Yagular 05

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Presentación

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l número cinco de Yagular parte de una anécdota. Meses atrás, encontramos San Juan Luvina en un mapa de Oaxaca. Decidimos conocerlo y comprobar si el pueblo era como lo describió Juan Rulfo en aquel relato homónimo de El llano en llamas, o si la realidad lo contradecía. Fuimos la primer semana de agosto. Comprobamos que se trata de un lugar pedregoso. Y de un lugar que, en efecto, es recorrido por grandes ventarrones. Por lo menos en verano. Luvina ha tenido tres asentamientos, todos ellos en la Sierra Norte de Oaxaca. Desde su origen, un espíritu no ha permitido "que se den los niños". Mueren a los pocos años de haber nacido, o desaparecen misteriosamente. Pero desde su último éxodo, sucedido en la primera década del siglo XX, San Juan Luvina parece haber encontrado cierta tranquilidad en esas

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tierras. O quizá no, y la etimología reverbera, y el mito fundacional se repite en las migraciones que describe el profesor Nicolás Saldaña Casas: Mas hoy tus hijos se han ido A sacudir su miseria Y a acrecentar la riqueza De los Estados Unidos. Más que la correspondencia entre la realidad y la ficción, sorprende el sitio en sí mismo, su mito fundacional asociado a un espíritu de la montaña, y sorprende, sin lugar a dudas, el significado de su nombre: Luvina: raíz de la miseria. Nombre que parece uno de esos pasojos de agua, “que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar, como si hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.”

sumario Abre esta edición un poema de Daniel Saldaña París I / Sigue un relato de Antonio Ramos Revillas III / Después un poema largo de Myriam Moscona VII / Luvina, el dossier, inicia con una fotografía de Agustine Sacha XII / Viene un ensayo recuperado de Cristina Rivera Garza XII / Continúa un ensayo-crónica de Marina Azahua XV / Una crónica de Óscar Tanat XXI / Después aparece Graciela Romero y sus habituales palimpsestos XXIV / Concluye el dossier un texto brete de Juan Rulfo sobre la creación literaria XXVI / Publicamos una crítica de Yásnaya Aguilar Gil sobre un libro de Rivera Garza XXVIII / Y, por último, un artículo elocuente de Arnoldo Kraus XXXII. Todas las fotografías fueron tomadas en San Juan Luvina (Oaxaca) por Agustine Sacha.


Uno da n i e l s a l da ñ a pa r í s

Para Pedro Montealegre

Transcribir poemas ajenos es el modo más cabal de lectura que conocen las yemas de mis dedos. Dédalo, el poema: se retuerce callejeando y me deja recorrerlo a pasos dados con las yemas de los ídem. Dar las gracias. Decir, por ejemplo, que se ha dado con algo que no se conocía: modo de lectura iluminada: ON. Transcribir poemas de uno es otra cosa. Uno es medio taimado. El uno es la esfera de los intereses mórbidos. El uno es la razón de estado de los números nones, que no leen a sus pares más que para dar de gritos. Médium: transcribir poemas ajenos es abrir la boca como gesto de favor a un ectoplasma. Lo de uno, en esencia, es eso. * Uno es así: se detiene primero a contemplar las razones para hacer algo. La principal, ésta: un ego como de enano con el poder supremo, un ego que parecen dos. Las estrellas se las dejo a los sublimes y a los que saben de tarot como yo sólo sé de taras. Tararear es un verbo que no logro conjugar en futuro. Quise hacerlo, para este poema, pero lo anudé raro. Uno es así: conjuga como quiere, se hace el muerto para nadar de dorso cuando el mar está quieto. Eventualmente, llega a tierra. *

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uno

Anudar recio el texto: que no se prodigue como exceso de grasa en la axila del obeso. Besar el ano anudadísimo del texto. Ano magro y negro, de tinta que no tontea: va al grano. Anudar el cuello, el cabello, cubrir de nudos el cuerpo pródigo del texto, ahorcarlo con el lazo seguro de la osa mayor, pero yo no sé de estrellas. La danza es para los que saben decir “dámelo” sin sonrojarse todos. Uno sabe apenas de razones y nunca ha dado el giro lingüístico solito: se marea. * El mar es la razón que diste para decidir ser hembra. (Y no hablo de Dios: mi “tú” tiene nombre y domicilio conocido.) El mar es doblemente uno cuando te moja y tengo derecho a hablar de él porque soy poeta: eso hacemos: doblamos el lenguaje donde más duele. Dejemos de lado estos asuntos: uno no quiere pasarse las horas hablándole de ti a los lectores —que tienen nombre y domicilio conocidos. La danza es para los que tienen mucha cadera. * Uno tiene años empeñado en predecir las camisas de cuadros. Doblemente estúpido, se toma un tiempo al día para decidir ser alguien. Finalmente no lo logra: uno eleva el ego al cuadrado y tiene que llevar a lavar la ropa. Los martes uno se siente como arrepentido. A veces, vaticina medio embriagado el advenimiento del otro. Uno tiene la cara doblada en espejo –por aquello de la simetría, se entiende– y tiene muy estudiado el gesto de “dígame”. El mar es para los que están lejos.

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Ceulemans a n to n i o r a m o s r e v i l l a s

Para Josué y Laura

—Sí, sí, Maradona, Platini, Allawi o ese Berslei. ¿Eh? Pues para qué los quiero. Mira, a mí el que me falta es C-e-u-l-e-m-a-n-s. Es belga. Mira, aquí dice. Jugador belga. Es centro delantero. No, ya te dije, no quiero a Maradona ni a esos otros que traes. Ah… ¿quién? ¿Kostadinov? Sí, si tengo repetido a Kostadinov. A ver tu álbum… nombre, ¿qué te pasa?, te faltan un chingo. A mí ya nada más me falta ése. Si me lo consigues te doy todas las que tengo. Sí… todas: Kostadinov, estos cuatro Manuel Negrete y las demás. Eso me dijo Pepe. Me lo dijo mientras golpeaba el fajo de barajitas contra su mano. Eran muchas. —Pero a ver… antes dijiste otra cosa sobre unas barajitas. —Si Pepe, con don Jaime. Los de Barcel le trajeron muchas. Pepe se me quedó mirando y apretó los labios. Seguro pensaba algo. Miró su bonche e hizo una mueca. —Ahistá la neta —dijo—. Hay que buscar en la camioneta de Barcel. Seguro tienen hasta álbumes llenos. Asentí con algo de miedo. —¿Y si nos descubren? —Pues corremos. Así comenzamos a investigar a qué hora pasaba el repartidor. Esperamos un rato afuera del estanquillo de don Jaime; mientras jugábamos a las canicas o matábamos insectos en el llano. Cuando nos cansábamos nos íbamos a la tienda y veíamos el balón de fútbol con la firma de Tomás Boy que daban a quien entregara el álbum lleno. A mí me daba ansia nada más de imaginarlo en mis manos, segurito al Pepe le pasaba lo mismo, porque chistaba como enojado apenas le recordaba al jugador belga. El balón, bien bonito; igual al que habían usado en el mundial un mes atrás. La firma de Tomás Boy brillaba sobre una de las caras. A veces imaginaba lo cansado que habría sido para Tomás firmar

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ceulemans

tantos balones. Le pregunté a Pepe como le habían hecho, me dijo que no fuera bestia, esa firma seguro la habían pegado. —¿Y entonces para qué queremos el balón? —le contesté crecido ante el regaño. —Son de colección —dijo y miró hacia el piso—. Además, le dije a mi jefe que le iba a llevar uno. —Ah… tu jefe… pero tu jefe para qué quiere el balón. —Oh… se lo prometí…además es hincha de Tomás Boy. Me sentí mal por lo que dijo pero no hice por indagar; sentí como un nervio suelto en la garganta y nada más. A las semanas de rondar la tienda de don Jaime descubrimos que la camioneta de Barcel pasaba siempre entre las cuatro y las cinco de la tarde. La conducía un señor barrigón vestido de uniforme café. Estacionaba la camioneta justo a un ladito de la tienda. La dejaba sola un rato, en lo que entregaba las charolas con papas. Pepe fue el primero en hacer un plan. Él entraría a la camioneta. Yo me esperaría en la puerta, él revolvería las cosas, sacaría las barajitas. Si el vendedor salía me pondría a gritar: «Boy Boy». Al final nos íbamos a encontrar en un llano lejos de la tienda. La tarde que preparamos el golpe hizo mucho sol. Aunque yo no iba a hacer nada heroico estaba nervioso. Sentí como si me hubieran dado un balonazo en la panza cuando llegó la camioneta y bajó el chofer. —¿Listo? —preguntó Pepe. —Enterado —le respondí como había visto en la televisión. —¿Qué vas a gritar si sale el ñor? —¿Tengo que decirlo ahorita? —Sí. Qué difícil era no ser el líder. —Boy, boy.

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a n to n i o r a m o s r e v i l l a s

Nos acercamos a la tienda. Nos separamos. Me fui hasta la entrada y me quedé ahí. Escuché al chofer hablar con don Jaime, a don Jaime reírse por algo y luego se puso a contar las bolsas de papas en las charolas. Miré el balón con la firma de Tomás Boy. Estaba bien padre. Colgaba junto a un póster del estadio Azteca llenito de gente y con la leyenda de: “Llévate la firma de nuestros héroes”. No había ni pasado un mes de terminado el mundial. En los llanos la gente había puesto televisiones para ver los partidos o se reunía en las casas. Hasta un equipo de la colonia se cambió el nombre de Fuerzas Manzano a México 86. Les fue muy mal. Pepe y yo nos salimos de la escuela para ver el México contra Irak. Ganamos. Pensé en el papá de Pepe sin ver ningún partido, hundido en la cárcel después de aquel robo a la tienda de refrigeradores y no sé porqué, el alma se me hizo delgadita de los nervios y la tristeza. Miré hacia atrás donde Pepe seguía en la camioneta revolviendo las cosas para encontrar las barajitas. “Llévate la firma de nuestros héroes”, decía la leyenda. Envalentonado, me acerqué al vendedor y le dije: —Estoy buscando una estampa, la de un tal Culemans… para llevarme el balón con la firma de Tomás. Don Jaime se cruzó de brazos. —No sabes qué lata da con eso de las barajitas —le dijo al chofer quien me miró y sonrió— se sientan afuera nada más a esperar tu camioneta. —¿Quieres el balón? ¿Lo quieres? —preguntó el chofer. A ver, ¿dónde está el álbum? —En la casa. —No, pos ahistá muy bien. Don Jaime y el chofer se rieron.

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ceulemans

—Pues qué esperas… órale, ve por el álbum; te lo doy aunque te falte una estampa. Incliné la cabeza y miré hacia la camioneta. Iba a salir y gritar: “Boy, Boy”, cuando el chofer se me acercó, descolgó el balón y me lo dio. —Total, la promoción ya se terminó. Salí de la tienda muy contento. Me sentía héroe. Un verdadero héroe como Quirarte, Boy, Servín y Aguirre. Iba a decir las palabras claves pero vi corriendo a Pepe a lo lejos. Lo seguí hasta el llano con el balón en la mano. Casi volaba. Ni el mismo Maradona cuando le metió ese gol a Inglaterra. Pepe me esperaba sentado bajo unas lechuguillas. Estaba muy serio. Mucho muy serio. Yo llegué muy contento con mi trofeo. —Mira lo que traje —le dije muy acá—, y sin la barajita del Culemans. Apenas lo vio, Pepe empezó a llorar y sus lágrimas me dolieron no sé porqué. —¿Pues por qué lloras? Si ya tengo el balón para tu papá. Mira la firma. Está pegada como dijiste. Pepe miró al suelo y seguí su mirada. Había, entre las piedras, un montón de monedas, billetes y bolsas abiertas. Algunas papas estaban en el suelo. El dinero brillaba junto a ellas lo mismo que los billetes. No había ninguna barajita, nada del álbum. ¿Pues qué hiciste? Le iba a preguntar pero de pronto me sentí tonto con el balón de Tomás Boy en la mano. Me sentí tonto con todo ese dinero a mis pies y un álbum al que le faltaba una barajita escondido bajo la almohada de mi cama. Me senté junto a Pepe y llegué a la conclusión de que nunca había visto jugar a Culemans en el mundial pero ya no tenía importancia. Así nos quedamos un rato hasta que tomé una papa y la mordí. Por primera vez en la vida no me supo a nada.

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Adiós a Emily Dickinson m y r i a m m o s c o na

hasta que el Musgo nos llegó a los labios —y cubrió nuestros nombres— E.D.

Abajo del vestido la piel blanca muy delgada donde solía pintar con tinta china una palabra ilegible Por las tardes salía a ver el avance de los nidos que arriba de los arces habían dejado esos pájaros moteados Le gustaba cernir la harina sobre un plato negro Escribir con la harina esa misma palabra de su piel blanca muy delgada

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a d i ó s a e m i ly d i c k i n s o n

Usaba un pañuelo ritual de encajes negros con el hilo desgastado Era el pañuelo que usaban las mujeres de familia para los rezos de los muertos La albúmina crecía en su enfermedad y sus riñones parecían desahuciarla Esos días su hermana menor la vio con el pañuelo ritual de encajes negros cubriéndose la cara —como lo hacían las mujeres para los rezos de los muertos—

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m y r i a m m o s c o na

El 15 de mayo cuando la nieve se había derretido y los nidos de los pájaros comenzaban a tejerse murió emily dickinson con la mano en el nombre pintado Su casa se había desecho de adentro hacia afuera Quemen esas rimas quemen los nidos quemen esos pájaros moteados quemen el pañuelo mis labios Por dentro ella misma veía su boca en movimiento al hablar en forma lenta y ovalada

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a d i ó s a e m i ly d i c k i n s o n

Se pensaba así soñando en el país donde su casa mutante crecía de afuera hacia adentro El 15 de mayo a los 55 la señorita emily ovillada adentro de un largo camisón apretaba en la mano izquierda esa palabra en tinta china al fin y al cabo nada: Tan sólo un nombre ilegible

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Inventar un paisaje c r i s t i na r i v e r a g a r z a

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ay escritores que se sientan y hay escritores que caminan; Rulfo era de los segundos. Todos leen, de preferencia vorazmente, pero no todos leen el mundo con el cuerpo. Mejor dicho: con los pies. Más que una afición, caminar fue para Rulfo una pasión y, por contradictorio que parezca, una disciplina. Recorría la Ciudad de México a pie, ciertamente, degustando los cambios del clima y los rostros de la gente. Pronto también se inscribió en clubes de alpinismo que lo llevaron a explorar de cerca los volcanes del centro del país —el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl incluidos. De hecho, una de las fotografías más entrañables del escritor jalisciense lo retrata de espaldas al fotógrafo, pensativo, pipa en boca, en alguno de los picos del Nevado de Toluca. Las lagunas del sol y la luna literalmente a sus pies. Sus empleos como agente de ventas y como burócrata del Instituto Nacional Indigenista sin duda contribuyeron también a afianzar su gusto por el viaje terrestre, el deslizamiento que lo pegaba más a la tierra. Que Rulfo llevaba los ojos bien abiertos en todas y cada una de sus andanzas queda muy claro al mirar, inclusive si es sólo de reojo, sus fotografías. Ahí están, íntimamente relacionadas a las minuciosas descripciones de sus libros, las imágenes que poco a poco, y de manera por demás consciente, dan cuenta del proceso de producción del paisaje rulfiano. Su manera de ver y su manera de leer convergen de maneras significativas, por ejemplo, en una de las imágenes que hizo del escritor Efrén Hernández —un explorador de las vanguardias tanto en términos de narrativa como de teatro, que utilizaba, como luego Rulfo, el recurso de la digresión, desatando hilos narrativos en textos donde la anécdota no constituía un eje central. Tal vez en ningún otro sitio como en el retrato que Rulfo le hizo a Hernández en el cami-

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c r i s t i na r i v e r a g a r z a

no hacia el Iztaccíhuatl haya quedado plasmada con mayor claridad la relación silenciosa y emocionada que los unía a ambos. Ahí, rodeado de árboles que se antojan atemporales y coronado por la nieve sempiterna de la mujer dormida, ese volcán, aparece un hombre absolutamente solo. Delgado, con la cabeza inclinada hacia la tierra, Hernández no sólo no da la cara sino que también escatima hasta su sombra misma. Rulfo lo vio así un día. Se sabe, por supuesto, que el paisaje no está ahí, inerte y definitivo. Se sabe que el paisaje es natural sólo a medias. Lo que sucede entre el horizonte y la mirada: eso es el paisaje. El escritor, por cierto, fue más bien claro y explícito respecto a la necesidad de “inventar”, es decir, de producir un paisaje propio. En el capítulo dos, intitulado “Hacia la novela”, del libro Los Cuadernos de Juan Rulfo, se lista una serie de elementos —aparentemente relacionados— bajo el mote de “Hay demasiadas cosas intraducibles”: Hay demasiadas cosas intraducibles,/ pensadas en sueños/ intuidas/ a las cuales uno puede encontrarles su verdadero significado solamente con el sonido original… el color./ Inefable. El idioma de lo inefable/ La aventura de lo desconocido/ Inventar un paisaje/ o un nuevo paisaje de México.” De eso, entre otras cosas, se trata también la escritura y la fotografía de Juan Rulfo. Los dos elementos entremezclados. Si, como asegura Eric Santner, “la fotografía es un medio privilegiado porque parece funcionar como un sitio de comercio con los muertos (o mejor dicho, con los no muertos)”, no es de extrañarse que el autor de Pedro Páramo mantuviera una relación estrecha y constante con la fotografía a lo largo de su vida. Y aquí vale la pena añadir que su trabajo con la fotografía antecedió al de la escritura y que, además, continuó una vez que éste terminó su obra literaria en 1955. Así, mirando con absoluta atención a su

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entorno y capturando desde rostros hasta edificios, desde plantas hasta vistas panorámicas, Rulfo se dedicó en realidad a documentar una historia natural de ese nuevo paisaje mexicano de creación personalísima y propia. La historia natural según Walter Benjamin, el pensador alemán, da cuenta de cómo “las formas simbólicas a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse de sentido, perder su vitalidad y descomponerse en una serie de significados enigmáticos, jeroglíficos que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —llegando a nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. El punto en la definición bejamineana así como en la obra de Rulfo no sólo es identificar esos pedazos de cultura material donde han quedado las huellas de otras, sino crear una estructura donde el autor y el narrador, y junto con ellos el lector, queden expuestos al

enigmático llamado que de ellos emanaba y emana. Estar expuesto, construir una obra expuesta y vivir una vida expuesta a todos esos llamados es lo que Eric Santner llamó la vida de la criatura. No sé si Rulfo consiguió vivir la “vida de la criatura” cada uno de los días de su vida, pero sí estoy segura que esa vida expuesta es una parte fundamental de su trabajo como artista visual y como escritor de textos experimentales de mediados del siglo XX. Al producir un nuevo paisaje mexicano, tal como era su intención, Rulfo nos enseñó a ver verdaderamente nuestro entorno —tanto el externo como el interno— nos enseñó, como hace la poesía, a poner atención en lo visible y en lo inefable. Acaso sea por eso que no pocos consideran a Rulfo también como nuestro gran poeta del siglo XX. Texto publicado en Milenio (26/V/2009). Se reproduce con permiso de la autora.

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Luvina esa, en la voz esa, la voz del otro m a r i na a z a h ua

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uvina se la cuentan a uno. Uno no va nunca a Luvina. Aunque sí vaya. Aunque regrese para contarla, se la cuentan a uno siempre desde allí, desde Luvina. No en ella. Me dijeron que irían, que encontrarían la forma de llegar, y volverían para decirme qué habían visto. Querían saber si el cielo allí, como dijo Juan Rulfo, nunca es azul a pesar del viento. Querían corroborar la textura de su tierra, lo ceniciento de sus nubes, la reticencia de sus muertos. Trajeron de vuelta palabras, piedras e imágenes. Volvieron con historias de niños convertidos en aire. Yo hubiera querido que también regresaran cargados de sonidos. Con el viento aquel que, dicen los de allí, “dura lo que tiene que durar” guardado en una cajita de metal que retumbara. Me hubiera gustado que volvieran con él. Pero puede ser que sí lo hayan traído, sólo que se escapó de la caja, o no lo saben repetir, o yo no sé escuchar. El sonido del “ruido ese” tal vez se esconde entre todas las otras cosas que me dijeron de Luvina, y sólo tengo que encontrarlo. *

Cuando digo que ellos fueron a Luvina, “ellos” puede que realmente sea sólo uno, el uno que me lo contó. El que, idéntico al narrador del cuento de Rulfo, pudo mirar Luvina y se la cuenta ahora a una escucha silenciosa—“el hombre aquel que hablaba”. El testigo. Me dijo “vamos a ir”, “retrasamos el viaje”, “ya regresamos”, “nos contaron”, y por eso siempre lo imaginé acompañado, no solo. Debe ser tristísimo llegar solo a un lugar como Luvina. Por eso prefiero decir que “fueron”, y no que “fue”. No sé si hubo un arriero que los llevara hasta la cima del cerro y después se arrepintiera. No creo. Me imagino que llegaron en coche. Me puedo imaginar cuál. A las 2:15 entraron a la tienda de Luvina. Pero no tengo forma de saber si eran las dos y cuarto de la tarde o de la madrugada. Ni siquiera tengo forma de saber si en ese pueblo así se lee la hora, pues allí los relojes no tienen números, sino pájaros. Imaginarios, sin duda, pues en Luvina no puede haber aves; el viento frenético del lugar, siempre “prendiéndose de las cosas como si las mordiera”, las debe ahuyentar a todas. Los únicos pájaros que se quedan quietos y que no se los lleva el viento pardo, son los dibujados en

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la carátula del reloj de la tienda —¿Qué hora es?—, se pregunta en Luvina. Son las canario para la golondrina. La tienda estaba obscura y podría haber sido de noche. Tal vez ahí siempre es de noche. Pero seguramente no lo era. No como en el cuento de Rulfo donde el contar se lleva a cabo entre comejenes y una lámpara de petróleo, con la noche avanzando afuera y los niños jugando en el cuadro de luz que se asoma de la tienda. Aquella tienda del cuento la reconocí en la verdadera muy pronto. En la tienda rulfiana se alcanzan a distinguir sólo cerveza y mezcal, pero yo sé que en la tienda que visitaron los que fueron a Luvina —a la de verdad, la que podría o no estar en un mapa, pero visitan los encuestadores del INEGI para decir que allí hay 529 personas viviendo— también hay mezcal y cerveza. Tengo certeza de que la señora de trenza blanca que atiende el mostrador tiene escondidas las botellas entre los anaqueles llenos de botes transparentes con chicles, tubos de galletas marías, enlatados, y plumas colgadas de un tendedero de mecate. En esta tienda, los que fueron encontraron a un nuevo “hombre aquel que hablaba”. Su nombre es Isaac Darío. *

Fueron a buscar una explicación para la desolación de Luvina. Querían saber si el relator rulfiano tiene razón al decir que aquel “es el lugar donde anida la tristeza”. Volvieron con evidencia contundente de que, a pesar de todo, los de ahí sí saben sonreír. Pero también descubrieron la razón detrás de su mítica desolación. “El que habla” en la ficcion dice que ahí “el rocío se cuaja en el cielo antes de que llegue a caer sobre la tierra”. Y la metáfora no decepciona. Isaac Darío, en la Luvina verdadera, dijo que en ese pueblo un espíritu llamado Xenilála no ha permitido "que se den los niños". Mueren pronto o desaparecen. Hace dos meses se perdió una niña de catorce años en el pueblo, me dicen, les dijeron. La buscaron intensamente hasta que la encontraron. Todo ese tiempo ella había estado subida en un árbol. Dijo haber escuchado los gritos de la búsqueda, pero por más que lo intentaba, unos niños, que nunca había visto, no la dejaron bajar. Esta historia la intuyó Rulfo, sin saberla, cuando puso en boca del testigo que ahí “sólo viven los puros viejos… Los niños que han nacido allí se han ido”. Se han ido porque se los han llevado, para asegurarse de que jamás se fueran. Se van de una manera y se quedan de otra.

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Querían saber si el cielo allí, como dijo Juan Rulfo, nunca es azul a pesar del viento. Querían corroborar la textura de su tierra, lo ceniciento de sus nubes, la reticencia de sus muertos. Trajeron de vuelta palabras, piedras e imágenes. Mientras se quedan los niños que juegan afuera de la tienda en el cuento, armando su barullo hasta que los corren. Se quedan siempre volviendo. Yo no creo que estos niños estén vivos. Yo creo que los niños que juegan en el cuento son los mismos niños que no dejaban bajar a la niña del árbol hace un mes. En Luvina los niños y otras cosas se dan siempre a medias, como fruta que se queda trabada, a medio madurar, en el árbol mismo. Se cuajan en el cielo y no acaban de caer sobre la tierra. Es un sitio que se queda a la mitad. A la mitad de la vida, a la mitad de la muerte. Éste es el lugar donde las plantas tienen manos y brazos. No les queda de otra si pretenden sobrevivir. Deben agazaparzse, deben “untarse a la tierra”, “agarrarse con todas sus manos al despeñadero”; “rasguñan el aire”. Quizás tengan manos porque los niños se las prestan. Tal vez en ellas se instalan sus almas. Me parece que las únicas flores que hay en el pueblo son las que, aplanadas e impresas, decoran el mantel de plástico que cubre el mostrador del interior de la tienda. Pero, ¿por qué insistirán en aferrarse a esa tierra que no las quiere recibir? Porque su nombre engaña, “me sonaba a nombre de cielo aquel nombre”, dice el que habla. “Pero aquello es el purgatorio”. Así como la leí,

y después como me la contaron, entendí la congruencia del insólito significado de su nombre en lengua zapoteca: Luvina significa “raíz de la miseria”. * Perseguida por Xenilála, Luvina se ha mudado ya tres veces. La realidad contradice a Rulfo, y aunque en su cuento se nieguen, los de ahí saben moverse cuando se cansan. Tres asentamientos entre los mismos cerros han llevado su nombre. Cierto es que sus muertos están dentro y sobre de esa tierra, y no pueden “dejarlos solos”. Por eso no se van lejos, sólo unos cerros más allá. Son los muertos, como en todo Rulfo, los responsables de que nadie se pueda ir realmente. El pueblo actual de San Juan Luvina —clavado en el municipio de San Pablo Macuiltianguis de la Sierra Norte de Oaxaca— es el último bastión. Antes de éste, fue la Luvina Vieja. De la primera Luvina no sé nada. Me han dicho que el último éxodo fue a principios del siglo XX. Y ahora, en la Luvina Vieja sólo hay campos de cultivo y casas abandonadas. Me dicen que por eso aquel comentario: en la Luvina Vieja no hay nada. Y aquella pregunta: ¿Para qué quieren ir ahí?

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Tres asentamientos entre los mismos cerros han llevado su nombre. Cierto es que sus muertos están dentro y sobre de esa tierra, y no pueden “dejarlos solos”. Por eso no se van lejos, sólo unos cerros más allá. Son los muertos, como en todo Rulfo, los responsables de que nadie se pueda ir realmente. Había que confirmar si es cierto que “de los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso”. La evidencia indica que ahí el monte se quiebra como el cristal. Sí, aquella tierra está llena de “rajaduras y de esa cosa que allí llaman ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar, como si hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera”. En una tierra tan quebradiza tiene sentido que no pueda enraizar nada; ni plantas, ni niños, ni aves. En una tierra envenenada por la tristeza, la imposibilidad de la vida se hace patente. Se llevaron muestras de las piedras en una mochila, pero ésas no las vi, aunque me contaron que sí, que Luvina “se desgaja por todos lados”. Es una tierra móvil, inestable. En el cerro de enfrente hay dos piedras viejas con inscripciones. Tal vez podrían salvar a Luvina. O ser su condena. El gobierno podría venir y rescatarlas. Los niños transparentes podrían convertirse en merolicos para turistas, pero como siempre han comprobado los habitantes de éste y otros pueblos, saben del Gobierno, pero no de la madre de éste. *

Juan Rulfo le dijo a Joaquín Soler Serrano en 1977 que volvió a Apulco ya de adulto, a ese pueblo que “como es pueblo no aparece en los mapas”, el pueblo donde nació. Entonces la gente toda se había ido, y “las casas tenían candado… pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas las calles del pueblo” en un pueblo “donde sopla mucho el viento”—así como Luvina. Las casuarinas son por naturaleza el fantasma de algo, se les llama también pinos de los tontos, porque parecen pinos, pero no lo son. Se disfrazan de coníferas, pero en realidad son árboles semitropicales provenientes de Australia. Para tal caso, tienen más que ver con los eucaliptos que con los pinos. Árboles grandes con hojas de dedos flacos como pelos, dice Rulfo que con el soplar del viento producen un sonido gutural que se transporta lejos, las casuarinas “mugen, aúllan”. Juan Rulfo le dijo a Reina Roffé en su Autobiografía Armada, que fue en ese regreso a Apulco cuando comprendió “esa soledad de Comala, del lugar ese”. El lugar ese. Como el ruido ese. Aquel espacio no especificado que queda siempre lejos de uno. Y sin embargo, en su enunciación uno se establece en él. Al hablar de él se marcan sus linderos, se define su ubicación en el mapa de la conciencia.

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Juan Rulfo le dijo a la Luvina de su cuento que ahí pasara como en Apulco, eso del viento. Igual que la Luvina ficticia, la verdadera es un lugar con grandes ventarrones, me informan los que fueron. “Ya mirará usted ese viento que sopla… dicen los de allí que… ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles… llevando a rastras una cobija”. El viento es sólido en Luvina, se puede tocar, como las hebras de los trapeadores que se cuelgan a secar sobre una reja. Las ventanas son de metal en lugar de vidrio, porque el viento ahí apuñala. Se queda pegado a las cosas, y “luego rasca como si tuviera uñas… uno lo oye… raspando las paredes”. No sé si en Luvina haya casuarinas, tendré que ir para corroborar si tal vez Rulfo vio allí a su propio pueblo. O si en su propio pueblo inventó a Luvina a partir del sonido de las casuarinas mugiendo en el viento. Sucede también, que a las casuarinas las apodan el árbol de la tristeza. * Regreso a la tienda donde la hora se mide a partir de los colores de pájaros ficticios y de nuevo reconozco la tienda rulfiana. En el cuento, el autor hace creer que esta tienda donde se narra la historia se encuentra fuera de Luvina, en otro sitio, otro pueblo. Un lugar abajo del cerro en xx

un sitio alejado, desde donde resulta “fácil ver las cosas… meramente traídas por el recuerdo”. Pero esa tienda del cuento — ahora me queda claro—no está afuera sino dentro de Luvina. “El hombre aquel” que cuenta la historia nunca se fue de Luvina. Ahí sigue y seguirá, platicando desde lo alto de esa tierra encrespada. El narrador de Rulfo cree que se salió de aquel pueblo y no volvió nunca más, cree que le cuenta al que irá para allá pronto, pero en realidad, le cuenta al que acaba de llegar. No se puede ir a Luvina a menos de que a uno se la enuncien. La Luvina verdadera resulta casi más insólita que la del cuento. O así me la contaron. Insólita. Igual que en el cuento. Yo no fui a Luvina, y resulta extraño esto de contar un sitio a través de la mirada de otros. Pero con lugares como éste no hay de otra, al final del camino la Luvina verdadera es la Luvina ficticia, que también es Apulco y después será Comala. A todas ellas he ido a través de las palabras de otro. Al lugar ese sólo se puede llegar por medio de la voz esa, la ajena. Busco así, alongar la mirada hasta poner la esfera de mis ojos en las cuencas de la cabeza de los que la fueron a mirar. Una vez que uno visita Luvina, ya no puede salir. Tras subir el cerro pedregoso de su historia, ya no puede bajar. Los niños no lo permiten. Se queda uno ahí, contando a Luvina para siempre.


Desde la tumba Luvina ó s c a r ta nat

El sistema onírico hurta de la lucidez la pequeña experiencia del salto la micro sensación de la caída que reproduce y expande en el mecanismo

Y

a mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera". Jessica leía en voz alta mientras ascendíamos a las montañas de la Sierra Norte de Oaxaca. Cada renglón, cada párrafo de Juan Rulfo en Luvina, adquiría las dimensiones de un oráculo capaz de narrarnos. Mientras ella leía y aquel paisaje se convertía en la escenografía de nuestra vida, no quedaba más que mirarnos y reír de alegría, de incertidumbre, de sorpresa. Decidimos entablar una guerra contra la ficción y ahí estábamos, sabíamos que San Juan Luvina era un pueblo sumergido en las montañas de Oaxaca, y comprobaríamos la veracidad, o la mentira, de quienes dicen que no es la Luvina inspiración de Rulfo. La camioneta arremetía contra la carretera serpentina en medios de los cerros, la sensación de caer al barrancabis-

de volar o de caer

mo se filtraba en nuestros poros a cada volantazo. En el panorama, a lo lejos, podíamos ver una montaña, cuyas nubes postradas en su cima amenazaban con desparramarse, mientras Rulfo, dios mío, Rulfo en la voz de Jessica Santiago insistía en manipular lo que veíamos: "Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca [...] Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...". Existen dos Luvinas, nos dijo la gente, una que es muy vieja pero donde ya no vive nadie, está habitada por los muertos, "las personas se fueron de ahí porque no crecían los niños, se los llevaba el Xenilalá, un espíritu de la montaña", decían. Y llegar a Luvina para ver a los niños jugando a las canicas, y leer a Rulfo y sus niños gritones afuera de una tienda, sus niños llorando porque no los deja dormir el miedo. Y pararnos en Luvina para sentir xxi


d e s d e l a t u m ba l u v i na

un viento que venía del horizonte, incansable, penetrante en la piel y en la memoria. Y leer a Rulfo con su viento negro. Las dudas todavía nos carcomían, habíamos pasado de habitar nuestras propias vidas a vivir una ficción sostenida por las hojas. Podrán creer que estoy loco, no me importa, lo fundamental es decir, explicar, narrar lo que allá nos ocurrió. Tuvimos que mantener la compostura que habíamos mostrado en el trayecto. Descubrimos que no existe, como en el cuento, una Cuesta de la Piedra Cruda, pero vaya, hay un cerro que ostenta una piedra gigantesca que parece que va a desgajarse apenas es rozada por un paseante. "Y tiene inscripciones muy antiguas", dicen los pobladores. Fui a Luvina dos veces. La primera para sentir el ventarrón en la cara y leer:

"Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre...". Y luego el viento cesó. La segunda para desmembrar el sentido de un cuento alojado en la tristeza, porque "Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara". Y es preciso decir ahora, decirlo así sin temblor en las meninges, que Luvina, palabra zapoteca, significa raíz de la miseria, sí, raíz de la miseria, como si desde el nombre su gente estuviera condenada. Lo dijo un serrano cuándo en Macuiltianguis le preguntamos por el camino: "Y para qué van para allá, si allá no hay nada. Si van llévense qué comer porque de verás allá no hay nada". Nos recordó a las cervezas, a


la nada, al narrador hablando desde la tumba: "Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará". ¿Descubríamos acaso que San Juan Luvina era la Luvina de Rulfo? Todo eso era el escritor de El llano en llamas riéndose desde la tumba, como si hubiera profetizado el arribo de tantos lectores curiosos a este pueblo, como si siempre hubiera sido su propósito, como si su objetivo fuera hablar, en vida real, desde el reino de los muertos, como en Pedro Páramo. Y ahí estábamos nosotros redescubriendo la fuerza de la literatura, sus alcances, sus caprichos, sus mecanismos

oh-cultos. Van a pensar que esto no es cierto, o quizá van a creerlo, no importa, no importa mientras Rulfo diga en el camino: "Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio...". Salimos de Luvina con el alma atiborrada de imágenes y textos: los migrantes, el pueblo conformado por viejos, las mujeres en grupo mirándonos, la pobreza atornillada a un "¿Qué país es este Agripina?", un triste poema en la agencia municipal, y la ayuda del gobierno retratada en adobes descompuestos. Presenciamos la ficción deconstruida hasta aterrizar en lo tangible de lo real. Rulfo nos había mostrado el camino, había trazado una ruta ajena a todo mapa, para hacernos ver con otros ojos el mismo paisaje y alejarnos de la indiferencia, para hacernos creer otra vez en la literatura... Y en los fantasmas.

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Sugerencias para interpretar los silencios de Luvina g r ac i e l a ro m e ro

(con

@ d i a m a n d i na

canciones de bright eyes)

pueblo que no es de mujeres enlutadas, sino de mujeres que son el luto por todo lo que luto merezca, como usted; sino por qué estaría aquí, por qué más.

Suena un vals mientras le hablan de Luvina, tal vez no lo escuche, porque suena sólo en una cabeza cercana a usted, pero en Luvina nunca se está lo suficientemente cerca de alguien como para escuchar sus pensamientos.

Serás libre de los grilletes del lenguaje y el tiempo cuando hayas muerto. Hasta entonces: vete, vete. (“Landlocked Blues”)

Agradezca la música de fondo, aunque no sirva de nada.

Tal vez usted se destruya, pero Luvina se crea con su presencia, por eso nadie se va, por eso todos, quieran o no irse, se quedan igual.

Solíamos pensar que el sonido era algo puro. (“False Advertising”) Sepa que conocer sobre Luvina es llegar.

Encontré una cura líquida para mi tristeza acorralada por esta tierra. (“Landlocked Blues”)

Ahora todo es imaginario, especialmente lo que amas. (“Lime Tree”) Ya no se pregunte por qué está yendo, llegó o se quedó para siempre en Luvina. Si pudiera explicarlo no habría llegado hasta aquí en primer lugar. No estoy seguro cuál fue el problema que empezó todo esto; las razones se fueron, pero el sentimiento nunca lo hizo. No es algo que recomiende, pero es una forma de vivir. (“Lua”) Y se vive, incluso en Luvina. Ha pasado. Está pasando ahora. Se vive en este

Tome la cerveza tibia, comience a acostumbrarse y entienda que aunque no haya llegado todavía, ya no se irá. Espere despierto hasta el final de la historia. En algo podría ayudarle para aceptar que nunca encontrará nada, que el error fue buscar. Yo sé lo que debe cambiar: que se joda mi rostro, que se joda mi nombre, son falsa publicidad para un alma que no tengo. (“False Advertising”)

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g r ac i e l a ro m e ro

No sienta pena. Sólo se llega a Luvina cuando no queda más adonde ir, tranquilícese sabiendo que ya de nada se pierde. Luche con sus fantasmas y amiste con los que lo rodean.

ahora te estás congelando. (“From a Balance Beam”) Quédese. Ya nada lo necesita allá.

Estoy haciendo un trato con mis demonios, diciéndoles “déjame ir, por favor”. (“Landlocked Blues”)

En realidad el bosque escucha cada sonido, cada hoja de pasto mientras cae. El mundo no necesita audiencia ni testigos. (“I Must Belong Somewhere”)

Todos creen saber por qué vienen a Luvina, pero todo lo que saben se invalida cuando logran llegar. Todos llegan. Usted está aquí. Usted es aquí. En algún momento todos serán. Todos vendrán.

Quédese. Ya no queda nada para usted en otro lugar. Escuche. No hay nada que escuchar. No hay nada que crear. No hay nada que vivir, más que seguir viviéndolo. Ya sólo esto tiene sentido. Quédese.

Si eres libre comienza a correr, porque estamos yendo por ti. (“Landlocked Blues”)

Encerraron al Diablo en el sótano y aventaron a Dios en el aire. Todo debe pertenecer a algún lugar. Sabes que es verdad, quisiera que me dejaras aquí. Ahora yo sé que es verdad, por eso me quedaré aquí. (“I Must Belong Somewhere”)

Puede intentar irse, nada se lo impide. Pero antes pregúntese para qué le servirá cualquier otro lugar ahora que conoce Luvina y usted es parte de esta tierra yerma o esta tierra yerma es parte de usted, lo que le asuste más. Mi paciente prisionero, has esperado por este día y finalmente eres libre, eres libre y

Escuche. Luvina ya no tiene nada que decirle y eso sólo significa una cosa: quédese. Y ahora que no le queda nada más, duerma tranquilo.

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Verdad y mentira en la creación literaria j ua n ru l f o

T

odo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. Considero que hay tres pasos; así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento, así también en la imaginación hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia. Ahora, yo si le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo a lápiz, porque yo escribo a mano. Cuando empiezo a escribir no creo en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo: ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece aquel personaje que yo quería que apareciera, aquel personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo; cuando de pronto aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiera vida se puede entonces ver hacia dónde va; siguiéndolo lo lleva a uno por caminos desconocidos, pero que

estando vivo conducen a una realidad o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que, al final, parece que sucedió o pudo haber sucedido o pudo suceder, pero nunca ha sucedido. Entonces creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental saber perfectamente que uno va a decir mentiras, que si se entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje. A mí me han criticado mucho mis paisanos porque cuento mentiras, porque no hago historia o porque todo lo que platico o escribo —dicen— nunca ha sucedido; y así es. Para mi lo primordial es la imaginación. Dentro de estos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición; la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: se trabaja con imaginación, intuición y una verdad aparente; cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar.

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Condolerse. Sobre un libro de Cristina Rivera Garza y á s naya ag u i l a r g i l

D

el tema urante la infancia solía leer literatura rusa en la que adolescentes soviéticos describían sus hazañas y aventuras en la segunda guerra mundial; además de lo anecdótico, uno de los aspectos que más me atraía era la manera en la que estos libros describían la nieve (nieve que aún ahora no conozco); a cada nueva palabra, más allá de los giros propagandísticos de eso que dio en llamarse realismo soviético, podía descubrir un nuevo rasgo que hacía sentir la nieve como algo palpable, real y cercano. Con la natural falta de prejuicios de un lector principiante, leí también en aquella época una novela en la que un moro se convertía al cristianismo pero, una vez más allá de lo anecdótico, me impresionó la manera en la que el protagonista describía su nostalgia por los oasis y el olor del viento en los desiertos de su patria, una vez que tuvo que autoexiliarse en Inglaterra. Muchos años de páginas después, cuando tomé las primeras clases de literatura, y cité entusiasmada estos libros que me gustaron tanto en la infancia, un profesor, con desdén mal disimula-

do, me dijo que no se podía hablar o teorizar sobre ellos porque eran sólo literatura panfletaria. Y sin embargo le llamó literatura. Desde entonces, todo escrito que hiciera referencia a asuntos supuestamente políticos era descalificado, como si la función poética solo pudiera ejercerse sobre determinados temas y no otros. Al comenzar a leer Dolerse: Textos desde un país herido de Cristina Rivera Garza, el destierro que las opiniones calificadas hicieron de mis libros infantiles volvió a erigirse y plantear de nuevo la misma pregunta: ¿existen temas en los que no es posible ejercer la función poética? ¿Se puede escribir sobre un país herido, sobre una guerra, sobre la política del horror como una escritora? Al terminar el libro la respuesta era más certera que nunca, nada está vedado a la literatura, el tema no es lo que construye lo literario sino el acercamiento. Y queda claro siempre que la voz que habla del dolor es el de la escritora y no el de una periodista. No existe la literatura panfletaria porque simplemente no es literatura, y un panfleto por definición no es poético.

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y á s naya ag u i l a r g i l

el dolor Cristina Rivera Garza habla de un país herido y se duele sobre él, no pretende reportar sobre el rojo de la herida ni tampoco pretende categorizar los aspectos políticos de un país en guerra y bañado de violencia. Ella pretende dolerse en el dolor de tantos. Como aquella teoría que apunta que la poesía nació en el canto del primer ser humano que desconcertado se dio cuenta de que ese otro tan querido había muerto, Rivera Garza vuelve a recordarnos que para dolernos, de verdad dolernos, y no narrar que lo hacemos, solo la palabra poética puede cobijar “poco a poco los cuerpos mancillados” de un país como el nuestro. Consciente de esto, ella habla de la poesía documental: “como doliente y escritora y como ciudadana me pregunto qué podría hacer la escritura si pudiera algo ante tanta y tan cotidiana masacre. Si la pregunta fuera cómo incidir sin caer en la reificación del dolor, acaso las lecciones de esta poesía documental podrían servir de algo. Si la escritura pudiera, se entiende. Si la escritura pudiese”. Y después de leer sus textos puedo decir que la escritura puede, sirve de algo, de mucho.

El título del libro, en principio llama inmediatamente la atención porque llama no sólo a dolerse con ella sino a condolerse con todos y para eso es necesario “sentir” el dolor del otro, entrañarlo y sentirlo como propio. Pero para eso se necesita reconocerlo. Durante el proceso durante el cual aprendí español uno de los aspectos de los que más me hice consciente fue del parcelamiento semántico de las palabras sobre el dolor, no es lo mismo decir “me duele” que “me arde” que “me raspa” o que “me punza”. En cada lengua ese parcelamiento semántico puede dar por resultado una serie de palabras que dan cuenta de todas las sutiles diferencias que se pueden hacer, y por la tanto sentir, al nombrar los dolores. A diferencia de otras palabras, como “taza” y “tazón” en las que basta mostrar el objeto para mostrar la diferencia, para las palabras del dolor se establece un pacto de otro tipo. ¿Cómo sabe una madre a qué se refiere el niño que está aprendiendo a hablar cuando dice “me arde”? ¿Cómo sabemos todos que la sensación que se tiene cuando algo “punza” es exactamente la misma que nosotros sentimos? ¿Cómo lo sabemos si no hay

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condolerse

Rivera Garza vuelve a recordarnos que para dolernos, de verdad dolernos, y no narrar que lo hacemos, solo la palabra poética puede cobijar “poco a poco los cuerpos mancillados” de un país como el nuestro. manera de sentir ese ardor, ese dolor punzante del otro? ¿Qué tal que la sensación que yo describo con un “me arde” corresponde a un “me punza” del otro?¿Como sabemos y cómo aprendemos que el dolor del otro corresponde al nuestro? Lo que media son las palabras, a diferencia de otras como “mesa” o “silla” en los que es necesaria la abstracción de todos los referentes llamados de ese modo, la construcción del significado de las palabras del dolor (dado que parece imposible sentir el referente/dolor del otro) descansa sobre otras palabras. “No te punza” le decía una madre a su hijo al ver el raspón: “eso te arde”. Se necesitan metáforas para saber de los matices del dolor, “arder” se relaciona con el fuego, “me punza” habla del dolor provocado por objetos que ejercen una presión puntual. Y en algún punto, mediante explicaciones, metáforas y más palabras podemos confiar y creer que a todos “nos duele”, “nos arde”, “nos punza” de la misma manera, exactamente la misma. Aunque no estemos seguros. Para condolerme necesito entender con metáforas, con palabras y explicaciones el dolor que sientes y del modo en el que lo sientes para poder entrañarlo luego. Y esto es algo que el “estado sin entrañas” no puede hacer, como dice Rivera Garza, y sin entrañas no hay metáforas que valgan

para explicar y sentir el dolor del otro pues no hay siquiera donde albergarlos. “El que conversa vuelve visible lo oculto”, escribe la autora en uno de los textos. Es ese dolor el que trata de mostrar y de explicar Luz María Dávila cuando le dice a Felipe Calderón que si su hijo hubiera muerto como habían sido asesinados los suyos, si fuera su hijo, hasta debajo de las piedras buscaría al asesino. “Póngase en mi lugar”, le dice. Es una manera de decir, así me duele, así me arde, así punza , siente y conduélete. Pero no hay entrañas apara albergar el dolor. Es por eso que Dolerse: Textos desde un país herido se erige como una gran metáfora que enuncia y explica el dolor de un país lastimado, los detalles de cómo duele, arde o punza . Son ésas las palabras las que usa: “acaso la traza más punzante del secuestro cotidiano sea el miedo a hablar, la necesidad de hablar quise decir, acompañada de su terrible hermano gemelo: el miedo a hacerlo” . A través de las palabras que forman su libro, la autora construye, nombra y explica la naturaleza y los detalles del sufrimiento, a través de ellas puedo condolerme, con-arderme y con-punzarme estableciendo ese pacto de saber que nuestro dolor, el mío y el tuyo, son de la misma naturaleza.

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la enunciación “En poco dolor arde aquel que puede hablar de su dolor”, decía un proverbio en latín y será verdad de algún modo cuando Cristina Rivera nos dice que “el que se horroriza separa los labios e incapaz de pronunciar palabra alguna, incapaz de articular lingüísticamente la desarticulación que llena la mirada muerde así el aire”. Ante el horror sólo tenemos silencio. “El hombre tiene coraje mientras ignora”, dice Cesare Pavese, porque cuando se da cuenta y de verdad se da cuenta sólo resta como Edipo, arrancarse los ojos para dejar de ver, para dejar de imaginar, porque el que imagina, dice Rivera, siempre podrá imaginar que esto, cualquier cosa puede ser algo distinto. “El horror es el espectáculo más extremo del poder” porque calla, ciega. Ante ese silencio, el decir literario es la respuesta porque a pesar de Adorno, aún podemos escribir poesía después de

nuestro propio Auschwitz, durante y después de nuestra propia barbarie. No puede quedarnos el silencio porque con el silencio es imposible condolerse. Cristina Rivera Garza escribe, pero no como periodista y así se lo dice a Luz María Dávila en unos de los textos: “No soy periodista. Escribo con lo que alcanzo a ser a veces, escribo como escritora”. La palabra crea el duelo. Dolerse: Textos desde un país herido salva de ahogarse en el silencio: nos dice que es posible aceptar que tu “me duele” es mi “me duele”, que tu “me arde” es mi “me arde”, que tu “me punza” es mi “me punza”; y con ese acuerdo en las entrañas podemos, entre todos, condolernos y por fin dejar salir el grito de los ojos y las bocas silenciadas de tanto horror. Una versión de este texto fue leído en la presentación de Dolerse: Textos desde un país herido, en la ciudad de Oaxaca (10/ II/2012).

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Sin posdata

a r n o l d o k r au s

Pronto acabará el sexenio de Felipe Calderón. Con él se irá su equipo de trabajo. Terminarán seis largos años. Los años del calendario de Calderón no corresponden a los del calendario oficial. La herencia de torpezas, fracasos, y muertos por la violencia es inmensa. Los eneros y los diciembres calderonistas son insuficientes. Narrar sus tropelías requiere más días. Durante su mandato intentó convencernos de la utilidad de su política contra el narcotráfico. Durante el sexenio la agenda de la realidad no intentó convencernos de nada. Se apersonó con cadáveres, con desaparecidos, con niños asesinados por caminar en el lugar y el tiempo equivocado, con descabezados, con pueblos fantasmas, y con una nueva generación de niños cuyo entrenamiento escolar les enseñó a jugar y cantar en posición pecho tierra para no ser víctimas del fuego cruzado. Cuando finalicen su mandato Calderón, y los Ministros que no sepan venderse, se irán. Cerrarán su agenda. Deambularán sin culpa, sin pena. Otra será la realidad del país y su gente. Calderón ha explicado incontables veces las razones de sus acciones políticas contra el narcotráfico. Buscó convencernos acerca de la inevitabilidad de la violencia. Presumió el éxito gubernamental por el número de capos capturados. Fundamentó su misión al mostrar que hacia el sur de Chiapas hay más asesinatos. Vanaglorió sus triunfos al asegurar que antes había menos muertos porque sus antecesores no enfrentaban al narco. Ensalzó sus conocimientos al obstruir cualquier discusión con respecto a la legalización de las drogas. Calderón justificó la violencia como un mal necesario para un mejor futuro. Nadie sabe cuántas personas han sido masacradas. El gobierno inventa casi todo. Las estadísticas oficiales son diseñadas ad hoc. Sabemos del primer muerto por la guerra de este sexenio; sabemos del segundo, del tercero y de muchas decenas de miles. Se habla de “más de cincuenta mil”. “Más” es un término impreciso. Tan impreciso como Calderón. Cuando él se marche “más” será menos: no hay día, ni lo habrá, sin muertos, muchos de ellos inocentes. Los muertos inútiles de Calderón son una profunda tragedia. De nada han servido, de nada servirán. Su receta acerca de la necesidad de la violencia fue tan equivocada como su gobierno, y tan grosera como la complicidad de sus compinches. Calderón se va. Se quedan sus muertos. No hay posdata.

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Colaboradores Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla, Oaxaca, 1981). Lingüista y ensayista. Su trabajo se centra en el estudio y difusión de la diversidad lingüística de México y de lenguas en riesgo de desaparición. Mantiene una columna semanal en Este País (www. estepais.com) y tuitéa en @yasnayae Marina Azahua (Ciudad de México, 1983). Ensayista y narradora. Algunos de sus seudónimos escriben para revistas culturales, y una de sus identidades es becaria del programa “Jóvenes Creadores” del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Arnoldo Kraus (México, D.F., 1951). Médico y escritor. Imparte clases de ética médica en la Facultad de Medicina de la UNAM. Es miembro del Colegio de Bioética. Ha publicado, entre otros, Morir antes de morir. El tiempo Alzheimer (2007), Apología del lápiz [con Vicente Rojo (2011)] y Cuando la muerte se aproxima (2011). Ha colaborado con La Jornada y Letras Libres. Actualmente escribe una columna semanal en El Universal. Myriam Moscona (México, D.F., 1955). Poeta y periodista. Obtuvo Premio de Poesía Aguascalientes de 1988 y una beca Guggenheim en 2006. Entre sus libros destacan Los visitantes (1989), Negro marfil (2000), El que nada (2006) y De par en par (2009). Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964). Es narradora, poeta, historiadora y docente. Recibió el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo por su libro Ningún reloj cuenta esto (2001). Por su trayectoria obtuvo el Premio Internacional Anna Seghers (Berlín, 2005). Con La muerte me da el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (2009) por segunda ocasión. Tuitéa en @criveragarza y mantiene el blog www.cristinariveragarza.blogspot.mx

Antonio Ramos Revillas (Monterrey, Nuevo León, 1977). Narrador. Ha obtenido los premios nacionales de cuento Julio Torri y Salvador Gallardo Dávalos. Ha sido becario del FONCA y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Entre sus libros se cuentan Todos los días atrás, Dejaré esta calle, Habitaciones calladas y la novela El cantante de muertos (2011). Tuitéa en @kozameh Graciela Romero (Guadalajara, Jalisco,1982). Estudió Letras Hispánicas. Ha publicado en algunas revistas impresas y virtuales. Actualmente hace lo que puede. Tuitéa en @Diamandina Agustine Sacha (Francia, 1985). Costurera de palabras, imágenes y telas. Radica en la ciudad de Oaxaca desde hace 5 años, donde ha espigado algunas de las fotografías que se pueden ver en www. flickr.com/agustine_yo Daniel Saldaña París (México, D.F., 1984). Poeta y ensayista. Autor de Esa pura materia (2008), por el que ganó el Premio Nacional de Poetas Jóvenes Jaime Reyes, y de La máquina autobiográfica (2012). Ha sido becario del FONCA y de Residencias Artísticas (2012), así como de la Fundación para las Letras Mexicanas (2007-2009). www.dsparis.tumblr.com Óscar Tanat (Oaxaca, Oax., 1984). Escritor poscorrientista, músico underground, teatrista frustrado y videasta en ciernes. Editor de la versión en línea de El Jolgorio Cultural. Detesta las fichas curriculares por considerarlas un homenaje al ego. www.oscartanat.blogspot.com

año 1, núm. 5, septiembre - octubre 2012 oaxaca de juárez, oaxaca, méxico elgaceton@gmail.com www.yagular.tumblr.com

yagular es una revista bimestral de creación y reflexión literaria y visual con base en Oaxaca.

Directorio: Juan Pablo Ruiz Núñez y Saúl Hernández Diseño editorial y formación: Ignacio Z. Huizar Fotografías de este número: Agustine Sacha



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