—¡Ah, Ramón Pilá!... ¡Ramón Pilá!... ¿Qué se habrá hecho ese condenado? Al ver el saco en tierra, a Tío Conejo se le ocurrió una idea, y dijo al rabipelado: —Bueno. Yo te salvaré; pero eso sí, tienes que hacer lo que te diga. —Chí. —Sal, y haz que Tío Tigre entre en la casa, para que yo pueda sacar del saco y traerme a Tío Morrocoy. Sin esperar más, Tío Rabipelado salió del monte y avanzó hasta Tío Tigre. —¡Tío Tigrito, Tío Tigrito –le dijo–, unos ladrones se están robando las verduras! Tío Tigre iba a insultar a Tío Rabipelado, pero al oír aquello, salió en carrera y desapareció detrás de la casa. Tío Conejo indicó a Ramón Pilá un gran avispero gris que se balanceaba en la rama de un árbol. —¡Sube, rápido, allá arriba y tráeme aquel matajey! —¿Y si me pican las avispas? —¡Sube, hombre! ¡Tapas bien la boca del avispero con un puñado de hojas! ¡Anda, ligero!... En un momento el rabipelado trepó hasta lo alto y regresó con el avispero en la mano. Tío Conejo lo tomó con cuidado y corrió a ponerlo dentro del saco, en lugar de Tío Morrocoy. Tío Conejo, Tío Morrocoy y Tío Rabipelado aguardaban escondidos en el borde de la selva, mirando hacia la vivienda de Tío Tigre, quien, al fin, regresó de atrás de la casa, gritándole al rabipelado. 12