El Jardín del ginkgo

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CAPÍTULO I

Por aquel entonces yo vivía en una casa de huéspedes, no muy

lejos de la Universidad. Sin los recursos suficientes como para procurarme un alojamiento más idóneo, mis padres, honrados aunque humildes comerciantes de la provincia, habían logrado, gracias a severas privaciones, que su único hijo pudiera estudiar leyes en una Universidad de fundación imperial y papal. Mi padre se ocupó personalmente de escoger la casa de huéspedes y de negociar con la patrona —una desconsolada viuda venida a menos— las condiciones del pupilaje. La habitación elegida fue una pieza del último piso, orientada hacia el sur, con balcón abierto a la calle trasera. Sin embargo, en seguida surgieron serios inconvenientes: a juicio de mi padre, a través del tabique de la habitación se escuchaban toses procedentes del aposento contiguo que podrían molestarme. La patrona explicó que pared por medio vivía un huésped enfermo, circunstancia que no debía inquietarnos, porque si nos decidíamos por aquella habitación, alojaría al enfermo en otro aposento. Mi padre accedió a la propuesta de la mujer, no sin antes obligarla a desplazar hacia la pared medianera un pesado armario de luna para amortiguar los ruidos. Aun así, el honrado aunque humilde comerciante seguía percibiendo las toses; entonces, la Desconsolada Viuda se


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plantó frente a él con los brazos en jarras y le dijo con femenil desenvoltura: —Deje de pegar el oído a la pared: el enfermo se morirá muy pronto. Una vez acomodado en la casa de huéspedes, y creyendo responder así al sacrificio de mis padres, llevé una vida sobria y austera, casi monacal, recluido entre las cuatro paredes de mi celda de anacoreta, entregándome concienzudamente a un estudio solo interrumpido por las toses del moribundo, quien, a pesar de la promesa de la Desconsolada Viuda, no fue trasladado a otra habitación. Únicamente salía a la calle por las mañanas para asistir a clase. Careciendo como carecía de la menor inclinación hacia la profesión de jurista, con aquel tesón procuraba satisfacer los deseos de mi padre, quien quería verme convertido en abogado así que pasaran cinco años. Las clases se sucedían una tras otra, sin que ninguna de las asignaturas despertase mi interés, mientras, oculto a la mirada de los profesores tras una columna, me entregaba a las ensoñaciones de un estudiante solitario. En los descansos, la mayoría de los alumnos salía al patio a fumar cigarrillos o estirar las piernas. Sin embargo, yo permanecía siempre en el aula junto a los escasos estudiantes que, por cualquier razón, decidían quedarse. Uno de ellos, un querubín de lacia melena rubia, solía extraer del bolsillo interior de su abrigo una flauta dulce y arrancar a su instrumento unas notas entre falsas y burlonas; aquella música de cámara sonaba ciertamente extraña en el aula vacía. Yo me asomaba entonces a los barrotes de una de las ventanas y dejaba vagar la mirada sobre el majestuoso ginkgo del Jardín Botánico, cuyas hojas amarillas entibiaba el sol otoñal. Más allá de la verja del Jardín contemplaba el ir y venir de la vulgar y ciega gente por la calle. Pero el Ángel Flautista dejaba de tocar bruscamente; un ominoso murmullo, como el de una colmena,


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se iba adueñando del aula: el regreso del rebaño de estudiantes, pastoreado por el profesor de turno. A veces, aprovechando la ausencia de los profesores, irrumpían en el aula algunos alumnos mayores que convertían el grave recinto académico en improvisada tribuna política; sus labios desgranaban palabras atrevidas y desafiantes. Uno de aquellos oradores era muy popular entre nosotros: lucía melena y barba rojizas y ensortijadas, y no dudaba en encaramarse a un banco del patio para lanzar desde allí soflamas incendiarias; le llamaban Max el Humano. Aunque las autoridades académicas habían prohibido su entrada en las aulas, por haber perturbado reiteradamente el orden y la disciplina, aquel alborotador, lejos de amilanarse, seguía circulando a sus anchas por aulas y patios, como Pedro por su casa, para adoctrinar a alumnos y profesores. Discursos disolventes como los suyos solían provocar la intervención de la fuerza pública, que solo tenía que cruzar una estrecha calle para acceder a la Facultad. El claustro del venerable edificio se iba convirtiendo en escenario de violentas escaramuzas entre los estudiantes y la policía, secundada por torvos agitadores que invocaban el nombre de Cristo mientras blandían porras y cadenas. Una fría y somnolienta mañana de finales de enero encontré cerrada la puerta de la Facultad. Me acerqué a un puñado de estudiantes que parecían leer un anuncio fijado a la puerta. El texto informaba lacónicamente de que el Ministro había decretado la clausura indefinida de la Universidad. Me dije que aún faltaban cinco horas para el almuerzo, y que nunca había regresado tan temprano a la casa de huéspedes. No sabiendo muy bien qué hacer, empecé a caminar sin propósito alguno por las intrincadas calles de aquella ciudad desconocida para mí. Llegué a una espaciosa plaza donde sobresalía la imponente portada de piedra de la Audiencia. Vi cómo aparcaba junto a


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la puerta un furgón policial del que varios guardias sacaron, a empellones y sin consideración alguna, a un hombre esposado. Antes de desaparecer en el lóbrego interior del edificio, el detenido volvió la mirada hacia el cielo, como si buscara, con los ojos entornados, la caricia del sol. «La justicia penal sigue su curso inexorable», pensé. Decidí subir por un empinado y boscoso sendero que me condujo, después de una penosa ascensión, hasta la Fortaleza. Aunque la Fortaleza y sus jardines adyacentes eran uno de los así llamados monumentos nacionales, nunca había sentido la menor curiosidad por visitarla; ahora, un raro azar me llevaba a sus puertas con forma de herradura. Después de recorrer sin prisa los antiguos salones palaciegos y los patios donde el agua verdeaba en las albercas, subí a la torre del homenaje; desde allí pude contemplar un panorama insólito de la ciudad, que me dejó cautivado unos instantes. Una melodía familiar llegó a mis oídos. Me volví y descubrí al Ángel Flautista, vestido a la federica (tricornio, casaca y calzón corto), quien, sentado a horcajadas entre dos almenas, tañía su instrumento. Aquella música me arrancó de golpe de mis ensoñaciones y me devolvió a la realidad; pero me sentía incapaz de razonar o de adoptar cualquier decisión. Consulté mi reloj: era la hora de comer. Solo después de almorzar en la casa de huéspedes y tenderme en la cama, estuve en condiciones de meditar con claridad sobre lo sucedido: la Universidad había sido clausurada indefinidamente. Tras preguntarme si debía comunicar la noticia a mis padres, decidí no decir nada por el momento; en otro caso, me vería obligado a regresar a la casa paterna, aquella casa impregnada de un deprimente olor a sardina vieja que aborrecía desde la infancia. Al fin y al cabo, las clases podían reanudarse cualquier día. Pero mi decisión empezó a procurarme un placer desconocido: por primera vez en mi vida me sentía libre del


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sometimiento a cualquier autoridad, ya fuese familiar o académica; gozaba de una libertad tan inesperada que me parecía vergonzosa. Poco a poco, y merced a las nuevas circunstancias, mudé de hábitos, abandonando por entero el estudio para dedicarme a vagabundear por las calles. Solía recorrer la Gran Vía en dirección a la Alameda de Venus; o bien subir a la Fortaleza. Me gustaba callejear entre la multitud, sintiéndome como si me hallara en la soledad de mi cuarto. Solo me angustiaba la pobreza de mi estipendio, tan miserable que ni siquiera alcanzaba para adquirir una entrada de cine. Pero no pediría más dinero a mis padres; al menos mientras les siguiera engañando. Sentado en un banco de la Alameda de Venus, observaba a las parejas de amantes que, al oscurecer, pasaban de los besos a las caricias lascivas. A mi lado se acomodó una tarde un hombre entrado en años a quien no debieron pasar desapercibidas mis miradas. El hombre —imaginaos un ocioso frecuentador de parques y jardines públicos, mal afeitado y peor vestido, siempre al acecho de jóvenes incautos— me dirigió en seguida la palabra. Empezó por confesarme que era viudo —llevaba un brazalete negro en alivio de luto cosido a la manga de su chaqueta gris—; luego se declaró librepensador y devoto de Voltaire y del conde de Volney: la lectura de Las ruinas de Palmira había hecho caer el velo de ignorancia que antes cegaba sus ojos, convirtiéndole en El Amante de la Verdad. Pero muy pronto, el Librepensador desvió su perorata hacia el asunto que suponía más interesaba a su compañero de banco: me habló de mujeres. El Amante de la Verdad se había iniciado muy joven, de la mano de su propio padre, quien le llevó al Barrio de la Mancebía y le presentó a sus amigas las cortesanas, no sin antes advertirle de las vergonzosas e incurables enfermedades que podían contagiar a un hombre las tales mujeres si no se andaba con cien ojos. En


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aquellos tiempos, añadió, una moneda de cobre bastaba para un servicio completo. Por cierto que, casualmente, llevaba en el bolsillo una bagatela que tal vez me gustaría examinar: y deslizó en mi regazo una baraja de naipes ilustrados con fotografías en color de mujeres desnudas. Fui repasando uno por uno los naipes, sin demostrar ningún interés, hasta que reclamó poderosamente mi atención la fotografía de una mujer tocada con un gorro frigio que amasaba con un rodillo de madera una especie de besamel extendida sobre una mesa. Aunque la mesa ocultaba oportunamente la visión del pubis, quedaban al descubierto los senos, el vientre y las caderas de la mujer. Al pie de la fotografía figuraba una leyenda: La Liberté Cuisinière. El Librepensador me palmeó entonces el muslo, diciéndome: —Puedes quedarte la baraja. —Pero… —Ya me la devolverás —respondió el Librepensador, confiando, sin duda, en la posibilidad de un reencuentro.


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