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El marinero

EL MARINERO

Estoy comiendo pistachos frente al mar. El mar que está vivo; el mar que respira. Eso dice Cheko, mi nuevo amigo en este refugio costero. Él vive en una casa del árbol vigilando el agua.

Asimilamos la vista mientras fumamos y pontificamos sobre la belleza y el misterio de todo. Más tarde, lo veo corriendo de un lado a otro de la playa, su robusta figura oaxaqueña, sus pies anchos, lleva una cola de caballo gris que le sostiene el ritmo. Me mira y muestra su diente de oro, brillante a la distancia.

Habla del mar como un hermano. Uno que alguna vez acarició en un vientre líquido, un humano mestizo, hijo de los flujos. Como un marinero sin bote, navega con su mente de océano y corazón de océano y le crecen aletas por la noche para reunirse con su marea gemela.

Yo estoy acá como un pródigo, vuelvo por la purificación del agua. Buceo cargada de pecados y emerjo ingrávida, santificada por su manto turquesa. Escuchando el español de Cheko con su cadencia de romance dirigido al mar, creo en la magia que me propone; como si mirar al océano respondiera las preguntas que yo temo hacer.

Mientras las olas nocturnas rugen, él duerme en consonancia con el pecho de su hermano, que se levanta y cae con la respiración. Viajero en búsqueda de brazos cariñosos, yo chupo como un bálsamo su médula salada.

—Traducción: Jorge Javier Romero