La leyenda de Arga

Page 1


PRÓLOGO

En su novela La leyenda de Arga Xavier Escura hace desfilar una serie de personajes masculinos y femeninos por territorios que nosotros conocemos muy bien, tras 40 años de investigación sobre la evolución humana. De forma magistral rastrea comportamientos de una especie desaparecida y sus ambientes salvajes, describendo la vida de una banda de homininos que vivieron y murieron hace más de 400.000 años en un paraje de Burgos llamado Sierra de Atapuerca. Con una imaginación trascendente y un conocimiento de la realidad histórica adquirido a través de sus numerosas lecturas científicas, Xavier recorre el día a día de esta comunidad, que formaba parte de una población de preneandertales y de la cual ahora mismo ya conocemos su ADN, tanto el mitocondrial como el nuclear. Conocemos su talla y fisonomía, lo que comían y cómo se relacionaban, y cómo murieron o fueron asesinados algunos de sus miembros. Se dice que muchas veces la realidad va más allá de la ficción. En este caso, realidad y ficción se funden en un proyecto ejecutado de manera sistemática y siguiendo un hilo conductor que te mantiene atento durante toda la lectura.


10

Xavier Escura Dalmau

Gozar de la capacidad narrativa es una de las virtudes de la inteligencia humana. Que te regalen un relato que te mantenga interesado a lo largo de todo su recorrido es de agradecer, siendo ésta una propiedad que poseen ciertos escritores: la de hacerte sentir cercano a unos personajes que te hacen vivir sus vidas, y en las cuales tú, como lector, te proyectas. La vida doméstica, la caza, la recolección, el amor, la violencia, la vida, la muerte, la amistad, el sexo, la jerarquía..., toda una sucesión de cuestiones que nos interesan a todos, pero que habiendo sido realmente vividas por otra especie que no es la nuestra, ahora, sin embargo, son imaginadas por un Homo sapiens. EUDALD CARBONELL ROURA

Arqueólogo y paleoantropólogo. Codirector de los yacimentos de Atapuerca y director-fundador del Institut Català de Paleoecologia Humana i Evolució Social (IPHES)


La leyenda de Arga

PERSONAJES GENEALOGÍA Y LOS  HOGARES O FUEGOS DEL CLAN (EDADES EN EL INICIO DEL RELATO)

11


12

Xavier Escura Dalmau

RELACIÓN DE PERSONAJES PERSONAJES DEL PRESENTE GUR: El más fuerte y único cazador pelirrojo del clan. Aspira a suceder al líder Bor. BOR: Líder respetado del clan. Forma pareja estable y bien avenida con Ada. AREN: El cazador más inteligente, pero menos fuerte que Gur, el cual le considera su rival. BRUT: Cazador cojo, admirador de Gur. BROK: Cazador muy delgado, admirador de Gur. GER: El cazador más joven, hermano de Aren. Admirador de Gur. ADA: Hembra fija de Bor, efusiva y exuberante. Admira y quiere también al joven Aren. MARA: Anciana curandera, depositaria de la experiencia, la memoria y la sabiduría del clan. ORIA: Joven hembra de piel muy oscura. Hembra de Aren, pero también única amiga de Gur. TANA: Hija adolescente de Bor y Ada. Hembra de Gur, al que rechaza. Admiradora de Aren. GORK: Anciano cojo, sordo y tuerto, hermano de Mara. Superviviente de graves traumatismos. UGRA: Hembra afectuosa y generosa, madre de Aren. GUINA: Adolescente discapacitada, hija de Ugra y hermana de Aren. KRAM: Cachorro espabilado, hijo de Ugra y hermano de Aren. UMA: Hembra parlanchina, bajita y gordita, pareja del cojo Brut y madre de Oria. TOR: Adolescente rollizo e infantil, líder de los chiquillos. GRAMA: Hermana pequeña de Oria y Tor. LEMA: Hija pequeña de Bor y Ada. GROTA: Madre de Brok, Nera y del pelirrojo Gur. Hija de la legendaria pelirroja Arga. NERA: Hembra de Brok y hermana de Gur. BARK: Cachorro de Nera y Brok. KIM: Futuro hijo de Aren y Tana.


La leyenda de Arga

13

PERSONAJES DEL PASADO BURK: Hombre de Mara y jefe provisional del clan. Experto en tallar la piedra. MUR: Hijo de Burk y Mara, y padre de Aren. Mano derecha de Bor. Experto en tallar la piedra. TUR: Uno de los primeros machos que registra la memoria colectiva del clan. GORA: Hembra de Tur. Muere muy joven. BARA: Una de las primeras hembras que registra la memoria del clan. Hembra de Oker. OKER: Uno de los primeros machos y primer líder que registra la memoria del clan. MURA: Hembra enferma, siempre soñolienta. Hija de Tur y Gora. ABA: Hija de Tur y Gora; hermana de Mura y Rana. UR: Cazador y mano derecha del jefe Aruk. Padre de Burk, a quien enseña a tallar la piedra. ARUK: Líder heróico y prestigioso. Es padre, con su hembra Rana, de Mara y Gork. RANA: Hembra del líder Aruk. Hija de Tur y Gora. Madre de Gork y Mara. TRUK: Cazador y hermano del jefe Aruk. MITA: Hembra rechazada por poco agraciada, hermana de Aruk. MUK: Cazador de baja estatura, hermano de Gru. BORA: Madre de Bor, fecundada por Gork. TURA: Madre de Ada, fecundada por Gork. GRU: Cazador y hermano de Muk.

CLAN DE LOS PELIRROJOS DE LA MONTAÑA KEM: Líder de gran prestigio. Con su hembra Kara son padres de Arka o Arga. KARA: Hembra de Kem y curandera del clan. Madre de Arka o Arga. KUR: Cazador ambicioso que detesta a Kara y Arga. Sucesor del líder Kem. ARKA / ARGA: Hija de Kem y Kara. Madre de Mina, Muna y Grota. Figura legendaria en ambos clanes. MINA Y MUNA: Mellizas pelirrojas, hijas de Arga. KOR: Sucesor de Kur en el liderazgo. KER: Jefe de cazadores y hombre de Muna. URI: Futuro hijo de Gur y Oria.



PRIMERA PARTE



I

EL DESAFÍO DE LAS PIEDRAS 1.1.

Seis figuras peludas y medio desnudas deambulaban en silencio

por una de las márgenes pedregosas del río más grande.1 El radiante sol de primavera traspasaba el follaje traslúcido de chopos, sauces y alisos que se concentraban en la orilla opuesta de donde merodeaban los humanos. El ufano esplendor de verdes y ocres desbordaba los límites del bosque fluvial desparramándose más allá, entre hayas, fresnos y abedules. Río arriba, en las vastas llanuras de valles sombríos y colinas ondulantes y soleadas, eran los densos robledales y encinares quienes tomaban el protagonismo. Y no lo dejaban hasta muy lejos de allí, donde la planicie —por el horizonte de levante— ganaba altitud y los cerros, cada vez más escarpados, daban paso a la gran montaña de cimas blancas y tierras altas cortadas por desfiladeros, barrancos y quebradas.2 Los cazadores zigzagueaban ensimismados por el arenal y el pedregal que bordeaban el cauce del río. Su aburrida tarea re-

1 Río Arlanzón: posible pervivencia nominal de origen celta que hace referencia al río más grande, o más importante que el río Arlanza. 2 Sistema Ibérico.


18

Xavier Escura Dalmau

colectora quedaba envuelta por una cantinela fluvial caudalosa y vigorosa. Al sonsonete de la música de agua se le añadía el fragor del bosque y un agudo piar que surgía de la maleza y de la espesura, con el contrapunto del croar de las ranas proveniente del carrizal. Los seis machos aprovechaban la llegada del buen tiempo tras un invierno largo y crudo. La nieve, el frío y otras inclemencias les habían restringido mucho la actividad al aire libre. También les habían impedido la caza mayor, reduciendo en gran manera la obtención de alimentos y habiendo llegado a unos límites de supervivencia que no recordaban desde hacía mucho tiempo. Pero ahora, el calor matutino de un sol exultante les vigorizaba el cuerpo. Sólo unas finas pieles curtidas les colgaban deshilachadas de la cintura para abajo, hasta las rodillas, protección que les permitía moverse con agilidad por aquellas terrazas fluviales cercanas a la cordillera baja.3 Un único cometido les mantenía a todos la mente ocupada: la selección de cantos de río. Era necesaria una primera elección para ahorrarse un traslado demasiado pesado e inútil, habida cuenta de que después, en el campamento, buena parte del material también se acabaría desechando o estropeando. Se imponía, pues, una renovación a fondo de los utensilios de piedra que habían estado utilizando a lo largo de todo el invierno. El instrumental acusaba el desgaste, y más importante aún: les urgía disponer de cantos adecuados para fabricar nuevas armas. Habiendo dejado el frío atrás, necesitaban hachas y puntas de lanza renovadas para salir de cacería. Examinaban detenidamente cada guijarro que recogían y, a menudo, tras chasquear la lengua o emitir un gruñido sordo de rechazo, los soltaban de nuevo sobre la orilla pedregosa. Oca3 Sierra de Atapuerca.


La leyenda de Arga

19

sionalmente, sin embargo, dejaban ir un resuello gutural más agudo de aprobación, seguido por la rápida introducción del material dentro del rudimentario zurrón de piel que llevaban colgado de la espalda, bolsa en la cual cada uno llevaba también, enroscada en la estrecha cinta que hacía las veces de correa, su larga e inseparable jabalina de madera. El más fornido de todos ellos era el joven Gur, que también se distinguía de los otros por su tórax ancho y potente, y por su frondosa y desmelenada cabellera, roja como el incendio de un crepúsculo. Su piel clara y pecosa contrastaba, así mismo, con la de los demás cazadores, cuyas tonalidades más morenas se acompañaban de un cabello la coloración del cual oscilaba del marrón al pardo más oscuro. El pelo cubría el cuerpo de los seis cazadores casi por entero, con leves diferencias entre unos y otros. La mata de pelo de la cabeza, largo y espeso, descendía de forma mucho más rala y dispersa a la cara, donde, después del repunte de unas cejas tupidas, sólo el claro de los ojos hundidos y la ancha nariz conseguían librarse del todo. El pelaje volvía a señorear, aunque en densidad y longitud decrecientes, por los hombros, pecho y espalda, para continuar, sin interrupción, a lo largo de las piernas. Y si bien las prominentes cejas peludas protegían unos ojos más o menos claros en todos ellos, los de Gur, más grandes, también se distinguían por teñirse de irisaciones que, a plena luz del sol, reflejaban una gama de colores que iban del verde al azul. Gur había dejado de agacharse y de recoger piedras para desplazarse hasta el talud que, más alejado del cauce del agua, delimitaba el pedregoso arenal. Una roca grande le había llamado la atención y se acercó hasta plantarse ante ella. La examinó con creciente interés. Constató que la piedra, empotrada como otras encima del terraplén, le llegaba a la altura de su pecho.


20

Xavier Escura Dalmau

«Debe de pesar más que yo», pensó. Se arrimó hasta tocar el pedrusco y lo abrazó, tanteándolo con sus brazos musculosos y pecosos, llenos de cicatrices y arañazos que tanto le enorgullecían. Dejó el abrazo mineral y se irguió de nuevo. Ladeó la cabeza y dirigió la mirada hacia el río, que bajaba turbio y vigoroso. En un tramo algo alejado y superior del curso fluvial, un rinoceronte se retiraba con lenta parsimonia, tranquilo y satisfecho, después de recalar en un meandro de la orilla opuesta que, por su fácil acceso, resultaba un abrevadero idóneo. El enorme y pesado animal parecía ceder educadamente el turno a un ciervo altivo de astas gigantes que, surgido de la espesura del bosque que bordeaba la ribera, se acercaba con precaución, sin perder de vista al rinoceronte —lo tenía más cerca— ni a los humanos que faenaban más abajo. El instinto le decía que, a pesar de la distancia, de quien menos podía fiarse era de los seis cazadores. Sin embargo, la caudalosa corriente de agua que se interponía entre ellos era una frontera determinante. Una barrera al otro lado de la cual los animales dejaban de ser un objetivo de caza para los humanos, habida cuenta de la imposibilidad de una persecución. Delante de la gran roca, y sin reparar en las dos pacíficas bestias de río arriba, Gur esbozó una sonrisa maliciosa. A él le aburría sobremanera aquella tarea recolectora de piedras que consideraba más propia de hembras o de viejos. Aquella faena no requería de fuerza ni valor. Para un cazador como él, representaba una lamentable pérdida de tiempo, y también una afrenta. Así se lo había hecho saber en varias ocasiones a Bor. Pero la decisión del líder del clan era inapelable: con la llegada del buen tiempo todos los machos tenían que contribuir a esta primera selección masiva y a su pesado traslado al campamento. El primer cargamento después del invierno —insistía Bor—


La leyenda de Arga

21

tenía que contar con todos los hombres. Después, posteriores recogidas y selecciones podían ser a discreción, más puntuales e individuales. Pero el altivo cazador pelirrojo no se resignaba. «Parecemos chiquillos, aquí todos recogiendo piedrecillas de acá para allá. O peor aún, ¡una pandilla de hembras!», pensaba Gur, dolido. «¡Qué trabajo tan poco digno para un cazador. Bor es un buen jefe, pero en eso, también se equivoca!» Con gesto desafiante y resolutivo giró la cabeza para observar a sus compañeros, más cercanos al cauce del río. Bor y los cuatro machos restantes proseguían ensimismados con su tarea escrutadora y seleccionadora, ajenos a la parada de Gur. Solamente Aren, más cercano a él, se había percatado de la inmovilidad del fornido pelirrojo, así como del inusitado interés que a éste le merecía una de las grandes rocas que coronaban el talud. Sin embargo, Aren continuó impasible con su trabajo. Su indiferencia, no obstante, no era una actitud natural ni espontánea, sino simulada y premeditada. Tenía una razón de peso: detestaba a Gur. Evitaba, todo cuanto podía, prestarle atención y otorgarle el más mínimo protagonismo. Ambos tenían aproximadamente la misma edad: dieciséis inviernos de vida. Eran jóvenes cazadores en la plenitud de sus facultades, los mejores después del líder. Pero esto no los acercaba, sino al contrario, porque el sentimiento de animadversión era mutuo. Aren, más reflexivo e inteligente, estaba harto de la arrogancia y prepotencia del pelirrojo. Reconocía que Gur era el más corpulento y fuerte de todos ellos, incluso más que Bor. Pero al jefe del clan nadie le discutía su condición de macho dominante, habida cuenta de sus aptitudes y experiencia. Se lo había ganado a pulso. Como macho supremo del grupo ejercía una autoridad moral y real, sabiendo combinar firmeza y prudencia, según la conveniencia de cada situación y momento. Y este equilibrio transmitía seguridad y confianza a toda la comunidad.


22

Xavier Escura Dalmau

Aren sabía que en la jerarquía de los cazadores él ocupaba tan solo el tercer lugar. Pero lo aceptaba con resignación, a pesar de que su amor propio se resintiera un poco. Nunca había cuestionado la hegemonía que, por debajo del indiscutido Bor, ejercía el pelirrojo sobre los tres restantes machos activos del grupo. Ciertamente, su propio hermano Ger —el cazador más joven—, Brut el cojo y Brok el flaco admiraban la fortaleza de Gur. Una preferencia —admitía Aren— que era lógica y estaba en buena parte justificada, porque Bor ya era un macho muy maduro. Acumulaba veintiocho inviernos de vida. La vejez no le quedaba lejos, y cuando empezaran a flaquearle las fuerzas habría que contar con un sucesor capaz de ponerse al frente del clan... Pero este momento aún le parecía remoto a Aren, y esto le consolaba. El líder conservaba íntegros la fuerza, la energía y los reflejos que le caracterizaban, a pesar de la aparición de los primeros mechones de pelo gris en su densa y oscura cabellera. Sólo había que ver cómo perseguía aún a su voluptuosa hembra Ada, y cómo la hacía chillar cuando la montaba como un potro joven, sin contemplaciones. Cabe decir que la fogosidad de Bor no estaba exenta de consecuencias, puesto que alborotaba a los demás machos y ponía en guardia al resto de hembras, que se veían inevitablemente asediadas por las pasiones desatadas y perentorias de los cazadores. Y aunque la paciencia y resignación femeninas solían aplacar el deseo de los machos que por regla general se desahogaban con ellas, no siempre, sin embargo, se mostraban todas receptivas y predispuestas a resolver el puntual calenturón. Cuando alguna no aceptaba ser montada, el conflicto podía dar lugar a una tumultuosa persecución y forcejeo que bien podían acabar con algún chichón o rasguño —de él, de ella o de ambos—, eventualidad que, por lo menos, rebajaba de inmediato el ardor masculino.


La leyenda de Arga

23

Respecto al liderazgo, Aren reconocía que a los cazadores les tranquilizaba saber que, con Gur, el clan no tenía por qué temer por la sucesión del macho supremo. Era muy importante tener resuelto, y más o menos consensuado, quién podía ser el sustituto para cuando llegara el día del relevo. De esta manera se evitaba el riesgo de dejar que afloraran y se descontrolaran ambiciones imprevisibles y peligrosas rivalidades latentes. La difícil situación podía presentarse en cualquier momento, ya fuera a raíz de un accidente o enfermedad fulminante del líder, como por el hecho de caer víctima de una agresión por parte de un clan hostil o de un depredador carnívoro surgido en mitad de una cacería. La fortuna podía sonreír a Bor permitiéndole envejecer sin grandes contratiempos, pero tampoco era descartable que la fatalidad se cebara en él aquel mismo día, mientras regresaban del río, por ejemplo... La comunidad necesitaba esa seguridad, y Aren era el primero en aceptarlo. Pero eso no quitaba que encontrara insoportables las fanfarronadas de Gur, así como el menosprecio con que trataba a casi todo el mundo, sobre todo a las mujeres. Impelido por su orgullo, pues, no disimulaba su profunda animadversión hacia el pelirrojo, el cual, a su vez, sufría ante su convicción de que Aren aspiraba también a liderar el clan. Gur veía en Aren a su gran y único rival en la sucesión de Bor, y de un tiempo a esta parte su inquietud iba en aumento al sospechar que su contrincante no se limitaba a contar con la admiración y la preferencia de las hembras —evidentes e incondicionales—, sino que, más escondidas y disimuladas, quizás también las del líder. Eso era lo que Gur más temía. Para empeorarlo aún más, Aren era el hijo del malogrado Mur, que había sido el mejor cazador y amigo de Bor, el cual todavía lamentaba su ausencia pese a los inviernos ya transcurridos.


24

Xavier Escura Dalmau

Entre unas cosas y otras, Gur se veía empujado a hacerse valer, a exhibir sus capacidades siempre que encontrara la ocasión para ello. Aquel gran pedrusco cerca del río era una de ellas, y muy oportuna. Profirió un gruñido ronco para reclamar la atención del grupo y levantó los brazos ostentosamente: —¡Fijaros bien! ¡¿Veis todos esta roca grande?! No desaprovechaba ninguna oportunidad para desafiar a Aren ante los demás cazadores. Necesitaba contrarrestar las alabanzas que, cada vez más frecuentes, el líder le dedicaba a su rival y a su habilidad tallando piedras. Y aunque el hecho fuera indiscutible —Gur lo reconocía—, aquellos elogios lo sacaban de quicio. No soportaba que Bor pudiera valorar más aquellas habilidades manuales que su fortaleza. Las potentes exhibiciones de fuerza que él intentaba prodigar, siempre quedaban relegadas ante cualquier canto de río tallado y afilado por el hijo de Mur. Era muy desalentador para él. Las supersticiones del clan tampoco le favorecían en nada, puesto que una creencia muy enraizada sostenía que las piezas mejor trabajadas venían inspiradas por un antepasado que también habría destacado cortando la piedra. La tradición lo redondeaba, además, con el convencimento de que el alma de este antiguo maestro se introducía dentro de los mejores utensilios y herramientas conseguidos. Él no se las acababa de creer esas historias. Pero en el caso de que fueran ciertas, se preguntaba por qué los antepasados no habrían de inspirar y honrar, también, a los cazadores más fuertes y valientes. Gur consideraba que el líder procedía a una injusta y desequilibrada distribución de méritos, y que, últimamente, los suyos eran menos valorados. Ello le obligaba a multiplicar sus demostraciones de fuerza física si quería mantener vivo su


La leyenda de Arga

25

prestigio entre los demás machos. Por otro lado, la predilección de las hembras por Aren no le quitaba el sueño. La desdeñaba, como a ellas, e incluso podía llegar a comprenderlo. Pero lo que consideraba del todo incomprensible e inadmisible, era que el macho supremo pudiera llegar —si era el caso— a compartir esta preferencia. El pelirrojo no dejaba de preguntárselo a sí mismo una y otra vez: «¿Cómo es posible que Bor dé más importancia a las filigranas conseguidas repicando una piedrecilla que a mis demostraciones de poder y resistencia?» No se lo quitaba de la cabeza: «¡Tendría que darse cuenta de que cortar mejor o peor la piedra está al alcance de viejos y hembras! ¿En cambio no es capaz de ver que para hacer frentre a un león cavernario, o para cazar, somos más útiles yo y mi lanza que Aren con todos sus juguetes de piedra? ¡Incluso en el caso de que los muertos metan después sus almas dentro!» Del otro lado del río y de las entrañas del bosque llegó, apagado por la distancia, un rugido airado de un oso de las cavernas, seguido por los inquietantes aullidos de una manada de lobos. No obstante, y dada la lejanía del incidente, a nadie le mereció el más mínimo interés. Cuando Gur comprobó, esta vez sí, que los cazadores habían dejado su tarea para, llenos de curiosidad, quedarse plantados mirándole a él —también Aren, resignado—, señaló con gesto enérgico la voluminosa roca que tenía enfrente y se acercó de nuevo a ella hasta tocarla. Después giró la cabeza una última vez para desafiar a Aren con la mirada, hinchó su pecho poderoso, se pegó a la piedra y la abrazó agarrándola con fuerza. Tras unos tensos instantes de incertidumbre, logró con gran dificultad levantarla un palmo del suelo, entre suspiros y gruñidos ahogados. Seguidamente se desplazó con pasos cortos e


26

Xavier Escura Dalmau

inseguros talud abajo, en dirección al río, en un breve trayecto que a todos se hizo eterno. Finalmente, y después de un esfuerzo supremo, la soltó entre gritos de rabia y sufrimiento intentando impulsarla hacia el cauce del río. La roca cayó rodando por la suave pendiente de forma lenta y pesada, pero la grava del arenal la fue frenando hasta detenerla del todo justo al alcanzar la orilla, sin llegar a entrar en contacto con el agua. Resoplando, pero satisfecho, levantó sus brazos peludos y pecosos en señal de triunfo. A sus viejas cicatrices acababa de añadir nuevos rasguños que le sangraban. Sudaba a chorros dado el descomunal esfuerzo realizado, y mucho más cuanto que a medida que avanzaba el día iba apretando el calor. Había sido una demostración contundente de superioridad. Una proeza más que, con toda certeza, nadie podía emular. —¿¡Qué?!... ¿¡Quién es el más fuerte?! —reclamó Gur. Brut, Brok y Ger no tenían la más mínima duda acerca de quién era el más fuerte, y, a diferencia de la pasividad de Bor o la displicencia de Aren, lo celebraron con gritos de admiración y reconocimiento mientras agitaban los brazos aclamando repetidamente a su héroe: —¡Gur es el más fuerte! ¡Gur es el más fuerte! Pero al final el jefe del clan chasqueó la lengua, clavó una mirada a Gur en la que se mezclaban el disgusto y la reprobación, y levantó un brazo para reclamar la atención y hacer callar a los que no cejaban en su entusiasmo. No podía resignarse a no decir nada. El líder no podia aceptar, una vez más, aquella innecesaria y estúpida ostentación. —¡Ya sabemos todos que Gur es el más fuerte! ¿Alguien lo discute? —Se golpeó el pecho con el puño—. Bor no lo duda en absoluto. Pero con esta inútil exhibición... ¡Gur se ha cansado y ha hecho sangrar a sus brazos sin necesidad! —Lo remató con


La leyenda de Arga

27

un lamento teñido de reproche—: ¡No le ha servido de nada, ni a él ni al grupo! El hermano de Aren, el ingenuo Ger —trece inviernos—, no alcanzaba a entenderlo: «¿Por qué no sirve de nada que Gur nos demuestre de nuevo que es el más fuerte de todos?», se preguntaba desconcertado. Tampoco Brut el cojo ni Brok el flaco llegaban a comprender la necesidad de Bor de aguar los méritos del fornido pelirrojo. Pero todavía les confundía más que el jefe del clan pudiera dudar de él y preferir a Aren cuando llegara el momento del relevo. Para los tres cazadores, la superioridad de su admirado Gur era irrebatible. No obstante, el gran respeto que les merecía Bor, y el afecto que además sentían por Aren, les inducía a mantener las distancias. Procuraban no interferir ni significarse demasiado en medio de aquellas rivalidades y desaveniencias. En caso contrario, aún podrían salir trasquilados.

1.2.

A Bor le disgustaban aquellos actos gratuitos de fanfarronería.

No le gustaban los desafíos del pelirrojo ni sus exhibiciones despilfarradoras de energía. Sin embargo, se sentía responsable de la rivalidad que enfrentaba a sus dos mejores cazadores. Un antagonismo pernicioso que ya venía de lejos, pero que últimamente se había exacerbado y no sabía cómo resolver. Era consciente de que sus hombres situaban a Gur justo detrás del líder en la jerarquía del clan, y daban por hecho que ocuparía su lugar cuando él ya no estuviera o no se hallara en condiciones de dirigir la comunidad. Pero de un tiempo a esta parte una idea


28

Xavier Escura Dalmau

iba cobrando fuerza en su cabeza: ¿No le convendría más, al grupo, un jefe con el juicio y la inteligencia de Aren? Porque si a estas virtudes le añadía, además, la incomparable destreza del muchacho en el trabajo con las piedras, la conclusión a que llegaba era que, para la supervivencia del clan, quizás era más útil un líder con la maña de Aren que no con la simple fuerza bruta de Gur. Por otro lado, Aren también era un cazador fuerte y resistente, si bien no tanto como el corpulento pelirrojo. Pero sobre todo trataba mejor a las hembras y a los viejos, con más respeto, mientras que Gur los ignoraba y a veces los menospreciaba. Eso cuando no los maltrataba, como había llegado a hacer con algunas hembras y sin motivo alguno, sólo por su mal genio, obligando al jefe del clan a intervenir en más de una ocasión. El temperamento arisco, desafiante y arrogante de Gur siempre había sido motivo de tensiones y disputas, ya desde que era adolescente. Su carácter rudo y su prepotencia tensionaban mucho las relaciones con casi todo el mundo. Sólo sus tres incondicionales cazadores se lo toleraban y perdonaban todo. Sin contar con los más pequeños, que admiraban sin reservas al pelirrojo, que era su gran héroe. Eso sí, un ídolo con el que convenía mantener una prudente distancia. Bor se lamentaba y se enojaba, porque de un tiempo a esta parte no conseguía evitar que la tensión alrededor de Gur fuera a más, y el clan se resentía de ello. Aquella última exhibición estéril, particularmente, con el levantamiento y lanzamiento de la gran roca hacia el río, lo había irritado de forma especial. No obstante, como líder se veía obligado a contenerse y a perseverar, sin desfallecer, en busca del equilibrio. «¿Cómo le puedo hacer entender, a esa cabeza de alcornoque, que la fuerza no lo es todo?», se preguntaba. «No se da cuenta y no aprende. Es demasiado orgulloso y quizá demasiado joven todavía.» Suspiró hondo, convencido de que había que tener


La leyenda de Arga

29

más paciencia con él: «Necesita más tiempo. Hay cazadores jóvenes que tardan más que otros en madurar y en llegar a ser adultos del todo». En cambio, el pelirrojo, por su lado, se mostraba exultante. Después de su proeza con el pedrusco, y a pesar del lamentable comentario de Bor, había permanecido con la mirada desafiante clavada en Aren. No perdía la esperanza de vislumbrar algún día un gesto, un signo de aprobación tan sólo, o de simple reconocimiento, por parte del único cazador que —cada vez estaba más convencido de ello— podría llegar a obstaculizar su legítima aspiración. Era incapaz de ver que Aren no albergaba ninguna intención de competir con él por el liderazgo de la comunidad. No se daba cuenta de que su hipotético rival no ambicionaba ser el macho supremo del clan... interesado y ocupado como estaba en un sinfín de otras cosas y actividades mucho más atrayentes para él. Sin embargo, y fuera como fuese, Aren estaba harto de aquellas provocaciones y desafíos. Gur no cejaba de pincharlo y de perseguirlo para poner a prueba su virilidad y coraje. Lo ridiculizaba siempre que podía, intentando ponerlo en evidencia. Sabía que el objetivo obsesivo del pelirrojo era erosionar la confianza que el líder tenía depositada en Aren. Y frente a ello, el hijo de Mur no podía permitirse fallar. No podía decepcionar a Bor, y, menos aún, mostrarse poco digno de la memoria de su padre, razón por la cual, cuando Gur lo retaba en presencia del jefe del clan, cuando lo provocaba delante de todos poniendo en juego su honor, él se veía obligado a responder. De la profundidad del bosque, al otro lado del río, no dejaba de llegar la sorda y variada algarada animal, reveladora de vitalidad y de los conflictos que de forma permanente en él se dirimían. Pero nadie registró el nuevo y lejano rugido del oso,


30

Xavier Escura Dalmau

entre indignado y desesperado —probablemente herido—, seguido del aullar de los hambrientos lobos que, sin duda, lo asediaban y estaban a punto de abatirlo. Aren se sentía observado por todos. Sin quererlo, se había convertido en el centro de atención. Dio un vistazo a su alrededor y se dirigió lentamente hacia el terraplén que delimitaba la cuenca fluvial, donde Gur se había agarrado a la piedra que consiguió desplazar hasta casi meterla en el agua. Clavadas en aquel desnivel del terreno había otras rocas, incluso más grandes que la del pelirrojo, tras la cuales empezaba un sotobosque muy despejado entre sauces y chopos, lejos de la espesura del otro lado del río. Se acercó al tronco muerto de un chopo muy joven, lo examinó y lo sacudió brevemente. Acto seguido lo agarró con ambas manos, tirando con fuerza de él. La humedad y esponjosidad del suelo facilitaron que lo arrancara de raíz sin gran dificultad. Gur, pasados unos momentos de perplejidad, estalló en gritos y gestos ostensibles de burla. El rico lenguaje gestual del clan, con movimentos de manos y brazos, actitudes corporales y un amplio registro de expresiones del rostro, añadían complejidad y complementaban su lenguaje verbal, más limitado: —¡Esto lo puede hacer un cachorro! ¡Aren ha hecho el ridículo! ¡¿Qué nos quiere enseñar?! ¡¿Cómo construir una lanza inútil con este tronquito muerto y contrahecho?! Sin embargo, la víctima de la burla aún no había acabado. Mientras sostenía el raquítico tronco con las manos, como si de una gruesa lanza se tratara, se desplazó hasta detenerse tras una roca más voluminosa que la elegida por Gur. Seguidamente, y ante la estupefacción de todos, comenzó a hurgar y a excavar bajo la piedra con la punta más delgada del tronco.


La leyenda de Arga

31

A continuación, se agachó y lo calzó dentro del agujero, fijándolo con unas cuantas piedras más pequeñas que se apresuró a recoger con las manos. Sin tomarse ni un momento de respiro, se incorporó de nuevo e hizo palanca encima del tronco cargando con todo su cuerpo. La palanca funcionó con eficacia, desplazando a la gran roca del rellano y haciéndola caer rodando por el talud abajo. El impulso con que la palanca improvisada de Aren la había propulsado, junto al propio peso de la piedra, hicieron que esta vez se precipitara con más ímpetu y cruzara, menos frenada por el arenal, toda la orilla, hasta irrumpir de lleno en el cauce del río, chocando con gran tumulto contra el agua y sacudiéndola a borbotones. El poderoso ciervo de soberbias astas que, más arriba y en la orilla opuesta, ya había tenido sus dudas de si huir con la primera piedra, dejó de beber de golpe, como también lo hicieron un par de jóvenes y tímidas ciervas incorporadas desde hacia poco al abrevadero natural. Los tres cérvidos levantaron simultáneamente la cabeza, alarmados, y tras dar media vuelta emprendieron una veloz y elegante huida hacia el interior umbroso del bosque. Un castor atareado, que trasteaba entre la orilla arenosa y unas matas de cañas inclinadas, también se deslizó apresuradamente, ágil e indignado, hacia el fondo del río. Un par de lustrosos patos, que se habían estado limpiando las plumas con esmero mientras se deslizaban relajadamente por la superficie del agua, alzaron el vuelo asustados y alarmados mientras protestaban de forma estentórea e iracunda. Una agradable brisa de primavera peinó perezosamente el follaje y el ramaje de chopos y sauces. Finalmente, Bor reaccionó entre sorprendido y complacido. En esta ocasión gesticuló con evidentes signos de aprobación: —¡Muy bien, Aren! ¡Muy bien!


32

Xavier Escura Dalmau

Brut, Brok y Ger lo imitaron de entrada, pero su mimético entusiasmo pronto flaqueó. No habían llegado a captar la rápida maniobra del hijo de Mur. Confusos y desconcertados, no acababan de entender qué diantre había sucedido allí. Bor insistió mientras señalaba las dos rocas movilizadas por sus dos mejores cazadores, a una cierta distancia la una de la otra. La primera, sorda y detenida cerca del agua por el arenal; la segunda, de mayor tamaño, habiendo entrado de lleno en el río, con el fragor y estrépito consiguientes. —¡Aren ha demostrado ser muy astuto! —les decía el jefe, maravillado y vehemente a la vez—. Con menos esfuerzo ha desplazado una roca más grande que la de Gur. Y además, ha llegado más lejos. ¡La ha metido dentro del río! ¿Lo habeis visto, no? Lo comunicaba con fervor, necesitando convencerlos. Pero no se engañaba. Era escéptico acerca de la capacidad de comprensión de sus hombres, exceptuando a Aren. Si él mismo a duras penas lo comprendía, ¿qué podía esperar del renqueante Brut, de Brok el flaco y del joven Ger? Le corroía la impotencia de no saber cómo explicarles por qué la maniobra de Aren resultaba más ingeniosa y eficaz que la inútil exhibición de fuerza de Gur. Él lo intuía, creía captarlo, pero se veía incapaz de razonarlo. Como tampoco se veía capaz de convencer a nadie de que para enfrentarse a la realidad del día a día, para superar los continuos retos que los obligaban a debatirse entre la vida y la muerte, necesitaban algo más que la simple fuerza bruta. Por si fuera poco, la experiencia de sus vidas y de su entorno entraba en flagrante contradicción con aquello de que les quería convencer, poniéndoselo en definitiva muy difícil a Bor y sus intuiciones. No en vano, el peligro que les rodeaba y asediaba día y noche les demostraba a gritos, sin matices ni excepción alguna, que


La leyenda de Arga

33

cuanta mayor potencia física y capacidad destructora pudieran oponer contra sus enemigos o depredadores, más probabilidades tendrían de sobrevivir. Una ley natural que era tan válida para ellos como para cualquier animal salvaje que les disputara el territorio y la opción de ser cazados o cazadores. A todo esto, Gur permanecía tenso e inmóvil. Con su mirada ensombrecida por el odio y el rencor, observaba detenidamente al jefe del clan y a su rival, alternativamente. Mientras tanto, se cumplía el temor de Bor: los otros tres cazadores se lo habían pensado dos veces y volvían a proferir exclamaciones con signos de reconocimiento y preferencia hacia el pelirrojo. —Aren es astuto... ¡pero Gur es el más fuerte! —gritó Brut. —¡El más fuerte de todos! —exclamó Ger, con mayor precisión. Ciertamente la extraña y desconcertante maniobra de Aren los había confundido de entrada, pero ahora lo volvían a tener muy claro. El hijo de Mur podía ser más ingenioso, más diestro en tallar la piedra, incluso más amable y considerado hacia los chiquillos, ancianos y hembras, pero era incapaz de realizar las exhibiciones de poder y de fortaleza con que les obsequiaba el pelirrojo y que tanto les enardecía. Al fin y al cabo, la pregunta que se hacían ellos mismos y que se acababa imponiendo era bien sencilla y concreta: después de Bor, ¿quién les podía ofrecer más seguridad y garantizar el éxito frente a la agresión de un león o de un inmenso oso furioso? ¿O ante el ataque violento de un clan hostil y belicoso de la montaña, como el que los viejos recordaban haber sufrido cuando eran cachorros? Para hacer frente a situaciones de vida o muerte como aquéllas, ¿alguien se podía imaginar que saldrían mejor parados con la amabilidad y habilidades manuales de Aren que con la dureza y fuerza física de Gur? Para los tres cazadores no había lugar para la duda. Por mucho que Bor se empecinara,


34

Xavier Escura Dalmau

no les convencerían de otra realidad que la que acababan de constatar por enésima vez. Una realidad que les reiteraba, de forma rotunda, que el pelirrojo era el más corpulento y forzudo, y, por tanto, el mejor de todos ellos. Apreciaban y respetaban mucho a su líder, pero en eso Bor no les podía engañar. Un rato después abandonaban la ribera y, con los zurrones llenos de cantos de río, subieron por el talud hacia la terraza fluvial superior, enfilando un sendero que discurría entre la maleza antes de salir a campo abierto. La primavera había hecho crecer con vigor los matojos y hierbas de la pradera, convirtiéndola en un tapiz continuo y coloreado de flores silvestres: una alfombra natural que iba del blanco de las liliáceas al morado de las violetas, pasando por el amarillo y el azul de las gencianas. Dejaron atrás el bosque fluvial y cruzaron un bosquecillo mixto de hayas y pinos que pronto se rendía a los robledales y encinares, hegemónicos por todo el territorio. Un predominio que sólo cedía en algunos lugares más secos y alejados del agua, donde enraizaban mejor las carrascas y los olivares. Siempre que estaba en su mano pasaban por prados abiertos y por los claros, por cuanto les permitía, a pesar del brezo y los matojos, una mayor visibilidad y seguridad. Unos cargaban los rudimentarios zurrones en la espalda y otros de costado, destacando por volumen —hasta casi reventar el zurrón— la carga que invariablemente llevaba Gur. La proeza era celebrada de forma repetida por sus incondicionales, que incluía en el campamento a los más pequeños del clan. No importaba que después el material recogido por su héroe acostumbrara a ser el menos aprovechable, siendo del que más se desechaba. No lo tenían en cuenta. Como también hacían caso omiso de las burlas femeninas, cuando ponían en duda que las almas de los antepasados pudieran encontrar nunca refugio


La leyenda de Arga

35

en las piedras mal talladas y en las piezas fallidas del pelirrojo. Lo que a ellos les importaba era que su zurrón era siempre el más lleno y pesado, y que ante cualquier reto cotidiano su ídolo triunfaba una y otra vez. La marcha de los cazadores solía mantener un cierto orden jerárquico, aunque no estuvieran de cacería. Bor, al frente, marcaba el camino a seguir. Detrás de él, en silencio y sin mirarse, marchaban Gur y Aren, separados y a suficiente distancia entre ellos para no sentirse incómodos. Aren estaba satisfecho. Si algún antepasado le inspiraba de nuevo, podría obtener un buen utillaje de sus piedras. Alzó la mirada hacia arriba: suaves y cándidas nubes se deslizaban mansamente, pareciendo querer jugar a tapar el sol. Pero el astro de fuego, impávido y displicente, se las quitaba rápidamente de encima, esgajándolas y deshilachándolas sin compasión hasta su completa extinción, diluidas en el intenso e inmenso azul del cielo. Un aire tibio y ligero lo abrazó con un perfume de lavanda y romero. La brisa suavizaba —¡por fin!— el insólito calor de la mañana. Esbozó una sonrisa de felicidad, ajeno a la marcha ceñuda y altiva del pelirrojo, a una prudente distancia de su lado. Detrás de ellos, y en un absoluto desorden, les seguían los demás cazadores. La cojera de Brut no le impedía avanzar tan ágil como el que más —muchos inviernos atrás se había precipitado de un risco en plena cacería—. El discreto y fibroso Brok era tan seco y delgado que aparentaba una fragilidad engañosa, que, por contraste, otorgaba al hermano de Aren, el joven Ger, una apariencia más sólida y madura. Los tres intercambiaban animados comentarios sobre la última proeza de Gur con la roca. También sobre la extraña operación de Aren, que, al no haber sido precedida de ninguna destacada demostración de fuerza, los había dejado más bien


36

Xavier Escura Dalmau

fríos, sin saber exactamente qué méritos atribuirle, por mucho que insistiera y se empeñara Bor. Mientras hablaban y gesticulaban con viveza no dejaban de controlar el límite del bosque, las márgenes del camino y el horizonte por todos lados. Los seis cazadores sujetaban ahora las jabalinas con sus manos. Cualquier desplazamiento, por breve que fuera, representaba un riesgo, y el instinto no les permitía bajar nunca la guardia. Una de las principales amenazas lo constituían los grandes depredadores carnívoros, como aquella gran hiena manchada que, sentada a suficiente distancia, allá donde empezaba el bosque, les observaba fijamente. Sabían que de entrada no entrañaba un peligro, pero eso no era óbice para que la vigilaran de soslayo, constantemente, con una tensión inconsciente que les hacía agarrarse a sus lanzas, atentos al más mínimo indicio de acción de la bestia. No obstante, que el animal se exhibiera con aquella actitud indolente era una ostensible declaración de ausencia de amenaza. Otra cosa bien distinta sería si volvieran de caza. Pero el mismo carroñero sabía que éste no era el caso. La hiena no albergaba, pues, el más mínimo interés por la carga mineral que transportaban aquellos humanos que, desde hacía mucho rato, había estado observando con curiosidad menguante.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.