Alejandro Dato - Todo un sistema de nervios

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Alejandro Dato

todo un sistema de nervios difusiona/terna ediciones


alejandro dato todo un sistema de nervios, buenos aires, 2014

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todo un sistema de nervios Alejandro Dato


La vĂ­a del ninja es resistir, sobrevivir y prevalecer sobre todo aquello que pudiera destruirlo.


La vida breve de los peces

Sería otra mi vida sin los pescados. Mi viejo se dedica a la pesca desde los nueve años. Mis primos, mis tíos, mis abuelos (y podría seguir), son y fueron pescadores. En las fiestas familiares comíamos pasta, mariscos y pescado. Es un recuerdo fuerte el de las fiestas, lleno de gritos y de jodas. Después de comer, jugábamos a las cartas por plata y se hablaba de pescado. A la madrugada no era raro que apareciera de repente algún tío travestido. Todos intentando tocarle el culo, saltando y corriendo de acá para allá. Y bailábamos la tarantela, la del sur, que es la que yo conozco; un baile con el carácter del toreo y el cortejo gitano. La familia viene de Bagnara, un pueblito de pescadores al sur de Calabria, a orillas del Tirreno. Desde su playa se ve Sicilia y a su espalda, la montaña. A principios de la década del sesenta, cuentan, la vida era dura y sin premios en Bagnara. Por eso se fueron para Necochea y se quedaron en mar argentino haciendo lo que sabían: tirar redes y levantar pescado. Supongo que habrá sido una reacción a la abundancia, el caso es que yo nunca fui un aficionado al pescado, quiero decir que no me atraían especialmente sus sabores; de los mariscos estaba 5


todavía más apartado, pero mi recuerdo, ya se ve, está lleno de peces innominados y otras especies del mar. Retengo la imagen de un caparazón sobre el patio de portland de mi abuela. Medía casi un metro de largo y era de una tortuga marina que nos habíamos comido. No me acuerdo del plato cocinado y servido en la mesa. No sé si lo probé o escuché decir que tenía un sabor parecido al pollo, pero más sabroso. El patio de mi abuela atrae otros recuerdos, como el de una prima que me contaba que los pescados no podían dormir porque no tenían párpados. Poco tiempo después, una noche que dormí en su casa, se levantó sonámbula; no me acuerdo qué decía, pero me gustaría saberlo ahora. Andaríamos por los nueve años. Con esa prima nos casábamos de mentira y después nos íbamos al galpón de mi abuela a frotarnos. Entre aquellos retozos de sexualidad infantil me encontró la llegada de la catequesis, y fue por entonces cuando por primera vez le tuve miedo al fin del mundo. Miraba una tormenta fulera y sin viento, que no se desataba, y pensaba, como los galos, si el cielo se nos viene encima... Si no estoy mintiendo, en esos días se estrenaba en el cine Tiburón, un pescado muy querido por la familia. Permitió levantar casas y comprar coches y barcos. Ahora casi no hay tiburones. Los buques factoría japoneses diezmaron la zona a espaldas de la prefectura, y parte de la familia se fue al sur, a Caleta Olivia, a Rawson, por esos lados donde hay más pesca. Los primeros en irse, hace unos años, se hicieron ricos con una racha de langostinos, pero yo no pude verlo. Tengo sí imágenes de dos décadas atrás, del puerto de Necochea en temporada de tiburones. La descarga a tierra de los cajones y los camiones esperando. 6


El oficio de la pesca está lleno de esperas, en la tierra y en el mar, y lo pescado a veces también espera. La agonía del tiburón, por ejemplo, puede ser larga; lo normal es procurarles un remate en cubierta antes de pasarlos a la bodega, pero algunos sobreviven por distracción del que faena o por propia resistencia. En la pesca con lanchas amarillas, esas que no tienen más de quince metros de eslora, el tiempo entre la suba de tramallos y la descarga en el muelle puede ser de medio día o más. Doce horas fuera del agua, apilados en la bodega, y algunos tiburones todavía se contorsionan cuando los suben a tierra. Pienso ahora en lo que decía mi prima y me imagino los ojos estáticos de los tiburones mirando grúas y cables mientras los descargan. Me pregunto si se adaptarán a la luminosidad de la superficie. Cómo verán. Es imposible leer reacciones en los ojos de los peces. La única expresión que tienen está en sus rasgos constitutivos: más afilados en los tiburones, como atontados en los pulpos, alarmados o nerviosos en el pejerrey; pero estos rasgos son invariables, marcan el género y no el momento. Allá por la adolescencia, sobre la heladera de casa había un frasco grande de aceitunas donde teníamos una mojarrita que miraba todo con atención. El palco, así le decía mi vieja al frasco. Nuestra mojarrita tenía una buena panorámica de la cocina (con ventanas a la calle), tenía la animación de las amigas de mi vieja, y nos tenía a mi hermano y a mí que le dábamos pan. Como era de esperarse, se murió en pocos días y la tiramos al tacho de basura. Este recuerdo lo tuve oculto por muchísimo tiempo y lo trajo a la superficie la lectura de Moby Dick (en una traducción espantosa). Hacía un par de años que mi curiosidad le rondaba a este libro 7


sin decidirse, más precisamente desde que leí, en la revista dominical de un diario capitalino, el origen de la anécdota en la que se basó Melville. La historia fue rescatada por los sobrevivientes de un ballenero hundido (lo que no cuenta la novela), algunos de los cuales se habían visto obligados a comer carne humana para subsistir en la deriva de los botes. Hablaban de una ballena con cicatrices y arpones quebrados en el lomo, que primero se mantuvo observando el buque a distancia y después arremetió con su cabeza contra el casco. Un comportamiento inaudito en una ballena (que cuando ataca lo hace con la cola), que expresaba una vieja vindicación igual de inaudita. Mi viejo, menos espectacular, contaba del peligro de las ballenas cuando les pica el lomo. A él le había pasado dos veces. La ballena se rasca con el casco del barco y se va; el problema, dice mi viejo, es para las embarcaciones chicas. Podés dar una vuelta de campana y no contar el cuento. El tamaño es algo que siempre importa en el mar, y la vida del pescador está llena de cuentos. No hace mucho conocí en un pueblito de Calabria al primo de mi viejo. Se llama Mineo, como mi viejo. Comimos en su casa un mediodía y nos reímos con anécdotas de la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa, que tenía de primera mano. Nos invitó con un vino casero que había hecho él (en la región esto es común), y dos platos de pescadillas para empezar. La pescadilla no sé qué pescado es, pero, como lo sugiere su nombre, es una cría. Se presenta, si no me falla la memoria, con aceite y ají molido, se comen crudas y con pan. Las probé porque sentado ya a la mesa no se puede rechazar el convite, pero lo único que rescato es su falta de espinas. 8


Es curiosa la disposición ósea de los peces: el abanico de la cola, el tronco del espinazo, la secuencia de espinas y la cabeza. Nadie va a hablar de huesos refiriéndose a un pescado porque es más parecido a las plantas, decía mi prima, como una rosa plateada con olor recio. Espinas raras las del pescado, pienso yo, que defienden el cadáver en su plato buscando la garganta.

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El trabajo de Nadie No parecía fácil encontrar un sentido en aquella construcción. Piotr Kapitsa

La Comisión nos convocó a las siete de la tarde. Por algún motivo, que todavía desconocemos, el aparato comenzaba a hablar a las siete y diez. Llegamos con nuestras credenciales, entramos al baño y comenzamos la faena. “Dios vive bajo el agua”, repetía. Era una especie de bola tornasolada que flotaba a un centímetro de altura sobre la boca del inodoro. Me senté en el bidet y la miré de cerca, la veía girar. Era rugosa y aterciopelada, tenía el tamaño y la superficie de un durazno, y poseía un extraño comportamiento refractario: ignoraba la mugrienta iluminación del foco que pendía del cielo raso, mientras brillaba con un tenue rayo de luz que entraba por la claraboya. “Lo hizo, finalmente”, dijo el doctor Cleik. Ninguno de nosotros contestó. La puerta del baño estaba cerrada. Se escuchaba el sonido seco producido por el choque de los mosquitos contra el foco. Sonó la puerta del baño. “Un ratito, que ya estamos...”, dijo el doctor Cleik. “Dios vive sobre el agua”. 10


La luz de la tarde se alejaba en la claraboya y había algo en este hecho que me infundía una sensación de abandono, una soledad familiar que me subía desde el estómago y se me instalaba en los ojos. “Dios vive bajo el agua”. Fotografié la bola en distintas perspectivas; puse la cámara dentro del inodoro, incluso, para registrarla desde abajo. Lo hice con flash y sin flash, dos disparos por cada posición. El viejo Fieldrich y el doctor Cleik esperaban contra la puerta para no interponer sus sombras en mi registro. Si había algo que no teníamos era tiempo. El doctor Cleik miró su reloj pulsera y se quedó así, con el brazo doblado a la altura del pecho y la cabeza levemente inclinada hacia abajo. Cuando cesaron los disparos de mi cámara, alzó la vista. “¿Listo?”. “Listo”. Empujó la bola con su bota. “Tirá la cadena nomás”. El trabajo de Nadie se fue derecho a las cloacas de la ciudad. Se oscurecieron los azulejos. El viejo Fieldrich cerró la canilla del lavatorio y el único rastro de lo sucedido era el gorgoteo de la mochila del inodoro cargándose de agua.

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Las enseñanzas de Axtrabú

Te diré una cosa, pequeño Canso, para que la pienses y luego olvides. ¿Qué cosa es esa, gran maestro? ¿Ves ese junco que muerde el perro? Sí que lo veo. No me respondas, pequeño Canso, piensa, piensa. ¿Qué disfraza tu calma, Axtrabú, cansancio acaso? No, pequeño Canso. Ven, acércate. ¡Paf! Pero... ¿Por qué me has pegado, Axtrabú? Para hacer de mi calma una lección. Ve ahora a lavarte la cara, pequeño Canso, y no vuelvas hasta que seca esté. Hoy te enseñaré a levitar, pequeño Canso, presta atención: El mundo que te rodea no existe, no existe tu linda madre y no existes tú. Pero si mi madre murió, Axtrabú, usted lo sabe y fue por ella que aceptó ser mi maestro. No, pequeño Canso, yo tampoco existo, los maestros son los que existen menos. 12


Escucha y no interrumpas, pequeño. No hay ley de gravedad, no hay ley, solo flujo y erección. Responde a esta pregunta, pequeño Canso: Un ciego gobernador que en el río amarillo va hacia el fondo, ¿es algo que se hunde? ¿O busca el fondo de las cosas? Es algo que se hunde, Axtrabú. Muy bien, pequeño Canso, ¿y por qué? ¿Porque no se conoce a sí mismo? Ven, acércate. ¡Paf! ¡¿Ahora por qué me pegas Axtrabú?! Has estado leyendo basura griega, bastardo de arroz y de tierra. Eso no sirve en el río amarillo. Te repito la pregunta, ¿por qué se hunde el ciego gobernador? Porque no hay nada que pueda ver. Muy bien, pequeño Canso, muy bien. Por hoy te has ganado el pescado, descansa hasta que el hambre llegue.

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El regreso del señor Onorius

Bajo la lluvia fría, el tipo se acercó, me ofreció el cigarrillo. Permaneció a mi lado mientras lo fumaba, cubriéndome con el paraguas, sin decir nada. Miraba la pared sucia del patio y las burbujas que se formaban en los charcos. —Voy a volver a este lugar —le dije por lo bajo. Y él se quedó inmóvil, como si se lo estuviera pensando, y de golpe se me rió en la cara.Yo también me le reí en la cara. Los del pelotón de fusilamiento, lo noté en la última pitada, empezaban a temblar con la lluvia fría.

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Cosas que entran en un cassette de 90

—Uno, probando... hola... hola... Se escuchó el chasquido del encendedor, el bramido del papel y una exhalación. —Tenés un jardín... —Era una voz. —Sí. Empecé hace un par de años. Antes era un baldío. Digamos, mientras mis padres vivieron acá, era un jardín. Luego no. Hará un par de años que volvió a ser un jardín —Ésta era otra voz, más cercana al micrófono. —¿Y qué tenés plantado? —Tengo dos sectores bien definidos. Uno donde tengo rosas, malvones, santa ritas, enamoradas del muro y un par de especies más, un jazmín, bueno...Y después está el otro, más bien una quintita, que es donde está la lápida. Ahí tengo tomates, albahaca, me encanta la ensalada de tomate y albahaca, después tengo orégano, zanahorias, morrones. —Contame cómo empezó todo. —¿Qué parte del todo? —Tu jardín. —Bueno, mi jardín... son demasiadas cosas, hay muchos restos. Todavía debe haber alguna botella enterrada, con eso te digo todo. 15


Las enterraba para que mi hija no las encuentre. Me levantaba a la madrugada y ahí me quedaba, las bajaba como un animal entre los yuyos. Fue en una de esas noches cuando vi la lápida. Se puede decir que ahí empezó el jardín, el segundo jardín. —Te la habían ocultado. —Sí, y podían hacerlo, yo era muy obediente, ojo. —Pero todo el tiempo... —Sí, y yo me entero de todo por mi hija, parece mentira. —La verdad que sí. ¿Y quién se lo cuenta a ella? —Mi vieja se lo cuenta a mi mujer y ella a mi hija. —Y cuando tus padres no estuvieron, ¿no fuiste a ver qué era lo que te prohibían? —Si me crucé con la lápida fue del pedo que llevaba. —¿Qué pensás al ver que la tumba tiene tu nombre? ¿Como un espejo roto...? —No, pensás que te terminaste de volver loco. —Pero era la de tu hermano: ¿murió al nacer? —Murió al nacer, sí, ahora tendría un año más que yo. ¿Querés otro café? —No, gracias. —Es colombiano este café, me lo trae un amigo de allá. ¿Seguro que no querés? —Seguro... Hace un rato me dijiste que apenas te movías, no te gusta viajar. —Yo no me muevo del barrio, no. Voy a la biblioteca que me queda acá nomás y al mercadito. No, creo que no voy a viajar nunca más. Aparte... no, no tengo motivos para hacerlo. —Cuántos no, ¿no? —Se escucha una risa. 16


—Estuve doce años de maquinista, imaginate, veo una locomotora diesel y por poco más me largo a llorar. —Según vos, empezás a tomar fuerte estando en Ferrocarriles Argentinos, por el tema de los suicidios. —Sí, en parte. Si te digo que fue solo por eso te miento. —Contame un poco como era... —Bueno, mirá, con las primeras muertes es raro, es un minuto, menos, los ves cómo se acercan a la vía y empezás a hacer sonar la bocina.Yo los puteaba, no sabés cómo, pero no podés hacer nada. A la velocidad que venís y con la masa del tren, olvidate, no lo frenás. Sos un espectador privilegiado, nada más. Sos una mierdita en el espacio, una nulidad. —¿Se tiraba mucha gente? —Por lo menos dos al año y eso cuando tenía suerte. De los otros maquinistas no sé, yo no hablaba de ese tema. —¿Y ahora? —Ahora ya está. —Ya está qué. —Ya pasó, son como flores negras que se hundieron en la tierra y generaron sus cosas. Ahora puedo elegir, ahí lo ves, el jardín no se va a ir a ningún lado.

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34 ases en el bolsillo

Un lapso importante del 2002 lo pasé haciendo de público y figurante en distintos canales de Madrid. Es el trabajo de muchos inmigrantes indocumentados o más o menos recién llegados. Casi todo es en negro, toman a cualquiera, ni siquiera te piden que hables castellano; aunque poca cosa es lo que pagan y las horas se acumulan esperando, el trabajo consiste más que nada en eso: esperar. El público español se puede dividir en dos clases. Las viejas que lo hacen por afición y los que no encontraron nada mejor para hacer; gente que boya matando el tiempo, pero con planes descomunales en el bolsillo del saco. Algunos inmigrantes en ese sentido nos parecíamos bastante. Europeos de afuera solo había de Europa del este, después éramos latinoamericanos, africanos, algunos asiáticos. Yo pertenecía al grupo de Paquita, una vieja de sesenta años que era a la que tenías que llamar para que te incluyera en la lista de los programas, y la encargada de arrear a su multicultural ganado en las instalaciones de las antenas.Y a la que le tenías que caer bien. Paquita trabajaba para una empresa de representaciones artísticas, contratada a su vez por las productoras y las cadenas de 18


televisión.Y aunque había otros grupos, liderados por otras viejas, no estaba bien visto pasar de una vieja a otra; para ser favorecido había que demostrar predisposición y exclusividad. Por un programa de Antena 3, te pagaban entre diez y quince euros, y entre que te citaban en la plaza de Aluche, te hacían subir al colectivo de larga distancia, te llevaban a las afueras donde estaban los estudios, ahí nomás se te iban dos horas; después un par más esperando, ya escaneados y dentro del edificio, pero todavía fuera del estudio. Nos llevaban con esta antelación por cualquier imprevisto que pudiera surgir (que se quedara el colectivo en la autopista, por ejemplo) y tuvieran que mandar otro para traernos a tiempo. Después, una vez en el estudio, lo mejor era buscar el fondo de las plateas, los lugares menos visibles para poder charlar sin ser molestado (como en la escuela), y aplaudir cuando los demás aplaudían; esto último en poco tiempo se te vuelve un gesto automático, y me permite contar lo que me pasó por entonces en un cine que se llama Doré. Pasaban la adaptación que hizo John Huston de “Los muertos”, el cuento de Joyce. La película transcurría en una fiesta con gente de plata a principios del 1900 (creo), y en una escena una muchachita toca para los invitados el piano de la sala, y no puedo decir que tocara bien, ni tampoco lo contrario, pero sí que aplaudí espontáneamente al término del tema unido al festejo de los actores en la pantalla. Lo reprimí al momento, claro, pero sigamos con la televisión y sus largas jornadas de diez horas. Las figuraciones eran lo que mejor se pagaba: pasar caminando por el fondo de un decorado de oficina llevando unos papeles, sentarte a conversar en la mesa de un café sin emitir sonido, gesticulando con las manos. Ser la escenografía humana que da contexto 19


a la escena.Y siempre te daban de comer. Como público te las tenías que arreglar sentado en el suelo con un sanguche gomoso de fiambre incierto y una botellita de agua o gaseosa, mientras que en las figuraciones comías de verdad, te daban lo mismo que a los técnicos y compartías las mesas en el buffet del canal. En estos ámbitos, claro, el protagonismo se paga, y esta lógica, aunque atenuada, llegaba a la periferia donde nosotros nos movíamos: existían cual perlas figuraciones protagónicas, aunque era difícil que te tocaran.Yo hice tres de esas. Dos, en realidad. Más una intervención dramática, ya como actor a mi entender. Las dos primeras las hice para Antena 3, para un programa que se llamaba Alerta 112, que se emitía los viernes de diez a once de la noche y se dedicaba a reconstruir los crímenes relevantes de la semana. Primero hice de un turco celoso que acuchilla a su mujer, y después de un ladrón que se escapa de la cárcel de Carabanchel (creo) escondido en un container de basura. Mientras hacía de turco y discutía con mi mujer, el cameraman nos pedía más realismo, que gritemos, y nosotros nos gritábamos, pero cualquier cosa, porque las imágenes se editaban sin sonido y una cortina de música y efectos sonoros hacía de fondo a la voz narradora. Sesenta euros cada figuración, una joya. El tercer hito de mi carrera, el gran protagónico, me dejó poco más de la mitad, treinta y cuatro euros. Fue en el Canal 7 (creo), un canal chico. Como público te pagaban ocho euros, pero era el más expeditivo. No estaba tan lejos como para que no pudieras ir directamente en metro y en un par de horas ya estabas afuera. En honor a la verdad, tengo que decir que no fui “el” protagonista de esta historia. Digamos que éramos tres, pero el que más estaba era yo. 20


El programa se llamaba La hora de Leticia (creo) y lo conducía Leticia Savater, una flaca de unos treintitantos que más tarde descendería de conductora a reportera, pero en un canal de más cachet. Las historias que se contaban eran del tipo “descubrí a mi marido en la cama con el foxterrier de mi vecina” o “mi mujer se acuesta con mi madre a mis espaldas”. El estudio, de unos trece metros por diez, tenía una banqueta principal, alta, tipo barra de bar, donde se sentaba Leticia; a ambos lados había dos hileras de sillas que la tenían como vértice, donde se sentaban los invitados; y detrás, paralelas a las sillas, las plateas donde entraban unas quince personas por lado. A la izquierda de Leticia, pero un poco más atrás, estaba El Experto, que es un tipo parecido al de Las puertitas del señor López (es decir, un tipo con anteojos, petiso, pelado y medio panzón, pero con aplomo y simpatía) que era el encargado de dar el cierre para cada historia, dejándonos una enseñanza y una moraleja psicológica.Y a la derecha estaba el seguridad cruzado de brazos, un placard de dos metros de ancho, anabólicamente pichicateado, que no pasaba los ventitantos años de edad. Esa figuración (aunque no lo era en sentido estricto, así se le llama en el ambiente, no por el trabajo en sí, sino por el tenor de la paga), esa figuración, decía, cayó de regalo, porque ese día yo había ido como público, pero los que tenían que actuar resultaron menores de edad, no los podían usar, y Paquita nos ofreció, a una brasilera que se llamaba Karina, a Gonzalo, otro argentino que ya conocía de La Plata, y a mí, si nos animábamos a hacerlo. Preguntamos cuánto pagaban, nos dijo que treinta y cuatro, y nosotros, que pensábamos llevarnos ocho aplaudiendo, pasamos a una salita donde nos dieron el guión que trazaba las 21


gruesas líneas argumentales sobre las que teníamos que improvisar. La cosa era más o menos así: Mi personaje había salido en un tiempo con Karina, pero yo era un tipo nervioso y difícil de llevar, y por esas cosas de la vida, pasó que Karina me mandó a freír churros y yo no pude sobrellevar sanamente la ruptura. Enfermo y me encierran en un loquero. Pero ¿qué pasa? Estando ahí me entero de que Karina empieza a salir con otro (el caracterizado por Gonzalo) y para mí es demasiado, no puedo soportarlo y me escapo del loquero. Comienza el acoso. Busco a Karina y me echa fly. Le pago a un travesti para que golpee la puerta de Karina y le diga que es la verdadera novia de Gonzalo. Le corto los frenos al coche de Gonzalo. Les mando una torta envenenada en su cumpleaños. Pero mis planes siempre se ven contrariados por una cosa o por otra y la parejita feliz está cada vez más unida. Finalmente se van a casar este domingo (la emisión del programa es el viernes), pero yo traigo un as en la manga. Pasamos a otra salita, donde nos empolvaron la cara para que no nos brille, y al rato ya estamos por entrar al estudio. Leticia me presenta y me invita a pasar. Quiero aclarar que nunca fui a hacer teatro ni me interesó en la vida y este era el caso del noventa y cinco por ciento de los que trabajábamos en este escalafón. Así y todo, compuse mi personaje y le agregué un tic, una guiñada insidiosa con un ritmo que variaba al margen de las circunstancias de la charla. Leticia, corresponde mencionarlo, se manejó con gran profesionalidad, te orientaba y te ayudaba en la improvisación, y resultó tener muchísimo humor; esto lo veías en las tandas, cuando la 22


cámara no filmaba (se llevaba muy bien con la tercera edad, se hacían chistes tirando a siniestros). Las historias de vida que se contaban con Leticia, como ya se sugirió, eran muy tiradas de los pelos, y a eso tenías que sumarle que los figurantes se repitieran en lapsos relativamente breves, cosa que hacía que te encontraras con un mecánico impotente que intentaba seducir a su cuñada, y al mes veías a un empresario de las islas baleares, cornudo en alguna situación insólita, con la misma cara del mecánico e idéntica fisonomía. Era un descojone, para decirlo en los términos que mejor le van. Mientras un personaje femenino medio libertino era entrevistado por Leticia, los camarógrafos primero y los de la platea después le gritaban zorra, mala pécora, eres una guarra. Esto era estimulado por la producción, hacía a la atmósfera del programa. Pero sigamos con la historia. Leticia me presenta y entro mientras la platea me aplaude (por respeto, más que nada) y ahí empiezo con mi historia, sin conflictos de conciencia, contándolo todo. En esta primera parte entra el llamado telefónico de un supuesto televidente, un viejo escandalizado con mis psicopatías con el que discuto y trato de viejo choto, y él que los argentinos son todos unos delincuentes y ahí Leticia entró y a otra cosa. En el segundo bloque entra Karina y cuenta la historia desde su lugar, y finalmente Gonzalo hace lo propio. Cada tanto nos insultamos, nos paramos, nos empujamos, esto no puede faltar y va in crescendo. Hasta que llegue el momento de mostrar el as de mi manga y el guión indica: SE ARMA EL FOLLÓN. La sangre en la arena, lo que el público está esperando (vi buenas peleas en este programa, que te dejaban dudando). 23


Difícil el papel del seguridad, quién debía representarse inepto y natural, sin estorbar la evolución de los sucesivos accesos de violencia que surgían entre los entrevistados. Los encontronazos que teníamos con Gonzalo eran cortas escaramuzas.Te empujabas un poco, pero quedarse en eso resultaba ridículo si tenías que seguir hablando, así que hacías como que te controlabas y te volvías a sentar. Pero en una de estas le amago a Gonzalo y voy a retroceder para volver a mi silla (lo que, ahora que lo pienso, es ridículo igual), y al hacerlo siento la mano del seguridad en la espalda que, disimulando, me lleva hacia delante para que siga la bronca un poco más. Y llegó el momento.Yo lo había intentado todo y nada me había servido, ellos se casaban nomás. Pero no no no, pensé para adentro, y me reí sin olvidar el tic antes de mostrar el as en la manga: Había estado en la iglesia donde se iban a casar. Y no se van a casar un carajo ustedes, les dije. Les conté de tu papá, Karina, le dije que era trotskista, ¿no?, y claro, que no creía en Dios y hablaba pestes de la Virgen, y bueno, imaginate, ni en pedo los va a casar ahora. Y yo me río, soy el hijo de puta más feliz de la ciudad, y Gonzalo salta para atacarme con la sangre en el ojo y nos caemos arriba de la gente de la platea, rodamos por el suelo, él intenta acogotarme, yo lo empujo y se cae sobre la otra platea, y estamos así un rato hasta que el seguridad me saca del estudio. El programa duraba una hora y contaba tres historia diarias, o sea que cada una duraba veinte minutos, lo que duró la nuestra. Al rato ya estábamos en la calle, con los treinta y cuatro euros en el bolsillo. No eran las siete de la tarde, todavía había un par 24


de horas más de luz y nos fuimos a Lavapiés a tomar unas cañas y a despedirnos un rato del anonimato.

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Si un experto de las artes marciales busca la esencia del ninjutsu, libre de la influencia del ego, debe realizar progresivamente el Ăşltimo secreto de la invisibilidad.


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[ d/a ] 2014


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