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Primer accésit: La última cena

LA ÚLTIMA CENA

Pablo José Conejo

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Volví a mi casa después de quince años porque me dijeron que me estaba muriendo. No me sorprendió demasiado. Llevaba toda la vida esperando que un médico me mirara por encima de sus gafas para darme la terrible noticia. Yo fingiría una frialdad largamente estudiada. Y haría la pregunta que un médico espera que haga un paciente al que le dicen que se encuentra en estado terminal.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

– Dos meses…, tres…, cuatro como mucho.

La escena ocurrió como siempre la había imaginado. La única diferencia es que ese “como mucho” acabaría siendo bastante menos. Salí del hospital sin saber dónde y cómo situar mis pensamientos. A fin de cuentas, era la noticia con la que había so-

ñado una buena parte de mi vida, la épica de la muerte a plazo fijo. Había leído mucho sobre el comportamiento de los condenados a muerte. Y había pensado en exceso sobre el diagnóstico mortal de un médico al que le importas una mierda. Por eso salí del hospital aspirando con fruición el aroma de la lluvia sobre las hojas muertas. Silbé una canción de Amy Wine House. Y di un puntapié a un bote de cerveza que alguien había dejado en la acera con la mitad del líquido.

Cuando llamé al timbre de mi casa me abrió Anita, mi hermana pequeña. No me conoció, obviamente. Ella apenas tenía cuatro años cuando me marché sin decir ni media palabra. Mi presentación fue confusa. Y la respuesta de Anita fue el silencio.

-Mal empezamos-, dije.

Dejé la gabardina en el perchero y no supe qué hacer con el paraguas, que había dejado un reguero de agua en el hall.

Recorrí el pasillo pausadamente, mirando los desconchones de la pared que habíamos dejado mis hermanos y yo jugando con una pelota de goma. Nada había cambiado. El hall tenía la consola de imitación isabelina coronada con un espejo de imitación barroca. El perchero era un árbol clásico de madera de haya con seis cuernos para colgar los abrigos y los sombreros. El piso era el mismo baldosín cerámico de mi infancia, gris marengo, con aros y semicírculos perfectamente simétricos. En la mitad del pasillo estaba el baño, con la puerta cerrada. Y al final se ensanchaba un distribuidor que desembocaba en el salón de puertas corredizas, permanentemente abiertas. Allí vi a mi madre, sentada en el mismo sillón orejero, cosiendo, como siem-

pre. Ella me había olido y ya estaba con las gafas en la mano. Se levantó pesadamente y aceleró sus cortos pasos para recibirme. Me abrazó en silencio. Solo hizo una pregunta:

– Hijo mío, ¿estás bien?...

Yo evité pronunciarme sobre mi estado de salud. Solo dije:

– Estoy de nuevo en casa, mamá.

Mi madre comenzó a llamar a mis hermanos, con voces entrecortadas.

– ¡Anita, Juan,Teo…!

No llamó a mi padre. Seguramente porque había muerto. Yo no sabía que mi padre hubiera muerto, pero lo di por hecho ante la ausencia de su nombre. No me importó. Mi padre era un hombre embrutecido por su vida y seguramente por su genética. Nunca tuve una caricia de mi padre, soo voces autoritarias, castigos infligidos con extrema crueldad y golpes con la hebilla de su cinturón.

Tampoco llamó mi madre a Andrés, mi hermano mayor. Pero en este caso no tuve la sospecha de que hubiera muerto. Simlemente se habría casado con alguna tipa del barrio, quizás con una chica muy delgada a la que todos llamábamos la Galga, o con esa peluquera que hacía una permanente horrible a las mujeres cincuentonas, o tal vez con la hija de don Federico, un prestamista que tenía cogidos por los huevos a todos los hombres del barrio.

El primero en salir fue Juan, con cara de pocos amigos. Me espetó:

– ¿Dónde coño has estado?

Yo le dije que por ahí. No me dio un abrazo. Ni siquiera me tendió la mano. Luego apareció Teo, acompañado de su silencio. Me miró de arriba abajo y se dio la vuelta hacia el baño.

Anita estaba en el sofá, sentada sobre sus piernas, machacando obsesivamente el teclado de su teléfono móvil con los dedos pulgares, igual que un mono que despioja la cabeza de otro mono.

Mi madre se había tapado la boca con las dos manos y miraba la escena sin entender lo que estaba ocurriendo. Yo esperaba que lanzara un grito desgarrador de un momento a otro. Tardó demasiado, pero al fin lo hizo.

Juan y Teo acudieron para intentar tranquilizarla. Anita seguía machacando el teclado, ausente de cualquier otro mundo que no estuviera en sus comunidades virtuales. Yo estaba en medio del salón, intentando sostenerme de pie a duras penas. El paraguas seguía goteando en las baldosas.

Mi madre pasó de la histeria al llanto compulsivo. Poco después a la risa mezclada con el llanto. Y finalmente a la misericordia de los cristianos.

– Vuestro hermano ha vuelto. Traedle ropa limpia y colonia y zapatos lustrados. Vamos a celebrar una cena en su

honor. El hijo pródigo acude en busca de una caricia y un trozo de pan.

Juan lanzó un duro reproche que hacía alusión a varias situaciones encadenadas: el sufrimiento de la madre, la muerte del padre, el empobrecimiento súbito de una familia burguesa, el desencuentro entre los hermanos…

– Necesito sentarme-, dije con un hilo de voz.

– Siéntate aquí, hijo -dijo mi madre, acercándome una silla con el asiento mullido.

Luego tomó el mando de la escena con autoridad.

– A partir de ahora, ni un reproche, ni una pregunta, ni una mala cara. Haremos una cena de bienvenida todos los miembros de la familia. Llamaré a Andrés, que vendrá con su mujer. Y remedaremos el día de Nochebuena, como hicimos tantas otras veces cuando éramos felices. Prepararé sopa de almendra, guisaré dos pollos de corral y haré arroz con leche salpicado de canela. Abriremos las dos botellas de vino que no llegó a beberse vuestro padre. Y brindaremos con champagne después de los postres.

Tardaba demasiado en aparecer la farsa, pensé. Y me perdí en un recorrido por la hipocresía que presidió todos los actos solemnes en mi casa.

Mi madre llamó por teléfono a Andrés. Y, tras un silencio que se mascaba, concluyó:

– Por favor, Andresito, ha vuelto tu hermano, mi hijo tan querido, y me mataréis si no estáis todos felices en la cena.

Al poco se cerró la puerta del piso con gran estrépito. Mi madre había salido a comprar lo necesario. Era media tarde de un día lluvioso del otoño avanzado. Una luz enfermiza inundaba la estancia donde cuatro personas se esforzaban en mirar obsesivamente a cualquier objeto. Anita seguía despiojando la cabeza de su iPhone, con más ahínco si cabe. Juan mantenía la mirada fija en un reportaje a doble página del periódico. No leía. Solo rumiaba odio y estupefacción. Teo miraba a un punto indeterminado del techo, sin parpadear. Y yo permanecía inerte en el centro de la escena, extenuado, intentando secarme un sudor frío que me perlaba la frente.

Pasaron dos horas que se me hicieron eternas. Al fin llegó mi madre cargada de sonrisas y bromas. Me levanté pesadamente y acudí a la cocina donde mi madre estaba desempaquetando la compra. Tomé un vaso, dejé que corriera el grifo hasta que el agua salió fresca y la bebí a pequeños sorbos.

– ¡Ayúdame, no te quedes ahí pasmado! -me ordenó mi madre, con un punto de risa.

Yo me tropecé con el primer paquete. Eran los dos pollos troceados. Me sorprendió no ver las crestas de los gallos, como las veía cuando el sacrificio de los animales se realizaba en la cocina. Eso me dio la primera oportunidad para hablar de cosas banales de un modo reflexivo.

– ¿Sabes lo que creo, mamá? Creo que la modernidad llegó cuando la sangre salió de la cocina. Sí, eso es. Cuando éramos pequeños sacrificábamos los gallos en la mesa tocinera, haciéndoles un corte en la nuca y dejando que se desangraran en una palangana. Manteniéndolos firmemente apretados entre las piernas, eso sí, para evitar los aletazos de su lenta agonía. También despellejábamos los conejos y las liebres en la mesa tocinera. Y desplumábamos las perdices y las becadas y los faisanes…

– ¡Ay, hijo! ¡Qué tiempos aquellos! No lo digo por esa teoría de la sangre que te acabas de inventar, sino porque en esos tiempos estábamos todos juntos y éramos felices. O creíamos serlo. O fingíamos serlo -atajó mi madre en un decalage inevitable entre la realidad y la ficción.

Luego enhebró un largo soliloquio sobre las ventajas y desventajas de la vida moderna. Yo intenté hilar sus argumentos con uno de mis bestiarios preferidos, la globalización. Pero me cortó en seco, maldiciendo de la filosofía que complica todo y no arregla nada.

– Anda, haz algo útil. Echa las almendras en el almirez de bronce y machácalas hasta que se forma una pasta espesa.

Yo lo hice con toda la diligencia que me fue posible. Y pedí permiso para ir al baño. La boca me sabía a sangre. Era frecuente que me vinieran bocanadas de sangre que tenía que tragar cuando estaba acompañado. Pero a veces era imperativo vomitar hasta la extenuación; sangre, solo sangre.

Al salir del baño sonó el timbre de la puerta. Yo era la persona que estaba más cerca. Y abrí. Era mi hermano mayor, Andrés, acompañado de su mujer, que resultó ser la Galga. Me recibió tomándome por las solapas de mi chaqueta y lanzándome contra la pared del hall.

– ¿A qué vienes ahora, malnacido?

Me temblaban las piernas, pero pude sostenerme de pie apoyándome en la consola de imitación isabelina.

– He venido a ver a mamá Y a todos vosotros, claro. Me parecía que era el momento.

Andrés me cortó en seco.

– Tú vienes a la sopa boba. Con esa pinta de muerto de hambre no puedes venir a otra cosa.

Al oír la voz acudió mi madre, muy excitada.

– Andresito, por favor… ¿Quieres matarme? ¿Quieres amargar la vuelta de tu hermano?

– Está bien, mamá –contestó Andrés.

– ¡Venga! –dijo mi madre con autoridad–. Todos en acción, menos el hijo pródigo, que ha vuelto flaco y desmejorado de comer malamente por esos mundos de Dios. Quiero que la cena sea una fiesta en su honor.

Y comenzó a repartir tareas como una metralleta.

– Tú, Anita, te encargas de poner el mantel y la cristalería. Tú, Juan, dispones los platos y los cubiertos. Tú, Teo, colocas los plátanos y las manzanas y las naranjas en un frutero grande. Tú, Andresito, te colocas a mi lado de pinche, pero sin rechistar, ¿eh? Y tu mujer puede decorar la mesa con algunas cosas que encuentre en el trinchante.

Cada uno inició su cometido sin el menor entusiasmo. Yo ayudaba a estirar el mantel, a alinear las copas, a colocar los cubiertos en paralelo, a mejorar todo lo que mis hermanos hacían de mala gana.

Desde la cocina llegaba un intenso olor a pollo de corral, guisado al estilo de mi madre.

tarina. – Esto ya está, niños -dijo con voz aparentemente can-

Ya en la mesa, mi madre se dispuso a inicial el ritual de todas las comidas familiares.

Pero esta vez con un añadido inevitable.

– Bendice, Señor, estos alimentos. Y danos misericordia en la vuelta del hijo pródigo.

Mi hermano Andrés dio cuatro palmadas con las manos huecas, al tiempo que decía en tono de sorna “plas, plas, plas, plas”.

Mi madre le lanzó una mirada amenazante. Y Andrés bajó la cabeza, rumiando una especie de risa boba.

– Todos a cenar –ordenó mi madre.

Y cada uno tomó su cuchillo y su tenedor con la mente ocupada en cualquier cosa menos en la cena. Yo pensaba si había merecido la pena volver a una casa que abandoné porque el ambiente se me hacía irrespirable. Nada había cambiado, según pude ver. Anita parecía aún más idiota que cuando era pequeña. Teo seguía siendo una especie de zombi que solo duerme y calla. Juan destilaba violencia hasta cuando permanecía en silencio. Y Andrés mantenía intacta su imagen de histrión, siempre inoportuno en sus intervenciones.

Cuando volví a la realidad de la mesa me enteré de que mi madre hablaba sin parar, enhebrando una cosa con otra para llenar el vacío. Nadie la escuchaba. Andrés metía mano descaradamente a la Galga por debajo de la mesa. Anita mantenía el tenedor en el aire, con un trozo de pollo trinchado, mientras con la otra mano apretaba su amadísimo iPhone para que su dedo pulgar siguiera despiojando frenéticamente la cabeza del mono. Teo devoraba el pollo con las manos, grasientas hasta el punto de goteo. Y Juan mascullaba palabras inconexas con los dientes apretados hasta rechinar. Eran insultos. ¿Qué otra cosa podía emitir Juan en una cena de familia?

Nuevamente acudió a mi garganta un vómito de sangre. No pude excusarme para ir al baño. Me levanté torpemente y salí

al pasillo. Cuando volví, mi madre seguía hablando. Nadie la escuchaba. Todos seguían haciendo exactamente lo mismo.

Después de los postres mi madre se dirigió a la cocina y volvió con una botella de champagne Moët & Chandon. La abrió con pericia y gritó “¡Alegría!” cuando el corcho rebotó en el techo y la espuma comenzó a salir profusamente. Mi madre recorrió la mesa y fue vertiendo el champagne en cada copa con delicadeza. Luego volvió a la presidencia, levantó su copa y dijo con solemnidad:

– Brindemos por la vuelta de vuestro hermano.

Nadie brindó. Solo Andrés y la Galga se mojaron los labios entre risas claramente obscenas.

Yo pedí permiso para retirarme a mi cuarto.

– Gracias por todo. Y disculpadme. Debéis entender que estoy cansado. Buenas noches.

Solo mi madre contestó.

Nada más retirarme escuché ruido de sillas. Y al poco, mi madre gritó una advertencia autoritaria a todos mis hermanos.

– Que nadie cierre la puerta con cerrojo. Debe quedar solo con el resbalón. ¿Me habéis oído?

Yo fui el primero en oírlo y el único en entenderlo.

No me desnudé. Mi cuarto estaba tal como lo dejé hace quince años. Debajo de la ventana seguía mi mesa de estudiante. Abrí el cajón derecho y estaba todo en orden. Un block, dos bolígrafos, un lapicero, una pluma estilográfica y un tintero. Los bolígrafos no escribían. Y la pluma debía estar atorada. Saqué un folio doblado de mi pantalón y me puse a escribir con un lapicero en el margen izquierdo del reverso. El anverso contenía un poema que había escrito unos días antes.

Era sábado. Y el reloj de cuco daba las dos de la madrugada cuando abrí el resbalón de la puerta. La casa estaba con todas las luces apagadas. Solo la tos compulsiva de uno de mis hermanos, vomitando en el baño, venía a decir que todavía quedaban señales de vida.

Salí a la calle y sentí un frío intenso. Aún era otoño, pero faltaban pocos días para que saltara el solsticio de invierno. Las aceras estaban alfombradas de hojas muertas y una niebla densa convertía a las avenidas en perlas de luces multicolor. Caminé en busca de la nada hasta que encontré un banco de piedra. Estaba exhausto y me sentía morir. Algo terrible me devoraba por dentro con la ferocidad de un monstruo mitológico. Un primer vómito me nubló la vista. Y un segundo vómito me desplomó definitivamente.

Cuando llegó el juez a levantar el cadáver era media mañana. La niebla había dejado una bruma difusa. El juez registró los bolsillos y no encontró ningún documento que acreditara la identidad del muerto. Solo llevaba una hoja de cuaderno excesivamente doblada. La fue abriendo hasta que

la desplegó. Contenía un escrito a lápiz con algunas tachaduras. Después de leerlo varias veces pudo determinar que se trataba de un soneto. Volvió a leerlo, marcando los endecasílabos. Y acabó declamándolo en voz alta ante tres sanitarios y media docena de policías. Al final inclinó la cabeza. El papel emitía un dramático sonido entre las manos temblonas del juez.

Así decía el soneto:

OTOÑO

Moriré en el otoño; un día de estos que nacen con la bruma traspasada y viven su declive hacia la nada y mueren, como yo, para los restos.

En el alféizar llorarán los tiestos con lágrimas de pozo. La alborada enterrará a la luna, ya llorada, y el sol saldrá con los botines puestos.

Cuando ya no esté yo, dará la vida cuatro vueltas completas a la noria: primavera, verano, otoño, invierno.

Los sometidos mostrarán su brida. Los criminales contarán la historia. Los tontos arderán en el infierno.

Al dar la vuelta a la hoja, el juez observó un recuadro en el margen izquierdo del papel. Dentro del recuadro había un texto escrito a lápiz con letra muy pequeña. Era la declaración de autoría de un asesinato múltiple.

– Anoche envenené a toda mi familia y ahora estarán todos tan muertos como yo –decía la nota.

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