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HISTORIA DE UN CUCURUCHO / Méndez Vides
HISTORIA de un CUCURUCHO
Méndez Vides Este mes de mayo llovió como nunca. Èlfego se levantó a media comida y dijo que necesitaba fumar. Había limpiado en el plato, con el pan desabrido, la mancha de los frijoles colados sin calmar la necesidad. Dijo que las noticias ruidosas del radio noticiero lo ponían nervioso. La estática eran grillos zumbando que lo persiguieron por el corredor hasta la calle. Su mujer le pidió azúcar o sal, pero él no puso atención, ni se fijó en la niña que premonitoriamente lo despidió con un adiós de mano, como se saluda a los primos que se suben en un avión y luego son imágenes borrosas en las fotos con letreros en inglés a sus espaldas.
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La calle estaba desierta y los goterones del agua rebotaban en las láminas del zinc, como redoblantes el día del desfile de la Independencia.
No regresó esa noche y la cama se quedó fría, con la mujer sin desnudarse, mirando el techo asustada por la intermitencia de la luz de la veladora frente al retrato de la imagen del Nazareno de la Merced. Èlfego desapareció en los tiempos de Lucas García, cuando era normal que la gente se esfumara en las profundidades del Volcán de Fuego. Fueron meses arduos, sin lugar para las contemplaciones ni la resignación.
Ella a todos les dijo que su marido se había escapado con otra mujer, para que nadie la molestara y pareciera normal el ritmo diario: llevar a la niña a la escuela, permitir que otras bicicletas ingresarán al zaguán de la casa, que un locutor la invitara un domingo al cine.
No fue a los hospitales ni quiso descubrir el rostro de su marido en la morgue. Pensó que era mejor olvidarse, aunque no pudo evitar recordarlo el siguiente año, cuando abrió el ropero el Miércoles de Ceniza y sacó la túnica morada del desaparecido para plancharla como era su costumbre, y la colgó de un gancho en el corredor, con el tapasol blanco la cinta al lado. La hija tocó la tela deslucida por el tiempo y se puso triste, pero la mujer le recordó que ya estaban en cuaresma, que se fuera acostumbrando porque así es la vida. La niña tenía en la frente la cruz de ceniza y el pelo se le estaba poniendo rubio, sin explicación alguna.
Dos semanas más tarde, fue con su cuñada a inscribir al cargador para la procesión del Domingo de Ramos. Èlfego sólo cargaba el turno del domingo, porque el Viernes Santo prefería andar con los suyos de un lado al otro, mirando alfombras hasta caer agotado al medio día, después de comer pescado. Este año andarían ellas dos solas. Extrañando al hombre que se fue de la casa una noche lluviosa.
La noche del sábado no abrió la puerta a nadie, se estuvo quieta en el comedor pensando, contemplando la túnica que se movía a pesar del calor y de la falta de aire. La hija no la molestó, ni jugó ni cenó, pero se levantaron temprano al día siguiente, y se vistieron con ropa nueva y salieron a la calle como si la desgracia no las hubiera mordido nunca. El chucho las siguió hasta la esquina del callejón y las contempló alejándose.
Caminaron por toda la ciudad, fueron a San Felipe y al medio día entraron al templo de la Merced y allí se quedaron hasta que salió la procesión. La niña andaba feliz, fijándose en los juguetes de los demás niños, gozando la aprestazòn, sintiendo que su padre no había desaparecido y estaba en las filas de los cargadores como todos los años, así que a pesar del hambre llevó a la madre arrastrada al Parque de San Sebastián, donde cada año
esperaban la llegada del cortejo para presencial el momento cuando Élfego cargaba al Nazareno.
La madre quiso evitarle el dolor a la niña, pero ella se resistió a moverse. Estaba sonriente y dichosa. Aguardaron el momento emocionante cuando apareció el anda con el Cristo adolorido, de ojos claros y penetrantes que te mira en dónde estés, aguantando el dolor de la cruz, con las espinas de la corona clavadas en la frente.
Se deslizaron entre la multitud para hacer el recorrido de la primera calle del Chajón, pendientes del brazo que le correspondía a su marido, queriendo conocer a la persona que lo reemplazaría, y, entonces, la niña reconoció a su padre debajo del tapasol, con los lentes oscuros que utilizaba a pesar de la prohibición, con el bigote espeso que le hacía cosquillas cuando la besaba, y la mujer sintió un frío horroroso recorriéndole el cuerpo.
Allí estaba Élfego, igualito que la noche que salió a buscar cigarrillos, atento a la banda interpretando la marcha fúnebre que era especial, pero a ellas les sonó igual a todas. Quisieron aproximarse, pero los romanos con las lanzas les impidieron el paso.
A medio recorrido se le miraba el gesto duro de hombre conteniendo las lágrimas. Por un instante volteó el rostro y se sonrió con ellas, pero de inmediato regresó a su actitud fría, de devoto. La multitud les impidió seguir el paso, y la procesión las fue dejando atrás, las impedidas a presenciar el cambio de turno. Llegaron a la esquina cuando ya todos los cargadores eran el mismo y ya Élfego había desaparecido.
Madre e hija regresaron a la casa sin comentar el suceso. La adulta persignándose, pero más tranquila, y la chiquita feliz, porque había visto a su padre en compañía del Nazareno.




