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1 AL OTRO LADO DEL HILO «Lo más seguro es que le cuelgue el teléfono, pero si consigue hablar con ella, sobre todo no le pregunte por Picasso», me aconsejaron todos aquellos con quienes contacté antes de llamarla. «Recuerde que Picasso la abandonó; recuerde que recibió tratamiento psiquiátrico.» Y sin embargo, y de forma totalmente natural, conseguí que Dora Maar hablara sobre su amante, sobre su retorno a la religión, sobre su vida y, en especial, y mucho, sobre sus fotografías. La historia de mis conversaciones con Dora Maar es en sí misma bastante rocambolesca. En 1993, yo vivía en París y había conocido el año anterior al marchante Marcel Fleiss, especializado en surrealismo. Un día estábamos comiendo en una terraza bajo el pálido sol de Normandía, junto a la bella abadía de Le Bec Ellouin y el nombre de Dora Maar surgió en la conversación. «¡Cómo! –‌dije– ¿No está muerta, no está encerrada en un psiquiátrico?» Tenía la vaga idea, como todo el mundo, de que Dora Maar debía de ser muy mayor, incluso de que podía estar muerta, o encerrada en un asilo. «No –‌me contestó el señor Fleiss–, está viva y vive a tan sólo diez o doce calles de tu casa. Te puedo dar el teléfono, pero el “no” ya lo tienes.» Así que no estaba muerta, ni tampoco encerrada en un manicomio. Decidí probar fortuna. ¿Por qué no organizar una exposición de sus fotografías? ¿Por qué no llamarla y proponérselo? Pero, de entrada, tenía que saber mucho más sobre ella como ser humano y como protagonista de unos años, la década de 1930, en los que numerosas mujeres alcanzaron un nivel de creatividad muy alto gracias a su talento y a un clima intelectual riquísimo, como lo era el parisino de entonces, marcado por la radicalidad, tanto artística como política. 9

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Escribí el 22 de febrero a Dora Maar acerca de mis intenciones, diciendo que la llamaría el 6 de marzo. Así que la llamé y, para mi gran sorpresa, no me colgó el teléfono. «Señora Maar –‌le dije–, no quiero hablar de Picasso, quiero hablar de usted. Me gustaría hacerle unas preguntas, tal vez una exposición de sus fotografías. Creo que no se aprecian en lo que valen y creo que no se conoce su trabajo en profundidad. Sus fotografías tendrían que ser catalogadas, mostradas y estudiadas. Ni siquiera sé si se considera una fotógrafa o una pintora.» Acto seguido le conté mi deseo: poder organizar una exposición de sus obras, tanto las fotográficas como las pictóricas, lo que constituiría la primera retrospectiva mundial de su obra. Ya tenía el lugar (la Fundación Bancaixa, en Valencia, de la que era asesora) y el presupuesto adecuado para llevarla a cabo. Ella seguía al otro lado del hilo. No me colgó, sino que me contestó muy amablemente, y así se inició una excepcional relación telefónica que pude grabar en toda su extensión con su consentimiento. Empleo el término «excepcional», aunque retrospectivamente; pensaba que había tenido suerte, no me daba cuenta de que estaba acometiendo una especie de gesta diplomática: «¿Cómo? ¿Hablas con ella? ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo se encuentra? ¡Dale recuerdos!», me decían todos aquellos que la habían conocido y en vano esperaban que les contestara. Eran muchísimos, tanto amigos como profesionales del arte, los que habían intentado establecer contacto con ella, inútilmente. Hubo quien, siendo un amigo o una amiga íntimos, y residiendo en París, cansado de llamarla y de no recibir respuesta, llegó a llamar a su puerta, también sin éxito. A principios de los años ochenta, el historiador de fotografía Christian Bouqueret llamó a la puerta de Ménerbes. Una voz le respondió que madame Dora Maar no recibía, que ella era la criada y que Dora Maar no se interesaba por la fotografía desde 1938. La precisión de la información confirmó al señor Bouqueret que Dora se hacía pasar por su sirvienta. Finalmente, en 1983, pudo encontrarla en París, en donde Dora le vendió cinco fotografías, sin dejarlo pasar más allá de la entrada de su casa.*1 Esto es lo que revelan las numerosas cartas que, finalmente, al cabo de diecisiete años, y gracias a la generosidad de sus herederos, pude leer. Amigos de infancia, colegas, conservadores y directores de museo, muchos directores de galerías de arte: casi todos quedaban sin respuesta. *  Los números voladitos remiten al apartado Notas de la página 311 y ss. (N. de la E.)

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Seguir la correspondencia de algunos como la de Alfred Barr, director del MoMA de Nueva York, es como asistir a una extenuante carrera de obstáculos: al final consiguió comprarle dos Picassos para el museo,2 pero las cartas se extienden desde 1956 hasta 1959. De ahí la reputación de Dora Maar de ser una persona incomunicada, aislada, solitaria y antisocial. Lo primero que me sorprendió de mi interlocutora fue su tono de voz: firme, casi categórico. Pero era también una voz aguda, melodiosa, bien timbrada, y muy elegante, lo que desmentía cualquier origen modesto por su parte (un marchante me había dicho: «ah, sí, ella era muy guapa y de familia modesta; ¿española, tal vez?»; la leyenda y el desconocimiento sobre ella, en 1994, eran enormes). Inmediatamente después descubriría su gran inteligencia y su gran calidad humana, vista la discreción y la gentileza con que me hablaba de sus amigos, incluso de aquellos con quienes había roto abruptamente, por motivos sentimentales o ideológicos. También descubrí, más adelante, que en realidad le encantaba hablar por teléfono, que era una excelente conversadora, con hábiles preguntas y respuestas y que estaba interesada en muchas cosas, algo inusual en una anciana de ochenta y siete años. James Lord, que fue su acompañante durante un breve período de los años cincuenta, diría en su libro que «ella tenía respuesta para todo y sus palabras nunca parecían dogmáticas ni tendenciosas»,3 y en este punto estoy de acuerdo con el escritor norteamericano. Lord también afirmó en su libro Picasso y Dora que «Dora era una perspicaz aficionada al chismorreo».4 La frase manifiesta la malicia de algunos de sus comentarios, pero es cierto que era curiosa, porque lo fue conmigo, a quien no conocía en absoluto. Su curiosidad tenía que ver con su propio carácter, con su vastísima cultura, pero también con el hecho de considerarse como alguien perteneciente a un círculo, a una determinada élite, a unos happy few. En este sentido, me hablaba de gente que no veía desde hacía cuarenta o cincuenta años como si los tuviera al lado, con una memoria prodigiosa y como si pasara revista a los miembros de un club. «¡Oh, Bérard! –‌se refería a Christian Bérard, apodado Bébé Bérard, ilustrador, pintor y escenógrafo–: Era muy curioso, iba muy dejado en su vestimenta y sin embargo era aceptado por todo el mundo»; «¡Ah, Cocteau! Sí, le encantaba ser fotografiado!». En realidad, tan sólo al finalizar mi investigación me di cuenta de que, si bien Dora se había aislado al final de su vida, también había formado parte de la crème de la crème del mundo intelectual y social parisino, incluso tras ser abandonada por Picasso. Aunque 11

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saliera poco, su correspondencia impresiona por la cantidad de aristócratas, escritores, críticos, damas y caballeros de la alta sociedad que aparecen en ella. Solía llamarla muy pronto, a primera hora de la mañana, y nos pasábamos horas hablando por teléfono. Sin duda le había caído bien, ella notaba mi sincero interés en su obra y sospecho que incluso estaba intrigada con la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico, pues al cabo de un día o dos era ella la que me hacía preguntas a mí. «¿Y usted, qué hace en París?», me preguntaba. «Tengo una beca y un novio francés», le respondí. Pero cuando quiso saber más cosas del novio, eludí el tema: la persona en cuestión era un antiguo anarquista, exsurrealista, anticlerical, un hombre bastante conocido. Como Dora Maar se había vuelto muy católica, «una católica integrista» al decir de algunos, sólo faltaba que me colgara el teléfono a causa de mis amores con un ateo convencido. Todos mis intentos por verla fueron vanos. «Señora Maar, ¿por qué no me deja visitarla y charlamos tranquilamente?», le decía. Y también, llena de ideas: «Podríamos hacer revelar sus negativos en el Centro Pompidou.» Me contestaba que aquello era imposible, que era una anciana y estaba enferma, pero, como me contó John Richardson, biógrafo de Picasso, sin duda su negativa se debía a su coquetería. Con el pelo cano y aquejada de reuma, con la ligera deformación en la espalda que de joven trataba de disimular y de mayor debía de haberse convertido en una ligera joroba, era comprensible que no quisiera mostrarse en público. Al final acabé por preferirlo, pues aquellas largas conversaciones, planeadas en fechas y horas convenidas por la artista (al principio a las ocho de la mañana; luego ya más tarde), no hacían más que aumentar en mí su figura de leyenda. Sabía perfectamente que acababa enfadándose con todo el mundo, ya fuera con o sin motivo; por una frase, por una petición o por lo que ella pudiera considerar un comentario inapropiado. Los ejemplos de «ruptura de relaciones» eran múltiples y reincidentes. Todo el mundo me había prevenido sobre su carácter caprichoso y extravagante –‌lo que los franceses llaman fantasque– y sobre sus interrupciones repentinas en sus relaciones con la gente. Cuando marcaba su número de teléfono mi corazón se aceleraba y cuando, al cabo de un año, ya no contestó, me temí lo peor. En realidad, se había caído, había estado en el hospital y, a su vuelta, debía de estar bastante más débil y ya no debía de tener ganas de contestar al teléfono a nadie. 12

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La exposición de Valencia, inaugurada el 20 de enero de 1995, se pudo hacer, aunque sin su presencia: se trató, en efecto, de la primera y única retrospectiva realizada en vida de la artista, en la que se mostraban casi un centenar de sus fotografías, además de algunas de sus pinturas y de retratos de ella pintados por Picasso. Por lo que acabo de contar, me pareció prudente no esforzarme en difundir aquel extraordinario acontecimiento, tal era mi pavor a que, en el último momento, la artista homenajeada anulara la muestra en un arrebato de furia. Y, de hecho, la exposición, prevista para el Centro Pompidou parisino después de su sede en Valencia, nunca llegó a celebrarse en París, pues Dora Maar escribió una carta al conservador-jefe, Alain Sayag, diciéndole que «no le gustaban las invitaciones del centro». Con ello impedía la posibilidad de llevar a cabo dicha exposición en el gran museo francés. Marcel Fleiss, el marchante, me había prometido ayuda, pero nunca me negó las dificultades de aquella empresa. Me relató los pormenores de su trato con madame Maar.5 Había ido a verla para que ella le certificara las obras que quería mostrar en una pequeña exposición (que tuvo lugar en su galería en 1990) y para comprarle algunas de sus fotografías. La galería Patrice Trigano le había propuesto esas obras y fue Herschell B. Chipp –‌el especialista del Guernica– quien le puso en contacto con Dora Maar. «El apartamento estaba muy sucio –‌me dijo–; era el apartamento de una vagabunda; había cacerolas sin lavar en la cocina. Al principio estuvo antipática, luego normal, pero difícil. Cuando le conté que había sido gran amigo de Man Ray me trató mejor.» Una anécdota de esta visita revela el carácter enérgico y a veces puntilloso de Dora. «Si le dije a las 3 de la tarde hay que llegar a las 3, y no a las 2.30, ¿comprende?», le dijo a Marcel que debía estar ansioso, como es lógico, por verla. Aceptó que Fleiss hiciera los certificados de las obras, pidió corregir algunos datos del texto que el escritor Édouard Jaguer había preparado para el pequeño catálogo –‌la fecha y la ciudad de nacimiento– y preguntó qué iba a obtener a cambio de todo ese trabajo. «Estoy dispuesto a comprarle fotografías», dijo el marchante. Ella pidió 20.000 francos franceses por cada fotografía, una cifra evidentemente exagerada tratándose del trato directo del artista con el marchante, y argumentó que era tan buena como Man Ray. También le anunció que no acudiría a la inauguración porque no quería ver gente. El poeta Michel Leiris, gran amigo de Picasso y de Dora, y Léo Malet, miembro del grupo surrealista, asistieron al acto y se sintieron muy decepcionados al no verla. Una semana más tarde se pre13

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sentó en la galería, de incógnito, para ver su exposición. Aunque pagó para la época un poco caras las fotografías (500.000 francos por cincuenta fotografías), Marcel Fleiss vendió Portrait d’Ubu [Retrato de Ubu] al Pompidou por 380.000 francos. El museo, por su parte, adquiría con esta transacción una de las fotografías más emblemáticas del surrealismo, si no la que más, y una de las obras más destacadas de la fotografía del siglo xx. Las relaciones con Marcel Fleiss se rompieron cuando éste mostró, en el seno de la exposición titulada After Duchamp [Después de Duchamp] una obra del artista Alain Jacquet, una cruz con dos orificios como los que existen en los antiguos inodoros públicos franceses. Después de esto, Dora Maar, que se había convertido en una fervorosa católica, le negaría el saludo a su marchante. Para mi sorpresa, Dora mencionó a Picasso en la segunda conversación cuyo nombre surgió de forma natural en la charla. Nunca lo criticó abiertamente, ni sus comentarios destilaban ninguna acritud. Cierto que habían transcurrido cincuenta años desde aquel abandono (Picasso inició su relación con Françoise Gilot en 1943, dejaría de ver a Dora asiduamente en 1946, y estábamos en 1993), pero incluso así lo único que se infería de sus opiniones era una enorme cualidad humana, una gran discreción, una gran reserva, que en contadas ocasiones pudo llegar a romperse gracias a la confianza que fue creciendo entre nosotras. Quizá su mejor respuesta a mis preguntas fue una frase sobre Picasso. En un momento dado, llevando la conversación con mucha cautela, y cuando me acababa de decir que Picasso la animó a pintar, yo le contesté: «Esto está muy bien, porque suele ser difícil que los hombres valoren el trabajo de las mujeres artistas. Especialmente los españoles. –‌Y añadí con precaución–: Pero Picasso tenía la reputación de ser muy “macho”...» Entonces ella me contestó con toda naturalidad: «Era muy hombre, y muy detentador de sus derechos [...] Pero hay que recordar que los hombres son también ladrones de ideas.» Una manera más que elegante de llamarlo machista. Así se iniciaron aquella serie de larguísimas conversaciones.6 En ellas también le sugerí que podía proporcionarle ayuda legal, cuando, en varias ocasiones, me recordó que jamás había cobrado derechos de autor por las fotografías del Guernica, lo cual, al escribir este libro, descubrí que no era del todo cierto. De hecho, empezó a cobrar derechos de autor en la década de 1980, aunque en contadas ocasiones; sólo le pedían permiso los grandes museos y algún que otro editor. Insistió en que ya era muy mayor y estaba enferma. También 14

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me aseguró que le habían robado varios de sus negativos. ¿Verdad o paranoia? Nunca lo sabremos. La afirmación es bastante frecuente entre ancianos o entre gente que vive sola. Al fotógrafo Serge Bramly le puso como condición para verla que le comprara una Rolleiflex que, según ella, le habían robado en el tren cuando se dirigía a Ménerbes. El señor Bramly encontró la petición algo chocante, no le hizo el regalo y se quedó sin verla.7 En realidad, quizá Dora no sólo no quería forasteros en su casa, sino tampoco amigos, aunque nada en su tono demostraba el espíritu huraño u hostil de los misántropos. Sencillamente, no deseaba ser importunada, quería vivir en su mundo. Pero lo que otros calificaron de «su sortilegio» también hizo mella en mí, aunque sólo fuera el de su voz y el de su conversación. Puedo asegurar que, entre 1993 y 2004, pensé en ella cada día. Era una presencia en mi vida, la misma que otros debieron de sentir al tener contacto con ella, la misma que Picasso veneró al principio de su relación.

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