Yagular 01

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Presentación

E

n noviembre, presentamos el número cero de Yagular, la revista bimestral de literatura y gráfica de El Jolgorio Cultural. La respuesta ha sido favorable. En esta ocasión continuamos con nuestra presentación de textos misceláneos, animando el diálogo entre autores consolidados y noveles, entre la creación local y de otras latitudes. Con el afán de animar el diálogo necesario, confluyente, contrastante, diverso, a partir de la palabra y sus posibilidades, de la gráfica y sus irradiaciones. No dejamos de recordar las recientes partidas del poeta italiano Andrea Zanzotto, del potente narrador poeta Daniel Sada y del entrañable Tomás Segovia. E invitando a que nos lean y nos escriban, nos despedimos en voz de éste ultimo:

#1

Lengua bárbara El hombre que ha aprendido a modelar Entre sus manos las palabras Para que en ellas hable Un lenguaje de huellas Corporal y movible y sin sentencias Ése a la vez que escucha Decir lo que se dice Mira lo que se muestra sin decirse Y así para pensar En lo que vive en él y es él bajo las sombras O en esa luz donde su vida Se mira y se profiere No confía en la lengua de su boca Y prefiere callar Y esperar la evidencia del abismo.

SUMARIO Abrimos esta edición 1 de Yagular con un poema de Lorena Ventura i / Sigue un relato de Víctor V. Quintas, Durmiendo como un rey ii / Después viene Envía “Amor” al %!@#**, un ensayo de Fausto Alzati vi / Publicamos unos fragmentos de 13 formas de habitar una esquina, un poemario de Rocío Cerón de próxima publicación x / Continúa Una conversación, de Guillermo Santos, el otro ensayo del número xii / La entrevista fue con el músico, impresor y tipógrafo Juan Pascoe, realizada por Juan Pablo Ruiz Núñez xiv / Continúa una serie de aforismos de Luigi Amara bajo el nombre de El imperio de la sonrisa xix / Y cerramos con Recreación, un relato anfibio de Graciela Romero xxi / Las ilustraciones de interiores y la portada y contra son de François Olislaeger año 1, núm. 1, enero-febrero 2012 elgaceton@gmail.com www.eljolgoriocultural.org.mx

yagular es una revista bimestral de creación y reflexión literaria y gráfica de el jolgorio cultural

Directorio: Juan Pablo Ruiz Núñez, Alonso Aguilar Orihuela, Saúl Hernández Diseño: Ignacio Zárate Huizar Formación: Carlos Santiago Franco Colaboradores: Fausto Alzati, Luigi Amara, Rocío Cerón, Graciela Romero, Guillermo Santos, Víctor V. Quintas, Lorena Ventura Ilustración (portada e interiores): François Olislaeger


Poema

lorena v e n t u r a

te confío mis párpados y la múltiple corriente de mi sangre oxigenada. Dos alas que se extienden y se pliegan: contradicción de mi cuerpo sedentario. Mi boca, para que te pronuncies. Aunque ese nombre en tu saliva no llegue a ser jamás verbo sagrado. Sé bien que todo en mí es margen de tu mundo. Horizonte de lo otro. Que escucho a solas canciones que hablan de ballenas. Y que extraviada en la plateada curvatura de sus colas he vuelto a ser un niño en el océano, un planeta cambiando de color. El oficio que aprendí es una hoguera a punto de extinguirse y cada vez estoy más cerca de la línea final. Pero sé todavía cómo defenderme y puedo poner al servicio de tu magia la secreta calidez de mi veneno. No es tan extenso el universo que el deseo de mis dedos no pueda abarcarlo. Arista por arista. Hormiga por hormiga. Has sido más grande que yo. Con menos desesperación y otros miedos. Este es un camino que no volveremos a cruzar. Ya no hay espacio ahora. Sólo tiempo. Y una tercera dimensión donde tu piel (como entonces) habla bien de ti entre mis manos. La luz de ese metal es aún toda mi fiebre.

I


Durmiendo como un rey

v í c to r v . q u i n ta s

E

ra bastante entrada la noche y los automóviles en la carretera lanzaban sus luces contra ellos. Durante una fracción de tiempo, las siluetas desiguales se iluminaban y era posible ver que se trataba de una familia al borde del asfalto. Estaban en una ligera curva, con terraplén, haciendo señas para que un taxi se detuviera. Era un paraje sin luces ni casas a la redonda. Al pasar los autos, la noche volvía a tragárselos y después volvían a renacer con los faros de otros coches, repitiendo las señas que llevaban haciendo por más de media hora. — ¿Es ése? —preguntó Nancy, señalando las luces de un coche y jalando la falda de mamá. — No lo sé—dijo mamá con voz tranquila, aunque fuera la quinta vez que escuchaba la pregunta-. Pero hazle señas. Nancy, de siete años, alzó su brazo y saltó varias veces, intentado atraer la atención del conductor. — ¡Aquí, aquí! —gritó. El coche pasó sin detenerse. — ¡No era! —dijo Nancy, desconsolada-. ¡No era! Estoy cansada, mamá. Volteó hacia arriba, donde se supone que estaba la cara de mamá. Era difícil

ver la cara de mamá. Sólo podía ver algunas partes de mamá, principalmente mechones brillantes que reflejaban las luces de los coches. Nancy sabía, a pesar de su edad, que era imposible ver la cara de mamá entre la oscuridad. Simplemente sabía, por medio de acordarse, que mamá tenía en brazos al pequeño Gael y que lo tenía cubierto por una franela calientita que lo hacía dormir como un rey. — Pasará. Ya verás que pasará —dijo mamá, tocando con la mano que le quedaba libre la cabeza de su hija. — ¿Y si no pasa? —Preguntó Nancy—. ¿Qué pasa si no pasa? — Pasará —dijo mamá—. Si no me crees, pregúntale a tu padre. La niña dio media vuelta y de haber luz suficiente podrían haberse visto sus dos trenzas del cabello moviéndose como suaves cuerdas de barco, su falda gris con pinzas y el suéter rojo del uniforme de la escuela. Nancy quedó frente a la oscuridad. Sólo veía las sombras de los matorrales debido a las luces de los coches y tal vez a las estrellas y la luna. Sin embargo, había algo más allá que podía mirar y mirar

II


sin jamás encontrarle forma, únicamente sonidos que eran arrastrados por el viento: ramas torciéndose, silbidos, patas avanzando con rapidez. — ¿Papá? —dijo Nancy—. ¿Dónde estás, papá? — Aquí, hija —dijo papá. Nancy se inclinó un poco hacia adelante y apoyó sus manos en las rodillas, bajando un poco su cuello como si quisiera encontrar a su padre en la tiniebla. — ¡No te veo! —dijo—. ¡No te veo! — ¡Aquí! —dijo él, moviendo su pierna de tal manera que una de sus botas golpeó tres veces la tierra, haciéndola sonar como si tocara un tambor abierto.

Nancy dio un paso hacia adelante. Intentó acercarse a la oscuridad de donde provino la voz de papá. — Ya te veo —dijo ella—. ¿Estás acostado en la tierra, papá? ¡Te vas a ensuciar! — Estoy descansando —dijo él—. ¿Quieres probar? La tierra es muy suave. — ¡No! —dijo Nancy—. Me quiero ir a casa, papá. ¿Vendrá el taxi? Las luces de dos coches pasaron en ese momento iluminando la cara de papá. Él miraba a mamá, pero ella volteaba hacia los autos y alzaba la mano y además cargaba en el otro brazo a Gael, arropadito como un rey.

III


durmiendo como un rey

— No lo sé. Es cosa de seguir intentando. Sabes, muchas cosas en este mundo son cuestión de seguirlas intentando. ¿Verdad, cariño? —dijo papá a mamá. Mamá no respondió. Estaba levantando el brazo hacia el ramo de luces que venían hacia ellos. Se escuchaban las ruedas y los motores a toda potencia. —¡Es un taxi! —gritó mamá, acomodándose a Gael en el brazo—. Estoy segura. Papá se levantó y empezó a sacudirse el pantalón. Puso un brazo sobre el carrito de supermercado que había pillado de algún centro comercial y que servía para cargar los materiales del puesto callejero donde mamá preparaba las mejores empanadas de quesillo con flor de calabaza de Oaxaca. Fue una suerte que consiguieran situarse junto a las oficinas de correo. Era un gran lugar. Mucha gente pasaba y las ventas caían bien ahora que papá llevaba un tiempo sin trabajar como repartidor de tanques de gas. Y no es que papá fuera malo en su trabajo o que no supiera trabajar en otra cosa, simplemente lo habían despedido hace dos meses y no lograba encontrar algo que fuera igual de bueno que su antiguo empleo. Aunque lo intentaba, de verdad. Papá empujó el carrito del súper y lo llevó al asfalto de la carretera. Las dos luces del taxi se pasaron al carril de tránsito lento y fueron acercándose a ellos. — Ojalá sea éste. —dijo papá. — Sí —dijo mamá. — Ojalá haya espacio para el carrito del supermercado. —añadió papá. — Ojalá. —dijo mamá.

Nancy se rió. Papá iba preguntarle de qué se reía, pero en ese momento el taxi se detuvo frente a ellos. En el parabrisas había un letrero que resplandecía con las luces de los demás coches. — L A C H I…—intentaba leer Nancy. — Lachigoló —dijo mamá. — ¿Es éste, mamá? ¿Es éste? — Sí, es éste. — ¡Viva! —celebró Nancy—. ¿Ya ves, papá? Mamá tenía razón. — Sí, hija. Mamá tenía razón —dijo papá, soltando aire por la boca—. Es hora de irnos a casa. Las ventanillas del taxi eran oscuras y no se podía ver dentro. Somos tres –dijo papá, asomándose por el espacio que estaba libre de la ventanilla. (Gael, por ser muy pequeño, no contaba como pasajero)-. Necesitamos que nos abra la cajuela. El conductor encendió la luz interna del taxi, que era color morada, e hizo emerger su cara de hombre viejo. Tres señoras estaban sentadas en el asiento trasero. Era un taxi colectivo. Los únicos que llevaban al pueblo. El asiento del copiloto estaba vacío. Sólo puedo llevar a dos. Sólo dos —repitió el chofer—. La cajuela está abierta. Papá se volteó y miró a mamá, a Nancy, al carrito del súper y, de no haber sido por los faros de unos autos que cegaron a Nancy, ella habría visto la forma en que su papá miró con envidia al pequeño Gael, durmiendo como un rey.

IV


durmiendo como un rey

V


Envía “Amor” al %!@#**

fau s to a l z at i

mis cosas, pinche maricón…” Después se opacaron sus voces y llegó el silencio, por lo cual tuve que regresar a mis labores. Ya horas más tarde, cuando comenzaba a oscurecer, al salir me encuentro un kotex, tirado a un lado de las escaleras del edificio. Sellado y pulcro aún. Y miraba esa toalla menstrual, ahí, arrojada, despechada en una especie de intento —casi mágico— por representar y de paso ahuyentar al olvido la diferencia. Aquella irresoluble diferencia del otro (o la otra, pues), magnificada por el género (biológico, afectivo, psicosocioimaginario, o lo que sea). Al regresar, continúo con mis lecturas sobre el investigador Robert Keppel, responsable de la detención y condena de asesinos seriales como Ted Bundy y Gary Ridgway (el Green River Killer). A lo cual debo agregar dos observaciones antes de continuar: 1) La cinta de El silencio de los inocentes está basada en las conversaciones que mantenía Keppel con Bundy para atrapar a Ridgway; y 2) A Keppel lo trajeron a Ciudad Juárez para dar una conferencia sobre los feminicidios, pero no le encargaron ni permitieron investigar (chale). Entre pasajes

I can’t tell you what it really is; I can only tell you what it feels like. -Eminem, en Love the Way You Lie

“E

res un pinche puto… vales verga, pinche puto traga mierda”, interrumpen mis labores (o desidia) los gritos de una vecina. “Ya cálmate, pinche loca”, le vocifera de vuelta el objeto de sus injurias. Dejo el teclado para posar el oído por la ventana de la cocina. “¿Qué, me vas a pegar, pinche culero?, no tienes huevooos, pinche puto… ¡Pégame!, órale, ¡peeégame!”, continúa gritando ella con la voz temblorina, como una fiera en estado de emergencia. El morbo se crece por dentro, exigiendo más: que escale la situación, que le arranque la cabeza, que le pateé las pelotas y lo aviente por la ventana… La curiosidad, mezclada con la pena ajena, trae consigo un entretenimiento siniestro y nostálgico, invocando los recuerdos de situaciones similares en mi propia vida. Algo me pide saber el origen del conflicto (si tal cosa es acaso posible, digo). “¡Ah!, ¿quieres que me largue?; pues te vas a la verga”. Algo que no alcanzo a escuchar y luego: “Déjame pasar por

VI


del caso, perfiles psicológicos, métodos de investigación y observaciones criminalísticas, vine a dar con una peculiar entrevista con la esposa del asesino. Judith Ridgway, entrevistada poco después de que el arresto de su marido Gary fuese noticia, declara que “No lo podía creer. Él siempre ha sido tan gentil y cariñoso y…” (www.seattlepi.com/local/149997_greenriver26.html). Y se sigue por esta línea, hablando de cómo era un marido ejemplar, su mejor amigo, un hombre tierno, que la hacía sonreír y, cito, “sentir como una recién casada todos los días”. (www.kirotv.com/

news/13362515/detail.html). ¿Cómo intentar siquiera entender que el asesino en serie más prolífico (se estiman alrededor de 71 víctimas) y despiadado, sea, en la experiencia de otra mujer, el marido del año? Decir que aquella mujer simplemente estaba en la luna o en ácido barato no resuelve este dilema; además, todo romance involucra un grado de delirio y ceder en cierta medida al delirio del otro. Suelen explicar las motivaciones de Gary en relación a su relación con una madre muy estricta, e incluso a las infidelidades de sus dos esposas anteriores.

VII


envía

“amor”

al

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Cabe, en este caso, considerar (reductio ad absurdum), además, si quizás Oscar Wilde no minimizó los pormenores del matrimonio al sugerir que “las cadenas del matrimonio son tan pesadas que a veces se requiere de tres personas para cargar con ellas”. ¿Serán, pues, 73 personas las requeridas para cargar dichas cadenas en nombre del padre (Gary, su esposa, y las víctimas)? Supongo, que así como mis vecinos, todos hemos, siquiera de pasada en un instante de aquella abismal frustración de la incomprensión, considerado la desintegración astral de nuestra pareja. Pero, qué caso éste donde un sujeto lleva a cabo una serie de brutales y crueles asesinatos, para bajo los efectos secundarios del desahogo y la requerida disimulación exagerada, llevar, como si nada, un matrimonio feliz. Parece, comoquiera, ante esta coyuntura, una opción más sensata arrojar un kotex por las escaleras. Regresando a mi vecino (anteriormente referido como “pinche puto traga mierda”), con toda intención de preservar su anonimato ante esta indiscreción

de mi parte: la frecuencia cíclica con que me lo he topado, en esas mismas escaleras, durante los pasados dos años, intenseando por teléfono con su novia en turno es significativa. Pero más aún, consideremos que presenta, en cada caso (tiro por viaje), el siguiente patrón: a) un endiosado trance tras haber “encontrado al fin” una mujer ideal (no como la pinche engañifa anterior) —etapa en la cual su modo de caminar se modifica, ya que saca el pecho como gallito de pelea todo el día—; y, b) una semana después, lo encuentro deambulando por las escaleras, neceando en su celular, pidiendo, entonadamente, a la mujer en cuestión: “ya, dime la verdad”. Él, como tantos quizás, espera que Ella le diga La Verdad. Casi como una porno exigiendo evidencia del orgasmo femenino para sus cámaras; casi como un juez buscando el alivio final del caso resuelto (en el mejor de los casos). No puedo evitar escuchar en su petición un desesperado grito contra el avasallador sin sentido de la realidad, como si de pronto, tanta libertad fuese una carga terrible. Así espera, a lo mejor, encubrir

VIII


envía

con un supuesto dilema imposible, aquel traumático y glorioso Real que rebasa incluso la concepción de “imposible” (o “inconcebible”). El vecino espera y exige La Verdad de alguien más, en el entretejido de una demanda amorosa. Y, sí, me pregunto qué tanto de esto no hago yo también, a diario, en esto y lo otro. Pero si de pronto no fuese La Verdad, ¿Qué verdad se le podría ofrecer? ¿Aquella de la impermanencia? ¿La certeza de la muerte? ¿La relatividad de lo relativo? ¿La termodinámica o la gravedad, quizás? ¿Que nadie sabe; no realmente? Vaya, pero así cómo no anhelar la certeza del estado de emergencia con toda su apaciguante y momentánea convicción total; aquella solidez existencial que parece palparse al batallar entre “chinga tu madre, pinche puto” y “cálmate, pinche loca”. Por un breve lapso de lapsos de tiempo que no regresa, con alguien más como “la pinche loca” o el “pinche culero”, se puede descansar a medias en el efímero credo de la cordura propia —como si hiciese falta.

“amor”

al

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Y en el televisor, anuncian juegos para el celular, desde “espía a tus amigos… sé parte del club”, “rayos X”, y el “localizador de pareja”. Entre estos y tantos, tantos más (vaya mercado), uno que como una suerte de polígrafo astral vía la red de telcel, al enviar un sms con la palabra “Mentira” a determinado número, establece si tu pareja te miente o engaña. Es posible que mi vecino necesite hablar con Amira o con alguna otra pitonisa, y darle un respiro a su novia en turno. O dejar que lo mate, asfixiándolo con tampones.

IX


13 formas de habitar una esquina (fragmentos) II Donde los náufragos cantan apunta el ojo. Hacia el rabillo austral de la mirada —dorada agua de la memoria—el tono plomizo del frío. Uno podría ser entendimiento crepuscular, avanzada furiosa de jauría humana pero el vórtice detiene la rebelión. Gotea aún el rompevientos. Y entre el invierno de milnovecientosetentaydos y el presagio del dosmildocefindelmundo un día y el otro. Gramática de Babilonia. Descenso. VIII En el cuerpo sésil de una hoja, apenas adherida, resplandece el estrato del mundo. Flujo audible. Inflexiones sostenidas por insinuación —dosel amazónico en medio del cuarto. Las hormigas deducen siempre el estado de las cosas. Intensidad de una figura dentro de otra, sonoridad del bulbo de luz, silbido en tono sordo. La cerveza cae al suelo. Tokonoma. X Ángulos óseos, formas y cuesta donde radica el ritual. Quién teme al aire. Fisura donde hay. Puerta pulida. Naturalezas muertas, humo de tabaco. Cruce. Un poema es una lima un día bisiesto un 31 de marzo un esquema mental un pinar. Retenes silenciosos demarcan umbral.

X

ro c í o c e r ó n


13

f o r m a s d e h a b i ta r u na e s q u i na

Aire, pulmones saturados. Oxígeno para abastecer el cerco. Cercanía de pieles ante el viento. Jaula. XII Júbilo y adoración en paréntesis. Sobre el cabello largo de esa mujer, vista en Baden Baden, sobresale una galaxia. No anillos de satélite. No corona de santidad. Réplica. Varios tañidos de campanas (no provincia eclesiástica) susurran una verdad a medias. Blancos y agrietados. Los labios. Se necesita una nueva contraseña para regresar a tiempo al mundo. Mientras la palabra aparece, ella dibuja sobre el agua una espiral. Resplandor. XIII Circulan autos en pulgada y media. Espacio hendido. Ladra un perro al fondo. Oropel. Pastelillo de arándanos y chispas de chocolate. Píldora sintéctica de felicidad. No era sólo balanceo de cumbia salsa samba. Gozne entre realidades, “mira tu cuerpo iridiscente, azulmoradoverde iridiscente”. Lenguaje. Territorio para la aparición de parques paisajísticos zonas urbas rehabilitadas laderas de casas con techo metálico piedras nucleicas espacios sacrificiales. Cajas y capas, espacio vital de pulgada y media. Nación. XI


Una conversación

S

i una idea no me provoca cierta tristeza o desazón, termina por dejar de interesarme; si detrás de las palabras de un hombre no comienzo a imaginar una desgracia, este hombre comienza a desaparecer en el horizonte de mi memoria, termina por dejar de interesarme. Bajo una lógica similar («si es que pueden tacharse de lógicas mis palabras» y no similares a otras) sería absurdo creer que el pensador más profundo sería a la vez aquel que resulta más triste o cuyas obras ocasionan debacles emocionales a sus lectores. Sin embargo, sólo así he podido construir un conocimiento íntimo, una especie de vida interior, cuyo fundamento, que descansa en las palabras de los otros, se ha convertido en una especie de detector de charlatanes: un conjunto de palabras sólo pueden remacharse en mi cabeza si poseen cierto aire de persona amarga, pues me es difícil pensar en una persona interesante que no haya sido antes un aficionado a la tragedia. Jean Groidin ha escrito que el filósofo lo es todo, salvo un experto en la felicidad. Estas palabras, encontradas en su libro El sentido de la vida, me parecen modestamente certeras. Todos hemos conocido alguna vez a la persona más triste de este planeta, y su conversación fue tan desiciva para nosotros como inolvidable, pues nos pareció estar ante un sujeto tan antiguo como la vida

g u i l l e r m o s a n to s

misma, y cada oración suya, pronunciada con la calma y tranquilidad propias de alguien que ya no tiene prisa alguna, nos conmina a un silencio que se extiende a veces por horas y días, en el interminable desciframiento de un par de sentencias. Cada quien ha construído un modelo de lo que significa una conversación, una conversación verdadera, sin que por ello sea posible admitir cómo es ese modelo, pese a ser capaces de recordar una charla que nos cambió para siempre. El arte de la conversación, que podría denominarse uno de los artes más bellos y difíciles de lograr, y sin el cual la amistad no podría darse, es por sí mismo un acto soprendente. Yo sospecho que uno gusta de aquellas charlas que rehuyen al futuro y que se instalan en un presente continuo, en el que objetos como el dinero o la política sencillamente no tienen lugar. Los libros que nos dan una idea de la amistad son aquellos en donde la conversación es fundamental. El último encuentro de Sándor Márai, o El sobrino de Wittgenstein de Thomas Berhard son libros que no han podido escribirse sin un constante ánimo por buscar al otro, por establecer una conexión fiel a través de las palabras, y la confianza profunda en un entendimiento razonado al fluir de las décadas. No olvidaré decir que estos libros son excepcionales, y que sería bueno volver a ellos un par de veces

XII


u na c o n v e r s ac i ó n

por el resto de nuestros días; cuando menos así lo haré yo. Todavía no saco de mi cabeza aquella exhortación de Paul Wittgenstein a Thomas Bernhard, uno de sus grandes compañeros: “Doscientos amigos asistirán a mi entierro, y tú tendrás que pronunciar un discurso ante mi tumba”. Una de las conversaciones más interesantes que haya tenido nunca fue sobre la tristeza, y se llevó a cabo con una amiga hace ya un par de años. Por su puesto que en esa casa nunca se mencionó la palabra tristeza, pero la pesadumbre que irradiaban los estantes vacíos, la puerta a punto de caerse, o que más bien caía por pedazos, y la estufa, que producía un sonido similar al motor de un automóvil viejo, provocó, quizá, la atmósfera necesaria.

XIII

Es curioso que lo piense, pero creo que cada vez que he hablado con alguien de manera profunda no he podido sino tener que contar mi vida entera, intentar explicarla, tratar de llevarla a la luz, colocarla en un lugar en el que sencillamente no ha estado, y es como si todos esos años, que permanecieron al parecer ocultos en mi memoria como actos ya irreparables o nostálgicos, sólo hayan ocurrido con la única finalidad de poder ser manifestados por mi propia boca. Me refiero a que, en ocasiones, ocurren hechos que sólo pueden tener una existencia auténtica en un diálogo.


Crear vivos cuerpos enteros. La corporeidad del texto, el sino de Juan Pascoe

Juan Pascoe es músico, impresor, editor, maestro decano de la tipografía móvil mexicana. Hace un par de años tuve la oportunidad de conocerlo en alguna de sus visitas a Oaxaca. Al tratarlo, de inmediato saltan su generosidad y bonhomía. Además en cada palabra, cada comentario transmina y transmite entusiasmo por los libros impresos, hechos a mano. Cuenta Carmen Boullosa en “El tipógrafo que se decidió michoacano” (El Universal, 8/IX/2011) que la ciudad de México, anterior a los ejes viales, tenía en Pascoe “un personaje formidable, gran lector, gran editor, que con fandangos veracruzanos y toritos de cacahuate nos convidaba a celebrar sus libros… Nació el Grupo Mono Blanco. De día eran artesanos tipógrafos, de noche músicos y bailarines que versaban coplas con Arcadio Hidalgo”. Más tarde,

j ua n pa b l o ru i z n ú ñ e z

continúa Boullosa: “nos informó que se mudaba. Juan Pascoe se había enamorado de Michoacán. Se fue con sus prensas manuales, sus tipos móviles, sus archivos y su sabiduría a continuar ejerciendo el oficio de impresor y darle vida a un cascarón, décadas atrás parte de una hacienda azucarera. No tenía electricidad, no había baño, no había agua corriente…”. Pascoe considera que editar un libro es un arte pero también y particularmente un oficio. Todos los elementos, el texto, la gráfica, el papel, la tipografía elegida y la forma de confeccionarlos son deliberados, tan deliberados como el modo en que las palabras fueron dispuestas en un poema –o cualquier pieza literaria– por su creador. Publicamos esta conversación por correo electrónico realizada en noviembre pasado.

XIV


e n t r e v i s ta a j ua n pa s c o e

Cuéntanos de tu llegada a México y decisión o necesidad de establecerte en el país. Se puede decir que nunca me fui, en el sentido de la pregunta: llegué por vez primera a los seis meses de nacido, a formar parte de una familia extendida en la ciudad de México. Aunque a los seis años mis padres nos llevaron a vivir en una reserva indígena, Tohono O’odam, en Arizona, y luego ellos comenzaron sus vidas como funcionarios de la ONU, siempre en distintos países, México era el ombligo. Y ahí se encontraba la casa familiar. Era natural, una vez que hubiere entendido cómo iniciar mis actividades tipográficas —el aprendizaje forzosamente tuvo que transcurrir en otra nación, en México ya nadie sabía cómo manejar las prensas viejas de palanca— pues México era mi país, ahí había casa donde caer. Además, vi que el concepto de “hacer libros a mano” no tenía presencia en el ámbito cultural. ¿Cuáles fueron tus primeros acercamientos a las labores de impresor? ¿Cuándo sucedió tu primer deslumbramiento? Dada la naturaleza de labor social del trabajo de mi padre, frecuentemente vivían en países sin escuelas para sus hijos: me eduqué en internados en los Estados Unidos: durante los años “secundaria/preparatoria” la maestra de arte se había casado apenas con un impresor y poeta [Harry Duncan]. Hablaba mucho sobre él y la vez que cambiaron de casa y taller me llevó con otros de

XV

mi generación a ayudar a meter la prensa. Me “deslumbré” con aquella máquina antigua, capaz de producir los libros más modernos que había visto. ¿Cómo surgió Taller Martín Pescador? Debido a un conflicto con mi maestro, utilicé el nombre de Imprenta Rascuache para mis primeros trabajos; pero ya instalado en México la carga negativa de ese mote no compaginaba con la “ilusión de gradeza” que me movía. Tenía todo mi primer libro impreso y era necesario hacer la portada, y aún no tenía ningún nombre. La autora trajo una lista de posibilidades. Ese día estaba ahí conmigo Roberto Bolaño: ella leyó los posibles nombres uno tras otro, y nosotros rechazábamos cada uno por distintas razones. Cuando ella pronunció “Taller Martín Pescador”, Bolaño dijo: “Ahí está. ¿Qué más quieres?” ¿Por qué decidiste volcarte a la impresión con tipos móviles? Si lo que se busca es crear una unidad en la cual el texto forja su forma visible, no he encontrado otra manera mejor que la de componer letras fundidas a mano. Pudiera ser por la lentitud con que trabaja mi cerebro. Generalmente tengo una “idea” para comenzar un libro (o una hoja, no importa), y con ella me siento ante la caja para iniciar la construcción. Casi siempre la “idea” desaparece y la materialización toma su propia


e n t r e v i s ta a j ua n pa s c o e

Para las obras de la imaginación —que siempre renueva, siempre descubre— es preferible que existan impresores quienes sean sensibles al texto forma. Se construye desde los cimientos. De otra manera —la otra manera hoy en día se refiere a composición digital— es común producir impresos que son esqueletos, pero no vivos cuerpos enteros. ¿Qué piensas de lo que ha dicho Alfonso D’Aquino respecto de tu trabajo: “ediciones poéticas, donde el poema no es sólo el contenido, sino el soporte natural que lo contiene”? Claro que estoy de acuerdo con D’Aquino, él mismo es uno de los poetas que hace poemas pensando en su tipografía, en su fisicalidad: creció junto con el Taller Martín Pescador. No digo “nació” porque no lo conocí sino hasta la noche de la presentación del libro de Octavio Paz y Charles Tomlinson: Air Born/Hijos del Aire en 1989. El mismo Paz nos presentó. Se te reconoce como uno de los mejores impresores del país, así como un conocedor de la teoría y práctica tipográficas… Esa fama existe en la calle de Macedonio Alcalá en Oaxaca; por el lado de la Sierra Madre Occidental, en la cuenca del antiguo lago de Texcoco, en los desiertos del norte, en la sensualidad de Sotavento, no se oye pronunciar ese dictamen. No me preocupa ni me conmueve, porque ya no existen los tipógrafos: no hay competencia; es un halago vacío. Observa uno los logros tipográficos de antaño —cualquier exhibición en la

Biblioteca Francisco de Burgoa— y se ve a leguas que no hay comparación posible. Además, hay muchos conocedores de la teoría tipográfica; yo soy poco académico. Coméntanos del otro aspecto esencial de tu labor: la recuperación e investigación de la vida y obra de algunos de los impresores y tipógrafos mexicanos más importantes: Juan Pablos, Antonio de Espinosa, Enrico Martínez, Idiáquez, Cornelio Adrián César… Cuando dejé la ciudad de México, cuando quedé fuera del grupo Mono Blanco y me encontré con un taller de imprenta en una casa rural sin luz eléctrica, sin carro, sin ingreso, también me quedé sin la sociedad de los poetas, quienes posiblemente visitaron una vez y decían: “es bonita pero muy lejos”: si quería hacer libros era necesario inventarlos. Entre mi modesta biblioteca tenía un número del Boletín de la Biblioteca Nacional con el escrito de Alexandre Stols sobre Cornelio Adrián César. Su lectura despertó preguntas; en una visita a México busqué los documentos e impresos en el Archivo General de la Nación. Me di cuenta que Stols no había buscado los impresos. Capté que para entender a un impresor era imprescindible mirar su obra. De ahí comenzó ese libro; los demás han salido de ahí mismo: cada uno ha sido otro aspecto de la misma historia.

XVI


De Mixcoac a Michoacán, ¿qué motivó este cambio de residencia? Formaba parte de Grupo Mono Blanco, eran años de bonanza, giras interminables: de lunes a viernes en la provincia, fines de semana en México. En algún momento se hizo claro que no había ninguna razón para seguir viviendo en la ciudad. Unos amigos ofrecían en venta un pequeño rancho cerca de Xalapa: hubiera estado bien para mí por razones sociales, pero el techo de la casa se encontraba en ruinas y no era posible instalar ahí las máquinas oxidables de imprenta. Mi hermano Dionisio, que ya vivía en una casa antigua cerca de Tacámbaro —en esos

años también vivían ahí Gerard Münch, Roger von Gunten, Leo Eloesser: era una comunidad artística independiente— avisó que el trapiche de Santa Rosa estaba en venta: mucho menos terreno que la propiedad jarocha, pero el techo de la casa estaba bien, y el precio era accesible: de hecho, se pagó con medio año de trabajo. Ahora háblanos de la edición impresa frente a lo digital: tu labor en estos tiempos de transición. ¿Se enriquecen ambos mundos a nivel editorial? ¿Cambiarán radicalmente los

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e n t r e v i s ta a j ua n pa s c o e

JUAN PASCOE

hábitos de lectura cuando el libro impreso deje ser su soporte principal? No creo que la industria digital se preocupe en lo mínimo por el ejercicio de la tipografía tradicional, y de hecho los lectores de plástico presentan los textos en el formato de páginas unitarias: la riqueza de la página doble ha desaparecido. Para los libros de texto, las enciclopedias, los volúmenes de corte profesional, está bien que se dejen de tumbar árboles para hacer todo el papel requerido. Pero la escritura tiene más vertientes que la sola organización y repartición de datos; y para las obras de la imaginación —que siempre renueva, siempre descubre— es preferible que existan impresores quienes sean sensibles al texto: que la creatividad inicial sea la semilla para una nueva experiencia coordinada para el lector. Pienso –o deseo– que el libro como soporte pervivirá, sin duda, sólo que la lectura en plataformas digitales será la opción masiva y dominante, y los impresos serán para públicos más restringidos. La poesía se seguiría explayando, principalmente, en dicha forma. ¿Cuál es tu visión al respecto? Concuerdo, sólo que ampliaría el cimiento: sí, la poesía, pero también otros géneros de escritura de la imaginación: cuento, novela, teatro e incluyo aquí textos históricos que pueden, por medio de su disposición tipográfica, también convertirse en libros dignos de nuestra detallada lectura.

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EN SEIS PALABRAS •

Silencio: indispensable compañero del ruido.

Poesía: un baile entre el silencio y la palabra.

Memoria: el mar que han creado las generaciones sobre la superficie del cual nosotros navegamos.

Escritura: el intento de capturar, sea en verso, en prosa o en ciencia, la existencia que se esfuma.

Azar: conviene contar con la viveza para aprovechar el paso de las circunstancias.

Fuente: es manantial y origen, también es un conjunto de letras fundidas esperando ser útiles.


El imperio de la sonrisa

T

luigi amara

oda la historia del pensamiento parece haberse reducido a una sola premisa: “Donde entra la sonrisa entra todo el cuerpo”.

Un conciliábulo de hombres sonrientes deja en nuestro ánimo la sensación a la vez patética y gratificante de las vacas pastando.

Por un fenómeno análogo al que hizo célebre al gato de Cheshire, lo primero que observamos es una sonrisa radiante, desprendida de su cuerpo. En medio de la noche flota una dentadura pulcra, afilada, pareja como un muro de ladrillos blancos. Después, muy lentamente, hacen su aparición los rasgos restantes: una nariz cualquiera, un mentón vagamente delineado, una mirada huidiza. El rostro, y en menor medida el cuerpo, luchan por esa solidez que los vuelva creíbles, elocuentes, humanos al cabo. Y así avanza ufano por las calles ese hombre que sólo es el sostén de un gesto de la boca, ese perchero para una dentadura postiza.

Todos conocemos muy bien esas sonrisas lánguidas que son una manera ladina y desagradable del desprecio.

Observo que el gesto infantil de taparnos la cara con las manos es sustituido con el paso de los años por una sonrisa imbécil. La solemnidad no es la verdadera enemiga de la carcajada. Su verdadera enemiga es la sonrisa, esa sonrisa sosa, complacida y maléfica, esa abertura incierta de la boca, a medias tintas e indecente, que busca establecer complicidades a través de la limosna de una mueca.

XIX

La mano, que según las reglas de la urbanidad debería ocultar y hacer menos ofensivo el bostezo, no tiene la decencia de tapar también la boca que sonríe por compromiso. La sonrisa muda, entre dientes, puede ser más insolente que la risotada. Sólo puede confiarse en la sonrisa descarnada y torpe de los ciegos, pues ellos no la han rehecho y modelado en el espejo de los otros. La sonrisa inmotivada es ya la única creíble. Basta adivinar en ella un propósito, un ideal, para rebajarla a la condición de contraseña, de ábrete sésamo palurdo. A veces detrás del silencio de una sonrisa se alcanza a percibir una agria, turbia y por mucho tiempo contenida bocanada de tristeza.


el imperio de la sonrisa

La sonrisa acompaña como una sombra maligna la emisión de malas noticias —tanto del vaso roto como del estallido de una guerra—, y es su misma pretensión de endulzamiento, de analgésico y conjuro, la que la vuelve insufrible.

Exagerar la sonrisa de modo tal que la primera apariencia de idiotez vaya revelando, por obra de la insistencia y la deformación, un dejo de maldad. Porque se ha impuesto como señal de que todo está muy bien, de que las cosas marchan sin problemas, la sonrisa es un indicador casi seguro de lo opuesto. Cada vez que alguien sonríe ha llegado el momento de preocuparse seriamente.

Sonreír, después de todo, ha sido siempre un arte difícil de practicar. Los perros, por ejemplo, aún no se acostumbran a que les mostremos los dientes.

Cuando uno mira desde la superioridad de la carcajada un rostro sonriente, no tarda en adoptar un aire sombrío y amargo, como esas célebres máscaras japonesas que por el solo cambio de perspectiva son capaces de trastocar un gesto en su contrario. Frente a una sonrisa, como frente a las puertas entornadas, siempre perdurará la sospecha de que oculta segundas intenciones. Sonríen sin cesar los imbéciles y los humillados, los perversos y los que han perdido toda esperanza. El rostro del nuevo redentor se parece demasiado a una carita feliz. Ilustración: cortesía del autor

El imperativo de la sonrisa es el signo de una humanidad acicalada e hipócrita, lista en todo momento a salir en la foto. Sonreír no es otra cosa que el acto de mostrar, sin que medie ninguna advertencia, la propia calavera a los demás.

XX


Recreación

g r ac i e l a ro m e ro

A

ojos cerrados es el principio y aún no hay nada. La primera persona del mundo abre los ojos, contempla el blanco frente a ellos y haciéndolo inventa el techo. Se estira y crea tanto el principio como el fin de su cuerpo. Todo acaba de empezar. No tiene seguridades pero tampoco tiene miedo. Cualquier cosa puede pasar e incluso algunas pasarán. El impulso de volver a cerrar los ojos pega con tal fuerza que la primera persona del mundo contempla la posibilidad de ser desde tan pronto la última, pero mira sus manos, ve que son buenas, que pueden hacer algo, y decide no desaprovecharlas. De golpe se incorpora y al ponerse de pie inventa el suelo que, frío y firme, la provee de su primera seguridad. Observa el reloj e inventa el tiempo, el cual a su vez inventa la prisa. Rápidamente, separa las aguas de las aguas y las une a su cuerpo; se cubre, se alimenta, se apresura, avanza hasta el umbral de su paraíso, inventando así las fronteras, y al cruzarlo la primera persona del mundo se convierte en una más.

XXI

En el camino recuerda lo que ha hecho. Se arrepiente de haber inventado el tiempo y también de sus propias manos, con las que puede defenderse esas otras primeras personas de sus otros mundos que horas atrás inventaron, y si lamenta la posibilidad de defenderse es porque ésta sólo existe a razón de la posibilidad de ser atacado e incluso de atacar. Pero mira el suelo de nuevo y no se arrepiente de él, pues sigue siendo su seguridad. Se estira, vuelve a tomar conciencia de su principio y entre parpadeos le alegra saber que de antemano se procuró un final. Algunas de las cosas que podrían pasar pasan y definitivamente pasan todas las que deberían pasar. Conoce, avanza, se detiene, regresa y vuelve a avanzar. Actúa. Afecta a los otros mundos de reciente creación, deja que le afecten, se protege. Lucha y pierde. Gana y descubre lo que se siente ganar. Aprende todo esto porque ahí afuera ya nada puede ser inventado. Sigue, sigue con prisa, sigue, alcanza algo, quiere creer que alcanza algo, que tiene algo, que cambia algo, se detiene, se asegura que está por terminar.


r e c r e ac i ó n

Se alegra de haber inventado el tiempo cuando éste por fin pasa. Recorre con cansancio bienhabido el camino de ida convirtiéndolo en camino de vuelta. El hombre que ahora es uno más recuerda con nostalgia cuando fue la primera persona del mundo y quiere acabar con todo lo que hay. Abandona lo que trajo entre las manos que antes juzgó buenas y pensó que le serían de utilidad. Cruza de nuevo el umbral. Recupera su paraíso. Pierde la prisa. Se descubre, se queda sin más. Se desprende del suelo. Vuelve a tenderse. Se encoge hasta conseguir que su principio esté lo más cerca posible de su final. Le da la espalda al reloj y ahoga el tiempo. Ahoga también sus manos entre las piernas. Está a punto de dormir. Duerme, casi duerme. El mundo creado sigue ahí pero afortunadamente a ojos cerrados se va. La primera persona del mundo es ahora la última. Cierra los ojos y el techo desaparece. Todo se acaba. Es el final.

XXII


Colaboradores

Fausto Alzati Fernández (México, D.F., 1979). Ensayista. Es autor de Inmanencia viral, publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, en 2009. www.ataraxiamultiple.blogspot.com Luigi Amara (México, D.F., 1971). Es autor de varios libros de poesía y ensayo. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Elías Nandino y el Rousset Banda de Crítica Literaria. Es editor de Tumbona Ediciones. www.coladelmundo.blogspot.com Rocío Cerón (México, D.F., 1972). Poeta. Ha publicado, entre otros, Basalto (2002), Tiento (2010), El ocre de la tierra (2011). Premio Gilberto Owen de Poesía 2000. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Los poemas publicados pertenecen a Diorama, de próxima aparición. www.rocioceron.blogspot.com

François Olislaeger (Lieja, Bélgica, 1978). Ilustrador. Colaborador habitual de Le Monde. www.olislaeger.com

Graciela Romero (Guadalajara, Jalisco, 1982). Estudió Letras hispánicas. Ha publicado en algunas revistas impresas y virtuales. Actualmente hace lo que puede. www.twitter.com/diamandina Juan Pablo Ruiz Núñez (Oaxaca, Oaxaca, 1981). Editor y lector irremisible. Estudió Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. Dirige actualmente El Jolgorio Cultural. www.jpablornz.blogspot.com Guillermo Santos (San Francisco Tutla, Oaxaca, 1989). Bibliotecario del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. Estudia la licenciatura en Humanidades de la UABJO. zytry@hotmail.com

Víctor V. Quintas (Oaxaca, Oaxaca, 1984). Narrador. Autor de Últimas anotaciones, publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, en 2009. www.letrafantasma.blogspot.com

Lorena Ventura (Oaxaca, Oaxaca, 1982). Poeta. Fue becaria de Jóvenes Creadores del FONCA, en el periodo 2009-2010. Actualmente estudia el doctorado en letras en la UNAM. lasunamita@yahoo.com.mx



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