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Segundo accésit: Un nombre en voz alta

UN NOMBRE EN VOZ ALTA

Nélida Leal

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1

Por aquel entonces le llamaban el Tortas. Antes había sido el Mechas, por su afición a las cerillas y a las pequeñas fogatas y, mucho antes de eso, el Merengue, porque era tan rubio, tan incongruentemente blanco en aquel paraje de rostros tostados o simplemente sucios, tan inconsistente, que se pasaba la vida curándose de algún golpe o alguna caída, en aquella época aún fortuita, aún debidas a su lamentable estructura y su no menos lamentable torpeza. Ahora, a los dieciséis años, enjuto, pálido y enfermizo, solo podía ser el Tortas, el pringao que se las llevaba todas, las propias y las ajenas, como un involuntario recaudador de golpes que no pudiera evitar encontrarse siempre en el lugar y momento equivocados.

Estaba tan hecho a aquella forma de vida que ni siquiera llegaba a imaginar que pudiera existir otra. Ya ni recordaba

bien si alguna vez había sido otra persona, un ser humano normal, si había existido para él la oportunidad de convertirse en uno de esos miembros privilegiados que vivían al otro lado de las alambradas que circunscribían su mundo con la misma precisión y eficacia que un puesto fronterizo. En todo caso, de haber existido, ya no existía. Aquí, él era y seguiría siendo el Tortas, como su hermano era el Hierro porque su puño caía a ídem sobre los desgraciados que le importunasen, o como su madre, único elemento en común con aquel hermano robusto y pendenciero, era la Flaca y, en su pasado de menos flaca, la Candela, por su afán imperioso de calentar a cuanto macho se le acercase. En todo caso, así eran las cosas. Al menos allí. Allí, uno se fusionaba con su alias y, a menos que las circunstancias se lo cambiaran, se moría con él. Su propia voluntad no intervenía en el proceso. El Tortas estaba convencido de que ese era ya su destino definitivo y que moriría siendo el receptor de palizas oficial del barrio, hasta que una especialmente dura lo llevara a él y a su escuálida osamenta a ese otro barrio donde nada importaría.

Una mañana de miércoles, sin embargo, el Tortas despertó con una erección bajo los pantalones y una certeza ineludible bajo la grasienta cabellera. Había dejado de ser el Tortas para siempre. No sabía muy bien ni cómo ni por qué pero aquello se había acabado. Él no era nadie, no tenía una mierda y lo único que podía perder era aquella pétrea dureza bajo los tejanos, pero estaba decidido: el Tortas se había acabado por y para siempre.

Lo juró con solemnidad por aquella madre compartida con un desconocido que, por poco que valiera, era lo único

medianamente sagrado que podía considerarse suyo en aquel mundo de pesadilla. Luego se dio la vuelta, aliviado como nunca antes en su vida, y se durmió.

El Tortas había muerto.

2

El despertador sonó con aquel bucólico piar de pajarillos que Alicia aborrecía. Lo había comprado Marcos, y lo que Marcos traía a su vida, inclusive él mismo y su peculiar personalidad cambiante, no admitía réplica. Era el precio de compartir vida, dormitorio y despertador con un hombre que la subyugaba hasta un extremo tal que a veces creía de veras que, si él se iba, ella se olvidaría de respirar y acabaría exánime y arrepentida sobre la alfombra, como él le advertía con acento sombrío las numerosas ocasiones en que se veía “obligado” a corregirla. Ya no había vuelta atrás, y Alicia era experta en ignorar lo irremediable, porque también era muy consciente de que la hazaña de haber escapado viva de aquel futuro blindado y penoso que tan cierto le parecía cuando era niña, era toda la buena suerte que le podía llegar a corresponderle en la vida.

Lo que no le gustara de esta era más fácil ignorarlo, bien maquillándose con más esmero cuando a Marcos se le escapaba la mano, bien apagando el despertador antes de que el bucólico piar se convirtiera en un enloquecedor escándalo de trinos que nadie, ni siquiera el mismo que lo había traído a casa, podía soportar. Después, Alicia respiraba hondo, con-

templaba unos segundos, con una mezcla infame de duda, miedo y asco, al bulto que roncaba junto a ella y, finalmente, como si no supiera si había otra alternativa, y, de haberla, si ella podía alcanzarla, se levantaba. Un nuevo día por delante, y aún era lo bastante joven y lo bastante agradecida como para no valorar que, después de todo, había triunfado. Nadie hubiera podido esperar una vida así para ella…antes.

Marcos era una penitencia soportable con tal de que le permitiese a ella seguir creyendo que había conseguido lo que siempre había parecido una utopía. Marcos y sus inquietas manos, sus cambios de humor, sus dolorosas maneras de hacerla entrar en razón las escasas ocasiones en que ella no acataba con la celeridad deseable.

Alicia cerró con delicadeza la puerta del dormitorio y, como siempre, olvidó.

3

El tipo era nuevo en el barrio. Lo notó hasta Doña Gertrudis, que tenía más de ochenta años, y se desplazaba a la velocidad de un caracol milenario y hacía aproximadamente dos meses que no recordaba siquiera que había perdido las gafas de repuesto. Aun así, aquel tipo no era como los habituales habitantes del barrio que se dedicaban a mendigar. Para empezar, estaba aseado, con la barba rasurada y, el pelo, de una infrecuente y hermosa tonalidad de oro viejo, peinado pulcramente hacia atrás. A Doña Gertrudis ya no le alcanzaba

la memoria, pero era la primera vez que un hombre que no hedía a sudor, alcohol o simplemente suciedad, se detenía a pedir limosna, y, si ella hubiera sido capaz de tal alarde, hubiera recordado que nunca nadie antes se había atrevido a pedir en la puerta del supermercado. La razón era simple pero contundente: el supermercado disponía de un vigilante especial de más de dos metros de altura y similar envergadura, dueño de unos notables efectos disuasorios en aquellos que hubiesen iniciado siquiera el intento, sin que el hecho de estar impedido de uno de sus fabulosos brazos como jamones disminuyera un ápice sus habilidades… Que se supiera, en realidad, nunca había tenido necesidad de utilizar ninguno, y eso era algo que incluso Doña Gertrudis retenía en su hueca cabeza, habida cuenta de que ni siquiera ella, con todo el peso de sus años y de su evidente naturaleza inofensiva, era capaz de sustraerse del poder intimidatorio de aquella mole desfigurada y siempre irascible, vestida de gris, que se paseaba como un siniestro cancerbero entre las estanterías.

Lo que los años no habían conseguido desprender de Doña Gertrudis era una insaciable curiosidad. Al llegar a la altura del nuevo y pulcro mendigo, la anciana se detuvo a dos centímetros exactos del joven y, sin soltar el asa de su carrito, dirigió una inquisitiva mirada al objeto de su franco interés, con insolente fijeza.

– ¿Qué le ha dado al vigilante para que le permita quedarse, muchacho? –preguntó al fin, sin que pasara por su imaginación que aquel mismo muchacho, aunque afeitado, limpio y, ahora que estaba lo suficientemente cerca, perfumado, podía ser sin ninguna dificultad un psicópata de refi-

nadas y poco previsibles costumbres homicidas. Aunque no lo fuera.

– Es un viejo amigo, señora –le respondió el interpelado, sonriendo con una dentadura que, si bien estaba en peores condiciones que el resto de su propietario, aún podía considerarse perfecta en el mundo del que, supuestamente, procedía–. Y ya sabe: los viejos amigos -añadió, con acento intimidante- nos hacemos favores.

Había cierta cualidad siniestra en la certeza que emanaba de aquellas inocentes palabras. Doña Gertrudis se dio perfecta cuenta de ello en el acerado resplandor azul que emitieron los ojos del desconocido, y, una vez satisfecha su curiosidad y prudentemente aplacado su instinto de saber más, la anciana asintió con presteza y se apresuró, dentro de sus escasas posibilidades, en hacer la compra. Ni siquiera respondió.

El joven siguió sonriendo mucho después de verla entrar.

4

Era un desgraciado. Le pasaban (de tanto en tanto) cosas buenas, o quizá sería más preciso decir que normales, pero seguía siendo un desgraciado. Nunca había tenido suerte. Desde la ramera que le había parido, hasta el modo en que se le llenaban de mierda las pocas cosas agradables que le ocurrían: su vida era una cadena de desastres en la que cada vez que pa-

recía que iba a sonreírle la suerte, algo, o alguien, se encargaba rápidamente de que no fuera así.

Y había sido así desde el principio, porque el principio había sido un desastre total y absoluto, a pesar de que, podía admitirlo, a su manera había sabido sacar provecho de la escoria a la que él debía llamar vida. Ver la primera luz en aquel inframundo, sin padre conocido (con docena de renuentes candidatos, a cuál más penoso, que podían serlo), con una caterva de hermanos menores que, si no se morían directamente, acababan desapareciendo de todos modos, y obligado a defenderse y a hacerse entender a golpes, lo único que lo había salvado a él mismo del final definitivo había sido que, desde pequeño, a despecho de llevarse a la boca lo poco y malo que aquella madre con vocación de puta recordaba darle de cuando en cuando, su mera presencia era capaz de congelar el aire por donde pasaba.

No tenía ni idea de dónde procedía su fuerza y su corpulencia, pero sí la rabia que convertía aquellas características en una combinación letal. La rabia era suya, nacía en su pecho, probablemente se gestó en el mismo líquido amniótico mezclado con alcohol donde tuvo la desgracia de anidar. Era un alma torturada que solo encontraba la paz en la sangre ajena derramada a su alrededor: únicamente a golpes lograba calmar el odio y el rencor que lo consumía, el insoportable murmullo que le taladraba las sienes diciéndole una y otra vez que eso era todo a lo que podía aspirar, que nunca habría nada más, que había nacido en una cloaca infecta llena de ratas como él, y que lo único que lo distinguía era el terror que despertaba, el siniestro poder de su puño de hierro, su

absoluta falta de escrúpulo o prudencia cuando se dejaba llevar y eliminaba al desgraciado de turno que osaba molestarle. Antes de cumplir los doce años, ya había labrado a sangre y fuego el único mensaje que interesaba en aquel infierno donde malvivía: era mejor mantenerse alejado de él. Ni siquiera su madre, un espectro consumido por los vicios, la lujuria y el alcohol de garrafa, ni el único hermano al que reconocía como propio, se libraban de su estela de destrucción. Si iba a morirse en aquel podrido averno donde había venido a penar, lo haría a su manera: solo y consiguiendo a dentelladas lo que necesitaba, que no era ni mucho ni poco pero en cualquier caso no pensaba pedirlo sino a golpes y por la fuerza. Solo el saberse invencible y temido consolaba levemente su desmedido sentimiento de impotencia como víctima de una injusticia divina, y aplacaba la rabia persistente por haber nacido en el único rincón del mundo sin escapatoria. La soledad escogida era la última respuesta que le quedaba, y ¡ay de aquel que pretendiera perturbarla! Fuera quien fuera, llevaría las de perder, incluido aquel único y enclenque hermano que, como suprema ironía del destino, era un alfeñique al que no solo golpeaba él, sino todos.

Y sin embargo, para emponzoñar su único logro en la vida, había sido precisamente su hermano el que lo había sacado de allí. Del infierno.

Claro que, antes de hacerlo, ya le había hecho pagar un precio.

5

Alicia regresó de su trabajo justo a tiempo de ver a Marcos salir para el suyo: el de emborracharse sistemáticamente cada noche en la tasca de la esquina. Por descontado, ni un solo reproche escapó de su boca cuando se cruzaron en el rellano; ella no era ninguna inconsciente y Marcos, en cambio, sí que lo era. A Alicia no le apetecía tener que preparar la cena con dos pedazos de gasa embutidos en la nariz, con el labio partido o con un ojo morado. Podía perder otra vez el trabajo si por la mañana no era capaz de levantarse de la cama, y eso era algo que no se podían permitir. No, gracias.

Por tanto, el cruce de miradas en la escalera, la de ella agotada, la de él amenazante, se convertiría en otra de las menudencias (así las llamaba Marcos las pocas veces que reparaba siquiera en que, quizá, no era un acompañante de libro) que tendría que echar al saco de los “no importa”, a la caja de “lo otro era peor”, o bajo la alfombra de “al menos conseguí salir de allí”, y Alicia había adquirido una destreza difícilmente superable en cualquiera de los tres métodos. Que Marcos se emborrachara prácticamente todas las noches desde hacía tres meses no era de lo peor que ella era capaz de soportar, ni mucho menos. No todas esas noches le quedaban fuerzas para, como él decía, “encargarse de ella”, mientras que cuando estaba sobrio, y por tanto con un humor de perros, casi siempre abundaba en fuerzas y, sobre todo, en razones, para meter en cintura a su desobediente mujercita. Además, de momento todavía recibían su subsidio de desempleo y ella conservaba su trabajo de fregona en el banco.

Cuando no se espera nada, todo se soporta. ¿Tenía en realidad motivos para quejarse?

6

El día no había estado mal del todo. No podía darse un festín, evidentemente, pero tenía bastante para un bocadillo, una bolsa de patatas, algo de beber y, si con tres cigarrillos aguantaba bien hasta la noche, una cama en el albergue. Bostezó. Tras él, las luces del supermercado, ya tenues, empezaban a apagarse del todo. Si se quedaba allí, volvería a verlo, y volver a verlo era una alternativa poco tentadora.

– Nada tentadora -susurró.

Le resultaba curioso escuchar su propia voz. No hablaba apenas, normalmente, y en las últimas veinticuatro horas había llegado a pulverizar su escueto récord. Primero, estreno lamentable, la charla con aquel monstruoso corpachón grasiento y agresivo del que dependía, siquiera de forma temporal, su supervivencia. Después, inesperadamente, aquella vieja entrometida preguntándole necedades, y que, al salir del supermercado, le había depositado, a regañadientes, como si no pudiera evitarlo, una moneda sobre su callosa mano. Ahora, él mismo había abierto la boca para decirse una obviedad.

Estaba cambiando. ¿Estaba cambiando? Quizá había llegado el momento de cambiar. Otra vez.

En realidad, pensó mientras encendía el primer cigarrillo, ya había vuelto a hacerlo, estaba inmerso en una segunda metamorfosis de sí mismo. El encontrarse allí, delante de un supermercado de tercera en un barrio de cuarta, no era sino la prueba de que, de nuevo, había variado el rumbo. No se sentía intimidado, ni siquiera ansioso, por saber qué le deparaba el destino. Después de todo, si había logrado sobrevivir la primera vez… Nada podría llegar a ser tan espantoso como entonces. Nunca había tomado una decisión más arriesgada, prácticamente suicida, que aquella que a los dieciséis años lo había transformado en lo más parecido a un kamikaze que se conocía por aquellos lares.

Pero había sobrevivido. Había mejorado. Había salido de allí.

Y se había sentido, incluso, lo bastante redimido como para ayudar a salir a alguien. Alguien a quien, en justicia, lo único que le debía, coincidente con lo único que merecía, era, ciertamente, dejarle en el mismo sitio donde se lo había encontrado.

La puerta se abrió y apareció el protagonista de sus pensamientos. Su expresión, que en aquel rostro árido, deformado, nunca había sido agradable, estaba teñida ahora del mismo desprecio que, imaginaba, transmitía la suya, pero ambos habían sido criados en un mundo donde lo que importaba no era lo que uno pensaba o sentía, sino lo que hacía. Habían aprendido demasiado jóvenes a pasar por alto lo que no podían cambiar, y no podía negarse una evidencia que, ahora, los hermanaba de una forma que ni su parentesco a medias había logrado antes: habían salido del infierno, y no pensaban volver costara lo que costara.

Lo que cada uno pensara del otro era lo de menos.

7

El único aspecto donde Alicia no lograba ver las cosas con la misma templanza con la que había aprendido a soportar todas las miserias vividas con Marcos, era aquel desgraciado peaje, aparentemente obligatorio en cualquier vida que, dentro o fuera del infierno donde había nacido, le correspondiera. Peaje que había pagado, pagaba y seguiría pagando porque era una mujer, porque era joven y porque era hermosa. Y aquella descripción, en cualquier mundo que ella conociera, siempre significaba lo mismo. Nunca se había acostumbrado, no desde aquel suceso que había marcado lo peor y lo mejor de su vida a la vez.

Y nunca iba a acostumbrarse. Era lo único en lo que su férrea voluntad, su disciplinado autocontrol, se revelaban inútiles: a pesar de que sabía que si lograba dominar la repugnancia, el espanto y los recuerdos, seguramente nada volvería a perturbar su alma, era incapaz de combatir el viscoso terror que la recorría cada vez que percibía una mirada lasciva, goteante de deseo, y se sabía de antemano vencida.

Siempre había sido terrible, y, con Marcos, el único hombre con quien, bien o mal, había intentado tener una relación, ni siquiera había llegado a ser pasable. A pesar de que ella, al principio de su envenenada historia, había estado dispuesta a todo por él y todavía se sentía lo bastante ilusionada como

para poner amor por los dos, cada vez que él la sostenía con aquella urgencia sofocante, preludio inequívoco de lo que vendría después, Alicia se envaraba automáticamente y, si Marcos hubiera sido el hombre sensible o perceptivo que jamás llegaría a ser, no habría podido dejar de notar que Alicia jamás hacía el amor, jamás se abandonaba en brazos de nadie. Intentando no estar ahí aun cuando todo su cuerpo sufriera lo contrario, Alicia se anulaba hasta llegar a desprenderse de sí misma, de su cuerpo vapuleado, hasta no percibir que aquellos empujones lujuriosos, aquellas embestidas cada vez más apresuradas y, por suerte, breves, se perpetraban contra ella. Solo sentía que renacía en su interior la esperanza de haber salido indemne, una vez más, cuando escuchaba a Marcos resoplar, satisfecho, y tumbarse a su lado para recuperarse del esfuerzo. Solo entonces pensaba que ella sería más fuerte, que ella resistiría.

Pero ahora que, estremecida, trataba de recuperar la calma, encerrada en el baño mientras él dormía, Alicia intuía que algún día no podría resistirlo, que algún día sería tan fuerte su rencor que se tragarían a aquella Alicia contenida y prudente que ella se había inventado para continuar viva, y se convertiría en un monstruo, como él. Algún día le cobraría a Marcos todo lo que él de por sí le debía pero también lo que no había logrado cobrarle a otro, algo que el propio Marcos había despreciado. Nunca se había mostrado comprensivo, solidario, apenas interesado por aquel trauma que ella, una vez, había empezado a confesarle.

“A todas os parece que os están violando cuando solo os estamos dando lo que pedís a gritos” había sido su único y

cruel comentario al respecto, sin dejarse influir por el llanto descontrolado de la mujer arrodillada en el suelo, y que ahora lo miraba, petrificada de horror.

Alicia, más tarde, una vez deshechas las maletas que había preparado a escondidas, y de nuevo resignada a fingir que no tenía nada que reprochar, había llegado a una trágica pero quizá consoladora conclusión: tal vez su triste existencia de esclava le resultara algún día llevadera, pues, después de todo, si había logrado perdonarle esa afrenta a Marcos, era evidente que estaba preparada para llegar a perdonarle todo.

Sin embargo, y aun contra sí misma, una parte de ella sabía que no había salido ilesa, completamente ilesa, de nada: sí, había logrado llegar a creer que su vida, antes de aquel día nefasto de sus quince años, ni siquiera había existido, lograba también, con mayor o menor esfuerzo, no ver siquiera todo lo que, en esta nueva vida, le recordaba con miserable claridad la antigua, y, disciplinada hasta el fin, había llegado a convencerse de que, si seguía empeñada en creer que la vida era esto y no estaba tan mal, algún día llegaría a hacerlo de veras.

Pero con aquello no lograba engañarse como con todo lo demás. Su implacable determinación se deshacía apenas trataba de invocarla. Aquello no podía ser olvidado, ni ignorado, ni disfrazado. Era lo que era y no podía dejar de serlo: un sórdido pedazo de su vida que le había arrebatado, en veinte espeluznantes minutos, toda su fe pasada, presente y futura. Y la fe se desmenuzaba en tantas, tantas cosas… En la inocencia que dejó ensangrentada sobre el barro aquel terrible día, en la breve, brevísima esperanza

de amar a algún hombre sin saber que al mismo tiempo una parte de ella no podría dejar de odiarlo, o en la posibilidad, algún lejano mañana, de darle cariño a un hijo varón sin creer llegar a ver en él, a veces, la huella maldita de su género. Esa era la peor consecuencia de su crónico sufrimiento, saber que quizá no podría siquiera eludir su consolidado prejuicio aun cuando fuera proyectado en la más indefensa de las criaturas, un hijo suyo; creer, temer, que por ser un hombre, y por mucho que ella se empeñase en guiarle por otro camino, una ponzoñosa herencia misteriosa y congénita en su condición de varón podría llevarle a ser un hombre como aquel que le había infligido un daño que dolía igual que el primer día. Un dolor que, mucho después, de nuevo otro hombre se creía legitimado a humillar, como si ella no tuviera ni derecho a sentirse ultrajada.

Un hombre. Los hombres. Malditos y amados seres. ¿Cuál era la definición correcta?

¿Acaso ella no estaba destinada más que a tratar con la peor clase de ellos?

Y, sin embargo, como una muestra más de la espiral de contradicciones en la que se consumía, había sido, también un hombre, el ángel que la había salvado.

8

Los dos hombres se miraron. A pesar de la desigual complexión física, de los ojos claros del más joven y aquella som-

bra negra, inerte, del único ojo que le quedaba al otro, a pesar del opuesto color de los cabellos y de la distinta forma de mantenerse allí, parados, frente a frente, existía entre ellos, ahora que ambos se miraban al fin como iguales, un hálito del parentesco que los unía, aunque nadie hubiera podido adivinarlo. Solo una mujer habría podido, y esa mujer no estaba allí para constatar que, a pesar de todo, dos de sus hijos ostentaban lo único que ella les había transmitido de sí misma, un don inesperado y especialmente valioso en el mundo del que procedían, el que le había hecho sobrevivir a ella y conseguido, a su vez, que ambos también lo hicieran: una resistencia fuera de lo común, una dureza irrebatible, una imbatible voluntad de superar cuanto intentara aniquilarlos.

Dos hombres. El Tortas que ya no lo era y el Hierro que ya no podía serlo porque su brazo derecho era un miembro inútil a un costado de su descomunal vientre.

Pero, por lo visto, aquello no había sido un sacrificio suficiente. Ahí estaba aquel maldito cabrón para recordarle que seguían en deuda. – ¿Qué coño quieres ahora? –escupió con una voz bronca y desabrida que junto con su espantosa apariencia hubiera provocado un respingo en el más pintado.

El otro no se inmutó.

– No quiero nada de ti –respondió, con calma.

De alguna forma, el mayor de los dos se contuvo para replicar, al observar que dos o tres empleados más del supermer-

cado salían en aquel momento por la puerta lateral. En cuanto desaparecieron, aquella voz de trueno volvió a resonar en la solitaria avenida. A un observador casual le hubiera parecido que aquel inmenso ogro iba a devorar a su escuchimizado acompañante de un solo bocado, tal era la furia desmedida que brotaba de su garganta, pero el Tortas no era un observador casual, y sabía muy bien qué escondían aquellos bruscos ademanes y los gritos ensordecedores que les acompañaban. Se había llevado muchos golpes de aquel monstruo antes, y el monstruo, antes, jamás había necesitado gritar.

Y es que el monstruo, ahora, tenía miedo. De él.

9

Había vuelto a hacerlo. Dos veces más. Alicia trastabilló en el diminuto cuarto de baño mientras buscaba una toalla: estaba sangrando. Mucho. Se sentía asustada. No, asustada no es la palabra, susurraba su mente implacable: estaba aterrorizada.

No era por la sangre, en realidad. Había habido siempre sangre. Con Marcos la sangre era parte de la rutina doméstica, por así decirlo. Ni siquiera era por los golpes, ni por lo que, lo llamara como quisiera llamarlo, no había sido sino una violación. También había habido golpes antes y, aunque ella no había querido reconocerlo nunca, también violaciones. Pero lo que le estaba ocurriendo ahora, mientras se apoyaba en el lavabo, jadeante, para acceder a la toalla de la ducha, solo le

había ocurrido una única vez, y había tenido que esmerarse mucho más de lo habitual para convencerse de que Marcos no había tenido la culpa.

Ahora ya no era capaz de convencerse de lo mismo. Ni de eso, ni de muchas otras cosas que, súbitamente revividas a medida que el ardiente riachuelo rojo le brotaba entre las piernas, empezaban a resultarle imperdonables. Inaceptables.

Apenas más tolerables que las que había jurado dejar atrás cuando aquel chico delgado y rubio la había arrancado de los brazos de un demonio, hecha un ovillo vociferante, para llevarla al hospital de la ciudad en un desvencijado coche robado.

Nunca había vuelto. En el hospital habían recompuesto sus destrozadas entrañas y, en el intervalo que pasó entre que la tendieran en una camilla, inconsciente, y despertara en una cama, más o menos sana, semanas después, habían pasado muchas cosas. Que se descubriera que aquella joven violada era una menor, fue una de ellas, y que esa menor, huérfana y desamparada, necesitaba protección, había sido otra.

Alicia había probado un mundo nuevo del que prefería salir muerta antes de regresar a aquel donde había nacido. Toda la fuerza que le quedaba, todo el rencor que no pudo cobrarle al monstruo que se había llevado su virginidad y su alma en un solo minuto, toda la rabia concentrada en el único propósito de no volver a pasar por aquello, la había empleado en permanecer en ese lado de las alambradas, donde ella podía llegar a tener una oportunidad. Si no

hubiera conocido a Marcos, de hecho, era posible que la hubiera tenido.

Ni siquiera había podido agradecer al chico rubio el primer gesto de pura bondad que alguien le había brindado en toda su vida. Supo, mucho después, que su salvador había acabado en la cárcel, quizá precisamente por el robo del coche gracias al cual ella seguía viva.

– No es un buen chico, cielo –le había dicho la asistente social, alerta ante el brillo sospechoso que refulgía en los ojos de aquella chica con alma de anciana cada vez que se mencionaba a su improvisado héroe-. Tenía antecedentes; en esa zona es lo normal, pero aun así... Mira, había metido fuego a contenedores, coches viejos, papeleras, ese tipo de cosas, lo habitual. Podría haber salido con suerte del asunto del robo, porque fue una emergencia, sin embargo, poco después… prendió fuego a una persona, cielo. A una persona.

La asistente social le alzó la barbilla, obligándola a mirarla a los ojos.

– A su propio hermano. Quemó a su propio hermano, que casi no sobrevive.

Alicia no replicó. No le quedaban fuerzas y, al parecer, tampoco motivos.

Después había llegado Marcos, y aunque lo que él le ofrecía difícilmente podía considerarse normal, y Alicia sabía que no sentía por él lo que hubiera podido llegar a sentir por aquel

desconocido que, fuese quien fuese en realidad, había querido salvarla y de hecho lo había conseguido, acabó comprendiendo que no tenía derecho a pedir más.

Al menos así había pensado hasta ahora, ahora que otra vez veía morir entre sus piernas a un hijo, el segundo, de aquel hombre que nunca le había dado nada, y ahora le quitaba lo que desconocía incluso haberle dado. ¿Y qué debía hacer ella con este nuevo sufrimiento? ¿Negarlo, apartarlo de sí? ¿Ponerle otro nombre más amable, para que no pareciera la tragedia que realmente era, y seguir con aquella vida inventada, dispuesta a mirar hacia otro lado aun cuando le fuera la vida -o la de sus hijos- en ello?

Alicia cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos. Sintió por dentro un desgarro apenas diferente a aquel que había roto su virginidad unos años atrás. Algo se había quebrado dentro de ella, en su propia alma, y ya nunca podría volver a ser recompuesto. De repente, sin saber cómo, sacudida por una certeza que no quiso evadir, Alicia supo que se le había consumido una paciencia que siempre había creído inagotable.

10

Desde aquella mañana memorable en que el Tortas dejó de ser el Tortas por voluntad propia, se había iniciado un proceso de profunda mutación en aquel flaco ejemplar de varón adolescente, un proceso que no había llegado aún a su fin cuando,

casi cinco años después, el joven se encontraba junto a su hermano en la puerta de un supermercado. Incluso así, aquel muchacho ya no era el que había sido, en muchas y variadas formas, todas ellas velozmente percibidas por el otro hombre, un hombre que, salvo en el exterior, no parecía haber cambiado demasiado: seguía siendo un rastrero malnacido de extraordinarias proporciones, y seguía almacenando un volumen igualmente extraordinario de rencor y agresividad bajo aquellas colosales formas, pero, en realidad, en lo profundo, apenas guardaba cierta similitud con el chico enorme y toscamente atractivo que deambulaba por el barrio con puños ansiosos, y, en su caso, la voluntad no había tenido nada que ver. Hubiera dado lo que fuese por seguir siendo el de antes, el de… allí, donde él había sido el temor del lugar, el peligro del que mantenerse alejado, una leyenda de sangre y muerte que dejaba un reguero de tragedia a su paso. Nada y nadie se le resistía en un mundo donde prácticamente ya se nacía inmunizado de por vida al miedo y al sufrimiento, un mundo donde seres como él, inmorales, bestias, formaban parte del paisaje casi con la misma solidez que el mismo suelo. Y, sin embargo, él se las había arreglado para marcar la diferencia incluso en el terror, para erigirse en el emperador del nivel más bajo del averno. Y ahora no era más que un lisiado amargado y resentido que, a la manera de un grotesco payaso del inframundo, se empleaba para asustar a los niños, para ahuyentar a ladronzuelos de baja estofa, para que a ancianitas con pocos remilgos les temblara el pulso cuando, de modo casual y casi distraído, metían en el enorme bolso negro una latita de comida para gatos.

En eso había acabado convertido, en la bestia del supermercado de la esquina que espantaba a los nenes malos del

barrio. El que había cortado la respiración del más sanguinario espécimen de todos los que le rodeaban en otros tiempos, había acabado siendo un fantoche de feria, un monstruo de circo, un asustabobos.

Y, para colmo, se suponía que debía estar agradecido.

– Solo estaré aquí esta noche –le decía el presunto objeto de su agradecimiento en aquel instante–. Mañana a primera hora me iré.

Estupendo, pensó la mole. Al menos se libraría de seguir viendo la cara impoluta y agraciada del que había convertido la suya en un paraje desolado, quemado, recorrido por cicatrices, el que había permitido que el fuego le desfigurara y le dejara tuerto, el que había consentido que destrozara su brazo legendario en el esfuerzo inútil de salvarse de aquel maldito incendio, provocado, para más escarnio, con el solo fin de que “dejara de atacar a las chicas cada vez que le picaba la maldita entrepierna”.

Notaba cómo todo su ser temblaba implorando una venganza que, después de aquello, no se había atrevido a llevar a cabo. Después de aquello, en realidad, no se había atrevido a nada. Por eso, cuando aquel maldito desgraciado sangre de su sangre le había propuesto -desde la cárcel donde se había labrado una reputación que ni en sueños nadie hubiera imaginado para un tipo al que no hacía tanto llamaban el Tortas- que se marchara a la ciudad porque “sabía de un sitio donde cobran un seguro si contratan a alguien como tú”, no había tenido más remedio que tragarse la bilis

y aceptarlo. Porque ya no era el de antes, su hermano se había encargado sobradamente de ello, y él sabía, también sobradamente, que sería mejor poner tierra de por medio antes de que la leyenda de su nombre acabara enfangada del todo en el barrio que le había visto nacer, antes de que el Hierro, convertido en un paria desfigurado al que ya no le tenían miedo ni las moscas, acabara boca abajo en una zanja, como tardía revancha de los muchos que, al saber de su desgracia, se habían regocijado.

Había conseguido el empleo. Salía muy barato contratar un impedido, y salía aún más barato que toda la seguridad del establecimiento dependiera de un solo trabajador, del hálito siniestro que él llevaba consigo. Allí no tenía amigos, igual que antes, pero había encontrado, si quería verlo así, una especie de sucedáneo aceptable de la vida que tanto añoraba: seguía aterrorizando, aunque fuera a ancianitas y memos.

A veces era posible creer que todavía contaba, que sería capaz de hacerse notar; quizá incluso con el tiempo volvería a sentirse alguien. Si el maldito cabrón que le recordaba constantemente que no tenía motivos para sentirse orgulloso se largaba para siempre, sin duda aún sería más fácil pensar que él no se había visto obligado a recoger las migajas que le ofrecía el mismo que le había destruido, y todo había sido decisión suya.

Solo necesitaba que se fuera.

al fin. – Te diré dónde está la estación de autobuses– replicó,

11

A aquellas tempranas horas de la madrugada, la estación de autobuses parecía un universo paralelo, ajeno a las silenciosas calles solitarias al otro lado de los grandes paneles acristalados. Un hormiguero inconstante de viajeros recorrían en aparente desorden los pasillos, tomaban café aguado en las diminutas mesas de la cafetería, hacía cola en las ventanillas de destinos; había muchos jóvenes que deambulaban medio adormilados de una sala a otra, sentándose en donde les parecía, con sus desastradas mochilas al hombro y ojos alucinados, ellas con la mirada perdida bajo las melenas revueltas y ellos con los labios apretados y las barbas sin afeitar.

El Tortas no pertenecía a ningún grupo. Permanecía solo y quieto en una esquina, desprovisto de equipaje, como un visitante casual, meditando si alguien le amonestaría por fumar. Probablemente sí. Al cabo de medio minuto, encendió un cigarrillo, dio tres caladas rápidas y lo arrojó al suelo con brusquedad. Se estaba convirtiendo en un blando, lo cual no dejaba de resultar sorprendente, ya que llevaba solo unos días fuera de la cárcel y, allí, desde luego, nadie le hubiera descrito como tal. Pero él sabía distinguir, sabía darle a cada uno su lugar. Lo había aprendido hacía ya mucho, a las bravas, y ahora ya no quería ni podría olvidarlo. Estaba convencido de haber hecho la elección correcta, se conformaba con tener la certeza de que había salvado tres vidas al mismo tiempo: primero, la de aquella chica; sin duda, también la de su hermano, aunque

él jamás lo admitiría y, por último, la propia. De él no quedaría hoy nada si hubiera seguido siendo el mismo: una paliza de más, una cuchillada por descuido dirigida a otro pero, como siempre, acabando en él, una raya de coca adulterada para sentirse menos mierda, un ajuste de cuentas por imaginarias ofensas, y todo habría terminado. Había comprendido que a veces había que aceptar que no todos entendían el mismo idioma, y él, que siempre había pensado no servir para nada, ni para dar golpes ni para recibirlos con entereza, ni como bestia ni como víctima, ni como jefe ni como esbirro, había descubierto que, en realidad, solo necesitaba una cosa para sobresalir de aquel infame montón de estiércol, para encontrar su lugar y, de alguna extraña y retorcida manera, ser lo más parecido a una persona que jamás hubiera soñado ser. Él sabía hablar el idioma apropiado en cada caso, y sabía con quién emplear cada uno. Haber estado en la cárcel, haber prendido fuego a su propio hermano, haberse ganado el terror de muchos, el respeto de todos y el afecto de algunos, todo formaba parte del mismo paquete. Él no pretendía contentarlos a todos, se conformaba con seguir adelante sin sentirse, cuanto menos, avergonzado de sí mismo.

Y no pensaba retroceder. Alguien, Dios o lo que fuera, le había enviado una señal. Había visto aquella chica siendo salvajemente violada por el animal del que había aprendido a mantenerse alejado, y por primera vez desde que podía recordar, no había vuelto sobre sus pasos, dispuesto a ignorar lo que estaba viendo y centrarse en poner a salvo su propio pellejo. No era la primera chica, desde luego, pero sí fue la única que despertó en él un instinto desconocido. Ni siquiera le dio tiempo a pensarlo, a elegir una estrategia, a meditar las consecuencias… a huir. Había salvado a la chica del violador,

que medio desnudo y absolutamente estupefacto, no había acertado ni a reaccionar, y había corrido con ella, como si se le llevaran los demonios, hasta donde le pareció que su hermano no podría alcanzarlos. Iba a dejarla allí para que ella regresara a la cloaca de la que, sin duda, siendo miembro de esa parte de la sociedad, procedía, pero entonces ambos repararon en el caudal sanguinolento que bajaba por las piernas desnudas de la chica ensuciando el de por sí lastimoso suelo. El Tortas, perplejo y algo intimidado, la miró: estaba pálida hasta llegar a superar la insólita blancura que él mismo ostentaba, y sus labios, amoratados por alguna clase de frío interno, temblaban sin control. Ella no lo miraba a él. Su expresión era anormal, y sus ojos estaban perdidos, desorientados, suspendidos en una bruma. El chico vaciló, indeciso. Si la violación le había hecho sin duda daño, la carrera a muerte por los descampados y las callejuelas torcidas no habían mejorado en nada su situación. Y no parecía tratarse solo de su cuerpo.

– ¿Puedes andar? –le preguntó, nervioso.

La chica hizo ademán de responder. Se la vio hacer acopio de toda su voluntad en su bravío esfuerzo de corresponder, pero antes de que llegara a formar un sonido lo que brotó de sus labios, se le agotó la adrenalina que la había mantenido consciente y, ante la atónita mirada de su salvador, se desmayó.

El Tortas no recordaba mucho más. Se veía a sí mismo petrificado junto al cuerpo ultrajado y sucio, cubierto de arañazos y prácticamente desnudo de la chica, y después de eso su propio recuerdo se fundía en negro y no sabía más. O, para ser precisos, no había querido saber más.

Sin embargo, había habido mucho más. La tomó en brazos, donde le pareció una muñeca, tal era la cualidad leve de aquel cuello desbocado hacia atrás y un pecho prácticamente inmóvil. Después, la desenfrenada carrera hasta el hospital en el primer coche que se vio capaz de robar, las precipitadas palabras a los médicos que lo miraban como si él mismo hubiera sido el violador, la cabellera rizada de la chica, tendida sobre una camilla, que se hacía más y más pequeña a medida que la llevaban ¿hacia dónde?

Habían intentado retenerle. Lo creían responsable. El Tortas se sabía lo bastante cobarde como para asumir más de lo que le correspondía con tal de que no implicar al verdadero culpable, que lo despedazaría sin miramientos en cuanto volviera a ponerle la vista encima, y decidió que no le alcanzaba el cinismo para tanto sacrificio. Se las arregló sin dificultad -a fin de cuentas, él era ciudadano de su mundo- para escabullirse de cuantos le buscaban, y empleó todo el resto del día en mantenerse oculto a los ojos ardientes de furia de el Hierro. No estaba seguro de poder sobrevivir a lo que su hermano le tuviera reservado, jamás había hecho nada que pudiera merecer la ira de aquel monstruo enloquecido, y eso no le había evitado sus cotidianas palizas. ¿Qué no le haría aquella bestia inmunda, entonces, al alfeñique que le había estropeado la diversión, cometido la temeridad de desafiarle, robarle su capricho y dejarlo allí, ridículamente erecto en mitad de la nada? El Tortas pensó, antes de adormilarse, aterido bajo una raída manta en el callejón donde había buscado refugio, que quizá la única salida digna que le quedaba era arrojarse él mismo a las vías del tren. No estaban lejos. Su “hogar”, por llamarlo de alguna forma, se ubicaba en plenos

suburbios. Y al menos, se dijo mientras caía en un inquieto duermevela, sería una solución rápida. Pero aquella noche había soñado con la chica, con su pelo rizado manchado de tierra, con sus ojos desorbitados por el terror, por el desbordado agradecimiento que aquellos mismos ojos le manifestaron después, un instante antes de intentar hablar para acabar desplomándose frente a él. El Tortas, en los días de su vida, había visto a nadie tomarse la más mínima molestia en dedicarle a él la menor atención, y no tenía nada que ver la presunta deuda que ella había contraído con él. Ella parecía, si tal palabra no sonara incluso descabellada en su vida, una persona legal. Pero en realidad todo eso daba lo mismo; aquella chica, por los motivos que fuera, había sido distinta desde el principio, pues él jamás había estado dispuesto a exponer su cuello por salvar el de nadie e incluso el mero hecho de mantenerla en su pensamiento era un acontecimiento inesperado que no acertaba a explicarse. Sus ojos se cerraron, imbuidos de una paz irrazonable en sus circunstancias. Soñó con ella y con todo aquello que él siempre había creído patrimonio imaginario de las ñoñas películas románticas, y se convenció hasta quedar seguro, al despertar, de que pronto, por su propio bien, lo habría olvidado.

Se había equivocado. Rotundamente, además. No iba a olvidarlo, no podría, y en nada importaba que no encontrara razones. Estaba nervioso, asustado, febril, excitado (el bulto de sus pantalones daba fe de ello), pero también estaba decidido como no recordaba haberlo estado nunca. No volvería a sentir que solo le quedaba la muerte como alternativa por haber tenido la desfachatez de impedir que su hermano casi matara a una pobre chica que, en realidad, si se paraba

a pensarlo, ciertamente podía estar ya muerta. Se acababa ser el blanco de todas las hostias del mundo. Él había hecho bien y, si no tenía otra cosa, le quedaba esa certeza. Ya no podía volver a ser el mismo, incluso aunque se lo propusiera y, ciertamente, no se lo proponía: había logrado sacudirse la cobardía, y retroceder ahora era impensable, sería rendirse. Y la chica resistiría si él también lo hacía. Al menos a eso se aferraría para poder sostenerse a sí mismo cuando flaqueara, lo convertiría en su lema, en su única plegaria, en su estandarte. Ella resistiría porque él había cambiado por ella. Simple y complicado a la vez, pero de una claridad indiscutible. El chico sonrió, confiado. Confiado. Solo notar esa desconocida sensación en el fondo de su alma le hacía sentirse capaz de todo.

El Tortas había dejado de ser el Tortas para siempre. Lo juró por su madre, único elemento que le parecía medianamente sagrado en aquel mundo de pesadilla, y al fin, inundado de una calma que no hubiera creído posible sabiéndose buscado, perseguido, por su hermano, se durmió.

Dos días después, el viernes, prendió fuego a el Hierro cuando este, machete en mano, iba a cobrarse su revancha.

12

Alicia se sentó con lentitud en una silla vacía al final de la sala de espera, sujetando la pequeña maleta sobre su regazo. Sus ojos parecían conejillos asustados atisbando la maleza. Quedaban quince minutos para la salida. Ya había tomado

un primer autobús, y ahora iba a tomar otro. El destino era lo de menos, pero la pequeña ciudad en la que estaba ahora no le servía, no podía servirle, estaba… estaba demasiado cerca. Todavía se sentía débil y un poco aturdida, pero la hemorragia había cesado y ella lo había tomado, o querido tomarlo, más bien como una señal. No tenía ni la menor idea de si eso significaba que ya no estaba embarazada, como habría dado por seguro pocas horas antes, pero en todo caso le daba lo mismo. Ese niño, de existir siquiera, no conocería a su padre, eso era lo único que ella se atrevía a garantizar y aquella determinación, de por sí, ya era toda una hazaña. No iba a perderse en especulaciones, aunque solo fuese por aquel hijo, por aquel posible hijo. Si lo había perdido, tal vez fuera lo mejor, y si no lo perdía, no lo criaría junto a aquel padre indigno de tal título.

Al menos de algo sí estaba segura. Alicia sonrió débilmente y trató de encontrar dentro de sí algo de valor, de decisión. Había estado perdida muchas otras veces en su vida, pero esta era tal vez la primera en la que se suponía que ella misma se lo había buscado. Antes de darse cuenta, había metido una docena de prendas en una maleta, cogido algún dinero y salido a hurtadillas del piso. Sabía que a Marcos le quedaban unas cinco horas de cogorza y confiaba en que para cuando despertara ella estaría muy lejos de allí. Había sido un arrebato insospechado, un acto temerario y probablemente incluso admirable pero, ahora, sentada sola en aquella enorme estación, sin saber adónde ir ni cómo iba a vivir, imaginando las espeluznantes maneras en que Marcos se cobraría su desplante, hasta ese breve arranque de audacia parecía volverse más ilógico a cada segundo, menos y menos necesario… hasta que lo asfixiase el miedo.

Y, además, temía algo aún peor que el castigo que él le daría por su atrevimiento. Que ella pudiera arrepentirse. A veces temía, de hecho, que eso fuera lo único que acabara pasando, el único final posible. Arrepentirse, recordar que ella nunca había servido para nada, resignarse a que él era, por poco que fuese, todo lo que ella podía llegar a conseguir. Entonces tal vez volvería a aprender que cuando una nacía marcada por la fatalidad, no tenía sentido rebelarse. Jamás tendría una vida mejor, eso no era para ella, huir solo significaría cambiar el escenario de una nueva desgracia.

Alicia dejó de enfocar la pequeña maleta mientras luchaba por combatir el tropel de lágrimas que amenazaba con diluir el poco coraje que le quedaba. ¿Regresar? ¿Repetir, día tras día, y paso a paso, su delirante coreografía de infeliz? Agachar la cabeza y esperar, rezar por que Marcos no se enfadara hoy, por que le gustase la comida, cómo estaba planchada la ropa, incluso el orden de los calcetines en el cajón... Implorar cada mañana que, por la noche, estuviera demasiado borracho como para tener ganas de… Y, sobre todo, suplicar que no volviera, al menos eso, a dejarla embarazada, si su esperanza, siempre, había de acabar en el inodoro. Sacudió la cabeza. No. Por favor, no.

Alguien la estaba mirando. Se acercaba a pasos rápidos hacia ella. Alicia parpadeó, bruscamente aterrorizada. No podía ser… Marcos no podía haber descubierto todavía… Y, en realidad, no parecía Marcos ni siquiera de lejos. Marcos era mucho más alto y más fuerte que aquel hombre, que en realidad parecía un muchacho, pero… Y entonces lo vio. Lo vio de verdad. Y echó a correr hacia él.

13

Parecían haberse quedado sin palabras. Aquel abrazo, que ninguno de los dos había sido consciente siquiera de querer dar, las lágrimas de ella, la sonrisa de él tras casi diez minutos en que todas las personas, empleados, viajeros, familiares que iban a despedir o a recibir a alguien, se les habían quedado mirando, con una sonrisa algo burlona pintada en la cara, ahora ni Alicia ni el Tortas eran capaces de hablar.

Pasaron cinco minutos más. Él aferraba aquel cuerpo delgado y tembloroso, olía el pelo cuyo recuerdo le había mantenido en pie cada vez que había caído y pensaba que de alguna manera había debido morir y de alguna otra, aún más irreal, estaba en el cielo, abrazado a un ángel. Porque no podía ser, no podía ser ella, casi cinco años después, en una ciudad a la que había ido por casualidad, en la que ni siquiera iba a quedarse.

Alicia mantenía los ojos cerrados. Tenía la cabeza incrustada en el cuello de él, oliéndolo, inundándose de él, abandonándose sin fisuras a aquella impagable sensación de sentirse plenamente en paz, a salvo. El héroe de su aún reciente adolescencia, el caballero que en un decrépito Seat robado, en lugar de un corcel blanco, la había rescatado de las garras del dragón. Él era el motivo por el que ella había resistido siempre, ahora podía verlo, entenderlo, sentirlo en aquel cuerpo masculino que la aferraba con desespera-

ción, como si le aterrara la posibilidad de que ella se deshiciera en la nada, como si fuera un espejismo, pero aun así cuidándola, apartándola de todo lo que podía hacerle daño. Por él había soportado a Marcos, había creído que eso era todo lo que le daría la vida, había dado por buena aquella existencia gris y sin ilusiones. Porque lo estaba esperando, porque una parte de ella sabía, aunque no fuera consciente, que algún día volvería a verlo, y, entonces, se acabaría para siempre el tener que resistir.

Él, él, él. El chico rubio apenas entrevisto, el que la había arrancado de aquel infierno y le había abierto las puertas del paraíso para desaparecer, sin que ella pudiera siquiera darle las gracias después. Ni siquiera sabía su nombre. Alicia abrió los ojos, se separó apenas y lo miró, recreándose en la evidencia de su realidad. Vio un rostro joven, unos labios curvados de indescriptible felicidad, unos ojos como el mar. Él abrió la boca, pero ella fue más rápida.

– Quiero darte las gracias. Llevo mucho tiempo esperando. Quiero decirte que no me importa lo que hicieras, ni antes ni después, porque tú me salvaste de… de todo.

Él asintió. Volvió a intentar hablar, pero ella de nuevo se le adelantó.

– Me llamo Alicia. ¡Cuántas veces he querido que supieras mi nombre, haber conseguido decirte al menos eso! ¿Y tú? Siempre quise… ¿Cómo te llamas…? –se interrumpió, agitada, temblorosa, otra vez inundada por una timidez insoportable.

El Tortas no respondió de inmediato. Pensó en su vida, en sus dieciséis años siendo, en cronológica sucesión, el Merengue, el Mechas, el Tortas. En la cárcel siempre había sido un número y, para los otros reclusos, amigos o enemigos, simplemente F porque podía llegar a ser tan frío como el hielo cuando era preciso, y tan ardiente como aquel fuego que no vacilaba en provocar para conseguir lo que se proponía. Toda la vida no había sido más que un mote, un alias, un sobrenombre al que responder o ignorar. Sin embargo, algún día debió haber sido alguna otra cosa, algún día su propia madre, la Flaca, cuando había sido la Candela y lo había parido en aquel rincón podrido del mundo, debió elegir un nombre para él. Un nombre que él nunca había utilizado para nada, con el que nunca se había identificado, al que jamás había respondido, tal vez porque prácticamente nadie lo había llamado por él, o tal vez porque intuía que, en la vida que le había tocado vivir, no tenía sentido alguno siquiera recordar que lo tenía. Nunca se le habían dado razones para decirlo en voz alta y él, con el tiempo, había dejado de sentir que pudiera merecer la pena encontrarlas.

Pero sí con Alicia. Si, aparte de una madre, y a pesar de que él ni siquiera había contado con eso, existía alguien en el mundo que podía llamarle a uno, con pleno derecho, por su nombre, por un nombre desnudo que no lo catalogara, no lo limitara, como una etiqueta ponzoñosa, ese alguien era la mujer de la que estaba enamorado.

– Me llamo Miguel –se oyó decir y pensó, por primera vez en toda su existencia, que le gustaba cómo se llamaba-. Miguel Ángel.

PREMIO ÁGUILAS DE RELATO BREVE

I EDICIÓN 2017

Relato ganador:

El árbol desolado. Ana Vega Burgos. Villafranca (Córdoba)

Primer accésit

Cuatro escalones por encima o Dos se miran. Pedro Campos Morales. (Málaga).

Segundo accésit

Las amigas. Carlos Álvarez Parejo. Mérida (Badajoz).

II EDICIÓN 2018

Relato ganador:

El claro de luna. Fernando Ortega Andrés (Valencia).

Primer accésit:

Huele a prisa. Men Marías (Granada).

Segundo accésit:

Besos en el pelo. María Sergia Martín González (Madrid).

III EDICIÓN 2019

Relato ganador:

La mujer de la rebeca beige. José Fernando Cuenca (Granada).

Primer accésit:

La última cena. Pablo José Conejo (Madrid).

Segundo accésit:

Un nombre en voz alta. Nélida Leal (Cádiz).

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