Los silencios - Mario Albasini

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ebook

DANIEL OSCAR VEGA | ARGENTINA KOSOVO

Los silencios MARIO ALBASINI

eder digital



Los silencios

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Versión 1.0 Diseño y edición: Javier Beramendi © 2016, Mario Albasini marioangelalbasini@hotmail.com © 2016, Daniel Oscar Vega de la imagen de tapa Editorial eder Pavón 1923, 7.° 4, Ciudad Autónoma de Buenos Aires editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


Los silencios de mamá

Aquellos personajes de las letras tangueras que tanto la conmovían recordaban arrepentidos a la madre sufriente por sus culpas de juventud. Yo, no. Yo de mamá lo que recuerdo es su mutismo, sus silencios, sus frases descolocadas. Jamás tenían que ver con lo que se estaba diciendo sino que respondían a los razonamientos sincopados que su cabeza maquinaba. Cuando algún gesto, una apertura de labios, algo, anunciaba que iba a soltar una palabra, se hacía un silencio expectante que en ningún caso quedaba satisfecho con lo que 5


luego balbuceaba. Sus oyentes, sorprendidos con el domingo siete con que se había descolgado, no habríamos de conocer jamás el secreto de las elucubraciones que la habían llevado a tal conclusión. Sé que muchos, a la primera impresión, la tomaban por loca. Sucede que mamá era una mujer de una rica vida interior que no todos habrían podido sospechar. Más que hablar (y que escuchar) le gustaba leer, tal vez su refugio para aislarse del mundo. Mamá fue siempre una apasionada de la lectura. Leía todo lo que se ponía a su alcance, ya fueran los volantes de propaganda que echaban por debajo de la puerta o los prospectos de medicamentos vencidos. Pero lo que más le gustaba era la historia. Claro que la historia que le interesaba no era la académica sino la otra, esa llena de color y de vida, que los intelectuales suelen llamar chimentos. Los de Antena o Radiofilm; también los de historia, geo6


grafía, ciencias ocultas. Así, cuando tenía un momento libre, se sumergía en sus colecciones, como ella las llamaba. Libros tenía pocos. Su bibliografía consistía principalmente en recortes de diarios y revistas, retazos ajados de origen incierto, cuadernillos desprendidos de alguna enciclopedia, cartulinas y cuadros sinópticos rescatados vaya uno a saber de qué contenedor de residuos y conservados en desprolijos sobres de papel madera, que con tanto manoseo parecían de tela. En sus fecundas lecturas había conocido que, entre otros, los fenicios enterraban a sus muertos rodeados de objetos de uso cotidiano que podrían necesitar en la otra vida; los egipcios colocaban el sarcófago en una tumba y junto a ella, los bienes personales, como joyas básicas y alimentos, que acompañarían al muerto en el más allá; los incas y los escandinavos, algo parecido. Pero la sabiduría de mamá no era solo erudita: entre la amplitud y vaguedad de 7


sus conocimientos ocupaba un lugar importante la cultura popular. Desde que se despertaba y antes de abandonar la cama encendía la radio, cuya capilla se elevaba sobre la mesa de noche. Lástima que lo que ella consideró el más grande progreso de la ciencia, la radio portátil, que le permitiría darle de comer a las gallinas sin interrumpir la audición y desplazarse a través de las habitaciones con el aparato a cuestas, arribó recién allá por los sesenta. Es que la casa no tenía demasiados tomacorrientes. Entonces, para escuchar desde la cocina o el baño corría la mesita todo lo que diera el cable y luego levantaba el volumen al máximo, a veces a fuerza de golpecitos, como quien tranquiliza al caballo antes de la carrera. Eso cuando no se instalaba en la piecita del fondo. Uno de sus programas imperdibles era el Glostora Tango Club. Gracias a él y a Gardel y Castillo se fortaleció su filosofía 8


tanguera. En su refranero ocupaban lugar principal conclusiones tan sabias como “los amigos se cotizan en las buenas y en las malas”, “el que no llora no mama”, “a la honradez la venden al contado y a la moral la dan por moneditas”, “un tropezón cualquiera da en la vida”, “campaneá que la vida se va”, “no hay mortaja con bolsillos a la hora de partir”… Después que hacía suyo alguno de esos refranes, se lo pasaba canturreando, tarareando la frase entre dientes semanas enteras. Tal vez porque nunca le habían interesado las historias de parientes y vecinos que partían para el otro mundo, tal vez porque nunca le había tocado vestir con su último ropaje los despojos mortales de alguno de sus seres queridos, parece que mamá nunca había reparado antes en lo que decía el tango, que por otra parte ejecutaba con bastante frecuencia la orquesta de D’Arienzo en su programa de las ocho por Radio El Mundo. 9


Cuando murió papá, después que el médico extendió el certificado de defunción y llegó la cochería, se echó en la cama con dos rodajas de papa en las sienes y nos dijo que a continuación se moriría ella, pero por la jaqueca. En la ocasión al difunto ayudaron a prepararlo algunas vecinas comedidas, de las que no faltan, aunque con ellas no teníamos demasiado trato. En ningún momento la vi llorar pero sí enjugarse los ojos con un pañuelito de puntillas. Será por eso que mamá nunca supo qué era una mortaja. Y tal vez por eso le llamó tanto la atención aquel refrán “no hay mortaja con bolsillos”… —Qué cosa —se le oyó murmurar. Difícilmente Ernesto o yo fuéramos a la piecita del fondo, donde ella pasaba las tardes tejiendo, bordando, leyendo, y escuchando la otra radio, una que no tenía forma de capilla sino de cubo, con un ojo verde de cíclope. De modo que, no era 10


novedad, ignorábamos cómo envejecía su tiempo. El asunto es que mamá volvió a la costura, que tenía un tanto olvidada. Nos dimos cuenta porque alguna tarde escuchamos el traqueteo de la Singer. Pensamos que estaba cosiendo el vestido de comunión para su sobrina Antonieta, la hija de tía Euclidia, recién nacida, a quien se lo había prometido en la maternidad con cierta anticipación, en una de sus efusiones sentimentales. Una noche, mientras escuchaba el Tango Club y nos freía los huevos y las papas habituales, seguía refugiada en su mutismo. No contestaba si le dirigíamos la palabra aunque su rostro siempre esbozaba una sonrisa giocondiana, reveladora de que algo o nada estaba pasando por su insondable cerebro. Sin embargo, aquella noche de vez en cuando arrojaba al aire algunas frases entre las que, aguzando el oído, pude rescatar: 11


“Hoy estamos, mañana no estamos”. “Cómo se viene la muerte, tan callando”. “Muere el papa y el que no tiene capa”. “No somos nada”. “Trinquete tranquete”. Al día siguiente entré en la piecita para buscar no sé qué y descubrí (descubrí no es muy exacto, porque ella no lo ocultaba) que el maniquí estaba tapado con una amplia túnica blanca. Esa noche, mientras freía las papas, mantuvimos un verborrágico diálogo, ante la presencia del sorprendido Ernesto, que, como siempre, se mantenía más al margen que yo. —¿Quién se casa? —le pregunté. —¿Por qué? Mamá me miró con esa sonrisita sobradora que ponía cuando no quería responder, como diciéndote “estúpido”. —Vi que estás cosiendo un traje de bodas. —No es un traje de bodas. —¿El vestido de comunión de Antonieta? 12


—Tampoco. —¿Entonces? —Si tanto te preocupa, es mi mortaja. —Cómo se te ocurre, mamá. Cuando mueras, Dios quiera que dentro de muchos años, ya habrá quien se ocupe. —Pero las mortajas no tienen bolsillo y yo quiero que la mía tenga. —¿Te volviste loca? —Todavía falta bastante para terminarla —continuó como si no me hubiera escuchado. —¿Para qué querés una mortaja con bolsillos? No obtuve otra respuesta, mamá reingresó en su mutismo. ¿Por qué? ¿Por qué a mamá se le había ocurrido eso? Quizá temía que en el momento de entrar en el paraíso no tuviera en su bolsillo el infaltable paquete de pastillas de anís con el que habitualmente satisfacía su angustia oral y apestaba el ambiente. O pensaba llevarse consigo 13


el rollito de billetes que cuidadosamente amasaba cada vez que podía rescatar algún sobrante. Tal vez el cintillo, único regalo de valor que papá le había hecho en toda su vida matrimonial. ¿Cuál sería el tesoro que mamá quería llevarse en sus bolsillos al otro mundo? Pocos días después comprobé que la túnica llevaba cosidos en el escote y las bocamangas buena cantidad de puntillas y pegados con alfileres dos bolsillos en la pechera, y dos a ambos lados de la falda. Los bolsillos eran amplios, todo lo amplios que permitía el traje, y en el borde llevaban también un adorno de puntillas, que realzaba su categoría, a mi parecer, de traje de fiesta. Desde entonces aquel sudario resultó mi obsesión: de mañana, de tarde, de noche, cuando no me veía, inspeccionaba la marcha de su confección. Así, a veces la obra parecía paralizada, otras avanzaba lentamente, un bolsillo cosido, luego 14


descosido. Por fin, todo aparentaba que se había dado por terminada la labor. Nunca escuché en ninguna parte los refranes que durante esos días mamá desgranaba como al descuido: “La muerte trae suerte”. “Doña Lola viene sola”. “Si llamás a la muerte, no tardará en responderte”. En efecto, así fue. No lo podíamos creer. Tuvimos que velarla a cajón cerrado porque el tren la destrozó. Los testigos del accidente observaron dispersas a su alrededor, entre las vías y los durmientes, un puñado de perlas y lentejuelas, seguramente destinadas a ponerle punto final a su obra. No fue posible vestirla pero aquella mortaja acompañó sus despojos dentro del ataúd, claro que con los bolsillos vacíos. Cuántas chafalonías, souvenirs, cachivaches, minucias, chirimbolos, pavadas, 15


papelitos, papelotes y papeluchos atesoraba mamá en sus estantes. Llevó meses separar el oro, que era poco, de la paja. Al fondo, debajo de los manteles de la abuela, en el último rincón del armario, encontré un grueso libro con las tapas de nácar; en letras doradas se leía: DIARIO. Seguro que era el mudo interlocutor de mamá. Hubiera sido lo correcto arrojarlo al fuego, para que se llevara definitivamente los secretos de su mutismo. Pero una fuerza superior, un deseo de comprender aunque sea en algo aquella alma, me llevaron a abrirlo. Su lectura daría (tal vez me dará) origen a cientos de otras historias pero el final, como si fuera una novela policial, es lo primero que fui a leer. Y ese final, escrito de puño y letra por ella entre otras consideraciones decía así: “29 de febrero de 1964 … salgo a comprar lo necesario para terminarla. Cuan16


do regrese, escribiré la carta que deberán abrir el día que muera. Lo pensaré detenidamente, así quedará bien clarito lo que tienen que poner en cada bolsillo”.

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Una tarea

Medina no tenía ningún interés en viajar a Entre Ríos. Lo hacía solo por ganarse unos pesos. Lo inquietaba el hecho de tener que entregar el paquete en un pueblo tan infecto como el suyo, de donde había llegado hacía unos meses. —Andá, andá al ministerio, que allí te van a dar un buen laburo —le habían dicho los del partido, recién llegado. La vio no bien traspuso la puerta giratoria. Estaba sentada detrás de un mostrador, como una rubia teñida extraída de un collage de Berni. Los párpados pintados de azul y los labios de rojo fulgurante le 18


daban un aspecto de vieja que quiere rejuvenecerse. Cuando se acercó se dio cuenta de que no era tan vieja, que lo parecía por su flacura. —Estoy citado por el doctor Benetti —mintió. —Segundo piso al fondo —balbuceó ella desinflada. —Hoy no tengo nada, pero quedate tranquilo, vamos a ver qué podemos hacer. Venite el viernes… A la salida la vio de nuevo en el mismo sitio, tomando posesión del mostrador, con la melena amarilla sujeta con un moño rojo. Tuvo la impresión de que estaba menos flaca que cuando había entrado. Volvió la semana siguiente. Los pechos henchidos de la rubia, que había cambiado el moño rojo por uno verde, reposaban sobre el mostrador. —Segundo piso al fondo. No había conocido otra mujer igual. Durante los siete días no había dejado de 19


pensar en ella. Y ahora se alzaba majestuosa, como una estatua, mezcla de arlequín de Picasso y ángel de Soldi. —Andan mal los tiempos, viejo; date una vuelta la semana que viene. Se sentó a descansar en un banco del hall. No necesitaba descansar, solo mirar a la rubia. Tuvo suerte: ella abandonó su puesto y saliendo de su refugio-escudoescondite dio una vuelta por el frente y desapareció tras una puerta que debía ser el office. Magnífica ocasión para verla de atrás y, cuando regresó con su taza de café, de frente y de cuerpo entero. Hubiera pensado que era flaca pero ahora diría “rellenita”. Soñó toda la semana con ella. Muchas veces aparecía como una pepona, con los cachetes redondos y rojos; otras como una Isabel Sarli rubia de pechos descomunales. La vez siguiente que fue al ministerio no lo podía creer: ahora era una gordita 20


con todas las letras; esta vez el pelo rubio lo sujetaba una cinta azul. No supo cómo se encontró en el segundo piso, con el corazón palpitante y un ventilador girándole dentro de la cabeza. El señor Benetti no podía recibirlo, estaba en una reunión importante. No se desilusionó, tenía más tiempo para mirarla. ¿Qué hacer? Tenía que decidirse a hablarle, decirle la conmoción que su belleza le producía. Pero no se atrevió, prefirió dejarlo para la semana siguiente. Se soñó abrazando a la gorda, que cambiaba de forma como un globo. Los sueños se convirtieron en pesadilla y ya no sabía si estaba dormido o despierto. Esta situación no podía continuar, debía tomar una determinación. La puerta se abrió con los latidos de su corazón. Estaba al lado y solo era capaz de escuchar “segundo piso al fondo”. Después del consabido “no tengo nada” regresó al hall. No supo de dónde sacó 21


fuerza para hablarle, tal vez para decirle una declaración de amor, tal vez para tocarle esos pechos a punto de estallar. Recibió por única respuesta una formidable cachetada. La puerta giratoria quedó dando vueltas. Huía confundido, angustiado, herido. Sin saber hacia dónde caminaba. Volvió en sí cuando dos policías, no sin dificultad, lo desprendieron del abrazo con que se aferraba al torso de Botero, en la avenida Libertador. La ofensa era muy fuerte, la confusión grande, para la venganza se necesitaba valor. La semana siguiente entró corriendo hacia el mostrador. La rubia atinó a dar un paso atrás pero antes de que ella pudiera hacer nada, entre otras cosas porque apenas podía controlar su cuerpo esférico, Medina le clavó el tramontina en el ombligo. Ella emitió un pitido y se fue desinflando de a poco, hasta quedar chatita 22


en el piso como uno de los relojes de Dalí. Entonces escapó, corriendo llegó a la estación y trepó al tren cuando ya se ponía en marcha. Tenía que entregar el paquete en esa localidad infecta de Entre Ríos.

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Bienes gananciales Buenos Aires, 9 de octubre de 1970 DESGRACIADO DE MIERDA:

Cuando recibí tu carta, primero la tiré a la basura sin leerla, pero después me dije: le voy a contestar a este hijo de puta para dar por terminado el asunto. Aproveché el día libre porque hoy me adherí a la huelga general de la CGT, aunque todos sabemos que a los militares no hay con qué darles. Pero vayamos a lo nuestro, que la política no viene al caso. Como te decía, me decidí a contestarte y al terminar el borrador quedé contenta: si no, mirá el desahogo que me hubiera perdido. ¿Así que ahora se te da por la poesía? En los piojosos días que pasamos juntos y que gracias a Dios terminaron jamás se te ocurrió decirme algo de los cabellos de seda o los ojos de mar. ¿Ahora me venís 24


con esas? ¿Qué pretendés? Me imagino que no será volver al infierno que vivimos. Porque si es así o te volviste loco de remate o no tenés ni un mugriento colchón donde caerte muerto. ¿Qué bicho te picó? Si, como decís, te querés quedar con el mordisco que me diste en el cuello la primera noche que dormimos juntos, para qué me lo pedís, ya es tuyo. Si querés guardarte (en el recuerdo, claro) el lunar que tengo donde ya sabés, no lo puedo evitar. Pero lo que no me trago es eso de que te pasás las noches en soledad, pensando en mí. Ese verso me habría emocionado cuando tenía quince, ahora es un poco tarde. ¿Todavía te acordás del cabeceo cuando me sacaste a bailar el tango sin conocerme? Si vos no lo mencionabas, se me había perdido en la nebulosa. ¿Y también de la mancha de rimel de tu almohada? De esa sí que me acuerdo: la lavé yo misma con estas manos. Y todos tus calzones 25


también, porque en el tiempo que estuvimos juntos a la final el lavarropas me lo tuve que comprar yo. ¿Y qué es eso de las gotas de lluvia que se enredaron en mi pelo cuando caminábamos por las callejuelas de Londres? Anda, andá a freír papas, que a Londres, si el viaje no te lo pagó otra, conmigo no lo viste ni en fotos. ¿Te acordás que te quedaste sin un centavo para comprar el librito de las ciudades de Europa y yo no te quise dar la guita porque a esa altura ya estaba estufa de que me manguearas? El único Londres que pateamos fue aquella calle de Parque Chas, un domingo que no tenías ni un mango para comprarme un chicle. Te pagué hasta el boleto del bondi. Al principio fui una estúpida. También es una condición de las mujeres tragarse el primer hueso que le tiran, como si una no tuviera los encantos para morfarse un hueso con por lo menos algo de carne, sobre todo cuando está muerta de hambre. 26


Qué le vamos a hacer, somos así. O por lo menos yo soy así. Claro que como no es el primer clásico que corro, al principio quedé embobada pero después empecé a sospechar el engrupe. Suena lindo eso de querer sentir de nuevo el perfume del chalcito que yo usaba el día que me conociste. Si lo querés para ahorcarte y todavía lo tengo en el ropero, no te molestés en venir a buscarlo, quedate tranquilo, yo misma te lo llevo uno de estos días. ¡Ah! En lo del olor tenés razón, ahí sí. ¿Por qué carajo se me ocurrió ponerme la noche de la primera cita ese perfume que reservo para las grandes ocasiones? En una de esas fue por Accavallo. Todo el mundo festejaba que había ganado el título en Japón y con el entusiasmo agarré el frasquito. Pero en realidad no creo que haya sido eso. Lo que pasa (y aquí tengo un poco de culpa) es que a las minas nos gusta ganar, ver a cuántos podemos voltearnos de un saque. 27


No, no, esa vez no fue así. Ya sabés que soy media estúpida. Me gustaste. Al principio me gustaste. Y ¿por qué no?, me dije. En una de esas esta es la ocasión y no la podés dejar pasar. Tenías buena pinta, podías ser un jailaife. Esos bigotes negros, bien recortados, te daban un aire de jeque oriental. Tuve mal ojo, hay que reconocerlo. ¡Ponerme el perfume para vos! Sin embargo ahora que lo volví a usar, ya ves, parece que no me va tan mal. Al de la ingle lo vuelve loco. Todas las noches una gotita, todas las noches una gotita, me está dando un resultado bárbaro. Te confieso que después de nuestros primeros encuentros fui cambiando de opinión; entonces pensé que eras un muchacho al que la vida no le había dado demasiadas oportunidades y soñé que en una de esas la podíamos pelear juntos, formar un hogar como una jermu sueña desde chica y tener hijos. ¡Esto sí que es grande! Después de tanta chantada que 28


escribís parece que algo bueno te quedó: te acordaste de que a los pibes los íbamos a llamar Andrés, como vos, y Carolina, mi nombre verdadero. Y bueno: cuando hay tanta basura junta, siempre va a parar al tacho algo que vale la pena. Me decís que no te podés olvidar de la etapa de nuestros sueños. Mirá que me tocás las fibras más íntimas. Si no hubiera llegado a conocerte, se me estrujaría el cuore, casi te daría otra oportunidad. Qué linda casita nos íbamos a comprar cuando te saliera aquel negocio con la compañía de helados de Helsinki. Era la misma compañía que se ocupaba de destilar el aceite de ballena en el África Anterior. ¡Lo decías con una convicción que casi te doy la seña para el departamento de Cabildo, que vos me ibas a reintegrar cuando se concretaran los asuntos. Menos mal que tan ciega no estuve. Casi casi... pero no. Hace mucho que estoy juntando manguito tras manguito 29


y no iba a mandar al carajo el laburo de toda una vida. Esperá un poco, esperá... me decía una voz. Lo de los helados no se hacía. Se le habrán derretido, pensaba yo. Y un día, un poco en broma, un poco en serio, te lo dije. ¿Te acordás cómo te pusiste? Te hiciste el ofendido y dormimos una semana como con una pared dividiendo la cama. Para mí fue un descanso, no lo niego. Pero la que seguía parando la olla era yo. Vos sabías bien que había guita grande pero nunca te había dicho dónde. Yo, que corrí muchos clásicos aunque no gané ninguno, todavía guardaba la esperancita de que fueras un soñador y de que todo eso a lo que le sentía mal olor se volviera perfumado. Pero no, mirá que no: a la final resultaste un cretino. Tipa que te levantabas, tipa que desplumabas, y después te hacías el estúpido. Por supuesto que no voy a decirte quién me pasó el santo ni quién me lo confirmó, porque, la verdad, 30


la sospecha venía carcomiéndome el alma desde que empecé a llegar temprano y no te encontraba en la catrera. No te lo puedo creer. Me hiciste las mil y una y ahora me salís con eso de reconstruir lo nuestro, de los recuerdos maravillosos de las cosas que vivimos en pareja. Lástima que al final mostrás la hilacha: “si no querés arreglar, entonces repartamos los bienes”. ¿Qué bienes querés repartir? ¡Todavía tenés el coraje de llamarlos bienes gananciales! ¿Por ahí venía la cosa? ¡La parte de los bienes que te corresponde por el tiempo de convivencia! ¿Bienes? Si vos solo aportaste males, los morlacos los puse siempre yo. ¡Todavía tenés atragantado lo del fangote! Mirá que sos empecinado: te seguís devanando los sesos porque no fuiste capaz de descubrir dónde estaba el rollo. Mi buen sacrificio me costó: siempre tuviste lo que pedías pero la guita, hasta ahí nomás. La guita gorda, minga. Sabías que 31


estaba pero ¿dónde? Algo encontrabas en el escote o cuando bajabas la mano hasta el puño de la media. ¿Era para eso que te la pasabas tocando? Te imaginarás que me estoy descostillando de risa. No la iba a tener en esos sitios. Allí estaba el cambio para los gastos diarios, también había algo adentro del colchón. Pero como a vos jamás se te ocurrió hacer la cama... Al final fuiste un boludo: no pudiste descubrir lo gordo. Es que lo tengo bien guardadito. Ni mi vieja sabe. Ni el que te volvió loco de celos cuando me descubriste el rasguño en la ingle. Y a ese sí que no le importa: tiene figuritas de todos los colores y todas las marcas. Ahora el perfume me lo compra él. Todavía no hablamos de papeles pero... Mirá si te lo iba a decir a vos. En fin, cuando estuve segura de que eras un piola, un pelandrún sin remedio, ni siquiera un cafiolo, que como bien de32


cís en tu dulce cartita, te pasabas el día y la noche soñando (durmiendo, bah) o engrupiendo a otras minas para garronear lo que yo te iba escamoteando, ahí decidí tomarme el olivo. Ese día hubo raje doble: a Onganía lo pusieron de patitas en la calle con bombos y platillos y yo me rajé sin hacer ruido. Ya sé lo que vas a decir, no me vengas con eso de la falta de diálogo: a vos yo no tenía por qué explicarte nada. Si te querías quedar, te hubieras quedado… Pero quién iba a gatillar el alquiler. Para qué darle más vueltas al asunto. Aquí no ha pasado nada o ya pasó todo. Quedate con lo que quieras, olvidate de lo que no quieras, y de una vez por todas dejate de joder. Si todavía te parece que tenés algún derecho por el tiempo que me estropeaste la vida, hablale al abogado que me representa; en una de esas podés usar esta carta para demandarme por calumnias e injurias. O quién te dice que te 33


convencés y la tirás, como hice yo en un primer momento. Pero por favor: no me mandés otra porque entonces sí que la tiro sin leer. No te olvidés que nunca estuvimos casados legalmente y que las facturas de todo lo que “hemos adquirido y compartido” están en mi poder y a mi nombre. Aclaráselo al “letrado”. Eso sí, tenelo bien claro, que ante cualquier despelote que se te ocurra, me olvido de los favores que te hice, del de la ingle y del quilombo: convoco a las chicas que me acompañan en la lucha por nuestros derechos, y en menos que canta un gallo entre todas te damos una flor de biaba, te rompemos bien el culo. Perdoname la bronca, ya sabés cómo soy, a veces se me despierta el indio. Y basta de lata, cuelgo para siempre. Que te garúe finito. LA NANCY

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Sobre el autor

Mario Albasini nació en Buenos Aires, casi en la esquina donde confluyen La Paternal, Villa Ortúzar y Agronomía. Alrededor de ese punto, siguió y sigue desarrollando su vida. Tal vez por eso en sus cuentos aparecen escenas del lugar, antes o ahora. Fue docente en unas cuantas escuelas de esos barrios, donde escribió para sus alumnos y también para un cajón de escritorio. Invitado por Aarón Cupit, empezó a publicar literatura infantil y juvenil, sin dejar de ejercer la docencia. Actualmente, ya jubilado, escribe para un público general. Algunos de sus cuentos son «El peteco de doña Tecla», «Títeres a los cuatro vientos», «La corneta con flecos», «La ventana de Sebastián», «Cuentos robados», así como y la novela Diecisiete horas de locura. Participó en tres 35


antolog铆as de personas mayores: Historias rojas, Nuevas historias rojas y Papeles en reuni贸n.

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