Están entre nosotros, los sicarios están entre nosotros. –dijo Bernardo a Martín sin darle los buenos días. Un silencio quedó suspendido en el ambiente, la zozobra podía respirarse sin dificultad, se diferenciaba de las lociones y el olor a vehículo nuevo. Jorge, chofer de Bernardo desde hacía muchos años, se había acostumbrado a ese aroma particular que despide el miedo, pero esta vez era diferente: el señor Bernardo había vuelto a morderse las uñas. Jorge, cuando fue militar aprendió que del miedo se contagia uno a través del oído, y por ello procuró no escuchar. Esperó a que el licenciado Martín terminara de ponerse el cinturón para cerrar la puerta correspondiente de la camioneta, se instaló tras el volante y esperó indicaciones, aunque al ser conocedor de las costumbres de su patrón, estaba casi seguro del destino. Bernardo apretó los labios, asintió para sí con un gesto de profunda preocupación y suspiró con los ojos cerrados; luego pidió a Jorge que los llevara a Café Las Acacias, donde acostumbraba desayunar cada viernes con alguien cercano, a veces su mujer, otras con algún amigo o socio, pero la mayoría de las veces con Martín. Jorge sintió una especie de vanidad cuando fue confirmada su premonición. —Está de la chingada. –Continuó Bernardo, mientras Martín terminaba una llamada sin prestar atención del todo a la conversación–. La semana pasada vi a unos güeyes frente al minisúper del Templo de Guadalupe. Iban en dos camionetas: una pick up morada y una miniván roja sin placas. No podían ser otra cosa más que malandros. Los vi también el domingo, y las dos veces comprando cervezas. A ver, dime, ¿qué quieren ocho cabrones chupando un miércoles a la una de la tarde? –Bernardo se quedó un par de segundos en silencio mientras recordaba la apariencia física de los sujetos y agregó: —Eran sicarios; lo sé por sus vestimentas. No eran albañiles de alguna obra ni tenían pinta de venir de otro trabajo. Si los hubieras visto me entenderías. No eran cholos ni estaban chacalosos, pero sí vestidos mal, muy mal. Ya sabes: playeras jodidas, pantalones de mezclilla sucios y rotos, botas como de trabajo y gorras medio placosas. De esa gente que según anda limpia pero sigue viéndose mugrosa. Además, todos prietos y panzones, o de plano chupados por el cristal. Hasta el rango de edades llamaba la atención: unos ya rucos, de sesenta o más, con escuincles de veinte o menos. Y ahí en la miniván estaba de copiloto un cabrón con los ojos bien rojos hasta la madre de drogado. Se me quedó viendo y mejor me fui, ya ni quise entrar a comprar. — ¿No llevabas escolta? –preguntó Martín. —El domingo no, porque venía de trotar; sólo traía la fusca en la cangurera. El miércoles sí, pero pues ni modo de llegar y hacerla de pedo. Martín simuló reflexionar sobre las conjeturas de Bernardo, no le resultaban extrañas sus paranoias muchas veces infundadas, pero por cortesía siguió el hilo de la conversación. —Igual y sí eran malandros −dijo Martín en un tono que revelaba seguridad– así como los describes, me suenan a la clase de güeyes que nos caían al juzgado por delincuencia organizada o huachicoleo. Las mismas características. ¿Sabes como quién? Parecidos al Rodo. Bueno, el Rodo siempre anda mugroso porque anda en la talacha –aclaró con remordimiento−, pero parecidos físicamente: panzones, morenos, con la barba toda malhecha y con un semblante tranquilo; hasta parecieran amables pero su vibra no puede esconder que son unos desgraciados. Bueno, al Rodo no se le ve mirada de maldito, me refiero a la clase de güeyes que te encontraste. —¡Sí, hombre, como el Rodo! ¡Igualitos! –confirmó Bernardo con una sonrisa de asombro al descubrir el parecido entre unos y otros, al tiempo que los recreaba mentalmente. —Y fíjate que sí es cierto eso que dices de la diferencia de edades, hasta parece que estoy viendo un asunto de los que te conté −agregó Martín con mayor entereza. — ¡Oye, de verdad, pinche Rodo tiene una pinta de malandro que si no lo conociera ni de broma llevaba las motos con él! −añadió Bernardo, conteniendo la risa. Ambos se quedaron en silencio un par de segundos, se miraron con complicidad y soltaron una carcajada. Bernardo no acostumbraba salir de casa sin la Pietro Beretta que le regaló su padre cuando cumplió veintiún años e incluso dormía con ella, pues, según sus palabras, el mayor de sus temores era despertar y no encontrar un arma para defenderse en caso de ser necesario. Jorge no terminaba por comprender lo profundo de tal angustia, porque, además de estar armado, don Bernardo gastaba mucho dinero en guaruras y camionetas blindadas. —Este hombre debe tener muchos enemigos de quién cuidarse, –pensaba Jorge cuando empezó a trabajar con él–. Pronto se dio cuenta de que no era así. Bernardo era respetado en su negocio y su ciudad, se llevaba bien con todo mundo, y a pesar de su carácter hosco y modos golpeados de dirigirse a la gente, su infantil sentido del humor reflejaba inteligencia y humildad de corazón. Tampoco Martín entendía por qué tanta paranoia en su compadre Bernardo. Se podía decir que Martín gozaba de cierta seguridad personal, pues antes de volverse abogado postulante trabajó como Secretario en un Juzgado Federal, y jamás vio que los Jueces o Magistrados que había conocido se comportaran con miedo, a pesar de tener muchas veces en sus manos asuntos donde se afectaba la libertad de alguien peligroso, o se exhibían actos espurios de algunas instituciones gubernamentales. Llegaron a la cafetería, los escoltas se dispersaron de manera estratégica para dar el visto bueno a Jorge, quien se encontraba atento a recibir la indicación. Una vez que detuvo por completo el automóvil, uno de los escoltas abrió la puerta de la camioneta, Bernardo y Martín descendieron y entraron inmediatamente. Los sentaron en la mesa de costumbre. Mientras esperaban ser atendidos, Bernardo retomó la conversación que había iniciado momentos antes: —Como quiera que sea, ya le dije a mi mujer y a mis hijos que no anden yendo al minisúper, porque se está poniendo difícil la cosa. Un día no vayan a acribillar ahí mismo a esos cabrones que vi, o que lleguen a detenerlos y se arme una balacera. No tar-

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da en pasar, créeme lo que te digo porque en verdad son muy obvios. No sé si están tontos y no se dan cuenta de lo obvios que son. En su fuero interno Bernardo creía con firmeza que existía un arreglo entre el gobierno y el crimen. Se curaba en salud para no dar crédito a lo que estaba ocurriendo, pero siempre se le notaba un halo de terror en su realidad al concluir con frases como: lo bueno es que sólo están matándose entre ellos; pronto vendrán tiempos de paz; créeme, los políticos no son tontos, por algo están donde están. Martín aprovechó el silencio de Bernardo para hablarle a la camarera. Pidió sustituto de azúcar para su café con leche. Bernardo pidió más café. La mesera les preguntó si ya deseaban ordenar, pero pidieron más tiempo. Mientras Martín vertía el contenido del sobre al tiempo que meneaba la cuchara con lentitud, sin levantar la vista preguntó a Bernardo: — ¿Te enteraste que mataron al Pelirrojo? — ¿Al hermano de Juan Carlos? —A ese mero. —No, no supe. Tenía mucho sin saber de él. Si no mal recuerdo la última vez que nos vimos fue rumbo a la Sierra, en las motos, hace como dos años. Él y su hermano traían un racer nuevecito. —Lo mataron hace como dos semanas en Avenida Central. ¿Te acuerdas que acribillaron a dos güeyes que iban en un carro verde? Eran él y un empleado suyo. Leí en el periódico que tenía antecedentes por robo y portación de arma. Me extraña. Hasta donde yo tenía entendido el cuate no vivía mal; incluso su hija y mi hijo fueron compañeros de escuela como dos o tres años. Nos saludábamos seguido. —Ahí está el peine, compadre –se apresuró Bernardo a exponer sus conclusiones– si dices que tenía esos antecedentes, seguro andaba involucrado en robos a tráileres y cosas de esas. Ves que ellos, pues, nada más vivían de la abarrotera y no les iba mal. Además, tenían una o dos bodegas en la central de abastos. —También pudo ser un robo. —No creo. Si no mal recuerdo, los rafaguearon con cuernos de chivo, seguro que ya iban por ellos. —Cobro de piso también pudo ser. —No, con esos antecedentes y la forma de morir la cosa va por otro lado. Te digo, compadre: los sicarios están entre nosotros y más cerca de lo que te imaginas. Martín se limitó a sonreír con cierta condescendencia. Las voces que emanaban de las otras mesas se fundían en un solo ruido acompasado por las comandas de los meseros y el sonido de los cubiertos. Terminada la infructífera conversación, regresó a Bernardo un estado semejante al que los místicos llaman paz interior. Así sucede, juzgamos a los desgraciados sin un ápice de compasión para disuadir a la muerte de que nos lleve en un escenario similar. Nos colocamos en un peldaño de supuesta seguridad mientras continúa carcomiéndonos el miedo palpable que no nos permite hacer con entereza las cosas que más nos gustan, como salir a comer tacos en la noche o ir al bar de nuestra preferencia. Parte de esta vida que construimos: hablar de la nota roja; estremecernos al ser conscientes del contexto social que nos tocó vivir; después de tanta ansiedad, dejar de lado esos temas genera una sensación de paz magnifica, como un sorbo de agua fresca en un desierto. Durante los años que Martín laboró en la impartición de justicia, se sentía orgulloso de elaborar proyectos donde se frenaba el actuar ilegal de la Fiscalía; resoluciones donde se ordenaban autos de libertad o sentencias absolutorias, ya fuera por violaciones procesales o de derechos humanos, tales como ingresos a los domicilios sin orden de cateo; detenciones sin flagrancia; señas de tortura en los inculpados; entre otras cosas que resaltaban mentiras en los elementos captores, o la poca pericia del Ministerio Público para integrar investigaciones de manera contundente. Esa manera de interpretar y aplicar la ley no había nacido de forma espontánea en Martín, aprendió a proyectar sentencias de Miguel, su mejor amigo desde la universidad y después compañero de trabajo en un juzgado. Miguel se convirtió en juez muy joven. Gozaba de una intuición jurídica innata; claridad y sencillez al argumentar; buen sentido del humor que reflejaba inteligencia. Su personalidad equilibrada era manifiesta en su manera de hablar, que armonizaba correctamente las palabras rebuscadas, el doble sentido, las groserías y el lenguaje común. Aunado a lo anterior, era ordenado y disciplinado. Martín definía a Miguel como un hombre justo cuyo lenguaje iba, como le dirían a Germán Dehesa: de Carpa de Barrio a Calderón de la Barca. Siempre le decía a Martín que sin importar cuán seguro estuviera de la culpabilidad de un imputado, ineludiblemente debía anteponer “el debido proceso” por encima de todo. En una ocasión le dijo tajantemente: —Tus corazonadas no obran en el expediente. Si permitimos que la delincuencia se combata con más delincuencia, cualquier día terminaremos consignados por traer droga y portar armas de grueso calibre a contentillo de dictadores disfrazados de demócratas. Me preocupa más que el aparato de seguridad y procuración de justicia hagan lo que les dé su regalada gana. A saber, que hay un puñado de delincuentes sueltos en la calle. Unos tienen poder y confianza del pueblo, otros sólo armas y todo tipo de hambre. Hay de dos sopas: frenamos a la autoridad para que no se extralimite bajo el amparo de un discurso protector; o en cuanto menos te lo imagines, los sicarios estarán entre nosotros, pero con permiso para portar armas y torturar con legalidad. Martín se esforzó por adoptar el criterio de Miguel, pero nunca lo comprendió a cabalidad, pues, aunque sentía compasión por los inculpados al tenerlos frente a frente en alguna diligencia, también le preocupaba que un día su familia fuera víctima de algún reo culpable puesto en libertad por algoritmos de legalidad. Meses después de no trabajar junto a Miguel, quien ya se encontraba en otra provincia ejerciendo su adscripción como Juez de Distrito, Martín le hizo saber sus intenciones de dejar el poder judicial, y se disculpaba por no aceptar la oferta de acompañarlo como secretario en su trayecto de juzgador. —Amigo, de verdad, yo no sé cómo lo haces y te mantienes firme en tus ideas. A mí esta vida me está saturando de dilemas morales imposibles de resolver con argumentación. Miguel se quedó en silencio un par de segundos y respondió: —Mira, Martín, yo le pido a Dios que a través de mi mano se haga su justicia; no la mía ni la de los hombres, sino su justicia. Pero si hacer su justicia implica o entraña que yo me equivoque, le pido a Dios que sea sólo poquito −acotó al final en un tono de sarcástica resignación.

Martín no pudo evitar una risa discreta y que revelaba desasosiego. —El problema, Miguel, es que existe una delgada línea entre ser justo y ser justiciero; y yo comienzo a dudar de mi capacidad para distinguirla. —No te apasiones, Martín; la comprensión y la empatía surgen, no se fuerzan. Entiendo que sólo haz visto un lado de lo que implica la justicia; hay momentos en que uno debe sopesar que las autoridades también son seres humanos a quienes deberás bañar con la bondad y la sagacidad de tu criterio. No esperes que la sociedad o el gobierno entienda el porqué de tu actuar, si lo hiciste con justicia, porque esta es impalpable y sus beneficios llegan más lento de lo que te imaginas. Confía en la aplicación de la ley, alguna vez leí o escuché que esa es la ventaja del verdadero sabio: si este no es su siglo, muchos otros lo serán. Martín se comprometió a pedir una licencia para despejarse un poco, visitar a Miguel y reflexionar sobre su vocación para considerar seriamente la propuesta de seguirlo como su secretario. Se despidieron sin saber que sería la última vez que hablarían. Tres días después, el Juez Miguel fue asesinado en una hamburguesería frente a sus hijas y una sobrina. Las altas cúpulas del gobierno definieron la muerte de Miguel como un atentado contra el Estado de Derecho; se comprometieron a dar con los responsables y ejercer con ímpetu la fuerza de las instituciones. Lo cierto es que nunca se esclareció el móvil del crimen, aunque siempre se avizoró una cuestión de honor: negarse a ser corrompido. Por otra parte, un grueso de la sociedad que comentó la noticia, celebraba la muerte de Miguel tachándolo de corrupto, promotor de la impunidad y que se merecía lo que le había pasado. Qué fácil es hacer juicios porque se tiene libertad y no la obligación de hacerlo apegado a derecho, pensó Martín con enojo cuando por casualidad leyó tan injustos ataques en las redes sociales. Miguel fue sepultado con funerales de honor, ante la mirada orgullosa de sus familiares, colegas y diversos actores de la comunidad. Cuando Martín llegó al velorio, que se llevó a cabo en un barrio a las orillas de la ciudad donde Miguel había nacido, al fin comprendió esa óptica humana al aplicar la ley que Miguel destellaba en todas sus sentencias. El hijo del pueblo, se dijo Martín al ver tanta y tan variada gente esperando el cortejo fúnebre. Martín nunca entendió cómo un hombre justo puede morir en circunstancias tan injustas. Tampoco logró comprender el equilibrio entre legalidad y justicia, por eso llegó a la tajante conclusión de que era más fácil volverse rico que aprender a ser justo. Renunció a los tribunales y uno de sus primeros clientes fue Bernardo, quien buscaba crear un fideicomiso en beneficio de las familias de tres empleados asesinados afuera de su empresa. —Una tragedia más –dijo entonces con tristeza Bernardo a Martín en aquella ocasión–, y sólo quedará en el olvido y la estadística de una sociedad para quien toda víctima es consecuencia de andar en malos pasos. En realidad, pronto se supo que los tres empleados habían caído muertos a manos de un marido celoso que se enteró del amorío entre su mujer, también empleada de la empresa, con uno de los difuntos. En aquellos años, Bernardo era un empresario de treinta y tres años, con un éxito económico alcanzado desde los veinticinco; no sufría aún de delirio de persecución, le bastaba con saber que andaba armado; pero de unos años a la fecha, con más años a cuestas, mayor experiencia y madurez, se había prometido no morir a causa de la delincuencia, pues decía que era inadmisible lograr tanto en la vida para terminar a manos de un pendejo.

Transcurrieron tres días desde aquel desayuno en Café las Acacias. Martín llevó sus dos cuatrimotos para hacerles servicio preventivo. Bernardo y Martín tenían más de diez años siendo clientes del taller de Rubén, quien había ganado prestigio como mecánico, pero desde hacía unos cuatro años se dedicaba más a la compra y venta de motos. Desde entonces el taller regularmente era atendido por Rodo, el primer ayudante desde que el negocio se inauguró. Martín saludó con efusividad al Rodo, le preguntó por Rubén, y ambos bromearon sobre sus ya conocidos hábitos del patrón: —Son las diez Lic., es muy temprano todavía, a esta hora apenas anda viendo en dónde va a desayunar. —Sí te creo Rodo, pero lo bueno es que andas tú aquí, ahora dile que ya se moche con las ganancias o que te haga socio. Si no, amenázalo con abrir tu propio taller y que te llevarás a los clientes. —No me la cree el patrón que en una de esas le hago la competencia, total ya me enseñó lo que me tenía que enseñar. ¡Te enseñó todo, menos a saber cobrar!, le gritaron al Rodo desde el fondo del taller. —Bueno, en eso tienen razón –dijo riéndose, y Martín lo compadeció con una sonrisa. —Ni modo, Rodo, no se puede todo en la vida. —Así es, don Martín, tenemos que haber gente de todo. Por cierto, antes de que se me olvide, si ve a su compadre Bernardo dígale que ya llegaron las refacciones que encargó. Como que ya cambió su número de teléfono, porque no le bajan los mensajes. El fin de semana me lo encontré de frente en la plaza, pero ya ve, como anda todo escoltado me dio pena molestarlo. Ni lo quise saludar, dije no se me vayan a venir encima sus guaruras y yo con mi mujer y el chamaco. Martín imaginó la escena a con precisión. Le llamó la atención lo lejos que estaba llegando la paranoia de su compadre, que ya hasta entraba con la escolta a los centros comerciales. Se limitó a terminar la conversación. —Sí, no te preocupes Rodo, yo le aviso ahora que lo vea. Sobre lo mío, entonces mando por las motos mañana. —Pasado mañana, Lic., tengo bien harto jale y la verdad para hacerle porquerías, mejor no. —Ándale pues, ya sabes si no vengo yo, viene uno de mis chavos. Me saludas al patrón, dile que ya no se desvele tanto porque los clientes preguntan por él. —Claro que sí Lic., yo le digo. Se despidieron y el Rodo sintió esa momentánea felicidad que surge cuando los de arriba te trata como su igual. Ese mismo día, pero en la tarde, Bernardo recibió una noticia en su celular: un joven bocabajo en un charco de sangre, detrás se veía una iglesia y junto al cadáver las puertas de cristal de un minisúper. No pasaron ni dos minutos y le entró una llamada de Martín. — ¿Compadre, ya viste que acaban de matar un cabrón en Barrio Alto, frente a la iglesia? –Y con tono de burla agregó–: en

una de esas y era de los malandros que viste la otra vez comprando cervezas. A Bernardo no le causó nada de gracia la conjetura de Martín, se limitó a decirle que justamente le acababan de llegar las fotos, y que le estaba entrando otra llamada. —Te marco en un rato compadre. En las fotos no se apreciaban curiosos a pesar de que el cadáver ya llevaba más de veinte minutos ahí, lo cual hasta cierto punto es comprensible: los hechos ocurrieron en un fraccionamiento de gente fina, moralmente bien entendida y con múltiples ocupaciones, no hay necesidad ni tiempo de acercarse a ver si un muchacho tirado a media calle está vivo o si necesita ayuda. Ni para qué molestarse en llamar a la ambulancia, sin lugar a duda se aprecia que está muerto. Bernardo recordó las palabras de Octavio Paz: Dime como mueres y te diré quién eres. Sin duda, ése era un malandro: si mueres a balazos es por algo. La culpa la tienen ellos, miserables mugrosos que son pobres porque quieren y escogen el camino fácil, porque el gobierno con ayuda de filántropos empresarios pusieron sobre tu cabeza un techo de interés social, en una colonia junto a tus semejantes. Si bien no es un palacio, es mejor que rentar en una vecindad o vivir entre los puercos a orillas de la ciudad. Son pobres porque quieren, si el gobierno les ofrece la oportunidad de tener una educación gratuita y de calidad, destina miles de millones de pesos para que accedan a la cultura y el arte, lo antepone a que conozcas la mona, la piedra o el cristal, y prueba de ello es la calidad de programas que exige a las televisoras con concesión pública transmita para el pueblo, para que se eduque también a través del entretenimiento. ¡Ah! este gobierno, que preocupado por su gente lleva sacándote del hoyo a ti y a tus antepasados, atrae inversión extranjera y apoya el crecimiento de los empresarios, para así generar más y mejores empleos. Pero ustedes no aprovechan las oportunidades; incluso el estado gasta recursos públicos para que Dios esté presente en su vida; y tú, ciego ingrato, prefieres el sendero del mal; por supuesto que tu destino era la cárcel o una muerte violenta, y lamento decirte que a la gente de bien nos alegra que haya sido lo segundo, porque en este país la justicia solo sirve para darle segundas oportunidades a malagradecidos como tú. Bendito sea Dios. Nuestra trinchera nos otorga completa autoridad moral de juzgar a los criminales, porque si no lo hacemos los ciudadanos de bien ¿Quién lo hará? Bernardo poco a poco era invadido por una mezcla de ira, indignación y miedo. —Ya ni Barrio Alto se salva de estas mamadas. A ver cuándo se termina esta puta violencia –dijo en voz alta. Jorge disminuyó la velocidad y preguntó con sutileza: — ¿Todo bien patrón? —Sí, Jorge, no te preocupes. Dale para la oficina, por favor. Tal sentimiento en Bernardo no se esfumó ni apaciguó, al contrario, se acrecentó cuando a la mañana siguiente, en primera plana, se encontró con la noticia de que la policía había reventado una casa de seguridad en Barrio Alto; que habían detenido a dos personas en dicha morada; que uno de los detenidos era el tipo drogado al que no sostuvo la mirada por miedo; que la camioneta incautada era la misma minivan roja que había visto en ambas ocasiones; y que la casa reventada se encontraba a espaldas de la suya. —Me lleva la chingada, siempre lo he sabido, los sicarios están entre nosotros –dijo con desesperación y arrojó el periódico a la basura. Se levantó de la mesa, revisó que los cartuchos de su pistola subieran sin problema a la recámara, y salió de su casa sin despedirse de su esposa. Llegó a su oficina y se quedó observando todo. Por muchos años estuvo convencido de que los martes eran los días más pesados, ahora todo lucía tranquilo. Quizá ya no era necesaria su presencia constante; había trabajado muy duro para crear una estructura de donde se podía ausentar por meses, qué más daba hacerlo por años. Por primera vez se sintió prescindible en ese lugar. No era un sentir real, se llenó de argumentos para llegar a esa conclusión. Luego, por impulso, sacó su celular y envió un mensaje de voz a Martín. —Compadre, checa si tienes oportunidad de acompañarme a Los Ángeles. Serían tres o cuatro días, quiero comprar una casa allá y habría que revisar trámites y todo eso. A los diez minutos recibió la respuesta. —Yo estoy libre a partir del jueves, solo dame oportunidad de resolver un par de pendientes en el despacho, pero sin problema nos vamos. Bernardo ideó un plan con rapidez y llamó a Jorge para darle indicaciones. —Jorge, pasado mañana vamos a ir a Los Ángeles, alista tus cosas porque vamos a estar cuatro días allá. —De hecho, le iba a decir, señor, que no me había dado cuenta que la semana pasada se me venció la licencia. —Pues tómate el día de mañana para que resuelvas lo que tienes que resolver. ¿Tu pasaporte y la visa siguen vigentes, verdad? —Sí, de eso no hay problema, señor, sólo la licencia. —Pues empieza a moverte desde hoy: ve por la señora a las dos y después te vienes por mí porque vamos a comer a la capital. Mañana te tomas el día para resolver eso, yo creo que no saldré de la casa. El jueves pasas por mí. —Sí señor, nos vemos más tarde.

Al día siguiente, Jorge renovó su licencia de conducir sin mayor problema, hizo su maleta y comió con su mujer. Cuando el sol se ocultó aprovechó para salir a comprar un poco de pan. Esta noche dormiría hasta tarde viendo alguna película, porque el vuelo saldría hasta las dos y el señor Bernardo le había pedido que pasara por ellos a las doce. Ahí mismo llegaría el señor Martín. Rumbo a la panadería, se dio cuenta de que a pesar de ser miércoles los bares y restaurantes estaban a reventar. Después recordó que cada año en esas fechas, gente de todas partes, nacionales y extranjeros, tienen abarrotada la ciudad por la feria agrícola más importante de la región. Al salir de la panadería Jorge oyó un estruendo, el choque de un auto, el patinar de unas llantas. No recuerda que escuchó primero, si el claxon o el paso doble de las balas. Al principio quiso enga-

ñarse con que eran cuetes, quizá la celebración de un santito, o tal vez un velorio. Al acercarse, vio el escurrir de la sangre hasta la entrada de la pastelería. Las figuras de acción que decoraban las tartas detrás del cristal fueron los primeros testigos. Petrificados allí, Superman, el Hombre Araña y la Mujer Maravilla, dinosaurios y demás personajes de caricatura observaron con atención cada detalle de lo sucedido. Jorge vio tres muertos, después supo que eran cuatro. La mafia no perdona dice el vulgo. Hasta hoy, Jorge se pregunta qué habría de perdonarle la mafia a un bebé que quizá su mayor travesura debió ser patear con gran entusiasmo el vientre de su madre o causarle náuseas y agruras. El equilibrio del mundo no se necesita comprender, basta con aceptar que existe. A otro de los ejecutados también lo alcanzó la justicia, las balas le penetraron el cráneo y una de sus manitas; quizá fue una bala por cada grillo y cada hormiga pisoteada, porque las atrocidades de un niño de cuatro años tienen consecuencias tarde o temprano; ni sus berrinches, comer dulces sin pedir permiso; o exigir que lo carguen cuando ya sabe caminar, son actos que merezcan clemencia. La mafia no perdona, sintió Jorge en las entrañas. Quizá fue karma de otras vidas, y eso que el niño se dio tiempo de abrazar a su madre y su hermanito no nato, en un acto de redención y arrepentimiento por cuatro años de vida improductiva. Niños vemos, secretos no sabemos, no olvidemos que por algo también acabaron con ellos en Sodoma y Gomorra. De los padres ni hablar, además de vivir condenados por nuestro pecado original, uno no sabe qué otros pecados pudieran arrastrar un par de desgraciados que antes de reaccionar o decirse: te amo, por última vez, perdieron la vida junto a sus hijos. Sabrá Dios, en la próxima vida el padre se la va a pensar dos veces antes de meterse en el camino del crimen. Cuando Jorge llegó a su casa no podía dejar de pensar en lo sucedido. Durante seis años fue militar, y en su época de transportista había visto muchas cosas, pero ver agonizar un niño no puede explicarse. Intentó razonar, darle un sentido armonioso a la tragedia como lo hacía el licenciado Martín pero eso no lo tranquilizó. Se sentó en la sala, vio a su hijo de cuatro años jugar con sus carritos y sintió un ardor en el estómago que le subió hasta la garganta. Su mujer se acercó a preguntarle si cenaría algo. No contestó. —¿Qué tienes viejo? te noto muy raro. Jorge le describió lo que momentos antes presenció. —Pudimos ser nosotros mujer, tú, yo y el gordo. De verdad ese hombre tenía pinta de todo menos de malandro; todavía estaba vestido con el overol del trabajo, todo sucio. Como que era mecánico, lo sé por la caja de herramientas que estaba en el asiento de atrás. La cara le quedó completamente destrozada; qué necesidad tenían de ensañarse así con el pobre cristiano; y luego el niño –no pudo más y se soltó a llorar en los brazos de su mujer– Tal vez don Bernardo tenga razón, somos tan ciegos. No nos hemos dado cuenta de que los sicarios están entre nosotros. —Por supuesto que lo están –le respondió su mujer–, siempre y a todas horas. Jorge no quiso escucharla más, no entendía lo que su mujer decía y no le importaba entender, simplemente se quedó dormido en su regazo. Se levantó tarde como lo planeó, pero sin ver la película ni cenar. Se dirigió a la sala y se sirvió un vaso con leche, tomó un pan de los que haba comprado una noche antes y se dispuso a desayunar mientras reflexionaba en las perturbadoras palabras de su mujer. Tal vez no están entre nosotros, sino en nosotros. Qué tonterías piensa la gente cuando la razón no da para comprender la realidad. Menos mal que un servidor se limita a ser mero espectador de lo narrado y no tendría por qué hacer juicios de cosas que no le constan. Pero en algo pueden tener razón Bernardo y Martín cuando hablan de que se avecinan tiempos de paz. No quedará de otra que abrirle de nuevo la puerta al honor y a la compasión, porque si no, el miedo nos devorará, a buenos y malos por igual. Jorge llegó a la casa del señor Bernardo casi al mismo tiempo que Martín. Primero se subió don Bernardo, luego don Luis, chofer de la señora, quien traería de regreso la camioneta, y por último Martín, que sin dar los buenos días le sorrajó un chisme a Bernardo. —Qué crees compadre, hace rato fui al taller de Rubén a recoger mis motos y todos andaban llorando, que anoche se quebraron al Rodo. —Cómo que se quebraron al Rodo –reaccionó Bernardo con sorpresa. —Sí, que lo mataron. —No manches que mataron al Rodo –Bernardo seguía incrédulo ante la noticia–, si lo vi hace poco en la plaza, iba con su hijo y su esposa embarazada. De hecho, yo ni sabía que su señora estaba embarazada. —Sí, lo mataron con esposa e hijos. Son los que se chingaron ayer frente a la pastelería de la Güera. No sé si viste las noticias. —Vi algo, pero ya ni le presté atención. No lo puedo creer, qué mal pedo; desgraciados, cómo se llevaron también a la mujer y al niño entre las patas. — ¡Sí, pues! Y como a dos cuadras se chingaron a un abogado que yo conocía desde el juzgado. Defendía puros rateros mugrosos y huachicoleros, ya se habían tardado en matarlo. De ese no me extraña nada. —Sabe Dios en qué andarían metidos el Rodo y su familia, compadre. Te digo que los sicarios están entre nosotros, más cerca de lo que nos imaginamos, si te matan con cuernos de chivo y a sangre fría, seguro andabas metido en cosas, no hay de otra. —Qué caray, compadre, me cae que uno ya no sabe ni a quién conoce.