Eros y psique · Bella y la Bestia

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Eros y Psique 

Bella y la Bestia Andrew Lang Ilustrado por

Lucia Sforza

Ediciones Ekaré



Ă?NDICE

Eros y Psique 7

Bella y la Bestia 35

Bella y Psique, Eros y la Bestia Betsy Hearne 75



Eros y Psique



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abía una vez un rey que tenía tres hijas. Las dos mayores eran muy bonitas y muchos las cortejaban, pero la menor era tan linda que en la ciudad murmuraban que era aún más hermosa que la diosa Afrodita y cuando caminaba por las calles los hombres le hacían reverencias, como si fuese la propia diosa. No hacía mucho tiempo que Paris le había dado la manzana de oro a Afrodita por considerarla la mu­ jer más bella de la tierra y del Olimpo. Así que, cuan­ do ella oyó de los honores que le otorgaban a Psique, entró en cólera y mandó a buscar a su hijo Eros. —Ven conmigo —dijo al aparecer Eros—. Tengo algo que mostrarte. Y volaron al palacio donde dor­ mía Psique. —Esa es la doncella a quien los hombres rinden honores que solo me corresponden a mí —susurró, mientras sus ojos grises centelleaban—. Te traje aquí 8


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para que puedas vengarme. Lánzale una de tus flechas para que se enamore de un mortal abyecto y vil. Aho­ ra debo irme rápidamente porque Océano me espera. Afrodita desapareció. Eros se quedó contem­ plando a la doncella dormida y, mientras la admiraba, su corazón comprendió que aquellos que le rendían honores que correspondían a su madre no podían evi­ tarlo. —Nunca haría tal daño, hacer que te enamores de un mortal vil que solo piense en su copa de vino —mur­muró—. De mis dardos estás a salvo, ¿pero es­ taré yo a salvo de los tuyos? Luego, temiendo quedarse más tiempo y desa­ tar la furia de Afrodita, también se fue al palacio de Océano. Si Afrodita no hubiera sido una diosa y hubiese sabido un poco más sobre el corazón de los hombres, quizá no habría envidiado a Psique tan amargamente porque, aunque todos los hombres le hicieran reve­ ren­cia y adoraran su belleza, todos pensaban que era inalcanzable como para cortejarla como esposa. Así, mientras sus hermanas tenían sus hogares e hijos, 9


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Psique seguía sola y sin pretendientes en el palacio de su padre. Por fin, a medida que transcurrían los meses y los años y Psique ya había pasado la edad en que las don­ cellas griegas se casaban, el rey comenzó a preocu­ parse y, sospechando que los dioses la envidiaban, fue a consultar al oráculo de Apolo. El viaje al santuario duraba tres días y, como nadie podía saber cuándo iba a hablar el oráculo, se llevó ovejas, bueyes y vino para él y su séquito. Diez días más tarde retornó a su ciudad, pálido y con la cabeza gacha. La reina lo había visto llegar desde lo alto del palacio y salió a su encuentro en la puerta de las habitaciones de las mujeres. —¿Qué pasó? —preguntó al verlo. El rey la llevó a un lado donde nadie pudiera oírlos. —El oráculo ha hablado —dijo—. Decreta que dejemos a Psique sobre un roca árida hasta que ven­ ga un monstruo espantoso a llevársela. Una feroz serpien­te que vuela sobre los cielos estrellados y que subyuga a los mismos dioses. ¡Y es por esto que los hombres le han dado honores que corresponden solo 11


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a los dioses! Mejor que hubiera nacido con el cabello de Medusa y la joroba de Hefestos. Al oír estas noticias tenebrosas la reina y sus doncellas comenzaron a llorar. Cuando la noticia se extendió por la ciudad, solo se oían lamentos. Solo Psique permaneció en silencio. Caminaba como una sonámbula y se sentía como si la barca con su som­ brío barquero ya se la hubiera llevado por la laguna Estigia. Así pasaron los días, y una noche un sacer­ dote vestido de blanco llegó del santuario a pedirle al rey que no se demorara más. Esa noche la procesión salió de la ciudad. En el centro iba Psique, vestida de negro, de la mano de su padre, mientras su madre los seguía llorando. Los cantores ululaban un lamento fúnebre, que casi no se podía oír sobre los sollozos de los dolientes, y la luz tenue de las antorchas pronto se apagaron. Amanecía cuando llegaron a la roca árida donde el oráculo había decretado que debían dejar a Psique. El rey y la reina lloraron amargamente, pero ella no derramó ni una sola lágrima. —¿Para qué demorar lo inevitable? —dijo—. Es 12


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la voluntad de los dioses y así será. Tengo deseos de ver a mi esposo. ¿Por qué he de rechazar a aquel que subyuga a los mismos dioses? Sin atreverse a mirar hacia atrás, el rey y la reina regresaron al desolado palacio. Psique se recostó en la roca, temblando, en espera de la aparición del mons­ truo. Estaba muy cansada, porque el camino a la roca había sido largo y pedregoso y el dolor la había agotado, así que, lentamente, un sueño profundo se apoderó de ella y durante un rato olvidó sus penas. Mientras dormía, Eros la vigilaba sin que ella lo supiera y, a su petición, Céfiro, el viento, se le acercó y jugó con sus ropas y su cabello. Luego la alzó suave­ mente, la bajó de la montaña y la depositó sobre un campo de lirios del valle. Mientras dormía, sueños agradables flotaron por su mente y olvidó sus terrores y sus penas. Despertó contenta, aunque no supo por qué, ya que estaba sola en un lugar extraño. En la distancia, entre unos árbo­ les, brillaba el rocío de una fuente, así que se levantó y caminó lentamente hacia ella. Cerca de la fuente había un palacio mucho más regio que el de su padre, 14


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que era de piedra, ya que estaba hecho de oro y marfil. Era inmenso y se encontraba lleno de cosas preciosas, como descubrió Psique cuando, llena de asombro y con un poco de miedo, traspasó la puerta. —Este palacio es tan grande como una ciudad —dijo mientras paseaba por habitaciones intermina­ bles—. ¡Qué raro que no haya nadie para gozar de estos tesoros y cuidarlos! —Se sobresaltó cuando, del silencio, le contestó una voz. —Este palacio y todo lo que contiene es suyo, señora. Así que, báñese, si lo desea, o descanse so­ bre cojines de seda mientras preparamos el festín y nosotras, sus servidoras, la vestimos con finas ropas. Solo tiene que ordenar y la obedeceremos. Todo el miedo que había tenido Psique se había desvanecido, así que, contenta, se bañó y durmió. Al despertar vio ante ella una mesa cubierta de platos de todo tipo y vinos púrpura y ámbar. Al igual que antes, no pudo ver a nadie, pero sí oyó voces. Cuando hubo terminado de comer se recostó en los cojines, mientras manos invisibles tocaron una lira y cantaron sus canciones favoritas. 15


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Así volaron las horas. El sol se estaba poniendo cuando, de repente, un velo de seda se posó sobre su cabeza y una voz que no había oído antes habló: —Mete tus manos en esta agua sagrada. —Psique obedeció y, al meter sus manos en la pileta, sintió un to­que liviano, como si otras manos también estuvie­ ran allí. —Parte este pastel y come la mitad —volvió a decir la voz. Psique lo hizo y vio cómo el resto del pastel desaparecía, pedazo a pedazo, como si alguien estuviera comiendo también. —Ahora eres mi esposa, Psique —susurró la voz suavemente—, pero escucha bien lo que digo si no quieres atraer tu propia desgracia y hacer que te aban­ done para siempre. Tus hermanas pronto te buscarán, ya que creen que te aman, aunque su amor es de los que rápidamente se convierten en odio. Ahora están con tus padres lamentándose por tu destino, pero den­ tro de unos días irán a la roca a buscar noticias de tus últimos momentos. Hasta podría ocurrir que lleguen a este palacio encantado. Si valoras tu vida y tu fe­li­ci­dad, no respondas a sus preguntas ni las mires a la cara. 16


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Psique prometió hacer lo que su esposo invisible le pedía y así pasaron semanas. Pero una mañana, de repente, se sintió muy sola y comenzó a lamentarse de no ver nunca más a sus hermanas ni poder decir­ les que estaba viva. Pasó todo el largo día sentada en su palacio llorando, y, al caer la noche, cuando escuchó la voz de su esposo, le extendió los brazos y lo abrazó. —¿Qué te pasa? —preguntó él suavemente. Y ella sintió que alguien le acariciaba el pelo. Y Psique le contó todas sus penas. ¿Cómo podía ella ser feliz en ese bello palacio cuando sus hermanas lloraban su pérdida? Si solo pudiera volver a verlas una vez, si solo pudiese decirles que estaba a salvo, no pediría nada mas. Si no, hubiese preferido que el monstruo la hubiera devorado. Cuando Psique terminó sus ruegos, hubo un si­ lencio. Luego, el esposo habló, pero su voz sonaba muy distinta. —Harás lo que deseas —dijo—, pero me temo que acabará mal. Manda a buscar a tus hermanas, si eso es lo que quieres, y regálales lo que se te antoje del 17


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palacio. Pero una vez más, te imploro que no contes­ tes a sus preguntas o tendremos que separarnos para siempre. —Eso nunca nunca sucederá —dijo Psique abra­ zando a su esposo. Y quien seas o lo que sea que seas, nunca te dejaría, ni siquiera por el dios Eros. No les diré nada, pero, por favor, pide a tu sirviente Céfiro que las traiga hasta aquí, como me trajo a mí. A la mañana siguiente Céfiro encontró a las dos hermanas sentadas sobre la roca, dándose golpes en el pecho del dolor. —¡Psique! ¡Psique! —gritaban, y las montañas cantaban su eco. —¡Psique! ¡Psique! —Pero no había respuesta. De repente, se sintieron elevadas suavemente y flo­ taron por los aires hasta la puerta del palacio donde Psique las esperaba. —¡Psique! ¡Psique! —volvieron a gritar, esta vez con júbilo y asombro, y por un tiempo se les olvidó todo lo demás. Entonces Psique les pidió noticias de su padre y de su madre y de lo que había pasado desde su partida. Se imaginó su felicidad cuando supieran 18


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que su destino había sido muy distinto al que el orácu­ lo había predicho. Una vez que las hermanas terminaron de contarle las noticias, Psique las invitó a recorrer el palacio y ordenó a las voces que les prepararan baños perfuma­ dos con especias y un banquete. Al ver tantas mues­ tras de riqueza, la envidia comenzó a apode­rarse del corazón de las hermanas, pero aún más su curiosidad. Se miraron y sus miradas no anunciaban nada bueno para Psique. —¿Y dónde esta tu esposo? —preguntó la ma­ yor—. ¿No lo vamos a conocer? —Cierto —dijo la otra—. Ni siquiera nos has di­ cho cómo es y nuestra madre querrá saber. Sus preguntas le recordaron a Psique el peligro del que su esposo le había advertido y respondió apresura­damente: —Oh, es joven y muy apuesto. El hombre más apuesto del mundo, creo yo. Pero pasa mucho tiempo cazando y se ha ido lejos a las montañas a perseguir jabalíes. —Me sentía sola —dijo a las hermanas, agregan­ 19


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do que esa era la razón por la cual había mandado a buscarlas, y las invitó a escoger lo que quisieran de la sala del tesoro porque pronto tendrían que partir. Al ver el oro y las piedras preciosas amontona­ das en la sala del tesoro del palacio, las hermanas se pusie­ron aún más envidiosas; pero sus celos no les impi­die­ron llevarse los collares más espléndidos antes de que Psique llamara a Céfiro para que las llevara de vuelta a sus hogares. —¿Por qué la fortuna la ha tratado de manera tan distinta a como lo ha hecho con nosotras? —se quejó la mayor cuando salieron del palacio—. ¿Por qué ella puede tener tantas riquezas y estar casada con un hombre joven y apuesto y ordenar a sirvientes que vuelan por los aires como pájaros? ¡Qué lejos quedan los días en que se sentaba en el palacio de nuestro pa­ dre y ningún pretendiente la cortejaba! ¡Antes estaba sola y triste en la ciudad y aquí la tratan como si fuera una diosa mientras que yo estoy casada con un hom­ bre calvo y jorobado! —Yo estoy peor que tú —gimió la otra—, ya que tengo que perder mi tiempo cuidando a un hombre 20


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que siempre está enfermo y pocas veces me permite alejarme de su lado. Pero no halaguemos su orgullo contándole a nuestra madre y a nuestro padre los ho­ nores que el destino le ha dado. Al contrario, pense­ mos cómo podríamos humillarla y rebajarla. Mientras tanto, la noche había caído y el esposo de Psique regresaba a su lado. —¿Seguiste mi advertencia —preguntó— y rehu­ saste contestar las preguntas de tus hermanas? —Oh, sí —respondió Psique—. No les dije nada. Solo dije que eras joven y apuesto y que me dabas las cosas más bellas del mundo, pero que no te podían ver hoy porque estabas cazando en las montañas. —Menos mal —suspiró él—, pero te advierto que en este preciso momento están conspirando para destruirte y enturbiar tu corazón con su propia cu­ riosidad maligna, para que un día pidas verme la cara. Recuerda: en el momento en que lo hagas, desa­ pareceré para siempre. —¡Ah, no confías en mí! —sollozó Psique—. ¡Y, sin embargo, te he demostrado que puedo quedarme callada! Déjame volver a demostrártelo. Manda a 21


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Céfiro a buscarlas otra vez y nunca nunca volveré a pedirte nada más. Por largo tiempo su esposo rehusó complacerla, hasta que, finalmente, cansado de sus lágrimas y sú­ plicas, le dijo que podía enviar a Céfiro a buscarlas. Las hermanas entraron entusiasmadas al palacio y saludaron a Psique con abrazos y palabras amables, mientras ella hacía todo lo posible para darles placer. Como la vez anterior, les ofreció que se llevaran lo que más les gustara y, cuando estaban de vuelta de la sala del tesoro comiendo frutas bajo los árboles de la fuente, la mayor dijo: —¡Cómo me apena verte víctima de tal engaño, y cómo quisiera poder alejarte del peligro! —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Psique palideciendo—. Nadie me engaña y ninguna diosa puede estar más feliz que yo. —Ah, no lo sabes —dijo una. —No me atrevo a decírtelo —jadeó la otra con voz entrecortada. —Hermana, díselo tú. No me salen las palabras. —Es difícil, pero el deber me lo exige —dijo la 23


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