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Viñetas de la provincia

(15 de agosto de 1954)

Don Manuel Sánchez Silva

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En el invierno de 1922 llegó a Colima la compañía de revistas de José Campillo, considerado por aquel entonces, como uno de los impulsores más entusiastas del teatro frívolo.

La atracción principal del elenco estaba representada por el Trío “GarnicaAscencio”, integrado por las cancioneras Julia Garnica y las hermanas Blanca y Ofelia Ascencio, célebre conjunto que había cosechado merecidas ovaciones en todos los lugares en que actuaba.

Raúl C. Rodríguez -que después se hizo famoso a través de los micrófonos de la “W”, con su programa “El cartero del aire”- era el pianista oficial del trío, a quien Agustín Lara también acompañaba cuando aquél ejecutaba sus canciones.

Agustín empezaba a destacarse como compositor. Su primera canción, “Imposible”, le había abierto las puertas de la notoriedad, como creador de un estilo nuevo dentro de la música vemácula.

Hasta los primeros años veintes, la música popular no había evolucionado. Los viejos ritmos de danzas, valses, tangos y corridos, mantenían la tradición, de acuerdo con la técnica antigua, a base de música lenta y desmayada, y letra pesimista y drástica.

Agustín introdujo innovaciones trascendentales, ritmos audaces y calientes, en donde un extraordinario dominio del contra punto, daba novedad y riqueza al derroche de musicalidad.

Por lo que hacía a la parte literaria, el extraordinario lírico produjo también una revolución, expresando el eterno sentimiento del amor, con palabras nuevas y conceptos distintos.

Raúl C. Rodríguez, nacionalmente conocido por “Raulito”, era un pianista verdaderamente excepcional. No sabía música, pero dotado de una intuición musical única, ejecutaba al piano, con facilidad y elegancia, todas las melodías que memorizaban con sólo escucharlas. Poseía además el don del acompañamiento, que es rara cualidad, pues abundan los casos de músicos consagrados que resultan un fracaso al acompañar la más sencilla de las canciones.

Las muchachas del trío Garnica-Ascencio experimentaban por Agustín un sentimiento de admiración respetuosa, por la belleza de sus canciones, pero preferían ser acompañadas por Raulito, aduciendo, entre otras cosas, que Agustín, temperamental y anárquico, jamás tocaba igual la misma melodía, observación perfectamente justificada.

La compañía de Campillo se presentó en el teatro Hidalgo, que hasta los terremotos de 1941 mantuvo una tradición de arte que enorgullecía a los colimenses. Era un local pequeño, pero bien acondicionado y de buen gusto, que llenaba las necesidades del público.

Por ahí pasaron las mejores compañías de ópera, de drama, de comedia y toda clase de diversiones. Alfredo Grazziani, Mercedes Mendoza, Consuelo Escobar de Rocabrona, Alberto López Conti, Manuel Tamez, María Teresa Montoya, Celia

Montalbán -la inolvidable “Walkiria”-, Esteban Casanova; Ly Wong- o el maravilloso mago de la prestidigitación- y tantos otros representativos del arte.

El trío Garnica-Ascencio actuaba en las dos partes en que el programa se dividía. Primeramente, las cancioneras presentaban ataviadas con el típico traje nacional y eran acompañadas por Raulito. Su rúbrica inicial era “México bello”, tras de la cual continuaban con cinco o seis canciones mexicanas que el público aplaudía frenéticamente y obligaba a visar.

¡Oh!, qué hermosas canciones aquellas: “Recuerda que te amé con todo el corazón…”¿Por qué en tus ojos llenos de encanto, veo una lágrima…?” “Coni, coni, coconito…”

En la siguiente parte del espectáculo, el trío se presentaba en traje de noche para ejecutar la música de Agustín Lara, quien personalmente acompañaba al piano y la concurrencia se entregaba con apasionada admiración, ante el influjo de aquella música sensual y delicada a un tiempo mismo, con el amor pecaminoso, ofrecido por una hermosa mujer.

Figuraba en esa compañía un artista multiforme: Ricardo Beltri, que lo mismo componía un tango, que realizaba el vuelo de gigantes en una barra fija o desataba la hilaridad de la concurrencia con su humorismo de pobretón resignado y festivo.

Los jóvenes de aquella época no se perdieron ninguna función. Todavía no se abría la taquilla cuando ya formaban cola los engomados petimetres reclamando su localidad, y al levantarse el telón ahí estaban ellos, ocupando las primeras filas del lunetario con el cuello congestionado por el nudo de la corbata y el pelo peinado hacia atrás, con impecable tersura, y trascendiendo a talco “Mavis” y a loción “Mon Parfum”.

Ricardo Beltri y Blanca Ascencio se querían. El genio artístico del bohemio y la gracia de la cancionera, colocada en el plano de la fama, se atrajeron como un imán recíproco, formando una pareja que conquistó todas las simpatías. A los pocos días de encontrarse la compañía en Colima, los jóvenes locales buscaron la ocasión de hacer amistad con los componentes; y a poco se tuteaban con la mayor parte de ellos, que facilitaron la confianza, con esa sencillez de trato y falta de protocolos que caracterizaba a todos los bohemios trotamundos.

En el extremo sur del portal Hidalgo estaba por aquella época un hotel de importancia. El edificio tenía dos pisos habiendo perdido el superior a causa de los terremotos de 1941. En ese hotel se alojaba Ricardo Beltri y las muchachas del trío Garnica- Ascencio.

El tango estaba de moda por ese tiempo y los jóvenes de ambos sexos vivían bajo la influencia de su ritmo lánguido y de aquella literatura sudamericana, que parecía encontrarse reñida con el optimismo. En todos los tangos figura siempre alguno que se va para no volver, o se muere de tristeza por el amor de una pérfida. Semejante inclinación al drama, motivó que algún observador ladino y chocarrero dijera que los tangos eran actos de comisaría con música.

La invasión musical, venida desde los barrios bajos de Buenos Aires, había obligado a nuestros compositores a forzar su inspiración y seguir la corriente. Esparza Oteo, Tata Nacho, Espinoza de los Monteros. Luis Alcaraz, Gonzalo Curiel y, desde luego Agustín Lara, se adentraron también por los sinuosos vericuetos de la tonada monorrítmica y empezaron a hablar de “percantas”, “ventos”, “farras” y “chamullos”.

Ricardo Beltri también compuso tangos. Uno de ellos, “Payador”, comió con éxito por lo agradable de su melodía y lo sugerente de su letra.

Cierta noche, o mejor dicho cierta madrugada, en que un grupo de amigos jóvenes se habían desvelado en la inocente ocupación de hablar bien de las mujeres y mal de los hombres, recayó la conversación en la temporada de revistas de la compañía de Campillo, especialmente en el trío Garnica-Ascencio y sus acompañantes. Y alguien propuso: -Vamos pidiéndole a Beltri que nos cante “Payador”-. La idea prendió y el grupo se dirigió al hotel, acallando las protestas de quienes trataban de evitarlo en atención a las más elementales consideraciones: ¡eran las tres de la mañana!

Los amigos se apostaron en la banqueta de la plaza, frente a los balcones del hotel, y empezaron a gritar desaforadamente: -¡Beltri! ¡Beltri! ¡Despierta! ¡Ricardo!

Y Ricardo despertó, y con él seguramente todos los huéspedes del hotel. Se abrió uno de los balcones y por él apareció el artista, enfundado en su bata de noche y, con los ojos tiesos de sueño, saludó a los trasnochadores escandalosos, que le pidieron su tango “Payador”.

Y en demostración de una gentileza realmente extraordinaria, accedió Ricardo, que ajustándose la fornitura de un precioso acordeón profesional empezó a ejecutar su melodía: “Noche de pena, de amor y olvido, en que llegan viejos recuerdos, ya nada queda de aquel cariño que se ha tornado en soledad…”

El espectáculo era realmente sugestivo. En la diáfana noche costeña, tachonada de estrellas, cuatro o cinco locos sentimentales escuchaban conmovidos a otro loco más, que desde un segundo piso desgranaba los arpegios de su instrumento sollozante y entonaba su canción predilecta, en el silencio de la ciudad dormida.

Cuando el grupo se despidió, las campanas llamaban a misa y en las calles solitarias se recortaban las siluetas de los vecinos madrugadores. Amanecía.

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