El pibe - Brunicelda Cugueró

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DANIEL OSCAR VEGA | JARRA, BOTELLA Y TELA

El pibe BRUNICELDA CUGUERÓ

eder digital



El pibe

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Versión 1.0 Diseño y edición: Javier Beramendi © 2016, Brunicelda Cugueró brunicelda@gmail.com © 2016, Daniel Oscar Vega de la imagen de tapa Editorial eder Pavón 1923, 7.° 4, Ciudad Autónoma de Buenos Aires editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


El pibe

—Che, pibe, andá a comprarme cigarrillos —le gritó el Corcho que estaba en el patio, al reparo del impenetrable follaje de la parra, jugando al truco con Leiva, mientras Tereré hojeaba una revista porno. —Me llamo Brian —dijo el Pibe con voz débil. —Dejate de pavadas. Tendrías que cambiarte ese nombre de travesti que tenés. —Che, ¿éste no será puto? —preguntó Tereré dirigiéndose hacia los otros. El Cacique, como lo llamaban a Leiva, le contestó entre risotadas: 5


—Y, habría que probarlo. —Dale, dale Pibe, andá de una vez a comprarme los cigarrillos ¿O es que no te animás a ir solo? —agregó el Corcho con sarcasmo. Mientras se dirigía a cumplir con el encargo, Brian masticaba la bronca que nunca terminaba de digerir. Hacía más de dos años que trabajaba en el negocio de autopartes que Leiva tenía en el Camino Negro. Empezó barriendo y acomodando mercadería, pero con el tiempo, Leiva lo fue ocupando con alguno que otro encargo. Nada muy complicado. —Llevensé al Pibe de campana —les decía el Cacique a los muchachos cuando iban en busca de autos para abastecerse de mercadería, además de otros trabajitos que acostumbraban realizar. A Brian le encomendaban la tarea más fácil, la que no era apropiada para gente como ellos. Al volver del quiosco, escuchó que Leiva y los otros hablaban de un trabajo. El 6


encargo venía de arriba, había que darle una lección a Ruggero, tipo pesado, que se estaba pasando de la raya, se creía merecedor de una porción más grande del paquete. La idea de Leiva era la de bajar a uno de los hombres de Ruggero como escarmiento. Tereré aportó sus conocimientos. Sabía que Dalmiro, hombre de Ruggero, tenía una mina por La Salada a la que visitaba todos los domingos después de almorzar con su familia. Dalmiro dejaba el coche del lado este de la vía y cruzaba el terraplén a pie en un lugar descampado. Ajustaron los detalles. El trabajo lo tenía que hacer un hombre solo. Leiva resolvió que se encargara el Corcho ese mismo domingo. Dejaría el auto a un par de cuadras, caminaría hasta el lugar en que la calle de tierra choca contra el terraplén. A la derecha, sale un sendero entre la vía y una empalizada de maderas, es el camino 7


que siempre toma Dalmiro. En ese lugar se cumpliría el encargo. Comentaban el trabajo frente a Brian. No tenían ningún reparo en hacerlo y no era porque le tuvieran confianza sino porque lo ignoraban. Brian había notado que cuando él les hablaba, ellos no se preocupaban en mirarlo porque sencillamente no lo veían. Para ellos era tan solo el pibe. Pero ese pibe sentía el desprecio y le dolía como si un animal lo estuviera arañando y lo dejara con las heridas en carne viva. Cuando concluyeron con los arreglos Leiva, al irse, le gritó a Brian desde la puerta: —Pibe, comprá todo para un asado, que mañana a la noche vamos a festejar. Dejalo en la heladera y decile al del mercadito que yo le pago el lunes. Como de costumbre Brian hizo un gesto afirmativo con su cabeza. Para ese sábado, había programado ir a la cancha a ver a Los Andes, y se le estaba haciendo 8


tarde así que, después de elaborar por un rato la idea, decidió dejar las compras para la mañana siguiente. El domingo a eso de las once rumbeó para el mercadito y de allí se fue al negocio del Cacique. Cuando entró en la cocina de la parte trasera del negocio, escuchó un ronquido fuerte, grueso, que venía desde la piecita donde vivía el Corcho. Entró en el pequeño cuarto y el olor a vino le inundó el olfato. Sobre la cama el Corcho dormía profundamente. Brian pensó inmediatamente que en ese estado no iba a poder cumplir con el trabajo que le había encomendado Leiva. Lo zamarreó y en respuesta al sacudón, lo único que consiguió fue un gruñido. Esperó un rato, volvió al mismo tratamiento y tampoco esta vez logró despertarlo. Evidentemente, la borrachera del día anterior había sido descomunal. Se quedó un rato largo sentado junto a la cama del Corcho pensativo. ¿Y si él se 9


ocupaba del trabajo? ¿Qué pasaría? Seguro que el Corcho se enojaría, pero a Leiva le iba a gustar que el encargo se hubiera cumplido y, si el Cacique estaba contento, todos los demás también lo estaban y él pasaría a ser uno de ellos. Seguro que entonces, lo mirarían cuando les hablara. La 38 del Corcho estaba sobre el cajón que hacía de mesa de luz. No tenía nada más que agarrarla. Se la colocó en la cintura debajo de la remera y encima se puso la campera. Conocía muy bien tanto a Dalmiro como el lugar del encuentro. No le quedaba nada más que partir hacia la gloria. Mientras caminaba por la calle que lo llevaría hasta el terraplén, ocupaba su mente en planear, una y otra vez, cómo iba a realizar la tarea. Llegó al lugar establecido y se agazapó detrás de la caseta de un transformador eléctrico que había a la izquierda, al final de la calle. 10


Una mosca revoloteaba a su alrededor silbándole en los oídos y pegoteándose en su piel transpirada bajo el sol del mediodía. Cerró los ojos y por un instante se sumergió en la nebulosa anaranjada. El ruido de una puerta de auto que se cerraba lo volvió a la realidad. Dalmiro caminó por la vereda de enfrente hacia el terraplén. Brian se mantuvo al acecho hasta que el hombre desapareció por el sendero paralelo a la vía y cruzó la calle mirando alrededor. El lugar estaba desierto. En la entrada del camino que Dalmiro transitaba a unos pocos pasos delante de él, sacó el revólver de su cintura, lo agarró fuertemente con las dos manos —recordó que había escuchado que el arma se desvía hacia arriba al disparar— entonces, apuntó a los riñones y disparó tres veces. Las balas impactaron en el centro de la espalda de Dalmiro quién giró quedando de frente a él y comenzó a derrumbarse. 11


Su caída fue lenta, muy lenta, interminable y finalmente se desplomó mirando al cielo. Brian se acercó, los ojos del hombre se clavaron en él, un hilo de sangre asomaba por debajo de los hombros. Pateó el cuerpo con la punta del pie. No se movió pero seguía mirándolo. Volvió a patearlo y sí… había matado al hombre. Corrió. Cruzó el terraplén. Siguió corriendo por entre las vías hasta que sintió que el estómago se le retorcía, su cuerpo se arqueó, cayó de rodillas y vomitó. Un sudor frío lo trajo de vuelta. Cortó unos pastos y con ellos se limpió los pantalones. Se sacó la campera, la dobló y envolvió el revólver en ella. Empezó a caminar hacia su casa guiado por los ojos del muerto, que lo precedían en el camino. No había nadie. Salió al patio, enjuagó la ropa y luego dejó que el agua fría de la bomba corriera por su cuerpo. Se quedó un largo rato debajo del chorro. Estaba cansado, muy cansado. 12


Tirado en la cama se durmió, cuando despertó ya era de noche. Rápidamente se vistió, tomó la pistola y fue para lo del Cacique ansioso de dar prueba de su valor. Un par de cuadras antes de llegar al negocio, observó un movimiento desacostumbrado y al ir acercándose un poco más, divisó las luces titilantes de varios coches policiales. Se le acercó Jorge, el dueño de otro negocio de autopartes vecino, y con voz socarrona le dijo: —¡Vos sí que te salvaste de pedo! —¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó Brian. —Parece que los de tu patrón, hoy al mediodía, se llevaron puesto al Dalmiro, el segundo de Ruggero —contestó Jorge—. Estas cosas se saben rápido y, bueno, los muchachos de Ruggero vinieron a equilibrar el tanteador, pero se les fue la mano, los bajaron a los tres. Al rato nomás, cayó el comisario Balboa con sus hombres, pero vas a ver, no va a pasar nada. Eso sí, mañana en los diarios la policía va a decir 13


que fue un ajuste de cuentas entre pandillas y todo va a quedar ahí nomás. Lo único que se le ocurrió a Brian fue deshacerse del revólver. Tenía que hacerlo desaparecer. En ese mismo instante decidió volver a su casa por el lado del Riachuelo y tirarlo al agua. Seguía concentrado en esos pensamientos cuando Jorge le dijo: —Vos te quedaste sin laburo. Yo ando necesitando alguien que me ayude en el negocio, ¿no querés trabajar conmigo como lo hacías para Leiva? Brian hizo su acostumbrado movimiento afirmativo con la cabeza. Entonces Jorge continuó: —Empezás mañana mismo. Estate a las ocho. Cuando ya se iba, de espaldas y sin mirarlo, le gritó: —Che, pibe, venite un poco más temprano así me cebás unos mates antes de abrir el negocio. 14


Los primos

El lugar es lindo, entre las sierras, con un río ahí nomás, cerca de la casa, pero a mí no me gusta para nada tener que ir a pasar las vacaciones en casa del abuelo Carlos y encima con la familia de mi tío Guillermo. ¡Son unos pesados! El más plomo es mi primo Fito. Cristina es una “caprichosa insoportable” como dice mi papá, se la pasa llorando por todo. Me gusta más quedarme en casa, jugando con mis amigos a la pelota. A mi primo también le gusta mucho más que nosotros no vayamos, pero hacía tiempo que mamá venía diciéndole a papá: “Quiero, aunque 15


sea por una sola vez en mi vida, pasar un verano con mi familia. No es justo que todos los años vayamos a Corrientes a pasarlo con la tuya”. Entonces mi papá me explicó que nosotros dos teníamos que hacer el sacrificio de ir ese verano a casa de los Müller. De entrada nomás nos mandaron a los tres primos al río. Dicen que tenemos que compartir, que nos vemos poco. Fito se fue por ahí a buscar bichos que mete en las cajitas que lleva en los bolsillos del chaleco de pescador. Cristina se sentó en una piedra grande al sol y se puso a leer una de esas pavadas que les gustan a las chicas. Yo me saqué la ropa y me metí a bañarme en el río. Cuando Cristina me vio en calzoncillos, casi se desmaya. Yo me acercaba a donde estaba ella y chapoteaba bien fuerte para mojarla. Gritaba como una loca, pero yo seguía haciéndolo. ¡Me divertía tanto! Cuando me cansé, me tiré al sol, al lado de mi prima para secarme 16


y me quedé medio dormido. De repente, algo caliente y pegajoso me corrió por el pecho, le di un manotón a esa cosa babosa y la tiré al suelo. Era un gusano, grande, asqueroso, de color medio verde y con cuernitos. Cristina empezó a gritar y a llorar mientras yo lo mataba a palazos. Por atrás de la piedra apareció Fito y riéndose empezó a decir: “Pobre gusanito, se habrá caído del árbol”. Yo sé que fue él el que me tiró el gusano, pero me hice el que no entendía y me empecé a vestir como si nada. Cuando llegamos a la casa, Fito se fue al desván, seguro que a descuartizar a los bichos. Yo lo seguí hasta la puerta y él no me dejó entrar. —Acá, vos no entrás, morochito. — Siempre me llama así cuando estamos solos. —¿Por qué no voy a entrar?, si esta es la casa del abuelo y yo también puedo estar en cualquier lado —le contesté medio 17


tartamudeando. Me había puesto nervioso porque le tengo un poco de miedo a Fito. Él es dos años más grande que yo. Ya tiene los trece. —El abuelo me dio permiso a mí y a nadie más. Este es mi lugar. Acá el abuelo tiene papeles muy importantes que trajo de Alemania, que vos no podés ver. En eso llegó mi tía Ana y preguntó qué estaba pasando. Fito, con voz de chupamedias, le dijo: —Es Damián, mamá, que no entiende que yo acá hago mis trabajos de zoología, que necesito estar tranquilo y que las cosas que el abuelo guarda aquí no son para jugar. —Vamos, querido, no seas caprichoso —me dijo la tía—. ¡Sí aquí no hay nada que te pueda interesar! Andá al patio a jugar con la pelota, que es lo que a vos te gusta. Y no molestes a tu primo. Esa noche después de la cena, el abuelo nos dio los regalos del día de Reyes. 18


Como ya éramos grandes, no teníamos que esperar a la mañana siguiente. A Fito le compró unos libros de experimentos y un juego de ajedrez que viene en una valijita y las piezas se meten en un agujero que tiene cada cuadro. Lo llamaron algo así como “de viaje”. Está fenomenal. A Cristina un rompecabezas que necesita que se arme en una mesa de lo grande que es. Está buenísimo. A mí me gustaría tener uno, pero con otro dibujo. El de mi prima tiene una pintura de unas mujeres al lado del río de un pintor muy conocido, dijeron. Yo me pregunto: ¿Habrá alguno con el Loco Gatti en el arco, saltando bien estirado para atajar la pelota con la punta de los dedos cuando está por entrar casi rozando el palo? A mí me compró ropa porque dijo que como soy un chico al que no le interesa nada, lo mejor es ayudar a mis padres a vestirme. A la mañana siguiente, cuando me desperté, Fito todavía dormía. A noso19


tros nos habían dado la pieza de servicio, como había tanta gente en la casa. Teníamos baño, chiquito, pero que era para nosotros dos nada más. Al maricón de Fito no le había gustado para nada tener que dormir conmigo y en la que había sido la pieza de la sirvienta, pero el tío Willy, como lo llaman ellos, le dijo que aceptar lo que no nos gusta nos hace más fuertes. “Tomá bancátela”, pensé yo. Caminé por el pasillo de los dormitorios. No encontré a ninguno de los mayores porque ya habían bajado a preparar el desayuno, entonces entré a la pieza de mi prima, ella todavía dormía. En la mesa ya tenía acomodadas muchas piezas del rompecabezas. Le estaba quedando lindo. Antes de bajar, en el pasillo, me encontré con mi primo que todavía andaba en pijama. Me fui al comedor a tomar la leche y al ratito apareció Fito. La tía le preguntó por Cristina y él le contestó que 20


ya la había despertado. Un momento después se sintió un grito que venía del piso de arriba y enseguida mi prima que bajaba las escaleras llorando. Contó que cuando fue al baño se encontró con las fichas del rompecabezas en la bañera llena con agua, infladas como si fueran sapos. Todos me miraron a mí. Yo miré a Fito. Él, como siempre, se estaba riendo, entonces empezó el lío. Los tíos diciendo que había sido yo. Papá, defendiéndome. Mamá, mirándome con desconfianza y el abuelo, con cara de enojado. Papá les dijo: —¿Y por qué no pudo haber sido Fito o la misma Cristina? —Porque Adolfo no pierde el tiempo en hacer tonterías y ¿qué motivo puede tener Cristina para perjudicarse a sí misma? —le contestó el tío. —Perjudicar a mi hijo. Ese sería su motivo —agregó papá. La cosa se puso peor cuando mamá me preguntó: 21


—¿Fuiste vos, Damián? ¡Decime la verdad! Entonces, papá me agarró de la mano y me llevó para arriba, al cuarto de ellos. Mamá vino atrás y ahí se armó. —No puedo creer que te comportes así, María —dijo papá. —Lo que pasa que vos no querés reconocer que Damián es muy travieso y que Adolfo es un chico tranquilo, respetuoso. —La joyita de tu sobrino es flor de hipócrita. Los tiene a todos engañados con su cara de ángel rubio y sus falsas cortesías. Me gustó eso de hipócrita, es mucho mejor que chupamedias. Creo que para calmar las cosas, papá me llevó con él a caminar por las sierras. Volvimos al mediodía. El almuerzo estaba servido. Comimos todos muy callados y cuando terminamos, hubo que ir a hacer la siesta. Al rato de estar en la cama, me levanté despacito sin hacer ruido para que 22


no se despertara mi primo. Me fui a trepar a los árboles que están atrás de la casa, desde ahí se ve el río. Entre las ramas, soplaba un lindo vientito y entonces pensé en Buenos Aires. ¡Qué bueno ir a remontar el barrilete que hicimos con papá antes de venirnos para Córdoba! ¡Me dio mucha bronca tener que estar acá, aguantándome al hipócrita de mi primo! Después de un rato, cuando me di vuelta para bajarme, vi que Fito salía del gallinero y se iba para la casa, seguro que al desván a seguir achurando bichos. Esperé que entrara y me fui a dar una vuelta por el gallinero. Esa tarde tenían pensado ir todos juntos a la pileta que se hace en el río un poco más arriba, pero con lo que había pasado, nadie habló del paseo, entonces fue cuando mamá propuso hacer una torta entre todos. La tía Ana no tenía ganas de ayudar, pero mamá le pidió que, por lo menos fuera a buscar unos huevos frescos al ga23


llinero. Los gritos de la tía se escucharon hasta más allá de la casa. Todos salimos al patio para ver qué pasaba. La tía decía todo mezclado: —¿Quién pudo ser el desalmado? ¡Escracharon todos los huevos de la incubadora contra la pared del gallinero! ¡Los pollitos ya estaban por nacer! ¡Qué maldad! De nuevo, todos me miraron a mí. La discusión fue mucho peor que la anterior. Y otra vez, que si había sido yo o mi primo. El abuelo, que había estado callado, dijo: —Esto ya es inaguantable y no lo voy a permitir en mi casa. Y papá, delante de todos le dijo a mamá: —Mi hijo y yo nos volvemos, vos hacé lo que quieras. El coche que papá llamó para que nos llevara a la estación paró frente a la entrada de la casa. Papá acomodó las valijas en el baúl y se sentó adelante con el cho24


fer. Mamá y yo atrás. Me arrodillé en el asiento y miré por el vidrio trasero: desde el balcón Fito me decía chau con la mano mientras se sonreía. Entonces yo, riéndome también, le hice chau con las dos manos.

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El peso de tu vientre

El primer embarazo le pesaba en el recuerdo tanto como le había pesado a su delgado cuerpo. Tendría apenas doce ó trece años y solo le quedaba en la memoria el dolor en sus entrañas infantiles, la tristeza que le causaba su imagen reflejada en alguna vidriera y la piel, que se le pegaba a los huesos. Aquella explosión de su vientre que le negaba la visión de los pies y le distorsionaba el andar. Después vinieron los otros, el Jonathan y la Samantha. Al embarazo se agregaban las palizas que recibía de su hombre, sumado al trabajo como empleada domés26


tica. En el tercer mes de gestación de la Samantha, el hombre cayó preso. Se lo llevaron lejos, a una cárcel en Córdoba y con él, también se fueron los golpes. Después apareció Juan, buen tipo, no un golpeador, pero no duraba en ningún trabajo y jugaba, jugaba mucho. Con él tuvo dos hijos, la Deborah y el Kevin, y otro empleo por la tarde del que volvía casi de noche. De Recoleta a Glew, la distancia se hacía larga. Y otra vez un atraso, en ella —lo sabía por experiencia—, eso determinaba un embarazo seguro y el temor de perder alguno de sus trabajos. Nuevamente, más pesada, más lenta, las piernas que hinchadas que no le permitirían la rapidez que sus patronas pretenden. Las escaleras se convertirían en cimas inalcanzables. El planchado le exigiría estirar desmedidamente sus brazos para alisar las prendas de la pila interminable de ropa. Una vecina le comentó de la partera 27


que hacía abortos. “Eso sí, antes del tercer mes”, le advirtió y ahí mismo le ofreció una vacante que había en la parrilla en la que ella estaba empleada. “Son los viernes y sábados por la noche, y en unas semanas entre el sueldo y las propinas, te juntás el dinero para el asunto”. Sabía que a él no le agradaría lo del aborto. A su Juan le gustaba tenerla embarazada. Pero esta vez, ella había tomado una decisión, no quería volver a cargar con aquel peso y aceptó la propuesta de su vecina. Semana tras semana, durante casi dos meses, iba guardando los pesos en el bolsillo de la campera colgada de un clavo en la pieza. Ese dinero la llevaría a una casa de las afueras del vecindario, donde sobre una camilla destartalada una mujer desconocida escarbaría en su intimidad. Se levantó temprano, se lavó, se vistió y entró a la pieza donde él dormía la trasnochada del día anterior. 28


—¿Qué andás haciendo ahí? ¿No ves que estoy durmiendo? —le gritó él desde la cama. —Vengo por algo que tengo en el bolsillo de la campera —respondió ella. —¿En el bolsillo de la campera? ¡Ah! Yo lo usé anoche para pagarle al gordo. Ya vas a juntar esa guita de nuevo. Y ahora dejame dormir que anoche volví muy tarde. Salió al patio, se paró debajo del árbol y se quedó allí, mirándose los pies, esos pies que durante un tiempo desaparecerían debajo de su vientre abultado.

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Sobre la autora

Brunicelda Cugueró, recibida del Conservatorio Provincial «Julián Aguirre», de Lomas de Zamora, se dedicó profesionalmente a la enseñanza de música. En el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, estudió escritura con Silvia Jurovietky y con Eduardo Dayan.

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