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saliera poco, su correspondencia impresiona por la cantidad de aristócratas, escritores, críticos, damas y caballeros de la alta sociedad que aparecen en ella. Solía llamarla muy pronto, a primera hora de la mañana, y nos pasábamos horas hablando por teléfono. Sin duda le había caído bien, ella notaba mi sincero interés en su obra y sospecho que incluso estaba intrigada con la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico, pues al cabo de un día o dos era ella la que me hacía preguntas a mí. «¿Y usted, qué hace en París?», me preguntaba. «Tengo una beca y un novio francés», le respondí. Pero cuando quiso saber más cosas del novio, eludí el tema: la persona en cuestión era un antiguo anarquista, exsurrealista, anticlerical, un hombre bastante conocido. Como Dora Maar se había vuelto muy católica, «una católica integrista» al decir de algunos, sólo faltaba que me colgara el teléfono a causa de mis amores con un ateo convencido. Todos mis intentos por verla fueron vanos. «Señora Maar, ¿por qué no me deja visitarla y charlamos tranquilamente?», le decía. Y también, llena de ideas: «Podríamos hacer revelar sus negativos en el Centro Pompidou.» Me contestaba que aquello era imposible, que era una anciana y estaba enferma, pero, como me contó John Richardson, biógrafo de Picasso, sin duda su negativa se debía a su coquetería. Con el pelo cano y aquejada de reuma, con la ligera deformación en la espalda que de joven trataba de disimular y de mayor debía de haberse convertido en una ligera joroba, era comprensible que no quisiera mostrarse en público. Al final acabé por preferirlo, pues aquellas largas conversaciones, planeadas en fechas y horas convenidas por la artista (al principio a las ocho de la mañana; luego ya más tarde), no hacían más que aumentar en mí su figura de leyenda. Sabía perfectamente que acababa enfadándose con todo el mundo, ya fuera con o sin motivo; por una frase, por una petición o por lo que ella pudiera considerar un comentario inapropiado. Los ejemplos de «ruptura de relaciones» eran múltiples y reincidentes. Todo el mundo me había prevenido sobre su carácter caprichoso y extravagante –‌lo que los franceses llaman fantasque– y sobre sus interrupciones repentinas en sus relaciones con la gente. Cuando marcaba su número de teléfono mi corazón se aceleraba y cuando, al cabo de un año, ya no contestó, me temí lo peor. En realidad, se había caído, había estado en el hospital y, a su vuelta, debía de estar bastante más débil y ya no debía de tener ganas de contestar al teléfono a nadie. 12

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