Desde la cárcel hacia las cumbres. Carlos Edmundo Herrarte

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Desde la cárcel hacia las cumbres Primera edición: diciembre 2015 Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del autor. © 2015 Carlos Edmundo Herrarte. ISBN: XXX-XXXXX-XX-XX-X

Diseño e impresión Alejandría Comunicaciones, S.A. de C.V. San Salvador, El Salvador. info@editorialalejandria.com www.editorialalejandria.com (503) 7319 4672


Dedicatoria Quiero dedicar este libro, que es el relato de la parte más triste de mi vida, primero a mi familia que me acompañó dándome consuelo durante todo mi calvario. También lo dedico al Mayor Heriberto Guerrero, ya fallecido, quien era Director de la Penitenciaría Occidental, lugar de mi cárcel, pues con sus consejos, comprensión y buen trato, contribuyó a borrar de mi mente las ideas de venganza e inculcó en mí el amor al trabajo, a la honradez y a la honestidad. Lo dedico también al Doctor Ángel Góchez Marín, quien con su testimonio me devolvió mi libertad. Y, por último, a todas aquellas personas que cuando salí de la cárcel me brindaron su amistad, a pesar de ser yo un ex convicto; de manera especial al Coronel Julio Adalberto Rivera, también ya fallecido, quien como Presidente de la República me dio el apoyo inicial para poder desarrollarme en mi libertad, como funcionario público dentro de su gobierno.



Si las cosas no hubieran sucedido como sucedieron, yo no habrĂ­a conocido jamĂĄs a mi esposa y no hubiera tenido una familia tan hermosa. Gracias a Dios, por haber recompensado al mil por uno mi sufrimiento.

Carlos Edmundo Herrarte



Índice 11

Prólogo

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Introducción

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La invasión a Ahuachapán

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En la capital

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Captura y calvario

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La Penitenciería

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Casos y cosas del penal

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El juicio

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Redención

129

Libertad

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La cara de la muerte trae más recuerdos

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Epílogo

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Recuerdos familiares



DesDe la cárcel hacia las cumbres

Con todo mi amor. Con toda mi admiración. Ana María Herrarte

M

i papá comenzó a escribir este libro hace mucho tiempo y ha estado cerca de mí por años, pero debo confesar que nunca había querido leerlo, quizás porque prefería no recordar esa etapa triste de nuestras vidas, pues aunque yo estaba muy pequeña cuando todo esto sucedió, nunca olvido que mi hermana y yo éramos «las hijas del preso». Sin embargo, desde que decidí entrar en un estado de gratitud permanente, muchas cosas han cambiado en mí. Una de ellas es mi actitud hacia el pasado. Fue así que un día decidí retomar el tema y leí los textos que había escrito mi papá. No voy a negar que sentí la tristeza del recuerdo, pero mezclada con la felicidad del presente y, en especial, con el orgullo de tener un papá que fue capaz no solo de superar esa dura experiencia, sino de salir triunfante de ella. Después de leerlo, pensé que se trataba de una historia que merecía ser compartida, con la idea de que sirviera de inspiración para aquellas personas que puedan estar enfrentando una situación difícil. El testimonio de mi papá demuestra que, si se tiene la actitud correcta, las más profundas amarguras pueden fortalecer el espíritu. 11


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Este libro, además, tiene el propósito de dejar constancia de una clara injusticia que, a pesar de que fue cometida hace más de 60 años, podría estarse repitiendo y afectando a otras familias. Si bien el protagonista de esta historia es mi papá, no quiero dejar de mencionar a la otra protagonista, a quien considero igualmente importante: ella es la mujer que tomó la valiente decisión de casarse con un hombre que estaba condenado a pasar los próximos veinte años de su vida en cautiverio, convirtiéndose en «la mujer del preso». Afortunadamente, fueron solo seis años los que pasó mi mamá visitándolo en la cárcel. Fue ella quien realmente colocó los cimientos de nuestra familia, ilustrando con su ejemplo que el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Después de pasar catorce años de su vida encerrado injustamente, mi papá salió de la cárcel y se dedicó a trabajar para sacarnos adelante. Aprendió –y a nosotros nos enseñó– a sacar el mayor provecho del lugar donde estuviéramos. Debo reconocer que no pudo haber labrado mejor su camino desde la cárcel hacia las cumbres. Muchas cosas han pasado en nuestras vidas durante todos estos largos años. Cuando veo hacia atrás, con plena satisfacción puedo decirte con todo mi amor y con toda mi admiración:

¡Lo lograste, papá!

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Introducción

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ran las cinco de la tarde del 28 de octubre de 1948. Yo estaba sentado en el banquillo de los acusados en la Sala de Jurados de la ciudad de Santa Ana. Frente a mí, en el lugar destinado al público, una numerosa concurrencia me sonreía, porque todos habían quedado convencidos de mi inocencia en el delito que me achacaban y, a pesar de haber sido insultado cobardemente por los acusadores, yo nunca perdí la serenidad y les había rebatido todos sus argumentos con los míos, que fueron producto de un estudio profundo de la causa por la cual estaba siendo juzgado. El jurado se había retirado a deliberar. Pensaba yo en todo lo que haría esa noche si salía libre, pero al mismo tiempo un presentimiento había hecho presa en mí, y es que cuando se había levantado el jurado y había pasado a la sala de deliberaciones, vi que se encapotó el cielo y me pareció que era una protesta de la Naturaleza por la injusticia que se iba a cometer. Pasaron los minutos en una monotonía desesperante. Por fin salieron los Jurados y empezaron a leer un veredicto completamente condenatorio; quién sabe cuánto fue el precio de mi condena, pero en ese momento, mientras el público protestaba con un sordo murmullo de desaprobación, me pareció ver que habían 13


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arrancado de un tirón la venda que cubría los ojos de la Justicia y que su balanza se movía a los impulsos del dinero; el encargado de custodiarme me puso las esposas y yo, como un autómata, le dejé hacerlo. El público no quería desalojar el salón y, para que lo hicieran, hubo que emplear la fuerza. Bajé las escaleras y cuando salí a la calle un guardia se me acercó y me susurró: “resignación”. Le oí sin verle, porque en ese momento elevé mis ojos y mi rostro al cielo para demostrar que no sentía vergüenza, porque no era un criminal y lo que sentía era orgullo de ser una víctima. He querido introducir esta narración con las primeras notas que escribí en la Penitenciaría Occidental de la ciudad de Santa Ana, un mes después de que fui condenado por el Tribunal de Conciencia (28 de noviembre de 1948). Aunque era un joven sin ninguna experiencia y ésta la adquirí con catorce años de injusto encierro, considero que también logré mucha durante mi gestión como periodista, en el medio que me brindó su ayuda durante más de un cuarto de siglo: DIARIO EL MUNDO. Expreso mi gratitud a ese medio de información social y considero que si mi experiencia hubiera sido como ahora en el tiempo aquel, talvez hubiera sido otra mi historia y los catorce años de encierro injusto no se hubieran consumado; pero como he prometido antes, en el desarrollo de mi relato les manifestaré muchos de esos detalles. Escribiré con base en la verdad; nada es novela, es un relato fidedigno que yo viví en su mayor parte y alguna versión de personas dignas de todo crédito.

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Empiezo a escribir en la cárcel, quién sabe si terminaré mi relato y en qué lugar; no es un ejemplo de literatura, pero talvez algún día, si acaso lo termino, vea la luz de la publicidad, y entonces lo recomiende a las nuevas generaciones, para que sepan conducirse y evitar problemas que los conduzcan a la prisión, porque ésta es el preámbulo de la muerte. En ella se vive, sí, pero nada más que vegetando, dejando que el tiempo pase y que su huella nos marque indeleblemente. Cada día nos parece un siglo, porque cada día se sufre en forma cruel. No es el sufrimiento material, pero el dolor del alma es más cruel que el del cuerpo. Este libro encierra una historia que enfoca la forma en que un hombre inocente puede ser acusado, denigrado, enjuiciado y condenado por la justicia que se vende al mejor postor. Lo dedico también a quienes, por una causa u otra, se vean arrojados en el olvido de la cárcel, para que conociendo la injusticia en su grado máximo aplicada a un ser humano, encuentren un consuelo en sus páginas o, al menos, un entretenimiento. La vida de los presos en el ambiente de las cárceles se desarrolla conforme a la personalidad de las autoridades que las dirigen.

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I La invasión a Ahuachapán Batalla en el Llano El Espino contra los romeristas

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l día que salí de baja de la Guardia Nacional fue el 31 de agosto de 1944. El 1º de septiembre arreglé todas mis cosas para poderme ir a Ahuachapán al día siguiente. En ese tiempo, el transporte de pasajeros a dicha ciudad era deficiente, acaso dos camionetas que hacían el viaje de ida y vuelta, pero lo más seguro era el ferrocarril; opté por este último, llegando a la Ciudad de los Ausoles a las seis de la tarde. En esos días comenzaba la efervescencia política de partidos. Cuando me bajé del tren, me estaba esperando un grupo de amigos de antes, que me querían forzar para hacerme romerista. Me dijo uno de ellos: —O te hacés romerista o ‘ahi’ ve. Yo no había elegido partido, pero por la fuerza no iba a aceptar nada. Les dije que en ese momento, antes de llegar a la casa de mi familia, me iría a inscribir en el partido de Castaneda Castro, quien era uno de los contendientes.

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Creo que tampoco me hubiera hecho romerista porque ese partido presentaba como candidato al Doctor Arturo Romero, quien había sido de los alzados contra el General Martínez en la gesta de abril y yo no olvidaba mi condición de combatiente contra la misma. Pero esa imposición que me hicieron me sirvió de pretexto para hacer lo que sin duda yo deseaba. Y así pasó el mes de septiembre en pleitos y discusiones entre los partidos de Romero y Castaneda Castro. Había otro contendiente, el General Antonio Claramount Lucero, pero los de ese partido no peleaban con nadie. En esos días, para apoyar al General Salvador Castaneda Castro, surgió en Santa Ana el Partido Agrario, en donde militaron casi todos los agricultores santanecos; el General Salvador Castaneda Castro era originario de Chalchuapa. Como los que militaban en el partido romerista eran casi todos los de la clase alta de Ahuachapán, los castanedistas éramos mal vistos, aunque teníamos el apoyo de la Guardia y la Policía Nacional, pero fueron tiempos difíciles para vivirlos y así llegamos al mes de octubre y los romeristas decían que ya el Doctor Miguel Tomás Molina asumiría la Presidencia de la República y que entonces acabarían con nosotros los castanedistas; pero la cosa sucedió al revés, porque la noche del 21 de octubre el Coronel Osmín Aguirre y Salinas, quien era Director General de la Policía Nacional, fue impuesto como Presidente Provisional, quitando al General Andrés 18


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Ignacio Menéndez a causa de sus blandenguerías ante los ataques que sufría la Fuerza Armada por parte de los romeristas. Allí ardió Troya, porque la Policía y la Guardia capturaron a la mayor parte de líderes del romerismo y muchos emigraron hacia la República de Guatemala. Todo parecía estar en calma, pero la efervescencia se mantenía oculta y así llegó el 8 de diciembre, la fecha que yo cumplía 21 años. Como había Ley Marcial, solamente se podía circular por las calles hasta las siete de la noche. Pero yo tenía un gran amigo que se llamaba Antonio Contreras, quien me invitó a su casa a celebrar mi cumpleaños, en donde departí con su señora madre, con su padre, su hermana Estela y las dos hijas de ella: Vania y Estela. Como a las doce de la noche tocaron la puerta los policías de una ronda preguntando que a qué se debía el escándalo, pues ya habíamos ingerido algún licor y estábamos cantando con guitarra. Cuando les dije que yo estaba celebrando mi mayoría de edad, los policías me felicitaron y después que les invitamos a unas bebidas, se marcharon. Llegó el 12 de diciembre y desde muy temprano en la mañana se escucharon detonaciones de arma de fuego por el Llano del Espino y empezó la murmuración de la gente que los que se habían ido a Guatemala venían a tomarse El Salvador para quitar de la Presidencia a Osmín Aguirre y Salinas y acabar con todos los castanedistas.

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Cabe mencionar que, a pesar del peligro que se cernía sobre la ciudad de Ahuachapán, se impuso el fervor de la feligresía católica y se celebró la festividad de la Virgen de Guadalupe. Como entonces no estaba tan avanzada la fotografía y mi padre mantenía uno de los dos estudios fotográficos de la ciudad, muchas personas llevaron a retratar a sus hijos que habían disfrazado de indios para los actos religiosos. Así pasó la mañana y luego, en la tarde, las detonaciones se oían más cerca, al grado que como a las siete de la noche me fui a la Comandancia de Puesto de la Guardia Nacional pero estaba cerrada, los guardias andaban combatiendo y no me quedó más alternativa que presentarme a la Policía Nacional en donde ya se habían hecho presentes otros elementos de las filas del castanedismo, pero ahí carecían de armas y cuando los rebeldes empezaron a entrar a la ciudad, todos, policías y civiles, nos dirigimos al cuartel del Sexto Regimiento de Infantería, que estaba comandado por el Coronel Marcelino Galdámez. Le pedimos a dicho militar que nos proporcionara armas, a lo que se negó rotundamente, por lo que tuvo un altercado con Agustín Méndez Recinos, furibundo castanedista, quien le dijo que no íbamos a defender el cuartel, sino que pedíamos armas para poder defender a nuestras familias, pero el Coronel no nos las quiso proporcionar. Las fuerzas rebeldes ya se habían tomado el Grupo Escolar, la Oficina de Telégrafos y Guardia de Cárceles, 20


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que así denominaban a las cárceles porque siempre había una Sección del Regimiento guardándolas. El Coronel Galdámez tenía entronques ahuachapanecos y no hacía nada para defender la plaza. Contaron después algunos soldados que cuando se enfrentaron con los invasores en el Llano del Espino, las ametralladoras habían sido saboteadas porque no tenían aguja percutora y no disparaban. Ya los rebeldes subían la cuesta para llegar al cuartel, cuando el Coronel Ramón Atilio Carballo, quien era el Segundo Jefe, procedió a arrestar al Comandante, recluyéndolo en su pabellón con centinela de vista. Luego tomó las providencias necesarias para combatir a los rebeldes y empezaron a salir las fuerzas del cuartel para no dejarlos seguir avanzando hacia el mismo, que era su objetivo. No supe si el Coronel Carballo había actuado en virtud de alguna orden superior o por su propia iniciativa, pero lo que hizo fue lo que debió haber hecho el Comandante desde las horas de la mañana cuando empezó la invasión. Se combatió toda la noche en la ciudad y como a las tres de la mañana empezaron a llegar los refuerzos de las unidades militares de otros lugares de la república. Sentí una gran emoción cuando los camiones llenos de soldados entraron por la muralla, porque así teníamos el triunfo asegurado.

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Así sucedió, aunque no tan fácilmente, porque los rebeldes eran muy valerosos. En los combates que se libraron en el Llano del Espino, las ametralladoras —tal como lo expresamos antes— habían sido saboteadas, no disparaban porque les habían quitado la aguja percutora, lo que dejó sin defensa a gran parte de la tropa que sucumbió bajo las balas de los revolucionarios. Como a las ocho y media de la mañana, salí en un camión para el Llano del Espino. Viajábamos arriba 28 soldados, un cabo y yo, que como llevaba puesta la guerrera que me había prestado el Sargento Edmundo Moscoso con todo y jinetas, me había autoasimilado el grado. En la cabina iban el Mayor Payés, el Sargento Moscoso y el motorista. Ya en el Llano, enfilamos hacia el Cantón El Tigre, cuando de repente una ametralladora empezó a disparar contra nosotros; estaba asentada detrás de un cerco de alambre espigado. El cabo me acababa de pedir fuego para encender un cigarrillo, cuando sentí que cayó sobre mí, por lo que tomando el fusil con la mano derecha y apoyándome con la izquierda en el barandal del camión, salté hasta el suelo, lo que logré gracias a mi condición física, ya que en la Guardia practicaba mucho el atletismo. Me parapeté tras una de las llantas; las otras ya estaban ocupadas por quienes iban en la cabina.

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Olvidaba decir que cuando el Coronel Carballo se hizo cargo del cuartel, ordenó como primera providencia que nos proporcionaran fusiles en el Almacén de Guerra. A mí me tocó un Mauser y ese era el que llevaba cuando sucedieron los hechos que estoy refiriendo. Hicimos algunos disparos para cubrirnos y después, teniendo como defensa el camión, nos retiramos por la parte de atrás y así, por caminos de mula y veredas, regresamos al cuartel. Todos los elementos de tropa que iban en la cama del camión murieron ametrallados, solamente yo me salvé por haber saltado. Como había necesidad de evacuar muertos y heridos de las zonas de combate, se habilitaron para ello varios vehículos y yo me hice cargo de un jeep al que le colocamos una bandera de la Cruz Roja y con esa unidad me dediqué a llevar soldados heridos al hospital. Cuando eran las dos de la tarde, me encontraba en la puerta del Llano del Espino que salía al Cantón El Tigre. Allí estaba un teniente de apellido Díaz Sol con una Sección de Tropa, así como un destacamento de la Policía de Hacienda, quienes fusilaban inmediatamente a los revolucionarios que capturaban; acababan de fusilar a un sobrino del teniente que venía con los invasores. Con él estaba un joven delgado de color blanco, pelo rojizo y de regular estatura, quien era revolucionario y el teniente no quería que lo fusilaran; me ofrecí a llevarlo a la ciudad y el teniente aceptó, por lo que lo subí al jeep y

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al llegar a Las Cinco Calles —que es un barrio a la entrada de Ahuachapán, llegando del Llano del Espino, sobre la carretera a la frontera con Guatemala— le dije al joven que se bajara y que pidiera asilo en cualquier casa, ya que todos los residentes de ese barrio eran de sus mismas ideas. Años después supe que lo asilaron en la casa de don José Celis y este conocimiento fue en circunstancias muy especiales que impactaron favorablemente en mi vida; más adelante les diré cuáles fueron esas circunstancias. Al llegar al cuartel, estaban necesitando unidades livianas de transporte y me dijeron que iban a ocupar el jeep para otras diligencias, entonces me sumé a la tripulación de un camión que, siempre con el emblema de la Cruz Roja, se dedicaría a recoger muertos para llevados al cementerio. En uno de los viajes al mismo, tuve la tristeza de ver el cadáver de uno de mis amigos de infancia; era Tito Cea; y uno de los soldados, al ver el puente de oro que tenía en su boca, se lo quería sacar de un culatazo, lo que me enfureció tanto que, maniobrando el cerrojo de mi fusil se lo puse en el pecho al soldado, diciéndole que no fuera tan canalla, que nosotros no andábamos robando y que si continuaba le metería los cinco tiros del Mauser. Por supuesto, mi posición era la correcta y todos los presentes se pusieron de mi lado, el soldado en mención tuvo que retirarse y como yo lo conocía, porque era de la ciudad, durante estuve en el cementerio lo estuve vigilando, previendo alguna traición. Allí estaba cuando llevaron el cadáver de don Manuel Ariz hijo, el único que llegó en un ataúd; todos le conocimos 24


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y nos acercamos a verlo, lamentando las circunstancias de su muerte.

Allí no estaba el custodio del cementerio, que se llamaba Valeriano Ramírez. Más adelante, en el desarrollo de este relato, sabrán por qué hago resaltar este detalle. Casi a las seis de la tarde, con un agotamiento moral y físico, con un tremendo dolor de cabeza a causa de tanta sangre y tantos muertos que había visto, aprovechando que el camión pasó a media cuadra de la casa donde yo vivía con mi familia, me bajé del camión y me quedé en ella, guardando el fusil en una segunda planta, el que ocho días después lo recogieron del cuartel a mi requerimiento, ya que yo consideré un riesgo mantener aquella arma militar en mi casa de habitación. Olvidaba decir que un soldado me vendió una chumpa de cuero en seis colones y me la puse inmediatamente porque estaba haciendo mucho frío, así también le compré a otro soldado un reloj Cyma, que era en ese entonces la marca superior, y me lo dio en cuatro colones. La chumpa se la vendí después a Óscar Orellana en siete colones, este era un motorista que estaba al servicio de un profesional ahuachapaneco. El reloj se lo vendí en diez colones a Enrique Martínez, que tenía a su cargo una sala de billares de don Miguel Miranda, con quien nos hicimos muy amigos desde que 25


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llegó hacía varios años a Ahuachapán como operador del cine. Algunos conocidos me preguntaban la hora y me alababan el reloj, sin saber yo que circulaban rumores de que yo había matado a don Manuel Ariz y le había robado el reloj y la chumpa. Tuve conocimiento, por medio de Julio Barrientos — quien era muy amigo mío y ya falleció—, que don Miguel Ángel Ariz, hermano de don Manuel, llegó a examinar la chumpa donde Oscar Orellana y le dijo que esa no era la de su hermano, luego buscó también a Enrique Martínez para ver el reloj y le dijo lo mismo, pero como ya el virus de la maledicencia estaba en marcha, se empezó a gestar un movimiento en mi contra, sin que yo lo supiera. Yo trabajaba con la firma Salaverría Hermanos como encargado de una agencia de café y tenía como compañero a uno de los reservistas que había participado en la defensa de Ahuachapán, de nombre Julio Martínez, y como sobrenombre le decían “Palito”. Este había sido herido en una pierna durante la invasión de los revolucionarios y andaba con muletas. En una de tantas noches que yo andaba por Las Cinco Calles, vi a un grupo de muchachos jóvenes que tenían rodeado a otro y al acercarme me di cuenta que era Julio Martínez a quien estaban amenazando con matarlo porque él había matado a Manuel Ariz, a lo que, como Julio era mi amigo, me acerqué apartando violentamente a uno de los que le rodeaban y, sacando la pistola .45 que siempre andaba llevando, les dije: —No lo mató él, lo maté yo ¿y qué hay?. 26


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Inmediatamente dejaron a Julio y se volvieron contra mí, pero al verme con la pistola en la mano y la cara de pocos amigos con que les miraba, no se atrevieron a atacarme y se marcharon. Algunos de ellos no creyeron lo que les dije y supusieron la verdad, que yo lo había dicho como dicen en los pueblos, para comprar el pleito; otros no hicieron ninguna conjetura, pero hubo algunos que se encargaron de difundir mis palabras. Así fue como me convertí, sin ser yo, en el matador de Manuel Ariz, porque yo mismo lo había dicho. La verdad es que después me arrepentí de haber pronunciado aquellas palabras, pero no encontré otra manera para salvar a mi amigo. Ya era tarde y el rumor se difundió por todo Ahuachapán. Así pasó algún tiempo y en esos días creció la efervescencia política, aunque casi no existía el romerismo, porque los militantes de dicho partido, en su mayor parte, habían emigrado a Guatemala después de la invasión. Solamente habían quedado dos grupos contendientes: los partidarios del General Salvador Castaneda Castro y los que seguían al General Antonio Claramount Lucero. Los pocos romeristas que quedaron se aliaron a los claramonistas. 27


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Yo seguía trabajando en la agencia de café de Salaverría Hermanos y contiguo estaba ubicada la Sociedad de Empleados. Cierto día, una persona que se decía mi amiga, me llegó a enseñar, como burlándose de mí, un papelito firmado por don Ernesto Lara, quien era gerente de La Curacao en la ciudad, con el cual según él, le iban a entregar cien colones —muy buena cantidad en aquel tiempo—; pero mi amigo no se había fijado que después del número uno había un punto antes de los dos ceros, lo que reducía la suma a un colón y cuando se lo hice notar, se enfureció conmigo. No omito manifestar que dicho personaje andaba bebido. Salió de regreso para la Sociedad de Empleados. Yo me quedé sentado frente a mi escritorio, colocado a un lado del zaguán, cuando vi que regresaba el interfecto, convertido en un energúmeno y con un revólver en la mano, diciéndome que venía a matarme, así como yo había matado a Manuel Ariz. Yo mantenía mi pistola sobre el escritorio, cubierta con una revista y cuando le vi el revólver en la mano y le escuché sus palabras, aparté la revista y tomando la pistola la monté en el acto; supongo que por la rapidez de mis movimientos, oprimí un poco el gatillo y se me fueron tres disparos para el suelo y el agresor, con el revólver en la mano, salió huyendo y yo con la pistola preparada salí a la calle. Mi supuesto amigo, al tomar el rumbo a su casa, tenía que pasar por la mía.

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A una cuadra venía mi padre, a lo que el energúmeno al pasar a su lado, le propinó un violento empujón que lo sacó de la acera. Desde donde yo estaba vi a mi padre, un hombre anciano que además era sordo, pero muy educado, que estaba siendo agredido por el sujeto en mención. Emprendí la carrera siempre con mi arma en la mano, a lo cual cuando el patán volvió a ver, con toda cobardía, no le importó salir corriendo, aunque tenía su revólver en la mano. No lo pude alcanzar, pues se refugió en su casa, que estaba a dos cuadras del lugar de donde irrespetó a mi padre. Como el mencionado pertenecía a la clase pudiente de la ciudad, este incidente dio lugar para que me definieran como gángster, ya que así lo publicaron en un periódico de la capital, sin relatar el suceso tal como había ocurrido, sino que tratando como siempre del desprestigio de mi persona y describiendo a mi agresor como a una persona muy honorable. Llegaron las elecciones y en las poblaciones del interior de la República se acostumbraba que el que llegaba primero se apoderaba del mando para dirigirlas; ahora no sé cómo es. Como fui el primero que llegó, tomé el cargo de Primer Escrutador en el Consejo Electoral. Por supuesto, la mayoría de votos la obtuvo el General Salvador Castaneda Castro y luego el Consejo Electoral Departamental se formó con los primeros escrutadores de todos los

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pueblos del departamento; me tocó la presidencia y tuve que firmar la credencial del departamento de Ahuachapán, que acreditaba a Castaneda Castro como Presidente Electo de la República. Las elecciones fueron el 1° de marzo de 1945. El 7 de abril contraje matrimonio con una joven ahuachapaneca hija del Doctor Rafael Alfonso Rivas, ya fallecido, quien había dirigido el Pro Patria y entonces era partidario del General Castaneda Castro. Traigo esto a cuenta porque uno de los improperios que nos endilgaban los romeristas a los castanedistas era decirnos que habíamos sido del Pro Patria, que fue el grupo político que mantuvo en el poder al General Maximiliano Hernández Martínez y que ellos consideraban el máximo insulto. En una de las gavetas del escritorio de quien ya era mi suegro, encontré un libro de afiliación del Pro Patria, en donde cada página contenía la inscripción de grupos de diez ciudadanos con sus correspondientes firmas y allí estaban inscritos los más recalcitrantes romeristas de la época y yo me di mis mañas para que el libro fuera conocido, al grado que en una concentración política lo leí y lo mostré dando los nombres de algunos de los que más nos insultaban. Con eso, el odio para mi persona creció al máximo, al grado que se confabularon para matarme y hace unos pocos años supe quién había sido uno de los que me anduvo buscando para hacerlo. Lo curioso es que se hizo amigo mío después que se confirmó mi inocencia.

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Me contó que me había andado buscando y yo le repuse que le diera gracias a Dios que no me había hallado, porque ese acaso hubiera sido el último día de su vida o de la mía. Sostuvimos esa plática en broma. A los pocos días de esa conversación supe que lo habían asesinado, lo que sentí mucho, porque ya enterado y convencido de la realidad de los hechos, se había convertido en mi defensor; era un oficial de alto rango.

Me hicieron tan difícil la vida que tenía que andarme cuidando de asesinos pagados, diferentes al que me refiero anteriormente, pues hubo a quienes les proporcionaron arma y dinero para que acabaran conmigo, pero Dios me supo dar Su protección y las veces que me dispararon desde la sombra, no me acertaron. Un día en un salón de billares me encontré a uno de ellos, yo tenía la certeza de que ya le habían dado quinientos colones y un revólver y lo provoqué ante todos los concurrentes, cuando evadió mi reto, le dije que yo sabía lo que le habían dado y que cuando me disparara que apuntara bien porque si me dejaba vivo, se moría. Era un individuo de nacionalidad guatemalteca. Parece que me tuvo respeto o no le di tiempo de lograr su propósito por haber emigrado yo a la capital.

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II En la capital Mi vida en San Salvador, como hombre de trabajo, antes de mi cautiverio.

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n San Salvador, don Raúl Salaverría, quien era Presidente del Banco Hipotecario, me colocó como ayudante de la Proveeduría, que estaba a cargo de doña Orbelina de Salazar y cuando ella se retiró, me dejaron como titular. Doña Orbelina estaba casada con don Enrique Salazar, propietario de la Radio Vanguardia. El Banco Hipotecario estaba situado sobre la Segunda Avenida, no había entrada sobre la Avenida Cuscatlán, pues allí estaba la Federación de Cajas de Crédito y sobre la Segunda Avenida a la par de la entrada, a la derecha había una cervecería y a la izquierda un almacén y en la esquina frente a la que es hoy Plaza Barrios quedaba el Banco Occidental de don Benjamín Bloom y en la otra esquina, opuesta al Palacio Nacional, estaba ubicada la Farmacia La Reforma. Después el Hipotecario compró todo el rededor y se ampliaron las oficinas, aunque en la actualidad gran parte de lo que era el Banco Hipotecario es la Biblioteca Nacional, frente a la Plaza Barrios. 33


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El Presidente era don Raúl Salaverría Durán, como gerente estaba don Francisco Gallegos; como subgerente, don Carlos Valmore Martínez, y el Secretario era el Doctor José María Méndez. En esos días me tocó recomendar para una plaza de ordenanza a Valeriano Ramírez, quien había sido custodio del cementerio de Ahuachapán, y cuando consiguió la colocación, se mostraba muy agradecido conmigo; más adelante en mi relato sabrán quién fue este personaje. Cuando me retiré del Banco, pasé a trabajar al Circuito de Teatros Nacionales, en donde era Gerente don Julio Suvillaga Zaldívar, quien me colocó gracias a una recomendación personal del Coronel Osmín Aguirre y Salinas.

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Mi hijo Carlos Rolando, de cadete

El 26 de abril de 1946, nació en Ahuachapán mi primer hijo, Carlos Rolando, quien ahora es Coronel de Artillería DEM, jubilado del Ejército Nacional. Como yo no tenía dinero, tuve que recurrir a la bondad de don Julio Suvillaga, quien en una forma noble y desinteresada me proporcionó cien colones y con ese dinero, que entonces era regular cantidad, pude dirigirme a Ahuachapán y pagar los gastos que había ocasionado el nacimiento de mi hijo. Toda mi vida le he agradecido ese gesto a don Julio y cuando, después de mi cautiverio, en algunas ocasiones 35


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me solicitaba fotografías que yo había tomado y al llevárselas me preguntaba que cuánto me debía, siempre le contestaba: —Más le debo yo, don Julio. Al contraer matrimonio su hijo Nelson, yo le tomé las fotografías y le di la misma respuesta al preguntarme el precio. Después de muchas respuestas similares, me preguntó por fin qué era lo que yo le debía y tuve que recordarle aquel gesto magnánimo de 1946, entonces restándole importancia al favor que me había hecho, me dijo que si todos los hombres fueran agradecidos como yo, el mundo sería diferente y como él siempre seguía en el negocio de los cines, me extendió un carnet para que entrara gratis con un acompañante a varias salas cinematográficas que él regenteaba.

Que Dios tenga en su Gloria a don Julio, quien hace varios años falleció, pero aquí expreso el recuerdo de su bondad que me hace deudor con sus hijos que le sobreviven. Para don Julio Suvillaga, mi eterna gratitud y un Padre Nuestro que me sale del corazón. Tuve la oportunidad de relacionarme con Paco García en una ocasión que para Semana Santa, Raúl Urquilla, el Indio Aniceto Pashaca, montó La Pasión de Cristo, en la que yo hacía el papel de San Juan; recuerdo que como no había cine disponible, se tuvo que montar en la carpa de un circo que se había establecido en un predio 36


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que, por los bombardeos del 2 de abril de 1944, había quedado con sus edificios destruidos y estaba en la esquina formada por la 6ª Calle Oriente y la 4ª Avenida Norte, una cuadra al norte de la ahora Plaza Libertad. En la primera función, unas amigas mías se habían sentado en primera fila y cuando me vieron salir a escena como San Juan, se soltaron a reír estrepitosamente. El apuntador era el “Turco” Peña que, como no había concha, apuntaba a un lado del escenario y como el público era de circo, un chusco le gritó: “Hablá más fuerte, Turco, que no se te entiende”. Después me incorporé a la Compañía Encanto que dirigía el mencionado Paco García, lo que más adelante relataré. En esos días se formó un grupo de teatro que organizaron la soprano Maura López, Alfredo Serrano y Jaime Vila; con ellos participé en las operetas: Los Cadetes de la Reina y La Montería, en compañía de varios artistas de la época. Mientras tanto, la confabulación en mi contra seguía prosperando allá en Ahuachapán. Mientras, ignorando aquella trama, yo continuaba mi vida como el hombre de trabajo que siempre he sido. Yo vivía enfrente a la plazuela de la Iglesia de San José, en una pieza interior que habíamos alquilado con Óscar Ayala, un amigo que también trabajaba en el Banco Hipotecario y con quien mantuvimos una gran amistad 37


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hasta su deceso; le sobrevivieron su esposa Irma y dos hijos: Francisco, a quien siempre he llamado Paquito, aunque ahora sea un prestigiado cirujano dentista, y Patty, menor que Paquito, quien contrajo matrimonio con un suizo y emigró al país de su esposo. La orilla de la calle la ocupaba una zapatería, se llamaba Calzado Fashion y con el dueño y los operarios cultivábamos buena amistad, al grado que cuando me dijeron que me habían llegado a buscar unos agentes de la Policía de Investigaciones, yo creí que estaban bromeando y no les presté mucha atención; pero la realidad era que con la trama muy bien tejida, me estaban acusando de la muerte de Manuel Ariz y me querían capturar para proceder en mi contra. Los métodos de investigación en ese tiempo tenían gran similitud a las torturas de la Inquisición. Me empecé a familiarizar con la bebida y llegaba a dormir a las tres o cuatro de la mañana y a las ocho tenía que estar en el Banco (Hipotecario), pero cuando pasé a trabajar al Circuito, ya las horas eran diferentes, porque mis obligaciones empezaban a las diez de la mañana y tenía más horas para dormir y como por la naturaleza de mi trabajo nadie me controlaba, tenía más tiempo para beber; era inspector de teatros y las funciones empezaban a las diez y media de la mañana. Mi obligación era estar antes de esa hora en el Cine Principal, situado en donde ahora está la Lotería Nacional. Entonces solamente había tres cines y pertenecían al 38


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Circuito de Teatros Nacionales: el mencionado Cine Principal, Teatro Nacional y Cine Popular. Este último, después se llamó Cine Libertad y estaba ubicado esquina opuesta a la hoy Plaza Libertad; el Teatro Nacional es el único que se conserva de lo que fue el Circuito de Teatros Nacionales de aquel año de 1946. Estaba construyéndose un nuevo salón de cine con mucho lujo, en el mismo lugar donde estaba el antiguo Teatro Apolo que, por cierto, era la sede de la Compañía Encanto que dirigía el ya desaparecido actor Paco García. En ese mismo local funcionó, en 1940, la Oficina de Enganche, en donde contrataban a los salvadoreños que querían ir a trabajar al Canal de Panamá, a quienes les pagaban 17 centavos de dólar la hora y que en ese tiempo era muy buen salario, aunque el cambio estaba al 2 y medio, al grado que hubo muchos compatriotas que después de trabajar algún tiempo en Panamá, regresaron a comprar sus casas o a poner muy buenos negocios. Los salarios en nuestro país para los obreros eran menores de dos colones diarios y no había pago del séptimo día ni prestaciones de ninguna clase. Para conocimiento de las nuevas generaciones, quiero relatar que en la Hacienda La Labor, en el departamento de Ahuachapán, propiedad de los hermanos Salaverría, ya los trabajadores recibían algunas prestaciones, pues les adjudicaban pequeñas casas de bahareque con luz eléctrica, además les prestaban atención médica en una clínica instalada en la hacienda.

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No estoy enterado de si hubo otras empresas que dieran algunas prestaciones a su personal, pero de las de La Labor sí tengo la seguridad, porque mi primer empleo lo desempeñé ahí, en el año de 1940; mi salario era de quince colones mensuales y la comida; por cierto que era muy buena y abundante. Después me ascendieron; yo llegué como vigilante del beneficio, me pasaron como jefe de limpia y me aumentaron a veinte colones. El sueldo del administrador general era de cien colones, similar al del jefe del ingenio. Hago esta relación porque entonces esos sueldos de cien colones mensuales eran magníficos. Me he salido un poco de mi relato porque considero necesario que los lectores de las nuevas generaciones conozcan algunos aspectos de la vida de aquel tiempo. Todo era barato, ya que los salarios de los trabajadores del campo, que eran de cuarenta o cincuenta centavos diarios, les alcanzaba para poder vivir. Por ejemplo, un par de zapatos costaba a lo sumo tres colones. Por supuesto que había para las personas de altos recursos, zapatos cosidos a mano, de piel de Rusia, que costaban siete colones; una camisa tenía valor de dos colones y las Arrow valían cinco; y así podemos enumerar muchos de los artículos de consumo diario que se cotizaban a precios muy bajos. Me viene al recuerdo la manta, que valía quince o dieciocho centavos la yarda y había un tejido al que le llamaban nahuilla que valía menos de veinte centavos.

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Los huevos eran a tres centavos; la libra de azúcar, a seis; el frijol, a cinco y, todavía en el año de 1947, algunas veces yo iba a comer al Mercado Empórium y lo más que pagaba por un almuerzo bien abundante eran treinta y cinco centavos. Este mercado estaba ubicado sobre la Tercera Calle Poniente y la Segunda Avenida Norte, pero daba vuelta a la manzana y tenía entrada enfrente a la Farmacia Santa Lucía, que quedaba esquina opuesta a la Plaza 14 de Julio; era especial para comida y flores. Después de este lapsus dedicado a la generación de hoy, sigo con mi relato: La última película la pasaban en el Cine Popular a las nueve y media de la noche y como terminaba a las once y media, al salir, continuaba mi vida de farandulero. Me había incorporado al Arte Escénico de Paco García, con quien cultivamos una gran amistad que perduró hasta su muerte, y actué en algunas obras que este presentó en el Teatro Nacional. Paco desempeñaba las funciones de conserje en el mismo y era estampa de ese tiempo verle en el fondo de un pasillo del Teatro, sentado en un sillón, su sombrero calado y su inseparable pipa, la que en sus últimos años se la prohibió el médico y creo que más causó su muerte la separación de ella que la misma enfermedad. Mi debut como actor fue como San Juan en La Pasión de Cristo y luego participé en otras obras como Malditas Sean las Mujeres, Allá en el Rancho Grande, y en algunas operetas como Los Cadetes de la Reina y La Montería; ahí 41


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intimé mucho con la soprano coloratura Maura López, una artista cuyo problema fue geográfico, porque si hubiera nacido en otra parte del mundo, tengo la seguridad que hubiera brillado entre los grandes del arte, por la calidad de su voz.

Uno de mis personajes en el Grupo de Teatro

La decadencia del boxeo También en esos días (principios de 1947), me estuve entrenando en boxeo y me ayudaba mucho un boxeador nicaragüense de peso welter, llamado Enrico de la Mata, 42


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quien aplicaba un golpe doble en la misma acción y me lo enseñó; era una especie de martinete. Ese tiempo es el que yo considero como la época de oro del boxeo en nuestro país, porque cuando había exhibiciones de este deporte, el Cine Popular donde se desarrollaban, era insuficiente para la gran afición y quedaban muchos aficionados sin poder entrar. Los boxeadores entonces eran: Kid Colombia, Estebano Tercero, Vicente Sterling, Enrico de la Mata, Al Campbell y otros que se me escapan a la memoria. El más taquillero era Campbell. Como digo antes, esa era la época de oro del boxeo, pero también fue cuando mataron ese deporte, ya que a la afición no le gusta que se burlen de ella y cuando creen que lo han hecho, cuesta mucho reconquistarla y hacerla volver a los escenarios deportivos. La máxima atracción era Al Campbell, un moreno de nacionalidad costarricense que cuando subía al ring era todo un espectáculo verlo con todos sus músculos funcionando, pero en el país ya no había rival para él, por lo que los promotores contrataron a Young Coronel para enfrentarlo y le hicieron una propaganda enorme presentándolo como el campeón de Guanajuato, por lo que la noche de la pelea, el Cine Popular fue más que insuficiente, pues fueron centenares de aficionados los que se quedaron sin poder entrar; y ocurrió que al empezar el primer round, Young Coronel le hizo a Campbell una especie de finta con la mano derecha, lo que ocasionó que este se fuera contra las cuerdas y siempre lo he afirmado, que Campbell sintió temor 43


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del mexicano, ya que sabía que lo nombraron en la propaganda como campeón de un estado de México y entonces se empleó a fondo, dando un golpe a Coronel que le mandó a la lona, luego cuando este se quiso levantar, Campbell le golpeó estando todavía con las manos sobre la misma, a lo que el boxeador mexicano levantó los brazos y le manifestó al juez que ya no continuaba la pelea. Muchos consideramos que fue por la falta de caballerosidad deportiva que demostró Campbell al golpearlo en forma ilegal. Y allí ardió Troya. Empezaron tirando al centro del cuadrilátero el embudo y la botella (en ese tiempo no existían bolsas plásticas y el boxeador escupía el agua de enjuague en una botella provista de un embudo), luego el banquito; y a pesar de que Vicente Sterling, quien estaba presente, tratando de salvar la noche, manifestó que él boxearía con Campbell, la afición no admitió razones porque ya estaba enardecida y aunque la pelea Campbell vrs. Sterlíng se creía que iba a ser la máxima del año, la multitud no atendió y después de destrozar bancas y sillas en el interior del cine, salió a la calle a causar más destrozos y desatinos, quebrando rótulos luminosos y vitrinas de los comercios y toda clase de tropelías que puede cometer una turba suelta. La Policía Municipal —que estaba situada a menos de dos cuadras sobre la Cuarta Avenida Sur, donde hoy es el parqueo que está enfrente a la Plaza Libertad que ocupan reparadores de relojes y de anteojos, así como de ventas varias— fue insuficiente para detener el tumulto

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y solamente lograron capturar a una veintena de sujetos de los que sembraron el terror. No recuerdo la fecha exacta, pero sucedió en el mes de mayo de 1947, y aquella pelea taquillera en grado sumo que la afición esperó con ansiedad por la gran propaganda que le hicieron, se convirtió en el cementerio del boxeo, porque después de esa pelea fue difícil hacer volver a la afición en forma masiva, como hasta entonces, a las funciones de puños. San Salvador en la década 40/50 El nueve de junio de 1947, por una necesidad, tuve que viajar a Candelaria de la Frontera y una serie de factores incidieron para que llegara al punto que tenía señalado en la vida. Así me iba acercando poco a poco a la fecha en que el destino me citaba con la desgracia. En ese año de gracia de 1947, San Salvador era una ciudad pequeña, acaso la capital más pequeña de Centro América, ya que por el norte sus límites llegaban hasta la 39 Calle, donde estaba la Fábrica de Jabón Oliva, después estaban unas fincas que se prolongaban hasta Mejicanos. Antes de llegar a la 39, no estaba poblado como ahora; había muchos terrenos baldíos; la 29ª Calle Oriente, que llegaba al ahora Inframen y al entonces Asilo El Salvador, o sea al manicomio, estaba llena de

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escobilla y solamente circulaban peatones, no pasaban carros. De la calle de Mejicanos (después Segunda Avenida Norte y hoy Avenida Monseñor Romero) arrancaba la 29, porque no había prolongación al poniente; unas tres cuadras luego sobre la misma calle, había un tanque de agua en el lugar que la gente llamaba “La Calavera” y que yo adaptaba ese nombre a dicho tanque, lo que no es así. ¿Por qué a ese lugar le llamaron de ese modo? Porque decían que allí se aparecía la calavera del General Francisco Malespín, pero para entender esto hay que hacer un poco de historia. El General Francisco Malespín fue asesinado siendo Presidente de la República y, como el pueblo lo odiaba por su mala actuación, le cortaron la cabeza y la pusieron en exhibición dentro de una jaula en la que es ahora la Plaza Libertad, enfrente de la Iglesia de El Rosario, lo que causó malestar en el Cuerpo Diplomático y, a su solicitud, dicha cabeza fue retirada en altas horas de la noche por elementos del Ejército; alguien corrió la voz que se había escapado y luego empezaron a decir que se aparecía allá por la calle de Mejicanos y la gente, para determinar direcciones, decía: allá por donde se aparece la calavera de Malespín, después abreviaron y solo decían: —Allá por la calavera. Y así se fue cambiando hasta que algunos le llamaron el Barrio de La Calavera, que todavía algunas personas de avanzada edad le nombran así.

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Donde ahora está el Cuartel San Carlos, había una finca con ese nombre, no existía la Quinta Avenida, pues en la prolongación de la 39 hacia el poniente había una calle bien angosta que llegaba hasta el Barrio Belén. Siempre por el norte, San Salvador terminaba en La Garita sobre la Calle a Ciudad Delgado, entonces llamada Aculhuaca, que luego se llamó Villa Delgado y ahora Ciudad Delgado, pero de La Garita a dicha ciudad, era despoblado; de ahí mismo arrancaba la calle a Soyapango, que se mantiene igual. Por el poniente, la capital terminaba en La Cruzadilla y en 1946 cuando se celebró el IV Centenario de la fundación de San Salvador, se colocó la imagen de El Salvador del Mundo en dicho lugar, que ahora se conoce con ese nombre, aunque el verdadero es Plaza de las Américas. Lo poblado llegaba hasta el Hospital Rosales, no existía el Hospital Militar y la que ahora conocemos como Alameda Roosevelt, tenía construcciones esporádicas, que eran unas casitas blancas muy bonitas. Dicha zona se nominó como Colonia La Flor Blanca. Para llegar al Hospital Rosales, sobre la Calle Arce había un arriate al centro sembrado con árboles de álamo dividiendo la calle y la circulación de vehículos; así era también la Rubén Darío. Por el oriente, San Salvador terminaba donde ahora está ubicada la Terminal de Oriente y solo había una calle que es la que antes y ahora conduce a una planta de La Constancia, pero como allí había estado la Cervecería Polar,

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la gente la denominaba como la calle de La Polar, no había Boulevard del Ejército y en donde está ubicada la Terminal de Oriente funcionaba el Plantel de la Pavimentación, que pertenecía a la Subsecretaría de Fomento, hoy Ministerio de Obras Públicas. Por el sur estaba poblado hasta el Cuartel de El Zapote, enfrente estaba la Colonia Manzano y antes de llegar a la bifurcación de calles a San Marcos y El Modelo, vivía el General Andrés Ignacio Menéndez, quien caminaba a pie con su esposa hasta Casa Presidencial,siendo Vicepresidente y después Presidente Provisorio de la República, cuando cayó el General Martínez. Ya antes, como Vicepresidente, había sido depositario de la Presidencia cuando Martínez realizaba sus campañas electorales. Sobre la Calle a San Marcos estaba la Colonia América, que era el final de San Salvador por ese sector, ya que por El Modelo se finalizaba la capital precisamente en la esquina para cruzar a Panchimalco y a Los Planes de Renderos, y ahí estaba la Escuela Normal Alberto Masferrer; antes estuvo en ese mismo sitio la Escuela Militar Capitán General Gerardo Barrios. Ahora todo ese sitio lo ocupa el Zoológico Nacional. No existían las Colonias Nicaragua y Costa Rica, que se levantaron en este último lugar llamado, entonces San Rafael. Allí se hallaba establecida una fábrica de hilados que decían que había sido del General Martínez, por su razón social que era Martínez y Saprissa. No existe otra evidencia de que haya sido así. 48


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Donde ahora es la Plaza 2 de Abril, más conocida como Hula Hula, estaba el Mercado de la Compañía y al lado poniente, donde estuvo el Edificio Rubén Darío destruido por el terremoto del 10 de octubre de 1986, había un portal donde se establecían los vendedores de tabaco, algunos procedentes de Honduras, con tabacos provenientes de Copán, quienes hacían buenos negocios, ya que una de las industrias caseras de entonces era la elaboración de puros, así como de cigarrillos que les llamaban “pata de cabro”, “pata de cuche” o simplemente “descalzos” y su valor era a tres por un centavo. Para estos cigarrillos, las señoras que los elaboraban hacían picadura de tabaco, el papel para envolverlos lo adquirían por pliegos grandes y ellas lo cortaban a la medida. Los puros tenían precios desde tres a quince centavos; estos últimos por su tamaño les llamaban trancas. Había tres cines: Teatro Nacional, Cine Principal y Cine Popular. El Principal había pertenecido a la Compañía Nacional de Espectáculos de don Manuel Viéytez, pero fue vendido al Estado y los tres cines eran del Gobierno. Había otro cine que hacía poco lo habían cerrado y estaba ubicado en la esquina opuesta al Parque Libertad, donde después estuvo la Compañía Nacional del Café, se llamaba Cine Coliseo. También, donde estuvo la Casa Blanca, enfrente del Cine Popular cuando este no existía. Funcionó un cine al aire libre, que se llamaba Cine Estadio, exhibían películas mudas y los espectadores para borrar el silencio 49


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empezaba uno a silbar una tonadilla de las de moda y al momento se les sumaban otros y así sucesivamente, al grado que la asistencia completa silbaba y era algo fuera de lo común el escuchar aquel coro silbante. Eso fue en 1933. El tránsito vehicular era poco, no había señalización y pasaban las esquinas los que pitaban primero y cuando ocurría algún accidente, cada uno de los accidentados alegaba haber pitado antes que el otro. Solamente en las esquinas del Centro se ubicaban los Policías del Tráfico, que ponían en el centro de la calle una pequeña tarima cuadrada en donde se subían para regular el tránsito. Cuando estaba muy fuerte el sol o llovía, los agentes colocaban una sombrilla para defenderse de estos elementos. Algo digno de verse y recordar era que cuando se escuchaba la sirena del Cuerpo de Bomberos, los “tráficos” (pues así les decían a los mencionados agentes, que usaban un casco que parecía escafandra) arrastraban la tarima hacia un lado a toda prisa, para dar paso a la unidad bomberil. Una de las esquinas de mayor peligro era la formada por la Décima Avenida Norte y la Primera Calle Oriente y hasta la fecha es conocida como “La Esquina de la Muerte”. Las iglesias donde acudían los católicos a escuchar misa eran: Catedral, El Calvario, El Rosario, La Merced, San Esteban y la Basílica del Sagrado Corazón, porque la

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Basílica de Guadalupe quedaba en el departamento de La Libertad, ya que San Salvador terminaba en el Puente de La Lechuza, cerca de donde ahora está el Estado Mayor de la Fuerza Armada y el Ministerio de Defensa, al grado que los Diplomas de los oficiales que egresaban de la Escuela Militar, eran emitidos en el departamento de La Libertad. Enfrente a estas instituciones mencionadas, estaba el Country Club, que lindaba al norte con el puente de La Lechuza y al sur con el Colegio Emiliani que estaba frente a la Basílica de Guadalupe. Ese lugar era conocido como La Ceiba. Todos los terrenos del Country Club que eran usados como campo de golf los adquirió el Gobierno y en ese sitio se construyó la Feria Internacional, y en la casa del Club se alojó el Ministerio de Relaciones Exteriores, que antes había estado en el Palacio Nacional; ahora allí se ha establecido la Casa Presidencial. Pero siguiendo con las iglesias católicas, estaban también La Vega, San Jacinto y Candelaria; aún no existía la Iglesia de San José de la Montaña, ya que allí funcionaba un Seminario con ese nombre. El Arzobispado estaba ubicado al costado norte de la Iglesia El Rosario, enfrente a la ahora Plaza Libertad. También había unas pocas iglesias evangélicas, la principal estaba ubicada en la Avenida Cuscatlán, a unas dos cuadras antes de lo que hoy es el Boulevard Venezuela. No estoy muy seguro, pero creo que la denominaban Iglesia Centroamericana. 51


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En esa misma Avenida estaban las Farmacias La Reforma y El Águila; la primera en la esquina donde hoy es un parqueo del Banco Hipotecario; la segunda quedaba en la siguiente esquina siguiendo hacia el sur, y una cuadra más abajo se ubicaba la casa de préstamos “Las Tres Bolas de Oro”’, que ahora se llama “La Cornucopia” y está sobre la Primera Calle Poniente. Las dos farmacias a las que hago alusión eran con la Santa Lucía y la Americana, las más conocidas en San Salvador. La Americana aún está en el mismo lugar, esquina opuesta a la Plaza 2 de Abril, donde antes —como ya lo expresamos— estaba el Mercado de la Compañía. La Plaza 2 de Abril es conocida como Hula Hula, porque cuando la construyeron estaban de moda los aros de plástico llamados así; y al construirla, colocaron en las esquinas unos aros que se parecían para que en ellos se enredaran algunas plantas ornamentales, y la gente se acostumbró a llamarla con ese nombre. En esa época se podía circular libremente por toda la capital a cualquier hora del día y de la noche, sin el temor de ser asesinado o asaltado; las calles todas eran libres y si alguien quería estacionar su vehículo frente a la Casa Presidencial, nadie se lo impedía. Se entraba a Casa Presidencial como al Palacio Nacional sin ninguna restricción y se pasaba sin ningún temor frente a los cuarteles.

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La Guardia Nacional estaba en el Barrio de Candelaria, al principio de la Calle 15 de Septiembre y por el andén propio de dicho Cuerpo pasaba la gente saludando a los elementos de tropa que estaban en Guardia en Prevención. San Salvador era una ciudad abierta, no como ahora que se ha convertido —emulando a los países comunistas— en una ciudad cerrada, porque en la única capital donde he visto áreas cerradas similares a las nuestras y hasta con malla ciclón, ha sido en La Habana y ya en tiempos de Fidel Castro.

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III Captura y calvario Todos los enemigos que obtuve en política me temían, pero se les presentó la ocasión de poder actuar desde la sombra.

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n el mes de mayo de ese año de 1947, vino a El Salvador la Compañía de Alta Comedia de José Cibrián a una serie de presentaciones en el Teatro Nacional. Una de las obras puestas en escena fue don Juan Tenorio y cuando la iban a presentar, enfermó uno de los protagonistas: el que hacía de Ciuti y José Cibrián le pidió a Paco García le recomendara alguien para sustituirlo y este me recomendó a mí y así fue como hice el papel de Ciuti en don Juan Tenorio. Creo que a Cibrián le gustó mi actuación, porque me ofreció incorporarme a su Compañía, lo que no acepté. Como dije antes, yo no me imaginaba los días amargos que tenía que vivir, lo que no hubiera sucedido si hubiera aceptado la oferta de José Cibrián, pero el destino lo escribe un Ser Supremo y así llegó el 10 de junio en que fui capturado en la ciudad de Candelaria de la Frontera por uno de los elementos más crueles que haya tenido la Policía Nacional, un Teniente llamado José Antonio Gómez, a quien le decían “El Tapudo” y quien ordenó que me torturaran en una forma salvaje, 55


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haciéndolo algunas veces él mismo, para que me hiciera cargo de que yo había matado a don Manuel Ariz por causa de una mujer, lo cual era completamente falso, ya que Manuel Ariz murió en combate revolucionario y fue mi amigo, lo mismo que su hermano Miguel Ángel. Pero como en todo tiempo se pueden encontrar nuevos Judas que por los clásicos treinta dineros son capaces de vender a su propia madre, mis enemigos políticos encontraron elementos nocivos que se prestaron a dar testimonios falsos, arreglados además por un equipo de arrastrados que hicieron cambios en las declaraciones de estos Judas, con el ánimo perverso de hacerme daño, talvez porque nunca tuvieron el valor de enfrentarse abiertamente conmigo, porque la verdad era que todos los enemigos que obtuve militando en política, me temían, pero se les presentó la ocasión de poder actuar desde la sombra, tirando la piedra y escondiendo la mano, así como proceden los cobardes. No podían hacerlo de otra manera, porque eso eran: cobardes. En el curso de este relato, haré mención a los cambios que hicieron en las declaraciones de los testigos de cargo que presentaron mis detractores en los Juzgados de Ahuachapán. Pero volviendo al mismo: en la Policía Nacional de Santa Ana me torturaron cuarenta y ocho horas ininterrumpidamente, porque cuando se cansaban de golpearme, me dejaban colgado de los dedos pulgares de las manos, todo dirigido por el mal llamado “Capitán” Gómez, quien al parecer había sido comprado 56


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por algunas familias pudientes de Ahuachapán que querían que, a toda costa, yo fuera indiciado, juzgado y condenado por la muerte de Manuel Ariz. Cuando no soporté más el tormento, les dije a mis torturadores (agentes de la Policía Judicial) que hicieran la declaración como ellos quisieran y que la iba a firmar, lo que hice a presencia de tres testigos de quienes después haré relación. Ellos vieron que yo firmé la declaración con las manos esposadas, pero testificaron que ella fue espontánea y a pesar de que vieron en mi persona las huellas de las torturas de que había sido víctima, uno de ellos en el acto del jurado declaró que a él le constaba que yo no había sido torturado, pero ya llegaremos a ello; por lo pronto, después de firmar la “declaración espontánea” me pasaron al Juzgado de Paz de Santa Ana. No pude caminar porque tenía las piernas laceradas a causa de los saltos que daban sobre ellas mis torturadores, cuando me preguntaban si quería mambo o quería conga, por lo que me trasladaron a la Penitenciaría, en una ambulancia de la misma Policía Nacional.

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IV La Penitenciaría

Mi llegada a la Penitenciaría Occidental el 12 de junio de 1947

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legué como a las cinco y media de la tarde, acomodándome en la Sala Nº 2, en donde estaban los procesados por delitos contra la propiedad, como ladrones, timadores, estafadores, etc. Me senté en el suelo, con la espalda sobre la pared y empecé a contar a algunos de los reclusos lo que me había pasado; recuerdo que llevaba unos tres cigarrillos Embajadores en la bolsa de la camisa y aunque todos arrugados, iba a fumarme uno, cuando vi que algunos de los presos se pasaban una colilla entre varios y que fumaban de ella hasta quemarse los dedos y al imaginarme que eso haría yo, decidí regalar los cigarrillos y me prometí no volver a fumar, lo que cumplí a cabalidad durante los catorce años de mi cautiverio. A los pocos días, no recuerdo cuántos porque no podía definirme y me mantenía como vegetando, me llegó a ver mi padre y mi hermana Aída, quienes me llevaron algunas cosas de comer, entre ellas una sandía, la que yo deseaba compartir con todos los compañeros reclusos y como era ya tarde, dispuse que la comeríamos al día siguiente.

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La guardé en la misma tumbilla donde me la habían llevado con unos batidos, guineos y otras golosinas, pero en la noche los compañeros de la Sala 2, haciendo honor a su reputación, me robaron todo y se lo comieron en la misma noche, lo cual me molestó, pero no pude decir nada porque hubo algunos que me dijeron que eso no era nada a lo que le había pasado a Manuel Ariz y otras cosas por el estilo, por lo que opté callar. Así pasé algunos días, tirado en el suelo y recostado contra la pared porque no podía caminar y algunos reos compasivos me recogían el rancho o sea la comida y lo mismo me pasaba cuando sentía la necesidad de ir al baño. Algo muy singular observé: que los reclusos no usaban zapatos, ya que los que tenían los usaban solamente cuando los llamaban del juzgado; se mantenían con unas chancletas de madera que hacían los carpinteros del Departamento de Rematados. No sé quién me recomendó con el Director, que era el Mayor Heriberto Guerrero, quien me mandó a llamar me hizo varias preguntas. Le conté la forma en que me habían torturado en la Policía Nacional. De esa plática surgió un entendimiento que después se convirtió en una gran amistad, como lo verán en el curso de la narración.

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Mis recuerdos son confusos respecto a fechas, solamente diré que llegué a la Penitenciaría Occidental el 12 de junio de 1947 y salí de ella el 22 de noviembre de 1960. Los sucesos que iré relatando ocurrieron entre esas dos fechas. Llegué casi de noche a la penitenciaría, recomendado como un nefasto criminal; cuando apoyé mi espalda en la pared del calabozo número dos, que era el de los ladrones, vi escrita en una de las paredes, con letras grandes e irregulares, una sentencia que es muy sabia; decía: AQUÍ NO ESTAMOS TODOS LOS QUE SOMOS, NI SOMOS TODOS LOS QUE ESTAMOS. Después de hablar con el Mayor Guerrero, me pasaron, por orden suya, a la sala o calabozo número seis, que era el de los “gorgueras”. En el léxico de la cárcel, el gorguera era el que gozaba de privilegios especiales, o sea que tenía cuello y todo se deriva de los cuellos que se usaban en el siglo XIX, pues las figuras de nobles, generales o próceres, aparecen con esos mismos que se llamaban gorgueras. A esa misma sala llevaban a los policías, guardias y soldados que cometían algún delito, así como a los motoristas y no había la promiscuidad de la sala dos, pues al pasarme a ella, conmigo, éramos únicamente siete personas, entre ellas dos menores de edad que habían llevado de Metapán y que eran la cola de Judas. 61


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A las cinco de la tarde, todos los reclusos éramos encerrados en las respectivas salas o calabozos, ya que en el día permanecíamos en el recinto, que era un sitio cerrado como de medía manzana, con una pila circular grande en el centro, corredores a los lados, donde se ubicaban las salas y al fondo un servicio sanitario también de forma circular a la vista de todos. Se entraba por una puerta enrejada en donde se mantenía un vigilante al lado de afuera y por dentro un recluso que recibía el nombre de balconero y era el encargado de llamar a gritos a los reclusos que recibían visitas, a quienes atendían a través de un cedazo o red metálica muy tupida, que estaba al lado izquierdo de la puerta, la que tenía una especie de ventanilla, para poder pasar las cosas que les llevaran y era también por donde repartían la comida, que llevaban en unos grandes peroles y se encargaban de su reparto los mismos presos que la cocinaban, quienes eran rematados. Me llamó la atención lo de rematados, y supe que se aplicaba a los reos que estaban ya condenados y sentenciados. Habían pasado al otro departamento en donde había talleres y maneras de poder ganar algún dinero, ya que sabiendo el tiempo que estarían presos, buscaban la forma de obtener algunos ingresos, pues había algunos que tenían que mantener familia. El lugar a donde llegué era el Departamento de Sumariados, donde no había talleres y lo único que hacían algunos reclusos para ganar algunos centavos era hacer comida, o sea que mandaban a comprar 62


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con sus respectivas familias libras de papas, las hacían con tomate y vendían porciones de cinco centavos. Recuerdo una persona que llegó y que ya antes había estado presa, empezó vendiendo berros en un pequeño canasto, luego, con lo que fue obteniendo de ganancia, fue agrandando el negocio, después ya vendía papas y trozos de carne frita, cuyo precio era también de cinco centavos, pero había que tener buena dentadura para entrarle porque algunos que compraban, la pasaban masticando desde las once de la mañana, que era la hora del almuerzo, o sea el rancho de mediodía, y a las dos de la tarde todavía seguían, por lo que alguien tuvo la ocurrencia de bautizarla como “chicle” y después fue corriente que todos llegaran a comprar “cinco de chicle”. La alimentación del penal era: en el desayuno, a las seis y media de la mañana, dos tortillas grandes como las de las haciendas, un poco de frijoles salcochados y café. Todo eso se recibía en receptáculos que cada uno conseguía, ya fuera platos de cinc o pequeños sartenes de barro cocido. Una vez se le ocurrió a la dirigencia del penal distribuir platos de latón, pero a los pocos días ya no había ningún plato, pues los habían hecho cuchillos que, por supuesto, fueron decomisados en una requisa. El almuerzo —que como expresé antes llegaba a las once de la mañana— consistía en dos tortillas, un poco de frijoles siempre salcochados, nunca los dieron fritos, y una pequeña porción de arroz; y en la cena, a las cuatro de la tarde, lo mismo que en el almuerzo, agregando café.

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Había algunos reclusos que vendían manteca para que los que podían comprarla hicieran el “frito”; le llamaban así a los frijoles fritos ya fueran, enteros o deshechos. Había quienes encargaban a sus familiares o amigos que les llevaran 25 centavos de carne de cerdo y cinco de tomates (esos eran los gorgueras); cortaban en pedazos la carne que ella sola daba manteca y con los tomates hacían un platillo muy sabroso; cuando ya me había hecho del ambiente, muchas veces me asocié con otros reclusos para hacer la cabuda y un familiar de los contribuyentes se encargaba de hacer las compras; conforme era el grupo, así era la cantidad de carne. Siguiendo con la alimentación del penal, los días domingo daban “buey” a la hora del almuerzo, así le llamaban a la sopa de res, a la cual le ponían repollo, yuca y güisquiles; el repollo era elitista, porque los que repartían solo les daban a sus amigos. Yo no me comí nunca un pedazo de repollo, solo yuca y güisquil; también le ponían a la sopa guineo verde. Cuando no se hacía frito pero se compraba alguna que otra cosa que vendían los mismos reclusos, como queso, rábanos, tomates, etc., se decía que se matizaba y era corriente, antes de cada hora de rancho, preguntarse los amigos que si tenían para el matiz. Pasando a otro tema, ya antes me había referido a la requisa y esta se desarrollaba así: a las seis de la mañana, hora en que se quitaban los candados y cadenas de los calabozos, los abrían en su orden, primero el calabozo 4, después el 5, luego el seis; el 7 estaba desocupado y solo 64


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lo utilizaban cuando había enfermos de tuberculosis; después seguían con el 1, luego el 2 y por último el 3. En cada uno de los calabozos había un encargado que era quien ordenaba el aseo, distribuyendo este quehacer entre los reclusos en forma equitativa, pero había quienes pagaban para que otro se lo hiciera. Siguiendo con la requisa, se tenía que salir completamente desnudo de uno en uno y lo registraban rigurosamente para ver si en la boca o en otro lugar pudieran esconder algo prohibido, después que todos estaban afuera, entraban los vigilantes a revisar todo el interior del calabozo y decomisaban lo que no era permitido, luego dejaban entrar a los reclusos para que se vistieran y seguían con el otro calabozo, hasta que terminaban con todos. Había algunos gorgueras a quienes les llevaban la comida de sus casas, pero siempre tenían que pasar en la fila del rancho, ya que ese momento y tres veces diarias contaban a los reclusos para ver si estaban cabales. A la par de la fila se colocaban algunos reos con recipientes grandes, pidiéndoles la ración a quienes me refiero y éstos llegaban a reunir hasta diez o doce ranchos. Me acuerdo de uno de ellos, a quien le decían el “Loco” Pedro, se llamaba Pedro Carranza, que tenía un guacal de cinc blanco, de los que les llaman lavatorios, y en el rancho de la tarde, con todo lo que le daban, lo llenaba de frijoles y arroz y con veinte o treinta tortillas, empezaba a comer después de las cinco de la tarde que era la hora del encierro, pero como comía despacio, daban las diez de la noche y todavía no había terminado. 65


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Quiero agregar algo respecto a la persona que empezó a vender con su pequeño canasto de berros; fue condenado y pasó al Departamento de Rematados y siguió con su negocio, pues cuando yo recobré mi libertad, allí quedó con una gran tienda, pues tenía una mujer que todos los días le acarreaba las grandes canastadas de víveres; entonces ya vendía de todo, hasta tasajo y chorizos, así como hojitas de afeitar, pues en ese Departamento de Rematados, los convictos gozaban de ciertas concesiones que no tenían los sumariados. Este convicto tenía el nombre más común del mundo, se llamaba Juan Pérez. A los pocos días de estar allí, después de la hora del encierro, vi que cerca de la pila estaba un muchacho como de unos 25 años realizando trabajos de fontanería y yo —extrañando su porte distinguido— pregunté quién era y me dijeron que era Benjamín Moreno, el que había matado a la mamá, y entonces recordé el famoso proceso. Algún tiempo después, cuando tuve relaciones de amistad con Benjamín, me di cuenta del gran dolor que él sentía por haber quitado la vida al ser que más quería en el mundo, según sus palabras, y una vez, dentro de su celda, después de contarme la historia de cómo había sucedido el caso, se empezó a golpear las manos con furia en el canto de la cama, diciendo que esas manos malditas habían matado a su madre. Le detuve como pude en su afán de golpearse, pero ya las tenía bastante laceradas. Según me contó, él nunca hubiera querido matar a su querida mamá, pero tenía varios días de andar tomando y le pidió dinero para seguir, y cuando ella se lo negó, 66


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la amenazó con una pistola que siempre mantenía descargada. Su sorpresa y dolor fueron enormes cuando la misma disparó, matando a su ser querido. Yo considero que aunque no hubiera tenido la intención de matarla, el solo hecho de haber tomado la pistola para amenazarla ya era un pecado, y así se lo dije. Él estuvo de acuerdo. Pero siempre recibió su castigo, porque unos años de cárcel no era pena para tan grande delito y cuando salió libre, como estaba en litigios con sus familiares por asuntos de herencia, buscó un guardaespaldas de su confianza, pero este se vendió a los contrarios y le dio muerte a la orilla de un río, cuando ya desnudo y sin ninguna defensa se disponía a meterse al agua. Pero volviendo a mi relato, nadie puede imaginarse lo que siente quien pierde su libertad y tiene que estar bajo la potestad de vigilantes que tienen algún resentimiento social y al tener bajo su responsabilidad a quienes consideran de un nivel más alto que el de ellos, los tratan de una forma bárbara y despótica, y además de eso, la vergüenza de hacer las necesidades fisiológicas a la vista de todos. Les dije antes que el servicio sanitario era un excusado de forma circular con varios hoyos alrededor e inclinados, me recuerdo que los primeros días me pasaba esperando a que nadie estuviera cerca para ir hacer mis necesidades. En la mañana, cuando todos salían de los calabozos y se llenaba el servicio, había quienes se paraban detrás del que estaba en su turno, ya con los pantalones abajo, para caer encima tan pronto aquel terminara. 67


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Pasé varios meses antes de acostumbrarme, más bien de degradarme, porque después hasta podía platicar con los que estaban enfrente cuando evacuaba mi cuerpo; por eso dicen que el hombre es un animal de costumbres, porque hasta a la cárcel se acostumbra. Otra cosa que considero degradación fue el poder convivir con cucarachas, insectos por los que siempre sentí repugnancia, pero llegué al grado de que cuando estaba dormido y me despertaba uno de estos animales al pasar por mi cara, como la cosa más natural, la tomaba entre mis dedos procurando no destriparla y solamente la tiraba a un lado de la cama, sin importarme si seguía viva y que luego volvería a despertarme. En cierta ocasión, en un partido de baloncesto, me escandalicé porque Chomingo Chávez no quiso comer de las naranjas que habían llevado para el juego, porque vio una cucaracha sobre ellas. Chomingo era un destacado jugador de baloncesto, seleccionado nacional, de los triunfadores en Venezuela y llegaba a integrar el equipo de la Penitenciaria denominado “READAPTACIÓN A”. Siguiendo: Ya encerrados en las respectivas salas o calabozos, los reclusos hacían sus necesidades en un balde o cubo de metal colocado enfrente a la puerta; también había toneles cortados a la mitad para evitar poner varios 68


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baldes. Después esto se suspendió, cuando construyeron pilas y letrinas pequeñas en el interior de los calabozos. Me estoy refiriendo ahora al Departamento de Sumariados, en donde están todos los reclusos a quienes no se les ha juzgado; el otro departamento era el de Rematados; esos utilizaban un pequeño balde individual o una bacinica. Se me hacía extraño el nombre de rematados, pero la explicación es que estos —como ya lo dije antes— estaban juzgados, condenados y sentenciados, y es cuando tienen que buscar su modo de vivir, porque ya saben que van a estar encerrados algunos años, entonces se dedican a aprender algún oficio para poder mantener a su familia o a desarrollar el que ya saben, si hay opción para ello.

Con el Mayor Eriberto Guerrero, director de la penitenciaría y Tadeo Aparicio, subdirector

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Estos ya reciben un trato diferente, pues les permiten media hora diaria de visita, que reciben en un local especial en donde hay bancas para poder sentarse y, por su forma, le denominan “callejón de visitas”. Me estoy refiriendo a la década del 50 del siglo XX. Además, en este departamento hay talleres de carpintería, sastrería, zapatería, herrería; o sea, de los oficios y artesanías más comunes. En el ambiente, había quienes ponían sus tiendas hasta con refrigeradora para poder vender productos helados y conservar los perecederos; también había quienes desarrollaban el comercio de diferente manera, comprando la producción a los obreros para revenderla los días de visita. Había una costumbre inveterada de contar con un domingo especial cada mes, que se denominaba “visitona”, o sea que desde las ocho de la mañana podían entrar familiares y personas que llegaban a comprar los productos elaborados. La salida era a las cuatro de la tarde y se anunciaba con una campana que estaba a la entrada, que era la misma que daba las nueve de la noche. Para poder tener sombra en el patio o recinto, los reclusos mantenían una carpa que cubría todo el espacio abierto del techo. El domingo siguiente de la visitona, se llamaba “visitía” o sea la visita conyugal, en donde el recluso podía estar íntimamente con su esposa o compañera de vida. 70


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En el tiempo de mi reclusión, durante estuvo de director el bien recordado para mí, Mayor Eriberto Guerrero (él ponía su nombre sin hache), un hombre humanitario que sabía comprender las necesidades de los reclusos, institucionalizó todos los domingos como “visitonas” y todos los sábados como “visitías”. Refiriéndome al Mayor Guerrero, quien ya hace varios años entregó su alma al Creador, conservando su amistad hasta su deceso, quiero manifestar que guardo para él una inmensa gratitud. Recuerdo una ocasión en que fue entrevistado por un periodista de La Prensa Gráfica. Publicaron en dicho rotativo un editorial que incluía una frase que siempre ha estado presente en mi memoria y decía: “CUANDO LOS DIFERENTES DIRECTORES DE PENITENCIARÍAS COPIEN LA ACTUACIÓN DEL FUNCIONARIO SANTANECO, SE EMPEZARÁN A DELINEAR NUEVAS EXISTENCIAS DENTRO DE LA MISMA INEXORABILIDAD DEL CASTIGO”. Lo que era una verdad tan grande como una montaña, porque el Mayor Guerrero promovió las artes y las letras dentro del recinto penitenciario, además del deporte; ya luego les relataremos sobre esta disciplina. Algo muy curioso, o clásico se puede decir, era el esperar quién entraba primero el día de la visitona, ya que por regla general, los niños, como no eran anotados, entraban primero. Si era una hembrita la que iniciaba la visita, decían que la venta no iba a servir, pero cuando entraba un varón se escuchaban los gritos de júbilo 71


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de los que estaban esperando enfrente del portón de entrada, porque creían que la venta sería magnífica y era mayor su euforia y alegría si eran varios varones los que entraban primero. Se vendían sillas, mesas, juguetes de madera, sandalias, pantalones, redes de pescar, hamacas y otras artesanías, además que los sastres y zapateros recibían órdenes a la medida y los carpinteros, algunos muy buenos, de juegos de sala, comedor o dormitorio barnizados de muñeca o pintados con soplete. Yo estaba en el Departamento de Sumariados, en donde la visita era —como dije antes— a través de un cedazo. Olvidaba decir que era solamente por quince minutos, pero algunas personas con alguna ascendencia social o amistosa pedían permiso para que les dieran más tiempo y les sacaran a los reclusos que visitaban, a un pequeño recinto cerrado enfrente a la reja de entrada, precisamente donde se ubicaba el vigilante que realizaba las funciones de registro y abría la reja; funciones que en la empresa privada desarrollan los recepcionistas, por supuesto sin abrir rejas. Cuando los sumariados llevan algún tiempo de estar detenidos y desean ganar algún dinero para ayudar a los suyos y lo exponen a la Dirección, obtienen la concesión de pasar el día en el lado de los rematados, trabajando en algunos de los pequeños obradores que los reclusos antiguos ya tienen establecidos. Éstos pasan antes de las ocho de la mañana y regresan después de las cuatro de la tarde, o sea después del rancho que se reparte a las cuatro.

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Algunos de los llamados gorgueras reciben el privilegio de salir al recinto; para ello el Registro tiene una lista de los favorecidos y ellos solo le dicen a este que quieren salir e inmediatamente les abre la puerta. Olvidaba decir que el Registro tiene también la llave de la puerta reja. Otros solicitaban pasar a los rematados los días de visitona para poder estar con su familia todo el día; eran muy pocos los que alcanzan este favor. Así sucedió que un domingo conseguí esa prebenda y ocasionaba que en esos días habían dispuesto uniformar a los rematados y como era la primera visitona en que iban a recibir a sus familias con el traje rayado, todos estaban muy enojados; cuando yo pasé con un pantalón y una camisa de riguroso azul, se molestaron mucho porque yo era el único que no vestía el uniforme rayado, al grado que tuvieron que prestarme un uniforme que me puse y así logré estar todo el día con mis hermanas. Cuando estaba con el azul, uno de los reclusos se puso a insultarme desde una distancia como de diez metros y yo me hacía el disimulado y como a la par tenía a un vigilante, y éstos no se caracterizaban por su inteligencia, le dije: —Ya no lo quieren respetar estos hombres, oiga todo lo que le está diciendo. Y el vigilante, enarbolando su garrote, se le fue encima al interfecto y este ni corto ni perezoso salió huyendo.

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Después, cuando nos hicimos amigos con el interfecto, por cierto que se llamaba Buenaventura Osorio y le decían “Chucho”, me contó que lo había perseguido por toda la sección de Talleres, pero que al fin se pudo esconder y como todos estaban uniformados, no lo pudo reconocer.

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V Casos y cosas del penal Algunas anécdotas de las vivencias dentro de la penitenciaría

El ex vigilante loco En cierta ocasión llegó preso un ex vigilante, por cierto de los buenos, porque si hubiera sido de los malos, ahí hubiera sufrido, pero como se había sabido comportar con los reclusos cuando estuvo de alta como vigilante, todos trataron de ayudarle. Como yo les hacía escritos a los reclusos —pues había algunos que estaban presos porque nadie se había interesado en decir siquiera una palabra en su favor o una letra, y con mis escritos empezaron a salir muchos— recuerdo que uno de ellos tenía siete años por haberse robado una mano de maíz o sea cinco mazorcas y por supuesto que no lo habían sacado porque en el juzgado se les había olvidado que ese cristiano existía, pero con mi escrito fue puesto en libertad inmediatamente y después de esto, todos tenían fe en mis consejos. Cuando llegué, para no estar ocioso, formé un grupo de analfabetas y les estaba enseñando a leer; todos me decían “Profe”. Volviendo al ex vigilante, este había macheteado a un individuo al que le habían puesto veinte días de 75


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curación, lo cual calificaba como delito, pues se conocía como falta hasta ocho días de curación sin cicatriz visible y cuando me pidió consejo, le dije que estaba fregado y que lo único que le podía aconsejar es que se fingiera loco. Después del consejo, a mí se me olvido; esto fue en la mañana y como ya había conseguido permiso para pasar todos los días al Departamento de Rematados y llamaron para pasar, pues nos pasaban en grupo, me fui; cuando regresé después de las cuatro, estaba la gran bulla que “Fulano” (así le vamos a llamar al vigilante porque el nombre se me olvidó) se había trastornado, que se había bañado vestido, que había regalado los zapatos, el cincho, la camisa y se había quedado solamente en calzoncillos y además se puso a vender fresco, utilizando el balde en donde por la noche hacíamos nuestras necesidades y lo más grave para mí, que utilizó mi vaso, el que yo mantenía en una mesita a la par de mi cama. Por supuesto, yo creí como todos que se había vuelto loco, pero en la noche cuando nos encerraron, como había sido vigilante estaba en la sala seis, que era para gorgueras, motoristas, policías, etc., como ya antes les dije. Teníamos la costumbre de darnos la vuelta, con los pies sobre la almohada y la cabeza entre las manos cruzadas para poder platicar antes que dieran las nueve de la noche en que tocaban la campana de silencio y ya no se podía hablar. Me coloqué en esa posición, cuando Fulano se llegó a acurrucar enfrente; allí me alumbró la mente cuando se me quedó mirando con fijeza, pues me acordé de mi consejo y hablándole en voz baja le dije: 76


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—Está buena la cosa, todos están bien creídos, pero para que todo te salga mejor, andá bañate con el balde de mierda. Esto lo hacía para desquitarme porque me había llenado de pupú mi vaso, que tuve que botar. Se paró en el centro de la sala, dio unas cuantas vueltas; eran como las siete y media y ya muchos habían ido a hacer sus necesarias menores y mayores en el cumbo que estaba frente a la puerta. La sala era una habitación como de diez metros de largo por ocho de ancho y tenía muro a la altura de poco más de un metro, lo demás eran barrotes para facilitar la vigilancia, así que después de otras cuantas vueltas, Fulano se acercó al cumbo y se lo vació sobre la cabeza ante la alarma de todos y de los vigilantes que estaban de turno en el recinto, quienes —haciendo una gran pitazón— corrieron inmediatamente a traer la llave, lo sacaron y lo bañaron con el agua de la pila que estaba en el centro del recinto y nos quedaba enfrente; luego se lo llevaron a la celda clara; esta quedaba a la par de las celdas de castigo que les llamaban las oscuras, porque estaban completamente cerradas y ubicadas como las últimas del callejón número uno del Departamento de Rematados, que era bien oscuro; pero la clara era como las celdas corrientes, con puerta mitad madera y mitad barrotes y servía para encerrar a los locos. Al día siguiente no recuerdo qué atraso hubo, pero nos pasaron para los rematados un poco después de las nueve de la mañana y nos tocaba formar enfrente a la oficina del subdirector y pude oír a este, quien era el 77


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profesor Héctor Calero (le decían “Labios de hígado” por un personaje de historietas cómicas de la serie de Dick Tracy), que hablaba con el juez que tenía la causa de Fulano, así lo entendí porque le manifestaba que había sido vigilante y que se había vuelto loco, relatándole lo del cumbo de excrementos y le suplicaba que por favor lo mandaran a su casa para que se curara. Cuando regresé por la tarde al Departamento de Sumariados, ya habían dado la orden de libertad para Fulano y andaba haciendo recogida de todo lo que había regalado; a vos te di mis zapatos, devolveme mi camisa, dame mi pantalón, etc. etc. y cuando vio que yo llegaba, me fue a dar las gracias por el buen consejo que le había dado. Esta es una de las muchas anécdotas que iré refiriendo así que me vaya recordando. La bola de jabón Una mañana, antes de abrir las salas o calabozos, se formaron enfrente varios vigilantes, al abrir la puerta nos hicieron salir desnudos con la ropa en la mano y luego de registrarnos en vivo, procedieron a revisar la ropa, después entraron a registrar la sala. Era una requisa a causa de que a uno de los reclusos le hablan robado un billete de a diez colones, que en la cárcel era una fortuna. Recuerden que estoy hablando de la década de los cuarenta antes de los cincuenta, para ser un poco exactos, 1947.

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El billete no lo hallaron y así empezamos el día. Como a las nueve de la mañana un grupo de reclusos se puso a jugar a los prohibidos (los dados); esta era otra modalidad muy de la cárcel, pues como no era permitido, ocupaban un vigía que se colocaba a una distancia prudencial con una cáscara de guineo en la mano u otro objeto fácil de tirar para no tener que hablar y así se las tiraba cuando se aproximaba un vigilante. Pero había uno de ellos que era bien vivo y siempre los sorprendía, porque primero hacía que el balconero llamara al vigía como que tenía visita y en ese momento sorprendía a los infractores. Se aproximaba a la rueda de chiveadores y decía: —CINCO METROS A LA REDONDA. Y los que tenían la mala suerte de estar a esos cinco metros, allá iban también por mirones para la celda de castigo, porque decía que muchos de los que estaban chiveando lo alcanzaban a ver y se acostaban en una cama, ya que la rueda de jugadores la hacían apartando las camas. Por supuesto que el vigía era el de adelante. Pero este caso es el de la bola de jabón. Uno de los jugadores, cuando lo acababan —o sea que le ganaban todo—, llegaba a uno de los tenduchos que ahí había y le decía al dueño que le prestara dos colones, de garantía le dejaba una bola de jabón de cuche —que no valía ni diez centavos— y así varias veces la empeñaba y la sacaba, pagando cada vez el diez por ciento de interés, luego la volvía a empeñar y cuando en esas estaba, lo llamaron libre. 79


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La salida a la libertad era toda una ceremonia, porque el vigilante encargado de la puerta o reja acudía a un gorgorito que, desde la oficina de la subdirección, pitaba el escribiente, quien era un señor de nombre Natividad Morales. Este le entregaba la Orden de Libertad y, al llegar a la reja de regreso, le decía al balconero que Fulanito iba libre y entonces este gritaba el nombre y agregaba: ¡¡¡¡LIIIBREEE!!!! Inmediatamente se hacía la molotera frente al que se iba, pidiéndole la chiva, la almohada, la cama —si ya le habían dado—, etc., etc. Al que me estoy refiriendo, dejó de jugar y salió, pero yo me quedé pensando en lo raro de los empeños de la bola de jabón y me acordé de la requisa matutina, llegando a la conclusión que el billete de a diez, estaba en la bola de jabón. La visita de la tarde empezaba a la una en punto y yo tenía la costumbre de estar cerca de la reja, platicando con el vigilante o el balconero. El primero que llegó de visita fue el de la bola de jabón, con un gran tambache (nombre dado a los paquetes con chucherías) y entonces —queriendo asustarle— le dije: —Andate a la mierda que ya averiguaron lo de la bola de jabón. Y el Fulano me alargó el tambache que traía para el cómplice, diciéndome: 80


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—Má, má, ya me voy, ahi que te quede el tambache. Y salió corriendo para la calle, antes de que lo fueran a embuchacar de nuevo. Por supuesto, al decirle lo anterior, lo hice adivinando, pero pegué en el propio blanco. Acusado de fuga En ese tiempo quitaron de director al Mayor Eriberto Guerrero por ser partidario del Coronel Osmín Aguirre y Salinas, quien para ese entonces había lanzado su candidatura para la presidencia de la República y como el candidato oficial era el General Mauro Espínola Castro, a todos los funcionarios que no estaban en su partido los estaban quitando. Además, al Mayor Guerrero le hizo la cama el subdirector de la misma penitenciaría, que era todavía el profesor Héctor Calero, quien era mala persona, ya que denunció al director para quedarse él como sustituto, pero la cosa le salió mal, porque se lo volaron a él también. Nombraron nuevo director a un Coronel de nombre Alberto Cortés, a quien le decían “Alacrán de Leña”, que era un sobrenombre que calaba perfectamente con la personalidad del referido militar, pues en ocasiones que llamaba a algunos de los reclusos a departir con él en la Dirección para tomar algunos refrescos, de repente montaba en cólera sin ningún motivo y a gritos ordenaba a los reclusos que regresaran a sus puestos, agitando violentamente las persianas de la puerta. En esos días, llegó como empleada encargada de registrar a las mujeres, una muchacha —cuyo nombre voy 81


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a omitir— a quien el mencionado Coronel Cortés, que de cortés era lo que menos tenía, la pretendió en amores y como ella no lo atendiera, y en cambio conmigo solo era sonrisas, me puso ojeriza y empecé a sentir la presión de la cárcel, al grado que me suspendió el permiso para pasar al Departamento de Rematados y me confinó a los sumariados, sin permitir mi salida al recinto. Estando en los sumariados, me mantenía en ropa interior a causa del calor y además que la única ropa que tenía buena, la ocupaba cuando me llamaban al juzgado donde se tramitaba el juicio, que era el Segundo de lo Penal, siendo el Juez el Doctor Roque Molina y su secretario, el señor Helmuth Müller. En un día de tantos, yo estaba conversando con un Inspector de la Vigilancia de apellido Cristales, cuando de repente me llamaron de la Dirección porque uno de los reclusos había intentado fugarse y lo habían sorprendido en su afán y él me acusó a mí de haber planeado la fuga para irnos juntos. El Coronel quiso aprovechar la ocasión para poder mandarme a la celda de castigo, pero felizmente para mí, el Inspector con quien estaba conversando salió en mi defensa, manifestando que tenía más de una hora de estar conmigo y que yo me encontraba en ropas menores y quien pretende una fuga no estaría semidesnudo, así que el Coronel se quedó con las ganas de castigarme, pero la presión siguió y cuando me llegaban algunas visitas, tenía que hablarles a través del cedazo, porque había dado órdenes en la Comandancia de Guardia, que no me dieran permiso de salir al recinto para recibirlas.

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En esos días el periodista Fidel Antonio Magaña —quien a través de los años me ha honrado con su amistad— editaba un semanario cuyo nombre creo que era “Tiempos Nuevos” y le mandé una nota para que me la publicara. Como yo sabía que por esa publicación el Coronel me mandaría a la celda de castigo, ya me había preparado con un ejemplar de Diario Latino —que no había cambiado su tamaño original y sus páginas eran grandes— y como en la oscura, como le llamaban a la celda de castigo, le quitaban toda la ropa al sancionado y le dejaban desnudo, si acaso en calzoncillos, las páginas del diario me servirían como petate y cobija a la vez. Fue como a los seis días de la publicación de la mencionada nota que me llamó el Coronel Cortés y al nomás entrar me preguntó si yo había escrito esa nota; mi respuesta irrespetuosa porque iba decidido a que me castigaran fue: — ¿Acaso no ha leído quién la firma? Allí dice Carlos Edmundo Herrarte y ese soy yo, por lo tanto no tiene necesidad de preguntar. Por supuesto que mi tono era de pocos amigos. Él me dijo: —Aquí dice que usted está pagando un delito que no debe, pero eso a mí no me importa. Entonces le repuse: —No, señor, a usted no puede importarle que después de haberme presentado a ofrendar mi vida en defensa 83


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de la Patria, me paguen con cárcel, pues mientras yo combatía en el Llano del Espino de Ahuachapán, muchos militares que ahora ostentan cargos como de Directores de Penitenciaría, se escondían debajo de la cama; y por último, Coronel, aquí estoy ocupando la pluma para defenderme, pero afuera no voy a ocupar la pluma. Entonces él me preguntó: —¿Y qué va usar entonces? Y le repuse con gran fuerza: —LAS BALAS. Cuando hablé así, le noté el cambio y me dijo: Pero si ocupa las balas va a cometer otro delito y lo van a volver poner en la cárcel. —No Coronel, le dije: Ahora me han traído preso porque no había hecho nada, ya que si hubiera sido culpable no hubiera sido tonto de dejarme capturar, me hubiera ido del país. —Sí, me dijo, pero lo pueden extraditar. Como yo ya estaba frenético, le repuse: —Hay países que no tienen tratado de extradición con El Salvador y perfectamente puedo abandonar una Patria que el pago me ha dado por defenderla ha sido cárcel. No, Coronel, cuando salga de aquí, entonces sí voy a convertirme en criminal. 84


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Como todo esto se lo estaba diciendo fuertemente, entonces le vi el temor en su semblante y con mucha suavidad me dijo: —No, Herrarte, quédese tranquilo, regrese a su puesto y no tenga ningún temor, porque ya voy a dar órdenes que le permitan salir nuevamente al recinto. Siguiendo con la narración: Salir al recinto era estar fuera del Departamento de Sumariados y este era un pequeño patio enfrente de la Subdirección y de la cuadra de los vigilantes. El nuevo Subdirector cuando me vio me llamó; se llamaba Manuel Rico y era profesor. No recuerdo cómo fue que entablamos plática y yo le relaté mi caso, diciéndole que a la hora que según declaración de don Manuel Ariz padre yo estaba matando a su hijo, las dos de la tarde del 13 de diciembre de 1944, me encontraba en una puerta del Llano del Espino, y que en ese momento el Teniente Díaz Sol no hallaba cómo hacer para salvar la vida de un muchacho chelito, pues la Policía de Hacienda le acababa de matar a un sobrino que venía entre los salvadoreños que desde Guatemala habían invadido el país con el ánimo de cambiar el régimen, a lo que yo me ofrecí para llevarlo a Ahuachapán, pues andaba con un jeep amparado en la bandera de la Cruz Roja. Cabe mencionar que la Policía de Hacienda estaba fusilando inmediatamente a los prisioneros que tomaba, solo los ponía contra un árbol y allá iba la descarga de fusilería.

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Le contaba a don Manuel Rico que me había llevado al muchacho y lo había bajado en las Cinco Calles, diciéndole: —Métase en cualquier casa que aquí todos simpatizan con ustedes. Don Manuel se me quedó viendo muy emocionado y me dijo: —Herrarte, lo que me está diciendo es cierto, porque aquel chelito era yo. Me dijo que le habían dado asilo en la casa de don José Celis y ahí se mantuvo hasta que las cosas se apaciguaron, pero que la vida se la había salvado yo. Imagínense el trato que recibí de don Manuel desde ese día. Me puso a ayudar en los trabajos de su oficina y me llevó a su casa varias veces, a pesar de mi cautiverio. En fin, se trataba de una persona muy diferente a las que hasta entonces habían desempeñado su cargo, muy atento conmigo, acaso por agradecimiento. Pero ahora que escribo este relato, quiero dejar constancia que cuando supe de su fallecimiento, sentí una profunda pena y deseo que se encuentre en el lugar que Dios depara para los hombres de buena voluntad. Y de parte mía, una Oración postrera para aquel que dentro de mi prisión me supo ayudar suavizando mi pena. Como Intendente estaba don Rosendo Díaz Galiano, quien cuando me vio por primera vez en la oficina dijo 86


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que allí no era lugar para los reos, que éstos debían estar adentro; esto me lo dijo él mismo. Algunos días después, cuando ya era su ayudante, pues me ofrecí a ayudarle en su trabajo, y con mi buen comportamiento, me gané completamente su voluntad. Tanta era la amistad que me guardaba, que casi todos los días mandaba a comprar una pachita de Centenario, que era el licor de moda y a mí me tocaba el primer trago hasta donde empezaba la viñeta, luego él se tomaba el segundo hasta la mitad de la misma, seguía yo hasta el fin de la viñeta y el último le tocaba a don Chendo, nombre cariñoso con el que yo le llamaba. Siempre que estaba contando dinero, me decía. —Ahí debajo de ese sombrero hay algo para el uso de la Secretaría. Era como él me llamaba, porque ya me había convertido en su secretario. Debajo del sombrero siempre me ponía un billete de a dos colones, que era buen dinero en ese tiempo. Me pedía que le llevara un bote vacío de los de cinco libras de leche Ceteco y me lo llenaba completo de manteca, para que hiciera el frito. Recordarán que les dije que ese era el nombre que los reclusos daban a la comida cuando la podían freír. Yo tenía un asistente que me hacía el frito con los frijoles y el arroz que daban en el rancho, siempre comía bien, además que don Chendo los días domingo me 87


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daba grandes pedazos de carne de res y de cerdo, así es que para la comida yo era gorguera. Para pedirme el bote me decía: Tráigase a Kid Bote, haciendo alusión a mis incursiones en el boxeo, que yo ya le había contado. Como ya lo expuse antes, al Coronel Cortés le decían “Alacrán de leña” y don Chendo se refería a él como “ño Alan” y muchas veces le enviaba un bote igual al Kid para que se lo llenara de manteca y no le ponía ni la mitad. También cuando yo le pedía que me llevara a alguna parte fuera del Penal, me decía: —No, porque se me pela. Y yo le contestaba invariablemente: —No me pelo. En fin, que don Rosendo Díaz Galiano, el querido don Chendo, se comportó magníficamente conmigo y no sé si cuando estoy escribiendo este relato habrá fallecido, pero esté en donde esté, en esta vida o en la otra, aquí le estoy manifestando mi gratitud. Refiriéndome nuevamente a la alimentación que se recibía dentro del Penal, esta era elaborada por los mismos reclusos y para ello había un encargado que tenía la lista de todos los que estaban en el Departamento de Rematados y este nombraba semanalmente a quienes

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desempeñarían los menesteres propios de la cocina. Había tortilleros, encargados de hacer el arroz, el café, los frijoles, y los peroleros que desempeñaban el trabajo más duro, porque movían y lavaban los peroles donde se hacia y se distribuía el rancho, así como otras labores menores y estaban bajo la supervisión de un cabo de la vigilancia, quien también se encargaba de ir hacer las compras al mercado. Quién sabe cómo se las arreglaban para dar el menú que antes manifestamos, porque el Gobierno destinaba, para la alimentación de cada recluso, únicamente treinta y cinco centavos diarios. Como dije antes, iré haciendo mi relato conforme me vaya recordando, porque lo que estoy escribiendo, sucedió hace más de medio siglo.

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VI El juicio Los falsos testimonios que concluyeron en mi injusta condena.

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e llevaron ante el jurado el 28 de octubre de 1948 y tenía como acusadores al Doctor infieri Carlos Nieto Hachaq, al bachiller Romeo Aguilar Oliva como Fiscal del Jurado y además se les sumó el entonces bachiller Rubén Alfonso Rodríguez, quien después fue Presidente de la Asamblea Nacional Legislativa y entonces era Fiscal de la Ageus; este y el Doctor Nieto ya fallecieron. Tuve un defensor de oficio, el bachiller Guillermo Hernández Anaya, quien también ya falleció. Los miembros del Tribunal de ¿Conciencia? fueron: Doctor Joaquín Galdámez Rebollo como Presidente, Horacio Magaña como Secretario y Roberto Antonio Castellanos, Gabriel Acevedo y Gustavo Argueta. Desearía saber cuál fue su reacción cuando el Doctor Ángel Góchez Marín manifestó que él venía con don Manuel Ariz cuando lo mataron, muy diferente a la forma como a mí me incriminaron. Ahora voy hacer algunas consideraciones del juicio, manifestando primeramente que nunca rendí declaración judicial, porque parece que les bastó la 91


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Regresé al penal ya condenado, con un inmenso dolor en el alma y con el deseo intenso de que Dios me enviara la muerte. Pero sucedió que mi padre me llevó un libro, cuyo nombre era Hacia las Cumbres, que aconsejaba que se debe sacar el mayor provecho del lugar donde se estuviera…

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declaración extrajudicial que me fue arrancada a base del tormento, como antes lo digo. De los testigos que me incriminaron, me voy a referir a la señora Delfina Jiménez —a quien le decían Delfina Gallo—, quien declaró que Manuel Ariz desde una cama donde estaba boca abajo le pidió agua y ella le dio en una hoja, cuando vio que se aproximaban unos soldados —la palabra soldados aparece tachada con otra letra y otra tinta y encima escribieron: “hombres”— entre los que iba yo y que a ella la empujé y le dije que se fuera porque si no la iba a matar a ella también, luego le hice una descarga a don Manuel Ariz, de 47 balazos. Cuando yo solicité que ampliara su declaración, para que indicara si habíamos mediado palabras entre el occiso y mi persona, dijo que por el mismo hecho de haberse retirado cuando vio que se aproximaban los soldados —otra vez tacharon la palabra soldados— no vio ni oyó si mediamos palabras entre nosotros, cambiando su posición de su declaración anterior, puesto que en ella decía que estaba dándole agua en una hoja cuando yo la empujé y en la ampliación se retiró cuando vio que se acercaban. Además, en ese tiempo no había armas livianas o semi-livianas que tuvieran una carga de 47 tiros, pues solamente el fusil ametrallador cargaba en su depósito 20 proyectiles, a lo que para disparar 47 balazos tenía que agotar la carga dos veces y la tercera vez con 7 disparos. Otra declaración que me incriminaba, la del individuo Valeriano Ramírez, quien era custodio del cementerio y dijo, poco más o menos, que entre los cadáveres que 93


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habían llevado estaba el de don Manuel Ariz, pero que no lo reconoció porque tenía la cara perforada con 47 balazos, pero que entonces llegué yo y con una sonrisa sarcástica le dije: —Es Meme Ariz, yo salí de él. Pero cuando se exhumó el cadáver del occiso, la huella que encontraron fue de tres tiros que atravesaron varias partes del cuerpo y no tenía perforación ninguna en la cara. Recuerdo que hubo hasta pugna ente los jueces de Ahuachapán y Santa Ana, porque el de Ahuachapán se negaba a la exhumación pedida por el titular santaneco. Además, qué precisión la de los dos testigos al haber contado 47 balazos, una cuando se dispararon y el otro cuando se los contó en el cementerio. Juzgue quien lee el relato.

Anteriormente, hice notar que el 13 de diciembre de 1944, cuando llegué a dejar muertos al cementerio de Ahuachapán, no estaba ahí el custodio, quien era el mencionado testigo Valeriano Ramírez. Otra declaración que merecía ser analizada es la de doña Milagro Arriaza viuda de Lagos, en ella dice:

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—Que por la voz pública, sabe que quien mató a su hermano fue Edmundo Moscoso. Pero tacharon las palabras “su hermano” con otra tinta y otra letra como la que expresamos anteriormente y escribieron encima: “Meme Ariz”, luego entre líneas colocaron el nombre “Carlos”, testando luego el apellido “Moscoso” y escribiendo encima “Herrarte” y con estas salvedades se leía así: “QUE POR LA VOZ PÚBLICA SUPO QUE QUIEN MATÓ A MEME ARIZ FUE CARLOS EDMUNDO HERRARTE”. Sucedió lo que tenía que suceder: el jurado me condenó, aunque con mis alegatos yo traté de probar mi inocencia, citando las declaraciones amañadas de los testigos y con el cuerpo exhumado del cadáver donde nunca se vio la huella de los 47 tiros. Tengo la plena seguridad de que alguno de los elementos que integraron el jurado fue sobornado, o se vendió, porque días antes que me llevaran ante el Tribunal de ¿Conciencia?, uno de ellos, por cierto el que actuó de Secretario, me mandó a decir que me podía ayudar siempre que nos entendiéramos; y no lo denuncié el día de la vista pública, porque hasta última hora creí que actuarían con justicia y que me absolverían. Durante el juicio tuve palabras fuertes contra uno de los testigos extrajudiciales, un reportero de nombre Ricardo López Moreno, a quien uno de los acusadores preguntó durante el acto del jurado si a mí

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me habían torturado y contestó que le constaba que a mí no me habían torturado y que firmé mi declaración voluntariamente. Considero que fue una reacción muy humana; yo lo acababa de ofender y tenía que tomar el desquite. Algunos años después, cuando yo decidí perdonar a todos mis detractores, me visitó en la penitenciaría y sostuve con él una amena conversación y trató de justificarse diciéndome que yo me había confundido y simulé creerle; ahora está juzgado por Dios, quien deseo que le haya perdonado, así como yo le perdoné. También declaró otro de los testigos extrajudiciales, el señor Yohalmo Alfredo Rosales, quien manifestó que él llegó de casualidad a la Policía Nacional y que le pidieron que sirviera de testigo y solo vio cuando yo firmé y que no hablaba nada y que solo decía sí, sí, a todo lo que me decían. Otra de las aberraciones del juicio que hasta es digna de la Sección de AUNQUE USTED NO LO CREA, es la resolución de la Cámara de Occidente. Yo le pedí que se hiciera prevalecer en mí el derecho que me asistía de ampararme en el Decreto de Amnistía del 7 de marzo de 1945, publicado en el Diario Oficial del 13 de marzo de ese mismo año, el que eximía de responsabilidad criminal a todos, tanto soldados, civiles, guardias nacionales, etc., que hubieran tomado parte en los sucesos acaecidos en nuestro país, desde el 2 de abril de 1944 hasta el 1 de marzo de 1945, AMNISTÍA GLOBAL Y COMPLETA a la que yo tenía pleno derecho; 96


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pero la Cámara dictaminó que no me amparaba PORQUE YO ALEGABA INOCENCIA, lo que quería decir que tenía que ser culpable para ser amparado por el referido decreto. No supe quiénes eran los magistrados, pero fue el año de 1948. Ahora viene la consideración que expreso al principio de mi relato, cuando manifesté que si hubiera tenido la experiencia de ahora, esos catorce años de cárcel no los hubiera sufrido. Y es que, como la Cámara ponía como condición para ampararme en el Decreto de Amnistía el que yo fuera culpable, aunque yo seguía siendo inocente, pero ya había condena del jurado que me había declarado “culpable” y aunque yo alegara inocencia, existía una verdad jurídica superior a mi consideración, que me convertía en culpable y siendo esta la condición que exigía la Cámara, ese día que me condenó el jurado, debían haber procedido de oficio y darme libertad, amparado en su fallo, respecto al ya dicho Decreto de Amnistía. Lo cierto es que regresé al penal ya condenado, con un inmenso dolor en el alma y con el deseo intenso de que Dios me enviara la muerte. Pero sucedió que mi padre me llevó un libro, cuyo nombre era Hacia las Cumbres, que aconsejaba que se debe sacar el mayor provecho del lugar donde se esté. Allí encontré el consuelo que necesitaba y me dediqué a aprender todo lo que pudiera; en manualidades aprendí algo de carpintería, de sastrería y de zapatería, al grado que monté una pequeña zapatería. 97


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Música - teatro - deporte Me dediqué a tocar batería en la marimba que había en el penal, que era un pequeño tenor, pero llegó detenido un buen músico, el señor Francisco Antonio Marroquín, ya fallecido, a quien al verle sus facultades para tal arte, cuando recobró su libertad le nombraron profesor de música y él se encargó de dirigir la construcción de una marimba completa, la que recibió el nombre de “Marimba 14 de Diciembre”. El Ministerio de Justicia, que estaba adscrito al Ministerio de Relaciones Exteriores, a cargo de don Roberto Edmundo Canessa, nos proveyó de un equipo de sonido y una batería moderna. Después se adquirió un saxofón, lo tocaba el Profesor Marroquín, quien era seguidor de Baco y, cuando agarraba zumba, lo empeñaba; pero el Mayor Guerrero lo recuperaba y mantenía arrestado al profesor Marroquín hasta que se componía. Nos hicimos muy amigos, amistad que se mantuvo firme hasta que él abandonó este mundo. Nos dieron dos uniformes; uno era con pantalón blanco y saco azul negro y otro, pantalón corriente y camisa floreada y con ese grupo amenizamos muchas fiestas de carácter benéfico en la ciudad de Santa Ana y hasta estuvimos en la celebración de un Día del Periodista en la capital; por cierto, la fiesta fue en la que hoy es Alcaldía Municipal, que entonces era el Kindergarten Nacional.

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Fui baterista en la marimba 14 de Diciembre

También dimos algunos conciertos matutinos por radio y empecé a tratar de hacerme vocalista, pero lo único que cantaba algo regular eran los tangos y como no tenía medida, el que tocaba la melodía me iba indicando las entradas. Nunca aprendí a cantar, en cambio ejecutaba la batería aceptablemente y cuando se adquirió una concertina, pude por fin agarrar medida y aprendí a tocarla. 99


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Amenizamos en la casa del Mayor Guerrero en Santa Tecla, la graduación como bachilleres de sus hijos Dionisio y José Francisco, este último se dedicó a la política con gran éxito, pero Dios se lo llevó bastante joven. Supe interesar al Mayor Guerrero en el teatro y el deporte. Organizamos un grupo artístico de teatro, el que yo empecé dirigiendo, pero luego se contrataron los servicios de don Joaquín Alberto Salgado y cuando este renunció llegó don Eduvigis Martínez, los dos muy buenos elementos en el arte teatral. Recuerdo que uno de los mayores éxitos que tuvimos fue la representación de Rojo y Español, un drama que se desarrolla durante la Guerra Civil en España y también otro que me dedicó el gran periodista y escritor santaneco Guillermo Castellanos, que se titulaba Su Secreto, y que después de presentarlo en el Teatro de la Penitenciaría, que estaba bautizado con el nombre de José Valdés, lo presentamos en el Teatro Nacional el 6 de junio de 1951, a beneficio de los damnificados del terremoto de Santiago de María y Jucuapa, ocurrido el 6 de mayo de aquel mismo año. Guillermo Castellanos fue el autor de la frase: “Santa Ana Diamantina, la del Gesto Magnífico”. Pasando a otro tema, relataré algo que considero de mucho interés para la farándula salvadoreña y quienes están vinculados con el medio artístico nacional.

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Todos los domingos, en el Teatro José Valdés, presentábamos un show que lo dirigía quien esto relata y le denominábamos Paréntesis Infantil porque lo principal del mismo era la participación en un concurso de los niños hijos de reclusos y había un premio de un colón para el ganador y a los que no clasificaban se les daban dulces. Por supuesto que el colón de antes no es como el de ahora, pues entonces con un colón se podía comer un día, ahora un tiempo de comida cuesta más de diez. Además de la participación de los niños había también concurso de aficionados entre los reclusos, que cantaban acompañados de la marimba —que como ya dije se llamaba 14 DE DICIEMBRE— y había un campanero enmascarado con un cucurucho negro y una sotana del mismo color, que me había regalado el Padre Chepito. El campanero, sentado en una silla alta que era de la barbería, a la señal del director de la marimba les sonaba la campana. Así también contábamos con la colaboración de artistas santanecos integrantes del Grupo Estrellas de América, en donde se desempeñaba don Juan Vargas, don Mario Coppo, el Profesor Carlos Álvarez Pineda y otros que no recuerdo, pero que nos llegaban a alegrar muchas veces las tardes del domingo. En esos días surgió Aniceto Porsisoca, personificado por el Profesor Carlos Álvarez Pineda. Aniceto nació en Metapán en donde se presentó por primera vez, sustituyendo al Indio Tacho Peñate, en

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ocasión que las Estrellas de América habían ido a ofrecer una presentación a aquella ciudad y el Indio Tacho no se presentó. Paco Alfaro, que personificaba al Indio Tacho y Raúl Urquilla, quien personificaba a Aniceto Pashaca, eran los dos indios en la farándula salvadoreña. Don Juan Vargas era el director del Grupo y le dijo al Profesor Carlos Álvarez que hiciera él la presentación del indio y al preguntarle este por el nombre que se pondría, don Juan le dijo: —Aniceto. Y empleando una expresión muy salvadoreña, le agregó: —Por si soca, hombre. Y socó. Metapán fue la cuna artística de uno de los mejores cómicos que ha tenido El Salvador y empezó como: “Aniceto Porsisoca y su carnal Juancho”; este lo personificaba don Juan Vargas y esa era la pareja que presentábamos muchas veces en el Teatro José Valdés y cuando el Grupo Artístico de la Penitenciaría presentó una función a beneficio de los damnificados de Santiago de María en el Teatro Nacional de Santa Ana, esa pareja de cómicos brindó magnífica colaboración. Después, Aniceto, acompañado de Francisco Medina Funes, se presentó por radio en la Y.S.D.R. Radio Tropical 102


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de Santa Ana, trasladándose luego a la capital, en donde tuvo mucho éxito con su programa OFICINA PARA TODOS a través de la televisión y en presentaciones personales. CARDECAN Empezamos a jugar al fútbol en el interior de la penitenciaría en cancha de cemento y fue tanto el entusiasmo que vio en nosotros el Director Mayor Eriberto Guerrero, que dispuso formar un equipo, solicitando la ayuda para la compra de uniformes a doña Carmen de Canessa, madre del Ministro de Justicia, don Roberto Edmundo Canessa, quien nos brindó todo su apoyo, por lo que el equipo se bautizó con el nombre de CARDECAN, que se formó con los tres apócopes del nombre de doña Carmen.

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Con el equipo de fútbol de la penitenciaría, CARDECAN

Luego, el Mayor Guerrero nos sacó a entrenar al Campo de Marte; este quedaba a la par de la Penitenciaría que, como creo haber dicho antes, estaba colindante con el cuartel del Quinto Regimiento, ahora llamado Segunda Brigada y para custodiarnos solamente iban cuatro vigilantes que se ponían en las esquinas de la 104


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cancha, los cuales eran suficientes, ya que nosotros mismos nos encargábamos de vigilarnos mutuamente. Después se formó otro equipo con el mismo nombre pero a base de vigilantes, solamente que decían que era la primera y nosotros la segunda y empezamos a entrenar bien “embrecados” (músculos entumecidos). Recuerdo a un muchacho que le decían “Semita”, que nos bailaba como quería, pero ya después cuando se nos aflojaron los músculos, no nos ganó ningún equipo y los scores eran abultados porque no bajaban de cinco goles. Una vez íbamos a jugar contra la primera y la segunda de un equipo de La Empalizada y el encargado nos dijo que reforzáramos la segunda, que era la de los reclusos, porque ellos tenían dos primeras. La primera los dejó 7 a 0 y la segunda 6 a 0. Otra vez, un equipo del Parque Colón iba a jugar contra nosotros y según me contó después un jugador de dicho equipo que llegó preso, el capitán les dijo que si querían que se desvelaran y que no se cuidaran, porque el CARDECAN era de reos y debían estar bien “embrecados”. Les ganamos 11 a 0. Nos llevaron a jugar a El Congo contra el Once Congolés; jugó la primera y ganó, no recuerdo el score, pero antes nos había tocado a nosotros de la segunda; nos metieron tres goles en el primer tiempo y cuando fuimos al descanso, todos nos vieron con antipatía y 105


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ni siquiera nos dieron agua; pero al segundo tiempo, recuerdo que yo jugaba de medio, así se les decía a los volantes, y me acompañaba un recluso de apellido Rebolorio, quien me dijo: —Bajemos nosotros porque estos no quieren meter goles. Terminamos el partido 6 a 4 a favor nuestro. El Campo de Marte pertenecía al Quinto Regimiento y el equipo de fútbol lo dirigía un teniente de apellido Carballo, quien era muy fanático de los jugadores que tenía, ahí jugaba Katán Cubas y otros que después

Mi padre con mi esposa y mi hija en la Cancha 19 de Junio

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integraron el FAS, pero lo que deseo relatar es que una tarde que estábamos en entreno, llegó el Teniente Carballo con su equipo y como la cancha era de ellos, nosotros teníamos que desalojar, pero el Mayor Guerrero llegó a un entendimiento y se jugó un partido entre los dos equipos, más bien lo que se dice una “changolota”; por supuesto, los que iban a jugar eran los de la primera, o sea los vigilantes, pero el portero no había llegado y como yo era el portero de la segunda, me tuvieron que poner en el arco y esa fue la tarde más grande de mi vida en el fútbol, pues me sentía tan seguro que les ponía la bola a los pies de los jugadores contrarios para que me tiraran y no me pudieron anotar una sola vez, a pesar que jugamos más de una hora. Después, jugando contra la primera, uno de mis mejores amigos entre los vigilantes —Gilberto Velásquez— cuando yo ya tenía la bola entre mis manos, llegó a pegarle una tremenda patada que me dejó dobladas las muñecas, dislocándomelas y allí terminó mi actuación como portero. Para poder seguir jugando, tuve que incorporarme a la delantera y luego a la defensa; en ese tiempo se conformaba el equipo con portero, dos defensas, tres medios y cinco delanteros; yo jugaba como defensa derecho o medio derecho, porque mi izquierda era de palo o, más bien dicho, no tenía la misma potencia de la derecha. Estoy hablando de deporte, pero como no recuerdo fechas, hago este relato al estilo de Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez.

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A varios reclusos nos gustaba el baloncesto y lo habíamos jugado, por lo que pusimos unas canastas en el Departamento de Sumariados y empezamos a practicar; y como uno de los hijos del Mayor Guerrero era el director técnico del equipo de baloncesto del Liceo Salvadoreño, me refiero a José Francisco a quien le decían el Pato Guerrero, este se interesó para que en un terreno enfrente a la Penitenciaría construyéramos una cancha y la construimos en el sentido que dice la palabra, porque con nuestras manos sacamos todos los troncos que había en el terreno y algunos reclusos que eran albañiles se encargaron de hacer un buen trabajo, al grado que quedó construida para ese tiempo la mejor cancha de baloncesto de todo el Occidente de la República. Estaba cercada con malla ciclón. Le pusimos por nombre CANCHA 19 DE JUNIO porque fue en esa fecha que el Ministro de Justicia, don Roberto Edmundo Canessa, nos concedió la autorización para construirla. Nuestra cancha fue construida al aire libre, sin techo, pero todo el rededor fue engramado en forma artística; solo quedó sin grama el lado por donde salíamos de la Penitenciaría para entrar a ella y allí, bajo la sombra de un amate, era el lugar donde se sentaba siempre el Mayor Guerrero, para vernos entrenar o para algunos partidos que concertábamos con otros equipos de la localidad.

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El nuestro se llamaba READAPTACIÓN y pudimos organizar un torneo donde participaron 17 equipos que en aque1 tiempo, a principios de la década del 50, era un record. Al mismo se inscribieron equipos de Ataco, Ahuachapán, Güija, Chalchuapa y Santa Ana; por cierto que el de Chalchuapa lo capitaneaba Valerio Montes, quien fue después Presidente del Comité Olímpico de El Salvador, y el de Ahuachapán lo dirigía Alfonso Rivas, quien fue alcalde y luego diputado. El equipo de Güija lo capitaneaba Salvador del Castillo, quien jugaba en la Selección Nacional y tenía un gancho de zurda muy efectivo. Años después me pude relacionar con él cuando participé en el elenco de teatro de Paco García denominado Compañía Encanto; él era sobrino de Paco y tenía una voz excelente de barítono. En el torneo en referencia participaba un quinteto del Quinto Regimiento, ahora Segunda Brigada de Infantería, y lo dirigía el Teniente Iraheta, quien después fue Jefe del Departamento de Tránsito y Embajador en Guatemala, por supuesto ya con grado de Coronel. En ese torneo se reforzó con un jugador de la Escuela Militar de nombre Carlos Cañas a quien le decían “Cañón” y a quien vi realizar una de las jugadas más espectaculares del baloncesto, la cual fue que al realizar un triple salto, ya fuera de la cancha pero en el aire, metió la mano y anotó la canasta.

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También con este jugador me relacioné posteriormente, cuando ya era coronel y a mí me nombraron director de la Feria Internacional, representando al Ministerio de Agricultura; él tenía algún tiempo de ser director suplente del mismo, además era Secretario del Ministerio de Defensa. También se inscribió un equipo de la Administración de Rentas que eran los más peleoneros, uno de la Delegación de Educación Física de Santa Ana y otro de la Sociedad de Empleados. Los de la Administración se denominaban ARSA y siempre armaban sus trifulcas con los otros equipos, pero nosotros no participábamos en ninguna de ellas, porque lo teníamos prohibido y solo mirábamos los toros desde la barrera, aguantando todas las ofensas que nos hacían, pero estas no quedaban impunes, porque quienes nos ofendían, siempre recibían su merecido en forma anónima, pues algunos vigilantes vestidos de paisano los esperaban en la salida que daba a la calle y los vapuleaban; por supuesto, esto ocurría cuando la ofensa era demasiado grande. Como viera el Mayor Guerrero que los equipos participantes eran de primera categoría, con el auxilio de su hijo José Francisco organizó un gran equipo con jugadores de Santa Tecla y San Salvador y le bautizó con el nombre de READAPTACIÓN A, y jugaban su hijo José, a quien todos le decían don Chepito, Coqui Zablah, quien en el tiempo de este relato es Presidente de FUSADES; José Domingo Chávez, Adolfo “Chorro de Humo” Pineda; estos dos, integrantes de la Selección Inmortal que se glorificó en Venezuela; Roberto Staben, 110


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quien era un jugador de máxima categoría, con altura y agilidad —que se malogró víctima de un accidente que le paralizó la mitad del cuerpo—, y fue el primero a quien vi clavar la pelota y unos tres reclusos de los mejores, entre los cuales talvez sin merecerlo estaba el autor de este relato. Como había varios jugadores entre los reclusos, se organizó también el READAPTACIÓN B, y en él jugaba mi gran amigo y compadre Jorge Arriaza, con quien todavía mantenemos muy buenas relaciones y otros jugadores cuyos nombres no recuerdo. Además se inscribió el ZEUS, que era el campeón nacional de Segunda Categoría y lo patrocinaban tres hermanos de apellido Quan, de origen chino, los tres jugaban y tenían un juego muy rápido. Fueron los subcampeones, ya que el campeón con su aplanadora fue el READAPTACIÓN A. En San Salvador, en la Penitenciaría Central, que ya no existe, pues en su lugar hay unas oficinas de gobierno, tenían un buen equipo donde llegaban a foguearse los quintetos del Liceo Salvadoreño y del Externado San José, los mejores equipos colegiales de aquella época. El Mayor Guerrero dispuso concertar un torneo inter-penitenciarías y, para ello, viajamos a la capital, el primer juego fue un sábado por la tarde y nunca se me olvidará que anoté 22 puntos sin meterme a pelear bajo canasta, sino con tiros de media distancia. No recuerdo el resultado, pero fue a favor nuestro.

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Por la noche, los jugadores de la Central nos invitaron a tomar licor; yo no podía hacerlo porque estaba tomando unas medicinas y mi compadre Arriaza les dijo que él solo cerveza tomaba, pero como era confabulación para desgastarnos, lo cierto es que le mandaron a traer cerveza. Lo penoso fue al día siguiente en el segundo juego, donde todos los que habían jugado bien la tarde anterior, defeccionaron porque estaban de goma y yo como no había tomado, jugué igual y volví a repetir los 22 puntos como la tarde anterior y aunque el equipo jugó mal, el resultado fue igual al del sábado. Después, unos reclusos integrantes del quinteto de la Penitenciaría Central fueron trasladados a Santa Ana y READAPTACIÓN, ya con esos refuerzos, se desempeñó mejor en sus encuentros con los equipos de la localidad. Algo digno de recordar es que el Mayor Guerrero nos trajo una noche a los jugadores del CARDECAN y a otros reclusos que por su buen comportamiento integraban la barra, a un encuentro nocturno de fútbol entre la Selección Nacional y la Universidad Católica de Chile, en el Estadio de la Flor Blanca. Éramos aproximadamente cuarenta reclusos y solamente nos custodiaban tres vigilantes y el señor Felipe Hernández, que desempeñaba el cargo de intendente; fue quien sustituyó a don Chendo; al término del encuentro, cuando se apagaron las luces del estadio, todos los reclusos, sin que nadie nos lo dijera, nos tomamos de las manos formando una cadena de

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casi cuarenta hombres, para no permitir que alguien intentara fugarse. Así pasó el tiempo, y un día —no recuerdo la fecha— llevaron del Quinto Regimiento de Infantería, el cuartel que colindaba con la penitenciaría, a los capitanes Alberto Medrano y Julio Adalberto Rivera y a un teniente de apellido Blanco, a quien no le supe el nombre, a quienes acusaba el Coronel Manuel Alfonso Martínez, comandante del regimiento, de haberse sublevado contra su autoridad. Ya fungía como director el Coronel Alberto Cortés. Por supuesto, como elementos de la Fuerza Armada, recibieron un trato especial, no fueron ingresados en ninguno de los dos departamentos y los alojaron en la enfermería. En esos días se iba a celebrar en la penitenciaría el Día del Maestro y el día anterior a la celebración, el Coronel Cortés le dijo a los militares que si querían ir a dar una vuelta, a lo que accedieron Medrano y Blanco, pues Rivera no quiso ir y aún le dijo al Coronel Cortés que no llevara a Medrano porque este era muy violento; pero Cortés no atendió razones y se los llevó a principios de la noche y como les invitó a tomar algunos tragos, el licor se le subió a Medrano y procedió a golpear a sus acompañantes. Olvidaba decir que les acompañaban también don Manuel Rico y don Natividad Morales; uno era el Subdirector y el otro Escribiente de la Penitenciaría. Cuando se suscitó la bronca, don Natividad Morales, quien siempre llevaba su gorgorito con el que llamaba al

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vigilante de los sumariados para las órdenes de libertad o ingreso de reos, salió corriendo por todo el parque Libertad haciendo la gran pitazón, ya que la reunión se había celebrado en uno de los establecimientos cercanos al mismo. Al escándalo, llegó una pareja de guardias nacionales, quienes persiguieron a los dos oficiales, Medrano y Blanco, pero éstos se dirigieron a la penitenciaría, a donde pudieron llegar antes que los guardias y cuando éstos preguntaron por ellos en la Guardia en Prevención, los negaron. Lo interesante sucedió al día después, que —como dijimos antes— era la celebración del Día del Maestro. El Coronel Cortés amaneció despotricando contra Medrano, con el labio superior bien abultado por la hinchazón; don Manuel Rico llegó con bastón y don Natividad Morales, como había salido huyendo, no tenía ninguna señal. Olvidaba decir que en el grupo también iba el secretario de apellido Cabrera, quien presentaba algunas señales de la violencia. Un inspector de apellido Estrada, quien, según decían algunos, era hermano natural del Coronel Cortés, quiso poner en celda de castigo a Medrano y a Blanco, pero topó en piedra, porque además de la oposición violenta de ellos, se les sumó el Capitán Rivera, aduciendo que él le dijo al Coronel Cortés que no llevara a Medrano. No hubo sanción para tal cosa, ya que no había motivo, puesto que todo había sucedido fuera del penal.

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Como la tristeza de la cárcel no es privilegio de nadie, yo miraba al Capitán Rivera muy apesarado. Yo ya antes le había conocido, pues estuvo de Jefe de Sección en la Guardia Nacional y era lo que en el caló militar se dice “de oro”, tanto que él —siendo de los rebeldes del 2 de abril de 1944— se ofreció a tomarse la Oficina de Telégrafos sin derramamiento de sangre, porque sabía que eran guardias los que la custodiaban y llegó con un contingente de soldados y les ordenó a los guardias que se concentraran a su cuartel, a lo que éstos le obedecieron. Después, cuando estaba condenado a muerte y confinado en una de las bartolinas de la Policía Nacional, a mí me encargaron que le llevara un paquete de cigarrillos Embajadores, que habíamos comprado con una colecta que hicimos algunos guardias. Por lo tanto, yo trataba de infundirle ánimos y le decía que él iba a llegar a ser presidente de la República y de tal modo llegué a convencerle, que un día que el enfermero del Penal —que se llamaba Virgilio Tobar— le estaba poniendo una inyección, le dijo: —Mirá Virgilio, cuando yo sea presidente te voy a llevar de enfermero a Casa Presidencial. Y el enfermero, con acento de burla, le contestó: —Capitancito de mierda, lo que está imaginándose.

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Virgilio era de Armenia y cuando el ya Teniente Coronel Rivera andaba en gira de campaña por aquella ciudad, al encontrarlo le dijo: —“Virgilio, aquí está tu capitancito de mierda”. Virgilio Tobar fue el primer alcalde del Partido de Conciliación Nacional en Armenia, porque se sumó a sus filas, apoyando a su “capitancito de mierda”.

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VII Redención

Mis primeras incursiones en el periodismo me llevaron a conocer a mi esposa, con la que hoy comparto mi vejez

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iempre me ha gustado el periodismo, tanto que mis sueños en la cárcel eran salir para trabajar en un medio de comunicación. He logrado mucho de lo que soñaba, pero ya llegaremos a eso. Por de pronto, quiero relatarles que pude interesar al Mayor Guerrero para que hiciéramos un periódico y así fue como nació Redención, un periódico mensual de 8 páginas, del tamaño de una revista, impreso en papel periódico. Para ello, busqué los servicios de la Tipografía Excélsior en donde, durante trece meses, nos editaron esta publicación que a mí me sirvió de mucho para conocer las dimensiones del periodismo, pues nuestro periódico solamente publicaba artículos y notas de interés permanente y en muy pocas ocasiones noticias del momento. Mis funciones eran redactar el editorial y también tenía una sección que se titulaba “Cartas a mi amada”, en la que —así como quien relata— muchos de los reclusos tenían el acceso para poder comunicarle su amor a la mujer de sus sueños. Esto lo consideré de un interés muy especial para todos los presos en ese tiempo, y en todos los tiempos han de ser así, porque el amor no tiene 117


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clases y lo mismo se encuentra en la más paupérrima desgracia que en la más alta sociedad. Así pues, pude quebrar mis primeras lanzas en el periodismo, lo que más me agradaba era que tenía que ir a corregir las pruebas y para eso me daban permiso de salir a la imprenta, por supuesto, custodiado por un vigilante que por regla general era mi amigo y me permitía ciertas libertades para mí muy agradables. Quiero agradecer en este relato la ayuda que recibí para efectuar mi matrimonio, del Mayor Eriberto Guerrero, del Capitán Tadeo Aparicio y de don Felipe Hernández, quienes eran director, subdirector e intendente de la Penitenciaría Occidental, que era conocida en ese tiempo como el Reformatorio Santaneco. Ya todos fallecieron, y a ellos desde el fondo de mi corazón les dedico un Padre Nuestro. Mi primera hija nació el 8 de mayo de 1954. Le quise poner el nombre de su madre, pero ella quiso ponerle también el nombre de la suya y yo agregué el de la mía, así creí llamarla Irma Mercedes del Carmen, pero no sé por qué razón en la alcaldía solamente la inscribieron como Irma del Carmen. Fue bautizada el 12 de diciembre de 1954 y ahí sí le pusieron los tres nombres, además, como era el Día de la Virgen de Guadalupe y esa misma fecha estaban coronando a la Virgen del Rosario como Patrona de América, a todas las niñas que bautizaron ese día, les agregó la Iglesia los nombres de Rosario y Guadalupe, 118


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así que mi hija fue bautizada como Irma Mercedes del Carmen Rosario Guadalupe. Fue su madrina la señorita Eva Arriaza, hermana de quien hoy es mi compadre, Jorge Arriaza, y a quien todos llamaban Evita. Ella, poco después, contrajo matrimonio con el señor César Mancía, de una de las principales familias de El Congo. Mi segunda hija, Ana María, nació el 28 de octubre de 1955 y es ella la que más satisfacciones me ha dado por sus triunfos profesionales, pues desde sus inicios escolares obtuvo las mejores calificaciones, demostrando un gran empeño en el estudio. Tuve en la prisión un nuevo consuelo y era la visita todos los días de mi esposa Irma y de mis hijas Irmita y Ana María, a la que después se sumó mi querida Chabela, que fue un ángel que nos prestó Dios únicamente durante un año y cuatro meses, ya que nació el 2 de mayo de 1959 y se la llevó el Señor el 22 de septiembre de 1960. Irmita, durante sus primeros años, sufrió todas las enfermedades mortales para los niños y por último, al querer subir una grada, se quebró los dientes delanteros superiores. Así llegó la Semana Santa de 1955 y precisamente el Viernes Santo, mi esposa, una mujer joven de 17 años, tomó a su hija y le llevó, queriendo consultar con el médico que la atendía, pero este había salido de vacaciones.

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Mi amada esposa Irma y mis dos hijas

Buscó a otros médicos, pero todos también estaban de vacaciones con motivo de la Semana Santa, hasta que llegó donde el Doctor Raúl Grimaldi; este tampoco estaba, pero su esposa se conmovió al ver el estado de la pobre niña y le dijo que esperara, que le iba a hablar por teléfono para que llegara, pues estaba en una finca cercana. Cuando llegó el doctor y vio a la niña, le dijo que era un caso perdido y que lo que iba a gastar en las consultas y medicinas, mejor lo utilizara para su sepelio. Mi esposa soltó el llanto y entonces el Doctor Grimaldi, sumamente conmovido, le dijo que le iba a poner mano, pero sin ninguna responsabilidad y le dio varias medicinas que mi esposa tenía que proporcionar a la niña ininterrumpidamente durante el Viernes Santo 120


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hasta el Domingo de Resurrección y “si acaso la niña está viva el Lunes de Pascua”, le dijo, lo que dudaba mucho, entonces que se la llevara. Compramos las medicinas y mi esposa tuvo que estar en vigilia los tres días mencionados, acompañada de su madre y otras personas del sexo femenino que residían en la misma casa. Fue el lunes por la mañana que la Irmita se paró en su cuna y dijo: —Mamá, pacha. Y esas palabras desataron el llanto de la alegría de mi suegra, de mi esposa y de todas las personas que convivían con ellas. Cuando llegó mi esposa Irma ante el Doctor Grimaldi, este no creía que la niña estaba viva y lo que le dijo fue: —Si han hecho alguna promesa a algún santo, cúmplanla, porque esto es un verdadero milagro.

No se equivocaba el Doctor Grimaldi, pues en la soledad de mi celda de preso, entablé comunicación con la Virgen de Guadalupe y le prometí llevársela a su Santuario en Tepeyac cuando cumpliera los quince años, lo que cumplí fielmente, como lo relataré después.

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Antigua Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en México

El Doctor Grimaldi le recetó muchas vitaminas y cinco transfusiones de sangre de cien gramos. Las vitaminas eran inyectadas y me hizo el favor de ponérselas don Gustavo Cerna, quien era el enfermero de la Penitenciaría y cariñosamente le decíamos don Tavito; mi pobre niña tuvo que sufrir los pinchazos diarios durante un año y sentía un gran temor cuando veía que llegaba don Tavito. Había en la Penitenciaría un recluso de nombre Julio César Meléndez, a quien le decían Muñecón; este le tenía tanto cariño a la niña que me la bautizó como Chispita, un pequeño personaje de la tira cómica de Dick Tracy y era llegando mi esposa con la niña, se la quitaba en la entrada y se la ponía entre un brazo y el cuerpo como que era sandía y así la cargaba hasta que nos la llevaba.

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Me refiero a este amigo porque él me exigió que la Chispita tenía que llevar su sangre y con toda buena voluntad me regaló los quinientos gramos que mi hija necesitaba para poder recuperarse. Don Tavito ya murió; estuvimos con mi esposa en su velorio y su entierro en la ciudad de Santa Ana —nosotros vivíamos en la capital—; el Doctor Grimaldi no sé dónde estará y a Muñecón lo vi la última vez que tenía una venta de madera y materiales de construcción cerca del Estadio Cuscatlán. Pero para ellos que me atendieron cristianamente para la recuperación de la salud de mi hija Irmita, aquí quiero plasmar mi gratitud que se mantendrá conmigo hasta mi muerte. Gracias Doctor Grimaldi. Gracias don Tavito. Gracias Muñecón. A mi segunda hija, Ana María, quien como expreso antes nació el 28 de octubre de 1955, la vi por primera vez a través de un cristal, en una incubadora del Hospital San Juan de Dios de la ciudad de Santa Ana, ese momento lo llevo grabado en mi mente y no se me olvidará jamás. Mi hija creció y ahora —como lo he manifestado antes— es una profesional del mercadeo con mucho éxito; esta no sufrió de enfermedades y desde pequeña me dio muchas satisfacciones. Su nombre de Ana María fue por el nombre de Ana María Feusier, una tía segunda que me quiso mucho. Después vino la última, que en honor a la madre de Ana María, bautizamos como Rina Isabel, pero quién sabe por qué motivo la inscribieron en la Alcaldía como Reina Isabel.

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Yo la llamaba Chabela, porque así le decía a mi tía Chabela, esposa de don Augusto Feusier, mi tío abuelo. Ella, mi tía, me dio protección desde mis primeros meses de vida.

Dios nos prestó a la niña muy poco tiempo, pues nació el 2 de mayo de 1959 y se la llevó el 22 de septiembre de 1960; pero este angelito que llegó a suplicar por mí ante el Supremo Hacedor, logró que Aquel me diera mi libertad y así fue como, dos meses después de que mi Chabela llegó ante el trono celestial, se me abrieron las puertas de la cárcel. Cómo sucedió En una visita de cárceles, lo que ocurría cada tres meses, el Doctor Roque Molina, Juez Segundo de lo Penal, quien tenía mi causa, me dijo que me hablara con el Doctor Ángel Góchez Marín, quien sabía algo que me favorecía y yo incrédulo, no le puse mucha atención. Pero al fallecimiento de la abuela de mi esposa doña Isabel Figueroa, quien murió sin testar, ella buscó los servicios legales del Doctor Góchez Marín para reclamar su herencia y por algún trámite legal, yo tenía que acompañar a mi esposa para una diligencia en el bufete del mencionado profesional. Cuando llegamos a su oficina, ella se sentó ante el escritorio del doctor y yo me quedé enfrente sentado en un sofá de junco, cuando de repente el doctor quizá vio mi nombre o se lo dijo mi esposa y me preguntó:

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— ¿Usted es Carlos Edmundo Herrarte? Y le contesté: —Sí, doctor. A lo que él me repuso: —Usted no mató a Manuel Ariz. —No, doctor, pero todos dicen que sí —le contesté. Y allí entablamos una conversación en que me dijo que él venía con Manuel cuando lo mataron. Luego me contó que había mandado un artículo a Diario Latino en donde relataba el caso y yo me dediqué a comprar todos los días dicho periódico, pero nunca publicaron el artículo. Entonces recurrí al Teniente Coronel Francisco Alfredo Call, quien era el Jefe de Comandancia de la Guardia Nacional en Santa Ana y cuando le conté el caso, me dijo que Angelito era muy buen amigo suyo. Fue por su medio que el Doctor Góchez Marín me dio una carta autenticada por él mismo, en la que me relató la forma en que sucedió la muerte de Meme Ariz, muy diferente a como aparecía en el proceso que me instruyeron injustamente. Así, obtuve mi libertad el 22 de noviembre de 1960, dos meses después del 22 de septiembre, fecha en que mi hija Chabela llegó ante el trono de Dios. 125


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Pero también en eso me acompañó la mala suerte, pues me habían prometido libertarme el 28 de octubre y el Coronel Lemus, quien era Presidente de la República, me iba a regalar diez mil colones, casi en concepto de indemnización, según me lo había dicho un amigo; y el 26 de octubre lo derrocaron. Fue gracias a las diligencias que anduvo realizando mi hermana Aída ante muchos funcionarios del nuevo gobierno que logré salir, como antes lo expreso, el 22 de noviembre, dentro de la mayor indigencia.

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VIII ¡Libertad! La alegría de ser libre después de catorce años y mi trabajo en el ICR

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se día, 22 de noviembre de 1960, le pedí al Mayor Guerrero que reuniera a todos los reclusos frente al Teatro José Valdés y cuando llegaron les dije con palabras emocionadas que me iba libre, manifestándoles que sentía alegría por salir y tristeza por dejar tantos amigos dentro de aquel recinto. Cuando iban a fusilar a Ricardo Castro, yo hice la promesa de que si no lo ejecutaban, me atravesaría de rodillas desde el Teatro José Valdés, en donde ahora estaba, hasta el altar de la Virgen de las Mercedes, situado a unos cincuenta metros. A Ricardo no lo fusilaron y les manifesté que si no había cumplido todavía la promesa era porque no quería que me calificaran de exhibicionista, pero si no la cumplía ese día, ya no lo podría hacer y cumplirla iba a ser mi despedida. Me bajé del escenario, me arrollé los pantalones, me hinqué y empecé a caminar de rodillas; pero lo que no se me olvidará nunca de ese momento tan crucial en mi vida, fue que todos los reclusos se dirigieron corriendo 129


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a sus celdas para sacar sus almohadas y ponerlas a mi paso, para que no lastimara mis rodillas, al grado que ese instante lo tengo plasmado en una pintura que me hizo mi buen amigo, el pintor don Guillermo Arteaga, cuando le relaté el caso.

Pero volviendo al momento, recuerdo que todos lloraban y yo con ellos; no se me olvida Miguel Ángel Canizález que lo hacía como un niño. Salí de la penitenciaría y en la entrada en donde aún existe un árbol de amate, me estaba esperando mi hermana Aída, con quien me encaminé hacia el Parque Libertad, después de comprar dos candelas, y al llegar al centro del mismo me arrodillé nuevamente para cumplir mi promesa de llegar hasta el Altar Mayor de Nuestra

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Señora Santa Ana con una candela encendida en cada mano. La puerta de Catedral estaba cerrada ya que eran las doce y media del mediodía y yo le dije a mi hermana Aída que fuera a dar la vuelta al convento y que le suplicara al Padre José Sandoval, quien era el Capellán de la Penitenciaría, que si por favor me mandaba abrir para cumplir mi promesa.

Con el Padre Chepito, Capellán de la Penitenciaría

Él ya sabía de la misma, yo se lo había contado, ya que era quien le asistía como acólito en las misas que celebraba en el Penal.

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El Padre Chepito, como le conocía la feligresía, murió hace algunos años, siendo el Camarero Secreto de Su Santidad Juan Pablo II y cuando supo quién estaba en la puerta de la iglesia, mandó inmediatamente a un sacristán para que abriera y así pude completar mi promesa hecha a la Abuela de Dios. Liberado y los siete colones Bueno, ya estoy libre; una sensación extraña para mí al ver que caen las sombras de la noche y yo estoy en la calle, aunque con un complejo enorme de inferioridad y de miedo. Me imaginaba, cuando veía venir un automóvil, que al pasar por mi lado me dispararían y buscaba el cobijo de los postes y las puertas. Por los catorce años de mi reclusión, me dieron un centavo y medio diario, por lo tanto portaba en mi bolsillo más de noventa colones y no me atrevía a entrar en ningún establecimiento a pedir un refresco, que valía cinco centavos o una gaseosa de quince centavos, porque me imaginaba que no me iban a querer vender. Llegué a un billar que estaba ubicado enfrente al Parque Anita Alvarado. Solamente ahí no sentí trauma alguno y comprobé con alegría que no había perdido mis dotes de buen billarista que había sido antes. Por supuesto que mi primera visita al día siguiente fue a la tumba de mi hija Chabela en donde me desahogué inundándola de llanto. Unos días después, con mi esposa

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Irma y mis hijas Irma del Carmen y Ana María, la primera de seis años y medio y la segunda de cinco, nos trasladamos para la capital, hospedándome donde mi hermana Aída, quien en una casita que tenía en las proximidades del rastro de Mejicanos, me cedió un cuarto pequeño, en donde a duras penas pudimos colocar los pocos enseres con que contábamos. No teníamos nada, pero éramos felices porque yo era libre. Pasé sin buscar trabajo todo lo que faltaba del año de 1960, pero al nomás llegar el Año Nuevo, le dije a mi esposa: —Hoy voy a trabajar en lo que sea. Y salí con mucho optimismo. En la Foto Lux, de Manuel Renderos hijo, pude colocarme inmediatamente, ganando cuatro colones diarios; al menos —me dije— para la alimentación de mi esposa y mis hijas. Como yo no sabía nada del séptimo día, me limitaba a cobrar los seis días que trabajaba de lunes a sábado o sea que me daban 24 colones a la semana y con eso dejaba a mi esposa para que comprara una arroba de frijol — que costaba menos de lo que ahora cuesta una libra— y una arroba de arroz, que era tan barato como el frijol; en ambos cereales no se gastaban ni quince colones. Trabajé como tres semanas y en una de ellas traigo el recuerdo de una señora vendedora que se colocaba con su canasto en la puerta del Disco Rojo, un almacén que estaba sobre la Sexta Calle Oriente, atrás del Banco Hipotecario, contiguo a la Foto Lux en donde yo laboraba.

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Un día, a la salida de mi trabajo, vi a la señora que estaba llorando porque la Policía Municipal le había botado la venta y le había decomisado el canasto y ella se lamentaba que cómo les iba a dar de comer a sus hijos; yo le pregunté que cuánto llevaba de venta y me dijo que seis colones y que el canasto valía dos. Me habían sobrado siete colones de mi salario de la semana, además de algunas monedas que tenía para el bus, que entonces el pasaje costaba diez centavos. Me saqué los siete colones del bolsillo que le dicen para reloj y se los di a la señora, diciéndole: —Mire cómo se arregla con esto. Y ella me preguntó que cómo me los iba a pagar, yo le repuse que si no me los pagaba ella, lo haría Dios. A mí se me olvidó el incidente y ni me di cuenta siquiera cuando Dios me los pagó; fue hasta después de algunos años que saqué la conclusión que Dios me pagó a mil por uno; ya llegaremos a ello. El Presidente del Instituto de Vivienda Urbana era el General José María López Ayala y yo había conseguido, por medio de una recomendación del General Fidel Cristino Garay, que me dieran trabajo en esa dependencia y el General López Ayala me iba a recibir el lunes 25 de enero (1961), por lo que yo había pedido permiso en la Foto para ir a la cita. Pero cuando llegué al IVU —situado frente al costado sur del Palacio Nacional— todo estaba ocupado por el Ejército y la Guardia Nacional, porque

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según los rumores hubo un Golpe de Estado y habían derrocado a la Junta de Gobierno. Yo me sentí afectado, empecé a gritar en contra y así acompañé a una manifestación que se dirigió a Casa Presidencial. Cuando llegamos a la esquina del Cuartel El Zapote, para cruzar a Casa Presidencial, el Mayor Óscar Rodríguez Simó quiso hablarle a la multitud, subiéndose a uno de los postes de la entrada del Cuartel El Zapote, pero le abuchearon y no le dejaron hacerlo. Alguien dijo por ahí los nombres de los golpistas y cuando entre ellos mencionaron a Julio Adalberto Rivera, con mucho disimulo me fui apartando, porque pensé que allí sí tenía futuro, al grado que cuando la manifestación tomó rumbo para el Cuartel San Carlos, yo ya no les acompañaba y no sufrí las consecuencias ocurridas en la cuadra entre el Cine Central y la Plazuela 14 de Julio, en donde ametrallaron a la gente y hubo varios muertos y heridos. Como Secretario de Información de la Presidencia de la República estaba mi buen amigo de la infancia Carlos Arturo Imendia y en ese tiempo en el Gimnasio Nacional se estaba celebrando el Campeonato Centroamericano de Baloncesto; alguien de un grupo de antisociales me llegó a buscar a donde yo vivía para que manejara un vehículo en el que pretendían huir después de asaltar al encargado de la boletería del mencionado Campeonato. No podía negarme porque ya me habían contado el plan y en él incluían la posible muerte del asaltado, pero como yo, aunque con catorce años de cárcel en mi haber, nunca he sido ni seré delincuente jamás, fui a contárselo 135


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todo sin mencionar nombres a Carlos Arturo y grande fue mi alegría cuando la noche que estaba planeado el asalto, llegó uno de los del grupo y me dijo: “Ya no se va poder hacer el trabajo, le han puesto dos parejas de guardias al taquillero”. No sé quién era ni cómo se llamaba esa persona, pero si alguna vez lee estas líneas sabrá a quién le debe su vida. Carlos Arturo entró con la Junta que derrocó a Lemus el 26 de octubre de 1960 y se mantuvo en su mismo puesto con el Directorio Cívico Militar del 25 de enero de 1961 y aun durante la administración del Coronel Julio Adalberto Rivera. Como a mí me había fallado la entrevista con el General José María López Ayala, quise contactar con Imendia y para eso llegué a Casa Presidencial y lo anduve buscando, pues en ese tiempo entrar a Casa Presidencial era como entrar en un establecimiento público, nadie lo interceptaba y cualquier persona se podía pasear por los pasillos de la misma con toda confianza. Así pues, llegué a la oficina del Mayor Roberto López Trejo, quien era el Edecán del Teniente Coronel Julio Adalberto Rivera, y estando con él en espera a que me recibiera Carlos Arturo Imendia, le llegaron a decir que lo llamaba el Coronel Rivera; aprovechando la ocasión, le dije al Mayor López Trejo que le dijera al Coronel Rivera que si me quería recibir, él me preguntó que si lo conocía y yo le repuse que le preguntara a él.

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Al momento llegó y me dijo que el Coronel Rivera me iba a recibir cinco minutos y que esperara en un corredor; estando allí se me acercó un ordenanza de apellido Mena, a quien había conocido trabajando con Carlos Arturo Imendia cuando este era Director de la Radio Nacional, y me dijo: —Ya se la caló. Al preguntarle por qué, me dijo que había llegado el Mayor López Trejo ante el Coronel Rivera y que le había dicho que allí estaba un tal Carlos Edmundo Herrarte que decía que le conocía y Rivera le había contestado que, en efecto, así era y que había que ayudarle de cualquier manera. Mi alegría fue grande cuando me hicieron pasar ante el Coronel Rivera, quien me dijo: —Así lo quería ver, don Carlos Edmundo, libre. Y yo le contesté: —También yo lo quería ver como Presidente de la República. Aún no lo era, pero ya era miembro del Directorio Cívico Militar que mandaba. En el mismo despacho, un poco más al fondo, estaba el escritorio del Coronel Aníbal Portillo y estando yo con el Coronel Rivera, el Coronel Alfonso Martínez —el mismo que lo había mandado preso a la Penitenciaría

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Occidental— tuvo que pasar enfrente para dirigirse donde el Coronel Portillo y para pasar tuvo que decir: —Con permiso, mi Coronel, voy a pasar. Y yo le dije al Coronel Rivera que me tocaba ser testigo de ese momento tan trascendental cuando quien lo metió a la cárcel tuvo que pedirle permiso para pasar. Le dije al Coronel Rivera que quería trabajar en el IVU y me preguntó que cuáles eran mis pretensiones de sueldo, le contesté que cuatrocientos colones mensuales y me repuso que esperara en el despacho del Mayor López Trejo; al rato de estar en el mismo llegó el Mayor y me dijo que me iba a ir para el ICR o sea el Instituto de Colonización Rural. Siempre he creído que el Coronel Rivera le dijo al Mayor López Trejo que me mandara al Instituto, refiriéndose al IVU, pero el Mayor entendió que era el ICR. Me dijo que me pondrían 300 colones mensuales e inmediatamente tomó el teléfono y se comunicó con la secretaria del Presidente de dicha institución, que se llamaba Izbela Elías, y le indicó que le dijera al Presidente que le mandaba al señor Carlos Edmundo Herrarte para que le diera un empleo de 300 colones mensuales, que no lo tomara como una orden pero que lo hiciera. Con tal introducción, cuando llegué donde el Presidente, lo hallé con la espada desenvainada; menos mal que ese día no estaba y me recibió primero el Gerente, que era don Octavio Orellana Solís, quien me

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ha honrado con su amistad a través de cerca de medio siglo. A don Octavio le conté parte de mi historia, diciéndole que acababa de salir de la cárcel; y él, muy gentil, me dijo que regresara al día siguiente para hablar con don Eduardo Montes Umaña, que era el Presidente. Allí —como digo antes— la cosa fue diferente, pues con la introducción que me hiciera el Mayor López Trejo, tuve suerte de salir vivo, pues cualquiera hubiera reaccionado como lo hizo don Eduardo, quien después de conocerme fue otra de las personas que me ha brindado su amistad desde ese tiempo; pero ese día estaba muy enojado y me dijo que por primera vez el Gobierno había tenido un hombre para el puesto y no un puesto para el hombre y que a él no le gustaban los chambres y me dijo varias cosas que me molestaron; aunque él tuviera razón de estar enojado, me obligué a decirle que a mí no me habían mandado a controlar a nadie porque no era policía, ya que si eso hubiera querido ser, le hubiera dicho al Coronel Rivera que me mandara a la Policía Nacional. Bueno, me dijo: —Solo puedo ofrecerle un empleo por planilla con ocho colones diarios. Y como mi necesidad era tanta, tuve que aceptar, máxime que acababa de estar ganando cuatro colones y ahí no iba a trabajar los sábados, y aunque eso no era lo que me había ofrecido el Coronel Rivera, dado la manera

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como el Mayor López Trejo me recomendó, considero que todavía salí ganando, pues otro en su lugar me hubiera echado con las cajas destempladas. Empecé a trabajar en el Departamento Agrícola y el Jefe era don Jaime Chacón Platero, quien —como don Octavio Orellana Solís— se había graduado en la Escuela Agrícola Panamericana de El Zamorano en la República de Honduras; el Segundo Jefe era don Miguel Loucel y la secretaria la señorita Marina Aragón Irrizarri; todas muy buenas personas que me trataron comedidamente.

Instalaciones de El Zamorano, Honduras

A los pocos días me mandaron en un grupo al Ministerio de Agricultura, en donde íbamos a procesar los datos de una encuesta. Recuerdo que en ese grupo estaban Roberto Rivas, Carlos Anaya, quien hablaba perfectamente el inglés y no supe nunca por qué no 140


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había encontrado una mejor colocación, también estaba Coronado Quintanilla y un señor de apellido Martelli, quien iba como Jefe del Grupo. Allí estuvimos varias semanas, hasta que un día nos ordenaron concentrarnos al ICR, según nos dijo uno de los funcionarios del Ministerio, para destituirnos. Quiero hacer una observación que considero muy del caso y es que en los varios años que estuve sirviendo al gobierno, nunca falté ni pedí permiso para hacerlo, y lo digo porque en esos días se dieron las vacaciones de Semana Santa y yo me enfermé el día Sábado de Dolores y pasé enfermo toda la Semana Santa y el Lunes de Pascua amanecí bueno, o sea que cuando hubiera podido faltar por enfermedad, mi cuerpo no lo permitió como lo dejo expresado y no creo que nadie de los que han trabajado con el Gobierno me supere en ese récord de no haber faltado ni un día por ningún motivo.

ESTES IN DEM PUBITUS MENDAM COMMORAE AUS PERE NOTICUROX NOREST PERNIUM IA RE PATOREO, CULIIS.

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IX La cara de la muerte trae más recuerdos

Otros recuerdos de mi época en la prisión.

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ayo del 2000 me trajo un infarto, por lo que estuve hospitalizado. Tal parece que la faz de nuestra eterna perseguidora me hizo recordar con mucha lucidez otros acontecimientos de mi época penitenciaria... Juan Manuel Había un preso que se llamaba Juan Manuel, el apellido lo omito; a este lo habían trasladado de Sonsonate y cuando llegó sin dinero, entre varios tratamos de ayudarlo. A mí me llegaba a pedir prestado algunas veces un colon o dos, queriendo dejarme como prenda un anillo de oro; yo le prestaba y nunca le acepté la garantía, pero luego vendió un terreno que tenía y le llevaron más de cinco mil colones, que en aquel tiempo era una cantidad respetable, y empezó a decir que el Subdirector, a quien le había dado a guardar el dinero, le había dicho que no le prestara dinero a nadie y él decía que no lo haría ni a su madre. Alguien le preguntó que si a mí me prestaría y dijo que tampoco, pero le dijo el mismo que yo le prestaba dinero cuando él no tenía. 143


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—Sí, dijo, pesitos. Yo lo supe y me molestó porque yo no deseaba que me prestara y si lo había hecho de ayudarle, lo hice sin ningún interés. Así es que predispuesto, esperé los acontecimientos y a los pocos días me llegó a preguntar si don Chepito le podía hacer su defensa, aclarando al respecto que yo le servía de intermediario o agente al entonces Bachiller José Francisco Guerrero, quien era hijo del Director, para conseguir defensas o apelaciones, etc. Me dijo: —Yo estoy aquí por gusto, porque yo no he matado a ningún particular. Y golpeándose el pecho, expresó: —Muy mi hermano era. Entonces yo le dije que tenía mucha defensa, y le fui a contar el caso al bachiller Guerrero, a quien yo llamaba Chepe; este, de acuerdo y riéndose, me dijo que viera cuánto podía pagar. Dio quinientos pesos para empezar y después le sacamos otros cien, y lo relato sin remordimiento alguno porque yo no quería de él ningún préstamo. Después llegó alguien de afuera a quien le prestó dos o tres mil colones y cuando le pregunté que por qué lo había hecho, que eso era una tontería, me dijo que la señora a quien le había prestado era hija de su madrina.

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No le pagaron y tuvo que buscar un abogado para que hiciera el cobro y eso le ocasionó más gastos y no recuperó ni un centavo. Para remate de este caso, un día por la mañana muy temprano, por cierto era domingo y había algunos presos que tenían el privilegio que los sacaban antes que a todos para bañarse cuando el agua de las pilas todavía estaba limpia; así pues, como digo, muy temprano se llegó hasta mi celda uno de los presos a quien le conocían como el “Negro” Abelino y me llevó para que le guardara ciento cincuenta colones, pues me dijo que él con el “Loco” Yeyo, otro de los presos, le habían sacado la cartera a Juan Manuel; como yo tenía venta de espumosos y refrescos, en un cofrecito mantenía siempre regular cantidad de dinero y allí puse lo que me dio el “Negro” Abelino. Un momento después, llegó Juan Manuel a quejarse conmigo que le habían robado la cartera. Me dijo que para bañarse él dejaba su ropa en el banco que tenía frente a la pila y que notó que el “Negro” Abelino siempre se interponía en su visión, para que no pudiera ver para su banco y así alguien, quien según él fue el “Loco” Yeyo, le robó la cartera que tenía en una de las bolsas de su pantalón. Yo, queriendo burlarme de él, le dije: —No tenga pena, don Juan Manuel, que su dinero no está perdido. Y por supuesto que no estaba perdido, porque allí estaba en el cofrecito. 145


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Después, a la hora de la misa, me tocó estar a la par del subdirector, quien era el señor Tadeo Aparicio, que era conocido como Capitán y me dijo: —Mirá Herrarte: yo no me equivoco y los que le robaron a Juan Manuel fueron el Loco Yeyo y el Negro Abelino. El Capitán Aparicio había llegado a la Penitenciaría como vigilante y, por su honradez y capacidad, había ascendido hasta subdirector y allí me estaba demostrando su capacidad para conocer la forma de actuar de cada uno de los presos. El homicidio santo Había otro preso de nombre Estanislao, no recuerdo el apellido, pero había sido trasladado de la Penitenciaría Central y, tan pronto como llegó, buscó su manera de vivir y no encontró otra cosa más que vender café y así se proveyó de un gran batidor —así les decían a los jarros de barro que se usaban comúnmente cuando las cocinas eran de leña— y en medio del recinto puso una fogata y ahí empezó a vender su café entre los reos que se quedaban hasta las nueve de la noche y lo anunciaba como Alto Café, y tanto lo anunciaba que, por fin, ya no le llamaban por su nombre, sino que como Alto Café y él entendía perfectamente. Lo interesante de este caso es que en una ocasión se me acercó y me preguntó que si don Chepito (así era como le decían al bachiller Guerrero), le podía hacer la defensa para sacarlo libre. “Pues fíjese, me dijo, que a mí me han condenado injustamente, porque yo al hombre no lo maté en la cantina, lo maté en la iglesia”. 146


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Entonces le repuse: —Usted tiene una gran defensa porque su homicidio es santo y creo que con todo gusto le hace la defensa el bachiller, pero tiene que dar algo a cuenta porque hay gastos que realizar. Allí terminó la cosa; todas sus pertenencias consistían en el batidor de café y la ropa que tenía puesta; no clasificó. Los apodos Existía la costumbre que a los presos que iban llegando al Departamento de Sumariados, los balconeros encargados de llamar a quienes recibían visitas los llamaban por su delito, así que era costumbre oír: “Ese que mató a Fulano” o “Ese que se metió al mercado”, etc., por lo que los Jefes del penal dieron orden que no se continuara esa práctica; así que los balconeros simplificaban la cosa y solo los llamaban por el nombre de la víctima, si alguien había matado a uno de nombre Manuel García, lo llamaban como Manuel García y a uno que se metió al mercado solo le llamaban Mercado. Así también eran muy ocurrentes, había un preso que se había robado unos quesos, a quien le pusieron Queso, pero luego salió publicado en uno de los diarios que habían valorado los quesos en mil veinte colones y le cambiaron el apodo a Mil veinte y nunca más le volvieron a llamar por su verdadero nombre. Llegó un preso trasladado no me recuerdo de dónde, pero le faltaban dos dedos de la mano derecha y de la

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mano izquierda le habían cortado la mitad de un dedo, le pusieron Siete y medio. Otro que se hacía pasar como guardia, pero como no tenía pareja, luego lo capturaron y en la Penitenciaría le pusieron El Guardia Pepe. Los hermanos Pineda Había dos hermanos presos, el mayor se llamaba Gregorio y el menor, Abelino; su apellido, Orellana Pineda; a este último como era bien raquítico, le pusieron como apodo Descostillo. Para quienes no lo saben, descostillo es la última parte que queda de un tronco después de aserrarlo, o sea la orilla. Yo no era santo de su devoción, me guardaban resentimiento sin ningún motivo. Pero un día por cierta falta cometida, llevaron a la celda de castigo al mayor, que era Gregorio, y entonces Abelino se llegó donde yo estaba y me dijo: —Don Herrarte, le vengo a suplicar que le ayude a Goyito, pues lo han metido a la oscura por puro gusto. Yo no creí que así hubiera sido porque los dos eran muy violentos, pero aproveché la ocasión para congraciarme con ellos y le fui a suplicar al Mayor Guerrero por su liberación de la celda de castigo, lo que logré, ya que el Mayor me tenía mucha estima, y los dos hermanos llegaron a darme las gracias.

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De allí en adelante fueron mis dos mejores amigos, aunque era más la amistad con Goyo, quien después que salió libre estuvo empleado de bodeguero en la Canada Dry y me regalaba muchos objetos de promoción y paquines que repartían como publicidad. La Canada Dry estaba ubicada donde ahora está La Cascada sobre la Segunda Avenida Norte, ahora Avenida Monseñor Romero, y la 29 Calle. Goyo, como yo le llamaba, estuvo algún tiempo en Estados Unidos en donde logró reunir algún dinero para venir a comprar una casa y poner una tienda en Ciudad Arce y perduró nuestra amistad hasta que lo mataron por defender de unos maleantes a una mujer. Asistí a su entierro en Ciudad Arce y le di mi último adiós ante su apesarada familia y frente a su tumba. Cuando nos hicimos amigos, los dos hermanos ingresaron a la Junta Directiva de la Penitenciaría de la que yo era el Secretario General; esta directiva se encargaba de velar por la mejor convivencia de la población reclusa; teníamos biblioteca y grupos de teatro, marimba, orquesta, equipos de baloncesto y de fútbol, publicábamos el periódico mensual REDENCIÓN, por cierto que lo mandábamos a vender y uno de los vendedores era Goyo, quien lo vendía por toda la República, pues en una ocasión que la Marimba 14 de Diciembre vino a San Salvador a amenizar una fiesta con motivo del Día del Periodista, en las fiestas de agosto, lo encontramos vendiendo por la Escuela Normal, ahí estuvo también la Escuela Militar que estaba situada donde ahora es el Parque Zoológico.

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Me contó que cuando vio el camión se escondió para que no lo viéramos, pero no se dio cuenta que atrás venía el Mayor Guerrero en su carro particular y él lo sorprendió y lo trajimos de regreso, por supuesto que se le guardaba mucha confianza porque siempre regresaba a la Penitenciaria por la tarde y acompañado todas las veces por un vigilante que lo custodiaba. En una de las reuniones que la Junta Directiva sostenía con el Mayor Guerrero, un día que se quería saber los precios de los pasajes a los distintos pueblos de la zona, el Mayor dijo que le preguntaran a Goyo porque como él viajaba mucho, los sabía todos. Goyo y Abelino eran integrantes de los equipos de fútbol y baloncesto y como Abelino era muy delgado ya tenía su apodo, y él solo entendía como Descostillo, que como les manifesté antes es el sobrante de un tronco de árbol después de aserrarlo y sacar su producción de madera. En la Penitenciaría, además de talleres de carpintería, zapatería, herrería y sastrería, también había aserraderos y los vendedores de árboles llevaban su venta y negociaban con los propietarios de los mismos, quienes vendían su producción en los talleres de carpintería de la Penitenciaría. Además había escuela; cuando yo salí el 22 de noviembre de 1960, estaban por abrir el bachillerato. El truco de la rifa Una vez iban a hacer una rifa de veinticinco colones, no recuerdo a beneficio de qué o de quién ni el precio del 150


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boleto, pero a la hora de la rifa que se hizo en el escenario que llevaba por nombre José Valdés, metieron en un saco de tela, en los que vendían el azúcar, las bolitas con los números que se habían vendido, pero estaba sacándolas un preso de nombre Pablo Hernández, a quien le decían “Guanachiche” y era ladrón fichado. Cuando solo quedaban dos bolitas, sacó una y cantó el número y un preso de nombre Rubén que tenía una tiendita y una sastrería y además tocaba en la marimba, dijo: “Es el mío”, a lo que el que estaba sacando las bolitas le dijo que faltaba un número y lo cantó, “es mío también” dijo Rubén y por supuesto le dieron los veinticinco colones del premio. A mí me pareció raro que Rubén fuera el dueño de los dos últimos números y así se lo dije a Jorge Arriaza, quien ahora es mi compadre y nos pusimos de acuerdo para ir a revisar las bolitas a los talleres de carpintería a la mañana siguiente, pues sabíamos que eran de un preso a quien le decían el Chucho y se llamaba Buenaventura; efectivamente, las dos bolitas que habían salido de último, tenían incrustadas dos pequeñas astillas, las que al tacto se sentían y cuando por casualidad el que estaba sacando los números las agarraba, las soltaba para que se quedaran, pero cometieron el error de marcar dos y dejar las dos por último y Rubén que no se pudo contener cuando le cantaron su primer número. Llevamos la denuncia a la Subdirección y a mí me fue mal, porque el Capitán Aparicio me dijo que yo era un pícaro que me había enganchado a Jorge Arriaza, porque Rubén, quien era un hombre de dinero, no tenía necesidad ni era capaz de hacer esa trampa, al grado 151


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que los veinticinco pesos los había donado para comprar baquetas a la marimba. En ese tiempo yo todavía no gozaba de la confianza del Capitán Aparicio; después, cuando me guardó mucho aprecio, tuve el valor de reclamarle al respecto y me pidió disculpas, pues entonces ya se había dado cuenta la clase de persona que era Rubén, que con dinero y todo siempre se andaba relacionando con los pocos malos elementos que guardaban prisión en la Penitenciaría. Así también al Chucho Buenaventura, quien me dijo cuando ya éramos amigos que él no se había dado cuenta de la trampa y que todo había sido obra de Guanachiche. Matrimonio y dolor Conocí a mi esposa con quien, cuando estoy escribiendo este relato, he cumplido 48 años de casado, en el callejón de visitas, cuando con su madre fueron a visitar a su hermano Ramón y después, en el transcurso de las correcciones de pruebas a REDENCIÓN, la llegaba a visitar a su casa, que quedaba cerca de la Tipografía Excélsior, que era donde nos hacían el periódico. Ella es hija de uno de los hijos naturales de don Antonio Gutiérrez, de apellido Figueroa, pero cuando la conocí ya era huérfana de padre; es más, ella nació así, pues vino al mundo a los pocos días del deceso de su progenitor; nació el 30 de julio de 1936; él había fallecido el 26 de julio. Contrajimos matrimonio el 28 de mayo de 1953. Mi hija mayor, Irma del Carmen, nació el 8 de mayo de 1954; la segunda, Ana María, el 28 de octubre de 1955 y 152


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la tercera, de nombre Rina Isabel, nació el 2 de mayo de 1959 y voló al Cielo el 22 de septiembre de 1960, y nunca he dejado de creer que fue ella quien le pidió al Padre Eterno mi liberación. Esas fechas, las de mi matrimonio y las del nacimiento de mis hijas, fueron de intensa felicidad, pero quiero relatar la fecha ingrata cuando mi Chabela, como yo le llamaba a mi tercera hija, emprendió su vuelo a las regiones celestiales. Estábamos en la organización de la fiesta del Día de la Virgen de las Mercedes, que es la Patrona de todos los presos del mundo y así nos quedábamos los miembros de la Junta Directiva, cambiando impresiones con el Director, el Mayor Guerrero. En esos días, don Loncho Guerrero, quien era hermano del Mayor, estaba fuera del país y este me llamó a la Dirección, para dictarme una carta para él y en eso estábamos cuando mi esposa me habló por teléfono muy angustiada, diciéndome que la niña, mi Chabela, estaba grave y la habían internado de urgencia en el Centro Médico de Santa Ana. El Mayor Guerrero llamó a don Felipe Hernández, quien era el intendente, para que fuera conmigo al Centro Médico a ver a mi niña. Eran cerca de las diez de la noche del 22 de septiembre de 1960 y cuando llegué al hospital, tenían a mi hija en una tienda de oxígeno y ya no me dieron esperanzas de vida para ella.

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Al momento llegó el Mayor Guerrero acompañado del Capitán Aparicio y cuando mi hija murió, no me la querían entregar si no cancelaba el valor del tratamiento; el Mayor Guerrero fue quien pagó y así pude llevarme a mi Chabela, a quien pasé velando toda la noche, arrodillado ante su cuna y acariciando su cuerpecito muerto. Al día siguiente la sepultamos. Yo me fui caminando detrás del carro fúnebre que conducía su ataúd y al llegar al cementerio me abracé a aquel pequeño cajón como si no quisiera que la sepultaran, y fue mi padre, que también ya descansa en las regiones del Padre Eterno, quien me retiró, consolándome con sus palabras. Cuando llegué de regreso a la Penitenciaría, todos me dieron el pésame, si todos conocían a mi Chabela; y en las bolsas del saco que vestía, me metieron muchos billetes de diferentes denominaciones, creo que me regalaron más de doscientos colones. Como estábamos en las Fiestas de las Mercedes, el día siguiente que sepulté a mi hija era 24 de septiembre y yo tocaba la concertina en la marimba y también cantaba; quise cantar la canción “Ayúdame Dios mío” y cuando dije “ayúdame a olvidarla”, se me quebró la voz y no pude continuar y entonces recurrí a la concertina y no creo que nadie y en ningún tiempo haya ejecutado tal melodía con el sentimiento que lo hice ese día, al grado que después de la ejecución, todos mis compañeros, sus familiares y amigos que se encontraban de visita con motivo del Día de las Mercedes prorrumpieron en un largo y nutrido aplauso.

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Yo había ejecutado la melodía pensando en mi adorada Chabela. El aplauso de los titulares Estaba preso un ex sargento de nombre Teodoro Álvarez Romero, quien ya hace varios años que murió; este cuando llegó se dedicó a aprender guitarra y en poco tiempo aprendió todas las melodías de Los Panchos y por eso lo llamé a integrar el grupo artístico que yo dirigía. Sucedió que un 10 de mayo cuando celebrábamos el Día de la Madre con la presencia del Ministro de Justicia y el Subsecretario, así como del Director General de Centros Penales y por supuesto las autoridades del Penal, ellos estaban en primera fila y Teodoro, antes de su ejecución con la guitarra, les pidió desde el escenario a los presentes, tres aplausos y los contó: uno, dos y tres. Cuando la concurrencia terminó de aplaudir dijo: —El primer aplauso fue para “la mamá de los pollitos”, el segundo para “la mamá de Tarzán” y el tercero para “la mamá de Juan Gallina”. Ni qué decir que cuando terminó el acto, lo mandaron a la celda de castigo y cuando salió, decía: —Pero los hice aplaudirle a la mamá de Juan Gallina. La enfermería Yo era muy amigo de los enfermeros; ellos eran don Ascensión Batres a quien decíamos Choncito y don Gustavo Cerna a quien todos conocíamos como don Tavito; este último era bien pícaro y una vez se dio

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cuenta que uno de los reclusos llegaba a la enfermería a pedir medicina para la gripe sin tener nada, lo único que quería era ver para la calle, pues esta se dominaba de la puerta de la enfermería y para que no volviera más, un día le dio a tomar amargo de angostura y salió el pobre preso respirando agitado y diciendo: “Qué amargo”; ya no volvió a pedir medicina para su inventada gripe. Había un loco al que le decían Trucson, a quien habían llevado preso por no tener pulso, pues cuando le gritaban en la calle, la emprendía a pedradas contra quienes lo hacían, pero nunca le pegaba a ellos y en una de esas le asestó la pedrada a una señora y la mató. Este loco había pasado toda la noche con dolor de muelas. Todos los días hábiles por la tarde llegaba a dar consulta dental el Doctor Eduardo Alfonso Aguirre, un profesional muy simpático, que me permitía estar presente cuando sacaba muelas y siempre después de la inyección les preguntaba a los pacientes que si no sentían nada, para que cuando contestaran que no, yo les dijera: —Esperate que ya vas a sentir. Yo les llamaba a los pacientes que se llegaban a sacar alguna pieza dental “los bateristas”, porque cuando estaban en la silla del sacrificio para no demostrar cobardía ni gritar, lo que hacían era mover los pies contra la plataforma de la silla dental, como que estaban tocando batería.

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A uno de ellos cuando le puso la inyección, como había visto la gran aguja, yo le dije: —Mire doctor, le salió al otro lado. Y la víctima, digo el paciente, se tocó la cara creyendo que era verdad. Pero lo que quiero relatar es el caso del loco Trucson, que el momento que llegó quejándose a que le sacaran la muela, coincidió con un paciente difícil que se retorcía en la silla porque la muela estaba bien dura y Trucson cuando vio esto, se fue levantando despacio de la silla en que estaba sentado y retrocediendo hacia la puerta, moviendo su mano izquierda y con voz ronca dijo: —Mejor me muero. Y se fue de regreso para el Departamento de Sumariados que era donde estaba. La jugada de póker Otro caso que es anecdótico es el de la jugada de póker. En la celda de Jorge Arriaza, nos reunimos varios reclusos y dos hijos del Mayor Guerrero, Dionisio y José Francisco, que estaban muy jóvenes, todavía estudiaban la secundaria. Como José Francisco era el más pequeño, todavía no podía jugar y me puso de mozo y tuvimos muy buena suerte, porque les ganamos a todos. Todos eran: Jorge Valencia, Jorge Arriaza, Dionisio a quien le decíamos Nicho y yo que era el mozo de Chepe. Pero los Guerrero llevaron su discusión hasta la hora del almuerzo y el Mayor se dio cuenta. Como 157


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el juego era prohibido en el Penal, cuando en la tarde continuamos la jugada —por cierto que en la celda de Arriaza donde colocábamos un cancel para cubrir la parte superior de la puerta—, un Inspector de nombre Atilio Fuentes que era bien alto y nosotros estábamos en lo mejor de la renvirada, se asomó por la parte de arriba del cancel y para qué contar más; nos llevaron a la Dirección, le cerraron la celda a Arriaza, me decomisaron el naipe porque era mío y nos suspendieron el permiso de circular libremente por todo el Penal, privilegio concedido a pocos. Ni qué decir que pasamos castigados varios días, pero luego fueron los hijos del Mayor Guerrero los que intercedieron por nosotros para que nos devolvieran nuestros privilegios y le abrieron de nuevo la celda a Arriaza. El naipe no me lo devolvieron porque ya lo habían quemado; al menos eso me dijeron. Cabe mencionar que en esos días de castigo, los dos Jorges y yo, continuábamos la jugada en mi celda, puesto que a mí no me la habían cerrado, además tenía varios naipes, y como a mí —como a nadie— no me gustaba perder, aprovechaba momentos de descuido de los Jorges, para marcar el naipe y así siempre les ganaba. Pero lo raro era que ellos siempre que terminábamos la jugada salían muertos de la risa, si así se puede llamar al momento de su alegría. Pasaba que en lugar de fichas usábamos guacocas, este es el café verde que se seca con todo y cáscara y así se tuesta y se muele y este era el café que consumíamos en la Penitenciaría; pero no solo en la cárcel se tomaba de ese café, la mayoría de salvadoreños nunca habían tomado del otro porque el

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otro solo servía para exportarlo y eran muy contados quienes lo tomaban en nuestro país. Pero me estoy saliendo del tema y continúo que los mencionados Jorges todos los días iban a la bodega a conseguirse unas guacocas, ya que como digo antes esas eran las fichas que usábamos; cada uno compraba cincuenta, eran a centavo, pero además de las cincuenta que recibían, metían las que habían ido a traer a la bodega y por eso salían carcajeándose porque según ellos me habían timado. Hasta hace unos años, conversando con mi compadre Jorge Arriaza, me sacó el tema y me dijo: —Compadre ¿y usted no se daba cuenta que todos los días cuando jugábamos póker le metíamos las guacocas que nos conseguíamos en la bodega?. Y le repuse: —¿Y ustedes no se daban cuenta que nunca me ganaban, porque el naipe estaba marcado?. La cara que puso mi compadre no es para describirla porque no se puede; pero después soltó la gran carcajadota al darse cuenta después de varios años que el “maje” no había sido yo. La conmutación de Jorge En el Teatro José Valdés que, como ya he manifestado, era un escenario bien construido y con telones de boca

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y fondos, además con el nombre de José Valdés en las marquesinas, presentamos una obra titulada Rojo y Español referente a la Guerra Civil Española y Jorge Arriaza hacía el papel de un cura y aún recuerdo lo colorado que se puso cuando salió por primera vez durante la obra; pero desempeñó el papel tan bien que lo felicitaron el Ministro de Justicia, el Subsecretario y el Director General de Centros Penales, que habían asistido a presenciar dicha obra. Después de la representación, yo salí al escenario y les manifesté a los concurrentes que había sido tanto el éxito de Jorge representando su papel, que el señor Ministro de Justicia le había conmutado una parte de su pena. No se imaginan la cara de sorpresa del ministro y de los demás funcionarios, en cuenta las autoridades del penal, pero luego agregué: —Él saldrá (aquí mencioné la fecha) a las dos de la tarde, pero ya ordenó el señor Ministro que se vaya a la una y media. Ni que decir tengo las carcajadas de los funcionarios y los demás asistentes. La conmutación había sido de media hora. Los paréntesis infantiles Como ya he relatado, todos los domingos presentábamos un show en el Teatro José Valdés y lo titulábamos Paréntesis infantil, en el cual tomaban parte los hijos pequeños de los reclusos y el premio que se decidía con los aplausos de los concurrentes era de un colón. 160


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Cabe mencionar que la concurrencia la formaban los reclusos y sus familias, que mediante ese show tenían garantizada la entrada, previo el pago de veinticinco centavos y por ese mismo precio se exhibía una película en 16 milímetros tan pronto como oscurecía, por lo que se gozaba de la presencia familiar hasta como a las ocho de la noche. Además del premio de un colón, los demás niños recibían dulces como premio de consolación. Pero había un pequeño que todos los domingos cantaba lo mismo y con un estilo tan especial que no les gustaba mucho a los concurrentes; era hijo de Rubén Valle y le decíamos Rubencito; cantaba: Los aretes de la luna. El Loco Yeyo, cuyo nombre era Desiderio Flores, tenía permiso de tener en el Penal a sus dos pequeños hijos, por cierto al más pequeño le decían “El chino” y nunca lo vi vestido, pues siempre hasta en mis recuerdos lo relaciono desnudo y todo chorreado; aún cuando participaba en Paréntesis infantil llegaba peladito. Hubo en la ciudad de Santa Ana una reuni ón de arzobispos y cardenales y programaron una visita a la penitenciaría y a mí me habían dado una cámara, para que tomara las fotos del evento. Todos los reos nos habíamos vestido con lo mejor que teníamos y estaban todos formando valla, cuando a la entrada, el primero que apareció adelante de los cardenales y arzobispos fue el Chino, desnudo y chorreado, yo traté de apartarlo para tomar la foto y fue muchos años después, cuando ya trabajaba en Diario El

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Mundo, que me di cuenta que había perdido la ocasión de tomar la mejor foto de mi vida. La camisa del Chucho Todas las tardes después de las cinco, que era la hora del encierro, muchos nos quedábamos para que nos encerraran hasta las nueve de la noche, ya sea por los repasos en la marimba, teatro, etc., y por supuesto que había quienes ponían sus ventas de café, carne frita y otras chucherías que se consumían durante ese tiempo. El Chucho Osorio tenía una especie de saco que le llegaba hasta las rodillas y lo había hecho de tela rayada de uniforme, pero las bolsas eran grandes y las tenía al lado de adentro, porque el Chucho las ocupaba de la siguiente manera: Llegaba donde los que vendían carne frita o chorizos tenían su fuego (cocinaban con leña o sea con los desperdicios de madera de las carpinterías) y se acurrucaba, cubriendo con su vestimenta el fuego y el sartén y les decía a los dueños: —¿Me das donde tostar mis tortillas, entrador?. Por supuesto nadie le negaba el permiso y como todo quedaba cubierto con su saco, aprovechaba para rellenar las bolsas con los pedazos de carne y chorizos que podía sacar sin que se notara mucho, y así mantenía bien provista su bodega, que era una caja debajo de su cama, en donde había de todo lo que se cocinaba después de las cinco de la tarde.

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La chiveada Todos los años celebrábamos con gran pompa el Día de Nuestra Señora de las Mercedes, Patrona de todos los reos del mundo, marcado en el santoral católico romano el 24 de septiembre y, con ese motivo, todos los elementos que conformábamos la Directiva, tratábamos de reunir la mayor cantidad de fondos, además de los beneficios obtenidos con las entradas a los shows y cine de los domingos y el cine de los miércoles, ya que ese día también las visitas entraban desde las dos de la tarde y salían después de la película, como dije antes casi a las ocho de la noche. Buscando la manera de obtener más dinero para la fiesta, alguien le sugirió al Mayor Guerrero que permitiera la chiveada por las noches, ya que era la única manera de que los reos sacaran el dinero que tenían guardado, pues la mayoría de la población reclusa era del campo y los campesinos sienten una pasión enorme por el juego de dados, o sea el chivo. Así se logró que el Mayor consintiera en tal cosa y fue algo asombroso ver que aquellos que nunca habían gastado ni para comerse cinco de carne, sacaron sus billetes hasta verdes de estar guardados y se consiguió lo que se necesitaba. Los reos a la hora del encierro, que era a las cinco de la tarde, solo le decían a don Rafaelito, que era el encargado de las llaves: —Soy chiveador.

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Y este ya no le echaba llave a la puerta de la celda. Como las jugadas se prolongaban muchas horas, el encierro general se realizaba hasta después de las doce de la noche, porque también los vendedores de chucherías se quedaban para hacer su negocio. Una noche, mi compañero Gabriel Grijalba, que era amante de la chiveada, llegó muy contento porque había ganado veinte pesos y yo que ya me había acostado, sentí deseos de salir a arriesgar en la ticuisa unos mis ochenta centavos que tenía. Ticuisa era la jugada de los poquiteros, empezando de a diez centavos y llegando a cincuenta como máximo; los otros jugaban gordo, que era de cinco pesos en adelante. Empecé en mi ticuisa y a los pocos minutos tenía el gran churute de sencillo, más de diez pesos y viéndome con suerte me arriesgué a jugar con los grandes y era tal la racha de buena suerte que tenía, que al momento les había ganado más de ochenta colones y fue quitándome los dados y me retiré de la mesa con mi ganancia de los ochenta centavos que llevaba. Cuando llegué a la celda, me encuentro al pobre Gabriel muy desconsolado y me dijo: —Don Calín, me ganaron los veinte pesos. Pero como yo había ganado ochenta, se los di para consolarlo, lo que fue efectivo. Este Gabriel Grijalba estaba preso porque dos hermanos cuando estaban peleando contra otros dos 164


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hermanos, todos vecinos del mismo cantón, le pidieron que les ayudara, pero él no quiso comprometerse y lo mismo le dio, porque cuando capturaron a uno de ellos, ya que el otro murió en la reyerta, dijo en su declaración que también Gabriel había intervenido. Los muertos fueron tres, los dos contrarios y el hermano de quien le había pedido ayuda a Gabriel y por esa declaración, lo condenaron a catorce años en forma injusta. Pero Dios castiga los malos procederes y el que declaró que Gabriel les había ayudado, ya nunca gozó de libertad, porque unos días antes de salir libre, falleció de tuberculosis. Cuando Gabriel salió libre, se fue debiéndome como tres millones de pesos, pues todas las noches jugábamos y ahí sí de a gordo, pues la menor parada era de cien mil pesos, pero al crédito y a él le tocaba perder casi todas las noches y desde que se fue ya no lo volví a ver; así es que si acaso todavía está vivo y alguien de los que lean este relato lo conoce, pues que le diga que estoy esperando la cancelación de la deuda. Todo es broma, pues Gabriel fue un gran amigo que me escuchaba mis cuitas y yo las de él; ojalá que Dios le tenga con vida y con buena salud. La sopa de gato Había un recluso llamado Alberto Zetino, que tenía una tienda; un día un ex guardia que estaba preso, de nombre Hugo Castillo, pasando por la tiendita de Zetino le vio tomándose una sopa que se veía apetitosa y le dijo: 165


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—Ha de estar bien rica esa sopa. —Sí, le contestó Zetino, ofreciéndole un plato que aquél aceptó gustoso y cuando se la estaba tomando, le preguntó que dónde estaba el pollo y al mostrarle Zetino un animal guindado y asado, listo para ser engullido, le dijo que él nunca había visto pollos de cuatro patas; entonces le explicó Zetino que no era pollo, sino que gato, pues le habían dicho que era bueno para curar el asma. No me recuerdo lo reacción de Castillo, pero se hizo notorio que Zetino se comía los gatos. Cuando hablo de tiendita, me refiero a que en la celda le daban permiso al recluso de colocar sus ventas y le permitían quedarse solo, pues todas las celdas eran ocupadas por dos reclusos y algunas más espaciosas, por tres. En una de estas de dos, estaba Zetino. También es digno de mencionar, pues se refiere al caso, que en un show de día domingo, Teodoro Álvarez —el mismo que hizo aplaudir a los titulares el Día de la Madre— cantó, plagiando una canción de Fernando Valadez, quien en esos tiempos estaba de moda. La canción decía así: “Estaba yo hace un rato tomándome un vaso de vino cuando vi pasar un gato y detrás iba Zetino” Las carcajadas fueron generales.

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Bebidas alcohólicas Este mismo Zetino vendía gaseosas, pero se las había ingeniado para que las botellas de Orange Crush, que eran oscuras, se las llenaran de cerveza. Así es que por un poco más del precio corriente, se podía tomar cerveza en el Penal. Todos los domingos había algunos reclusos que vendían tamales que les traían sus familias y el precio regular era de cinco centavos. En uno de tantos domingos, me acerqué a una venta y le pregunté al que los estaba vendiendo que cuánto valían; éstos, me dijo señalándome los de un lado, son de a cincuenta y estos amarrados son de a peso. Me extrañó el precio y le pregunté que por qué tan caros y me contestó que los amarrados eran de whisky y los otros de pachón. Eran tan ingeniosos, que metían en los tamales una tripa y en ella venía el licor; esta venía bien amarrada para que no se derramara, y así los seguidores de Baco tenían dónde adquirir su bebida predilecta los días domingo; eran pocos los que tomaban whisky. Los carpinteros que barnizaban de muñeca, iban a hacer su mezcla de laca con alcohol a la Guardia en Prevención y siempre les dejaban un poco de alcohol puro que les servia para sacar, o sea que a los muebles la última mano no se les da con barniz sino con alcohol; pero como vieran los dirigentes del Penal que era mucho el alcohol que pedían, supusieron que era para negocio, ya que una gaseosa de ginger ale (jengibre) con alcohol, aunque fuera naftalinado, se cotizaba a buen precio, 167


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por lo que dispusieron desocupar un cuarto que servía de bodega para que ahí operaran los barnizadores, y entonces los barnices y alcoholes eran de recinto fiscal; los únicos que podían llevarlos eran los vigilantes y nadie podía sacar nada. Pero siempre la astucia imperaba. Los barnizadores, cuando están sacando, empapan la muñeca —o sea un trapo hecho bola— para aplicarlo a la madera y, así, cuando alguien quería tomarse un trago le decía a un barnizador que le llevara uno de a cincuenta o de a peso y este empapaba la muñeca según el precio y esperaba el grito del balconero que lo llamara porque tenía visita, lo que no era cierto, pues el comprador le iba a pedir que lo gritara; este esperaba al barnizador cerca del cuarto de barniz con un guacalito con agua o con gaseosa, en donde el vendedor dejaba caer la muñeca y, listo el trago, en las barbas de los vigilantes. El traje de payaso Antes he relatado sobre el Teatro José Valdés, que era un escenario de madera muy bien construido, con telones de fondo, puerta y su correspondiente telón de boca, el cual era de colores chillones y que decidimos cambiarlo por otro telón más conservador; y del descartado, hicimos unos trajes de payaso para los reclusos que actuaban los domingos en el show que ya he manifestado. Un domingo de tantos, el Loco Yeyo me pidió salir de payaso y se desarrolló muy bien en el escenario, por supuesto que le tuvimos que dar uno de los trajes hechos del telón de boca, pero a la hora de devolverlos, él no lo hizo y se lo dejamos, pensando que lo iba a lavar y lo

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entregaría en los próximos días, como acostumbraban algunos que también les gustaba actuar; pero la cosa no fue así y pasaron varios días y el traje no regresaba; fui a buscar al Loco Yeyo a su banco de carpintería, y mi sorpresa fue verlo vestido con el traje de payaso y trabajando. El traje no lo entregó nunca y así se mantenía; y los domingos cuando quería actuar, ya no tenía necesidad de cambiarse. El traje se lo quitó casi seis meses después. El pescado seco Había un vigilante que se llamaba René y cantaba con la marimba; como su voz era bien fina, le decíamos María Victoria; era muy amigo de todos los presos y le gustaba andar haciendo bromas; los muchachos le pusieron Pescado seco, porque también era bien delgado. Una vez se le perdió la cartera y andaba loco buscándola por todos lados y al final no la encontró y todos le decían que el que de cien, paga una, queda debiendo 99. Una noche me acerqué a la celda de un compadre que se llamaba Lorenzo Ortega; estaba jugando damas con el compañero de celda y vi que en el techo tenía colgado un pescado seco que le habían traído sus familiares; era de Sonsonate. Como había visto a René en el lado de los Sumariados, le fui a buscar y le dije: —En la celda de Ortega está una foto suya.

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Y me dijo: —Aquí está el hilo para encontrar mi cartera, porque esa foto la tenía en ella. Llegamos a la celda de Ortega y bien enojado le preguntó que dónde tenía su foto; aquél como no sabía la cosa, le salió con la espada desenvainada, pero cuando me miró, con los ojos le indiqué el pescado que tenía colgado y como era rápido para entender, solo se sonrió y le dijo: —Ahí está. Y le señaló el pescado seco y cuando René comprendió que me lo había domado, solo preguntaba con una voz bien triste: —¿Onde, onde? Por supuesto que después se puso a reír, porque como era bien pícaro y solo andaba haciendo bromas pesadas como dije antes, repitió lo anterior y dijo: —Bueno, pagué una, todavía debo 99. El pollo de Ramón Las personas mayores que lean este relato recordarán que en la década del 50 asesinaron en Sonsonate al Doctor Mario Calvo, por lo que implicaron a don Braulio Sandoval, Ramón Rauda, José Isaías Rivas y José Ernesto Recinos, a quien le decían Chinchón.

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Tuve muy buenas relaciones con ellos, pero más con Ramón Rauda, con quien nos unía un lejano parentesco político. Con él y otros amigos formamos un grupo de comida; estos grupos eran muy comunes entre los reclusos y servían para acompañarse a la hora de la jama (jama era comida en el léxico penal) y cualquiera del grupo colaboraba para el matiz; y se compartía todo. Recordarán que matiz era el complemento de comida que se agregaba al rancho. Nosotros éramos cuatro, no recuerdo quiénes eran los otros dos, pero para una Navidad le llevaron a Ramón un pollo que hasta parecía horneado; compartimos el pollo, por decirlo así, porque solamente nos comimos el condimento o sea el tomate, la cebolla y algunas especias que la señora de Ramón le había puesto para darle gusto. Al día siguiente y hasta para el Año Nuevo, seguimos compartiendo el pollo: lo condimentábamos con tomate y cebolla y el pollo siempre lo dejábamos para el día siguiente y así llegamos hasta la Semana Santa. La verdad que ya no recuerdo si nos lo comimos o Ramón se lo dejó de herencia a alguno de nosotros para que siguiera condimentándolo, cuando fue trasladado a Sonsonate. Yo creo que ese pollo ya no tenía ningún sabor, pero comimos pollo casi un año. Un negocio redondo Tenía pocos meses de haber llegado preso cuando me hice de un amigo que me propuso un negocio bastante rentable: yo tenía que conseguir un billete de a cien colones y él se encargaría, pues tenía la fórmula, de hacer

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tres copias o sea tres billetes falsos, los mandaríamos a cambiar y con los tres billetes que consiguiéramos volveríamos a hacer la misma operación, pues hasta un vigilante se nos había unido para encargarse de cambiar los billetes en la calle. Era un negocio tan redondo que en menos que canta un gallo nos haríamos ricos, pero yo tenía que conseguir el billete de a cien. El amigo que me propuso el timo, digo el negocio, le decían la Coneja y era ladrón fichado. Todos los días, la mamá —que era vendedora del mercado— le mandaba cosas de comer, creo que vendía carne y para mí era el mejor chicharrón o el mejor pedazo de carne; en fin que me quería tener contento para que consiguiera el billete que nos haría ricos. Varias semanas después, mi padre —que en paz descanse, pues ya hace varios años que fue llamado a la presencia del Supremo— me llevó doscientos colones, que en aquel tiempo era buen dinero, por supuesto me sirvió para pagar varias deudas que había contraído con algunos compañeros y la Coneja solo era pasaditas, porque sabía que me habían llevado dinero, pero sin atreverse a decirme nada, hasta que al fin se decidió y me dijo: — ¿Qué pasó con el voladito? Yo le contesté que no me había alcanzado porque debía demasiado y solamente me habían quedado unos

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25 pesos y él me dijo que aunque fuera con un billete de a 25 empezáramos el negocio. Yo me negué rotundamente y le regalé dos pesos, pero nunca más volví a comer chicharrón ni nada de lo que le llevaban, pero no fui timado, porque a otro recluso que le propusieron lo mismo, le dijeron que el billete se había quemado porque le habían puesto mucha solución y le devolvieron el billete quemado, que al examinarlo detenidamente se veía que era de a un colón. En los penales, hay quienes tratan de timar a sus compañeros cuando llegan nuevos y estos se dejan. El caso de Ricardo Castro El día que salí libre, mi despedida fue el cumplimiento de una promesa que había hecho cuando iban a fusilar a Ricardo Castro y quiero relatar el caso. Trasladaron a Ricardo Castro de Sonsonate, pues estaba condenado a muerte y tenían temor que se fugara de aquellas cárceles y cuando le notificaron un día antes de su fusilamiento el traslado para su ajusticiamiento, los Jefes del Penal concedieron el permiso de velarlo en vida y así pasamos la noche como si estuviéramos en el velorio de un muerto y a Ricardo le permitieron ingerir algún licor. En la presión de su tristeza, recuerdo que cantó la canción Perfidia, dando a conocer en ella, el sufrimiento que sentía, pues dicha canción empieza así: “Nadie comprende lo que sufro yo. Canto porque no puedo sollozar”. Con ese marco de tristeza, hice la promesa de atravesarme hincado desde el Teatro José Valdés hasta 173


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el altar de la Virgen de las Mercedes, en el interior del recinto penal, si no fusilaban a Ricardo. Cuando lo trasladó a Sonsonate la pareja de guardias nacionales que lo condujo, pasó por el lugar donde estaban los costales de arena que iban a servirle de paredón y cuando se los señalaron, se mantuvo sereno y valiente, así como había pasado la noche en la Penitenciaría, sin que en un solo momento, aparte de su canción, demostrara debilidad alguna; pero antes de la ejecución, el Coronel Oscar Osorio ordenó una investigación exhaustiva del caso y resultó que Castro no era merecedor de la pena de muerte, por lo que momentos antes de su ejecución le fue notificada la conmutación de la pena y entonces sí brotaron los lagrimales de Ricardo y fue hasta entonces que aquel hombre lloró. Ricardo andaba de parranda con un compadre en la ciudad de Izalco; el compadre “fondeó” como se dice en el lenguaje popular y como ambos andaban en sendas mulas, Ricardo al dejar solo a su compadre, para asegurarle su cabalgadura, se la amarró a los pies, como era costumbre hacerlo, sin ninguna mala intención, antes bien con la buena de que no se le fuera la bestia; pero después que Ricardo se fue, pasó un camión y cuando pitó, asustó al animal que era resabioso y al salir corriendo, arrastró al compadre por toda la calle y lo mató. Ricardo no tuvo intención de cometer aquella muerte. Así fue como con la investigación ordenada por el Presidente de la República, se conmutó la pena de muerte a Ricardo Castro. 174


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Epílogo

Y

o sabía que escribir un libro era difícil, nunca había escrito tanto, a lo más, notas de unas dos cuartillas o cuentos cortos, pero hoy me doy cuenta de la realidad; he corregido este texto muchas veces y siempre le he encontrado nuevos errores, ya sea de ortografía o construcción, y tengo la convicción de encontrarle otros si hago una nueva corrección, pero esta última corrección la terminé a las dos de la tarde del 15 de agosto del año 2001 y a las tres de la mañana del 16, o sea once horas después, sufrí un derrame cerebral que me redujo la visión en más del 60%. Afortunadamente, fui atendido oportunamente y he recobrado de ella un gran porcentaje, que me ha permitido, aunque con alguna dificultad, escribir este epílogo. Para terminar mi relato, puedo decir que lo escrito es solamente una parte de la historia de mi vida, escrita con la verdad. He tratando infructuosamente de conseguir una indemnización del Estado, por aquellos catorce años que injustamente pasé en la cárcel.

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La falta de visión y mi avanzada edad —pues ya cumplí ochenta años— me impiden trabajar, lo que he hecho toda mi vida, que ha sido una lucha denodada para poder mantener en forma digna a todos aquellos que de mí dependen y a quienes deseo dejar como legado un nombre limpio y honrado.

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H

an pasado más de 50 años desde que recuperé mi libertad. Al principio sentí deseos de vengarme por esa enorme injusticia, pero desde que nació mi primera hija olvidé por completo mis resentimientos y en lo único que pensé era que debía formarla y darle un buen futuro. Cuando nació mi segunda hija no me quedó duda de que mi familia era lo que me motivaría de ahí en adelante. Y cuando salí de la prisión, del confín más aislado y triste del mundo, me dediqué a trabajar arduamente, sin reloj y sin horario, por mi familia y por mi patria. He colaborado más de veinticinco años con un medio que me ayudó bastante, me refiero a DIARIO EL MUNDO. Por supuesto que antes me había desempeñado como periodista oficial en algunas instituciones de gobierno. 177


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A lo largo de los años, he visto a todos mis hijos triunfar en sus vidas y tengo a mis nietos que me han regalado incontables alegrías. Creo que si las cosas no hubieran sucedido como sucedieron, yo no habría conocido jamás a mi esposa y no tendría una familia tan hermosa. Gracias a Dios por haber recompensado al mil por uno mi sufrimiento.

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EpĂ­logo

Recuerdos familiares

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Carlos Edmundo HErrartE

Quince aĂąos de Irmita

En Masaya, Nicaragua

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Epílogo

Con mis hijos Carlos Rolando, Ana María, Irma del Carmen y José Antonio

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Mi familia


Carlos Edmundo HErrartE

Mis hijas, Irmita y Ana MarĂ­a

Jamsal y mi nieto Carlos Edgardo Salgado

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Epílogo

Mi hijo Carlos Rolando recién salido de la Escuela Militar

Carlos Rolando recibiendo título como oficial del Estado Mayor.

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Después de pasar catorce años de su vida encerrado injustamente, mi papá salió de la cárcel y se dedicó a trabajar para sacarnos adelante. Aprendió –y a nosotros nos enseñó– a sacar el mayor provecho del lugar donde estuviéramos. Debo reconocer que no pudo haber labrado mejor su camino desde la cárcel hacia las cumbres. Muchas cosas han pasado en nuestras vidas durante todos estos largos años. Cuando veo hacia atrás, con plena satisfacción puedo decirte con todo mi amor y con toda mi admiración: ¡Lo lograste, papá! Ana María Herrarte


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