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En un contexto que puede ser definido como paradójicamente despaisajizado, la capital berlinesa actuará como límite de una naturaleza que quedará reconstruida en las pinturas de Dix sin ningún tipo de miramiento. Una naturaleza, básicamente social y urbana, que dará relevancia a lo que algunos autores han llamado paisaje humano, ese paisaje que cartografía el espacio de las desigualdades y que será el protagonista indiscutible de una realidad sórdida y brutal retratada sin amabilidad alguna. 1. La ciudad hecha cuerpo.

Desde nuestra perspectiva, pese a la acidez y sordidez que destilan las representaciones de Dix, la ciudad que nos ofrece el artista se perfilará como el marco necesario en el que se desenvuelven los cuerpos mutilados de sus habitantes. No se nos presenta un entorno ajeno a la propia actividad de los hombres y mujeres de su tiempo, sino una interpretación de los mismos vista desde la vivencia personal del ser humano, en general, y de sus conciudadanos, en particular. Esta vivencia, tal y como puede pensarse, en modo alguno resultará halagüeña o positiva. Berlín se convierte, por tanto, en un paisaje que será “testimonio presencial y privilegiado de la descomposición europea que siguió a la primera guerra mundial” y que “abrió la puertas al fascismo.” (Subirats, 1989: 14) Al igual que sucederá con otros artistas alemanes como George Grosz o Max Ernst, Dix encuentra en este paisaje metropolitano el espacio a través del cual se puede generar una nueva visión de la ciudad en la que sus habitantes muestran sus cuerpos lisiados y tullidos. Tomàs Llorens planteaba la cuestión con motivo

Revista :Estúdio. ISSN 1647-6158. Vol.2 (4): 92-98.

Figura 1 Otto Dix, Anita Berber, 1925.


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