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El Kafka chapín A VECES PIENSO QUE SU AFILADA
AMARGURA Y SU LUCIDEZ DESFACHATADA ERAN SIMILARES A LAS QUE EL ESCRITOR FRANZ KAFKA.
En el colegio para jovencitos adinerados donde yo impartía clases de literatura a principios de los años setenta del siglo pasado, me preguntaba de dónde había salido ese extraño tipo con cara de extranjero que trabajaba allí, el cabello teñido de rubio y una dicción británica perfecta cuando se expresaba en inglés. Resultó que era un judío chapín, hijo de inmigrantes polacos que hablaban yidish y que se habían salvado del holocausto por un descuido de dios, como a él le gustaba decir. Cuando hablábamos en el autobús que nos llevaba de vuelta a casa, su pasatiempo era despotricar con acidez y humor contra todo lo que se le antojaba absurdo e incomprensible, empezando por su propia familia y continuando con lo que oliera a impostura, a ignorancia y a estupidez en el mundo que nos rodeaba. No me resultó difícil hacer buenas migas con él debido a que mis padres también venían de afuera huyendo de dos guerras, y porque me sentía igualmente un poco marciano en un mundo cuyas reglas y costumbres eran distintas de las usuales en mi familia. En nuestras cada vez más entretenidas discusiones, fui descubriendo poco a poco aspectos de la cultura judaica que él desmenuzaba con la misma facilidad con que desmitificaba las contradicciones de la cotidianeidad. Aunque se consideraba a sí mismo judío, no creía en ningún dios, tampoco era sionista, ni se interesaba por alimentar el nacionalismo judío, y disentía del trato que recibían los palestinos. Para mí, que este colega representaba la personificación de los grandes genios judíos que han llenado los anaqueles de la historia universal, tanto en lo científico como en lo artístico y en lo espiritual.
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Aunque he de confesarlo, el hecho de verlo profundamente obsesionado por el conocimiento y el saber, me abrumaba. Sin embargo, a pesar de nuestra amistad y de nuestras largas pláticas, hubo un terreno sobre el cual él nunca se manifestó y yo jamás osé interrogarlo, porque intuí que le resultaba incómodo. Me refiero a sus querencias amorosas. Para mí, que había en él una herida abismal sepultada en profundidades que ni el mismo Freud habría podido desenterrar.