Entretanto 3

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Entretanto 3



Entretanto 3

editorial Eder

SILVIA JUROVIETZKY (compiladora)


Taller de escritura de Silvia Jurovietzky (54 11) 48 56 67 49 15 53 40 52 29 silviajuro@gmail.com Darwin 769, 5°D

Diseño: Javier Beramendi eder Pavón 1923, 7°4. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Teléfonos (011) 15–5752–3843 editorialeder@gmail.com www.editorialeder.net


Índice P oesía Alma Brizi.................................................................... 11 Graciette do Carmo...................................................... 21

N arrativa Mari Arévalo................................................................ 35 Adriana Banti............................................................... 47 Oscar Demus Tito........................................................ 57 Cecilia Dordoni........................................................... 67 Mario Giacone............................................................. 79 Elisa Leniol.................................................................. 89 Germán López........................................................... 101 Fabián Moauro..................................................................... 115 Teresa Pedrosa............................................................ 129 Julia Pérez .................................................................. 141 Marta Sagario ............................................................ 149 Julio Scarinci.............................................................. 159 Mauricio Temerlin ..................................................... 175 Liliana Tirasso............................................................ 189 Juan Telmo Zárate...................................................... 201


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Poesía

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Alma Brizi

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almabrizi@gmail.com 12


Los ayes No encuentro a mi ángel, Señor ¿quién se lo ha llevado? Recorro caminos buscando doy vuelta la casa interior ¡pero ay! no está lo llamo en voz baja clamo su presencia y no soy escuchada. No encuentro a mi ángel, Señor ¿ dónde se lo han llevado? Su nítida luz se ausenta me deja en oscuridad plena extraño su aletear el sonido dulce de proximidad busco aura en viejas poesías en relatos nuevos inspiración. No encuentro a mi ángel, Señor ¿por qué se lo han llevado? Palabras y frases desfilan por mis ojos expectantes en vano trato de discernir son signos ilegibles que escapan a la comprensión ¡pero ay! no está No encuentro a mi ángel, Señor ¿Quién se lo ha llevado? 13


Dolor Disparo destinado al centro redime cuando se lo ama sufro, se esparce, penetra las entrañas. Un solo paso para dar, estoico abrazo de abandono, luego luz que alcanza el infinito. Arder sin llamas quemar sin fuego purificación, sabor ajeno pero tan íntimo como el perdón en el desconsuelo. Nos hace similares, no hay creatura que pueda evitar su mirada impía. Alcanza al distraído al más atento envuelve embarga y posee, desarma por dentro. No quiero nombrarlo su presencia me inquieta sea angustia mía o de otro, sopla fuerte y desgarra derrama el incienso salubre cierra las heridas y cicatriza con marcas indelebles que se asoman y deslizan.

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La mar Viajera incesante de costas ajenas te vuelcas invadiendo playas en oscuras espumantes olas arrastrando fósiles preñada de caracoles conchillas, moluscos, ensueños. Picoteada por blancos albatros y pelícanos cóndores oceánicos socavan tus aguas devoran tesoros. Se refleja un sol tibio de noche la luna platea tu azul marino música eterna que eleva mareas. Llegas con la bajamar y derramas algas tejiendo deseos lejanos que acunan felices al cielo estrellado.

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Después del verano Caída de los frutos éxodo de las hojas amarillean los cercos las rosas perfuman. Y se va, como vino sin aguas de lluvias con vientos sureños silbones y fríos. Se despide el verano recibe al otoño sacude sus ramas las deja desnudas. Marrones oscuros se muestran los tilos el acer palmatum y sus hojas estrelladas. Amarillo furioso se han vuelto los fresnos goteando soles sobre el sendero. Dorados, brillantes se hamacan los gingos despiden cimbreantes al verano herido.

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Señales Su cuerpo, campo de batalla allí sentimientos y mente se encuentran. Cada cicatriz lo recuerda. La primera escaramuza desde el busto hasta el ombligo larga y dolorosa ha tardado en cicatrizar orgulloso se muestra el queloide. La segunda embestida comienza en el plexo finaliza en la pelvis más fina y prolija apenas si se nota. Pero adentro, muy adentro le había perforado el alma otro embarazo perdido y fuera de madre pero más duro aún su bebé prematuro. Apenas veinticuatro semanas no fueron suficientes para estirar la piel llorar y descubrir la mañana.

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Ahora los calores, las arrugas al comienzo suaves, atenuadas pero con los años duras. La turgencia de los senos se ha perdido, descansa tranquila sobre el diafragma. Sus piernas esbeltas antes parecen sostener con desgano el aumento lento y permanente de su cuerpo obeso. Manos de pájaros siempre revoloteando descienden y hacen nido en el regazo reposadas. Ojos de plácida mirada antaño rayos y centellas cruzando el cielo en la noche atormentada, sin pasión, desolada.

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En penumbras En la mañana la luz invade las tinieblas y se filtra por la ventana. A medida que avanza el día, se instala el tibio calor en el establecido invierno. Cuando el sol gira en su rutina cósmica los cristales regalan diferentes colores, que acarician e iluminan la casa. Al alejarse vuelven las tinieblas y, solo a medias, se ve la realidad que antes la luz mostraba plena. Es entonces cuando ella se acerca lentamente a la ventana y se apoltrona en su sillón de mimbre; las sombras no evidencian las arrugas en el rostro y de su corazón, maltratados por el tiempo y el olvido. Comienza el viaje que la transporta más y más atrás, se ve distendida; desaparecen las arrugas y sus labios se llenan de sonrisas. La cena está servida Brusco despertar de la ensoñación, vuelta a la realidad y su cara nuevamente entristecida, oscura. Se levanta en silencio y casi arrastra sus pies por las cerámicas que la llevan al comedor. Allí la mesa está tendida. El perfume de una sopa de verdura alienta a saborearla. Apaga la luz grande, me molesta ¡con la lámpara me basta! No soporta la luz, niega la verdad que está en su corazón. Abandonada, solo la oscuridad la cobija y la oculta de la vida que ruidosamente continúa a su alrededor.

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Graciette do Carmo

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graciette24@yahoo.com.ar 22


Anaconda Latigazos de miedo lastiman mi costado aullidos como espectros atraviesan mi espacio de soles y de inviernos. Tal vez desde otros versos percibo el estallido de mi cántaro añejo. Un ropaje de estrellas me abriga y atraviesa con puñales de cierzo. Fantasmales presagios sobrevuelan mi refugio de sueños. Quisiera poder ir sin prisas y sin ruido adonde quiera el viento. Mareas turbulentas desdibujan el surco de tu perfil remoto. La muerte clandestina y maldita somete la magnitud del polvo. Me encuentro en el destino de la anaconda herida ataviada de ocasos reptadora de olvidos arrastrando la injuria de ancestrales mandatos En un vórtice cósmico desde el confín del tiempo enroscada y silente te presiento. 23


Enigma Hombre viejo enigma trazado entre dos signos de interrogación. Reptas la sinrazón de tu existencia con las manos oliendo a cacería la luz de cada aurora te inaugura colmillos en la piel estrangulas la flor que se hace aroma contra el pecho oprimido y a la vez abominas de tus dedos de hiel. Por genética arrastras errores de otros seres que fueron, porque tú lograras ser y no puedes cambiarlos ni eludir. Arañas las tinieblas de tu historia ironizas y aúllas mientras hundes las raíces de tiempo en cimientos de estiércol y de miedo. Creas ídolos y los enalteces te gratificas con lo que aparentas manifiestas ser tú y solo eres lo que el entorno espera que parezcas. Hombre amo y esclavo de tus apetencias aprehende la estela que ilumina el terrenal transcurso antes de que tu ovillo se deshaga en la rueca que enhebra los segundos. Pues cuando seas silencio, en la noche sin tregua, 24


y no tengas un cuerpo que obligue ni lengua que venza, tras el cristal furtivo de una lágrima comprenderás, aunque ya no sea tiempo, el porqué y para qué de tu existencia.

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Huellas Te irás después de hoy serás ausencia y yo seré nostalgia. Desde mi soledad voy a buscar las huellas compartidas, los mil aromas que nos impregnaron, las palabras que nunca nos dijimos. Una vez y otra vez y muchas veces volveré a saborear los mismos verdes rebautizarme al pie de las cascadas a beber, extasiada, el infinito. Te irás después de hoy serás recuerdo y yo, después de ti, seguiré siendo.

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Dispersi贸n Sobre la tersura mansa del papel el poeta enhebra letras como gemas en fino cordel. La palabra dice separa la coma marcan los acentos el punto limita los signos exclaman. Y en vertedero de lo cotidiano ceden los principios cambian los valores el planeta gira. Los n煤meros cantan.

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Dolor vegetal La luz temprana descubrió tu cuerpo tronchado, macilento. Te abatió la inclemencia de una noche de estruendo. De cíclicos ocasos surgías renovado, te imaginaba eterno. No te escuché crujir. La muerte solapada desnudó la vergüenza de ese final sin magia. Las palabras ajenas violaron sin recato tu dignidad expuesta Adiviné tu miedo. Me ceñí a tu costado te entregué mi tibieza y recogí tu aliento.

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Gris Languidece mayo vestido de otoño Una lluvia tenue desdibuja formas destiñe contornos. Sobre los tejados las gotas desgranan su himno monocorde. Lame la garúa los rugosos muros de la antigua torre. En la tarde opaca agitan el aire siete campanadas llamada de bronce convocando fieles hacia la esperanza. Con su aliento alguien roza la ventana un beso de vidrio que en unos segundos morirá de frío.

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Callecita estrecha el agua abrillanta tus viejas veredas cual una caricia de manos mojadas.

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Golondrina Veintidós primaveras cumple mi niña veintidós primaveras quién lo diría. Quién lo diría Virgen de los Milagros que mi niña ya tiene veintidós años. Ayer mi princesita era un patito hoy luce piel de cisne talle de lirio. La vi crecer sabiendo que volaría y cuidé sus alitas con alegría. Hasta que una mañana fue su destino salió a probar sus alas y a hacer su nido. Me dejó en viejas fotos mil añoranzas, y esta vaga tristeza que me acompaña.

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Caramelo de menta, Caramelito, ¿qué misteriosa mano trazó el camino?

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Narrativa

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Mari ArĂŠvalo

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arevalomari@gmail.com 36


V ida

de

L eón 1

Antes de marcharse mi padre vendió su negocio, parte del capital se lo dio a mi madre para que no tuviéramos que pasar necesidades, así sucedió durante varios meses. La posibilidad de salir de Europa disminuía día a día y nuestro dinero también, era imprescindible encontrar la manera de procurarnos la subsistencia. A mi mamá y mi tía, que hasta el momento se habían ocupado de las tareas hogareñas y la crianza de los hijos, se les ocurrió poner un almacén. Acudieron al consejo de mi tío Oscar, quien las conectó con distintos proveedores y salió de garante para que les otorgaran crédito. (…) Un día estábamos almorzando y golpean las manos, mi mamá se levanta de la mesa para atender. Era un mayor del ejército rumano que pide permiso para ver el depósito y observar la variedad y calidad de productos. A esta altura de los acontecimientos e intrigados por la actitud del joven, nos acercamos todos. Entonces, él dice: —Estoy encargado de las compras para el ejército, visité varios negocios y este es el más completo. ¿Ustedes pueden proveernos? Mi mamá y mi tía se miraron sorprendidas y al unísono contestaron: —¡Sí! —La prioridad es el ejército, pueden vender al público solo los artículos que no precisamos. Vendrán camiones para retirar la mercadería. El pago se hace cada treinta días y les daremos permisos especiales para que puedan comerciar y circular por la calle sin problemas.

1. Fragmentos

de la Shoa.

de Vida de León, novela biográfica de un sobreviviente 37


Así fue cómo el ejército rumano se convirtió en nuestro mejor cliente. (…) Fue una época de bonanza económica, pero no era fácil para mamá y tía Hilda llevar la casa y el negocio en un clima tan adverso para los judíos. Mi abuela Raquel con casi noventa años se esforzaba para cuidarse a sí misma y no distraer a sus hijas del trabajo. Cada tanto la bobe nos mimaba preparando alguna de nuestras comidas preferidas. Coca colaboraba en todo lo que podía. Yo cambié los juegos y travesuras correspondientes a mis diez años, por las tareas del negocio. Pero no se trataba solo de ganar dinero, había que sobrevivir a las injusticias y maltratos que dispensaban a nuestra comunidad. A veces el silencio de nuestro pueblo era interrumpido por el repiquetear de los tambores, eso significaba que la policía quería dar a conocer alguna disposición, por lo general relacionada con los judíos. Cuando se juntaba una cantidad considerable de vecinos, alguno de los uniformados leía en voz fuerte y clara la nueva orden: —Hoy, a las doce de la noche, todos los judíos jóvenes, viejos, hombres, mujeres, sanos, enfermos, sin excepciones deben salir a la calle. A la hora convenida todos dejábamos nuestras casas, esconderse era imposible, porque nos conocíamos todos. Ocultarse y ser encontrado significaba como mínimo una paliza, que su carácter de pública acrecentaba lo humillante de la situación. Una vez en la calle debíamos permanecer parados, ateridos por el frío y el miedo durante varias horas. Rezos que eran lamentos, llantos de criaturas, ayes de los mayores acompasaban la espera. La versión, que entre susurros circulaba, era que aguardaban la orden desde Bucarest de fusilarnos. Muchas veces se repitió esto y me acostumbré a considerar la muerte pegada a la posibilidad de vivir. Pensar que meses antes, sobre esa misma calle, caminaba con mi papá hacia el Templo, bajo los cielos vespertinos del Shabat 38


que nos cubrían de bendiciones. Yo aprovechaba aquellas ocho o diez cuadras, siempre hacia el sur, cruzando la Strada Carol, para contarle lo que me había pasado en el curso de la semana que estaba viendo su fin. Él me escuchaba y respondía con sus palabras suaves, aunque firmes. Palabras que eran siempre justas, siempre las justas mientras su mano fuerte y cálida abrigaba la mía. *** Cuando se reavivaron los rumores del traslado de las familias judías, decidimos ocultar todo lo que no íbamos a poder transportar. Hoy creo que la partida significaba una pérdida tan inmensa e irreparable que trasladamos a los bienes materiales la posibilidad de atenuarla. La casa de mi tío Oscar tenía un sótano que habitualmente se utilizaba como despensa. Durante varios días trabajamos por turnos, levantamos una pared y la pintamos del mismo color que el resto, detrás de ella quedarían escondidos y protegidos nuestros tesoros. Yo tenía libros, la ropa que usaba para ocasiones especiales, también tenía una escuela, amigos, meriendas compartidas, el trineo para jugar en la nieve, los partidos de fútbol, la casa donde me crié y mi querido violín, regalo de un tío paterno. Aconsejado por mi maestro, limpié sus cuerdas y las distendí para evitar que con las bajas temperaturas se rompieran. También aflojé la cinta del arco, luego lo coloqué junto con el diapasón en su estuche y lo dejé envuelto con una manta, tenía la esperanza de volver pronto y recuperarlo. Vajilla, manteles, alhajas, todo fue trasladado por las noches a la casa de mi tío. Lo más pequeño lo llevábamos disimulado entre las ropas, para acarrear los objetos de mayor volumen contratamos un coche. Una tarde anunciaron la fecha y hora en que debíamos partir. Las instrucciones eran precisas, solo permitirían que lleváramos lo que podíamos cargar en las manos o la espalda. Muchas familias recurrimos entonces a los servicios de sastres y zapateros. Bolsillos disimulados en abrigos, dobladillos, ropa interior, 39


hombreras y sombreros, eran confeccionados con rapidez y habilidad. Botas y zapatos con doble suela, o calzado dos números más grandes que el necesario, fue la tarea encomendada a los zapateros. Todos pensaban cómo ocultar monedas, billetes y comida. El día que se había fijado para la partida cerramos las casas con llave, decían que en tres semanas regresábamos. La mercadería del almacén quedó allí, solo nos llevamos chocolates y algunos alimentos fáciles de transportar y esconder. La Strada Carol se pobló de personas que caminaban pesadas cargando entre sus ropas valores y penas. Llegaron varios camiones conducidos por soldados alemanes, nos hicieron subir en cantidad tal que casi no podíamos tomar aire para respirar. Ningún vecino salió a despedirnos, a nadie dijimos adiós. Me fui pensando en el regreso, imaginaba llegar a la casa de mi tío Oscar, tomar mi violín y hacer cantar sus cuerdas. Elegir qué era lo suficientemente valioso para dejar oculto, fue también elegir qué abandonar. *** Llegamos a la estación, había personas de otros pueblos, todos judíos. Mamá nos tomó de las manos a Cuca y a mí para evitar que nos separáramos. Así juntos subimos a un tren de carga. Los soldados empujaban hasta que no podían vencer la resistencia de los cuerpos, realmente ni un suspiro cabía en el vagón. Entonces cerraron las puertas y desde afuera las trabaron con candado. Muchos gritamos desesperados, no se veía nada, solo se percibían sonidos y olores fétidos. Mi mamá mantenía mi mano agarrada con fuerza. Al tiempo de haberse iniciado el viaje las piernas se doblaban por el cansancio, pero no había lugar para sentarse, nos sosteníamos unos con otros. Dormir, defecar, orinar, comer lo poco que habíamos logrado llevar a escondidas, escuchar los rezos, darnos coraje entonando canciones hasta que las voces se apagaban y llorar, todo era realizado en la única posición posible, de pie. No sabíamos cuando era de día, vivíamos en una noche continua. 40


Por fin detuvieron la marcha y nos permitieron bajar. Algunos soldados piadosos trajeron agua y algo de pan, muy poco para tantos hambrientos. Cuando dieron la orden de continuar el viaje, advertí que varias personas quedaron al costado de las vías, ya no tenían fuerzas para caminar y junto a ellas los cadáveres de los que murieron durante el trayecto. Sus cuerpos cayeron apenas abrieron las puertas de los vagones. Varias veces se repitió esto, hasta que un día cuando descendimos del tren, vimos un terreno enorme con mucha gente, había paisanos de Rumania, pero también escuché hablar en italiano, alemán. Y otra vez todos judíos. El viaje había llegado a su fin. ¿Cuántos días duró? No sé, la noción del tiempo transcurrido me resulta confusa. Para mí fueron semanas. (…) Los mayores hablaban entre sí, yo escuché que un hombre le dijo a mi tío que nos llevaban a Moguilev Podolsky, un pueblo ucraniano bajo dominio ruso, ocupado por los ejércitos rumanos y alemanes. Al costado, mirándonos expectantes había lugareños que eran contenidos por los soldados. Cuando nos ordenaron ponernos en marcha me di cuenta del motivo de su presencia. Muchos de los nuestros, debilitados por el viaje y la falta de comida, se veían imposibilitados de acarrear sus pertenencias y las dejaban en el piso, entonces apenas nos alejábamos, toda esa gente se lanzaba para apropiarse de lo abandonado. Mi abuela dejó allí parte de su carga. Todo estaba planificado, no éramos los primeros que pasábamos por allí. (…) Apenas amaneció, empezó el cruce del río. De vez en cuando se escuchaba algún disparo y gritos desgarradores. Cuando nos fuimos acercando entendimos. Estaba prohibido pasar dinero, esto se castigaba con la muerte. Antes de subir a las barcazas los soldados revisaban una por una a las personas y cuando encontraban algún billete o moneda, lanzaban al portador al agua, lo fusilaban o golpeaban con la culata del arma y lo dejaban ahí tirado. Pero no solo transportar algo más que ropa era motivo para morir, sucedía que si alguno caía extenuado, nadie podía 41


ayudarlo. Muchas familias se vieron obligadas a abandonar a un ser querido. Era desgarrador verlos partir gritando, arrastrados y golpeados por las culatas. En cada balsa entraban alrededor de treinta pasajeros, los soldados también cruzaban en ellas. Yo vi varias veces darse vuelta en mitad del río algunas de las barcazas y vi cómo se ahogaban todos; excepto los soldados, ellos tenían salvavidas. Estaba anocheciendo y nos íbamos acercando a la orilla. Mis tíos dejaron sobre la tierra una parte de su dinero escondido en un montón de ropa, todavía tenían miedo a morir. Cuando le toca a mi tía Hilda ser revisada, el soldado la dejó con el torso desnudo sin encontrar nada, entonces le indica que se siga desvistiendo y en el momento que va a tantearle la bombacha, mi tía, siempre con una sonrisa en los labios, le dice: —Si ponés la mano te vas a ensuciar, estoy menstruando. Al soldado le dio repugnancia y la dejó ir. Así fue cómo pudo pasar lo que llevaba en un bolsillo cosido a su ropa interior. A todos nos examinaron sin descubrir los lugares en que habíamos escondido el dinero. Ya era de madrugada cuando nos tocó abordar la balsa. El corazón me empezó a latir muy fuerte, tenía miedo de que cualquiera de nosotros cayera y hubiera que abandonarlo. Subimos Cuca, yo, mi mamá, mi abuela y después mis tíos y primos. Tratamos en todo momento de permanecer juntos. Bajamos de las balsas cerca de las cuatro de la madrugada, todavía era de noche. La única luz provenía de las linternas que usaban los soldados para controlar nuestros movimientos. Nos indicaron que marcháramos uno detrás del otro, formando filas larguísimas. Todavía faltaba un trecho largo para llegar. Terminada la guerra me enteré de que a Moguilev fuimos trasladados más de cincuenta y cinco mil judíos. Entre ellos iban la mirada asustada de Cuca, el llanto silencioso de mi madre, la sonrisa triste de tía Hilda y el hedor involuntario de nuestros cuerpos. ***

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A los quince días de instalarnos en el cuartel abandonado, mi abuela comenzó con fiebre muy alta, escalofríos y dolores en todo el cuerpo. Pensamos que la falta de alimentación adecuada, el esfuerzo físico al que se vio sometida desde la partida de Mihailen y la pena eran las causas de su malestar. Le dábamos de beber a sorbos, mojábamos sus labios resecos, le acercábamos comida, siempre alguno de nosotros estaba a su lado. En poco tiempo mi mamá presentó los mismos síntomas, luego toda mi familia y muchas de las personas confinadas en el galpón enfermaron. Fui el último en contagiarme. El médico que nos asistió diagnosticó tifus y recetó medicinas que recibíamos a cambio de dinero. Yo había quedado tirado en un rincón, la fiebre y la debilidad me impedían moverme o reclamar mi pastilla. Supongo que mis casi doce años ayudaron a mi recuperación a pesar de no haber hecho tratamiento alguno. En cuanto tuve fuerzas, me ocupé de los demás miembros de la familia, los alentaba, les procuraba agua y comida. Una noche mamá me dijo: —Leivalé, cuida mucho a la bobe, ella está muy viejita. —Sí, mamá, la cuido. Yo me acercaba, la veía moverse, le hablaba pero a veces no me respondía, la dejaba dormir, la fiebre aún persistía. Un día me preocupó su quietud, la llamé con insistencia y no respondió. Fui hasta donde se encontraba mi madre y le conté lo sucedido. Ella me pidió: —Hijo, conseguí una pluma de ganso y ponela debajo de la nariz de la abuela, si se mueve es que respira y está viva, si no... No pudo seguir hablando, pero yo entendí lo que tenía que hacer. Con el corazón latiendo apresurado, me acerqué a mi abuela y coloqué la pluma sobre sus labios, cerré los ojos y cuando me animé a abrirlos la pluma se movía, inmediatamente avisé: —La bobe respira. Los médicos que nos atendían estimaron que la enfermedad ya había cumplido su ciclo y estábamos curados. Mi abuela continuaba muy débil, entonces recomendaron que siguiera en 43


cama. Ella casi no hablaba, comía muy poco y permanecía en estado de somnolencia. Durante más de una semana repetí el ritual de colocar la pluma bajo su nariz. Esos segundos eran eternos, yo retenía el aire en mis pulmones hasta comprobar con certeza que el movimiento provenía de su respiración. Una noche la pluma no se movió. Sacudí a mi abuela intentando despertarla, ni se inmutó. Volví a realizar la prueba y nada. Avisé entonces a mi madre y mis tíos, quienes se acercaron y confirmaron su muerte. Pero yo sentía que aún me quedaba algo por hacer. —Quiero que la abuela tenga su tumba, no quiero que la pongan en una fosa común. —Pero Leivalé eso es peligroso —dijo mi mamá entre sollozos. —Dejalo Ester, no va a pasar nada—la tranquilizó tía Hilda y dirigiéndose a mí continuó—andá, averiguá cuánto sale un cajón y un cochero. El tifus se había esparcido por Moguilev, matando a muchísimas personas. Había camiones y también carros que llevaban los cadáveres. Por suerte encontré un cochero que accedió a trasladar a mi abuela y me ayudó a conseguir un cajón. Por la noche preparamos todo, fui solo, los demás se quedaron, no era conveniente que nos vieran. Cuando llegamos al cementerio, había dos hombres con palas y picos. —¿Qué hacen acá?—nos preguntan. —El muchacho quiere enterrar a su abuela —contesta el cochero. —¿Tenés plata? —Sí. —Bien, nosotros te vamos a hacer un lugar. Comenzaron a cavar, yo estaba rezando cuando escuchamos el ruido de un motor y vimos unas luces que se acercaban. Nos quedamos callados y escondidos. Mis ojos no querían mirar, pero no pude evitarlo, era un camión volcador que estacionó dejando su parte trasera frente a una fosa gigante. Cuando cayó la carga, vi manos, piernas, cabezas humanas, formando una 44


masa informe de la que a veces salía un gemido o se distinguía el movimiento de un miembro. Sobre ese amontonamiento de personas echaron cal y luego tierra. Durante las dos horas que estuvimos esta operación se repitió varias veces. Lloré por mi bobe y por todos los otros. Recé como lo hacía mi padre, con un canto casi imperceptible, con cuerpo y alma, al son de mi dolor. Cuando terminaron de cavar, me ayudaron a poner el cajón con el cuerpo de mi abuela, eché sobre él los primeros puñados de tierra. Luego que los hombres lo taparon totalmente, fui colocando las piedras que había juntado, una por cada uno de sus hijos, como símbolo de su presencia y de que la memoria y el alma de mi abuela perdurarían eternamente. Si mi madre y tíos no estaban era porque este entierro contravenía las disposiciones alemanas. Quería dejar identificada su tumba, tenía la ilusión de volver a encontrarla cuando terminara la guerra, era un desatino poner la estrella de David, así que escribí su nombre en una cruz de madera. Había aprendido de mi padre los valores de nuestra religiosidad y sabía que cada acción, cada palabra tenían un profundo sentido. Conocía el rito del entierro y lo cumplí, a pesar de la guerra, la peste y el nazismo. Y así fue cómo murió, a los noventa años, esta mujer que parió seis hijos. Tenía la mirada dulce y antigua, hablaba poco, nos habíamos acostumbrado a leer en sus gestos lo que sentía. Todavía me parece verla caminar con el cuerpo cansado, abrazada a su montoncito de ropa, durante la larga y cruel peregrinación al Dniester.

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Adriana Banti

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acriban@hotmail.com 48


L as

señoras

—¿Le sirvo un poco más de té, señora? —No, gracias. Mejor me como otra galletita. —Bueno, pero rápido. Me va a disculpar, es que tengo que ir a preparar la comida para mi marido que enseguida llega. —¡Yo te ayudo! Ay, perdón, yo la ayudo, señora. —Está bien, pero yo le voy a explicar lo que a él le gusta. Vaya y corte un poco de pasto y esas flores amarillas que están ahí y píquelas bien chiquitas. Yo, mientras, hago la salsa con un poco de barro. Si está muy espeso le tenemos que agregar un chorro de pis. —¿¡¡Pis!!?... Caldo será…. —Ah, sí, a mi marido le encanta. —Claro, señora, debe ser rico. ¿Quiere que yo haga un poquito ahora? —No, espere a ver cómo está el barro, primero lo tengo que batir. Vaya lavando las tazas y la tetera. —Pero si yo soy la invitada. —Sí, pero dijo que me quería ayudar, ¿no? —Bueno, a cocinar, no a lavar. —Entonces siga picando el pasto, pero le aviso que cuando el marido está por llegar, una tiene que apurarse para tener todo lindo y rico, sino él se enoja, grita y tira todo. —El mío ya no viene más, se fue con otra que no hace nada pero es más linda y más mala, me lo dijo mi mamá. —Señora, a mí mi mamá me dijo que los maridos están contentos cuando una hace todo lo que a ellos les gusta y que hay que decirles a todo que sí, y después hace lo que quiere sin que él se dé cuenta. Ahora sí, vamos a tener que agregar un poco de hojas del árbol… —¡Ay, querida, cuánto trabajo!... —Sí, señora, la vida de casada es terrible, ya se sabe… hay que lavar, planchar y darle besos cuando a él se le ocurre… 49


Cuando terminemos de cocinar vamos a limpiar todo .¡Uh, escuche, me está llamando mi mamá para que entremos! —Dígale que espere un ratito, así terminamos de hacer todo. Apúrese, señora, y revuelva bien la salsa. —Pero hagamos pis antes. Acá, en este tachito. Yo primero y usted después. —Bueno, ¿a ver cómo es tu agujerito? Yo te muestro el mío, ¿dale?... —No, señora, todos son iguales y además esas partes no se miran. —¿Quién dijo? —¿Terminó?... Bueno ahora mezclemos todo rápido y lo llevamos al horno, entremos. —¿Me puedo quedar a dormir? —Si tu mamá te deja… —Sí, seguro, si a ella le encanta que me vaya a otra casa... después nos mostramos los agujeritos… ¿querés…? —Mmmm… ¡Entonces jugamos al matrimonio y yo soy tu marido! ¡Canté pri!

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E timologia

del amor

Pieza teatral en un acto Personajes: INÉS, la hija. ROSA, la madre, solo voz en off. Una sala de estar en un departamento de clase media, con muebles antiguos, poco iluminada, una ventana pequeña al contrafrente y una puerta a la derecha, al único dormitorio, del que apenas se ve una tenue penumbra. A la izquierda, las puertas del baño y la cocina. En el centro de la escena, una mesa redonda con carpeta de crochet, cuatro sillas y dos sillones individuales tapizados en una tela un tanto raída. Una mesa con el televisor, un jarrón con flores artificiales. Un aparador con vajilla y adornos. Inés tiene cerca de cuarenta años, rictus amargo. Puede haber sido una joven agradable, pero se la ve descuidada. Sale del baño, agarra una revista, un cigarrillo y va a sentarse. ROSA.− ¡Inéees! (Se escucha una voz débil desde el dormitorio) INÉS.− No seas mala mamá, esperá un poquito, ya voy, ya voy. Falta un rato todavía para la pastilla… ROSA.− (Murmullo inentendible para el espectador) INÉS.− No, la enfermera hoy no viene, es domingo. Te digo que me des un momento más, acabo de sentarme. Termino el cigarrillo y voy. ROSA.−………….. INÉS.− ¡Pero qué querés, si te cambié hace diez minutos…! ¡No, la inyección es a la noche, te la voy a poner yo… si te la puse un montón de veces! ¡Ay! Te olvidás de todo, ¿eh? ROSA.− Vení, hablame. (No se llega a escuchar lo que termina de decir) INÉS.− Te hablo desde acá, ¿cómo se te ocurre que voy a 51


irme, adónde? Estoy hojeando una revista, la Gente, ¡qué hermosas chicas hay! Claro, ellas no tienen una casa encima y una madre que cuidar…ni van a la oficina todos los días, no tienen que ver la cara del jefe... ROSA.− ¿Te dormiste, Inés? INÉS.− ¡No, no me duermo, ¿no escuchás que te estoy charlando?! (Se levanta, deja la revista, va hacia el aparador y saca un vaso) Vos no escuchás lo que no querés. Qué injusta es la vida, ellas tienen todo, mientras que nosotras, ¡solas y pobres!... (Va hacia la cocina y vuelve a escena con una jarra con agua) ROSA.− ¿Me voy a mejorar? Me duele. INÉS.− Sí, seguro que te vas a mejorar… ya sé que te duele, yo tampoco duermo, hace cuatro noches que no me dejás dormir. (Saca una píldora de un sobre y la toma) Y a mí también me sigue doliendo la mano que me quemaste… ROSA.− (Murmura algo que no se escucha) INÉS.− No, no me lo vuelvas a decir, fue sin querer, te creo... ROSA.−¡Vení! INÉS.−¡Esperá mamá, dejame tranquila! ¡Estoy tan agotada! (Se vuelve a sentar pesadamente) Contame algo vos, mientras estiro las piernas,… ah, ¿no tenés ganas?, (Levantando la voz) ¡Lo mismo que cuando estaba papá, nunca tenías ganas de nada! ¿No te importó que se fuera, no? Yo lo extrañé mucho¿ sabías? Tampoco nunca me explicaste por qué lo echaste al Negro, yo lo quería, y nos íbamos a casar. (Se saca pelusitas de la pollera en forma obsesiva) Claro, muchas veces me dijiste que lo que vos más deseabas era mi felicidad, yo me había imaginado que hasta iba a tener hijos y todo, ahora seríamos más para cuidarte. ¿Cómo será acunar a un hijo? (Con las manos se acaricia los brazos) ROSA.− (Gemidos) INÉS.− ¡Pará un poco, mamá, dejá de llorar! Toda la vida te lo pasaste llorando, y echándome la culpa de todo, siempre me hiciste estar pegada a tus polleras, diciendo que yo era una inútil. Contestame, mamá, ¿Por qué papá nunca más volvió? ¿Qué le dijiste a mi novio? (Se levanta, furiosa, y se pone a acomodar el mantel) 52


ROSA.−…………………. INÉS.− Sí, ahora te quedás callada, pero bien que durante años me hablaste de lo mierda que eran los hombres, y me machacaste con que yo tenía que estar siempre al lado tuyo (Casi gritando) ¡Está bien, má, yo me quedé, pero, por favor, ahora dejá de ponerte nerviosa! (Se escucha sonar una campanilla desde el dormitorio) ¡y pará de tocar esa campanita, ya estoy harta, no puedo más! ¡Basta, terminá! ¡No me jodas más! ROSA.−……………. INÉS.− ¡Al fin, parece que entendiste…! (Se escucha un largo suspiro ronco y luego silencio absoluto. Inés va hacia el dormitorio, sigilosa, pregunta primero en voz baja) INÉS.−¿Mamá…? ¿Mamá…? (Asoma la cabeza dentro del cuarto y con angustia, tapándose la cara, grita) ÍNÉS.−¡Mamáaaa! Telón.

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La

vieja y el cerro

Cuenta que es india y muy vieja. En la cara están dibujados sus ancestros. Le cae la punta de la nariz. Achinados los ojos y negros, la mirada es verde como los cerros que siempre ha mirado. Las comisuras de la boca van en busca de la tierra y hay huecos adonde antes había dientes, por eso sus palabras salen acompañadas por unos silbidos que se parecen al canto de las cigarras. La pelambre solo mantiene su largo, el azabache antiguo ahora está marchito. Sonríe y se tapa la boca, todavía quiere ocultar fealdades. El cerro, que se abisma, es el que más conoce, y también el arroyo casi seco que lo acompaña. Para subir a buscar remedios caminaba antes hasta arriba y al bajar se entretenía oliendo el viento. Su abundancia era la hija, que la alborotaba en su destino de pocas urgencias. Por eso cuando apareció el güero de la ciudad que le encandiló la carne, supo que la Yolanda ya no la perfumaría más a ella. Que faltaba poco para dejar de escuchar su voz reclamando otros paisajes. Cruzando los cerros se la llevó el extranjero y subió la india vieja al suyo, al que más le aliviaba los dolores, para hablar con el cielo y con sus pájaros. Bajó esta vez con los pies pesados, sin acordarse de liviandades. Espera y espera, mirando siempre al cerro que no le devuelve nada. No quiere seguir sola, pero sobre soledades no se decide. Ahora hay días que habla con ella misma, como si repitiera un llamado. Desgaja raíces, prolija el rancho, ve pasar las estrellas. Salta del banco de troncos cuando ve aparecer a la hija con un gurí de la mano, y siente los aleteos en los pies, y ya está en el mundo como antes. El cerro la mira y ella otra vez se tapa la boca para sonreír.

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P alabrerío El día comienza como todos, o al menos eso parece. En la oscuridad, el sonido agudito y odioso. Mano rápida para apagarlo, media vuelta y cinco minutos más. Pero son quince y entonces a saltar, se me hace tarde. Raro, ya en el baño, por la cabeza pasa como un rayo alguna palabra: Saraband, Abondanzieri, Comechingones, Ratatouille, Tutankamón, Uritorco. Una por día. Son palabras largas, que tienen que estar en mayúscula. A veces mientras camino hacia el lavado de cara que me permita abrir los ojos, estoy esperando la palabra diaria. Se me puso que de eso va a depender mi humor y mi suerte en las veinticuatro horas próximas. Remington, dijo hoy el letrista que tengo adentro. ¿Qué será? No me gustó el sonido, así que trato de cambiarla, pero no, no se puede, solo aparece una, plop, se va y ya no viene otra. Café de apuro, ropa liviana, correr escaleras abajo. Puta avenida ruidosa con vapores malignos. Correr escaleras abajo de la tierra. Metró romántico será en París, acá es el subte—nebroso. Empujones y codos en los flancos al subir, sardinas en lata. Al final, no bajo, me bajan. Arriba las escaleras, atolladero y confusión, gritos graves y agudos. Un caño negro mira cerca de mi boca abierta, yo miro las letras que están grabadas, llego a ver Rem…y escucho la explosión. Nada más, todo blanco. Dos meses el hospital. Lo que me jode es que no aparecen más palabras a la mañana. Después, volver a la comisaría para seguir declarando. El oficial, interlocutor indiferente, escribe a máquina las calamidades urbanas. Que no me joda más, me quiero ir. Ya le conté lo mismo muchas veces, no voy a ir a la rueda de re —des— conocimiento. Después de todo, la bala no me mató, ¿no? Miro al techo, contesto, miro por la ventana, contesto, miro los dedos paseando por las teclas, contesto, miro la máquina y no contesto porque veo en el dorso, brillante, la marca: Remington. Ahora sí, ya tengo de nuevo al letrista. Hoy me dijo Eurídice. 55


Dedicado a Nicolás

C iudad - licuadora

Los confines de la pequeña ciudad son altas paredes de vidrio grueso. Forman una barrera inexpugnable. Nadie entra, y los que salen lo hacen a través de su centro geográfico, adonde están las cuatro paletas fuertes y filosas con un potente motor al que solo tiene acceso el Rey. El resto de la ciudad es un lugar confuso, está lleno de cosas, ideas, fauna y agujeros. Eso es lo que más hay: huecos adonde anida el miedo. Es el Rey quien decide qué echa a las paletas; así, a veces mete libros, a veces animales, papeles, música, artefactos, y también mete gente. Cando mete libros se pierden palabras y queda una borra de papel. Si es música, los sonidos no aparecen nunca más. Pero cuando licúa gente los muros de vidrio quedan salpicados y no se puede mirar hacia afuera. El ruido del motor ensordece y no se puede hablar. Al Rey le gusta probar, primero con la punta de la lengua; si le parece rico se lo toma; si no, escurre el líquido hacia el centro de la Tierra. Sobre la ciudad siempre hay una espesa capa de espuma.

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Oscar Demus Tito

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dino9deoctubre@hotmail.com 58


E l M onstruo

de la

L aguna V erde

No recuerdo de dónde venía, sé que pasé por el garage, así decíamos al lugar donde arreglaban los camiones Mack de la empresa minera, era un taller mecánico como se dice hoy. Pero eso no era lo más importante para nosotros los chicos que estábamos en la escuela primaria. Al lado del taller estaba la cancha de básquet que tenía un escenario de madera donde se realizaban todos los actos importantes, como el Día del Minero, el ocho de diciembre, que es el mismo día de la Virgen de Santa Bárbara, patrona de los trabajadores del socavón. Podría ocupar muchos renglones nombrando festividades y recordatorios del que los jujeños somos amantes. Lo realmente importante era que los viernes y sábados la cancha se convertía en un cine al aire libre. Donde se suponía que tenía que estar uno de los tableros, ahí se encontraba una pantalla grande, ancha y blanca, preparada para las películas en cinemascope, la novedad de la época. Había que llevar cada uno su silla o banco, solo los grandes lo hacían, nosotros los chicos generalmente nos sentábamos en el piso. Ahí vimos las mejores películas de los años cincuenta: Ben Hur, Sansón, Espartaco, la de romanos eran nuestras favoritas. Doce Hombres en Pugna, la más aburrida que vi en mi infancia. También me acuerdo de ella. Amelia se llamaba mi compañera de tercer grado, la mamá vendía golosinas sobre una mesa que llevaba su papá don Manuel. Cuando la película no nos gustaba, mi amiga y yo nos poníamos debajo de la mesa donde comíamos las galletitas Colegial bajo la vigilancia de las piernas gordas de su mamá. Era hija única, le daban todos los gustos, la mejor ropa, nunca la vi con zapatos viejos, además siempre tenía todos los útiles para la escuela, hasta Simulcop, ese álbum de hojas de calcar con dibujos que parecía mágico: el Cabildo, la Casita de Tucumán, los granaderos, todo aparecía en el cuaderno con solo apoyar el dibujo y pasar una regla varias veces. Su mamá lo había comprado 59


en Jujuy y era algo que la maestra no había pedido. Cuando terminaba la película, su papá llevaba la mesa y las sillas plegables y las golosinas en un carrito, Amelia tomaba de la mano a su mamá y caminaban hablando de cualquier cosa, yo las acompañaba en silencio. —¿Tus papás no te compraron Simulcop?, ¿no tenés? Las preguntas de Amelia siempre eran así. Mis respuestas también. —Mi papá quiere que aprendamos a dibujar solos, pero nos dijo a mis hermanos y a mí que si viaja a Bolivia nos va a traer un pantógrafo, no sé lo qué es pero sirve para dibujar. Eso era lo único que no me gustaba de ella. Sacando las preguntas incómodas, ella era divertida, me gustaba escucharla, sabía que inventaba historias y las contaba de tal manera que parecían reales. A veces iba a la casa y hacíamos juntos los deberes, yo me daba cuenta que no sabía dividir o multiplicar por tres cifras, era un desastre, pero nunca escuché a sus padres decirle nada. Doña Felisa, su mamá, nos servía la merienda: café con leche, galletitas dulces o pan casero, bien gordo, riquísimo y manteca. Me invitaban a cenar pero nunca me atreví a quedarme, mi papá se hubiera enojado. Ahora me acuerdo bien de dónde venía cuando pasé por el garage. En la enfermería del pueblo nos hacían la revisación física para ir a la pileta de natación que el jefe de la mina había inaugurado a principios de ese verano. Me miró la cabeza y los pies, también se fijó que no tuviera granos. No lo hacía el enfermero, sino don Ferreyra un hombre que hacía el trabajo administrativo. Me preguntó el nombre y el apellido y después dijo “¿así que vos sos el hijo de Ponce?” se reía, mostrando sus dientes amarillos y poniéndose más rojo de lo que era. Se reía buscando la mirada cómplice del enfermero, que estaba ocupado en acomodar los remedios en una vitrina. Después completó un carnet azul con mis datos, siempre con los números bien grandes de la chapa 2005 de mi papá, cuando salía me dijo: —Che, ¿sabés cómo le dicen a tu viejo...? 60


Yo miré al hombre y después al enfermero sin entender nada, eso les provocó una carcajada que escuché mientras me alejaba. Pensé lo lindo que sería nadar en una pileta, decían que venía un profesor a enseñarnos. Nosotros aprendimos solos en el arroyo, en el pozo de la cascada. Los viernes al mediodía en la cancha de básquet pegaban en una pared los afiches de las películas del fin de semana, para ese viernes a la noche había una de terror, de monstruos, las que más me gustaban a mí. Después de “La Mancha Voraz” y “La Mosca” ahora llegaba “El monstruo de la Laguna Verde”, era un hombre con cabeza de reptil que salía del agua espantando a una pareja que estaba en la playa. Y para el sábado: “Eco de Tambores”, cowboys con indios. Fui corriendo a mi casa para contarles. Ojalá que no llueva, que no le falte nada a la máquina de pasar películas, que no se enferme don Calderón, el maquinista, que mi papá esté bueno y no sé cuántas cosas más pedí por el camino. Les dije casi a los gritos a mis hermanos y a mi mamá: —¿Saben qué película dan esta noche? ¡El monstruo de la laguna verde! ¡El monstruo de la laguna verde! Vi el cartel en el garage y ya estaban las bolsas con las películas, seguro que llegaron en el camión de las once. Nadie dijo nada, mi mamá, sí. —¡Andá a lavarte las manos que ya vamos a comer! Miré a mis hermanos y después a mi mamá. Ella lloraba en silencio, yo lo primero que pensé fue, otra pelea con mi viejo. Sin dejar de preparar el almuerzo en la cocina, se secaba las lágrimas con su antebrazo. La sirena de salida del turno mañana ya había sonado, los cinco hermanos —aún no habían nacido los dos menores— esperábamos sentados la llegada en cualquier momento de mi papá, con su ropa de trabajo húmeda toda manchada de rojo, con su malhumor de siempre, con nuestro miedo. Les conté en voz baja a mis hermanos de la película, pero parecía no importarles. Cuando llegó papá habló afuera con mi mamá. Durante el almuerzo, no escuchamos los retos habituales, tampoco ningún mal comentario sobre la comida, solo nos miraba a todos en silencio. 61


En la tarde de aquel día nos enteramos que la encontraron ahogada en el arroyo Las Tunas, el de las aguas verdosas. Amelia, la única hija de los Spinoza, a la que todos los chicos del grado envidiábamos la lapicera fuente, la que inventaba historias, murió. Mucha gente se acercó hasta su casa pintada siempre de blanco con un jardín lleno de enormes dalias amarillas. De cómo y por qué apareció ahogada lejos de su casa, nunca se supo nada, por lo menos a los chicos no se nos decía nada. solo hablaban entre los grandes. Vinieron muchos policías, algunos a caballo buscaban en el monte. Sí me acuerdo de sus padres, de doña Felisa, y de cómo lloraba, y de cómo hacía llorar a los demás, mujeres y hombres. No me dejaron ir al velorio, pero yo me escapé y cuando mi papá me vio no me dijo nada. Amelia tenía puesto el vestido blanco que era para su Primera Comunión en diciembre. Muchas flores y velas enormes. La llevaron hasta el cementerio de Jujuy. Se fueron antes de las fiestas de fin de año en 1958, se abrazaron, lloraban y hablaban en quechua los papás de Amelia y los míos. La casa de mi amiga quedó abandonada mucho tiempo, hasta que las autoridades ordenaron demolerla. Al año siguiente, cuando mi hermana terminó la primaria, nosotros también nos mudamos a la ciudad, desde el camión cargado con todas nuestras cosas, vi por última vez el parque que estaba al lado de la escuela y el cine. Después de cuarenta años, un día, encontré de casualidad en Buenos Aires a un amigo de la infancia, ya era un militar retirado y se quedó a vivir en Zapala, Neuquén, que enviudó hace algunos años y que ahora, como una especie de hobby se dedica a cultivar tulipanes, me dijo también que va muy de vez en cuando a Jujuy. Se acordaba muy poco de Amelia y de lo que había pasado con ella, me aseguró que si encontraba algunas fotos de cuando éramos chicos, me los enviaría por correo electrónico. La verdad, no le creí demasiado, pensé que solo lo decía de compromiso, pero cumplió, me llegó una foto en blanco y negro, me dijo que era la única que tenía, con un cír62


culo en la cabeza, escribió el nombre y el apodo de algunos. Ahí estamos, quinto y sexto grado juntos, con guardapolvo blanco todos, durante una visita al diario “El Pregón”. Mi amigo no sabía el nombre de la nena que está al lado mío, la única que tiene un abrigo, que mira a la cámara como si estuviera enojada. Le dije que yo tampoco me acordaba. Para qué. Le di las gracias infinitamente por la foto con mis compañeros y lo felicité por los tulipanes rojos que se ven en otra imagen, donde se lo ve feliz junto a su nieto. Tengo aún en mi memoria algunas de las mejores películas que disfruté cuando era un chico. Cuando pasó lo de Amelia se suspendió la función. “El monstruo de la Laguna Verde” no regresó a la cartelera en los dos años siguientes que vivimos en el pueblo. Jamás volví a escuchar ese título en ningún lado. Por eso me acuerdo de la película que nunca vi.

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M iércoles

de

C eniza

Es domingo, la plaza de Tilcara repleta de turistas que van y vienen, cabezas rubias preguntando en los puestos de regionales, mujeres de piel muy blanca probándose ponchos y medias de lana rústica. Dan vueltas alrededor de la plaza sin prisa. Con sus voces tan diferentes, manos inquietas sobre máquinas fotográficas modernas, celulares de última generación. Los tilcareños aceptan la invasión a su tranquilidad, es por unos días, no es para siempre. Reconocen para sus adentros que para algunos, es por la plata, y a otros les gusta que otra gente admire su tierra, su pago. Pero el que conoce bien a los norteños o al jujeño, sabe que en realidad mucho no les interesa el tema de los turistas. Aquí lo que importa en estos meses de verano es pasarla bien. Arrancaron con El Enero Tilcareño y ahora viene lo mejor, lo saben todos. Las voces se mezclan en la plaza cerca del mediodía. La música de acordeones, quenas y bombos. Matracas y silbatos en manos de bailarines, comparsas, talco, vino. Es carnaval. Para Tomás ha llegado el tiempo que tanto ha esperado durante un año, desde que volvió de Buenos Aires. Es la temporada de las lluvias, cuando los ríos se agrandan, cuando toman ese color de la tierra que arrastran y se hacen escuchar desde lejos. Cuando todo está verde, el maíz con choclos bien gordos, cortos y gordos, los durazneros con las ramas dobladas hacia abajo, llenos, cargados. Llegan las lluvias y aquí en el norte todo reverdece. Para Tomás, su esperanza también se renueva, tiene fuerza, su existencia vuelve a tener una razón para llamarse vida. Porque todo lo que le ha pasado en el resto del año deja de tener importancia, se pierde. Ahora aparecen sentimientos que lo hacen vulnerable, los recuerdos no son buenos. “Tengo frío en los pies” dijo ella. El buscó y encontró un par de medias blancas, las que usaba para ir a correr, corrió la sábana y tocó sus pies, sí, estaban muy fríos, los acarició pero ella 64


los retiró con rabia. Estaba acostada sobre su lado izquierdo, escondiendo el rostro del lado donde había recibido el golpe. solo fue un cachetazo, solo un cachetazo, cómo puede ser, se arrepentía Tomás, el té que le había preparado estaba ya frío. Él se dio cuenta que ella lloraba en silencio y pensó que lo único razonable que había que hacer era retirarse sin decir nada. Yo necesito que me perdones, le dijo antes de salir del dormitorio, no para continuar, ya sé que de esto no se vuelve, te conozco. Si me perdonás creo que va ser menos difícil olvidarte, menos doloroso. El silencio como respuesta no lo achicó y continuó, me voy, pero te voy a esperar siempre. Yo ya te perdoné lo que me dijiste, para vos fue una broma, pero para mí, no, igual, yo ya lo olvidé. Tomás se sintió un poco ridículo hablando solo, ¿y si está dormida y yo hablando solo como un tarado? Salió a la calle un poco más tranquilo y desde ese día, cree que ella llegará alguna vez a Tilcara para perdonarlo y va ser en carnaval, porque él le habló tanto de las fiestas, de cómo se divierte la gente. Desde el puesto de artesanías en peltre —un oficio que aprendió de Peter, un alemán vagabundo que pasó por Buenos Aires— Tomás mira con insistencia la multitud que pasa, buscando una mujer, solo una, la ansiedad muerde las entrañas, le duele hasta los huesos y no le queda otra que gritar hacia adentro su rabia. Sentir pena y lástima por él mismo. La respiración se acelera, sus manos se humedecen cuando cree reconocer a alguien a lo lejos, no escucha las preguntas de los visitantes. Otro año más, ¿será éste? Se pregunta, a veces la incertidumbre lo vence y se decide, ya está, no espero más, pasó mucho tiempo. Tengo que pensar en mí. Pero cada año, cada Miércoles de Ceniza en carnaval, se renueva su esperanza como un veneno maldito que lo mantiene alterado. —¿Compadre, viene esta noche para la corpachada, no? —Sí, compadre —responde sin mirar a quién le hizo la pregunta. Busca entre las cabezas de los turistas, se pone en puntas de pies, mira con impaciencia buscando entre la multitud cuando cree ver algo. La desilusión llega golpeando fuerte. Pero si ella 65


viene tendría que ser para esta fecha, me hubiera dicho que no directamente, tantas cosas pueden pasar —se dice— tratando de tranquilizarse y dando un poco de aire a su esperanza para que no muera. Ya quedó superado aquello, fue un mal momento, nunca terminará de arrepentirse. Se defiende. Los celos escondidos detrás de las preguntas inocentes. Más tarde tengo que comprarle ese juguete a Tomasito —recuerda con una sonrisa— él no tiene la culpa de lo que hacemos nosotros, los grandes. Justina tampoco, reconoce, yo debería de dejarme de joder con estas cosas, ya no soy joven, tengo que valorar lo que tengo, Justina es buena, ella y su familia me quieren mucho. Gracias que me aceptaron, no le gusta la gente que viene de afuera. Había llegado a la capital un poco antes de hacer la colimba, encontró trabajo en una fábrica. Demasiado tiempo en Buenos Aires. Está oscureciendo, levanta su puesto en silencio, otro día más. Tal vez mañana. Esta noche irá a lo de su compadre Tolaba, comerán empanadas picantes acompañadas de vino tinto, mucho vino para que no pueda sentir ese gusto amargo que tiene en la boca, para no pensar. Y cuando se encuentre bien borracho podrá reír como un loco hasta llorar. Por la madrugada será llevado por dos amigos hasta su casa. —Comadre Justina, el compadre “porteño” está bien machao, déjenos que nosotros lo llevamos hasta su cama. —Gracias compadre, su ahijado recién se durmió, estuvo despierto toda la noche, lo extraña al papá. Tan chiquito, parece que se diera cuenta de todo. Cerca del mediodía Justina tiene casi listo el almuerzo, un estofado con muchas verduras y ahora está moliendo el ají con los tomates en la piedra, y llora en silencio. Sus manos trabajan con fuerza, casi con furia. La comida con mucho ají, para que le saque la borrachera, como le gusta a él, que sigue durmiendo.

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Cecilia Dordoni

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ceciliabenn@hotmail.com 68


C amisón

de novia

El hombre de pantalón oscuro y camisa blanca hace señas para que pasemos por un pasillo ancho a cuyos costados hay salas con grandes cruces de luces encendidas. —Por acá —su voz es neutra e impersonal. Lo sigo en silencio. El olor a flores y a muerto se percibe en el aire a pesar de no haber ningún velorio en ese momento. —¿La señora viene con usted? —señala a mi madre que viene caminando detrás. Asiento con la cabeza. —Acá —abre las puertas de par en par de una sala desierta y sin ventanas, solo con la cruz sobre un gran pie. —Ahí estás. Sola. En el piso limpio y frío de este lugar. Blanca. Más blanca que nunca. Como el nácar de las cuentas del rosario de mi primera comunión. Traslúcida como una porcelana china. Tu cabello opaco y sin brillo rodea tu cara y tus ojos cerrados. Como un favor, por esas amistades de pueblos y familias, te han sacado de ese tétrico lugar donde todos son un número atado al dedo del pie. Te han dejado como a un muñeco roto, en el piso, apenas cubierta por una sábana blanca, que vaya a saber cuantos cuerpos han tapado antes. Vos, tan delicada y de gustos exquisitos, que te agradan las sabanas bordadas, la seda crujiente y los perfumes… —¿Trajo el camisón? —la voz del hombre me sobresalta. —Sí… este —y trato de enseñarle lo que tengo en mi mano. —No importa —me corta en seco—, las dejo para que la vistan, no van a tener problemas, han pasado dos días y ya no tiene rigor mortis… —y se va, vaya a saber dónde, con el fastidio del que hace siempre lo mismo. Como si nada. Nos deja a solas con vos. Con mi amiga. Mi compinche de 69


salidas e historias compartidas. La madrina de mi hija y la Celestina de mi vida. —¿Qué hacemos? —mi voz rebota en las paredes vacías y se amplifica en el silencio de este inmenso lugar donde habitualmente la gente se amontona para despedir socialmente a los que se van… pero ahora estamos solas nosotras dos, con vos, que estás muerta. Te toco con la punta de los dedos. De a poco. ¡Me da impresión! Siempre tan cálida y ahora gélida. Te toco otra vez. Pongo mi mano sobre tu brazo, lo levanto de a poco y lo dejo caer sobre tu cuerpo inerme. Todavía no me acostumbro a que estés muerta y te miro esperando una reacción, una sonrisa, algo que me diga que no es cierto. Pero no llegará nunca. —¿Qué hacemos? —lentamente, retiró el lienzo que cubre tu cuerpo desnudo y amoratado por los golpes y por las incisiones que en nombre de la justicia prueban que te fuiste en ese accidente. ¿Por qué digo que te fuiste? Moriste… te mataron… se mataron todos, vos, tu novio, tu padre, en medio de esos hierros retorcidos de autos caros y seguros donde siempre se mueren todos y nunca se salva nadie. Tu mamá se ha quedado sola en su cocina sentada junto a la ventana mirando hacia afuera esperando, quizás, verlos otra vez... Triste destino de esperar en vano. Tanto correr para tragarse el viento y la vida… tarde o temprano la vida nos traga a todos. —Estás muerta —susurró bajito, pero no tanto como para que mi madre no escuche, me toma del codo y me estremezco. —No te asustes, vamos a vestirla. No estoy asustada. Estoy desolada. Compartimos confidencias, penas y alegrías, y tensiones, como hace unos días, cuando fuimos a Chacabuco a ver el ebanista que hace tus muebles, los que elegiste para tu casa. Esos de las patitas para afuera, de uno de los Luises, nunca me acuerdo de cuál. Al pasar la rotonda, cruzamos las vías del Belgrano y nos paró el ejército. Es raro acá. —Son muy jóvenes ustedes para tener este auto —el sol70


dado que hablaba también era joven y tenía cara de chico asustado. —El auto es de ella —dijiste—, tiene un marido que la quiere mucho —Y nos reímos todos. —No abundan esos maridos —y nos dejaron seguir. A la vuelta ya no estaban… se habían ido. Nos arrodillamos una a cada lado, te sostenemos, y de a poco pasamos sobre tu cabeza el blanco camisón de hilo suizo que guardabas para tu luna de miel, y luego de varios intentos ponemos tu brazo en una manga. Inspiro profundo para relajarme, para no ponerme nerviosa. Siento el olor de la muerte, intenso, penetrando en mi nariz e impregnando todo como una nube tóxica que me cubre. Unas lágrimas corren por mi cara y al levantar la mirada veo que mi madre también llora en silencio. Algunas gotas caen sobre el camisón. —Tendríamos que haber traído perfume —escuché que decía mi madre.

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P ata

de guadaña espera una historia

Los domingos a la mañana la plaza tiene más vida que de costumbre. Algunas chicas en vez de ir a misa a la iglesia de enfrente se reúnen aquí y dan vueltas entre risas y comentarios en voz baja sobre lo que hacen los muchachos que les gustan. Los niños corren por todos lados y andan en bicicleta molestando a todos los que pueden entre risotadas. Ella está ahí. Parada. Es como un árbol más. Siempre ahí. El olor intenso que deja a su paso, desagradable mezcla de orines, transpiración y mugre, da asco y pena. Está igual que siempre, sola, frente a la iglesia que mira vaya a saber por qué. Alta, demasiado flaca y alta. Muy flaca… su cara alargada y grande, como una cabeza de caballo, desproporcionada y fea, los ojos hundidos y el pelo pegoteado muestra el castigo de los años, tristeza y miseria. Sus manos, huesudas y sucias, siempre tienen una rama gruesa en la cual se apoya y a veces usa como arma que levanta amenazante con fuerza inusitada cuando se burlan de ella. Lleva un vestido negro largo, muy grande, que vaya a saber qué alma bondadosa le regaló, y sobre él en invierno o verano, un raído sobretodo de hombre de color gris que nunca abandona. Parece un gran espantapájaros moviéndose grotescamente... tiene una de sus piernas fina como un palo, muerta, seca. Su pie derecho grande y flaco lleno de costras de sangre y mugre sobre la piel reseca y agrietada se abre hacia afuera, lo arrastra al caminar como barriendo el suelo como si cortara el pasto, dentro de unos mocasines que conocieron otro dueño. Hace mucho tiempo que su figura anda deambulando por el pueblo como un fantasma o ánima en pena. Uno de los niños que juegan en la vereda de la plaza cuando pasa a su lado grita: —¡Cuidado con la vieja pata de guadaña! —y se ríen. Se ríen 72


como hacen los chicos. Las caritativas de siempre salen de la iglesia y pasan a su lado sin verla. EstĂĄ condenada a no ser vista. Forma parte del mobiliario urbano, del paisaje de todos los dĂ­as. EstĂĄ y es invisible.

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R emate

Estoy molesta porque otra vez la reunión familiar ha terminado con discusiones, por boludeces y rencores acumulados a través de los años desde la infancia. Desde que tengo uso de razón me tengo que bancar que me digan que he sido la preferida de mis abuelos que se han muerto hace mil años y que estos han discriminado a mis hermanos. ¿Qué culpa tengo si mi madre prácticamente me tiró en sus brazos cuando tenía un año y pico hasta que la abuela se murió cuando yo tenía cinco? Hablan de todo lo que me dieron, los paseos que me llevaron, los juguetes y los helados que me compraron mientras ellos vivían con mi madre. Toda la vida han dicho como un insulto que parezco alemana porque soy la única que nací con ojos claros y una pelusa blanca de cabello como los ancestros de la abuela. Hasta la estúpida de mi cuñada, que tiene un montón de hijos, dice que jamás me dio uno de ahijado porque soy muy fría. La vida me ha hecho fría y distante para evitar que todas esas estupideces me afecten. Subo al auto, cierro la puerta de un golpe seco, lo pongo en marcha y emprendo el regreso. Dejo la ventanilla un poco abierta para sentir el aire de en la cara. Ponernos a discutir por una noticia policial es el colmo del absurdo, una idiotez. La tele mostró a un tipo que a tiros mató a un chorro que quiso robarle el auto a mano armada cuando estaba con toda su familia. Lo mató. ¿Qué iba a hacer, dejarse matar, esperar que actúe la justicia después que estuviera muerto? ¿De qué hubiera servido que lo metan en cana al chorro si el dueño del auto está dos metros bajo tierra? Por lo menos el conductor está vivo y su familia también. Mi hermana defendió al chorro por su hipotética infancia y ámbito familiar como si hubiese sido su propio hijo, que es magnífico y trabaja como una bestia y por suerte no salió a ella. Dicen que lo de madres abandónicas es hereditario, sabemos de eso. 74


Y encima mis hijos cuando estudiaban en el secundario me decían castradora cuando les ponía límites. Pero gracias a Dios y a mi carácter no salió ninguno chorro, ni drogadicto, todos estudiaron y si alguno tiene algún trauma que ignoro, espero que se consigan algún buen empleo así se pueden pagar el psiquiatra. En cambio ahora me dicen abandónica por no hacerles de sirvienta ni criar a sus hijos, mis nietos. ¿Por qué debo hacerlo? Yo no tuve ayuda de nadie. Salvo mi marido, ni madre ni suegra alguna aportaron nada. Se borraron. Bien o mal los crié sola. ¡Que aprendan a hacer lo mismo, mal no les va a hacer! Con los nietos me quedo solo cuando tengo ganas. Y entonces les invento cuentos, les canto, les dejo mirar y leer los libros de mi biblioteca, y ojo, que esos no se los dejo tocar a cualquiera. Les encantan mis historias, especialmente las de antes, como aquellas que mi abuelo cantaba y que le había contado su abuelo: “si la reina de España muriese y Carlos V pudiese reinar, correría la sangre por tierra como corren las olas en el mar”, mi voz fuerte y desafinada me hace compañía. Cierro la ventanilla. La ruta tiene un tránsito infernal. Perdí mucho tiempo en esa inútil discusión y ahora está oscureciendo. La puta, no me gusta manejar de noche, chillo como si alguien me escuchara sabiendo que veo perfectamente en la oscuridad, casi mejor que de día. Ojos de gato que dicen. Después de un rato se hace cansador manejar con tantos pilotos de fórmula uno que se ponen de chupín y tratan de acosarme con luces altas y aceleradas furiosas como si fuera una adolescente improvisada en el manejo a la que pueden intimidar. Los camiones tampoco me dan respiro, van por cualquier lado, se cruzan de carril sin importarles nada. Inútil las señas, alta, baja, alta, baja, igual alumbran y amagan tirarse encima de los autos más pequeños. ¡Hijo de puta! Te tendrías que hacer mierda contra otro de tu tamaño, le grito al camionero del semitanque que pasa de frente con las luces altas encandilándome y no me escucha. Miro constantemente la larga hilera de autos con sus luces prendidas, especialmente en las curvas donde se ve mejor cuántos son y cómo van. Cuento los vehículos de la 75


fila, cuántos autos, cuántos camiones de combustible que son los que andan más ligeros, o con cereal o bobinas de chapas que son los que andan más lerdos. En cuanto se adelante la Toyota blanca quedará espacio adelante del Mercedes Benz, musito convencida de que tengo tiempo de hacer la maniobra, freno otra vez para bajar el cambio a tercera, pongo luz de giro y cuando pasa el auto que viene de frente salgo rápido, sobrepaso el camión de adelante acelerando fuerte y sostenido, luz de giro derecha, cambio a cuarta termino el avance vuelvo a poner quinta y por el espejo miro el camión que se va quedando atrás. Bajo apenas un centímetro los vidrios delanteros para que se renueve el aire, respiro profundo soltando la presión de mi cuerpo y luego de unos minutos cierro la ventanilla. Otro peaje. Los autos se alinean como hormigas y los conductores tocan inútilmente bocina, impacientes mientras el clinc caja suma monedas que van a las cuentas de gordos señores, que como modernos Ali Baba, seguro viajan en helicópteros. Ya falta poco, ahora subo a la autopista y casi llego. Ni sé por qué tengo tanto apuro en llegar a una casa vacía. Último peaje, segunda bajada. Al descender de la autopista tengo siempre la misma sensación de indefensión por la soledad de las calles y veredas a cualquier hora. Pero a la noche es peor. Demasiada oscuridad. Demasiados árboles sin podar y muy poca luz. El auto de adelante baja muy despacio. Demasiado lento. Apúrate, dale, acá no es seguro, murmuro entre dientes. Dejo que se adelante un poco más para no quedar muy cerca, unos cincuenta metros, media cuadra, por precaución. Según los que hablan en televisión de seguridad es lo adecuado para cualquier maniobra. El otro auto va por el costado izquierdo, yo me pongo a la derecha para pasarlo en la primera de cambio. De pronto al frente aparece una moto grande muy rápido de contramano, dobla en u y el acompañante baja corriendo por el medio de la calle mientra la moto se va. Inconscientemente con el codo izquierdo aprieto el seguro de las puertas para verificar que esté puesto. 76


El tipo que se bajó corre hacia el auto de adelante que acelera y escapa. El hombre se da vuelta y parado en el medio de la calle estira su brazo izquierdo mostrándome la palma de la mano en falso gesto de paz para que frene mientras con la derecha apunta su arma hacia mí. ¡Me quiere robar! ¡Ese hijo de puta me va a matar! escucho amplificada mi voz. Siento los latidos del corazón retumbar en mis oídos, las venas de las sienes tirantes como si fueran a reventar y una sensación de opresión, una garra aprieta mi pecho y me impide respirar bien, las manos y la cara están mojadas por la transpiración y mi boca se está secando mientras el auto sigue avanzando a la misma velocidad. El miedo asoma. ¡No! no no no repito y repito. Inspiro profundo con la boca abierta y no lo dudo, pongo tercera, acelero con crujir de gomas y olor a quemado, acelero todo lo que puedo, escucho los tiros que atraviesan las lunetas de los parabrisas que se rajan en mil caminos y caen en lluvia de minúsculos pedacitos que se meten en mi pelo, mi ropa, tapizan todo en su caída, se clavan en mi cara y puntitos de sangre se mezclan con la transpiración mientras inclino un poco mi cuerpo y mi cabeza, conteniendo el aliento apunto hacia el tipo igual que aquella vez allá por los ochenta cuando atropellé al boxer marrón que cruzó en la vía rápida de la vieja ruta 7 casi en el cruce con Vergara y me dejó el auto como si lo hubiese chocado un camión. Sostengo con fuerza sobrehumana el volante para no soltarlo al impacto. Siento el golpe contra el cuerpo que cae sobre el capot; veo unas manos que se estiran tomando las varillas limpiavidrios que se doblan por el peso y se van desarmando, veo frente a mí el desconcierto de esos ojos que vinieron a matar no a ser matado y sigo acelerando hasta la esquina de la avenida, entro con el semáforo en rojo y clavo los frenos, tiro el cuerpo en el pavimento en medio de autos que frenan, se detienen de golpe, gente asombrada, asustada, me gritan, me insultan, se bajan con los celulares en las manos y empiezan a llamar a quien sea. Inspiro profundo antes de descender del auto. Bajo. Miro fijamente el cuerpo del chorro hijo de puta ahora inerme en el suelo y comienzo a sollozar: 77


—¡Me disparó! ¡Me disparó! —me apoyo en el auto— ¡Me disparó para robarme! Me quería matar… se paró adelante… —La gente me rodea, alguien aprieta mi brazo— se paró adelante… en vez de frenar aceleré… aceleré… me quería matar.

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Mario Giacone

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giacone.mario@gmail.com 80


El

vigía

El encargado del faro ve desde esa altura la frenada del auto y el vuelco a un costado del camino. Baja lo más rápido que puede su cuerpo. Habitualmente ese subir y bajar diario es lento y acompasado. Es la segunda vez, después de mucho tiempo, que no sigue esa costumbre. Llega agitado al lugar y comprueba que el coche había chocado contra un poste. El conductor está muerto. Cuando llega la ambulancia el vigía sigue mirando con atención el rostro de ese hombre todavía joven. Le parece familiar y lo asocia al primer descenso apresurado. Siempre bifurca su mirada. La reparte más en el mar y su horizonte que en la tierra, pero aquel día sus ojos se posaron en esas pequeñas siluetas. Vio la pareja y el segundo hombre que se le aproximaba, la lucha desesperada al borde del acantilado y la caída de uno de ellos. Este yacía sobre las rocas, casi al borde de las olas que rompían, el otro tapándose la cara con las manos y la mujer, de bruces, llorando desesperada. El agresor se abandonó dócilmente a ser detenido, cuando arribó la policía. Recuerda la expresión del muerto y la asocia con el descenso apresurado y el rostro juvenil del hombre. Le llama la atención que la muerte estuvo presente dos veces en ese lugar inhóspito y se pregunta si es una señal, un alerta. Él no cree en eso, sin embargo, vuelve a asediarlo esa idea. Piensa en el crimen pasional, los años de cárcel de ese hombre, la muerte absurda. Como él, ya conoce la soledad, no la muerte. Su única compañía es el mar con su monotonía de olas, de crepúsculos y amaneceres, de vientos y brisas, de gaviotas en ronda... Compara los años guiando barcos en las noches con el navío extraviado de su vida, una existencia monótona interrumpida por un drama ajeno. Desaparece el exterior al ver la escalera de caracol y los muros circulares, como un sarcófago de concreto. Se mira al espejo y ve la cara del muerto, pálida e inmóvil. La única señal de vida 81


son sus ojos que destellan levemente. Se arroja sobre un sillón, le faltan fuerzas para encender la lámpara. Ya es noche cerrada, el viento gime tras los cristales y siente frío, un frío desconocido…

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El

mozo imposible

—Parece que los años no pasaron. Recuerdo mi Caltasineta, en Italia, rodeado por el mar y las montañas, las casitas blancas y las cabras que papá llevaba de un lado a otro o las mujeres que traían sobre sus cabezas canastos llenos de ropa o fruta. Los juegos de carabineros y ladrones, la cachurra o la murra a la noche. Lo que me gustaba, ya un poquito más grande, era la taberna de los domingos,… capaz que viendo a los dueños me salió esta profesión. Allí todo era fiesta, algo distinto de todos los días, podía hablar de cualquier cosa y conocer las jóvenes que más me gustaban.. El mozo había tomado la costumbre de ponerse a hablar de su vida en el momento de atender a los clientes, quienes apenas lo escuchaban. Al rato, él no advertía los gestos de impaciencia que provocaba, ya todos querían cenar. Los dueños escuchaban y no tardaron en echarlo. Se empleó en “El mesón” y allí siguió con su relato: —Como papá era anarquista, con el nuevo gobierno estábamos en peligro y teníamos que escondernos. Hubo compañeros que nos ayudaron, pero ya no se podía soportar más. Aparte se avecinaba la guerra y yo podía ir a la milicia. Mis padres no querían, entonces decidieron emigrar. Como nosotros había muchísimos que esperaban en los muelles. ¡Qué amontonamiento de gente, equipaje, mercadería, animales...! Estábamos tristes de abandonar todo, pero queríamos otra vida. Ahí se detuvo y los dueños lo despidieron. En cada lugar, después del pedido, aprovechaba cualquier comentario como punto de partida, el clima o el tránsito de la ciudad, y luego comenzaba a hablar ininterrumpidamente. Su historia era episódica, como un cine continuado: empezaba donde la había dejado. Así fueron desfilando los mejores restaurantes, conocía sus historias, la clientela, la costumbres de los dueños. Él estaba 83


bien conceptuado, era prestigioso, por eso lo tomaban, pero se corrió la voz entre los empresarios, sus colegas y la misma clientela de esa costumbre que lo caracterizaba. El próximo restaurante fue “Edelweis”. Allí siguió con sus recuerdos: —El viaje en barco fue penoso, interminable, con tiempo para pensar en la patria que dejábamos y la nueva tierra, apretados en la segunda clase donde para no aburrirnos jugábamos a los naipes o a los dados. También la música de un acordeón o las canciones de una chica. Más o menos era así, y el mozo empezó a tararear la canción haciendo gestos ampulosos. El dueño no lo podía creer, y ahí mismo lo echó. Continuó con su relato en “El Turbión”: —La llegada al puerto de esta ciudad me hizo acordar al momento en que partimos... gente, bultos, humo. Pero había algunas diferencias: allí eran llantos de despedida y aquí eran gritos de alegría cuando la gente desembarcada y se encontraba con parientes. ¡Cómo tuvimos que esperar en la aduana! Teníamos sueño, cansancio. Nos pusieron en el hotel de los inmigrantes y después conseguimos un lugar en un inquilinato. Llegado a este punto un gerente le llamaba la atención y era despedido. Esto se repetía con más frecuencia. Quizás se debía a su soltería o que se estaba poniendo viejo o la falta de amigos o parientes. Terminada la serie de restaurantes empezó a trabajar en “El café de los Angelitos”, donde retomó la historia: —Allí hicimos muchas amistades con los inquilinos pero también peleas, algunas veces era por un lugar en el patio, otra por la música de la radio que molestaba, tonteras... tuvimos que aprender el idioma y la forma de hablar de los porteños, fue algo lento, éramos “los tanos”. Mientras papá trabajaba en un puesto de pollos y gallinas y mamá cosía, yo era lavacopas en un restaurante del Abasto. Los dueños eran buenas personas, me trataban bien. Un día que no vino un mozo lo remplacé hasta que estuve fijo, el negocio se agrandaba y yo ganaba tanto como papá. 84


No tardaron en echarlo. Entonces probó suerte en el café “El Vesubio”, donde prosiguió su relato: —Empecé a estudiar en la escuela nocturna, allí me recibí de bachiller y conocí a un muchacho que me ayudó mucho a hablar bien el castellano, era muy inteligente, me avivó de muchas cosas, lo bueno y lo malo, me hizo conocer todos los rincones de la ciudad. Parecíamos hermanos, algunos nos decían que éramos como amantes. En oportunidad de llegar a esta parte de su relato y escuchar la palabra “amantes”, las personas se mostraron escandalizadas y terminó echado del lugar. Cuando llegó al café “Parissien” le quedaba la última parte de su vida, la más reciente, que empezaba: —Trabajé en los mejores lugares, como este. Una vez me mandaron para ayudar en el “Alvear Palace Hotel”. Era un agasajo y cena de la embajada de Italia, ¡nada menos!. Cuando terminó todo, ¿saben quién me vino a felicitar?, ¡el mismo embajador!, no lo podía creer. Otra vez, una pareja a los gritos y los insultos en plena cena. Casi se agarran a las trompadas. No pude más y tuve que intervenir, de buena forma, ante ese escándalo, y lo pude parar. Ahí también el gerente me felicitó. Mientras decía esto el dueño le indicaba la puerta. Él igualmente volvía a contar todo en otros lugares, como un eterno retorno. Lo tenía incorporado y ya era natural para él repetir los mismos sucesos aunque cambiara las palabras, tan natural como la resignación que mostraba al ser despedido puntualmente. Ya no le quedaban lugares por conocer, todos estaban avisados de su manía, así que nadie lo aceptaba. No se dio por vencido y siguió con su trabajo y su historia, pero esta vez en fondas de poca monta y en cafés de barrios alejados. Allí tenía aceptación y lo escuchaban. En algunos se convirtió en una atracción, pero cuando veía que el ambiente se ponía pesado y como estaba acostumbrado a los cambios, se marchaba por su cuenta. En una fonda encontró a alguien tan viejo como él. Descubrió que también estaba interesado en contar su historia. 85


Los dos dijeron al unísono: —Parece que los años no hubieran pasado. El otro tomó la delantera con el relato de su vida: —Nací en Yala, un pueblito de Jujuy, mis padres atendían la despensa más importante, yo era el segundo de mis cuatro hermanos. El lugar era tranquilo, mayormente caluroso de día y muy frío de noche... El hombre hizo una pausa y el mozo aprovechó: —Recuerdo mi Caltasineta, en Italia, rodeado por el mar y las montañas, las casitas blancas y las cabras que papá llevaba de un lado a otro…

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L os

servidores

—Me enteré que surgieron problemas con los servidores. Quizás nos citaron aquí por eso. La pareja sentada en un sofá conversa en voz baja, temerosos. Sus brazos están cubiertos de mallas metálicas que les llegan hasta el hombro, con botones y circuitos. En la enorme sala iluminada un cartel verde indica UNIDADES EN PROCESO DE REVISIÓN. Se miran con ternura, se acarician con la punta de los dedos y sus besos apenas rozan la comisura de los labios. En todas sus acciones hay cierta torpeza, como descubriendo una sensación extraña pero también placentera. No es algo espontáneo, lo aprendieron entre ellos. Con preocupación él continúa: —Algunos desaparecieron, creo que fueron anulados, según me dijeron. Por eso tenemos que cuidarnos en lo que hacemos y decimos. A los que están por debajo nuestro nunca les pasa nada, se conducen como los mandantes les ordenan y da la impresión de que viven bien, ellos le dicen “felicidad”. Siempre hacen lo mismo y viven muchos años, lo mismo que los mandantes. —¡Eso ya lo sé! —exclama ella con firmeza— La cuestión es qué pasa con nosotros. Hace mucho tiempo que estamos aquí. —Hay que esperar —le dice él tratando de calmarla—, desde que somos servidores aprendimos mucho, y lo más importante: nos queremos. Pase lo que pase seguiremos juntos. Se abrazan mecánicamente y mirándose fijo siguen conversando. Averigüé cosas de los ancestros —le dice ella. —¿Qué cosas? —pregunta él. —En aquella época a los servidores se los llamaba esclavos y después obreros, luego fueron remplazados por máquinas inteligentes. 87


—¿Y qué les pasó? —Una gran parte fue anulada, otros llegaron a mandantes o servidores como nosotros, con la diferencia que primero se reproducían naturalmente y más tarde eran clonados. —¿Conocieron la felicidad? —Sí, pero también... la desdicha —le contesta ella. —Nosotros también conocemos la felicidad y es en nuestro momento de… amor —pronuncia amor como buscando la palabra apropiada. —Sí, yo lo siento así.., pero no es todo —dice ella con pesadumbre. —Para mí eso es todo, ¿hay algo mejor que eso? —¡Sí, el estar vivos!, lo contrario sería que nos anularan. La muerte. Él le contesta pensando en voz alta y mirando el vacío. —¿Qué habría después de eso? —No lo sé. De pronto se abre una enorme puerta simulada en una de las paredes, que comunica con otra sala. Entran creyendo que tendrán una respuesta a todas sus incógnitas. Está casi en penumbras y en el medio hay un círculo de luz. Allí se ubican, mientras en las cuatro esquinas se encienden luces rojas. Presienten lo peor y se abrazan. De esas luces parten rayos que impactan sobre sus cuerpos unidos. Después de unos minutos. Solo queda una masa negra de cables, baterías y circuitos quemados y líquidos blancuzcos que se derraman sobre las chamuscadas epidermis.

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Elisa Leniol

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angelenio@gmail.com 90


V elos “Antes no era una mujer, era primero una miope, es decir una enmascarada. Nadie ve los ojos detrás de la máscara de cristal” Hélène Cixoux

Abro el ojo derecho. Veo todo borroso, o sea como cuando no uso los lentes. Intento abrir el ojo izquierdo, lo siento pesado, me duele un poco. Al fin lo logro, y no entiendo: los objetos tienen formas definidas, de colores distintos. Una bata celeste que creía desteñida es de un tono azulino, un saco naranja oscuro, de un rojo furibundo, las plantas del patio que veo a través de la ventana tienen luminosidad, el cielo celeste está radiante y el aire más transparente. Para ver claramente tengo que cerrar el ojo derecho, lo que me incomoda bastante porque no puedo distinguir las letras. La oftalmóloga me recomienda unos lentes que se venden en los kioscos para salir del paso y me sugiere operarme el otro ojo. No dudo un instante, si duró todo apenas quince minutos. *** Salgo sola a la calle, cuesta. Me siento indefensa. ¿Es que las gafas me protegían? Tengo la tentación de volver a buscarlas. *** Cuando hacía teatro, las salidas a escena eran traumáticas: al apagarse las luces, los pasillos entre los cortinados se transformaban en pozos insondables, me aterrorizaban, mis compañeros me tenían que llevar de la mano para ubicarme. *** 91


Voy a la cocina, quiero hacerme un té, prendo un quemador para poner la pava, y quedo asombrada: hasta ayer la llama era celeste, densa, ahora es azul eléctrico, transparente, con destellos anaranjados, la miro fascinada. He descubierto algo nuevo. *** Miro detenidamente la cuadra donde vivo, como una turista. Distingo con claridad los edificios de la vereda de enfrente, incluso a través de las ventanas —lámparas, algún mueble, el televisor—, hacia el horizonte me sorprende el verde de las copas de los árboles que enmarcan la calle. Recorro la avenida, no necesito acercarme tanto a las vidrieras, un negocio de ropa hindú, que siempre me había parecido deprimente, ahora resalta por sus colores brillantes. Al cruzar una esquina, puedo ver el cartel indicador del nombre “Terrero”. *** Me preguntan cómo me animé después de lo que le pasó a mi mamá. Perdió el ojo y tuvieron que colocarle uno de vidrio, quedó prácticamente ciega. Se transformó en una inválida. Tratamos de ser sus ojos… *** Acabo de encontrar una telaraña en un rincón del techo del dormitorio, me desespero y voy a buscar un plumero alto para quitarla. Antes no la hubiera visto, empiezo a recorrer todos los rincones, aterrorizada porque me invadan. Me preocupa que esta mayor percepción de lo que me rodea, me absorba más tiempo para eliminar polvos y alimañas, que hasta ayer, estaban ocultos. *** 92


¿Qué veía cuando creía que veía? El color verde del parque en primavera, las flores del jacarandá, ¿eran de ese color? No puedo reconstruir lo que dejé de ver, es parte de lo que perdí, ya no lo puedo recuperar. “Los anteojos son tenedores flojos apenas buenos para atrapar pequeños trozos de realidad”. *** Me levanto a la mañana, semidormida, automáticamente busco los lentes en la mesita de luz, hasta que me doy cuenta de que ya no los necesito. Cuando me voy a vestir, también hago el gesto de sacarme los anteojos, para pasar la prenda por la cabeza sin dificultades. Estos hábitos me acompañaron desde los doce años. ¡Cómo lloraba cuando los italianitos del barrio me llamaban “cuatrochi”! *** Papá también usó lentes desde chico, de mucho aumento, la gente les decía “culo de botella”. Los ojos se le veían muy chiquitos. Viví preocupada por si yo heredaba su miopía. Y casi, casi llegué… Muchas veces hice un experimento: de noche me levantaba de la cama y trataba de ir a la cocina a tomar un vaso de agua sin prender la luz, o cuando me bañaba cerraba los ojos. Me entrenaba por las dudas. *** Una pesadilla recurrente: estoy en una avenida, nada, silencio total. Demasiado silencio y demasiada oscuridad. Espero un ratito, pero me parece mejor seguir caminando; la falta de luz agudiza mi miopía, no veo absolutamente nada. No sé dónde estoy. Trato de acercarme a la pared para ir tanteando, pero no la encuentro. Solo hay vacío. Supongo que estoy cruzando alguna calle, aunque no recuerdo haber bajado el cordón de la vereda. Mejor es avanzar, quizás me tope con alguna pared que 93


me oriente. Conozco casi de memoria ese trayecto, cada casa, negocio, las cortinas de los locales, los kioscos, por donde pasaba todos los días cuando volvía de la facultad, y ahora también, del trabajo. Pero tengo el temor de que aparezca un vehículo, que no me llegue a ver por la falta de luz y me atropelle. Mis pies me llevan, ya no sé en qué dirección, porque no vuelvo a subir a ninguna vereda, tampoco rozo más una pared. Grito… *** Salí del quirófano con la sensación de que me habían dado una trompada en el lado derecho de la cara, sobre el arco superciliar, como si hubiera estado boxeando, pero dura unas pocas horas. Todo lo que me rodea adquiere su verdadera dimensión, lo que quiere decir que durante más de sesenta años percibí el mundo como si fuera una escenografía, todo plano y de colores sepia. *** Los días pasan, sin embargo mis hijas me dicen que todavía me ven rara, me conocieron con lentes, fueron parte de mi rostro. En cambio mis nietos después de la primera impresión, ya lo toman con naturalidad. Cuando eran bebés, jugaban a sacármelos, ahora, la más chiquita, tendrá que inventar otro juego. Ángel, mi esposo me conoció con anteojos, ahora dice que me descubre nuevamente, se ha enamorado de otra mujer, distinta. *** “Katarraktes” palabra griega: es aquello que se precipita desde arriba. Los antiguos creían que los humores del cerebro coagulados caen y se derraman por delante de la vista. Cajal, describe esta patología ocular como “el telón que oculta el mágico teatro de la vida”. 94


*** “Nunca había tenido que soportar su propio rostro”. Me miro detenidamente en el espejo, no me reconozco del todo, distingo claramente una por una mis arrugas, mis ojeras, también mis varias cicatrices, hasta hace poco como que no las veía, no las veía, pero ahí están, imposibles de maquillar, recordándome sus historias. Ahora puedo mirar mis pies y sus dedos; aunque parezca mentira, yo no llegaba a verlos con claridad, por lo que recurro desde hace más de diez años a un podólogo que se dedica a hacer su mantenimiento, a pesar de lo cual siguen siendo feos; me convenzo de que, definitivamente, no puedo usar sandalias abiertas. *** ¿Cuántas personas habrán pensado seguramente que yo era una maleducada al no saludarlas, porque no las veía? ¿Cuántas personas entonces no conocieron mi mirada y no me conocieron detrás de los lentes? La mujer que trabaja en casa me dice: —Sabe, yo no sabía cómo eran sus ojos.

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C afés

Son las seis de la tarde, estoy en la calle y muero por un café. Le escapo a esas confiterías remodeladas, con grandes ventanales donde los sonidos y las voces se multiplican, limitando las charlas íntimas. Por fin encuentro uno que parece acogedor, de estilo antiguo. Ni bien abro la puerta, el aroma a café y medialunas recién horneadas me envuelve. Hay pocas mesas disponibles, la mayoría ocupadas por mujeres, quizás por el horario. Consigo una junto a la ventana. Cuando viene el mozo, además de un cortado en jarrito y una medialuna de grasa, le pido un diario por vicio nomás— a esa hora las noticias ya son viejas. Empiezo a leer los títulos, pero me atrae más observar qué ocurre en las mesas vecinas y practicar una de mis costumbres favoritas: escuchar las conversaciones ajenas. Tres mujeres jóvenes, en la mesa a mi espalda, hablan sobre cuestiones laborales, comentando la actitud agresiva de un jefe para colmo incompetente. En la de la derecha, dos chicas que aparentemente estudian una carrera jurídica, analizan artículos del Código Civil y Comercial. En la de enfrente, el volumen que alcanza una discusión política sobre las próximas elecciones, —protagonizada por dos muchachos y tres jovencitas seguramente estudiantes secundarios—, me permite ser testigo de un debate más interesante que los de la televisión. No sé a cuál prestar atención. Hasta donde puedo oír, no se habla de modas ni de cocina ni de los problemas con la servidumbre, ni de fútbol ni de amores contrariados. Pensar que hasta los años sesenta los cafés eran feudo casi exclusivo de los hombres, las mujeres solo iban con sus maridos después de una salida al cine o teatro, y excepcionalmente con sus hijos varones. Cuando me llevaban a ver dibujos animados, después íbamos a tomar algo: papá y mamá se pedían un café y a mí una naranjada, que mucho no me gustaba, pero que el mozo me sirviera me hacía sentir importante. Claro que existían las confiterías tradicionales, Las Violetas, El Molino, adon96


de iban las damas de clase media alta a tomar el té a las cinco de la tarde, con masas y sandwichitos de miga. Luces cálidas, con revestimientos en madera, columnas de mármol al techo, mesitas también de mármol, sillas thonet tapizadas en cuero, con posabrazos, frescas, acogedoras, que invitaban a quedarse un largo rato. Un pretendiente platónico, que nunca tenía un mango, solo me invitaba a tomar café. Eso sí, elegía este tipo de confiterías señoriales: la London de Flores, la de Córdoba y Cánning, nos quedábamos horas charlando y leyendo a Neruda, Hernández, Vallejo. A fines de los cincuenta, yo cursaba en la facultad de Ciencias Económicas; al principio estudiaba en la biblioteca, pero era aburrido, solitario, demasiado silencio, así que con cierta timidez empecé a incursionar en los bares de los alrededores: me hice habitué de todos desde Córdoba y Pueyrredón hasta Córdoba y Callao; según mi ánimo entraba al “Bar del Estudiante”, —el murmullo era como el bajo continuo en las música barroca— mesas sin manteles, pero en el que se podía estar varias horas con solo un café, no muy bueno, o al “Del Carmen”, más tranquilo,—tenía un reservado para familias, mesas con mantel—,aunque menos simpático porque te obligaban a una consumición por hora; eso sí, allí el café era más aromático. Me volví cafeinómana. Siempre había mesas ocupadas con estudiantes de todos los géneros, se confraternizaba, se compartían tostados, una se enteraba de historias familiares, anécdotas de exámenes, amores frustrados. Recuerdo uno en especial, el Paulista, casi esquina Pueyrredón, donde preparé las últimas materias con varios compañeros de mi curso; en las mesas aledañas había grupos de estudiantes de medicina, farmacia, odontología, estábamos tardes enteras, especialmente sábados y domingos. En las interrupciones forzosas para recuperar energía, nos trenzábamos en discusiones políticas —eran los años de la posrevolución cubana—, filosóficas y, sobre todo, escatológicas entre futuros médicos y futuros contadores. Los aspirantes a dentistas nos amenazaban con sacarnos las muelas con una pinza, los far97


macéuticos nos ofrecían atractivos comprimidos euforizantes, y los futuros médicos trataban de impresionarnos, contando con lujo de detalles cómo se destripaba un cadáver, describiendo puntillosamente cada huesito, cómo abrían el corazón, el hígado, con toda la intención de horrorizarnos, mientras nosotros tratábamos de que entendieran algo sobre la conformación del Producto Bruto Interno, y el análisis de los costos del café de los gallegos. En esas circunstancias hasta los mozos participaban. De esos encuentros aprendí un montón, entre otras cosas a escuchar malas palabras, y a usarlas adecuadamente, (en casa estaban prohibidas). Algunos sábados salíamos en patota al cine Lorraine a ver las películas de Bergman: “El séptimo sello” o “Un verano con Mónica”, a veces aparecía alguna invitación para una fiesta de no sé qué facultad y ahí íbamos cargando gaseosas, unos vinos, los libros, y suficientes atados de Jockey. Se formaban parejas, que no duraban demasiado, no había mucha compatibilidad entre apasionados por los enigmas del aparato reproductor y exaltados defensores de las teorías malthusianas. Como era la única mujer en mi grupo de estudio, me convertí en confidente, compinche y consejera sentimental de mis compañeros. Me sentía muy cómoda con los varones, mejor que con las mujeres, parecían menos competitivos, más sinceros. Ellos en compensación, me buscaban candidatos, trataban de hacerme “pata”, pero ninguno me venía bien: que era muy gordo, o muy arrabalero, hincha de futbol, o anticastrista, inaceptable para mí, en esa época de militante comunista. Hubo uno, casado y con una hija, (tampoco muy atractivo), que me perseguía tanto, que tuve que pedirle que no viniera a estudiar más con nosotros. No había duda: yo era muy selectiva y exigente. Pero la amistad, aunque transitoria con mis compañeros tuvo un efecto contundente: mejoró mi autoestima. Me río sola, recordando esa época. Debo haber hecho algún gesto porque el mozo se acerca: —¿Otro café? Lo miro, vuelvo al presente, sin pensar le digo que sí, los recuerdos lo merecen. 98


Cuando me voy, ya casi de noche, cambió el público: más hombres, algunos solos, o en grupo y varias parejas, el volumen de las conversaciones es menos eufórico que a la tarde, hay un cambio de clima. Hoy las mujeres nos reunimos, igual que los hombres, para contarnos cosas, festejar cumpleaños, discutir de política o porque sí, por puro placer, a degustar distintos tipos de café, y revolver con la cucharita pensamientos y recuerdos.

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Germ谩n L贸pez

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garua35@hotmail.com 102


El

gerente general

Sonó el teléfono personal del gerente de contaduría. Desde el fondo de una caverna, escuchó la voz untuosa de su informante (una manera de llamar al encargado de servir el café en las reuniones de directorio, que lo mantenía al tanto de las novedades a cambio de un generoso agradecimiento): —Usted es el nuevo gerente general, acaban de designarlo por mayoría casi unánime. Recorrió su cuerpo una poderosa ola de calor, se apoyó fuertemente en el respaldo del sillón y contestó con voz ajena: —Gracias. Dio un puñetazo triunfal sobre el escritorio. Lo habían elegido, era el ganador. Cobranzas, el otro candidato, no era un mal tipo. Al iniciarse la competencia, tenía dudas sobre sus posibilidades de triunfar y si era justo que eso sucediera. Cobranzas había ingresado en la compañía como mandadero, prácticamente de pantalones cortos, y llevaba acumulados más de cuarenta años de trabajo sin pausa, con lealtad y confianza en el reconocimiento empresario. Era querido por la gente, un verdadero ícono. El ascenso habría sido la coronación de su larga carrera. Pero casi enseguida, se tranquilizó pensando que el futuro no era de nadie, que debía apresar el suyo, que aquí y ahora, era la consigna de su tiempo y la suya propia y que la justicia era un problema del Buen Dios. Debía ir a la guerra, y la guerra es la guerra; entendido esto, utilizó todos sus recursos para vencer. Dieron resultado las interminables jornadas de trabajo, la disciplina y austeridad de sus oficinas, el cumplimiento de sus funciones con el mínimo de recursos y la habilidad para que todo eso se conociera en la Dirección. Había sumado algunas pequeñas deslealtades, zancadillas habituales en una competencia tan dura: sugirió, casi como al descuido, que la empresa necesitaba sangre joven para seguir con los éxitos, que la creati103


vidad imprescindible para los negocios era devorada por la edad y que no todas las decisiones de Cobranzas eran aciertos; su estrategia fue perfecta, estas ideas llegaran al Directorio, y los que debían elegir, inconscientemente, las asumieron como verdades ineluctables. El resultado de su pelea cabía en una palabra que adoraba: éxito. Pero, ya en el triunfo, no convenía tener cerca prisioneros heridos en su amor propio, ofrecería a Cobranzas, un apetecible retiro o un puesto brillante en alguna sucursal remota. Después lo pensaría, sin apuro. Quería homenajearse. Pensó la manera: iría a cenar al mejor restaurante de la ciudad, ¿con quién? ¿Con Legítima, su esposa o con la bella Incondicional? Pensó en ambas mujeres, “son mi paisaje amoroso, bueno, digamos afectivo”. Legítima lo acompañaba desde aquella aventura efímera que fue la Facultad de Letras. La conoció durante el único año que pudo resistir a esos horribles seres que querían imponerle las declinaciones latinas y otros arcanos inescrutables. Le gustó su desenfado sexual y su habilidad para hacerle creer que era un atleta del orgasmo. Todo marchaba armónicamente hasta que ella descubrió una intrascendente infidelidad con una desconocida que no le importaba nada. Nunca supo cómo se dio cuenta aunque seguramente él mismo se lo había sugerido para disciplinarla. Pero ella no hizo la escena de histeria esperada, su reacción fue acostarse con un desconocido que a ella no le importaba nada. Él insistió con su proceder y ella con su respuesta, finalmente y en un intento por controlarla, se casó con ella. No eran felices, pero no tenían mala relación. Un muy buen pasar, diálogos breves e intrascendentes y el amor a intervalos regulares, eran una rutina saludable e inofensiva. Finalmente, Legítima había abandonado el hábito de la revancha porque ya no le importaban sus infidelidades, tal vez tampoco él. Lo positivo es que había aceptado su código de convivencia pacífica, una de cuyas reglas fundamentales era que jamás lo contradijera en público, aún a riesgo, en ocasiones, de parecer un poco estúpida. 104


A Incondicional, la había conocido en una fiesta familiar, e inmediatamente se dio cuenta de que la había impresionado. Ella era una joven realmente hermosa, militaba en la vida a pura pasión. Hablaban de política, y él dijo, previendo su reacción, que la CIA era inocente de los golpes en América Latina, ella con furia y escándalo desplegó frente a él toda su batería de izquierda. No le prestó la menor atención, estaba seguro de que su agresividad tenía algo de real, pero también de inconsciente actuación, para irritar y excitar al macho combativo que había creado en su imaginación. Esa noche hicieron el amor. Después, los encuentros a escondidas, los reproches, el llanto y el adiós definitivo hasta la próxima llamada de él. Decidió invitar a Incondicional, su conversación era más divertida y tenía ganas de acostarse con ella. Imaginó la noche, en el restaurante de siempre, el saludo solemne del maître, homenaje plebeyo que aceptará con una sonrisa imperceptible, la cena con el mejor champán, la ceremonia de la seducción, miradas, manos y la última copa en el departamento, el amor, el cigarrillo de después y la despedida. Ella pedirá que se quede, él dirá que es imposible, ella, que está harta, él que deben esperar un poco y que todo se va a arreglar. Aceptarán, una vez más, esa mentira. Ya en el pasillo, la oirá llorar y mirará ansioso las luces del ascensor deseando su pronta llegada para evitarse el mal momento. Salió de la oficina y se dirigió a su secretaria que esperaba con impaciencia el permiso para retirarse: —Discreción, por favor llame a mi casa, avise que he tenido que salir de urgencia para recibir a los empresarios japoneses y que no me esperen a cenar. —¿Qué empresarios japoneses, señor? La miró fijamente, y Discreción bajó la vista. —Ya mismo llamo, señor. El teléfono de Incondicional no respondió. Le dejó el mensaje que pasaría a buscarla para la cena a las veintiuna. Siguió trabajando hasta cerca de la hora. 105


Subió al ascensor de acero inoxidable para el personal de dirección. La voz metálica le informó que se encontraba en el piso treinta y seis y bajando. Pensó en sí mismo, su historia era más bien simple, recordó a su padre, segundo jefe de una oficina polvorienta del Correo y a su madre cuya imagen no podía separar de una enorme pila de ropa para planchar y la radio prendida a toda hora. Llegada la adolescencia, vinieron las discusiones. Su padre sostenía que trabajo y tiempo eran el camino para progresar, que las cosas realizadas a conciencia, con responsabilidad y constancia hasta la jubilación permitían a un hombre vivir, mantener a su familia y sentirse satisfecho y que no era necesario andar buscando negocios como quien explora en la basura. Él no aceptaba la teoría, pensaba que el dinero y las oportunidades estaban en la calle y los cambios. Apenas terminada la facultad, se fue a vivir solo. La madre lloró y el padre no le habló durante un mes. La realidad empezó a darle la razón. Se le dibujó una sonrisa, no de ternura sino de nostalgia por aquel tiempo, el único en que se había sentido querido. Pensó “mi viejo es un perdedor, pero entre los dos hicieron lo que pudieron, por eso los tengo en el mejor Hogar de Buenos Aires, no quiero que ni ellos ni yo seamos menos que nadie. Cuando voy a verlos les llevo algo rico. No puedo esperar un panorama muy variado. Mamá siempre llora y papá le sigue echando la culpa a Perón de la ruina del país. Se quejan de que voy poco a verlos, pero realmente no tengo tiempo, vivo resolviendo problemas, y ellos son uno de los tantos”. Llegó a la casa de Incondicional, hizo un guiño al portero, le deslizó en un bolsillo un pequeño soborno y estacionó el auto en las cocheras exclusivas para los habitantes del edificio. Entró con su llave al departamento y sorprendido primero y disgustado después, encontró a Incondicional vestida de riguroso entrecasa. —Creí que habíamos quedado en ir a cenar. —Lo decidiste sin preguntarme qué quería hacer. No tengo 106


ganas de cenar con vos esta noche, quiero quedarme en casa sola y esperar a que me vuelvan las ganas de verte. Él pensó “está irritada, debo medir mi enojo, ahora toca llorar, la abrazo, le digo que la adoro, que me nombraron gerente general, le aseguro con absoluta seguridad, que a partir de ahora nuestras vidas pueden cambiar y que vaya a vestirse y ponerse tan linda como siempre”. —Pero ¿qué te pasa, querida? Yo… —¡Me pasan cosas desde hace mucho tiempo! ¿Cuándo te vas a dar cuenta de lo que me pasa? ¿Cuándo vas a mirar más allá de tu ombligo? Me pasa que estoy harta de esperar que ese teléfono suene, que nunca se te ocurra pensar que existo, ni me preguntes cómo estoy, que tenga que vivir tu presencia como un privilegio, que seas, permanentemente, el señor “que tiene que irse”, que tenga que llorar detrás de las puertas que cerrás. Mirá, hoy no quiero verte, por favor, andate. “¡Mierda, esto sí que es nuevo! No la escena, ni los argumentos que son de folletín, pero sí su mirada dura, con la tristeza impenetrable del mineral. Ni ella se da cuenta de lo definitiva que es su actitud. Cualquier cosa que le diga será inútil, ha decidido escucharse a sí misma. Debo hacer algo teatral y suficientemente dramático para intentar hacerla reaccionar”. —Está bien querida —dejó las llaves del departamento sobre la mesa, con un gesto heroico. Cubriendo los ojos de Incondicional las lágrimas contenidas brillaban como cristales congelados. No escuchó su llanto cuando cerró la puerta. “Me voy a casa, si Legítima pregunta, le invento un problema a los japoneses y chau”. Mientras manejaba sintió una tremenda opresión sobre su pecho. “Es como si una boa se hubiera metido bajo mi camisa, es una tristeza macho que no conocía. Tal vez tenga que ver con el fracaso”. Cuando llegó a la casa le llamó la atención el silencio que reinaba. Fue a buscar a Legítima en la cocina, allí estaba solamente María, que hacía sus últimas tareas antes de retirarse. 107


—¡Hola, María! ¿Dónde está la señora? María se sobresaltó porque no esperaba a nadie, pero se repuso inmediatamente: —Buenas noches, señor. La señora me dijo que usted llegaría muy tarde esta noche, o quizá no vendría y que ella se iba al cine con su amiga, la señora Apariencias, y que seguramente se quedaría a dormir en casa de ella. Generalmente, las decisiones de Legítima lo irritaban, lo sorprendió descubrir que esta vez su disgusto fue mucho mayor que lo habitual, pero no dijo nada. Recordó que tenía una botella de champán en la heladera. “Voy a festejar después de todo”. Abrió la heladera, descorchó la botella y sirvió dos copas sobre la mesa de la cocina. —Acérquese María, hoy me ha pasado algo muy importante y quiero festejarlo con usted. María terminó su tarea, se secó las manos. —Perdone, señor, pero no bebo y además me están esperando en casa —sonrió María—y usted sabe cómo son de exigentes los hijos y los maridos. Él se sentó, se sentía sorprendido, absurdo y estúpido. Se quedó en silencio. —Buenas noches, señor. María abandonó la cocina, se puso el tapado y salió por la puerta de servicio. Él apenas murmuró: —Hoy me nombraron gerente general —y bebió un pequeño trago.

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F uimos

nosotros

Bermúdez es joven, atlético, la cara rosada, detrás de sus anteojos negros, dos ojillos celestes y huidizos recorren los lugares en todos sus detalles a increíble velocidad. Camina elástico, casi con alegría, lleva una gruesa carpeta bajo el brazo. Aunque hace tiempo que trabaja en lo mismo, parece un joven que marcha hacia un nuevo empleo o un estudiante que acaba de aprobar el último examen. Se cruza con una niña que lleva un pequeño fox terrier en sus brazos. El perrito le ladra, él le hace un gesto amistoso al animal y sonríe a la niña. Como si fuera parte de su paisaje habitual, sigue su camino sin molestarse por la leve neblina que no moja ni impide ver pero dificulta la respiración. Entra al inmenso y sólido edificio, que ocupa toda la manzana. En el parque un grupo de hombres hacen ejercicios con armas. Los guardias de la puerta lo saludan cruzando el brazo derecho sobre el pecho y golpeando los tacos. Atraviesa el enorme hall de entrada, completamente vacío, solo algunas columnas y las jaulas de los ascensores como decorado. Para mantener el estado atlético, sube a los saltos por la escalera, que alguna vez fue blanca pero el tiempo, los muchos pasos y otras cosas la hicieron gris. Está obscura, como habitualmente. En cada descanso una ventana ovalada da sobre los techos de un barrio silencioso. Alguien dejó una de ellas abierta la noche anterior y la lluvia formó sobre la pared un dibujo que la hace parecer un ojo cuyo maquillaje se ha corrido. “Una puta llorando” piensa Bermúdez cerrándola y riendo de su ocurrencia. En el cuarto piso, recorre el largo corredor en cuyos costados hay dependencias iluminadas, con escritorios y archivos metálicos, y gente buscando papeles. Se dirige hasta la oficina del fondo cuyas puertas cerradas, están custodiadas por dos hombres armados, uno parado frente a ellas y otro en un escritorio junto a la pared. Al costado un cartelito negro anuncia CNMD - JEFATURA. Se detiene a cierta distancia de los guardias y dice a modo de presentación: 109


—León Azul quiere presentar su informe, la consigna de hoy: Honor o muerte. El del escritorio lo saluda de manera reglamentaria y golpea suavemente la puerta, cuando le responden, anuncia a León Azul. De adentro una voz áspera dice algo ininteligible. —Pase —dice el guardia. Entra con la alegría de pensar que ha cumplido exactamente los deseos del jefe y que va a recibir su reconocimiento. Con la mano derecha tocándose el corazón, saluda a viva voz con la fórmula vigente, “Buen día, señor, honor o muerte”. El jefe responde con un gesto desganado. —No grite Bermúdez y siéntese. Quiero que lea el Boletín del Gobierno mientras termino de escribir esta nota. Sorprendido Bermúdez, porque no era lo habitual comenzar así la reunión, toma el boletín y lee. “Resolución 135. A partir de la fecha que establecerá este Poder Ejecutivo y Único, se eliminarán del lenguaje de nuestros ciudadanos, oral y escrito, el uso de todos los tiempos y modos verbales utilizados para referirse al pasado. Se apoya esta disposición en que el país ha sido refundado bajo nuevos principios, y que de aquí en adelante viviremos un eterno presente, el pasado ya no existe y dichos tiempos verbales conllevan una sensación de nostalgia que desanima a la población disminuyendo su rendimiento en el trabajo, y especialmente a la tropa en la operatoria de sus deberes, lo que constituiría un peligro en nuestra preparación bélica si nos viéramos amenazados por países vecinos. Los ciudadanos que lo requieran, serán capacitados por un entrenamiento intensivo que se deberán costear, a cargo de instructores del Estado. Están exceptuados del cumplimiento de esta ley los funcionarios del gobierno.” El jefe le extiende la nota que acaba de firmar. —Esta nota se publicará como una advertencia a la ciudadanía en general. Para usted a partir de este momento es parte de su trabajo. 110


ADVERTENCIA A LA POBLACIÓN “A raíz de la Resolución 135, se produjeron actos de protesta organizados por grupos de inadaptados que se adjudicaron la representación de historiadores, anticuarios, estudiantes de letras, escritores y lectores, los cuales han sido rápidamente reprimidos por las fuerzas del orden. Como consecuencia, algunos de los manifestantes permanecen hospitalizados y se espera su recuperación para interrogarlos, otros están detenidos y unos pocos, evidentes cabecillas de la protesta, que fueron vistos por última vez en dependencias de las fuerzas de seguridad, se suponen fugados porque se desconoce su paradero. Para evitar estos hechos de violencia se advierte a toda la población que debe denunciar la violación de esta resolución o la reticencia o la resistencia al cumplimiento de la misma. Quien no lo hiciera será considerado cómplice a los efectos penales.” —Agregue este control a sus tareas. —¡Por supuesto! —dijo Bermúdez—, las resoluciones están para ser cumplidas. Piensa si se podrá realizar el ideal de un hoy eterno. Se propone cumplir con la Resolución 135 a partir de ese momento. —Ahora a lo nuestro, desde ayer estoy esperando su informe sobre el Politécnico. Me quiere decir ¿qué carajo hizo? —Hay mucho para contar y el informe es toda una noche de trabajo, señor, incluye hasta fotos de los sospechosos. ¿Quiere que le diga algo, señor? Los institutos educativos pueden ser un excelente coto de caza. —No sea torpe, Bermúdez. Nosotros pertenecemos a la Central de Neutralización de Motines y Desórdenes, y nuestra misión no es cazar gente como si fueran animales. Nuestra función es la seguridad del Estado, ¿entiende?, y ¿qué es lo que trae inseguridad a un estado?, no es la gente común, que como sabemos, es incapaz de un grito, esos no joden, son esos hijos de puta de revoltosos los que dan trabajo. ¡Sostener que cada uno puede pensar y decir lo que le da la gana! ¡Y se animan a hacer de eso una bandera! Esas ideas son importadas por extranjeros acostumbrados a vivir sin Dios ni orden y son unos malagrade111


cidos de todo lo que les da nuestra patria, ¿y cómo se lucha contra esos profesionales del complot?, ¿cómo hace el organismo cuando lo invaden cuerpos extraños?, alarma general, fiebre y hasta dolor, pero todo se prepara para la aniquilación del extraño. En nuestro Estado el hombre considerado un ser individual ya no existe, nuestra sociedad es incluyente pero implacable, dentro de ella todo, fuera, nada. Cada ciudadano debe pertenecer a la nueva cultura o ser absolutamente excluido, pero nadie es una pieza de caza, tenemos moral y castigamos en nombre de una ética. ¿Entiende esto? Bermúdez se asombra de la claridad con que su jefe puede definir lo que es en él poco más que intuición, un sentimiento confuso. —Señor, usted dice que no somos cazadores, pero si viera las caras durante las operaciones de captura, interrogatorio y neutralización, diría que son las de bichos asustados. —Usted no está aquí para opinar. Muéstreme el informe. Orgulloso, pone sobre el escritorio su gruesa carpeta con hojas impresas y fotografías, queda esperando con una sonrisa confiada la aprobación del jefe. El otro la mira con desgano y la aparta con el dorso de la mano. —No voy a leer esta guía sobre las variedades del aburrimiento. Me esperan para un interrogatorio, así que mejor me lo cuenta rapidito. —Bueno, voy en las horas de clase al Politécnico, me meto entre los estudiantes, con cuadernito y todo —ríe—, entro en una clase donde el profesor habla de una teoría que llama de conjuntos. Ese nombre me disgusta, me molesta la palabra conjuntos. —Porque usted es un prejuicioso. Hay conjuntos buenos, por ejemplo nosotros, somos un conjunto de hombres y mujeres que venimos preparándonos desde jóvenes como reserva moral. Mientras nuestros compatriotas duermen o se divierten o pasean con sus hijos nosotros aprendemos a ser sus ojos vigilantes y su brazo protector. Ahora, si usted me habla de conjuntos de tipos que quieren hacer cada vez menos por el país, 112


huelguistas, atorrantes y eso… —Voy a contar solo lo que pasó y no ser eso que dice usted… ¿cómo es? —Prejuicioso. —Bueno, el tipo explica cómo actúan estos conjuntos entre sí. Aburrido, lo escucho hasta el final. pero no hace ningún comentario a favor ni en contra por lo que lo califico como “medio sospechoso en observación”. —No existe el medio sospechoso, por otra parte usted debe saber que el miedo es una manera de desanimar al enemigo o al probable enemigo, que nos teman por nuestra justicia inclemente y que sepan que en todas las guerras mueren inocentes, eso aumentará su miedo y su prudencia. Por otra parte, si cometemos un error, ¿quién va a juzgarnos? Solo Dios y la Patria podrían. Pásele los datos al sector Capturas para que deriven al profesor “conjuntos” desde la clase o desde su casa a Interrogatorios. —Ellos son un poco brutales, señor. —Siga. —Cuando salgo del aula encuentro un grupo de estudiantes que comentan muy entusiasmados una conferencia. Pregunto a uno el tema de la charla. Me dice: —La libertad de pensamiento. El profesor habló sobre Giordano Bruno y sus teorías que desafiaron las ideas religiosas de su tiempo, y que prefirió todo tipo de sufrimientos antes que renunciar a ellas. Discutimos entre todos y adoptamos como conclusión una frase, se la leo: “La libertad de pensamiento es la búsqueda primordial del hombre y llegaremos a obtenerla pese a los tiranos que buscan aterrorizarnos con su violencia, sus dogmas y sus leyes injustas”. Y lo dice alegremente, como si estuviera ante un magnífico descubrimiento. El jefe se puso pálido, se siente nauseoso, realmente mal. Con un hilo de voz le dijo: —Inicie el procedimiento de neutralización completa del profesor ese. —Bien, señor, ¿y con el otro revoltoso? 113


—Lo mismo, pero… ¿qué otro revoltoso? —Ese tal Giordano Bruno. —Hace quinientos años que lo mataron. —¡Ah bueno! —dijo aliviado Bermúdez ¿Y quiénes fueron?, perdón por el verbo en pasado. —Fuimos nosotros.

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Fabiรกn Moauro

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fabianmo@gmail.com 116


H asta

que la muerte los separe

Quiere quedarse un rato más durmiendo, pero el ruido de los golpes sobre la madera lo tienen podrido. Hace muchos años que no puede descansar un rato más sobre el mejor y más suave acolchado que se pueda comprar, disfrutando de la oscuridad y el olor a roble que lo rodea. La elección del lugar más tranquilo de la edificación, lejos del ruido y de la molesta luminosidad carecían de sentido desde que ella había aparecido. Otra vez los nudillos que pegan en el marco y esa voz chillona que lo pone loco y le reclama que se levante para poder arreglar todo lo que tiene pendiente en el hogar. La construcción pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones y, por más que le pareciera demasiado grande, era impensable mudarse. Tendría que haberla conocido más antes de cometer el error de elegirla como su segunda mujer para el resto de vida. Ringo Bonavena decía que la experiencia era como un peine que se obtiene al quedarse pelado por el paso de los años. Según los diferentes terapeutas, la había elegido por impulso a causa de la soledad. Después de enviudar, cayó en una depresión, era normal tras los muchísimos años de convivencia con su ex. Recurrió a diferentes técnicas, psicología, counseling, control mental, ¡hasta hipnotismo! Pero ningún profesional duraba más que unas pocas sesiones. Entonces la conoció a ella. Hermosa, no muy inteligente, pero sí ambiciosa y aceptó el trato que él le propuso. Otra vez esa voz aguda, los gritos para que se levante y la interminable lista de cosas que tiene que reparar o limpiar. Lo peor es que no hay forma de librarse. El “hasta que la muerte los separe” no sirve. Eso le hizo pensar que la naturaleza es sabia, después de todo. 117


Abre el cajón y la ve mirándolo, de brazos cruzados, eternamente hermosa, y con su eterna cara de culo también. Anocheció hace quince minutos. Lentamente comienza a incorporarse. Le encantaba el chirrido de las bisagras al levantar la tapa suntuosa. El castillo es inmenso. Trabajará nuevamente toda la noche. Llevaba casi ciento treinta años haciendo reparaciones ante la vigilancia de su mujer y calcula que tenía para otro tanto más. Su anterior esposa, que dios no tiene en la gloria, no lo jodía. Se contentaba con ser hermosa para toda la eternidad. ¡Maldito asesino Van Helsing!

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Mi

primer laburo

Mi viejo me despertó a los gritos la madrugada del 23 de diciembre de 1999, exactamente a las 11.45 horas. Hacía calor y no sé qué era más ruidoso: el ventilador de techo o la perorata del viejo. Otra vez con la queja de que estaba podrido de mantener a un vago de 30 años, que tenía que buscarme un laburo, que eso de la astrofísica era muy lindo para versear minitas y tomar cervezas hasta la madrugada, pero que nunca traía un mango, que los impuestos, que el morfi, etcétera, etcétera... Que si salía a enfrentar la vida, la vida me iba a recompensar. La diferencia fue que esta vez me tiró con un montón de ropa por la cabeza. Empecé a putear por el calor que hacía, hasta que me di cuenta de que era un disfraz. Un disfraz de Papá Noel. El guacho del tío Dany me había conseguido un laburito con un amigo para repartir volantes disfrazado de ese gordo pelotudo. El hermano de mi viejo era otro más que estaba empecinado en que laburara a su manera. Muchas veces me había querido enganchar para que trabajara en su lavadero de autos. No lograba que entendieran que un astrofísico no podía distraerse con esas boludeces. Pero el viejo me amenazó con venderme la computadora y no darme más guita para las cervezas. No tenía opción. Agarré el papelito con la dirección adonde tenía que ir, puse el traje en una bolsa de consorcio negra y, después de vaciar la heladera de las sobras de la cena, me fui al puto centro en el 109. Como me quedé dormido, me pasé 3 paradas, así que tuve que caminar nueve cuadras hasta casi Florida y Córdoba, allí estaba el negocio donde tenía que ir a buscar los volantes y empezar a laburar. No entendí por qué un judío contrataba un Papá Noel para promocionar su negocio, pero bue... ninguno de los dos tenía 119


ganas de hablar. Un par de gruñidos, me dio los papeles y cabeceó señalando una puerta del fondo para que me cambiara. Aparte del calor no me pareció tan malo. Nadie podría reconocerme, especialmente si algún amigo estaba por ahí a esa hora. Busqué un rincón con sombra y me distraje mirando a la gente, los chicos, las parejas discutiendo por la guita que gastaban en regalos, especialmente los muchos extranjeros que había. El disfraz de Don Quijote del flaco que hacía de estatua viviente era buenísimo. ¿Cuánto tiempo había practicado para lograr no mover ni un solo músculo? Estaba casi agarrándome una modorra cuando sonó el primer disparo. Dudé si era un tiro o la goma de una auto estallando. Pero con el segundo y tercero ya no hubo dudas. Ahí fue cuando que vi cómo caía del banquito que hacía de pedestal Don Quijote con una mancha en el pecho. Comenzaron gritos, confusión, gente corriendo por todos lados. Con ese traje de mierda, no podía correr ni tirarme al piso, entonces un tipo con camisa floreada cayó sobre mí y rodamos junto con cinco o seis personas más. Me lo saqué de encima, y pude verle el agujero que tenía en la cabeza, y sin saber porqué lo aparté de una patada como si fuera algo contagioso. Ahí fue cuando vi la bolsa que tenía en la mano, medio abierta, con lo que parecía una pila de hermosos billetes verdes. Tampoco sé por qué agarré la bolsa, y caminé rápido hacia el shopping Galerías Pacífico. Seguían los empujones, corridas, gritos y ahora se habían sumado sirenas, patrulleros, ambulancias. Cuando entré al shopping vi que había por lo menos una docena de Papá Noel asomados a las gigantes puertas de vidrio tratando de ver qué pasaba. Me mezclé con ellos. Y después de unos minutos comencé a recorrer los pasillos, tratando de obligarme a no correr. En el baño puse el traje en la bolsa que tenía los volantes. Y salí por la puerta que da a la calle San Martín. Encontré un taxi que tomé 120


por solo quince cuadras. Me bajé y subí a un colectivo. Ni idea dónde iba. Terminé en Chararita. Nadie me seguía. Me metí en un bar y abrí la bolsa. Dólares. Muchos. Muchísimos. Calculé que medio palo. Igual sigo viviendo tranqui. Gasto de a poquito. Para no llamar la atención. Dicen que la banda que hizo el afano sigue buscando a Papá Noel.

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S uero

Cuando lo despertó el grito, no pudo dilucidar si era real o si había salido de alguna de las radios o aparatos de tv que permanecían encendidos durante toda la noche. Abrió los ojos y forzó la vista para ver si las gotas seguían cayendo. La poca iluminación que producía el antiguo televisor colgado en la pared gris y descascarada dificultaba ver el envase transparente. Sí, seguía funcionando. Caían lenta, pero ininterrumpidamente rumbo a la vena del cuerpo acostado en la cama, que roncaba suavemente gracias a los sedantes agregados al suero. La bolsa de plástico se estaba achicando. Calculó unos quince minutos para que se terminara. Según su reciente adquirida experiencia cuidando a alguien internado, era el mismo tiempo que le llevaría encontrar a una puta enfermera para que lo cambie por uno nuevo. No entendía un carajo de medicina, lo cual lo llevaba a ignorar qué efectos produciría si se acababa. Al intentar levantarse de la silla de madera el dolor en la columna le recordó que ya llevaba un tiempo durmiendo ahí sentado aunque no recordaba cuánto. Otro sonido lo hizo levantar la vista y vio al zombie, que se acercaba lentamente arrastrando los pies y babeando sangre por la mitad de la mandíbula que le quedaba. Rubiecita, ojos celestes con las venas inyectadas que hacían juego con las flores rojas de su vestido. Seguramente bonita cuando había estado viva. Lo sorprendió el ruido seco de una flecha que le entró por la nuca y le salió por su ojo derecho haciéndoselo explotar salpicando pedazos de cerebro y matándola... otra vez. En la nueva temporada de Walking Dead cada vez había menos libreto y más sangre. No era la mejor programación para ver en ese lugar pero no recordaba dónde carajo había puesto el control remoto. No tenía plata para pagarle a alguien especializado en cuidar enfermos, por lo que no tenía otra opción que hacerlo él mismo. 122


Faltaba un minuto para las once y cuarto de la noche cuando salió al pasillo en penumbras intermitentes causadas por un tubo de luz dañado. Sus pasos retumbaron por todo el corredor que era donde más se fundían las voces de los televisores, las radios am y los gemidos de agonía de las habitaciones. Se había acostumbrado a la horrible mezcla de olores y sonidos del gigantesco hospital, pero no a pasar por la puerta de la habitación 1411, donde los gemidos y gritos ahogados de un hombre atado a su cama le hacían sentir escalofríos. Las patas metálicas saltaban por sus intentos de liberarse de las vendas que le sujetaban cada brazo. Casi sentía que le contagiaba el dolor que le producía el intentar hablar. Alguien le había contado que los delirios también eran producidos por el cáncer de garganta. En esos días fueron varias las camillas con cadáveres que pasaron, incluso uno casi se le cae a un camillero y ni siquiera eso le causó más terror que el que sentía al cruzar por ahí. Por más que lo intentaba, no podía encontrar cómo evitar pasar por la puerta de la 1411. Cuando llegó a la sala de descanso de las enfermeras, hizo una visera con la mano y acercó la cara al viejo vidrio esmerilado color marrón de la puerta. Vio las desfiguradas lenguas de las llamas de la hornalla de la cocina. Habría jurado que jamás la apagaban. Golpeó despacio el marco de madera y esperó. No había que ponerlas de mal humor, se corría el riesgo de que jamás volvieran a atender sus necesidades a pesar de las propinas diarias que ponía en los bolsillos de sus delantales. Nada. Abrió lentamente la puerta sin poder evitar que el chirrido que producían las bisagras se esparciera por cada rincón del sector 3 del piso 14 de internación del hospital escuela. Eso provocó el inútil pedido de ayuda realizado desde algunas habitaciones... Las diferentes voces que gritaban “Enfermeraaa... por favooor...” se fueron apagando. Pero los más ininteligibles y escalofriantes provenían de la 1411. 123


La sala de descanso estaba vacía. No le extrañó. Por eso había que estar de acompañante. Daba miedo pensar en estar solo en una de esas habitaciones, con la muerte que paseaba todo el tiempo por los pasillos. No dejaba de sorprenderlo que durante el día había miles de personas que recorrían el inmenso Hospital de Clínicas, cuyos orígenes se remontaban al año 1877 y con sus más de 400 camas parecía una ciudad vertical. Pero por la noche se convertía en un lúgubre y oscuro lugar que hacía recordar las tétricas historias que se contaban. Cerró la puerta, tratando inútilmente de no hacer ruido, lo que provocó otros gritos de gargantas sin fuerza, que trataban de llamar la atención para que los atendieran. Salió de la penumbra del sector 4 para entrar a una zona oscura y fría, con pasillos donde era imposible ver el final. Dobló a la izquierda y caminó hasta el fondo iluminado por una gigantesca luna llena casi tapada por una nube negra. Dobló a la derecha en busca de la sala de psiquiatría. Ahí solían ocultarse las enfermeras para distraerse o fumar a pesar de la prohibición. O para enfiestarse con médicos o enfermeros según había escuchado, pero todavía eso no lo había visto. La puerta y las paredes de la sala eran de malísima calidad. Daba la sensación de que podían romperse con solo apoyarse. Pensó que la falta de la más mínima noción de arquitectura o construcción sería culpa de algún corrupto o de algún idiota con poder. Golpeó la puerta, pero no obtuvo respuesta. Miró su reloj. once y cuarto. Ya no quedaba mucho tiempo para cambiar el suero. Quizás estuvieran durmiendo o garchando. No le importaba. Pensaba que deberían turnarse, no desaparecer dejando sin atención a los pacientes que no podían moverse de sus camas. Agarró el picaporte cromado lleno de huellas y cuando comenzó a girarlo se vio abriendo una puerta similar quince años atrás, cuando en su primer trabajo encontró a su jefe sobre Ma124


riana, la recepcionista, arriba de su escritorio. La imagen lo había shockeado. En ese momento, con 18 años, no entendía por qué esa morocha tan bonita y simpática, que tan solo un par de días atrás le había contado con felicidad sobre su reciente compromiso, estaba con ese enano desagradable. En realidad, ahora tampoco lo comprendía. La puerta estaba cerrada. Empujó con el hombro y casi le explota el corazón cuando sintió que le agarraban y ataban los brazos por detrás. Quiso gritar, pero no pudo. Le ardía la garganta. Solo le salían unos gruñidos. No le salía nada, solo un gemido y en cada esfuerzo sus cuerdas vocales parecían cortarse. Pensó en pedir ayuda, pero no podía moverse, sus brazos estaban inmovilizados. Sus muñecas atadas al borde de la cama. Desesperado, luchó inútilmente para liberarse hasta que su cabeza vio el número de cama sobre su cabeza. 1411.

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D iario

agridulce

Decidido. No voy a escribir un diario. Ojalá fuera poeta. Quizá de esa manera podría explicar los sentimientos que recuerdo de cada recuerdo. Algunos se pueden contar con una línea, a pesar del tiempo real que duraron como haber jugado al detective un solo fin de semana y encontrar al nene secuestrado por su padre, y durante cinco meses ni Missing Children, ni la policía, ni gendarmería ni Interpol pudieron ubicarlo. Recuerdo sin sabor, como el de un tostado de jamón y queso que se enfría. Hay recuerdos que duraron solo unos instantes: el primer cruce de miradas cómplice con esa chica que parecía un imposible. Una imagen detenida, puedo recorrerla y disfrutarla sin apuro, en cada mínimo detalle. Necesitaría cien páginas para describir esos treinta segundos. Sabor a frutos del bosque bañados en chocolate. Están también los que puedo revivir, siento mi corazón acelerarse, el viento, el agua fría pegando en mi rostro y el tensar de los músculos al clavar el remo en el agua para esquivar las rocas que se aproximan. O el salto desde la montaña al vacío para terminar volando como un pájaro. Sabor a picada con amigos. A esos recuerdos que me hielan la sangre, los de terror, gusto a wasabi, tendría que escribirlos con otro tipo de letra. ¿ Y qué gusto tiene el nacimiento de mi hija ? Seguramente el de los panchos en la plaza de Devoto donde nos juntamos a conversar debajo de algún árbol veinte años después. Imágenes desteñidas de momentos que serían inolvidables. Como el primer viaje en avión o charlas que no puedo volver a repetir y que con el tiempo van cambiando de significado, acordando cosas que antes discutía ciegamente. Antes salado, ahora los siento dulces. Tendría que estar revisando mi diario permanentemente para modificarlo. 126


yo.

Ya me parece largo esto. ¿Quién leería mi diario? Ni siquiera

Mejor volver a sentir mis recuerdos mientras los cuento tomando un café, aunque digan que el paso del tiempo modifica y cambia su sabor. Y quizá, sea mejor así.

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Teresa Pedrosa

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tereyluis@yahoo.com.ar 130


El

hombre y la cosa

Lo conocí en un bar, un atardecer, en un pueblo perdido en la vasta llanura. Su hablar era incesante y fatigoso al punto que no supe si se dirigía a mí o hablaba solo para él. Su mirada deambulaba sin rumbo por el salón oscurecido. Yo no tenía nada mejor que hacer así que tomé mi vaso y mi botella y me senté frente a él. Hablaba de “la cosa” con deseo y repulsión. Me costó seguir sus dichos hasta que pude de a poco reconstruir su historia. La cosa llegó a sus manos a través de un amigo de toda la vida. Él le pidió que la fuera a buscar, la sacara de la casa de su padre antes de que regresara de la internación y, sobre todo, le rogó que la destruyera. “Como casi hace con mi padre” fueron sus palabras. El pedido no parecía muy difícil aunque tal vez algo extravagante. Eso no lo incomodó. La relación entre ellos era de esas en la que los favores van y vienen sin mayores explicaciones. Llegó a la casa que hacía años no pisaba. Sabía que ahora la habitaba un hombre solo, ya que la mamá de su amigo había fallecido hacía unos meses. Nada había cambiado de cómo la recordaba. Hasta el mismo olor a encierro de siempre. Fue directo al dormitorio; sobre la cama desordenada y con sábanas revueltas y sucias, muy sucias se encontró por primera vez con la cosa. Un objeto informe y abominable del tamaño de un perro mediano apoyado a medias entre la almohada del lado derecho y el colchón. Se aproximó y lo observó más de cerca. Le pregunté por qué lo comparaba con un animal para definir dimensiones. Me miró desconcertado y no pudo explicármelo. O no quiso, o necesitaba seguir hablando así que cerré la boca. Para compensarlo por mi interrupción llené su vaso vacío y le pedí que continuara. La cosa carecía de forma me dijo entonces, de color definido, de textura. Algo amorfo y desagradable que de ninguna manera 131


explicaba por qué el papá de su amigo había permanecido abrazado a ella durante días hasta desnutrirse y deshidratarse casi por completo. Fue a la cocina a buscar una bolsa de residuos, o diarios, o algo donde meterla, pero no halló nada que le sirviera en medio de un desorden descomunal. Así que decidió envolverla en la misma sábana en la que se apoyaba. Juntó las cuatro puntas de la tela, las anudó y levantó el bulto como si fuera el atado de un linyera. Lo primero que le sorprendió fue que no pesara nada, él había calculado un peso acorde a su volumen pero no fue así y casi sale revoleado para el otro lado. Pasó el bulto hacia su espalda y pensó que peor hubiera sido que fuera una roca y fue ahí, cuando lo pensó, que comenzó a sentir su peso. ¡Ah!, bueno, se dijo, menos mal que no es de plomo. Y su peso continuó aumentando. A duras penas si llegó hasta el auto y soltó el paquete en su asiento trasero. Aún resoplando por el esfuerzo condujo directo hasta su casa. Si no hubiera sentido ese peso cambiante la habría tirado por ahí como tenía planeado y nada más hubiera sucedido. Pero se equivocó, sintió curiosidad y la llevó a su casa. Qué daño podía causarme, me dijo, qué daño, repitió. Interrumpió su relato y arrimó el vaso, otra vez vacío, hacia mí. Yo lo llené sin chistar y aguardé. Los detalles me exacerbaban pero comprendí que sería inútil apurarlo o intentar cambiar el ritmo de su narración. Ya en la casa colocó el bulto sobre la mesa y deshizo los nudos de la sábana cuyas puntas cayeron a los costados cubriendo el mueble como un sucio mantel. Su aspecto revulsivo quedó totalmente expuesto ante sus ojos. ¿De dónde habría salido?, recuerda que pensó antes de tantearla con un dedo apenas. Su falta de color le molestaba más que nada, si al menos hubiera sido roja, pensó mientras la palpaba. Poco a poco su aspecto se fue transformando hacia un rojo intenso, como si se ruborizara. Retiró la mano de inmediato. Cambiaba de forma, color, textura y lo que es todavía más extraño también modificaba su volumen, peso y temperatura. 132


Ese primer día hizo muchas pruebas. Me contó que pensó en una perla y mientras la rodeaba con sus manos la cosa se encogió hasta que la levantó y quedó rodando en el hueco de su mano derecha. Pensó en hielo y la mano comenzó a helarse, pensó entonces en fuego y sintió el calor abrasándole hasta que la arrojó nuevamente a la mesa y al mirar su mano vio que una pequeña ampolla se estaba formando en ella. La cosa podía carecer de olor, apestar o expedir el más exquisito de los aromas. Podía volverse cualquier cosa que él pensara. Cualquier cosa y de cualquier tamaño. No podía salir de su asombro. Pensó en llamar a su amigo y compartir con él el descubrimiento. Después pensó que ya debía saber de qué se trataba y aún así le había pedido que la destruyera y el hombre no estaba dispuesto a hacer eso. Recuerda que la cosa le tenía que servir para algo, aun cuando todavía no sabía bien para qué. —Entiéndame —me dijo desviando la mirada—, no soy científico. Solo había encontrado algo que se convertía en lo que yo quería simplemente con pensar en ello, ¿se da cuenta? —Esa primera noche —continuó— me costó dejar de transformarla e irme a dormir. La excitación me hizo levantarme repetidas veces para comprobar que seguía donde la había dejado. Finalmente logré dormir aunque a la madrugada desperté sobresaltado pensando que el papá de mi amigo podía aparecer reclamándola y yo tenía que estar preparado, así que la saqué de la cocina y le busqué un escondite en el sótano. El hombre se levantó lento y se dirigió para los baños. Yo quedé solo pensando en lo que acababa de escuchar. El cuento me resultaba interesante aunque un tanto fantasioso. Esa cosa de la que el hombre hablaba era imposible. Aún así no podía dejar de desear tenerla entre mis manos. ¿La llevaría consigo? Tenía que preguntarle. No me dio tiempo. —Qué asco —fue lo primero que soltó mientras se sentaba. —¿Qué asco qué? —pregunté sorprendido. —Todo, la vida, yo. Qué asco yo; qué asco lo que hice. —No entiendo, a mí la cosa me parece sobre todo asom133


brosa y lo que hizo, no sé a qué se refiere ¿a esconderla, a los experimentos? —Espere que le sigo contando, ya va a entender —y ahí nomás continuó. Al día siguiente tuvo que ir a trabajar y al volver a su casa pese a su impaciencia se preparó algo para cenar, luego lavó los platos, se sirvió una copa y se sentó en el sofá a redondear sus planes. Algo en su interior le dijo que tenía que ponerse un límite y dos horas por día le pareció una buena idea. No quería terminar como el papá de su amigo. La cosa permaneció en su escondite mientras él redondeaba el plan. Todo el día había estado pensando en qué le gustaría convertirla y ya estaba decidido. Primero había pensado en la actriz que adoraba en su juventud, pero esta había envejecido; además tenía feas piernas, aunque su busto, esas tetas, lo volvían loco. Pero claro, pensó entonces, las tetas de una, el culo de otra, las mejores gambas del barrio. Él podía armarla a su gusto y placer. Con paciencia y tiempo… Entonces fue a buscar la cosa, la colocó con delicadeza sobre el sofá y poco a poco la fue transformando. Los primeros intentos resultaron fallidos. Le quedaba desproporcionada, o demasiado puta o muy insulsa. Fue probando. Día a día la iba perfeccionando. Le llevó varias semanas obtener la mujer ideal. Pero finalmente allí estaba. Había dejado de esconderla. No hacía falta. Ya nadie venía por su casa. Nadie era bienvenido. Cada día al volver a su hogar la encontraba esperándolo en el sillón. Sí, la encontraba allí donde la había dejado, solo con los cambios que había ideado durante sus horas afuera. Perfeccionando su dominio sobre la cosa lograba transformarla desde lejos. Ya no cenaba solo, después miraban la tele y se iban juntos a la cama. La calidez de su cuerpo, su aroma, todo lo que él iba imaginando y deseando se hacía realidad casi de inmediato. Esto lo excitaba al punto que terminaban haciendo el amor 134


todas las noches. Su propósito de dos horas diarias se diluyó en esa vida cotidiana inventada. —Parecen todas rosas ¿no? —parecía masticar las palabras—, pero no hay rosas sin espinas —y continuó relatando. Si bien en la casa el hombre había construido la mujer ideal en el trabajo todo comenzó a complicarse. Se había vuelto distraído, disperso. Su jefe, que siempre lo había apreciado, empezó a recriminarle cada error que cometía, que encima iban siendo cada vez más y más frecuentes. Hasta que un buen día le gritó; le gritó y lo insultó. Le dijo que si no podía hacer su trabajo bien tendría que irse. Que lo pensara, que por hoy ya era suficiente. Que se fuera a su casa a despejarse. Y el hombre se fue. Se fue manejando despacio mientras masticaba su humillación. Al introducir la llave en la cerradura ya había ideado su venganza y pensado todos los insultos que le propinaría. Al llegar al sillón en lugar de la mujer se encontró con que el jefe estaba allí y él pudo descargar sobre él toda su ira. Cuando se calmó fue a la cocina y se preparó un café mientras rehacía a su mujer. Durante unos días todo pareció mejorar en el trabajo pero fue solo temporario. El hombre no podía dejar de pensar que tal vez era época de broncear a su mujer o realizarle un buen corte de pelo, o alargárselo hasta más allá de los hombros, o vestirla más de verano, o… Ahora eran dos las vidas que tenía que administrar y eso lleva mucho más tiempo. En eso estaba cuando el expediente golpeó su escritorio. Su jefe, frente a él lo miró sin decir nada. Esperando. El hombre se enojó. ¿Por qué no podía dejarlo un poco en paz?, no solo pensó sino que también dijo y más bien gritó como había hecho en su casa, solo que esta vez el jefe no quedó impávido sino que lo echó. El hombre volvió a su casa para apuñalar al jefecosa que se dejó hacer sin defenderse. Luego de eso los acontecimientos se precipitaron. Comenzó a desconfiar de cualquiera que se acercara a su casa. Una mañana un nene entró a su jardín a recuperar una pelota y lo echó 135


a los gritos lanzando la pelota contra su cuerpo y golpeándolo con ella. Quería que lo dejaran en paz con su vida pero al no tener cómo mantenerse tuvo que salir a robar. La cosa le servía de instrumento. Con una vez por semana les alcanzaba. El resto del tiempo lo pasaban encerrados. Ese día esperaban a que oscureciera, él se colocaba una gorra con visera y a la cosa, con cuidado y un poco de culpa, la transformaba de mujer en arma. Un revólver que no podía disparar balas pero alcanzaba para asustar a sus víctimas y lograr que ellas le entregasen todo lo que llevaban encima. En general con dos o tres personas era suficiente, dependía. Hasta ese día. El seis de abril. Ese día todo resultó distinto. Ya habían realizado cuatro robos y él dudaba si lo reunido les alcanzaría para toda la semana así que, por si acaso, se decidió por un último asalto. Pasó un rato escondido sin que nadie apareciera. Y cuando por fin llegó alguien fue un joven que al verse amenazado, en una rápida maniobra, le arrebató el arma y lo apuntó con ella. Fue el perder la cosa lo que lo impulsó hacia el otro y el miedo a quedarse sin su mujer lo que hizo que se abalanzara sobre el muchacho, lo derribara y comenzara a pegarle con furia en la cara. No sabe cuánto le pegó, sí sabe que la cara que tenía enfrente dejó de parecerlo y fue entonces, al desear tener un cuchillo, que vio en manos del otro cómo la pistola se convertía en uno y entonces lo tomó entre sus manos y lo clavó sobre ese cuerpo quejoso. Una vez, dos veces y hubiesen sido muchas más si no fuera porque comenzó a brotar sangre y eso lo detuvo y salió huyendo y no miró para atrás y se guardó la cosa en el bolsillo y corrió mientras le dio el aliento y cuando ya no pudo siguió caminando sin rumbo. Llegó a la casa un par de horas más tarde. Tiró la cosa sobre el sofá y fue al baño a lavarse. Mientras lo hacía se enfrentó a su imagen en el espejo y sintió repulsión. De sí mismo, de lo que era capaz de desear y sobre todo de lo que había sido capaz de hacer. En el living lo esperaba la cosa tal como la encontrara en casa 136


del padre de su amigo meses atrás, solo que manchada de sangre. Un bulto informe al que ya no deseaba convertir en nada. —¿Lo mató? —no pude dejar de preguntarle. —No, no sé —me respondió sin mirarme siquiera—. Los días siguientes estuve atento a las noticias y no apareció nada, pero no sé, tal vez sí, a lo mejor no. A lo mejor está usted conversando con un asesino. Al verme ¿usted me hubiese creído capaz de matar? Al principio no quise saber nada con ella. Estaba tan convencido de que la cosa era la culpable… Dos días después, sin haber podido dormir y pensando todo el tiempo que ella era la responsable, me decidí. Ella me había llevado a eso y tenía que hacerla desaparecer como me había pedido mi amigo meses atrás. La traje al campo con idea de enterrarla. Anduve dando vueltas por caminos de tierra hasta que hallé un lugar que me pareció lo suficientemente solitario; cavé un pozo y la arrojé adentro. —Bueno, amigo, pero si ya se desprendió de la cosa, ¿por qué está tan preocupado? —No, se equivoca. No es preocupación lo que siento, es algo distinto. Cuando la enterré, cuando finalmente me desprendí de ella, me alejé lo más que pude y lo más lejos y lo más rápido que me permitieron las pocas fuerzas y la nafta en el tanque que me quedaban. Llegué a este pueblo, pedí una habitación en el hotel y caí rendido. Durante un par de días me sentí aliviado. Solo eso. Dos días me duró el alivio. Después volvió la inquietud. La extrañaba. Yo le digo la cosa pero también le digo mi mujer y la nombro la cosa pero la pienso mi mujer y entonces la imagino allí sola y enterrada, con toda esa tierra que le eché encima y se me hace un nudo en la garganta. Y ya no estoy convencido de que la culpa de todo lo que pasó sea de ella y por qué tiene que estar ella allí sola y enterrada y yo acá en un bar tomando vino mientras ella, pobrecita… El hombre me miró a los ojos, desafiante y siguió hablando cada vez más quedo. —Después de todo el que deseó un cuchillo fui yo, ella solo cumplió con mis deseos y ahora está pagando las consecuen137


cias y ya va a hacer como un año que está allí y yo no paro de buscarla pero no me acuerdo por dónde es que la dejé y la busco cada día, desde el amanecer salgo con el auto y manejo por cada camino de tierra que encuentro y cavo en cada lugar donde veo tierra removida y hasta ahora nada, pero ya no puede faltar mucho porque ya revisé todos los alrededores y vendí mi casa así que todavía tengo una plata que me permite seguir mi búsqueda y ahora voy dejando una señal en cada pozo que hago porque al principio me pasaba que volvía a cavar en los pozos que yo mismo había hecho unos días antes pero de a poco me fui perfeccionando y voy conociendo el lugar y como recuerdo que el día que la dejé después manejé dos horas y media a lo sumo antes de llegar acá si hago una circunferencia y la lleno de pozos a la larga voy a encontrarla y entonces todo se va a arreglar voy a volver a tenerla entre mis manos, voy a poder volver a abrazarla y le voy a pedir perdón y como siempre hace lo que quiero seguro me va a… Dejé de escucharlo, su voz se había convertido en un murmullo ininteligible, sus manos temblaban y ya no registraba mi presencia. Hablaba solo para él así que me levanté. Fui hasta el mostrador, pagué lo que habíamos consumido y me fui de allí.

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C aminata

… se me están acabando las excusas y no se me ocurre nada y ya sé que mientras se camina uno no puede escribir pero sí puedo pensar qué es lo que voy a escribir cuando llegue a casa porque eso es lo que tiene de bueno el caminar que uno da la orden a sus pies y después se puede desentender del asunto y que los pies te lleven solos uno primero y el otro después qué suerte que los llego a ver primero uno y después el otro derech izquier derech izquier der ah no como siempre lo digo al revés aunque pensándolo bien ahora y acá qué importa si yo aquí estoy sola con mis pensamientos y con la ciudad que luce tan extraña y misteriosa seguro que un poco ayuda la hora pero sobre todo es por la niebla que no vi de entrada porque soy tan despistada y cuando llegué a la avenida me encontré con un paisaje lechoso salpicado de manchones como platos playos de colores colgando de la nada en lugar de los semáforos de siempre y pensé en volver pero después pensé que total ya que estoy en el baile y además yo no soy miedosa y al piso lo veo al que está cerquita claro si miro a lo lejos entonces no y pensándolo bien está buenísimo que así sea para poder pensar mejor y no distraerme tanto con el entorno como hago siempre que algo me llama la atención y entonces voy a poder elegir el tema para mi cuento y además la niebla es como caminar entre nubes y eso sí que está bueno porque el otro día en el avión ya estuve entre las nubes pero fue distinto porque entre ellas y yo estaban esas ventanillas pequeñitas y de vidrios tan pero tan gruesos que ni ahí que uno podía sentirse cerca o en contacto en cambio ahora no hay nada entre ella y yo y la nube está en mi cara no la siento y no me moja pero está pegada a mi piel y a mi pelo y a mi ropa y me hace sentir importante como hace tanto cuando mamá fue a hablar con mi maestra de tercero porque yo era un desastre en dictado y la señorita le dijo que lo que pasaba era que yo vivía en las nubes y entonces yo entendí que podía flotar y será por 139


eso también que Juana el otro día me decía “cuando te conocí me diste la sensación de que siempre te movías a cinco centímetros del suelo” y yo no le pregunté qué quería decir con eso porque lo escuché como un mimo y con eso me bastó porque ya no recibo mimos tan seguido y además Juana dijo eso porque dejó de verme por mucho tiempo y entonces el reencuentro estuvo bueno después de toda una vida y vos qué contás y te fuiste tan lejos sí por suerte zafaste y sí una época de mierda y cómo te fue y por qué volviste y yo no yo me quedé acá y sí tuve dos chicos que ahora ya están grandes y andan probando suerte por el mundo y me separé ah vos también y sí ahora está difícil y por eso me gustó tanto cuando me dijo eso de los centímetros porque no me vio en la época en que anduve cinco centímetros bajo tierra arrastrándome reptando claro ella estaba lejos y se perdió esa etapa mía y ahora que me reencuentra ya estoy bastante recuperada por supuesto que ya no floto como antes pero tampoco repto y estoy más realista y coherente menos soñadora y para poder sentir que floto tengo que recurrir a esto de la niebla y no estoy ni cerca de encontrar sobre qué escribir para colmo algo subjetivo y algo objetivo cada vez las consignas son más complejas y se me está acabando el tiempo y ya veo que hoy termino yendo otra vez sin nada escrito y hablando de tiempo ya debe estar siendo la hora de pegar la vuelta porque aunque me haya olvidado el reloj más o menos puedo calcular el tiempo que hace que estoy caminando y deben hacer fácil veinte minutos y entonces con la vuelta completo los cuarenta que hacen falta por día para bajar ese maldito colesterol porque yo le prometí al doctor que iba a caminar que prefería caminar a seguir tomando esas pastillas de porquería que me hacen sentir como si estuviera a punto de acalambrarme todo el tiempo por supuesto que esto no tiene nada que ver pero qué le voy a hacer si no se me ocurre nada si mi cabeza está seca seca…

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Julia PĂŠrez

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juliaelenaprez@gmail.com 142


F ormas

de la espera

I —La luna grande y redonda… —¿Qué? _La luna, como dije, a veces amarilla y otras roja. —¿Y entonces? —Nada, eso. —Y qué más… —Nada, eso, la miraban. —Ah, la miraban y después… —Después se iban a dormir hasta el día siguiente. —Claro, y… ¿qué hacían al otro día? —Esperaban, siempre esperaban. —¿Qué esperaban? —Que los viniera a buscar. —¿Quién? —La máquina, por supuesto. —Una máquina tenía que llegar a buscarlos, ¿eso dice? —Sí, la misma que los dejó varados. —Ah… entonces era en una estación de trenes. —No, era en un descampado con unos vagones abandonados en un desvío. —¿Y con toda la gente? —Sí, es lo que me contaron. Que los dejaron en un ramal fuera de uso y los olvidaron. —¿Por qué? —Porque sí. —Esa no es una razón. No se deja a la gente abandonada porque sí. —Habría demasiada gente y no habrían lugar para tantos, debió haber sido por eso, o por odio racial o indiferencia, supongo. —Supone. —Claro, los que lo hicieron murieron ya, y como se imagina, ¿a quién se lo voy a preguntar? 143


—Cierto. Y usted, ¿cómo se enteró de lo que me acaba de contar? —Mi abuelo hablaba siempre de esas cosas, ya hace… no sé, muchos tiempo. —Él estuvo en aquel episodio... —No, él no había nacido, se lo contaron los primeros. —¿Quiénes? —Sus padres y otros que estuvieron en el tren. —Y él escribió esos relatos… —No, no. Repetía las historias que oyó. A veces unas… a veces otras. —Ah… ¿él sabía de dónde habían venido? —Eso nunca lo dijo. —¿Y le dijo qué pasó en aquel tiempo con los que recién llegaron? —¡Cómo saberlo, él nació después! —Sí, pero… —No debió ser fácil, no tenían a dónde ir. Algunos debieron morir por enfermedad o tristeza. Decía que trabajaron mucho y que en las noches siempre miraron el cielo. —Como ahora. —Lo hicieron durante años, igual que ahora, eso no cambió. —¿Usted cree que siguen esperando? —Tal vez. —¿A los otros? —¿Qué otros? Esos ya no existen, nadie puede pensar en ellos, los olvidaron. A la máquina. —¡A la máquina! —Sí, a la máquina. No tengo la más mínima duda. La quieren tener de vuelta. —Pero, para qué, si ahora no la necesitan. —No es porque la necesiten, claro. —La quieren de puro gusto, entonces. —¿De puro gusto?, no. Para que se quede. —Tenerla aquí, eso quieren. —Sí, hacerla prisionera de este pueblo. Exponerla para que todos la vean y… —Y… —Y nada, eso, es un asunto de orgullo, ¿no cree? 144


II —Sentate aquí, y esperanos —le dijo— ¡¿Entendiste?! La miró con los ojos agrandados por el susto, había mucha gente en el hall de la estación, el ruido de los altoparlantes y las voces apenas lo dejaban escuchar a su madre. —¿Y por qué no voy con ustedes? —le temblaban los labios. —No te vas a poner a llorar ahora, ya sos grande, sabés y no te muevas de aquí. Pero él no era grande y se tragaba las lágrimas como podía. Ese lugar, sí que era grande y todo se movía a su alrededor. —Yo puedo cargar la bolsa igual que los otros y caminar al lado tuyo. —¡No!, no podés. —Pero… —No podés —repitió la madre y él se calló. Más lejos en un grupo cerrado estaban esperando los hermanos con su padre. La madre lo miró por última vez y se acercó a los otros; se pusieron en marcha. Ninguno se dio vuelta para mirarlo. Él abrazó la bolsa marinera que tenía sobre las rodillas, los vio cuando se alejaban en medio de la muchedumbre y las zorras cargadas con valijas y fardos. Todo eso se interponía y le hacía forzar la mirada. Para no perderlos del todo, trató de no pestañar ni una sola vez pero aún así, en un segundo desaparecieron y ya no los pudo descubrir entre medio del gentío. La estación era un espacio inmenso desde donde se abrían muchas puertas hacia los andenes, cada una con un número; él estaba sentado a la altura de la número ocho y hacia allí llegaban y partían micros cargados de pasajeros. En las otras puertas debe pasar lo mismo pensó, e imaginó aterrorizado a su familia subiendo en uno de los ómnibus de otro andén, desde otra puerta mientras él esperaba allí. Se removió inquieto sobre el banco de madera ¿adónde se habrían ido? Apretó fuerte la bolsa marinera que tenía en los brazos como si fuera algo seguro que lo podía proteger y cálido, dulce también como para apoyar la cara sin que le importara que la lona fuera áspera y estuviera algo sucia. Le sintió el olor. Era el olor de su casa, de la cocina, 145


un olor de cebollas y ajos, aceites, frituras. Sintió hambre, se metió la mano en el bolsillo, tenía un pedazo de pan. Lo sacó y empezó a comerlo de a poquito, a pedacitos y migas chicas por bocado. “El ómnibus que va a Caleufú… por la puerta ocho”, era la voz del altoparlante. Se sobresaltó, ¿qué habían dicho? Esa era la puerta número ocho, miró con ansiedad para ver si veía a los suyos llegar apurados con las bolsas y los paquetes —su madre los había preparado la noche anterior—. En el hall no estaban. Se incorporó y observó hacia afuera el andén, no, tampoco ahí. Pensó, “ y si lo perdemos, qué va a pensar el abuelo que nos está esperando”. El corazón le latió fuerte todo el tiempo que duró el embarque de los pasajeros hasta que partieron. Su familia no había llegado, sintió mucho miedo, “¿y si no volvían… y si no volvían más?” No quería sentarse, no quería estar ahí. Se daba cuenta de que tardaban demasiado. La garganta se le puso dura como si tuviera una pelota adentro, pero no quería llorar, a ver si alguien se paraba a preguntarle por qué estaba llorando ahí, tan chico, solo. Aspiró una bocanada de aire y otro poco, una vez más hasta que consiguió que se le aflojara la boca y pudo ablandar la garganta. Se había sentado por segunda vez y estaba de nuevo abrazado a la bolsa marinera; miraba el piso con los ojos semicerrados, cómo desearía estar en otro lado o desaparecer. Apoyó la cabeza sobre su bulto y cerró los ojos. Unos minutos después un recuerdo lo despabiló, pero qué tonto, si su madre se lo había dicho: “Acordate de que en el bolsillo del pantalón tenés tu pasaje, no lo vas a perder”. Ella misma se lo había guardado allí antes de abandonar la casa. Se desabrochó el abrigo y lo buscó en su vaquero; estaba, era un rectángulo de papel doblado por el medio, apretado dentro de los fondillos. Lo miró un buen rato, apenas sabía leer pero al final algo logró descifrar. Ahora tendría que preguntar por la hora, miró con cuidado a los que pasaban apurados 146


con sus maletas y no se atrevió a detenerlos, pero no muy lejos de donde él estaba sentado observó a una señora gordita, una abuela quizás, tenía puesto un gorro de lana igual que él, aunque el de ella era naranja; su aspecto lo decidió y cargó con la bolsa. Se le acercó con timidez. —Podría decirme la hora, por favor. Espero el micro y no sé cuánto más tengo que esperar. —¿Tenés el billete, querido? —ella se puso los anteojos— a ver… para tu micro falta media hora todavía. Por el altoparlante vas a oír cuando nos llamen, yo tomo el mismo que vos, ¿estás solito? —Bueno… no, tienen que llegar los demás. Allá, me está esperando mi abuelo. —Qué bien, tenés un abuelo que te quiere, eso es una gran cosa. Él siempre va a estar, los abuelos no se olvidan nunca de sus nietos. —Sí, mi abuelo es así, muchas gracias señora. Ahora me tengo que sentar allá. —Bueno, andá después nos vemos. Le hizo un gesto con la mano y se fue a su asiento. Por lo que parecía media hora no era tanto ni tan poco, y su madre con el resto de su familia tendría tiempo como para llegar todavía. Guardó el boleto en el abrigo y desde su lugar le sonrió a la señora que no le sacaba la vista de encima. Ya no tenía ganas de llorar. La puerta número ocho se fue llenando con los pasajeros que esperaban para subir al micro, algunos se pudieron sentar otros estaban de pie y él se corrió para dejar lugar a una señora con su bebé. “Ya no falta mucho” pensó y volvió a sentir mucha angustia. Se paró sobre el asiento para quizás, alcanzar a ver mejor a los que se desplazaban por el hall; parado contaba los minutos pero no conseguía descubrirlos dentro del montón de los que iban y venían. Cansado se volvió a sentar. Ellos, pensó, tal vez no vengan, tal vez sabían desde antes que no iban a venir y me dejaron… Algo, la voz en el altoparlante lo hizo brincar, se paró y miró 147


a la señora del gorro naranja que se había levantado y le hacía señas. Era su micro. La voz insistió “los pasajeros con destino a Junín deben acercarse al andén por la puerta número ocho” Todos iban saliendo, él buscaba todavía a su madre, a su padre, a los hermanos que no llegaban. Estaba solo en el hall, dudando, sin animarse a partir.” Mi abuelo”, se dijo en un susurro, “mi abuelo”. Tomó la bolsa marinera la cargó sobre su espalda y salió al andén con los demás. —¿Viajás solo? —le preguntó el empleado que recibía los billetes. —Sí, mi abuelo me está esperando al llegar —le dijo muy serio. —¿En la parada? —Sí, él no me olvida. —Bueno, muy bien, estás sobre la tercera fila, de este lado —y marcó la línea de asientos de la izquierda—, contalas bien, es el asiento de la ventanilla. Asintió con la cabeza. Adentro buscó su lugar y a través del vidrio vio llegar a los últimos, a los rezagados que aparecieron a todo correr; oyó la puerta del micro al cerrarse y el motor que se ponía en marcha. Se acomodó. Las calles de la ciudad como en un sueño iban desapareciendo. Él las miró hasta que el cielo se oscureció y amparado por la oscuridad, se hundió en el asiento. Lloró muy bajito para que nadie lo pudiera oír hasta que se quedó dormido.

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Marta Sagario

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martagaribotto@hotmail.com 150


M ercancías

Llegamos a un cruce de la ruta y el ómnibus disminuyó la velocidad. Yo era la última pasajera. Se acercó a una especie de techo de chapas sobre la banquina, y se detuvo. El chofer me dijo que a unos metros, sobre el camino de tierra, estaba el parador por donde pasaría a buscarme en cuatro horas. Abrió la puerta y una nube de polvo me envolvió. Bajé y alcancé a escuchar su voz que me decía que fuera puntual, porque no quería que se hiciera de noche antes de salir del lugar. Ni me dio tiempo a contestar cuando me vi envuelta nuevamente por un remolino de tierra que casi me ahoga. Una vez que se asentó el polvo que invadía todo a mi alrededor, dejé de toser y miré hacia donde estaba el supuesto parador. ¿Ese era el lugar donde tendría que esperar cuatro horas? Sacudiéndome la ropa y tratando de no pisar en falso con mis inoportunos tacos, caminé hacia el lugar entre piedras y yuyos bastante incómoda por el calor. Lo único que quería era sentarme y esperar a que las chicas llegaran a horario. Nuestro contacto me había avisado que ya estaban en la camioneta que las traía desde el caserío, en medio del monte a casi doscientos kilómetros de distancia. Por suerte, las dos son mayores de edad y eso facilita mucho cualquier trámite imprevisto. ¡Qué asco el lugar… dos mesas y cuatro sillas! Moscas por todos lados. El calor del techo parece que me incrusta las chapas en la cabeza. Pudiendo estar en mi casa disfrutando un trago con alguno de los muchachos en el jardín, al fresco… Tengo la tierra pegada por todo el cuerpo. ¿No hay nadie que me sirva algo fresco? Alguien tiene que vivir aquí, me dijeron que el dueño me estaba esperando… dónde mierda está… ¡Ni quiero pensar que todavía me falta el resto del viaje con quién sabe qué tipo de pibas! Son capaces de viajar dos días o una semana sin abrir la boca... Ni siquiera te dicen si tienen ganas de ir al baño… no sé cómo hacen para vivir en ese silencio 151


y con esa expresión ausente, impenetrable. A veces las observo y veo que no se preocupan mucho por averiguar los detalles del trabajo prometido, les interesa poco… siempre va a ser mejor que lo que estaban viviendo y el solo hecho de ir a la ciudad las moviliza, sin pensar en nada. Son como ovejas que se las cambia de corral… Las dos de hoy van directo a Rosario. Allí las dejo en el “ablande” y después según cómo las puedan poner de aspecto las ubican, pero hasta ahí llega mi trabajo. Después no sé ni me interesa, mientras me paguen bien, poco me importa. Desde donde estoy sentada veo por la ventana la casa o lo que sería la vivienda del dueño de este lugar. Cuando llegué lo vi venir desde allí. Salió arrastrando una pierna de la cual venía agarrado un chiquito que apenas podía caminar solo, y que con un sacudón se lo desprendió del pantalón… Me causó gracia… como si hubiera espantado un bicho. Se paró en la puerta de entrada y me dijo: —Soy el Anselmo, doña. Ya güelvo. Via'atender al camión y le sirvo lo que guste. La criatura había quedado llorando boca abajo en la tierra, con los mocos colgando y el único que llegó en su ayuda fue un perro flaco y roñoso que paraba de lamerlo solo cuando se sentaba a rascarse las pulgas de la barriga con la pata de atrás. Insistió con los lamidos hasta que desde adentro del rancho se escuchó como un latigazo: “¡fuira… fuira, negro!”. El perro se fue para los arbustos y se echó a la sombra. De la vivienda salió alguien, parecía una mujer embarazada y con un crío agarrado de su ropa. Miré hacia la puerta por donde había aparecido y había otro chico un poco más grande. Total, con un abrir y cerrar de piernas… no cuesta nada, y después lloran miseria… La mujer entró al local y me miró con desconfianza mientras desviaba la vista hacia la ruta y luego hacia mí. Me saludó con cierto nerviosismo mientras se frotaba las manos. — Buenas, doña, ¿ va a querer algo? El Anselmo ya la atiende. 152


En ese momento me di cuenta de que el tal Anselmo estaba en la ruta hablando con el conductor de un camión bastante viejo y destartalado. Luego el chofer bajó y comenzó a hablarle al muchacho dirigiéndose a la parte posterior del camión y levantando la lona que cubría la carga, le indicaba que bajara unas cajas. Miré a la mujer que, espantándole las moscas de la cara a la nena, permanecía parada al lado de la mesa donde yo estaba sentada. Bajando la vista y tratando de desprenderse de la hija que aún estaba agarrada de su pollera me dijo: —En cuantito se desocupe mi marido la va'tender. Endemientras, puedo servirle algo, si usté gusta. No, gracias —le contesté—, por ahora no. Después cuando lleguen las chicas que estoy esperando vamos a comer y tomar algo antes de que vuelva el ómnibus para la capital. —Bueno, doña, como usté mande —por suerte, se fue y dejó un olor agrio impregnado en el aire. Antes de llegar a su casa, levantó a la otra criatura que aún estaba en la tierra llorando, con la nena colgada de su ropa que cada dos pasos se le caía y la volvía levantar con un tirón del brazo. Me hizo acordar a la forma en que se rompe una bolsa con papas y se desparraman por el piso y las vas juntando sin olvidarte ninguna… así juntó a los chicos, se metió en la casucha y cerró la puerta. Luego de recorrer los alrededores con la vista, me di cuenta de que las casas más cercanas estaban muy lejos, como a quinientos metros o más, metidas entre la poca arboleda del árido lugar. La tierra estaba reseca y cada tanto un remolino de viento levantaba una nube de polvo que parecía querer ocultar la fealdad del lugar. Realmente, tienen que ser como son para poder vivir así. Los sacás de aquí y hasta pueden llegar a extrañar esto…o se enferman. Volví la vista al camión y ya estaba alejándose por la ruta. El muchacho estaba llevando las cajas al pequeño galpón que había entre la casa y el negocio. Terminó su traslado, volvió a entrar donde yo esperaba y me preguntó si quería que me sirviera algo. Le repetí lo mismo que le había dicho a su mujer y 153


sonrió mansamente dejando ver su boca desdentada mientras me decía: —Como usté mande, doña. Via´terminar un trabajito y güelvo. Diciendo esto, se metió en el galponcito de atrás y no habían pasado ni cinco minutos cuando llegó un destartalado coche de la policía que estacionó frente a la puerta del lugar donde estaba trabajando el muchacho y abriendo el baúl del patrullero le hizo una seña y este comenzó a traspasarle las cajas que había dejado el camión. El policía abrió una de ellas y sacó unos cuantos paquetitos de adentro y los sostuvo en una mano. Una vez que la última caja estaba en el baúl, lo cerró con un fuerte golpe y dándole una palmada en el hombro al muchacho, le puso un billete en el bolsillo y los sobrecitos que había sacado de la caja. Después que el policía se fue entró al negocio y mirándome como con temor dijo: —Y… me gano unos pesitos. Por estos lados no hay tanto pa'hacer. Agarro lo que me dan y no pregunto nada. Sonreí complaciente y miré hacia la ruta nuevamente como para que se fuera y dejara de hablarme de cosas que no me interesan. Estaba distraída y me sorprendió un relincho. Al lado de la puerta del galpón había un hombre que sin bajar del caballo estiró la mano y Anselmo le dio un sobrecito, recibió un billete y el jinete se fue. Así pude contar como cinco o seis compradores, que, surgiendo de la nada, a pie o en bicicleta desfilaron por la puerta del galpón en pocos minutos. En determinado momento se acercó corriendo el muchacho y me dijo casi gritando y señalando la polvareda en el camino de tierra: —¿Ve la polvadera, doña? Ahi'va va llegando la camioneta'el monte. Voy pa la cocina a'prontar l'agua caliente y algo'ecomer.

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No

va más

¡Qué tarde, se me fue la hora volando; la tentación del juego me pudo otra vez. ¿Y ahora qué le digo?, le había prometido… bueno, ahora ya está. Cuando llegue la tendré que aguantar con los reproches por la promesa incumplida y bla… bla… bla. Esta vez será distinto. En cuanto vea el dinero y se dé cuenta de que son muchos, pero muchos billetes, correrá a abrazarme y me hará prometerle nuevamente que no pisaré más el casino. ¡La pucha si valió la pena! Pocas veces se gana en el casino, no lo voy a negar, pero lo de hoy no siempre se da. ¡Un millón! ¡Un millón! No lo puedo creer. No veo el momento de llegar y contarle. ¡Se va a quedar sin poder hablar! Laura no me entiende, no sabe lo que siento cuando estoy frente a la mesa de la rula. Cada bola que se juega es como si fueran dosis de adrenalina inyectadas directamente en mi sangre al compás de cada tac… tac... tac… tac de su rodar; hasta que lentamente se detiene, meneándose sensualmente en ese único número, solo ése que ella eligió entre los 36 que estaban esperando expectantes su último tac… sublime. Nadie habla. Todos estamos en el mismo clímax, con el mismo placer, esperando la voz del crupier. Sentís hasta la respiración del que tenés al lado. Cómo le puedo explicar esto, imposible. Ella cree que nuestro proyecto de tener un pibe no tiene valor para mí, que solo me interesa el juego. Pero no es así, no; de ninguna manera. Es algo que yo también deseo desde hace mucho tiempo. El tratamiento va a ser largo y caro, muy caro. Pero ahora con el batacazo de hoy, ya está, ya está. Con lo que gané tenemos de sobra. ¡Qué increíble! Hay que creer o reventar…Cuando metí la mano en el cajón del placard del cuarto y me clavé la astilla del borde, vi la sangre y se me cruzó el número… el 18... No lo pensé ni 155


dos segundos, lo sentí y listo. Era una fija y se me iba a dar. Fue una señal muy clara. Saqué toda la plata ahorrada, cerré el cajón y me fui. Ni sé cómo llegué. Me arrimé a la primera mesa y escuché el incitador “hagan juego señores… no va más” y así, toda la guita junta, la tiré al pleno por arriba del rastrillo y metí mi mano izquierda en el bolsillo del pantalón cruzando los dedos. ¡No me falla nunca! Me dejé llevar por el hermoso canto de la bola sobre la rula y con los ojos cerrados esperé que se detuviera. La voz del crupier fue un sonido mágico… Escuché el número y creí que me desmayaba. No podía parar de saltar y gritar. ¡Sí! ¡Sí! Lo agarré, lo agarré. Me palmeaban la espalda, aplaudían y festejaban conmigo. Vinieron de todas las mesas. Me sentí en mi mundo; mi verdadero mundo. ¡Esto es vida! ¡Esto es goce! Es algo incontrolable y cada vez me siento más atrapado. No hay forma de solucionarlo. Es que no quiero solucionarlo. Cómo se lo tengo que explicar. Me tendría que analizar el psicólogo en esos momentos y entonces se daría cuenta de que los tres años de terapia no me compensan ni un segundo del placer que siento cuando juego. Así de simple. Además… siempre hay una gratificación como la de hoy, por ejemplo. Laura cómo lo va a entender, solo hay que sentir y nada más.¿Dónde están las llaves de casa? Ah, sí, aquí en el bolsillo. Menos mal que en el casino me dieron un bolso para traer toda la plata. Lo tienen preparado pero rara vez lo deben necesitar. Ellos nunca pierden. Pero hoy… los jodí. ¡Já! ¡Já! Qué facha tengo. Todo despeinado. ¿Ahora cómo saco el peine del bolsillo? La puta. ¡No, no te me caigas ahora, o será una señal… el 27… lindo presagio. Estoy tan eufórico que no emboco la llave. Ningún vecino indiscreto a la vista. Ya está, adentro de casita. Ahora un poco de billetes por los sillones, otro poco por la mesa del comedor y por qué no por el piso también. —¡Laura! ¡Lauriiiiitaaaaaa! Vení a ver qué te traje de regalo… Dale, ya sé que estás enojadita, pero vení, vení a ver. ¿Estás en la cocina preparando algo rico? Te acostaste y te vas a hacer la dormida. Pero sabés que te puedo despertar, tengo mi méto156


do y finalmente te despierto,¿eh? Y bien que te gusta. Dale no jodas más, estoy que no me aguanto de la alegría que tengo, me hiciste llegar al dormitorio y me las vas a pagar con… Laura, no jodas más… estás en el baño… Laura, ¡Laura! Bueno basta, me estoy enoj… ¡Ay carajo!, me di la puerta del placar en la cara. Por qué mierda está abierta… y el cajón también. ¡Uy! ¡No! Estuvo revisando… se dio cuenta. ¿Y ahora qué hago? ¿Qué hago, pedazo de pelotudo, animal, imbécil? Me lo dijo, me lo dijo en serio, y siempre creo que voy a tener una nueva oportunidad. Se fue, se fue... A ver en el placar del cuarto del bebé, si está la ropita que… no tiene nada, se llevó todo… hasta el último par de escarpines. Y la foto del casamiento no está… no está… solo dejó un papel en el estante “Lo del pibe fue un sueño y terminó. Hacé lo que quieras de tu vida, la mía no la vas a arruinar más”. Laura, qué hiciste. Laura, no. ¿Y ahora? El revólver, dónde está el revólver. Sería capaz de… no, no lo haría. ¿En qué cajón lo guardé? Ya está, aquí lo tengo, me asusté, no… por lo menos ella no debe hacerlo. Laura, qué me hiciste… qué hice… cómo no pensé antes. ¿Y ahora para qué quiero tanta plata? —Hola. Sí. Soy yo. Disculpame la hora, pero quiero pedirte un favor. Sos el único que puede ayudarme. Como tenés llave, quiero que vengas en media hora y subas directo al departamento. Arriba de la mesa del comedor te voy a dejar el bolso negro mío, el que llevo al gimnasio, sí, vos lo conocés. Tiene mucha plata adentro, la gané hoy en la rula. Agarré un pleno. Mañana, cuando vayas al casino apostá la mitad de lo que hay en el bolso al 27. Sí, sí. La mitad, te dije. Es una fija. Vení tranquilo que Laura no va a estar. Todo lo que quede y lo que ganes se lo traés a ella porque yo me voy por algún tiempo. Confío en vos hermano. Chau. Ah… otra cosa… dejá algunas fichitas en el 7. Sí, el revólver. Ya sé que nunca le jugué a ese número, sí, pero tengo un pálpito; qué sé yo.

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Julio Scarinci

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jmscarinci@hotmail.com 160


El

analista

El consultorio, una habitación espaciosa y luminosa con un gran ventanal, que da al patio de la vivienda en el que abundan los malvones rojos; helechos colgados de la pared y una gran variedad de plantas. Un escritorio ocupa una esquina de la habitación, el ventanal cubierto con pesadas cortinas, un dibujo de Freud, sobre la pared color arena, el diploma de la facultad detrás del escritorio, un jarrón con flores artificiales descansando sobre una pequeña mesita vestida con tela de terciopelo verde oscuro, que se descuelga hasta el piso. Una vieja alfombra y sobre ella un diván con el Paciente. En la cabecera y fuera del alcance de su mirada, el Analista con una pipa apagada en su mano derecha, cómodamente sentado en un viejo y confortable sillón, con la mirada, vaya a saber, en qué lugar del universo. De repente, acomodando su cuerpo y con un prolongado suspiro dice... Analista —Bueno, cuénteme, como pasó el fin de semana. Paciente —Más o menos. Mi señora Elisa se fue con sus amigas a pasar un fin de semana a una quinta y volvió ayer. Analista —Pero ¿por qué dice más o menos? Paciente —Como le conté la otra sesión, nuestro matrimonio anda de mal en peor y esos días que faltó mi mujer, me sentí raro. Analista —¿Por qué dice que se sintió raro? Paciente —Porque al principio me hallaba cómodo; fumé en la cama; cuando me saqué los zapatos y las medias, quedaron en el dormitorio y nadie me dijo nada. Pedí una pizza y me instalé en la cama a comerla mientras miraba televisión. Analista —Estaba como quería, sin que nadie le rompiera la paciencia. Paciente —Sí, es verdad, pero cuando apagué le tele para dormir, sentí la cama vacía. Después de quince años de dormir juntos sin nunca separarnos era como que me faltaba algo y 161


daba vueltas y vueltas hasta que me acordé lo que me decía Elisa. Entonces me levanté y fui a la heladera a comer algo. Volví a la cama y seguí dando vueltas hasta que recién a las dos de la madrugada pude dormirme. Analista —¿Entonces pudo descansar? Paciente —Sí, pero a la mañana siguiente me despierto a las ocho sobresaltado, porque se me había hecho tarde y a esa hora tenía que estar en la oficina, cuando me avivo de que era sábado y no tenía que ir a trabajar. Analista —Entonces se quedó tranquilo. Paciente —Sí, estaba con los ojos abiertos mirando el techo y disfrutando del ocio, cuando de golpe pego un salto. Analista —¿Qué le pasó? Paciente —¡El silencio! Analista —¿Cómo el silencio? Paciente —Sí, el-si-len-cio. Normalmente, mi esposa a esa hora ya está haciendo ruido, con las cacerolas, con los muebles, con cualquier elemento que pueda producir ruido, además de sus gritos con los chicos o conmigo. Pero nada. Todo estaba en silencio; ni el perro ladraba. Me asusté y entonces recordé que los chicos habían ido de excursión con el colegio; que Elisa, al perro lo había dejado en lo de una vecina, porque ella siempre se quejaba de que en la casa es la única que se ocupa del perro y que si fuese por nosotros, el perro se moriría de hambre y de sed. Recordé todo eso y suspiré aliviado. Cerré los ojos y me dispuse a seguir descansando, cuando suena el teléfono. Atiendo. ¿Quién podría ser a esa hora? ¡Mi mujer! Para preguntarme si sabía algo de los chicos; que tenga cuidado con la llave del gas; que no me olvide de llamar a mis padres porque era el aniversario de casamiento; que no me olvide de regar las plantas y que arriba de la heladera había dejado las instrucciones para los dos días venideros, y siguió hablando sin parar, pero yo...ya, no la escuchaba, hasta que decidió, en un acto de benevolencia, cortar no sin antes que yo le dijera: sí, querida. Analista —Bueno, lo habitual de cualquier matrimonio. Paciente —¿Qué?, ¿a usted le pasa lo mismo? 162


Analista —Y… sí, yo también tengo... pero sigamos. ¿Luego qué hizo? Paciente —Como usted sabe, yo soy un escritor frustrado, así que me dije: “Germán, esta es la tuya”. Puse manos a la obra y me pasé dos días escribiendo. Analista —¿Y, cómo le fue? Paciente —Bien, en cuanto a producción no me puedo quejar, escribí hojas y hojas, pero hubo algo que me llamó la atención y que me hizo sentir una confusión muy grande. Analista —Pero ¿qué es lo que escribió y qué es lo que lo confunde? Paciente —Durante toda mi vida he leído todo tipo de libros y de autores; Ulises, La Divina Comedia, Las vidas paralelas de Plutarco, El Quijote, Julio Verne, Cortazar, Borges, Rimbaud, Kant, Marx, Freud, etc. etc. y cuando me dispongo a escribir, me salen chanchadas y groserías. Algo que no es digno de mí y que deploro cuando las leo escritas por otros. Hablo sobre el sexo, pero de una manera espantosa. Es como si mi libido no estuviese debidamente encausada. Analista —Es curioso lo que le pasa. Pero no se inquiete. Si en algo le puede ayudar, es que a mí me sucede algo parecido. Paciente —¿Cómo? Analista —Sí, por ejemplo, yo tengo muchos escritos sobre Chejov, Maupassant, Dostoievski, y sin embargo el otro día escribí “La negra culona”, una cumbia tumbera; y no solo eso, sino que lo puse a consideración de un núcleo de escritores muy reconocidos. Paciente —¡Qué me dice! Analista —Que escribí una Cumbia Tumbera. Paciente —Sí, sí, ya me lo dijo. Analista —¿Y entonces para qué pregunta? Paciente —No se ponga nervioso. Analista —Yo no estoy nervioso. Paciente —Cálmese, Carlitos. Venga, recuéstese aquí en el diván. Analista —¿Para qué? 163


Paciente —Para que se relaje y podamos hablar de lo que le preocupa, yo he leído mucho a Freud y creo que puedo ayudarlo: Analista —Humm, ¿le parece? Paciente —Sí, sí, relájese. A ver cuénteme. El Analista levantándose del sillón se recuesta en el diván y el Paciente en el sillón de aquel. Paciente —Lo escucho. Analista —Cómo le podría decir. ¡Ay! no me salen las palabras. Esteee... Paciente —Vamos, hombre, relájese. Respire hondo por la nariz y largue por la boca. Trate de poner la mente en blanco. Analista —Es que esto es muy difícil. Me da vergüenza decirlo. Paciente —Pero, hombre, no debe darle vergüenza. Todo en la vida es relativo. Si usted se concentra, verá que lo puede decir. Vamos anímese, aflójese. Analista —Bueno, está bien. Lo que pasa es que nunca estuve del otro lado del mostrador. Paciente —¡Cómo! ¿Nunca fue al Analista? Analista —No, nunca. Paciente —No lo puedo creer. Analista —Sin embargo, es la verdad. Paciente —Bueno, bueno, bueno. A ver, mi hijito, cuénteme cómo se componía su familia y cómo era su relación con ellos, especialmente con su madre. Analista —En realidad, fui único hijo, mi madre me sobreprotegió y mi padre era un padre ausente. Paciente —¡Ah! Eso es muy preocupante. Usted ¿hasta qué edad usó el chupete? Analista —Hasta los cuatro años. Paciente —Pero no le daba vergüenza, tan grandote. ¿Y con las mujeres cómo se relacionaba? Analista —Mal, yo era muy vergonzoso. En cada chica que me gustaba, siempre se me aparecía Mary. Paciente —¿Quién es Mary? 164


Analista —Mi madre... Paciente —Yo creo, mi estimado Carlitos, que atrás de todo esto, aparece un enorme fantasma: ¡el sexo!, su libido no la encausó hacia la concreción de su salud mental, sino que la encauzó hacia Chejov. Analista —¿Le parece? Paciente —Sin ninguna duda, mi hijito, pero, bueno, ya es la hora. La vez que viene Vamos a repasar su adolescencia... pero ¿qué hace? El Licenciado, levantándose bruscamente, toma de un brazo a su Paciente y de un rápido y suave movimiento lo acuesta en el diván y le dice: Analista —Déjese de joder, hombre, todavía no es la hora, así que continuemos con la sesión. Al mismo tiempo que sentándose en la cabecera del diván, se lleva nuevamente la pipa a la boca apagada. Todo esto, que me lo contó mi amigo Germán, sucedió en la sesión que tuvo con su terapeuta. Me dejó muy preocupado por la amistad que nos une; además de que soy colega de Carlitos, su Analista. Así que decidí encontrarme con él para contarle algo que yo sabía. Nos reunimos en el café de siempre y como es su costumbre, Germán, puntual, ya estaba esperándome. —Hola, German, ¿cómo estás? —Muy bien, ¿qué vas a tomar? —Un café. —Bueno, Julio, ¿para qué me citaste con tanta urgencia? —Cuando me contaste por teléfono la experiencia que tuviste con tu Analista me dejaste un poco preocupado, porque te noté medio deprimido, así que te cité para contarte algo de tu Analista. El otro día a la salida de la Sociedad Psicoanalítica y bajo el efecto de algunas copas, me enteré de que, efectivamente, es cierto que Carlitos es un lector apasionado, pero solo lee Las Aventuras de Patoruzú y Locuras de Isidoro. Lo demás son frases sueltas que repetía siempre y que había aprendido de un Selecciones que tenía. Su drama comenzó cuando cayó en sus 165


manos una obra de Pushkin, que como sabrás, entre otras cosas, es un fetichista de los pies. Ahí se contagió esa terrible enfermedad. Fue entonces que comenzó a frecuentar el balneario El Ancla, a solazarse mirando pies femeninos. Sin embargo, ningún pié lo complacía. Hasta que conoció a Piedad —nombre sugestivo para su búsqueda—, cuyos pies lo enamoraron. Con ellos se casó semanas después. Sin embargo, antes de un año, en momentos que le acariciaba el pié derecho a Piedad, notó sobre el meñique, una dureza; incipiente callosidad. Se sintió traicionado e inició inmediatamente el trámite de divorcio. Desde entonces, su vida fue un caos. Comenzó a frecuentar Punta Lara y el balneario de La Salada, con la esperanza de encontrar su fetiche. Todo inútil. Y así sigue su vida... Verás que en la misma “Negra Culona” apenas puede disimular su neurosis pédica cuando dice “movía las patitas la negra culona”. Pero no te vayas a confundir. Carlitos no padece de pedofilia, eso podría haberse curado con pastillas de carbón y una dieta adecuada. Lo de él es peor, es piedofilia, una afección para la cual aún no se conoce cura. Germán, al oír el relato de su amigo, estalla en carcajadas y con los ojos enturbiados por las lágrimas comenta: —No lo puedo creer. Amigo, acabas de darme una ducha de tranquilidad.

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El

sello

En un edificio de la cercanía de Tribunales, un joven elegantemente vestido, sube por el ascensor, hasta el séptimo piso. Al abrirse automáticamente las puertas aparece ante sus ojos un largo pasillo alfombrado, por el cual se dirige con paso firme hasta una oficina. Golpea suavemente con los nudillos de su mano derecha y desde adentro una voz le ordena: “adelante”. Abre y se encuentra con una suntuosa oficina en la que una señorita sentada ante un escritorio levanta su cabeza y al reconocer al joven le dice: —Buenos días, lo estábamos esperando. —Buenos días, señorita. —Pase por aquí, señor Pinche, le voy a presentar al señor Director. Trasponen una puerta interior pasando a una oficina más espaciosa en la cual un individuo concentrado en su trabajo revisa los papeles sobre el escritorio. A su derecha, la mesa de reuniones, rectangular, con ocho sillas y un sillón en la cabecera, el perchero de madera, un enorme jarrón en el piso con importante ramo de flores artificiales y varios cuadros sobre las paredes, completan el mobiliario. —Señor Director, buenos días, le presento al nuevo empleado que solicitamos por memorándum. —Mucho gusto, joven —con una mirada inquisidora continúa diciendo—, el otro día lo vi en la oficina de Personal, cuando le estaban tomando las pruebas para su ingreso. Me alegro mucho de que las haya pasado satisfactoriamente. Lo felicito. Ya la señorita Jorgelina Pisa Papeles va a ponerlo al tanto de sus obligaciones para que se compenetre en su labor específica, como así también le presentará al resto del personal y espero que se encuentre a gusto entre todos sus compañeros, Señor… —Pinche, señor Director. Este poniéndose de pie y con el dedo pulgar de la mano de167


recha en el costado del chaleco de su impecable traje, se le acerca y con ceremoniosa actitud inicia su acostumbrado discurso de bienvenida como un jefe arenga a sus tropas: —Señor Pinche, espero que este sea el comienzo de una excelente carrera, comportándose con honestidad, decencia, corrección, educación, puntualidad, dedicación, creatividad, pulcritud, actitud cristiana y sobre todas las cosas, respeto y obediencia a sus superiores, porque supongo que, como todo joven, yo también tuve su edad y mire ahora dónde he llegado, tendrá ambiciones y afán de superación. —Sí, señor Director, mi mayor deseo es llegar a tener ¡mi sello! —Por supuesto que lo tendrá si se aplica y trabaja como corresponde. —Con su permiso, señor director, si a usted no le parece mal voy a llevar al señor Pinche, a su lugar de trabajo. —Me parece excelente, señorita Jorgelina. Vaya, vaya nomás —y dirgiéndose al joven— mucha suerte, joven… —Pinche, señor Director. —Sígame — le dice graciosamente Jorgelina Pisa Papeles. —Como no, señorita. Permiso, señor director, y muchas gracias. Levantando su mano derecha el Director le hace un gesto de despedida. —Parece muy buena persona el señor, ¿no es verdad, señorita? —Este es un atorrante. Mire, tenga cuidado porque es muy falluto. —¿Ah sí?, mire usted, quién iba a decirlo. —Es un vago, lo único que sabe hacer es cobrar el sueldo, porque el trabajo lo hacemos nosotros, y él solo lo firma y lo sella. —Bueno, pero es un profesional. —¡Mamita! Si este es profesional… yo no sé cómo le dieron el título. Bueno ya llegamos. Usted va a estar encargado de ocho a diez de la mañana de repartir estos números al público, para que sean atendidos por riguroso orden de llegada. Después de 168


la diez, venga a mi oficina que le voy a indicar lo que tiene que hacer. Por ahora, quédese acá en el mostrador que en seguida vienen sus dos compañeros, el señor Solicitud y el señor Visado, que deben estar tomando café. Ah, cualquier inconveniente venga a verme, ya sabe cuál es mi oficina, ¿no es cierto? —Sí, donde estuve recién. —Sí, esa misma. Bueno hasta luego. —Hasta luego y muchísimas gracias, señorita. Jorgelina se retira hacia su oficina, al tiempo que hacen su entrada los nuevos compañeros de Pinche. —¡Qué hacés, pibe! —Buenos días, señor. —¿Vos sos el nuevo? —Sí, señor, ¿usted es el señor Solicitud? —¡Ja la pegaste!, pero, che, no me llames señor, llamame Solicitud y tuteame que vamos a ser compañeros. —Bueno, bueno, cómo no. —Y este flaco es Visado. ¿Sabés cuál es tu trabajo? —Sí, la señorita me explicó. —¿Cuál señorita? —La morocha alta, esa que es muy atenta, y que tiene unas gambas bárbaras. El señor director la llamó Jorgelina. Pinche, al darse cuenta de que había dicho lo que pensó cuando Jorgelina se iba, se encendió como una lamparita. —Sí, es la jefa —le acota Solicitud a Visado y guiñándole un ojo, le dice— mirá cómo se fijó en las piernas. Pibe, esa se manda unos cruces de gambas, que se le ve hasta el caracú; y te lo hace a propósito. —¿Ah, sí? —dice el joven Pinche sonriendo inocentemente—, es muy simpática. —Que va a ser simpática, tiene puesta una careta. Cuando hay algún lío se lo saca de encima olímpicamente y empaqueta al primero que se le pone a tiro. Bueno, te dejamos con tu agobiante tarea. Repartí hasta las diez que es la hora en que empezamos atender al público. Ni un número más después de las diez. ¡Oíste! 169


—Sí, ¿le puedo hacer una pregunta? —Dale. —Ustedes ¿tienen sello? —Por supuesto. Nos llevó muchos años conseguirlo, pero al final Visado y yo lo obtuvimos. —¿Años… cuántos años? —A mí me llevó cuatro, pero a Visado le llevó dos más por una discusión con Jorgelina. Bueno, chau, pibe. Visado y Solicitud se retiran dejando a Pinche que comienza a ordenar meticulosamente los números para entregar al público. Mira el reloj que marca las ocho en punto, entonces comienzan a llegar las personas que van a reservar sus turnos. Reparte los números como si fuese lo más importante que ha hecho en su vida. Una señora mayor le pregunta: —¿Usted es nuevo? Porque es la primera vez que lo veo. —Sí, comencé a trabajar hoy, señora. —Espero que ahora que está usted las cosas mejoren, porque ya me hicieron venir cuatro veces y nunca me solucionaron nada. Poco a poco se va poblando el amplio salón de atención al público, hasta que a las diez en punto aparecen Visado y Solicitud, junto a dos señoritas más. Uno a uno, van ocupando el lugar de todos los días, detrás del largo mostrador donde comienzan a llamar por número. Solicitud dirigiéndose a Pinche le presenta las dos nuevas compañeras. —Pibe, vení que te voy a presentar a tus nuevas compañeritas, Susana Moratoria y Porota Almohadilla. Las dos próximas a jubilarse. Pinche se acerca a ellas y les estrecha la mano. Es entonces que nuestro nuevo empleado, se retira dirigiendo sus pasos a la oficina de Jorgelina. —Permiso, señorita, ya terminé con los números. —Bueno, vení sentate en ese escritorio. ¿Ves esa pila de hojas?, ponele el sello que dice “entrada”. A Pinche le brillan los ojos. Va a comenzar a usar el sello 170


que aunque no es el suyo, le sirve para practicar cuando tenga el propio. —Cuando termines, andá al despacho del Gerente y sobre su escritorio hay una pila de expedientes. En la primera hoja, ponele el sello del Dire y garabateale una firma, que él ya se retiró y no viene hasta mañana. Pinche no sale de su asombro, va a sentarse en el escritorio del jefe para ¡sellar! Van pasando los días y Pinche, muy contento, le cuenta a su madre los adelantos en el trabajo. Ella, al verlo tan feliz, se llena de orgullo y le comenta a las vecinas: mi hijo es muy importante en su trabajo, todavía no tiene su sello pero hay que ver cómo maneja el sello del señor Director. Día tras día, va conociendo al resto del personal: José Archivo, encargado de guardar en perfecto orden alfabético los expedientes originados en mesa de entradas, cuyo jefe es Juan Manuel Recepción; Enrique Emparedado ayudante de cocina; María Dolores de los Malestares Estomacales, obstetra, que junto con el doctor Benjamín Penelopez, urólogo, y su ayudante Prostático Inflamado integran el cuerpo médico que atiende a los empleados de ese Ministerio. El delegado sindical Próspero Fortuna ha convocado a una reunión urgente, luego de la cual se decretará paro general para definir la nueva escala salarial. A las once de la mañana, reunión de todo el personal en el salón de actos del segundo piso. La gente que debía ser atendida protesta y algunos se exaltan y patean una puerta haciendo añicos los vidrios, pero como los paros son algo que ya están incorporados en la vida diaria, se escucha una frase común “y qué vamos a hacer” retirándose luego de un rato. El encargado de la limpieza y del mate cocido Abelardo Julián Ordenanza, rápidamente levanta los destrozos y salvo el faltante del vidrio todo queda en su lugar. El Director lo llama a Pinche y le dice: —Joven, diríjase a Compras y hable con el señor Pepe Licitación para que se encargue de pedir presupuestos para cambiar todos los vidrios del segundo piso. 171


—Pero, señor Director, si el que se rompió es solo uno. —No, m’hijito, no se preocupe y haga lo que le digo. No ve que hace cinco años que están esos vidrios, y ya es hora de cambiarlos. Este ministerio siempre se destacó por su impecable presentación. Ya va a ir aprendiendo la mecánica y la idiosincrasia de nuestros desvelos por la conservación del patrimonio nacional. Con el tiempo Pinche, debido a su dedicación y siguiendo al pie de la letra los consejos del señor Director, va ascendiendo rápidamente y sus expectativas van en aumento en pos de conseguir su ansiado sueño. Un día el señor Director reúne al personal y una vez en su despacho les dice: —Hoy es un día realmente trascendente, ya que les voy comunicar que debido a la dedicación, puntualidad, pulcritud, religiosidad del joven Jorge Inocencio Pinche, esta dirección ha decidido premiarlo con una distinción que es punto de partida para un desenvolvimiento laboral y por qué no político, cuyo techo es impredecible, máxime para una persona joven, llena de sanas ambiciones y que bajo la tutela de mi experiencia será catapultado, sin duda alguna, a esferas superiores dentro del ámbito de los sentimientos nacionales y patrióticos como lo hicieron en su momento Mariano Moreno, José de San Martín y Manuel de Rosas, entre otros. Tomando una caja pequeña forrada en cuero y con letras doradas en su tapa, la abre mostrando en su interior ¡un sello! Nuestro joven amigo hipnotizado por lo que ve, sonríe, hasta que sus ojos comienzan a enturbiarse con lágrimas de alegría. Llueven los aplausos, las palmadas y las felicitaciones. Prospero Fortuna, el delegado, lo felicita muy especialmente y lo invita a participar de las reuniones del sindicato, pues se necesita sangre joven, trabajadora y obediente. Pinche acepta el ofrecimiento y asiste a la primera reunión a realizarse en el gremio de los Ministerios. Cuando entra a la sala de reuniones, no puede creer lo que ven sus ojos: Un pequeño anfiteatro todo en madera y arriba de la mesa de los jefes un enorme sello 172


en acrílico iluminado por dentro. Lo invitan a presidir la mesa ante los representantes de todas las delegaciones del país que se han dado cita para tratar las nuevas escalas salariales, la compra de tres hoteles en Córdoba, Mar del Plata y Bariloche, y la fiesta para la inauguración del campo de deportes en la localidad de San Isidro. Próspero Fortuna abre la reunión presentando al nuevo integrante del cuerpo colegiado de asesores financieros, culturales, históricos y deportivos del sindicato mayor, que él dirige desde hace veintisiete años: —Les presento al joven señor Pinche que hará su presentación mediante unas breves pero sentidas palabras. Emocionado toma el micrófono y con voz temblorosa dice: —Compañeros… En eso se escucha un estrépito y levantando su cabeza, ve con espanto que el sello de acrílico que estaba suspendido del techo, se desprende cayendo sobre su cuerpo. Toda la concurrencia asiste horrorizada al aplastamiento de Pinche por ese enorme sello que termina con la vida de nuestro pobre amigo. Digna muerte ocasionada por un sueño cumplido. Descansa en paz.

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Mauricio Temerlin

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temerlinm@hotmail.com 176


T arde

de domingo

Si yo hubiera sabido de antemano que la suela de los zapatos de mi hijo eran tan lisas, no se me habría ocurrido llevarlo esa tarde, caminando tan cansado y de a ratos resbalando dificultosamente, de vuelta a la casa de mi exmujer por la Avenida Central, con su vereda revestida con esos baldosones de granito muy pulidos por el paso del tiempo y por el roce de miles y miles de zapatos que vaya a saber hacia dónde los encaminarán sus dueños, o tal vez, ¿quién sabe? y sin que muchos se percataran, que era a ellos a quienes quedaba finalmente librada la decisión, de acuerdo al tiempo, el humor, o simplemente a las ganas, o a la falta de ellas, de hacia dónde ir, algunos doloridos por la caminata que estaban obligados a emprender para llegar a su destino, y muchos de ellos sin, al menos, saber a dónde iban, otros lo harían aburridos y a desgano, y otros más, sin siquiera darse cuenta de lo que estaban sintiendo al posar, en algunos casos con mayor suavidad y en otros más enérgicamente, sobre ese plano casi perfectamente terso, sus suelas de cuero o goma sintética con las ranuras y dibujos tan profundos como para evitar esos deslizamientos involuntarios que convirtieron en un inadvertido vía crucis el regreso con mi hijo, y que son muy difíciles de limpiar mediante algún providencial elemento recogido de urgencia del mismísimo suelo, cuando uno ha pisado, sin advertirlo, las deposiciones de alguno de los infinitos canes cuyos dueños les han permitido tapizar cualquiera de nuestras avenidas y calles, sin distinción de barrio o paraje, como una ofrenda vaya a saber a qué divinidad, sobre ese pavimento, infinitamente pulido por el uso y transcurso de tantos calzados, como los de un ejército que desfila sin cesar, si bien no al unísono sino de manera asincrónica, dependiendo de la hora y el día, pues los domingos, por ejemplo, es sabido que hay mucha más gente que va al centro, en general para hacer no se sabe muy bien qué, capaz que a buscar rodearse de soledades comparti177


das, como empujados por una incontenible fuerza de origen desconocido, y que tiene tanto que ver con el aburrimiento, con esa imposibilidad de superar el hastío que a menudo se produce en las para algunos interminables y tristísimas tardes de domingo en la supuesta compañía de la novia, mujer, hijos, o quien fuere el semejante que figure como compañía a su vera, y con quien ya no queda juego, gesto, mirada o caricia fresca por ejecutar, palabra o susurro que musitar, hasta que, caída la noche, cuando ya pareciera haber sido impartida la anónima y tranquilizante orden de volver a casa, empaquetar las ya desvaídas esperanzas de que algo, ¿quién sabe qué?, inesperado y salvador pueda suceder, y con alivio, disponerse a enfrentar la llegada de otro lunes liberador.

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de bergamotas

—¡Qué suerte que pudiste venir! —dijo ella, con el esbozo de una tímida sonrisa colgándole de la comisura de los labios. —Sí…no, fue medio complicado, pero yo también quería verte —dijo él, retorciéndose los dedos de una mano con los de la otra. —¿Querés un café? —preguntó ella. —Sí, bueno… gracias… o mejor no, prefiero el té ese de bergamotas que vos tomabas. ¿Te queda? —Sí, claro, es el de la tetera. Está recién hecho. Servite mientras te traigo algo dulce para acompañar. ¿Querés un alfajor? —Sí… bueno… ¡gracias! —le contestó él, mirándola de costado. —Y decime, ¿así que por fin te vas a inscribir en la facultad? —le preguntó ella, abriendo mucho los ojos—. ¡Me dejaste helada por la sorpresa! —Sí, mirá… no sé bien todavía. No lo tengo muy claro — dijo enarcando las cejas—. De a ratos sigo pensando que no es lo mío, ¿viste? —¡Cómo que no es lo tuyo? ¡Si siempre te gustó filosofía! —Sí, me sigue gustando. ¡Pero a veces pienso que ya se me pasó el tiempo! —Hace ya cuatro años que para esta fecha estás: que vas, que no sabés, que no te decidís. ¡Y seguís sin decidirte, y mientras tanto, el tiempo te sigue pasando por encima! —le dijo, comenzando a exasperarse. —Y dale con lo mismo! ¡No podés entender que para mí la cosa no cambia! ¡Que me cuesta decidir! —Le contestó con rabia. —¡No grites que los chicos están durmiendo! —se desesperó ella. —¡Cómo querés que no grite si me seguís persiguiendo con el mismo verso desde hace cuatro años! —le contestó él, po179


niendo la taza de té en el plato con tal fuerza que casi la rompe. —Yo te quiero, y por eso es que te digo lo que te digo —le respondió ella, con tono cansado. —No trates de manejarme con eso de que me querés. Sería mejor que por una vez me escuches y trates de comprenderme —le contestó él, dándole con desesperación la última pitada a su cigarrillo. —Pero es que ya sé lo que me vas a decir: que ya sos grande, que no te trate como a un niño, que en algún momento se te va a dar, y ni vos mismo sabés qué es lo que se te tiene que dar. Pasó tanto tiempo, y yo te sigo viendo quieto y quedado, y eso me pone mal, ¿No me podés entender? —lo increpó ella, amargamente. —Tengo la impresión de que nunca me entendiste y sería bueno que alguna vez te salgas de esa cápsula en la que estás metida; abras por un momento los ojos y los oídos, y puedas verme y oírme como quien soy, y no como vos te dibujaste que soy —dijo él incorporándose bruscamente de la silla. —Sigo sintiendo que con vos no puedo hablar, y no quiero que como la última vez, la tristeza y la bronca me hagan llorar como una pelotuda —le dijo ella masticando las palabras. —Sos pelotuda no porque llores, sino porque sos incapaz de ver la realidad —le retrucó él, abriendo la puerta y saliendo con un portazo.

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¿Q ué

me contás ?

Inés —¿Será posible que me haya tenido colgada toda una semana sin avisar y recién hoy se haya decidido a llamarme, a las cinco menos cuarto de la tarde, justo cuando Romina vuelve del cole y no tengo más remedio que pedirle por favor a la pesada de Rosa que se venga a quedar un par de horas con ella? Porque la salida con Joaquín no me la pierdo por nada del mundo. Con lo que me costó engancharlo. Y más todavía con lo caliente que me dejó después de lo que me dijo que me iba a hacer en ese telo de la Panamericana. —Si, m´hijita, —ese del que todos hablan. Yo ahí nunca estuve. Es uno con la cama que se mueve toda y tiene una bañera enorme que hace burbujitas de colores… aunque, qué se yo… me da no se qué dejarla a la nena sola con la gorda… pero bueno, al fin y al cabo solo se vive una vez y tipos como Joaquín no se te aparecen todos los días, qué joder. Si no, mirá todo lo que me hizo sufrir el infeliz de Diego, que me volvió loca a promesas, y cuando se enteró de que estaba embarazada de Romina, no le alcanzaron los pies para rajarse y si te he visto no me acuerdo. Decí que Romi fue siempre un ángel, pero con eso y todo, bien que me tuve que romper el culo para criarla, bancarme cada baboso que en la cama te pedía haceme esto, ponete así, que quiero lo otro, ¡hasta a mí me da vergüenza contarlo! pero todo fue para que Romi no tuviera que pasar por lo que yo tuve que soportar cuando era chica. Como al Pocho —te conté de él, ¿no?—, que porque estaba con mi vieja sentía que tenía derecho a hacer conmigo todo lo que se le antojara… ¡y se le antojaba cada una! …y mi vieja, pobre, no tenía más remedio que hacer como que no veía ni sabía nada, porque sino, no comíamos y el muy animal la cagaba a golpes, y entonces yo no tenía otra que bancarme lo que fuera, con todo el asco y la bronca del mundo. 181


Hasta que apareció don Fernando, el dueño del almacén, que me conocía de chiquita y que cada vez que iba a comprar algo, con tal de que lo dejara meter un poco de mano, me fiaba todo lo que yo iba a comprar y lo anotaba en la libretita de tapa negra que guardaba en el cajón del mostrador, pero después no me reclamaba nada. Un día me dijo que si yo me iba a hacer la siesta con él, él arrancaba la hoja de la libretita y entonces ya no le iba a deber nada; y yo le dije que si, total, peor que con el Pocho no iba a ser, y así, poco a poco, yo me fui animando, y empecé también a ir, un día a pasarle la escoba por el cuarto de atrás del almacén que era donde él vivía, otro le cocinaba algo o le hacía el lavado, y así, poco a poco, y casi sin darme cuenta —te juro — fui pasando cada vez más tiempo con él, y el gordo estaba tan contento que cuando el Pocho se rajó, me dejó que le diera una mano a mi vieja que buena falta le hacía, pobre, y cada vez que la iba a ver, él mismo me daba un paquete de mercadería para llevarle. Hasta que un día que llovía una barbaridad, fui a hacer un mandado, y cuando volví para cocinarle algo para almorzar, lo ví, sentado atrás del mostrador, en la misma sillita descuajeringada de siempre, durmiendo un ratito antes de ir a comer. Pero esta vez, cuando lo fui a despertar, no pude porque estaba muerto. Ahí fue que me apiolé, total ya no se iba a poder llevar nada porque nada le iba a servir del otro lado, pobre gordo, y antes de que llegara la policía, yo pasé el rastrillo y me llevé todo lo que pude, pensando en que no me ocupara mucho lugar y que me fuera fácil de esconder. Dejé algo de guita y algún anillo por si me desconfiaban. Él tenía un hijo que yo había conocido una vez cuando vino a pegarle un mangazo. De entrada, el hijo y yo no pegamos buena onda, pero don Fernando tampoco se llevaba bien con él, y casi no se veían. Los de la policía lo llamaron, y cuando él llegó, yo me hice la boluda y a todo lo que me preguntaban, yo les contestaba que no sabía nada. Hasta que al final me dejaron en paz. En parte porque el que vino era el subcomisario López, -el “churrasco” López -—¿te acordás?—, que era amigo mío y 182


me debía algunos favores que yo le hacía cuando don Fernando no estaba, y en parte porque, ¿a quién le importaba lo que pasara con el infeliz del hijo de don Fernando, que cuando una vez el padre lo llamó porque se había caído de la escalerita tratando de bajar unas botellas del estante, él lo dejó pagando y nunca vino, que si no hubiera sido por los vecinos y por mí que lo ayudamos, no sé qué hubiera pasado con él? Así fue que me las tuve que ir arreglando yo sola, bancándola a mi vieja hasta que la pobre se me murió. No me puedo quejar, porque de a poquito la fui llevando, sabiendo que no tenía en quién confiar. Fijate que la única vez que me descuidé fue con el Diego, y así me fue: él se rajó y yo me quedé solita con mi panza. Yo hubiera podido sacármela, pero no quise y no me arrepiento, Romi es un ángel. Y al fin de cuentas, —¿quién te dice?, —capaz que con Joaquín las cosas salen diferentes, —¿ no?— ¡Porque una también tiene que vivir!

Joaquín Sí, ya sé, yo tampoco me entiendo, pero la vecina de la gorda me mató. Si, la de Rosa, la que siempre me llama cuando necesita que le arreglen algo en la casa: cambiar el enchufe de la heladera porque se le quemó con el último corte de luz, pintar una pared que la agarró la humedad, o destapar la pileta de la cocina porque, y se lo dije mil veces pero no hay forma de que entienda, cuando cocina tira las cáscaras de la papa o lo que queda de comida en los platos a la pileta y no al tacho de la basura. Yo la conozco de cuando entré a trabajar en el mercadito de la esquina. Yo la atendía cuando venía a comprar, porque era el único que le tenía paciencia: tardaba como media hora para comprar dos tomates, una acelga, un par de zapallitos y un ramito de perejil, y eso después de tocar y preguntar por todo. Una vuelta me preguntó si me animaba a cambiarle el cuerito de una canilla, y yo fui y se lo cambié. Después le empecé a arreglar otras cosas, de puro caradura nomás, porque nunca hice curso de nada. Desde 183


que me vine a la capital a los quince cuando se murió mi viejo y mi vieja se fue a Salta a vivir con un tío, me las tuve que arreglar solo. Así fui haciendo de todo con tal de ganarme unos pesitos y dándome maña para aprender. Yo todo lo que sé lo aprendí preguntando y mirando cómo otros hacían. Cada vez que le hacía algo a la gorda, se ponía recontenta: me recomendaba gente y hasta me empezó a invitar a comer con ella, seguro que para tener con quién hablar, porque se sentía muy sola desde que se le había muerto el marido, y entonces algunas veces yo no le cobraba. Me parece que en algún momento, hasta se empezó a hacer algún rollo conmigo; pero no, era mucho más vieja que yo y podía ser mi madre, entonces yo hasta ahí llegué: arreglarle algo, darle charla y eso, sí, pero otra cosa, no. Rosa, que de boluda no tiene un pelo, se dio cuenta y se la bancó. Fue por esa época que el dueño del mercadito, que nunca me había caído bien, empezó a romperme las pelotas y a exigirme que trabajara más horas, porque cuando recién entré y no tenía otra cosa que hacer, le barría el piso, le hacía algún mandado o los envíos a domicilio, ¿bah! el deliveri que le dicen, ¡pero de onda nomás!, porque por hacerle eso no me pagaba nada, y como por las recomendaciones de la Rosa me estaba saliendo bastante laburo, un día que el hombre se me puso de pesado, me calenté y lo mandé a cagar, ¡qué joder! Una vuelta que fui a lo de Rosa a hacerle algún arreglo, me abrió la puerta una pendejita de cuatro o cinco años, simpatiquísima y que hablaba un montón —¡mirame a mí hablando bien de una criatura!—. La gorda me dijo que era hija de una vecina, que la había traído para que se la cuidara porque ella se tenía que ir a trabajar. Al rato cayó la madre a buscarla, ¡qué madre!, ¡era un minón!, un culo y unas tetas de novela que me dijo que se llamaba Inés. Ahí fue que Rosa le dijo que yo era el pibe del que le había hablado, el que le hacía a ella todos los arreglos de la casa. Entonces, ella me miró y me dijo que ella también tenía muchas cosas para arreglar, pero que como no tenía tiempo para ocuparse, lo tenía todo sin hacer, que por qué no arreglábamos como para que yo pasara a ver. 184


—Te imaginás que la agarré al vuelo —, y quedamos que dos días después yo pasaba a última hora de la tarde por la casa de ella, que queda a la vuelta de lo de Rosa. Esos dos días se me hicieron de goma, hasta que al fin, la tarde que habíamos arreglado, la fui a ver. La casa estaba arreglada como para recibir visitas. Mientas que ella me mostraba lo que había que hacer, —dos o tres pelotudeces —, la nena saltaba por todas la casa. Me preguntó cuándo lo podía hacer y que cuánto le iba a salir. Mientras me preguntaba, me miraba de una forma que me hacía hervir la sangre. Ni yo sé lo qué le contesté ni qué otra cosa me dijo o le dije, pero al rato me preguntó como quien no quiere la cosa, si no quería quedarme a comer con ellas y las acompañaba, porque ya era hora de que la nena cenara y se fuera a dormir. Medio que me descolocó, pero le dije que sí, y me quedé. Me hacía sentir raro eso de estar en la casa de un minón, y que mientras que ella cocinaba yo jugara con la hija de seis años. Yo soy grande, y cosa como esta nunca me había pasado antes, pero lo más raro, era que yo no me sentía mal —¿me entendés?—. Comimos medio rápido. Lo que más me extrañó, fue lo bien que se llevaba con la nena. Durante la comida le charlaba y le explicaba todo con mucha paciencia, no se sacó en ningún momento, y si la piba no quería algo, no había drama, se lo explicaba, o dejaba que hiciera lo que quería. Todo era como en las películas, nada que ver con lo que yo creía que era arreglártelas con una criatura: vos le decís algo, y si no te hacer caso y te saca, le pegás un grito y si se te encapricha más, lo arreglás con otro grito o con una paliza. Terminamos de comer y mientras ella la llevaba a acostar, yo le dije de lavar los platos —¡quién me ha visto y quién me ve!— , y ella dijo que bueno, y me mandó una sonrisa que me dejó fusilado. Cuando volvió, me preguntó si no quería tomar algo, le dije que bueno, y mientras nos tomábamos una cerveza, me entró a decir que me había visto desde la cocina jugando con la nena, que ahí me enteré que se llamaba Romina, y cargándome con 185


que se veía que yo no estaba muy acostumbrado a jugar con pibes. Pero lo grande es que se reía, pero bien, no era que se estaba cagando de risa de mí, -—¿me entendés?—, es que le causaba gracia verme, que le parecía muy tierno, me dijo. —¿Te das cuenta?—, —¡yo tierno! Y bueno, después de eso, mano va mano viene, terminamos enroscados en el cuarto de ella, muertos de risa para no hacer ruido. Después de esa vez ya nos entramos a ver casi todos los días, y fue ahí que me pidió que no le contara nada a la gorda, para no mezclar las cosas. Tuvimos que hacer todo tipo de arreglos para que Rosa no sospechara nada, porque se la estaba dejando a Romi más seguido que antes, y entonces cuando la nena estaba en la escuela o en lo de Rosa, podíamos aprovechar nosotros para estar juntos. Por lo que me contó y le conté, creo que nunca hablé ni escuché tanto a una mina. Se ve que la tiene corrida y sufrida, que la vida le pegó fuerte, pero no se queja ni saca pecho por eso: se la banca, y de repente, sin que te lo esperes, te sale con algo súper inocente que te embarulla y te deja sin saber qué hacer o decir. Entonces yo me la como a besos, y ella se ríe como loca, y me pregunta qué tiene de raro lo que acaba de decir, y me deja a mí pagando, porque yo tampoco sé qué contestarle. Cuando habla de la nena, le cambia la cara: habla con un amor que hasta a mí me la pega, te das cuenta de lo qué es querer a un hijo. —¿Vos me ves a mí, emocionándome por lo que una mina me cuente de su hija?—. Yo no lo puedo entender, pero a mí me deja boludo. Es una tipa repiola que me hace reír con cualquier pavada, —vos sabés que no me pasa mucho, y menos con una mina—. Con otras, te salís del libreto y moriste, no saben para qué lado agarrar. Inés se ríe de todo, es una mina repositiva, que cuando menos te la esperás, te sale con algo muy tierno que te desubica. Me parece que eso es lo que me enganchó de entrada. Fijate que nunca sé para qué lado va a agarrar. Esta semana que pasó, se me ocurrió ver hasta dónde me aguantaba de estar 186


sin ella, entonces le dije que no la iba a poder ver porque estaba tapado de laburo. Se la bancó sin llamarme ni nada, hasta que hoy, yo ya no me aguanté más y la llamé. Le dije que la extrañé, que la quería ver, que si quería hoy la llevaba al telo de la Panamericana, ese con la cama de agua que tiene una bañera enorme que larga burbujas de colores, para hacer todo el quilombo que se nos cante, que la iba a hacer gritar sin que tenga que cuidarse por los vecinos o por Romi hasta que no pueda más, y —¿podés creer?— se quedó callada y me dijo que me quería.

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Liliana Tirasso

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crupscaya@hotmail.com 190


O bjetos

perdidos o la historia del vendedor de bujías

Mi nombre es Aníbal Escuto y soy vendedor de bujías, pero no cualquier bujía, no, señor, las mejores del mundo. Estoy convencido de eso y por tal motivo tengo gran número de clientes en mi cartera profesional a los cuales visito desde décadas y seguramente seguiré haciéndolo. Estoy orgulloso de ser el número uno de la empresa en este rubro, claro está. Mis explicaciones sobre las características y utilidad del producto son las más claras y convincentes. He tenido bajo mi cargo jóvenes principiantes a los que formé como eximios vendedores. Pero hoy, no quiero hablar de las bujías. Deseo compartir con ustedes una pequeña historia que viví poco tiempo atrás y en la que pude recuperar muchos de mis objetos perdidos durante años. En pocas palabras me va a resultar difícil, ya que suelo utilizar demasiadas, pero, en fin, trataré de ser lo más sintético posible. Desde la muerte de mi esposa, acaecida diez años atrás, fui incapaz de volver a reír. El dolor ocupó todos los espacios. Mi vida transcurría sin sobresaltos ni diferencias, pero esa mañana de diciembre, al entrar al primer local y comenzar con mi discurso cotidiano de venta, sentí algo que me hizo detener, me mantuve quieto por unos segundos. De pronto, y sin darme cuenta de la posible imagen que daba ante los empleados del negocio, comencé a gritar: soy un aburrido, un rutinario y tedioso vendedor, no puedo soportarme un minuto más, me cansa escucharme diciendo las mismas palabras, el mismo relato una y otra vez sin cambiar una sola coma. Ante la mirada atónita de los presentes y en el momento mismo de tomar conciencia de lo hecho, salí a la calle sin mirar atrás. A pesar del papelón evidente me sentía aliviado. ¿Por qué yo no podía dar rienda suelta a mi imaginación? Más allá del estado de ánimo, me consideraba una persona capaz de crear nuevas estrategias, 191


mi permanencia en el oficio me lo demostraba, pero, entonces, ¿por qué no me animaba a cambiar si es que realmente estaba tan convencido de mis características? Y aquí aparece lo que durante mucho tiempo intenté ocultar, inclusive de mí mismo: el miedo, sí, miedo a mi propio cuerpo. Ya había tenido algunas pruebas, pocas, pero contundentes. Paso a contarles: todo aquello que inventara, por más insignificante que fuera, pero que demostrara mi deseo de salir de ese letargo añoso, y que sirviera para identificar un día de otro, una mañana de la anterior, que pudiera generarme asombro, o que me hiciera latir con otro ritmo el corazón, automáticamente la parte derecha de mi cerebro lo rechazaba. Provocaba tal disfonía que me era imposible seguir hablando, no podía articular una sola palabra. Ése, era el primer aviso, como si me alertara: “no cambies, es mejor lo de siempre, ya estás acostumbrado, para qué”, y si yo insistía, era peor. En varias oportunidades quedé mudo por una semana. No podía sublevarme, debía seguir con mi rutina. Cierto día me levanté temprano y dispuesto al desafío. Había ideado varias estrategias de enfrentamiento, de actos de rebeldía hacia mi lado derecho, por eso necesitaba más tiempo que el acostumbrado. Llegado el caso debía volver al punto de partida. El traje gris esperaba recostado sobre la silla y junto a él, la corbata azul. Decidido a todo elegí la corbata verde. Esperé para ver si sentía algún tipo de represalia. Como nada extraño pasaba, esbocé una sonrisa de triunfo e inmediatamente tomé el portafolio con la mano izquierda y el perramus, con la derecha. Otro acto de insubordinación. Ya estaba abriendo la puerta cuando sentí la garganta algo molesta, me detuve y esperé. Cada tanto carraspeaba. Quería vencer la cobardía. Me decía, “no, es el frío de anoche, la ventana entreabierta, la llovizna, ya se te va a pasar”. Busqué en el bolsillo interno del lado derecho del perramus un caramelo de propoleo que habitualmente compraba en la farmacia de la esquina opuesta a mi departamento y le di varias vueltas en la boca envolviéndolo con la lengua. Intenté decir algo, tosí lo más fuerte que pude, pero no, el sonido de mi voz iba en creciente disminución. Entonces, en un susurro 192


inaudible y con las venas de las sienes en su máxima tensión y los pómulos ardidos, y los ojos llorosos por el esfuerzo, le dije a mi parte derecha del cerebro: “está bien, otra vez ganaste, no voy a cambiar”. Regresé al departamento. Los días seguían como los anteriores. —Buenos días, Srta. Felisa. —Buenos días, Sr. Aníbal —saludaba mi compañera de oficina de la cual tan solo conocía su nombre de pila—. ¿Un cafecito? —me ofrecía con amabilidad y agregaba—, por favor, no es molestia. Ni una palabra de más, ni una palabra de menos. —Buenos días, Sr. Aníbal —era la voz de Isabel, la señora de la limpieza—. ¿Cómo durmió anoche? Y, sin esperar respuesta alguna, entraba a la cocina inaugurando la jornada laboral con los gritos del jefe: “¡más cuidado, Isabel, nos vas a dejar sin puerta algún día!”. Mientras, yo tomaba, sin prisa pero sin pausa, la carpeta celeste con letras negras en el dorso para llamar a los clientes de la mañana y acordar un horario de encuentro. Y así los trescientos sesenta y cinco días, un año, una tabla horizontal, maciza, un enorme rectángulo indicador inexorable del día que transcurre. Más allá del lado derecho independiente y autoritario, algún que otro malestar óseo sin importancia y cierta caída de cabello cano, ya detenida, el resto de mi cuerpo no me generaba mayores preocupaciones. Habitualmente mantenía una temperatura estable, equilibrada, sin extremos apreciables, nunca sentí ni mucho frío ni mucho calor y en el hueco del pecho, la tristeza de siempre, ya parte de mí, como un hueso más. Hasta el amanecer del día lunes 28 de diciembre, las cosas sucedían como era de esperarse, luego, todo fue diferente. Un aire húmedo y sofocante comenzó a derramarse entre las sábanas, me sentía transpirado. De pronto, y en forma inesperada, el reloj chilló sobresaltándome. Hacía tiempo que no usaba despertador, ni siquiera recordaba haberlo puesto en hora. El enorme rectángulo celeste que había sido la radio de mi abuelo 193


armado de bujías y sin pilas, comenzó a funcionar por su propia voluntad. La voz acelerada del locutor terminó de despertarme: “Este verano se asoma feroz en la ciudad, no nos da tregua ni por las noches”. Todo funcionaba más allá de mí. Me levanté, llegué a la cocina y abrí la ventana circular con vista al pulmón de manzana, me asfixiaba. ¡Qué extraño! Mi reloj interno nunca fallaba. Sin embargo, ya eran las 8. ¡Las 8hs! A esa hora tendría que estar acordando las entrevistas. En treinta años, nunca había llegado tarde. Era el empleado de mayor confianza del Sr.Luchérnagui y luego de sus hijos y ahora de sus nietos. Seguramente perdería el premio. No puedo precisar cómo llegué a la fábrica, pero, con claridad recuerdo cuando abrí la puerta de mi oficina y empecé a calmarme. Isabel, la señora de la limpieza, estaba ahí y levantó sus ojos esperando mi mirada por primera vez y yo le sonreí. —Buenos días, Sr. Aníbal —preguntó—. ¿Cómo durmió anoche? Esta vez esperó. Se acercó despacio y me tocó el brazo. Me gustó eso y yo también la miré y descubrí que mi cuerpo olvidado se reconfortaba con la frescura de su mano sobre el algodón impecable de mi camisa blanca, pero no pude hablar. —Sr. Aníbal —continuó—, ¿vio el nuevo local que pusieron al lado de la oficina? Balbuceé un no diminuto, silenciado, lo recuerdo claramente. —Es un local que vende objetos perdidos. No se va a confundir. Tiene un cartel con muchos colores y en letras grandes, abultadas, como sobresaliendo de la pared, dice: Objetos perdidos. ¿Por qué no se da una vueltita? Tiene tiempo todavía, Sr. Aníbal. Sin perder un solo minuto, sin preocuparme por dejar el escritorio, los clientes y sus horarios y sin acordarme de la existencia de la implacable parte derecha de mi cerebro que podía hacerse presente ante cualquier acto de insubordinación, sin responder a la pregunta de Isabel, ni comentar su sugerencia, me di vuelta y comencé a bajar las escaleras que me llevarían a la vereda con mayor rapidez que el ascensor; el calor ago194


biante había desaparecido, estaba aliviado, fresco. Ya en la calle vi el cartel. Atravesé la puerta vidriada y escuché la campanilla delatora. Había un mostrador prolijamente decorado con un portalápices, una flor en un tubito transparente y muchas bolsas verdes de papel. Esperé unos minutos. Nadie apareció. Primero recorrí con la mirada todo el lugar. Pude percibir que pequeños recipientes de distintas formas y colores completaban la estantería. Estaban organizados por orden alfabético. Una vez que tuve una idea general, entré en el pasillo que se abría cerca de mí, el que tenía a mi derecha. Azarosamente comencé con la L. y entonces, en una tapa, leí: Lágrimas de Rosa Terk. Continué con las otras: Luz de Diana, Lamentos de Juan Ruan. No podía creer lo que estaba viendo. Cambié de letra. Fui a la V, y comencé a recorrerlas leyendo en voz más alta como si quisiera que alguien me escuchara. Vida de Luisa Bell, Vacaciones de Ana Luing. El corazón resoplaba fuera del pecho, lo escuchaba a mi lado. De pronto, todo fue claro. ¿Estaba en presencia de un acertijo definitivo? Pensé en Isabel, su caricia inesperada, el sudor extraño de la noche anterior, la sorpresa de una mañana diferente, mi cuerpo que comenzaba a sentir. Tenía que seguir buscando objetos perdidos, ahí estaba la clave. Busqué la T sin saber la razón. Tesoros de Manuel, Tiara de Camila, Terror de Bautista, Tristeza de Lola, Templanza de Evaristo, Tiempo del Sr. Aníbal. Me hice liviano, se desató esa parte de mí cautiva y comencé a darme cuenta. Lo primero era descubrir mis cajas, después vería. Volví a la A. Angustia de Raquel, Alambrado de Pedro, Amuletos de Fermín, Amor del Sr. Aníbal. Seguí buscando con euforia, dueño de mi ruta. Mis ojos se desparramaban entre La Soledad del Sr. Aníbal, La Alegría del Sr. Aníbal, La Esperanza, Las Ilusiones, La Vida, La Libertad del Sr. Aníbal. Volví a pensar en Isabel, la señora de la limpieza. Esta es mi historia. Espero haber sido claro. Y, abusando de su tiempo, quiero decirles que ese hueso que había en el medio de mi pecho, lo puse en una caja, en la letra T, y ahí pienso dejarlo. 195


P resunción

La carta que estaba sobre el escritorio junto a una taza de café y con restos de líquido borroso, sin duda, podía llegar a pasar desapercibida. Era un trozo de papel desprolijo, escrito en tinta verde. El teléfono negro comprado en San Telmo, formaba parte de ese escenario repleto de papeles y diarios. Ismael desparramaba tanto sus ideas como las hojas que reescribía con igual profusión cada vez que una nota para el periódico, debía ser terminada. No importaba cuántas horas le consumía su trabajo, o si era de día o de noche. Nidia lo conocía muy bien, desde el principio. Fue en una fiesta que hacían en la editorial donde ella trabajaba, cuando se encontraron, tres años atrás, y de ahí en más decidieron vivir juntos. Había sido “amor a primera vista”, como ellos lo definían. Un lugar común al que acudían con agrado, conocían bien lo vulgar de la expresión, pero les gustaba, los hacía sentir más humanos. Él la amaba como el que ama a Dios y no necesita decirlo al mundo. Ella admiraba sus manos cuando se movían caprichosas sobre el teclado con una rapidez menor a su pensamiento. “Un día se te van a enredar los dedos y voy a tener que perder mucho tiempo para encontrar la punta y desarmar el nudo”, y entonces él frenaba su búsqueda de hechos y palabras y la miraba con esos ojos cielo y se abrazaban, y el amor, los cuerpos jóvenes y cálidos hacían un recreo breve pero intenso. Luego, cada quien se retiraba a sus quehaceres con una sonrisa prometedora de un nuevo encuentro. Nidia trabajaba en casa con sus críticas literarias y cuando Ismael no iba al diario, ambos se movían sin escucharse, rumiando cada cual en el mundo que debían resolver. El silencio era un tercero presente, un silencio audible, protector. Solo el chasquido de un beso o una caricia furtiva daban cuenta del otro. Estaba terminando noviembre. Las noches de Buenos Aires 196


empezaban a oler a jazmines y madreselvas. Ismael acostumbraba a volver en subte desde la oficina y luego caminaba hasta su departamento. Eran tres cuadras, casi cuatro, pero a él le resultaban eternas. Por eso había creado un ejercicio que le daba buenos resultados. El objetivo era distraerse. Durante el trayecto intentaba pensar en algo concreto: posibles entrevistas, qué hacer en diciembre, cómo resolver tal o cual conflicto con su padre, qué le regalaría a Nidia en su cumpleaños. De esta manera se protegía de la oscuridad del barrio o de las sirenas que aullaban a cualquier hora y a ésa más. Era miedoso Ismael. De chico dormía con una luz prendida porque las sombras creaban vida a su alrededor y terminaba en la cama de sus padres hasta bien avanzados los seis años. Aún seguía sintiendo esa cosa extraña cuando enfrentaba la noche y peor cuando todo estaba en silencio. Ese viernes, Ismael se sentía particularmente cansado. Había estado las nueve horas en reuniones densas e interminables, incluidos los gritos del editor y las quejas habituales de su equipo de trabajo. Por eso después del apretujado viaje en subte donde todos los vapores humanos parecen confluir, tuvo ganas de pensar que les vendría bien una escapadita al mar. Así llenó las cuadras que le faltaban para llegar a destino y estar a salvo de la realidad. Era un año de mucho trabajo y todavía quedaba el mes más fuerte, diciembre, balances, entregas de último momento. Más pensaba, más ansioso se ponía por transmitirle a su mujer la brillante idea que se le había ocurrido en “el sendero creativo”, como solían llamar al retorno a casa. Entre las muchas cosas que disfrutaban juntos, el mar, era una de ellas. “Vamos a escribir en la arena” le había dicho una de las veces Nidia escapándose descalza por la playa solitaria. Él la había seguido y se reían y jugueteaban con la espuma enyodada y espesa. Encerrarse en el abrazo de Nidia, bajar la guardia y retornar a la esencia de la vida y el placer, eran sus cometidos, no pensar demasiado por un largo rato. Pero nada de eso iba a sucederle. Apenas abriera la puerta de su departamento, Ismael, hallaría el silencio. Un silencio sin sombras ni murmullos, un silencio 197


vacío, ciego, no el cómplice que los acompañaba cuando estaban juntos, un silencio que invadía las paredes blancas y corriendo a través del piso hasta la cocina, se metía desnudo entre las sábanas de una cama solitaria y prolija. Nidia no estaba en casa, de eso se percató apenas abrió con dos vueltas de llave la puerta. Se sumergió, de repente, en la oscuridad del lugar. No atinó inmediatamente a encender la luz. Volvían los antiguos miedos. Mientras caminaba hacia el escritorio decía su nombre: “Nidia”, retornaba el eco del espacio vacío. “Bien podría haber ido a hacer la entrega del material”, pero se extrañó por la hora. No le gustaba salir cuando oscurecía, para ella era el momento de mayor tristeza, “tengo que estar en casa cuando la luz se va, después que se instaló la noche, es distinto, pero esa transición es momento de adioses y despedidas, no me gusta estar fuera de casa”. Ismael recordaba sus palabras pero al mismo tiempo “pudiera ser que le faltara algo, pero no” y volvió a llamarla más fuerte. Era realmente imposible que en ese espacio su voz no se registrara. En dos habitaciones y un baño pequeño con una cocina diminuta y sin puerta, todo se escucha rápidamente. Nidia no se encontraba ahí. Pensó llamar a su celular y se acercó al escritorio, encendió la lámpara que dejó en sombras su imagen. Tomó el tubo negro del teléfono y marcó en el viejo redondel grisáceo el número de Nidia. En segundos comenzó a escuchar el llamado del celular muy cerca suyo. Se detuvo, la proximidad del sonido le hacía pensar que por ahí estaba, debía calmarse y revolver entre los papeles. “Maldita desprolijidad mía, pero ¿por qué me pongo así?, nada malo pudo pasarle, ya debe estar por llegar, me debe haber dejado una nota, tengo que encender más luces, esta endemoniada costumbre mía de andar en las tinieblas y a la vez morirme de miedo en la oscuridad”. Y por fin encendió la araña de caireles que le había regalado a Nidia cuando una tarde de verano paseaban por San Telmo y ella lo abrazó de pronto y le dijo: “Isma, ya tengo mi regalo de cumpleaños, sé que faltan algunos meses pero si no es hoy, seguro que después la venden”. El celular se encontraba junto a una taza, pero no una cualquiera, la de Nidia, la que tenía una hi198


lera de nomeolvides decorada por ella en sus clases de pintura. Comprobó que estaba tibia aún y con algo de café. No levantó la cabeza, siguió buscando algún indicio. Ismael tocaba sin ver la carta escrita en tinta verde que se mezclaba con sus trabajos. No paraba de imaginar las peores situaciones ni las más sencillas posibilidades. ¿Acaso había algún motivo para pensar que Nidia lo había abandonado de repente, o eran sus celos enfermizos que volvían a aparecer cuando estaba solo? ¿Tenía miedo a la sorpresa o al desconcierto? El reloj cucú que estaba en la cocina dio ocho trinos. Ismael se sacudió sobresaltado. “Son las ocho”, se dijo, bajó la vista y se sorprendió al ver entre sus manos un pedazo de papel. Reconoció la letra de Nidia, cerró los ojos, rezó en silencio, volvió a abrirlos. “Cobarde”, se dijo. Y lo leyó.

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Juan Telmo Zรกrate

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juantelmozarate@gmail.com 202


E l S ilencio

El Ignacio era mi vecino en el Tigre, bueno, vecino a pesar de que vivía a quinientos metros. Atalaya era mi casa, Culis Mundi, la de él. Estaba totalmente apartada de la vertical, su techo inclinado a la derecha y el piso despegado del suelo a la izquierda, le diagnosticaban muy corta vida. Una vez al año nos tratábamos, cuando él me podaba los juncos, o no sé bien qué vegetales que me crecían de un año para otro, alcanzando un metro de altura sobre el terreno del fondo. Lo hacía a guadaña, única forma en ese terreno húmedo, casi embarrado, y me cobraba unos pesos. No lo dejaba recoger lo cortado para que después de las inundaciones retuviera el limo, así el terreno crecía en altura. Todas las mañanas el Ignacio pasaba frente a casa en una piragua roja con su único cargamento: una damajuana vacía en la proa que llenaba en la despensa de Panito, el de la lancha almacén. Su recorrido era antes del mediodía pero el Ignacio iba bien tempranito por la mañana debido a su síndrome de abstinencia. Lo que me llamó siempre la atención era que no remaba. Con un solo remo y gran destreza, tocaba el agua a un lado o al otro, corrigiendo la dirección del bote y se dejaba llevar por la corriente, que en los ríos del delta cambia de norte a sur y de sur a norte dos veces al día. Le había tomado bronca porque me llamaba “el viejo”. No debía tener menos años que mis treinta y cinco. Nos amigamos de golpe, un día en que yo practicaba tiro con la pistola. Ni bien comencé, Ignacio apareció blandiendo un tremendo revólver. —¿Algún quilombo viejo? —preguntó. Me di cuenta de que no solo me serviría para podar el fondo. Estaba dispuesto a hacer algo más por mí. —Ignacio, andá afilando la guadaña, mirá que el mes que viene me tenés que dejar bien lisito el fondo que está hecho un asco. ¡Ah! Y acordate de no recoger los juncos caídos. 203


—Viejo, ¿cuánto año hace que te lo llevo guadañando? —Y… como cuatro. —No viste que cada vez se te inunda meno. Y ojalá fueran junco, ahí tené de todo meno junco. —Bueno, hasta mañana Ignacio, y esta noche dale un descansito a la damajuana. Cerca de nuestras casas había una que siempre me llamó la atención. Lujosa, con estatuas de mármol, y una más pequeña para los cuidadores, su nombre El Silencio. El aspecto era extravagante para las islas. Le pregunté al Ignacio si sabía quién era el dueño. —Ni idea —me dijo, Lo único que sé es que son cura. —¿Curas? —Sí, yo me les ofrecí pa guadañarles, pero me dijeron que ya tenían personal. Perssonal… deben ser cura de guita porque aquí la gente no tiene personal, para eso estamo nosotro. Primera vez que le oí algo coherente al Ignacio, curas aquí ya era mucho, pero curas con personal… debían ser capos de la iglesia, obispos. Ignacio se apareció una noche muy tarde y agitado dentro de casa. —¡Viejo despertate… me parece que en El Silencio pasan cosas raras! —¡Tranquilo Ignacio! ¿Qué cosas? —¡Vieeejo levantate y después te explico! Me llevó en piyama casi a la rastra hasta la piragua. Rumbeó sin hacer ruido hasta las cercanías del Silencio. Vimos que bajaban gente encapuchada de unas embarcaciones de la prefectura custodiadas por hombres armados. Pegamos la vuelta despacito. A la noche siguiente tomábamos fresco en las hamacas paraguayas. Preferimos no hablar de eso. Me acuerdo bien de la fecha porque en esos días estaba por empezr el mundial de futbol, mayo del ´78. Disfrutábamos de una noche espléndida, de esas que en el delta se pueden ver hasta la última de las estrellas. Yo le explicaba las constelaciones, Orión, las siete cabritas, la Cruz 204


del Sur, también hablábamos de Menotti, que sí había armado bien el equipo, de la propaganda del gauchito, con la boca vendada y rodeado de alambres de púas que circulaba por Europa, de las noticias del momento, cuando de pronto el Ignacio me mandó callar. —¡Oí! —me dijo—, en el muelle hay alguien. Busqué la pistola y sin hacer ruido fuimos al muelle. Fue cuando la vimos. La luna nos mostró una silueta de mujer, tendría unos veinticinco años, empapada y tiritando de frío. La llevamos a casa y la abrigamos. Sollozaba. Nos pidió ropa seca. Le alcanzamos unos bluyines, una camisa y mis botas de goma. Le dije, parecés un peoncito. En el suelo quedaron los pedazos de ropa empapados que se quitó. Nos agradeció y dijo que se había escapado de una casa del río siguiente, el paralelo al nuestro. Que cuando vio la piragua imaginó que debíamos vivir cerca y nos estuvo buscando toda la noche, nadando y de a pié. —¿Venís del Silencio? —No sé cómo se llama. Está custodiada por militares y también hay curas. Me trajeron desde la ESMA. —¿Y qué carajo es eso? —Callate. Después te explico. Pensé unos segundos y le indiqué. Andá, ese es el baño, cortate bien el pelo con unas tijeras que vas a encontrar, y a partir de mañana seremos tres, nosotros dos y vos, Peoncito. Los dos trabajaban. De esta manera Peoncito se ganaba nuestra amistad y su sustento. Hasta lo ayudó a salvar Culis Mundi del derrumbe usando unas sogas, y apuntalándola con troncos. Hacía varias semanas que la notaba con cierta tristeza, y me decidí a hablarle. —¿Qué te pasa ¡Andás triste? Decime… ¿qué te pasa? —Soy una desertora —dijo—, todavía hay compañeros dando su vida por la causa mientras yo estoy gozando de tu hospitalidad. —¡Noo querida! Todo lo has logrado por tu cuenta, y este es 205


el momento en que debés gozarlo. ¿No te sentís libre? ¿No querés que te contacte con tus padres o algún pariente en la ciudad? Me dio el teléfono de los viejos y me dijo que no llamara hasta que ella, de alguna forma, me lo pidiera. Al día siguiente me pidió. —Llevame a la ciudad. —Pero… —¡Llevame! Y por favor prestame la pistola. Acondicioné la lancha y mientras íbamos, no cruzamos palabra. Desembarcó en la guardería y los vi perderse lentamente. A ella y a su oscuro destino. Hace ya más de treinta años, y pese a que los padres y yo hicimos todo lo posible por localizarla, no supimos más de ella. Cada vez que veo los jazmines, me acuerdo de aquellos días. Ella fue quien plantó los brotes antes de irse. El Ignacio vive en casa.

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D onde

nacen las utopías

Nunca supe por qué los porteños consideramos a los cafés como propios. Nos referimos a ellos como mi o nuestro café. El nuestro tenía mesas de hierro forjado, y mármol negro. Olía a tabaco y a vermouth. Las boiseries eran de madera oscura, talladas y lustradas, y hacían resaltar los vitreaux, que dividían al salón familias del resto. En una mesa cercana a la entrada, nosotros éramos parte del resto. Cada uno frente a su pocillo. Atrás, los mayores con el dominó y su fernet, y en el medio los burreros estudiando perpetuamente La Fija. El café era el lugar donde pasábamos momentos, no sé si llamarlos de reflexión o de ocio, pero de lo que estoy seguro es de que fueron inolvidables. En aquel café, allá por los cincuenta, después de haber descubierto la primera publicación de ciencia ficción, el Más allá, discurríamos sobre la relatividad del tiempo y del espacio, la teoría del caos, y la imposibilidad de que una nave terrestre pudiera alcanzar la luna mientras el fenómeno OVNI nos sobrevolaba, y a cada rato, en algún lugar del mundo se producía algún encuentro cercano, o lejano. También las mujeres eran motivo de charlas y confidencias. Además de pibas, de putas, y de Einstein, debatíamos los cuentos de Bradbury, precisábamos sobre la definición de androides y mutantes, nos alucinábamos con los trífidos, unos vegetales inteligentes de Wyndham que querían apoderarse de la humanidad encegueciéndola. Fue también en esa época en que descubrimos a Bergman, el que nos regaló el primer desnudo adolescente del cine en Un verano con Mónica, y nos develó la pasión juvenil sueca, que nosotros hubiéramos deseado aquí, pero que en aquellos tiempos era casi imposible. Entre café y café, Sartre, y La náusea conmovieron a nuestra generación a tal punto, que comenzamos a reunirnos en 207


sótanos a bailar con chicas que usaban el pelo largo, lacio y renegrido, las caras pálidas, ojerosas, y vestidos largos, negros, a lo Juliette Greco, una cantante francesa apodada la musa del existencialismo. Allí las utopías comenzaron a seducirnos, y recién hoy he tomado idea de su importancia. Poseídos por una ilusión en común, queríamos ver alguna vez desplomarse el imperio. Siempre me pregunté dónde nacían aquellas utopías, y creo haberlo descubierto. Aparecían de una extraña alquimia que posiblemente tenía su origen entre la loza de los pocillos, el vidrio de los vasos, y el mármol de las mesas, luego las articulábamos en parte con nuestros estudios, e iban adquiriendo formas propias. Generalmente se transformaban en diálogos o discusiones sobre los más diversos temas: laica o libre, reformismo y gobierno tripartito e igualitario, libertad de cátedra... Algunas se fueron derribando como en un efecto dominó, pero vivíamos aferrados y luchando por ellas. Una de las más grandes se nos hizo realidad recién en la vejez. Los militares, debido a sus fracasos genocidas y bélicos, terminaron sus incursiones a los poderes constituidos para defender el “ser nacional”, y dejaron al país tranquilo y en democracia. Como había ocurrido con los hijos y nietos desaparecidos, también los cafés comenzaron a esfumarse, y a sufrir metamorfosis. Aquellas boiseries se transformaron en colorinches de fórmica, las mesas y las sillas quedaron fijas, atornilladas al piso, uno mismo se debe servir, no se permiten las tertulias y echan al que tarda en consumir, la rápida ingestión de hamburguesas es lo más importante. Me olvidaba de algo fundamental. Aunque no se hayan cumplido, las utopías permanecen, siempre listas por si alguna vez te llegan a hacer falta, porque las causas de su origen suelen repetirse. Nunca cedan ante las que aparentemente fracasaron, no querría que esto suceda porque ya verán que seguirán luchando por ellas hasta la muerte. Chicos, chicas: no se puede vivir sin utopías, búsquenlas, todavía sobreviven cafés como el que les conté y allí, en sus mesas 208


es donde nacen, y las verĂĄn aparecer, y apoderarse de una parte de sus vidas.

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