EXIT #24 · Ruinas / Ruins

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La memoria de las ruinas Rebecca Solnit Las ruinas son monumentos, pero mientras que los monumentos erigidos a conciencia articulan un deseo de permanencia, incluso inmortalidad, las ruinas conmemoran la naturaleza efímera de todas las cosas así como los poderes limitados del hombre. “La descomposición puede ser frenada, pero sólo brevemente, y entonces continúa. Es la imagen negativa de la Historia...” escribió J. B. Jackson, historiador del paisaje. Es la imagen negativa de la Historia y un aspecto necesario de ella. El borrar la descomposición o la conciencia de descomposición, el declive, la entropía y la ruina, es borrar la comprensión de esa relación que se desenvuelve entre todas las cosas, de la oscuridad a la luz, de la vejez a la juventud, de la caída al levantamiento. La caída y el levantamiento están hechos el uno para el otro. Viéndolo de otra manera, todo es la ruina de lo que le precedió. Una mesa es la ruina de un árbol, como lo es el papel que tienes en tus manos. Una figura tallada es la ruina de la piedra de donde se esculpió, y todo lo que está hecho de metal requiere un levantamiento de la tierra y la extracción de la materia prima a una escala de desproporciones extraordinarias con relación del producto resultante. Imaginarse la metamorfosis que es la vida en nuestra tierra, en toda su inmensa escala, es imaginarse tanto la creación como la destrucción, y el imaginárselas juntas es ver su relación íntima en el terreno común del cambio, abrupto y gradual, bello y desastroso; es ver la riqueza generativa de las ruinas y la ruinosa naturaleza de todo cambio. Según Wordsworth, “el niño es el padre del hombre”, pero el hombre también es la ruina del niño, tanto como la mariposa es la ruina del gusano. Los cadáveres alimentan las flores; las flores comen cadáveres. E X I T Nº 24-2006 118

Una ciudad, toda ciudad, es la erradicación, incluso la ruina, del paisaje de donde emergió. En su caída, ese paisaje original a veces sale airoso. Un día, paseando por el distrito Mission de la ciudad de San Francisco, me encontré en una intersección de calles y con un escalofrío me di cuenta de que el paisaje naturalmente empinado que yace debajo de la ciudad todavía seguía ahí, como un fantasma, como la piel que está debajo de la ropa que la reviste. Es el mismo paisaje que reapareció entre los miles de escombros del terremoto de 1906, y que algún día volverá a surgir. En otra ocasión, mientras paseaba por la calle Hayes, me sorprendió ver cómo el tardío trabajo de desescombro y limpieza del paso elevado que resultó dañado por el terremoto de 1989 descubría una inesperada vista panorámica. Sólo unos meses antes había visto cómo se utilizaba una enorme bola de demolición para derribar lo que quedaba de ese paso elevado, ahora convertido en pequeños pedazos de hormigón armado que se llevaban en camiones. El cemento, cuyo origen fue alguna mina en algún lugar del mundo, regresaba a otro punto en el horizonte. Nos podemos imaginar una ciudad como San Francisco no como un sitio que sigue creciendo desde 1846, sino como docenas de ciudades superpuestas, una encima de las ruinas de la otra, de la misma manera que los arqueólogos han encontrado las ruinas de las diez o doce ciudades que yacen en capas encima de la Troya de Homero. Muñecas, botellas de whisky y de medicinas, botones, a veces barcos y esqueletos, todos reaparecen junto con la arena cada vez que los nuevos cimientos son excavados. En el caso de los desastres naturales, el paisaje natural se impone y reaparece, no solo como una fuerza, pero


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