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Relato ganador: La mujer de la rebeca beige
LA MUJER DE LA REBECA BEIGE
José Fernando Cuenca
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Fernando deambula con las manos en los bolsillos por las frías calles del barrio, esperando que avance el reloj, aguardando a que el luminoso de la farmacia de guardia le indique que es poco probable que nadie le moleste si se decide a poner fin al día. Un último vistazo calle arriba y calle abajo le confirma que las aceras, brillantes por la humedad de la fina llovizna, están vacías de pisadas. La luz mortecina de las anticuadas farolas rebota en la capa acuosa. Un gato, negro como la noche, cruza raudo la calle.
Abre la puerta. Observa su imagen reflejada en el cristal. Nadie diría que mañana cumple cuarenta años. Definitivamente tiene que afeitarse y cortarse el pelo en el que cada vez hay más canas. Después de todo, como siempre, en
esto también su madre tenía razón, nunca le ha sentado bien la barba. Aunque las numerosas conquistas realizadas durante los dos años que estuvo matriculado en la universidad, podrían parecer desmentirlo.
Se acomoda lo mejor que puede y se arropa intentando que sus pies no queden al descubierto. El frío se cuela por las rendijas que el cristal no es capaz de sellar por completo.
Un grupo ruidoso de borrachos se acerca por la acera con su característico alboroto, lo que provoca que Fernando se encoja buscando la protección de la oscuridad. Pero hoy tiene suerte y el grupo prosigue su marcha en busca de algún garito en el que saciar su infinita sed. Una copa más.
Pero qué le van a decir a él sobre el alcohol. Terminó con sus efímeros estudios, con su relación con Beatriz, lo mejor que ha tenido en su vida, con su aburrido y estúpido trabajo en la compañía de seguros. Ya solo le falta arrancarle lo que le queda de vida. Y no cree que tarde mucho en conseguirlo.
Fuera arrecia la lluvia. Vuelve la paz. Un día menos.
Aunque camina deprisa bajo los balcones de los edificios buscando refugio, no puede evitar ponerse como una sopa. Sus menudos pasos se suceden uno tras otro chapoteando sobre las aceras encharcadas. La capucha sobre la cabeza empapada. Tiritando dentro de la rebeca de lana beige. En
su cara de rasgos pequeños destacan como unos faros sus grandes ojos marrones. Del color de la Coca-Cola, le decía su amigo Juan.
Carmen pega el rostro al cristal en busca de cobijo. La luz de la farola penetra en la estancia desvelando su disponibilidad.
Empuja la puerta. Cuando se acostumbra a la semioscuridad descubre una zona escondida a la que no llega la luz de la calle. Allí podrá dormir alejada del ruido, del frío, del miedo.
En el momento en el que traspasa la inmaterial raya que separa la luz y las tinieblas, su pie tropieza con un obstáculo que provoca su terror.
– ¿Quién coño es? –grita una voz pastosa, bronca, rota.
Por toda respuesta Carmen se aleja hasta la puerta temiendo que el propietario de la voz le agreda. Pero el hombre, después de ver que se trata de una joven que parece un perro apaleado, se rasca la barba, se vuelve refunfuñando, arropándose, calándose el sombrero hasta que oculta sus ojos.
Después de esperar unos minutos sin saber muy bien qué hacer, se desprende de la rebeca y se sienta en un rincón, tiritando de frío, con los brazos rodeando sus rodillas.
Apenas alcanza la treintena, pero su mirada ya ha cumplido sobradamente los cincuenta. Ella, a la que tildaban de burguesa sus compañeros de universidad, terminó en la calle. La profundidad de la mirada de Antonio, su bella
sonrisa, la alejaron de los libros y la llevaron poco a poco, sin darse cuenta, hasta el paraíso de la cocaína. Pese a todo fue feliz mientras la dejó vivir a su lado. Hasta que la cambió por otra chica. No lo culpa, Antonio es así. Aunque prometió a sus padres retomar los estudios, la cocaína fue más fuerte que ella. Siempre fue más fuerte que ella.
Cuando sus padres vencidos por la droga se cansaron de pagar, y solo obtener a cambio desplantes, insultos, reproches, tuvo que buscar dinero por su cuenta. Y ya se sabe cómo lo encuentran la mayoría de las mujeres jóvenes enganchadas. Hasta que la cocaína la expulsó de hacer la calle y la obligó a vivir en la calle. Cuando su indumentaria se fue deteriorando, cuando su rostro envejeció años en semanas, su amigo Santiago, sí, hasta su amigo Santiago, la abandonó, le negó un plato de comida caliente en el pequeño bar del que vive. Desde entonces no sabe cómo logra sobrevivir. Comedores sociales, mendicidad, algún que otro cliente, cada vez menos.
Carmen hunde la cabeza entre las rodillas y llora en silencio. Sus lágrimas resbalan hasta unirse al agua de la lluvia. Solo espera que pronto alguna noche se prolongue eternamente.
Un ruido en la puerta la hace levantar el rostro. Dos jóvenes, seguramente estudiantes, dudan si entrar o no. Finalmente el más alto retira la mano del pomo. Seguramente conocen otro cajero cercano en el que quizá no haya nadie.
– ¡Mejor! –piensa Carmen–. ¡Que se vayan a la mierda! Cuando los ojos y el cielo se vacían y se secan, el cansancio
logra que su frágil cuerpo descanse un par de horas. Poco a poco la calle se llena de coches que bajan la calle siseando sobre el asfalto mojado. La ciudad despierta.
Son menos de las siete de la mañana cuando Fernando despierta. Aún con los ojos cerrados, con el sombrero procurándole una oscuridad extra, espera que la ciudad lo llame. Un incipiente bostezo se asoma a sus labios cuando recuerda que una mujer entró anoche en su cubículo. Una timidez que no sabe cómo sigue con él le obliga a controlarse.
Se da la vuelta en silencio. La mujer está tendida en posición fetal pegada a uno de los rincones. Un pequeño charco se ha formado junto a su menudo cuerpo. De vez en cuando tiene escalofríos que la hacen temblar. Sus brazos cruzados abrazan sus hombros desnudos.
Aunque las arrugas adornan sus ojos, la piel tersa en sus mejillas le dice que aún es joven. La boca es pequeña, igual que la nariz un poco respingona, las cejas finas, largas, la cara redonda. Solo los ojos permanecen ocultos a su estudio. Viste una camiseta de tirantas y unos pantalones que parecen tener más años que ella. La rebeca beige yace empapada a un paso.
Los coches pasan con más frecuencia. Hora de levantarse. Procurando no hacer ruido se levanta y recoge la manta agujereada.
Tiene la mano sobre el pomo de la puerta cuando decide volverse. Con un cuidado que casi le avergüenza extiende la manta descolorida sobre el menudo cuerpo, desde el cuello hasta los pies. Echa un último vistazo. Todavía guarda algo de humanidad.
Está a punto de irse cuando sus párpados se abren como dos abanicos enormes que le muestran sus ojos del color de la…, no, del color de los cubatas, piensa con sorna. Solo es capaz de hacer un leve gesto, como si pidiera disculpas, como si se despidiera, como si le indicara que le regala la manta, quizá su propiedad más preciada. La suspicacia, la incomprensión, quizá algo de miedo, es lo que descubre en su mirada.
Luego, definitivamente, sale a la calle. Un día más en el que procurarse comida y unas monedas para comprar un litro de vino. Don Simón, reserva del 2016, su preferido.
Fernando está sentado en uno de los escalones del comercio que está cerrado desde hace años y que sirve de club social a él mismo y a varios de sus amigos.
Son las once de la mañana y su desayuno, como casi siempre, ha consistido en casi un litro de vino. Bernardo tenía unas monedas y han esperado a que el Mercadona abra sus puertas. Poco después, atraídos por el inconfundible olor del alcohol, acuden otros compañeros. Ahora son cinco. Cinco borrachos que cantan una rumba con voz aguardentosa
mientras tocan las palmas y Bernardo, a punto de caerse varias veces, baila torpemente. Las risotadas se mezclan con la letra de la rumba que habla de un condenado que cumple pena en un penal, claro, por haber matado por celos. Fernando con el sombrero mugriento echado hacia atrás, canta con los ojos cerrados, con la mano volando sobre su cabeza.
Los viandantes cruzan temerosos al otro lado de la calle. Una mujer se acerca sin cambiar de acera. Va vestida con unos vaqueros desgastados, con una rebeca de lana beige. En sus ojos el brillo de la coca. Se detiene a un par de pasos del cuadro. Fernando abre los ojos al percibir que sus compañeros han dejado de tocar las palmas, que Bernardo ya no baila.
– Gracias –le dice la mujer mientras le ofrece una manta agujereada, mugrienta, con una voz cansada.
Fernando no responde. Solo es capaz de extender el brazo derecho, el que volaba artísticamente un momento antes.
Las carcajadas y las bromas soeces de sus amigos le sacan del estupor.
– Chochito nuevo en el barrio.
– La tienes en el bote, cabrón.
– ¿Qué haces por las noches, colega?
Aunque pronto Fernando les acompaña en las bromas y en las carcajadas, en su interior no es capaz de expulsar la
vergüenza que ha sentido al ser sorprendido borracho por la joven del cajero.
Con la resaca medianamente superada y el cielo rojo tornándose violeta, Fernando decide ir hasta el comedor social San Juan de Dios. Desde que hace casi un mes se vio involucrado en una pelea no había vuelto a ir. Pero hoy sus pies, quizá su corazón, lo dirigen hacia el centro asistencial.
-¿Puedo pasar, hermano?
– Claro, Fernando. ¿Cómo estás? –le pregunta sin reproches.
– Bien –responde al tiempo que entra en el edificio.
Fernando entra en los aseos. Allí coge las tijeras y la cuchilla de un solo uso que le han proporcionado en la entrada.
Antes de comenzar con las tijeras, su mirada encuentra sus profundos ojos negros. Dios mío, a sus cuarenta años ya ha gastado sobradamente más de la mitad de su vida. Y solo vive para coger una borrachera más grande que la de ayer. Numerosas fibras grises se mezclan con los cabellos negros como el azabache de la barba rizada.
La cuchilla culmina la tarea de las tijeras. Ahora sí parece
que tiene cuarenta años. Un poco envejecido, pero podría pasar por tener solo unos pocos más.
Bajo el agua, en la ducha, se restriega con fuerza, casi con odio. Parece querer arrancar la piel, no solo la suciedad. Con los ojos cerrados, con la cabeza levantada, el agua golpea con fuerza su cara. Sus fuertes manos estiran hacia atrás los cabellos ondulados. Y allí permanece unos minutos preguntándose cuántos años le quedan hasta que le reviente el hígado.
– ¿Te quedas a cenar, Fernando?
Está a punto de rechazar la oferta, pero finalmente acepta con un gesto casi imperceptible. Sopa y jamón york. Pan y agua.
Con el cuchillo abre un bollo de pan e introduce el york en su interior. Luego al bolsillo. Está prohibido llevarse comida, pero los hermanos suelen hacer la vista gorda en estos casos. Un cigarrillo al salir.
Ahora Fernando permanece sentado en un banco de la plaza. Allí se mezclan hombres y mujeres de clase media que esperan para entrar en los restaurantes o bares, maridos que esperan la salida de sus mujeres del centro sanitario cercano, ancianos que pasean perros, grupos de jóvenes que se dirigen a los bares de tapas que hay en el barrio y, por último, algún que otro mendigo que espera aburrido la llegada de la hora de dormir.
Finalmente decide levantarse del banco e irse a dormir al banco. Antes de abrir la puerta del cajero no puede evitar echar un último vistazo acera arriba y acera abajo. Defraudado descubre que nadie se acerca hacia donde se encuentra.
Dubitativo se envuelve en la manta, se cala el sombrero y se sienta sobre el suelo en uno de los rincones. No puede evitar que los nervios le atenacen. A sus cuarenta años, y con los tiros que lleva dados, no entiende cómo el corazón se le acelera por pensar que de un momento a otro puede asomar el rostro de la mujer que anoche durmió a unos metros de él, y que hoy, en plena juerga flamenca, le devolvió la manta con la que la había arropado.
Quizá sea el tiempo que ha pasado desde la última vez que estuvo con una mujer lo que le provoca el desasosiego que siente. Pero con la facha que suele tener, casi sin amigos y sin un duro en el bolsillo, pese a su varonil belleza, piensa riéndose de sí mismo, no es fácil conquistar el corazón de una mujer. Aunque sea tan solo por unos minutos.
De pronto, al abrirse la puerta, el corazón bombea la sangre con fuerza hacia el cuello.
Dos jóvenes se detienen en cuanto se dan cuenta de que el cajero está ocupado.
– Pasen. Yo salgo enseguida -se oye a sí mismo Fernando, con una urbanidad que creía olvidada.
Los dos jóvenes, tras un momento de duda, deciden dejar salir al vagabundo y entrar a sacar dinero. Después de todo,
dos jóvenes de veintitantos años no tendrían que temer nada de un mendigo que debe haber entrado en la cincuentena.
Mientras uno de los jóvenes manipula el cajero, el otro mira hacia fuera vigilando sin ningún pudor a Fernando. Este no hace ningún caso a lo que acontece en su dormitorio, su mirada está fija en la parte superior de la calle. Allí una mujer camina en su dirección. Como un niño anhela que los jóvenes terminen de sacar dinero y poder esconderse en la habitación, y esperar en ella si la mujer que se acerca es la que espera.
– Adiós, ¡borracho! –se despide uno de los jóvenes, coreado por las risotadas del otro.
En cualquier otra noche Fernando habría saltado con una retahíla de improperios que harían sonrojar a la madame del prostíbulo más barato de la ciudad, pero hoy no se siente con ganas.
Y la noche transcurre lenta, triste, solitaria.
Con los ojos enrojecidos, los huesos hechos fosfatina y con el ánimo peor que los huesos, Fernando abandona su lujoso dormitorio, situado en una de las mejores zonas de la ciudad. Ni siquiera la mujer de la rebeca beige está dispuesta a perder su tiempo con él. Solo Bernardo y los demás le esperan. Y Don Simón. Simón para los amigos.
Hace tiempo, quizá años, que Fernando no tenía una resaca tan bestial. Incluso tuvo una discusión tan violenta, que casi terminan echando mano a las navajas. Todo por el último sorbo del cartón. Ahora solo abandona los escalones que comunican dos calles, para acercarse a la fuente que parece un antiguo abrevadero y que está adosada a la pared, apenas a un par de metros de la escalera. Por experiencia sabe que ni aunque se bebiera una piscina calmaría la sed.
Ya son casi las dos de la mañana y el frío ha congelado el agua derramada. No se ve un alma ni en la calle ni en la plaza, pero todavía no tiene ninguna gana de recogerse. La barba crece de nuevo. Se cala el sombrero y con el estómago ardiendo y a punto de volverse como un calcetín, decide bajar la calle en busca de un difícil sueño. Los pasos cortos, arrastrados, las manos en los bolsillos del abrigo, la barbilla apoyada sobre el pecho para impedir que el frío llegue hasta él.
La última esperanza se desvanece cuando comprueba que el cajero está desierto. Quizá le hayan dicho a la mujer que no le gustan las compañías nocturnas. El que no se consuela es porque no quiere.
La puerta se abre con su habitual giro silencioso. Busca el rincón en penumbra. Se recuesta sobre el cartón, se envuelve en la manta, se cala el sombrero y pega desacostumbradamente la espalda a la pared, buscando con la mirada la tenue luz de la calle.
La noche avanza. Las estrellas giran en su danza eterna. ¿Qué será de Beatriz? La última vez que la vio iba acompañada
de un niño de unos diez años. Estúpidamente creyó que el pequeño se parecía a él. Beatriz se hizo la despistada, como si no lo hubiera reconocido, más bien como si fuera transparente, hecho del mejor cristal veneciano. No está resentido con ella, todo lo contrario, le agradece que no lo hubiera saludado, que no le hubiera hecho ningún gesto de reconocimiento.
Por fin, pese al fuego que le quema el estómago, el sueño puede con Fernando, y con el bello rostro de Beatriz instalado en su mente, termina por dormirse.
Un ligerísimo soplo de aire lo alerta. La puerta se abre. Un bulto oscuro sobre dos piernas enfundadas de azul entra en sus posesiones. El corazón le da un vuelco. Se trata sin duda de la mujer de anteanoche. Se queda mirando el rincón en el que se hace el dormido.
– ¿Puedo dormir contigo?
– Sí –responde nervioso después de unos segundos de duda.
– Gracias.
Y sin más preámbulo se envuelve en su propia manta y se recuesta en su propio rincón.
Las silenciosas respiraciones indican que a ambos les cuesta dormirse, que no están acostumbrados a compartir dormitorio. Pero el cansancio termina por vencerlos y
poco antes de un nuevo alba, las respiraciones se hacen acompasadas, lentas, apacibles.
Aunque la mañana siguiente, al despertarse Fernando, la extraña mujer ya se había ido, una noche tras otra, sin faltar ninguna, ambos acudieron a su cita nocturna. Lo que al principio era incomodidad, tensión, se fue convirtiendo poco a poco en relajación, confianza. Incluso algunas veces llegaron a oírse risas en la urna de cristal.
A medida que la familiaridad aumentaba, convirtiéndose casi en amistad, las conversaciones se hacían más distendidas, más sinceras. Llegaron a pensar en dejar el alcohol, la coca, en volver a una vida normal. Planificaban cómo encontrar un trabajo, cómo retomar los estudios, cómo volver a comunicarse con sus padres. Pero pasar de las palabras a los hechos no es lo más fácil. Ella no le preguntaba cómo pasaba los días. Él no intentaba averiguar de dónde sacaba el dinero para la coca.
Noche a noche la distancia entre los dos rincones se fue cerrando, las dos mantas se transformaron en doble manta. Las miradas se acercaron, las manos se acariciaron.
Aunque Fernando evitó intentar llegar a mayores, cada noche, cuando Carmen, que así se llama, quedaba dormida, le retiraba el flequillo de la frente y le acariciaba el rostro aún bello. Parecían ser inmunes al deseo. La falta de cariño
era tan grande que temían romper la frágil amistad con el sexo.
Hoy, como cada noche, después de conversar durante un buen rato, Fernando permanece despierto detrás del cuerpo de Carmen, con la mano derecha sobre la cadera de su amiga. La profunda respiración de Carmen es la música más bonita que recuerda. Se da cuenta de que él mismo también se está quedando dormido. Feliz.
Mañana tienen cita en el centro social. Quizá un trabajo. Y un futuro. Ropa nueva, limpia. Una vivienda digna. Quizá hijos. Aún están a tiempo de vivir lo que les quede de vida.
Un estampido le saca de su feliz sueño. La puerta golpea con fuerza brutal a la pared interior del cajero. Desorientado, con el corazón latiendo frenético, Fernando se ha incorporado y está sentado en el suelo, con el sombrero bailando junto a sus pies.
Cinco hombres. Diez botas negras. Cinco correas de cuero. Cinco hebillas de hierro.
Miles de gritos. Toneladas de odio estúpido.
Fernando se tira sobre el cuerpo tembloroso de Carmen, pero una bestial patada lo lanza contra la pared.
Insultos cobardes que se mezclan con los golpes, con la sangre, con el dolor, con el terror.
Dos ovillos temblorosos, silenciosos. Cuatro brazos doloridos que protegen dos cabezas.
Dos últimas patadas como despedida brutal. Cinco saludos nazis.
Gemidos masculinos. Silencio femenino.
Fernando se arrastra lentamente hasta el rincón en el que inconsciente, desmadejada, con los brazos abiertos, con las piernas en una postura imposible, Carmen mira el techo sin verlo. Una caricia. Una lágrima de impotencia.
Aterrado Fernando gatea hasta la puerta y sale a la acera.
– Socorro – gime, apenas susurrando. Sigue arrastrándose hasta la calzada. Deslumbrado por unos faros ve como un coche lo esquiva cobardemente y prosigue con su marcha calle abajo.
Sin fuerzas se tumba boca arriba. Las estrellas continúan con su camino circular. Más brillantes que nunca. Más indiferentes que nunca.
Finalmente una ambulancia se detiene junto a su cuerpo. Alguien que no se ha atrevido a socorrerlo al menos ha llamado a urgencias. Todo un detalle.
Después de señalar el cercano cajero, Fernando pierde el conocimiento.
No tardan en dar el alta hospitalaria a Fernando, y a media mañana sale del centro médico. Nada grave, solo chapa y pintura.
No le han dejado ver a Carmen. Al parecer se encuentra en la U.V.I. entre la vida y la muerte. Así que se encamina hacia el tranco en el que pasa la mayoría del día en compañía de sus amigos. Le hace falta un buen trago del mejor vino.
Sin embargo, a medida que desciende la calle acercándose a su destino, recuerda la cita que tenían en el centro social, y aunque la tentación de aprovechar el ataque para no acudir es fuerte, finalmente se decanta por ir a la entrevista. Se lo debe a Carmen.
Junto a un numeroso grupo de familiares, Fernando espera en el pasillo a que sean las siete en punto. A esa hora sale una enfermera y pide a los familiares que solo entre uno por paciente. No sabe qué puede delatarlo, pero por alguna razón que desconoce, los demás familiares se alejan de él dejándolo aislado. Debe tener grabada en la frente la palabra mendigo.
– Por favor, solo un familiar por paciente.
Oculto en el grupo, Fernando penetra en la amplia estancia. Se rezaga a propósito para descubrir si alguien se dirige hacia la cama en la que yace Carmen. Pero no, los visitantes se abren en abanico llegando hasta los diferentes cristales que protegen
las camas ocupadas. Solo dos pacientes, Carmen una de ellos, permanecen solos.
Fernando alcanza el cristal. Carmen parece dormida. Su respiración es apacible. Su cara ha salido indemne del ataque. El sencillo camisón blanco de paciente hospitalario es el mejor vestido que ha tenido en muchos años. Sus delgados brazos desnudos, sus tobillos sinuosos, su fino cuello, todo le parece desconocido.
Fernando sabe que Carmen estaría orgullosa de que su amigo haya obtenido esta mañana un trabajo. ¡Jardinero del ayuntamiento! Sonrió cuando le preguntaron si sabría cuidar de los jardines municipales. A él, que desde los cuatro o cinco años ayudó a su padre en el campo. Para él podar y limpiar los jardincitos que adornan las calles será un juego de niños. Dentro de un par de semanas, al final del mes, le pagarán media paga. Será el primer dinero que gane desde hace más de diez años. Pero por ahora no podrá gastarlo con Carmen. Ahora espera que si Carmen logra vencer a la muerte le regale compartir sus vidas.
Un pequeño golpe en el hombro lo saca de sus pensamientos.
– ¿Es usted familiar de la paciente?
– Un buen amigo.
– ¿Cómo se llama?
– Fernando.
– Me refiero a la paciente.
– Carmen. – ¿Y los apellidos?
– No los conozco. ¿Cómo está, doctor?
– Tiene un fuerte traumatismo en el cráneo. Los demás órganos no han sufrido. Solo una costilla fracturada. La evolución en los próximos días será fundamental para saber si se puede recuperar sin daños cerebrales. ¿Conoce usted a su familia?
– No, creo que no es de por aquí, quizá de Castilla -le informa Fernando al recordar su acento.
– Gracias. Ahora debe irse. Si se producen cambios le informaremos mañana. ¿Puede darnos un número de teléfono?
– No tengo, lo siento -responde algo avergonzado.
– Bien, no importa, no se preocupe.
Cada tarde, tras aguardar unos minutos en el pasillo, a las siete en punto, Fernando entra en la U.V.I. Allí permanece los cinco minutos que les permiten a los familiares acompañar en la distancia a sus seres queridos. Luego vuelve al pequeño
apartamento en el que vive desde hace unos días. El teléfono móvil reina en el centro de la mesa del comedor. Fernando pasa horas adorándolo, esperando que le llamen desde el hospital para decirle que Carmen ha despertado, que está bien, que ha preguntado por él. Pero los días pasan y la situación no cambia. Los doctores le dicen que cada vez es menos probable que Carmen despierte de su sueño eterno.
Fernando permanece impasible observando a su amiga. Los cinco minutos se agotan. Intuye que en unos segundos la enfermera ordenará despejar la sala. Una última mirada al rostro apacible de Carmen. ¿Apacible? Hoy no tiene nada de apacible. Un gesto apenas perceptible, los finos labios algo fruncidos, unas mínimas arrugas en los ojos, un temblor de sus delicadas manos.
– ¡Doctor! ¡Enfermera! -grita excitado Fernando.
De inmediato se produce un revuelo en la sala. Un médico y una enfermera entran enseguida en la pequeña estancia acristalada en la que reposa Carmen desde hace casi un mes.
– Abandone la sala, por favor –le ordena otra enfermera.
Mirando hacia atrás, Fernando se marcha de la unidad de cuidados intensivos.
– ¿Me informarán? -pregunta al tiempo que se cierra de golpe la puerta.
Después de dudar un momento, Fernando se sienta en uno
de los bancos adosados a la pared. Decide permanecer allí hasta que alguien le informe de la evolución de Carmen.
Los minutos se suceden uno tras otro. Las ocho, las nueve. Las diez. Las enfermeras que salen del turno de tarde le dicen que pronto será informado.
Finalmente, cerca de las dos de la madrugada, un joven médico habla con él. Carmen se ha despertado débil, pero con todas sus facultades mentales intactas. Sin una transición que la lleve desde la inconsciencia a la realidad. Le prometen que mañana, si todo marcha como esperan, podrá ver a Carmen y le recomiendan que vaya a casa a descansar. Sin embargo, nada le reclama. Mañana es sábado y no tiene que acudir al trabajo.
Las tres, las cuatro, las cinco… El estómago le reclama su dosis diaria, pero a estas horas nada hay abierto. Así que la fiera tendrá que aguantar un par de horas.
Las siete. Un bocadillo. Las ocho. Un nuevo cambio de turno. La luz fantasmal del invierno se filtra por las ventanas. El cansancio hace mella en su cerebro. Medio adormilado su mente vuela hacia destinos insospechados. Pasea al atardecer con Carmen por los parques que él mismo cuida por las mañanas. Sonríen felices entre bromas. Incluso un pequeño… Una cabezada le despierta abruptamente. Mira su reloj. Las once. Una enfermera avisa a los familiares que pueden entrar en la sala.
Cuando va a pasar las piernas le tiemblan. ¿Le recordará Carmen? ¿Seguirá queriéndole? ¡Dios mío! Pero si jamás se han dicho que se quieren.
Fernando camina el último del grupo de familiares. Cuando está a punto de alcanzar la habitación de Carmen, un doctor le detiene. Tras pedirle que procure no alterar a la convaleciente y que esté con ella solo un par de minutos, le dan una bata, unos pantuflos y una mascarilla. Ridículamente ataviado camina los pocos pasos que lo separan de Carmen.
Parecía dormida, pero en cuanto abre la puerta de cristal, los bellos ojos de Carmen, del color de la Coca-Cola, se abren de par en par. La luz inunda la pequeña habitación. Una sonrisa de complicidad despeja todas las dudas.
– Hola Carmen, ¿cómo te encuentras?
– Bien, creo que bien -contesta débilmente.
Después de intercambiar frases anodinas, finalmente Fernando se decide:
– Carmen.
– Dime, Fernando.
– ¿Quieres dormir conmigo? –le pregunta con la voz ronca y la garganta comprimida por la emoción.
– Claro, tonto, claro. No hay nada que desee más.
Y sin decir nada más, Fernando se aleja con la imagen de la mujer de la rebeca beige en sus pupilas.