

ANTONI LLENA SOBRE EL ARTE Y LA VIDA MEMORIAS DE HUMO
Título original Memòries de fum
Textos Antoni Llena
Fotografías Antoni Bernad
Dirección editorial Leopoldo Blume
Traducción Carles Bosch Arisó
Traducción [fragmentos de Laurence Sterne, Vida y opiniones del caballero
Tristam Shandy; Robert Walser, Jakob von Gunten; Ósip Mandelstam, Poemas; Giacomo Leopardi, Canto XXII: Los recuerdos] y coordinación Cristina Rodríguez Fischer
Primera edición en lengua española 2025
© 2025 Naturart, S.A. Editado por BLUME
Carrer de les Alberes, 52, 2, Vallvidrera
08017 Barcelona
Tel. 93 205 40 00 Email: info@blume.net www.blume.net
© 2025 de las fotografías Antoni Bernad
© 2025 de los textos Antoni Llena
© 2007 Los señores del límite, W. H. Auden, traducción de Jordi Doce, Galaxia Gutemberg, S.R.L. (Círculo de Lectores), Barcelona
© 1997 texto extraído de Abecedario, Czesław Miłosz, Turner Publicaciones, Madrid
© 2010 Contes de Peterburg, Nikolai V. Gógol, traducción al catalán de Victoria Izquierdo Brichs y Àngels Margarit Riu, El Trident, Destino, Barcelona
© 2004 Instante, Wisława Szymborska, traducción de Gerardo Beltrán, Igitur, Tarragona
I.S.B.N.: 979-13-87881-06-1
Depósito legal: B. 12840-2025
Impreso en Arcángel Maggio, Sant Esteve Sesrovires (Barcelona)
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En 1958, con Antoni Bernad, en Montjuic, en el emplazamiento donde más adelante se erigiría la Fundació Joan Miró. Era el día de mi ingreso en el convento de los Capuchinos, un día que me cambió la vida. Mi hermana Lola nos tomó esta fotografía.
SIEMPRE A DESTIEMPO
«El hombre es infinitamente más complicado que su pensamiento. Lo más profundo que tiene es la piel».
Paul Valéry
Recuerdos
En mi colegio, los domingos por la tarde había cine. La sala donde se proyectaban las películas tenía dos niveles. Los asientos de arriba eran de cemento pulido y los de abajo, butacas de madera atornilladas al suelo. El gallinero estaba reservado para los niños. En la platea podían estar mezclados niños y niñas. Mi hermana Lola, la segunda, se sentaba en las filas de abajo y yo, para ahorrar, en los escalones del nivel superior. Podríamos considerar que la diferencia de precio sería hoy el equivalente a un céntimo de euro. Conseguir cada semana las tres pesetas que costaban las dos entradas era una auténtica batalla a ganar contra la paupérrima economía doméstica, una victoria conseguida a base de llantos, un dolor que secretamente enlazaba con la sorda desesperanza del mundo.
Una tarde de octubre de 1951, a la salida de la proyección, ya de noche, mi hermana estaba exultante. A su lado se había sentado un chico que la había hecho reír. Durante unos cuantos días me venía a buscar a la salida de clase impaciente por identificar entre la masa de alumnos que regresaban a sus casas al niño que la había hecho tan feliz. Una vez detectado, me ordenó: «Hazte amigo de él. Tráelo a casa». ¡Y obedecí!
Nuevos horizontes
Por segunda vez en mi vida me encontré con que la burbuja en la que me sentía protegido ya no podía ampararme. Los días pasaban y se acercaba el momento en que se me pediría formalizar el compromiso, un compromiso que yo quería asumir poéticamente y no como un yugo. Solo de oír las palabras «obediencia», «pobreza» y «castidad» me angustiaba.
Todas las noches, después de cenar, se leían los nombres de las personas de aquella familia que habían muerto aquel día a lo largo de los siglos, lo que hacía que me sintiera encadenado a un cementerio entero.
Yo quería navegar a toda vela, vivir con mis contradicciones desplegadas. Con mis luces y mis sombras. Y empezaba a presentir que solo podía satisfacer aquel anhelo en el campo del arte. Que la castidad era ir desnudo por la vida. Que la verdadera pobreza consistía en estar siempre disponible. Que la obediencia exigía ir siempre a contracorriente. Y que era imposible progresar sin desobedecer. Me acordaba de un pasaje de la vida de san Francisco que me había cautivado. Un día sus frailes lo oyeron exclamar durante toda la noche: «Dios mío y todas las cosas». Es decir, que no se puede renunciar a las cosas sin renunciar a Dios. Que, sin todas las cosas, el Todo no es nada.
Antes de abandonar Arenys, en uno de los paseos que los novicios hacíamos en fila de a dos por los caminos del Maresme, empezamos a ver que una procesión de coches colapsaba las carreteras de la costa. Era la primera llegada en masa de turistas, en cuyos rostros me parecía ver reflejadas las conquistas de la vida moderna. Para nosotros eran extrarrestres. Se detenían para fotografiarnos adornados con quincallas y nos hacían sentir anacrónicos y dudar de los tesoros arcaicos de nuestras almas desfasadas.
A punto de cumplir los dieciocho, volví a Barcelona para empezar los estudios de Filosofía.
Hacía dos años que no iba a casa de mis padres. Vi que habían hecho reformas. Mi habitación ya no existía. Aquella estancia en la que me había visto y sentido morir tantas veces, se la había llevado el tiempo.
Todo el inmueble iba a ser derribado, sentenciado por una operación especulativa, así que mi memoria pasó revista a cuatro o cinco recuerdos y dije adiós a las paredes que habían acogido mi infancia. Reviví el día en que vi a mis padres exultantes porque por la radio habían oído que la Segunda Guerra Mundial había terminado. Yo tenía tres años.
Recordé que en aquella Barcelona en la que había vivido, los niños y las niñas jugaban en la calle. Una calle, la mía, por la que subían y bajaban tranvías.
Reencontré mis primeras tentativas artísticas: cuánto me había gustado dibujar payasos sentado en el suelo —tenía preferencia por el payaso blanco porque tenía la cara enharinada y bombachos con lentejuelas—; y cuánto me entretenía cortar papeles, un acto irreversible, una acción sin vuelta atrás, un antes y un después que yo percibía como un momento mágico.
Respiré el aire del rincón donde había recitado mis palabras mágicas, unas palabras secretas que mis hermanas, que me veían murmurar, querían que les dijera, pero que nunca revelé por temor a que se esfumara su poder. Recordé que cuando el pan que nos daban de racionamiento se terminaba, mi padre nos enviaba a buscar más a casa de una estraperlista que, detrás de un portal, se lo sacaba de debajo de la falda. Un pan que a todos nos parecía buenísimo. Antes de adentrarme en lo que fue mi nueva vida de estudiante, dejo que un par de flashes iluminen unos sucesos de carácter político. Desde el balcón de aquel piso había presenciado la primera pedrada que el franquismo había recibido en la frente: la huelga de tranvías de 1951. Vi los convoyes vacíos y las aceras llenas de gente que caminaba con el pecho henchido porque de repente eran conscientes de su fuerza.
LECTURAS
A quienes me habéis seguido hasta aquí con mis idas y venidas, ahora os propongo recorrer caminos más transitados, rutas que otros han desbrozado y que, sin saberlo, han anticipado y configurado mi alma.
En estas lecturas que propongo he encontrado mi espacio familiar. De manera que el lector que quiera conocerme mejor descubrirá en estos fragmentos de ensayos, artículos y poemas más pistas que las que pueda haber encontrado siguiendo los giros que la vida me ha llevado a hacer.
Esta miscelánea es mi norte. Mezcladla, removedla, haced lo que queráis con ella; en este cóctel resuena mi verdadero yo.
Middlemarch (George Eliot)
A pesar de no saber inglés, me emociona leer —traducido al catalán— el homenaje que la gran George Eliot hace a los artistas anónimos en su novela Middlemarch , esa joya de la literatura inglesa que habla de unos personajes llenos de grandeza, una grandeza que la vida y las circunstancias no dejan desarrollar. En el prólogo se evoca a Teresa de Jesús para recordarnos que debía su grandeza a haber encontrado el entorno épico propicio que le permitió desplegar su fervor idealista y apasionado. Pero no es Teresa de Jesús de quien la autora trata en esta extensa novela, sino de todas las Teresas nacidas después «que no encontraron un entorno épico que favoreciera el despliegue constante de una acción de vasta resonancia, y que quizás vivieron tan solo una existencia plagada de errores como resultado de una grandeza espiritual mal avenida con la falta de oportunidades». Y que hoy reposan en tumbas que nadie visita. ¡Qué le vamos a hacer!
Tal vez sea cierto que todas las «injusticias» que nos abruman no son sino los átomos que conforman una «justicia» que nos sobrepasa y que, como la Gioconda, nos sonríe impasible, mano sobre mano, y nos contempla desde un marco fuera de nuestro alcance. ¡Qué le vamos a hacer!
En estas «memorias de humo», Antoni Llena se propone explicar una conciencia artística a partir de carencias y de miedos en un fresco que se va desplegando como un mural repleto de contradicciones. Primero esboza el entorno familiar, el conocimiento de la primera persona con la que se relacionó y con quien todavía convive, la permanencia de esa amistad. Continúa con la descripción de su singular descubrimiento del arte, su querer estar en el mundo desde la distancia y su búsqueda de la modernidad desde el anacronismo. Sus intereses y sus ambiciones. Su apuesta particular y las raíces que la han hecho crecer. La lucha por encontrar un espacio propio, rompedor, pero que no estuviera desconectado de la tradición. Las personalidades artísticas que lo han formado. Las obras que ha hecho y las que lo han marcado. El camino transitado sin haberse planteado metas para recorrerlo. El erotismo, los amores, las fobias y un largo etcétera. Y su entender el arte como un hecho político desligado de las opciones políticas de moda.