sangre

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Incluso le confesé que tenía 100 años. Se paró un instante en las escaleras y me pidió que abriera la boca. Quería ver si todavía me quedaban dientes. Lo sé ahora, aunque no me lo dijera. Entiendo que, en el fondo, le dio todo un poco de asco, por eso tampoco puso demasiadas pegas cuando le pedí levantar el colchón amarillento y que me enganchara a los hierros de la cama. Le hablé del amor nauseabundo, pero creo que no me hizo mucho caso tampoco. O no entendió a lo que me refería. Es comprensible. ¿Quién haría caso de una mujer como yo? Sin embargo, noté cierta sensibilidad en usted, sobre todo cuando le hablé de mi hijo –mientras me volvía a poner encima el colchón con olor a orina reseca– y que, casualmente, tiene el mismo nombre que el suyo, si es que usted no me ha mentido sobre su identidad. Pero eso, poco importa. No quiero volver nunca más a la silla blanca de plástico, con marcas de dientes de perro. Quiero que vuelva a pasar por «El Loto Dorado», y que venga con un cuchillo bien afilado. No pondré ninguna resistencia. Se lo juro. No dude en plantarme el arma blanca, de un golpe firme, sin vacilación, en el pecho. Antes, se lo ruego, póngame unas medias en la boca, para amortiguar los gritos que pudieran despertar las sospechas de los vecinos. Haga un corte bien calculado, pero no demasiado profundo, para no estropear mi corazón. Que salga intacto y bien fresco de mi cuerpo. Así tendrá más valor. Hágame caso, sé de lo que hablo. Colóquelo entre muchas hojas 237


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