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Caiman

CAIMAN

En la casa de Collin, donde los hombres se reunían para escribir, buscando inspiración tomé mi cuaderno y salí a dar un corto paseo nocturno, imaginando que la oscuridad era más sugerente que las luces del interior. Cerré con precaución la puerta mosquitero, pisé la grava del acceso pasando los cuatro flamencos de plástico sobre el césped; subí por el sendero tomando a la izquierda a lo largo del dique que mantenía por un lado el pantano y por el otro el Pacífico. Atravesé el viejo puente remachado, con pintura aún aquí y allá, ahora cerrado a los automóviles por razones de seguridad.

Vi abajo, donde cerca de las aguas negras del pantano, y descansando sobre un banco de arena había –los conté – diecisiete caimanes de hocicos estrechos y vientres gordos, uno de ellos del doble de mi tamaño, otros dos apenas más pequeños, pero aún así, ciertamente más pesados que yo. Di unos pasos inciertos al bajar el sendero al final del puente y me acerqué a contraviento para que no pudieran olerme. Estaban echados de cara al oeste, escuchando, supongo, como yo el estruendo y el trueno del oleaje panameño. Como cangrejo, avancé hacia ellos con mi cuaderno pegado al vientre y mis garabatos hasta el cielo. Cuando me dejé caer abruptamente de un sentón, se escuchó una trifulca de agua suficiente como para ocasionarme un hormigueo límbico a lo largo de la espina dorsal, hasta que comprobé que no se precipitaban directo sobre mí. Cuando las aguas se calmaron y mi corazón también, encontré mi pluma y empecé a escribir.

Escribí sobre los caimanes, sobre sus huevos, sobre sus primos los cocodrilos y los aligátores y las iguanas y lagartijas y luego sobre conocidos y colegas de la universidad. Escribí como un buen poeta medieval, sobre la castidad y sobre el amor no correspondido.

“Oh, belleza de frente cornuda,” escribí, “¿De dónde me vienen estas ganas de bailar contigo en tu fétida guarida, si tan solo no apretaras tus curvilíneas quijadas sobre mí, el bardo que celebra tus encantos escamosos?”

Mientras escribía, noté ojos saltones justo desde la superficie, deslizándose hacia mí.

“Celebraré tu pálido vientre, blanco a la par del mío,” escribí. “Pero nunca hablaré del lugar más cercano a tu cola. ¿Acaso celebraré tus pechos? ¿Esas formas redondeadas que los poetas aman?”

Todavía en silencio – como era de esperarse – ella se deslizó más cerca, emergió de su asiento de agua fétida y penosamente subió a la orilla hasta que yo consideré prudente retroceder unos pasos.

Something held me. Was it just the poet’s mood? I read her my poem. She closed her eyes. I think wept. My audience had grown. All seventeen lay at my feet, the moon rose full from behind the bridge.

I thought to sing them an ancient Nordic lullaby. The mood seemed right. We stayed that way until I was chilled by the salty mist. I thought I should leave and return to the men’s writing group. But when I started to rise, she the Big One opened her eyes, and, with expression, refastened her grip on my left boot and held me there, as if to say, One more.

So I invented something on the spot, “O great beauty of this miserable swamp, the moon thy mother warms thy snout.” With that, she snapped her teeth a triple clack, meaning I was free to go. But love is fickle and poets, not always honored I looked behind to be sure she had not changed her mind and considered dragging me back into her murky muck to eat.

I climbed up to the road, crossed the bridge, and followed my lunar shadow toward the house. Looking down, I saw the sand bank was clear Not one of the Caymans had thought to linger. The men’s cars were gone, the house was asleep, guarded by Collin’s four flamingos who never slept. My forty-year old Land Rover Defender growled up a start. My notebook rode beside me, my penmanship facing up, largely unreadable from the speed with which I had written. It was the only evidence of my inspiration. That and a slight tingling in my boot.

—Sterling Bennett

Pero algo me mantuvo allí. ¿Acaso la mirada que ella me lanzó? Porque debe haber sido forzosamente una ella, pensé. Había percibido cierta suavidad bajo su cuello.

¿O era sólo el sentimiento del poeta? Le leí mi poema. Ella cerró los ojos. Quiero pensar que lloró. Mi público era más nutrido ahora. Los diecisiete estaban a mis pies, la luna llena ascendía tras el puente.

Tuve la idea de cantarles una antigua canción de cuna nórdica. El momento parecía adecuado. Estuvimos así hasta que empecé a sentir el frío de la bruma salina y pensé que debía dejarlos y volver al grupo de escritores. Pero cuando empecé a levantarme, ella, La Grande abrió sus ojos y expresivamente reajustó su mandíbula en mi bota izquierda y me mantuvo allí como para decir, Una más.

Así que improvisé algo, “Oh belleza sin igual de este miserable pantano, la luna, tu madre, calienta tu hocico.” Con eso, ella hizo castañetear sus dientes tres veces, confirmando que yo podía marcharme. Pero el amor es voluble y los poetas no siempre son reconocidos. Miré hacia atrás para asegurarme que ella no había cambiado de opinión, que no consideraba arrastrarme hacia su tenebroso pantano para comerme.

Volví a subir hasta la carretera y crucé el puente. Seguí mi sombra lunar hacia la casa. Mirando abajo, vi que el banco de arena estaba solo. Ninguno de los Caimanes había pensado quedarse. Los automóviles de los escritores se habían ido, la casa dormía, vigilada por los cuatro flamingos de Collin, quienes siempre estaban despiertos. Mi cuarentón Land Rover Defender arrancó en un gruñido. Mi cuaderno viajaba junto a mí, con mi escritura expuesta hacia arriba, considerablemente ilegible, debido a la rapidez con la que había garabateado. Era la única prueba de mi inspiración. Eso, y un ligero hormigueo en mi bota.

—Traducción: Lirio Garduño-Buono