El hombre que pudo matar a Franco

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Para Laura, Cote y Emilio, sin vosotros mi sueĂąo nunca se habrĂ­a cumplido.



NOTA DEL AUTOR

Al hacer referencia a La Inocenta, he decidido mantener el artículo delante del nombre y con el uso de mayúscula. Un evidente «catalanismo» que quiero obviar porque el personaje está inspirado en una maravillosa mujer que vivió en el edificio de mis padres. No deseo quitarle el tinte popular, próximo y coloquial al que tengo asociado el nombre



INTRODUCCIÓN LA POBLA DEL CAMP, TARRAGONA

 DE ENERO DE 

Una persistente capa de escarcha cubría como manto de hielo

los vitrales de la iglesia de la Pobla del Camp, resistiéndose a desaparecer a pesar de las cálidas caricias con las que le obsequiaba el aún tímido sol de media mañana. En su gélido interior, enclaustrado en la soledad de la sacristía desde primera hora del día, el pequeño Amadeu permanecía sentado junto a una ruidosa estufa de hierro fundido, que rechinaba al compás de las llamas, como si tuviera vida propia. Estaba terminando de preparar los enseres necesarios para la celebración de la misa dominical y, para combatir el aburrimiento, se puso a tararear en voz baja una conocida copla de Concha Piquer que empezó a sonar en aquellos momentos en la radio. Era un moderno receptor Telefunken, modelo concertina, que el padre Evaristo había trapicheado días atrás con un soldado italiano del Corpo di Truppe Volontarie a cambio de una docena de huevos frescos y una figurita de santa Rita de Casia, tallada en fino alabastro. Antes de cubrir el cáliz con la palia, el avispado monaguillo miró a su alrededor para asegurarse de que continuaba sin tener


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compañía. Solo entonces, una vez se cercioró de que efectivamente no había nadie más en la sacristía, se atrevió a coger del interior de la patena una de las circulares hostias de pan ácimo que todavía estaban sin consagrar. La untó generosamente en el vino de misa y se la metió en la boca con la inconsciente excitación de aquel que sabe que está haciendo algo prohibido. «El cielo tiene que saber así», pensó para sus adentros, mientras dejaba que el dulce sabor del néctar de la uva se apoderase durante unos segundos de su inexperto paladar. Sin embargo, su buen amigo Emilio vivía una realidad totalmente diferente, y había vuelto a perderse una nueva oportunidad de sacar provecho de su envidiada posición como monaguillo del pueblo, porque, para su desgracia, continuaba confinado en la habitación contigua, ayudando al padre Evaristo a revestirse. Por extraño que pudiera parecer, y visto desde la perspectiva de Amadeu, de un tiempo hacia acá, el pudoroso presbítero del pueblo se mostraba muy interesado en poder disfrutar siempre que tenía ocasión de la agradable compañía del bueno de Emilio. Y no dudaba en inventarse cualquier pretexto para arrastrarlo hasta la infecta soledad de sus aposentos privados. —¡Deja de mirarme como si tuviera monos en la cara y termina de una puñetera vez con lo que sea que estabas haciendo! Cuando al fin regresó a la sacristía, Emilio tenía los ojos vidriosos y la dolorosa convicción de que nadie podía ayudarle a escapar del sórdido infierno en el que se había convertido su existencia. —¿Has estado llorando? —¡A ti que te importa! —respondió su iracundo amigo escupiendo las palabras. —¡Tú tienes la suerte de ser más feo que el culo de un perro y encima cojeas del pie derecho! —¿Por qué me hablas así?


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—Da igual, no lo entenderías, nadie va a fijarse nunca en ti. —Emilio hizo una pausa, y se secó los ojos con las mangas de su ultrajada sotanilla—. Dame un poco de vino, necesito algo que me quite este horrible sabor de la boca. —¿Qué te ha pasado? —Deja de meterte donde no te llaman si no quieres que te dé un puñetazo en la nariz, y dame un poco de vino de una vez por todas. La feliz mañana en que los dos amigos fueron escogidos como los nuevos monaguillos del pueblo, superando a todos los mozos que aquel mismo año recibieron la primera comunión, se sintieron los chicos más afortunados de la tierra. Era un secreto a voces que su nuevo cometido les brindaba la posibilidad de disfrutar de algunos pequeños privilegios, una serie de regalos prohibidos que se encontraban fuera del alcance del resto de los niños de su edad, y que tendrían que ir descubriendo poco a poco, como probar el vino de misa a escondidas cuando se quedaban a solas en la sacristía, o sisar unos céntimos de la cesta de la recolecta aprovechando el momento en que pasaban por detrás del confesionario y se escabullían durante unos segundos de la férrea vigilancia del padre Evaristo. Luego, al salir de misa, se enzarzaban en una desigual carrera donde Emilio hacía todo lo posible para que su buen amigo no se sintiera un tullido. De forma que competían en una divertida persecución plagada de empujones y zancadillas, hasta llegar a su escondite secreto: un mágico lugar soñado en el hueco de un paciente roble de hojas peregrinas, donde sentían que nada podía dañarles. Después de recuperar el resuello, desenterraban un bote de latón que ocultaban bajo una piedra, tan pesada que solo podían mover si empujaban entre los dos, y allí recontaban las monedas que habían logrado juntar, como si fueran dos audaces bucaneros revisando su tesoro. Finalmente, regresaban


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al pueblo con una sonrisa dibujada en los labios, porque sabían que gracias a su privilegiada posición se encontraban un poco más cerca de hacer realidad sus sueños: comprarse una fabulosa bicicleta Orbea, con dos frenos de varillas y gomas de aire, que habían visto en el escaparate de un conocido garaje de Tarragona. Lo que ninguno de los dos podía sospechar era que aquella afortunada elección no había sido del todo casual. Pues, como más tarde descubrieron, en realidad respondía a los obscuros anhelos del padre Evaristo, y escondía un secreto envenenado que marcaría sus vidas para siempre. —Está bien, pero date prisa, el padre Evaristo no tardará mucho en salir de su habitación, y si nos descubre bebiéndonos el vino de misa seguro que nos expulsa de la iglesia a coscorrones. —Ojalá, pero ya te aseguro yo que no caerá esa breva. Amadeu extrajo un pequeño manojo de llaves del cajón del escritorio y, sin apartar la vista de la puerta que daba acceso a las habitaciones privadas del padre Evaristo, tomó una que lucía en la cabeza un sencillo bordado formado por tres círculos concéntricos. Luego, procedió a abrir uno de los portones del armario de roble alfonsino donde se guardaba el vino de misa y, con pulso tembloroso, extrajo de su interior una botella elaborada a base de uva garnacha. Sin perder tiempo, le sirvió un vaso a su sediento amigo, y contempló cómo este se lo bebía de un solo trago. —No seas tonto, si nos expulsa se acabarán todos nuestros privilegios, y todavía nos faltan veinticinco pesetas para poder comprarnos la bicicleta. —Me da lo mismo la dichosa bicicleta. Lo único que sé es que ya no quiero seguir siendo monaguillo, nunca más. —¿Pero qué narices te pasa? —Nada, jolines, que ya no me gusta estar todo el día en misa.


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—Pues antes bien que te gustaba, hasta decías que te ibas a hacer cura. —¡Pues ahora ya no! —contestó Emilio a punto de volver a romper a llorar—. ¡Ser monaguillo es una porquería y no pienso volver a pisar una iglesia hasta que los burros vuelen! —No te entiendo, últimamente estás muy raro. Estoy seguro de que te ha pasado alguna cosa y no me la quieres contar. —¡Déjame en paz! —No quiero, los amigos están para ayudarse —insistió Amadeu. —Es que no lo entiendes, nadie puede ayudarme. —Al menos déjame intentarlo. Emilio nunca pudo llegar a dar respuesta a las súplicas de su insistente amigo, porque el atronador rugido de unos feroces puños golpeando con saña contra la puerta principal de la iglesia les hizo enmudecer de golpe, y obligó al padre Evaristo a salir de su habitación a medio vestir. —¿Se puede saber a qué se debe este escándalo? —gruñó el padre Evaristo mientras se abotonaba a toda prisa la sotana—. Todavía falta más de media hora para la misa de las doce. —No lo sabemos —se limitó a responder Amadeu. —Pues no te quedes ahí pasmado como un idiota y ves a abrir la puerta antes de que la tiren abajo. Nada más abrir el portón, cinco harapientos soldados entraron en tropel hacia el interior de la iglesia, blandiendo sendos fusiles Máuser 98, con la bayoneta calada y el peine de cinco cartuchos cargado en posición de disparo; golpeaban sin ningún miramiento contra todo aquello que se interponía en su camino. El padre Evaristo salió al encuentro. Antes de dirigirse a ellos examinó detenidamente sus uniformes, tratando de identificar a qué bando pertenecían, pues era consciente de que si quería


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salir bien parado de aquella comprometida situación necesitaba escoger muy bien su saludo. Pero en un primer momento no fue capaz de identificar ningún símbolo que le ayudase a decidir si aquella mañana era falangista o de Esquerra Republicana de Catalunya. Un dilema que se disipó en cuanto entró en escena el sargento que se encontraba al mando de aquel violento pelotón. Un hombre de talla mediana, tirando a alto, delgado como un alambre, de tez morena y mirada inquisidora; lucía un poblado bigote, con las puntas alzadas hacia el cielo, y sobre la cabeza portaba una desgastada gorra de plato, con el tocado de fieltro rojo algo descolorido por el uso, y el temible escudo del Tabor Tetuán 54 sujeto encima de la visera. —¡Arriba España! —saludó el padre Evaristo con el brazo derecho en alto—. ¡Viva Cristo Rey! —¡Una, grande y libre! —le respondió el sargento con tono tedioso, como cansado de tratar con falsos patriotas—. Ya puede bajar el brazo, padre, los fieles a España no tienen nada que temer de nosotros. —Muchas gracias, mi sargento. —El padre Evaristo tragó saliva antes de continuar con su actuación—. Por un momento pensé que habíamos caído en manos de los republicanos. —De ellos precisamente quería hablarle —apuntó este, al tiempo que se descubría la testa—. Estamos persiguiendo a dos peligrosos comunistas que ayer a última hora de la tarde nos tendieron una emboscada en el cruce de Reus. Los muy cobardes salieron huyendo en cuanto les plantamos cara, y hasta el momento han logrado escabullirse de nuestras patrullas. Supongo que su intención inicial era reunirse con los últimos restos del V cuerpo del Ejército Republicano, que se está replegando en desbandada hacia Tarragona, pero todo apunta a que al final se han visto obligados a refugiarse en su pueblo. —Espero que su ataque no haya tenido éxito.


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—Por desgracia han matado a dos de nuestros mejores hombres. —Que Dios los acoja en su seno —apostilló el padre Evaristo mientras realizaba la señal de la Santa Cruz. —El soldado Faical no sé si estará muy conforme con sus bendiciones —dijo, haciendo gala de un evidente mal humor—. Supongo que se habrá dado cuenta de que mis hombres son africanos, y por mucho que se empeñen en capitanía yo creo que no son muy cristianos. —No diga eso, si luchan por España es porque han abrazado la auténtica fe de Cristo. Solo hay un Dios verdadero y es nuestro deber difundir su sagrada palabra. —Lo que usted diga, padre, pero será mejor que dedique sus bendiciones al otro hombre que hemos perdido. —El adusto rostro del sargento se ensombreció por unos segundos, mostrando que todavía le quedaban sentimientos—. Se llamaba Eduardo y era el asistente del capitán. Apenas tenía trece años, pero mostraba más valor que muchos de mis hombres. —Seguro que Dios, nuestro Señor, le guarda un lugar a su diestra. —Seguro…, pero dejémonos de monsergas y vayamos al grano. No tengo mucho tiempo que perder. —Usted dirá. El sargento se frotó el mentón con el dorso de la mano. —Necesito que me ayude a identificar a esos malditos rojos. —Estoy a su entera disposición. Aunque debo admitir que no sé muy bien cómo voy a poder ayudarle. Hasta aquella fría mañana del mes de enero, el fantasma de la guerra había pasado casi de puntillas sobre las insignificantes vidas de los habitantes de la Pobla del Camp. Por un momento, se habían atrevido a pensar que serían capaces de escapar a las atrocidades de aquel conflicto sin sentido. Una guerra fratricida


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que se había iniciado tras el fracaso parcial del golpe de estado del 17 de julio del 36, y que parecía estar llegando a su final después de la victoria del bando Nacional en la cruenta batalla del Ebro. Su desgracia fue olvidar que la muerte es una convidada paciente, tenaz y perseverante, que nunca desaprovecha la oportunidad de reclamar aquello que por derecho es suyo. —Ya están todos, mi sargento. —Perfecto —asintió este, sin dejar de hurgarse los dientes con un palillo de madera ennegrecido por el uso—. No se esconda, padre, ahora le toca a usted. El padre Evaristo llegó hasta la posición donde se encontraba el sargento con la frente perlada por un sudor frío y molesto, y que mostraba a todo el mundo que aquella incómoda situación le estaba sobrepasando. Se situó a su derecha sin mediar palabra y, aprovechando que este seguía distraído hurgándose los dientes de manera compulsiva, se tomó unos segundos para lanzar una mirada hacia la interminable hilera de rostros suplicantes que los soldados del Tabor Tetuán 54 habían formado frente al muro exterior del cementerio. —¿Se puede saber a qué está esperando? —le instó el sargento. —Le estaba pidiendo a Dios, nuestro Señor, que guie mis pasos durante este difícil trance. —Déjese ya de tantos rezos inútiles, y empiece de una maldita vez con la dichosa identificación —dijo de malas formas—. La tarde se nos está echando encima y no quiero que nos caiga la noche camino del campamento. Apremiado por los impacientes requerimientos del sargento, el padre Evaristo se situó en uno de los extremos de aquella funesta rueda de reconocimiento, y empezó a caminar lentamente, bajo la atenta mirada de sus atemorizados convecinos. Cuando apenas había avanzado un par de metros, comenzó


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a notar que los pies le pesaban tanto que parecía que llevase plomo en los zapatos, y tuvo que detenerse un momento para no caerse de bruces contra el suelo. —Joder, padre, ¿qué coño le pasa ahora? —Nada, nada, solo me he mareado un poco —dijo mientras trataba de recuperar el resuello—. Debe ser por culpa de la tensión. —Pues espabile de una puta vez. Ya le he dicho que quiero volver al campamento antes de que anochezca. —Sí, sí…, enseguida continuo con el reconocimiento. —Accedió a pesar de estar paralizado por el miedo—. Deme solo un minuto para recobrar el aliento. —No me estará tomando el pelo ¿verdad? —Le aseguro que no, tan solo necesito un momento para recuperarme. La terrible idea de que aquello no iba a terminar bien no dejaba de rondarle en la cabeza, fruto del propio temor a morir y del inevitable dilema moral que había surgido en su interior al saber que iba a condenar a muerte a dos desconocidos. Pero, le gustase o no, él se debía a su parroquia. Pues al margen de la enfermiza atracción que sentía por los niños, a la que se aficionó durante su larga estancia en el seminario y que nunca llegó a ver como un verdadero pecado, siempre se había tenido por un buen pastor. Así que se armó de valor, tragó saliva y se dispuso a hacer lo único que podía sacarles con vida de aquel atolladero: «desenmascarar a los comunistas fugados». En realidad, su cometido no era tan difícil. Después de siete espinosos años ejerciendo como párroco de la iglesia de la Pobla del Camp, podía decir con total seguridad que conocía perfectamente a todos los habitantes del pueblo, incluso a aquellos que no acudían de forma regular a los santos oficios. Lo único que necesitaba era descubrir dos rostros desconocidos en medio de


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sus aterrados feligreses. Daba igual si se trataba de los peligrosos rojos que el sargento andaba buscando, o de dos simples viajantes que habían parado en la cantina para descansar. Pero cuando quiso darse cuenta, ya había terminado con su siniestro paseíllo. Desconcertado, miró hacia atrás para asegurarse de que no se había dejado a nadie, consciente de que si no entregaba a los dos comunistas tendrían un grave problema. Consternado ante el funesto panorama que se abría frente a él, lanzó un profundo suspiro al confirmar que lo único que había descubierto a lo largo del recorrido era el terrible miedo a morir que aquellas buenas gentes guardaban en la mirada. —Lo siento mucho, mi sargento, pero los hombres que anda buscando no se encuentran aquí —afirmó el padre Evaristo con rotundidad—. Supongo que al final se han unido a los restos del Ejército Republicano. —¡No me joda, padre! —Entiendo su disgusto, pero es la verdad. —¿Está usted seguro? —inquirió el sargento visiblemente decepcionado—. Quizás tenga que mirar otra vez. —No me hace falta, como le he dicho esos asesinos comunistas no están aquí. —Está bien, usted sabrá lo que hace, pero tenga presente que su obstinada actitud puede representar un serio inconveniente para todos. —No sé qué pretende insinuar. Conozco a todos y cada uno de estos hombres personalmente, y respondo por ellos ante Dios, nuestro Señor, y ante cualquiera que se atreva a dudar de mi palabra. El padre Evaristo decidió que había llegado la hora de plantar cara a aquel desaliñado suboficial, que no parecía dispuesto a abandonar el pueblo sin haber probado la sangre. Ahora le tocaba a él defender a su rebaño, los mismos que le habían ayudado


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a sobrevivir durante las indiscriminadas matanzas de religiosos perpetradas por los republicanos durante los primeros meses de la guerra. Le escondieron en sus propias casas, aun a riesgo de poner en peligro sus propias vidas. Decidió colocarse bien el alzacuello, tratando de mostrarse tan digno como aquella situación le permitía, y se preparó para hacer frente a las previsibles amenazas que con toda seguridad iba a recibir. —Pues ya me dirá usted cómo salimos de este embrollo, porque mi capitán se ha empecinado en que le llevemos los cuerpos de esos jodidos bolcheviques, y ni yo ni mis hombres tenemos ganas de seguir buscando. —Entiendo perfectamente que esta situación le incomode, a nadie le gusta decepcionar a sus superiores. Por ello, me ofrezco a interceder por vos delante de su capitán, y me comprometo a no dejar de rezar ni un solo segundo hasta que encuentre el paradero de esos desalmados comunistas. —¡Joder, padre! —El sargento cerró los ojos y apretó los labios tratando de encontrar una solución a aquel molesto imprevisto—. Eso no me sirve de nada. —No digas eso, hijo mío, nunca se debe subestimar el poder de Dios. Con su ayuda no hay montaña que no pueda escalarse. —Como usted quiera, pero sepa que no me ha dejado otra salida. —¿Qué quiere decir? —Quiero decir que, a no ser que alguien se decida a delatar a esos malditos traidores, o que ellos mismos decidan entregarse de forma voluntaria, yo personalmente escogeré a dos personas al azar de entre todos los presentes y luego ordenaré a mis hombres que los fusilen delante de todo el pueblo. —¡No puede hacer una cosa así! —denunció el padre Evaristo—. ¡Eso sería un asesinato!


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—No me toque los cojones, padre —gruñó el sargento—. Por si no se había dado cuenta, esto es una maldita guerra, y si usted se niega a colaborar tendrá que aceptar las consecuencias. Así que apártese de mi camino si no quiere que les fusilemos a todos por encubridores. Nada más apagarse el eco de las amenazadoras palabras del sargento, un nervioso susurro se elevó por encima de los muros del cementerio, sin que nadie quisiera escucharlo. Era un ahogado lamento nacido de los desesperados rezos de los hombres, que después de enfrentarse a la incrédula mirada de sus compañeros más cercanos, comprendían que nadie iba a ayudarles y rogaban a Dios en voz baja para no ser los escogidos. —¡Yo sé dónde están los comunistas! El sargento se volvió al escuchar la quebrada voz de Emilio, que resonó con fuerza a sus espaldas dejando a todos boquiabiertos. —¿Estás seguro? —Sí, señor —respondió el muchacho haciendo un esfuerzo sobrehumano para lograr controlar los nervios. —Está bien, soy todo oído. —Esta mañana, a primera hora, han venido a la iglesia dos hombres muy extraños preguntando por el padre Evaristo. Estaban muy nerviosos y parecían tener mucha prisa, así que les indiqué que se encontraba en la sacristía y se dirigieron hacia allí sin perder ni un segundo —puntualizó Emilio, ante la atónita mirada de todos los presentes—. Al principio no pude escuchar muy bien lo que decían, pero pude ver perfectamente cómo el padre Evaristo les entregaba un zurrón lleno de comida y dos hábitos viejos. Luego, aprovechando que estaban distraídos hablando entre ellos, me acerqué un poco más porque quería saber quiénes eran aquellos desconocidos, y fue entonces cuando escuché perfectamente cómo el padre Evaristo les llamaba «camaradas», y les decía que él personalmente se encargaría de entretener a las


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tropas nacionales. Luego se despidieron a la voz de «no pasarán» y se marcharon en dirección a Tarragona. —¡Se puede saber qué narices estás diciendo! —protestó con vehemencia el padre Evaristo, que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando—. ¡Eso es una sucia mentira! —Vaya, vaya, ahora entiendo muchas cosas. —El sargento frunció el ceño y se azuzó el bigote con gesto pensativo—. Tendría que habérmelo imaginado al ver que todavía seguía con vida. —No se equivoque, mi sargento, le aseguro que este maldito mocoso está mintiendo. Yo soy fiel a España, detesto a los republicanos y a todo lo que representan, y si he logrado sobrevivir a sus matanzas es únicamente gracias a la ayuda de mis feligreses. —¿Por qué tendría que creerle a usted en lugar de al muchacho? —Porque yo soy un representante de Dios en la tierra, y este desgraciado no es más que un maldito embustero. El sargento dudó unos segundos antes de tomar una decisión. Su poblado bigote se movía de forma expresiva, bailando sobre los labios mientras pensaba. Entonces emitió un chasquido con la lengua y anunció cuál era su sentencia. —Formad un pelotón y fusiladle —dictaminó haciendo caso omiso a las balbuceantes súplicas del padre Evaristo—. Pero antes que el chico elija a otro desgraciado entre los hombres del pueblo, necesitamos dos cuerpos si no queremos que el capitán se enoje. —¡Soy inocente, les juro sobre la santa Biblia que soy inocente! El padre Evaristo sollozaba amargamente, pero sus inútiles lamentos quedaron silenciados por los graznidos de una solitaria pareja de cuervos, que contemplaba la escena posada sobre las ramas desnudas de una arboleda cercana. —Puede ser. Pero, como le he dicho antes, tengo ganas de volver al campamento antes de que anochezca. Así que prefiero creer al muchacho.


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El sargento se aproximó hasta el lugar donde se encontraba Emilio, y posó su huesuda mano sobre el hombro derecho del valeroso zagal. —¿A quién has elegido para que acompañe al curita? —Aquel. Emilio señaló con pulso firme hacia la fila de rostros suplicantes, y con el dedo índice extendido escogió a Mateu, el tabernero. Nadie supo por qué le escogió a él, en realidad no tenía motivos para escoger a ninguno de ellos, pero no le tembló el pulso a pesar de saber que estaba dictando su sentencia de muerte. Lo único que quería era terminar de una vez por todas con aquella farsa y ver como el padre Evaristo desaparecía para siempre de su vida. —Tienes agallas —admitió el sargento—. ¿Quién de todos estos desgraciados es tu padre? —Yo no tengo padres. —¿Cómo es eso? —Murieron en un incendio cuando era muy pequeño y desde entonces vivo con mi hermana. —Lo siento. —No importa, ya me he acostumbrado. Por un momento creyó ver al pequeño Eduardo reflejado en el destello de sus enormes ojos marrones. —Me caes bien. —Usted a mí también. —¿Te gustaría ser el nuevo asistente del capitán? —Sí —contestó Emilio con aire triunfal. —Pues ve a casa y despídete de tu hermana —le dijo con ternura—. Pero date prisa, partiremos hacia el campamento en cuanto carguemos los cuerpos de los condenados. —No hace falta, ella nunca me ha querido. El sargento sintió la tentación de abrazarle, pero se contuvo.


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—Como quieras, entonces quédate a mi lado para ver la ejecución. —Gracias, mi sargento. ¿Puedo pedirle un favor? —¿De qué se trata? —Me gustaría quedarme con la cruz que el padre Evaristo lleva colgada al cuello. El sargento era un hombre desconfiado por naturaleza, y aquella inesperada petición le puso la mosca detrás de la oreja. —¿Por qué la quieres? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Acaso es una pieza de mucho valor? —No lo sé, mi sargento. Yo no entiendo de eso —dijo Emilio apretando los puños con fuerza—. La quiero porque siempre me ha gustado y porque el padre Evaristo tiene una deuda pendiente conmigo. —Está bien. Les diré a mis hombres que me la traigan después de la ejecución y, si no es muy valiosa, dejaré que te la quedes. La joya en cuestión era una pequeña cruz forjada con oro bajo, de escaso valor, que representaba una fidedigna réplica de la sagrada Cruz de Caravaca. Según cuenta la leyenda, dicha cruz estaba hecha con un trozo del Lignum Crucis, y fue llevada por dos ángeles hasta el santuario de Caravaca, para que un humilde clérigo cautivo de los sarracenos pudiera oficiar una misa. Pero para el pequeño Emilio aquella cruz tenía un valor incalculable, porque representaba su victoria sobre el padre Evaristo y le serviría para recordar, mientras viviera, que nunca más dejaría que nadie volviera a aprovecharse de él. —Me parece justo. —Ahora vamos a acabar con esto de una vez por todas — anunció el sargento satisfecho—. Hemos perdido mucho tiempo y la noche se nos va a echar encima antes de llegar al campamento.


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¡Carguen, apunten, fuego! El pequeño Amadeu tenía una pierna ocho centímetros más corta que la otra, una molesta malformación congénita con la que había aprendido a convivir con el paso de los años, y que no le impidió subir de dos en dos los estrechos escalones que conducen hasta lo alto de la torre del campanario. Una vez arriba, se encaramó al mirador para poder contemplar como los soldados del Tabor Tetuán 54 abandonaban el pueblo, pues guardaba la velada esperanza de que su inseparable amigo del alma se girase un segundo para dedicarle una última mirada de despedida antes de que su delgada figura se perdiese para siempre entre las líneas del tiempo. Pero Emilio no se giró, quizás porque no tenía ganas, o tal vez porque no tenía fuerzas para despedirse de él. Fuera como fuese, Amadeu continuó esperando encaramado a la ventana del mirador, con la mirada clavada en el horizonte, convencido de que su buen amigo regresaría tarde o temprano. Aguantó allí hasta bien entrada la noche, y no se dio por vencido hasta que el gélido aliento de la campiña secó la última lágrima que se atrevió a resbalar sobre sus sonrojadas mejillas.


CAPÍTULO I CIUDAD DE BARCELONA

 DE JUNIO DE 

El trolebús que cubría diariamente el primer servicio de la línea 40 —un modelo Berliet-Vetra de la serie 701, montado sobre un robusto bastidor de tres ejes y equipado con suspensión por ballestas—, se deslizaba con obligada parsimonia sobre las adoquinadas calles de la ciudad condal. En la práctica, aquel singular vehículo era uno de los últimos trolebuses que todavía seguían en activo por aquellos días. Los dirigentes de Tranvías de Barcelona S. A. habían iniciado un ambicioso plan para renovar toda la flota de vehículos eléctricos, sustituyéndolos por modernos autobuses Pegaso propulsados por motores diésel. Aunque lejos de resignarse a su destino, aquel símbolo con ruedas representaba una larga etapa de la vida ciudadana de Barcelona, una época llena de altibajos que arrancó en plena posguerra y que ahora se encontraba muy cerca del final. Quizás por eso, los operarios de la sección de chapa y pintura de los talleres de Sarriá decidieron repintar su metálico esqueleto con el novedoso color «azul porcioles» que tanto revuelo estaba levantando entre la ciudadanía; y lo lucía sin complejos a lo largo y ancho de toda la ciudad.


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Para un extraterrestre que acabase de aterrizar en pleno Paseo de Gracia, aquella repentina invasión de color azul celeste que estaba experimentando la ciudad no supondría más que un pequeño cambio, sin ninguna importancia real. Un capricho baladí, de discutible gusto estético, promovido seguramente por el controvertido alcalde don José María de Porcioles. Pero, para la mayor parte de los habitantes de Barcelona, aquel insignificante guiño de color cielo suponía mucho más. Suponía el anuncio a los cuatro vientos de que su ciudad se estaba esforzando por dejar definitivamente atrás los difíciles años de la posguerra, suponía la proclamación definitiva de que estaban preparados para pasar página a una terrible época de penurias y lamentos. Una amarga etapa de la historia de nuestro país marcada por las cartillas de racionamiento y el pan de centeno. Un oscuro pasaje de nuestro pasado reciente ahogado por el miedo a la censura y los sueños en blanco y negro. Era lunes. En la radio sonaba el nuevo tema de los Rolling Stones Paint it, Black, el Ferrol había ganado por 1-0 al Sans en la fase de ascenso a Segunda División, y, como cada mañana, Amadeu Canals Riera se dirigía hacia el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón del Tibidabo, dispuesto a iniciar una nueva jornada laboral. Viajaba sentado en el primer asiento del trolebús, el que se encuentra situado justo detrás del pequeño habitáculo reservado para el conductor. Un lugar que venía ocupando de manera ininterrumpida desde hacía más de quince años, seguramente porque era una de esas personas que le tienen un miedo atroz a los cambios. Sus años como monaguillo en la iglesia de la Pobla del Camp ya quedaban muy lejos en el tiempo, tanto que ya ni tan siquiera recordaba lo bonito que era ser un niño, sin más preocupaciones que tratar de ser feliz. El inexorable devenir de


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los años había convertido al pequeño Amadeu en una de aquellas personas a las que nadie recuerda, un ser casi invisible para el resto de la humanidad, y que deambula por la vida sin pena ni gloria, escondido permanentemente detrás de los gruesos cristales oscuros de sus inseparables gafas de pasta de acetato y doble bisagra reforzada. A simple vista, cabría afirmar que su vida carecía de cualquier aliciente. Se levantaba cada día a las seis en punto de la mañana, ni un minuto más ni un minuto menos. Después de quitarse las legañas, se preparaba el desayuno, que, como era de esperar, siempre era lo mismo: una taza grande de café con leche y tres tostadas de pan bañadas en abundante aceite de oliva con una pizca de sal. A las siete menos cuarto, salía por la puerta de su modesto pisito de dos habitaciones y, una vez en la calle, se dirigía hasta la parada de inicio de trayecto de la línea 40. Esta se encontraba situada en la esquina entre la Ronda de San Pablo y la calle Marqués del Duero, de forma que llegaba con el tiempo justo para subirse al trolebús de las siete. Luego recorría toda la línea hasta llegar a última parada, que se encontraba ubicada en la calle del Palomar. Allí le recogía un compañero de trabajo, que tenía la fortuna de ser propietario de un Seat 850, de color tabaco, y subían juntos hasta el templo. Al final de la jornada repetía el mismo trayecto, pero a la inversa, de forma que no llegaba a casa hasta bien pasadas las nueve de la noche. Una invariable rutina que repetía de lunes a sábado, a lo largo de los 365 días del año, pues hacía tiempo que había renunciado a sus merecidas vacaciones estivales porque no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. Aun así, por extraño que pudiera llegar a parecer, Amadeu se consideraba un hombre feliz. El trabajo que realizaba como conserje del templo parecía hecho a su medida. Desde el primer instante en que cruzó por el ornamentado tímpano del pórtico


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de la cripta, se enamoró perdidamente de aquel singular edificio nacido de la imaginación de don Enric Sagnier i Villavecchia. Y desde entonces, se había entregado en cuerpo y alma a velar por su conservación. Como cuasi todo cuanto tenía, había conseguido aquel empleo gracias a la mediación de su piadosa tía Valentina, que tuvo que remover cielo y tierra después de que su sobrino decidiera abandonar el seminario a tan solo un mes de su ordenación. Una decisión que a primera vista podría parecer un tanto precipitada, pero que de no ser tan cobarde tendría que haber tomado mucho antes, pues ya hacía tiempo que sabía a ciencia cierta que no tenía vocación para vestir los hábitos. De igual manera, el edificio donde entró a vivir después del desagradable incidente del seminario era propiedad de una de las empresas del esposo de su tía Valentina, don Javier de la Serna y Salazar. No era nada del otro mundo, pero tenía que agradecerle que hasta la fecha no le hubiese reclamado nunca el pago del alquiler. Aunque, a cambio de tanta generosidad, el primer domingo de cada mes tenía que ir a comer al ático que la feliz pareja tenía en la Ronda del General Mitre, y soportar los sermones de su beata tía, que al no haber sido bendecida por Dios, nuestro Señor, con un hijo nacido de sus entrañas, volcaba en su sobrino todo el instinto maternal que guardaba dentro de su diminuto cuerpecillo. Por suerte para Amadeu, Rosita, que era el ama de llaves de su tía Valentina, tenía la mano rota preparando canelones, y este no mostraba ningún reparo en comerse una docena de aquellos deliciosos rollos de carne picada bañados generosamente en bechamel, a la par que asentía con la cabeza a todo cuanto su tía tenía a bien decirle. Por otro lado, todo aquel que le conocía convenía al decir que Amadeu era un hombre de gustos sencillos. No se le conocía ningún vicio destacable, aparte de ser un fiel seguidor del Futbol Club Barcelona o, como ahora se les llamaba, un


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entregado «culé». Le gustaba acudir al Camp Nou a presenciar todos los partidos que se disputaban, y el mayor exceso que se permitía era saborear una copa de Brandy Fundador el domingo por la tarde, mientras escuchaba la radio sentado en el sillón del comedor. Tampoco tenía una familia a la que mantener, de forma que, con el modesto sueldo que recibía por su trabajo como conserje, tenía más que de sobras para llegar holgadamente a final de mes y ahorrar un poco de dinero por si llegaban tiempos peores. En definitiva, podía decir sin miedo a equivocarse que disfrutaba de una vida sencilla y sin sobresaltos. Lo que el bueno de Amadeu no podía ni imaginarse era que aquella calurosa mañana del mes de junio, el destino le había preparado una desagradable sorpresa. Su apacible existencia estaba a punto de dar un giro de noventa grados, de convertirse en una delirante pesadilla que le empujaría sin remedio hacia un terreno totalmente desconocido para él, y que volvería a acercarle a una persona perteneciente a un pasado que ya creía olvidado. —¡Amadeu! —gritó con todas sus fuerzas el padre Segismundo desde lo alto de las veintitrés escalinatas que dan acceso al pórtico de la cripta—. ¡Han traído una citación a tu nombre! —¿Qué? —¡Que tengo una carta para ti! —¿Para mí? —¡Sí! —¿Ha dicho una carta? —¡Sí! —volvió a responder el sacerdote a grito pelado, mientras le mostraba la inesperada misiva con la mano derecha alzada. —¿Está usted seguro de que va a mi nombre? Hace mucho tiempo que nadie me escribe una carta.


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—Seguro, hasta me he puesto las gafas de cerca para asegurarme. —Está bien, ahora mismo voy, en cuanto termine con lo que estoy haciendo —le respondió Amadeu, desde la zona reservada para el aparcamiento, mientras terminaba de recoger los últimos restos de la boda que una joven pareja de la pujante burguesía catalana había celebrado en el templo el domingo anterior. —Como quieras —convino el padre Segismundo resignado—. Yo tengo que salir, debo ir a confesar a tu tía Valentina. Sigue delicada de salud y hace casi una semana que no recibe la eucaristía. —Dele recuerdos de mi parte. —¿Qué dices? —¡Que le de recuerdos de mi parte! —Así lo haré —dijo antes de marcharse—. Te dejo la carta encima de la mesa de mi despacho. —Muchas gracias, enseguida voy a recogerla. Después de pasarse más de una hora barriendo diminutos granos de arroz y esquivos pétalos de rosa, Amadeu comprobó satisfecho que ya no quedaba por recoger ni un solo resto del feliz acontecimiento que allí se había celebrado el día anterior, y decidió que por fin había finalizado con la importante tarea que le había sido encomendada. Dejó la escoba y el recogedor en el cuarto de las herramientas, se limpió los cristales de las gafas con un pañuelo de lino que llevaba sus iniciales bordadas en una esquina y, sin mucha prisa, se dirigió hacia el despacho del padre Segismundo dispuesto a recoger la misteriosa misiva que al parecer había recibido. Por el camino trató de imaginar quién podía haberle escrito unas letras. No tenía demasiados amigos, en realidad le sobraban dedos en una mano para contarlos a todos y, teniendo en cuenta que los cuatro vivían muy cerca de su domicilio, parecía


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improbable que ninguno de ellos hubiera decidido comunicarse con él mediante una carta. Tampoco parecía factible que el remitente fuera algún miembro de su familia. Que él supiera solo su tía Valentina seguía con vida, y si finalmente se trataba de un pariente perdido le resultaría imposible adivinarlo. De forma que no tardó mucho en desistir, aunque tenía que reconocer que cada vez le intrigaba más saber quién podía ser el misterioso autor de aquel correo. Nada más traspasar la puerta del despacho, el suave aroma del incienso de sándalo, que procedía de un incensario dorado con calados góticos situado sobre una estantería, se apoderó de sus sentidos. Era un aroma familiar, que le transportó hasta su etapa como novicio en el Seminario Conciliar de Barcelona, y que por unos segundos consiguió hacerle olvidar el verdadero motivo que le había llevado hasta allí. Por fortuna, el padre Segismundo conocía muy bien a su atolondrado protegido, y se había asegurado de dejar la carta en un lugar donde resultase perfectamente visible. De forma que Amadeu no tardó mucho en localizarla y regresar de nuevo a la cruda realidad. «Vaya, así que esta es la dichosa carta», pensó intrigado. Cuando por fin tuvo el sobre entre las manos, su mirada se centró de forma instintiva en el pequeño membrete de color negro que figuraba impreso en la esquina superior izquierda: «Cuerpo General de Policía». Las dudas le asaltaron. ¿Realmente quería abrirla?, ¿estaba preparado para enfrentarse a lo que fuera que hubiese en su interior?, ¿qué necesidad tenía de leerla? Amadeu era consciente de que una vez abierta ya no habría marcha atrás. Una vez conociera su contenido quedaría obligado a afrontar las consecuencias, así que se detuvo un instante para estudiarla minuciosamente antes de decidirse a desvelar el


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misterioso secreto que guardaba en su interior. Como buen aficionado a la filatelia, lo primero que captó su atención fue que en el sobre no había ningún sello y tampoco estaba franqueado. Eso significaba que no había llegado hasta él siguiendo los conductos habituales, sino que alguien se había tomado la molestia de subir hasta el templo personalmente para entregársela en mano al padre Segismundo. A continuación, comprobó que realmente iba dirigida hacia su persona. Releyó varias veces su nombre antes de admitir que no había ningún error, y luego se dedicó a repasar letra a letra todo el escrito, para tratar de averiguar si reconocía a la persona que se escondía detrás de aquella cuidada caligrafía. Pero aquellas letras firmes y perfectamente alineadas no pertenecían a nadie que pudiera identificar. Después de analizar hasta el más ínfimo detalle del anverso del sobre, empujado por una curiosidad casi enfermiza que estaba a punto de consumirle, se decidió a girarlo para descubrir quién era el remitente. Su ritmo cardiaco se aceleró de manera preocupante, y todos sus temores se confirmaron cuando descubrió que la firma que figuraba en el reverso correspondía al último nombre que nadie se querría encontrar en una citación oficial: Brigada Político-Social

«Esto debe ser un error», se repetía Amadeu en voz baja una y otra vez, tratando de convencerse a sí mismo de que aquello no le estaba sucediendo en realidad. De repente, un sudor frío empezó a empaparle la frente. Acto seguido notó como la vista se le nublaba, como si tuviera un velo en los ojos, y, sin poder hacer nada por evitarlo, sintió que perdía el equilibrio. En un acto reflejo se dejó caer sobre el sillón estilo Luis XV que se encontraba frente al escritorio, y lanzó la carta sobre la mesa como si quisiera alejarse de ella.


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Después de sufrir un repentino desmayo producto de la impresión, Amadeu abrió los ojos tratando de recordar cómo había llegado hasta allí, al tiempo que luchaba por incorporarse apoyando la espalda contra el respaldo del sillón. Todavía se notaba algo mareado. Al recuperar el conocimiento se dio cuenta de que no era capaz de decir con exactitud cuánto tiempo había permanecido desvanecido, aunque no le importó demasiado, lo único que recordaba con claridad era la carta. De forma instintiva, rebuscó con la mirada entre los muchos papeles que se encontraban amontonados sobre el desordenado escritorio del padre Segismundo, hasta que logró localizar el sobre asomando bajo un montón de hojas dominicales. Lo primero que hizo fue volver a comprobar el remitente, para asegurarse que lo había leído bien, aunque en realidad estaba seguro de que no se había equivocado. Resultaba evidente que ser citado por la BPS no podía significar nada bueno. Quien más y quien menos, tenía un familiar o un conocido lejano que había sido llamado por la policía secreta del régimen bajo cualquier pretexto y del que nunca más se volvió a saber nada. Por su mente empezaron a desfilar imágenes dantescas de hombres torturados, seres sin rostro que recibían brutales palizas durante el transcurso de un interrogatorio y profundas fosas comunes ocupadas por cientos de cuerpos sin identificar. «Esto debe ser un error», seguía repitiéndose una y otra vez para tratar de tranquilizarse, aunque cada vez resultaba más evidente que allí no había error posible. Lo que sí estaba fuera de toda duda, era que él no había hecho nada malo, más bien todo lo contrario. Se podría decir sin miedo a equivocarse que Amadeu era un ciudadano ejemplar: creyente declarado y católico practicante; respetuoso con el régimen y con sus máximos mandatarios; sin olvidar que a sus 37 años nunca le habían


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sancionado ni con una simple multa de aparcamiento. Así que, siendo realistas, no tenía nada que temer. Aunque le citase la mismísima Inquisición. Aquella idea pareció reconfortarle en un primer momento, pero al cabo de unos minutos el efecto balsámico de tamaña evidencia se giró en su contra y, por extraño que pudiese parecer, empezó a generarle todavía más dudas. «Esto debe ser un error». Amadeu estaba tan asustado que llegó a pensar que volvería a desmayarse. Aquella situación le estaba desquiciando, así que decidió que lo mejor que podía hacer era guardarse la carta en el bolsillo y esperar hasta llegar a casa para conocer su contenido. Lo único que resultaba evidente era que aquel no era el mejor momento para abrir el sobre, así que salió del despacho del padre Segismundo dispuesto a proseguir con la tranquilizadora monotonía de sus aburridos quehaceres diarios. El resto de la jornada transcurrió sin más sobresaltos destacables, aunque él tenía la cabeza en otra parte. Durante el viaje de regreso se pasó todo el trayecto pensando en la misteriosa misiva. Al sentarse en el asiento del trolebús tuvo que hacer un esfuerzo para no abrirla allí mismo, de forma que decidió distraerse dejando que su mirada se perdiese entre las calles de su ajetreada ciudad. Hasta que, mientras circulaban por la calle de Cerdeña a la altura de la Avenida de Primo de Rivera, el dulce traqueteo del trolebús hizo que se quedara dormido con la cabeza apoyada contra la ventanilla. —¡Señor! —advirtió el conductor del trolebús—. Hemos llegado a la última parada. —Gracias —le respondió Amadeu—. Me había quedado traspuesto. —No se preocupe, no es la primera persona a la que le pasa. Más de uno tiene que volver hacia atrás porque se ha pasado de parada. —Supongo que todos vamos un poco justos de horas de sueño.


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—Son los inconvenientes de los nuevos tiempos que nos ha tocado vivir, antes la vida era mucho más sencilla. —Cuánta razón tiene, amigo, cuánta razón tiene. Amadeu descendió del trolebús entre bostezos, un hecho que agravó todavía más los habituales problemas que ya de por sí tenía a la hora de abandonar el vehículo. Aquella sociedad no estaba pensada para los discapacitados. Los incómodos zapatos ortopédicos con alzas que tenía que llevar, y la excesiva altura que mediaba entre el último escalón de la plataforma de acceso y el bordillo de la acera, eran solo uno de los muchos obstáculos que tenía que sortear a lo largo del día; el siguiente fue esquivar la bulliciosa cola que se había formado justo enfrente de la parada del trolebús, con el objeto de conseguir mesa en el restaurante que se encontraba situado en el mismo chaflán. Era una modesta casa de comidas, reconocible a simple vista por el toldo verde que decoraba la entrada, y que de un tiempo hacia acá se había hecho famoso entre las gentes del barrio gracias a sus precios populares y a los platos de cuchara que preparaba su oronda propietaria. Merecían mención aparte los callos con garbanzos y guindillas de Tudela que preparaba siguiendo la tradición de una receta de tres generaciones. Una vez superado aquel último obstáculo, Amadeu continuó avanzando por la calle de San Pablo y luego giró por la calle de la Riereta, donde apresuró el paso todo lo que pudo para tratar de llegar hasta el obrador, que se encontraba en la esquina con la calle Vistalegre, antes de que bajase la persiana. —Buenas noches. —Buenas noches, Amadeu. —Sonrió Judith desde detrás del mostrador—. Ya pensaba que hoy no vendrías. —He estado a punto de desistir, las proezas físicas no son mi fuerte y he tenido que venir corriendo desde la parada del trole


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para llegar antes de que cerrarais. Pero ya sabes que no puedo pasar sin mi ración diaria de pan recién horneado. Por un momento todas las preocupaciones de Amadeu desaparecieron como por arte de magia. La misteriosa carta de la BPS, el cansancio acumulado después de una dura jornada de trabajo y hasta la dichosa cojera quedaron relegadas a un segundo plano por la dulce sonrisa de la bella Judith, que aquella tarde estaba más radiante que de costumbre, pues se había recogido su larga melena cobriza a un costado de la cabeza, haciéndose un moño que recordaba a una fotografía de Mónica Vitti que había sido portada del ¡Hola! apenas unas semanas atrás. —Pues la próxima vez no hace falta que te hagas el valiente, a ver si vamos a tener un disgusto. Aunque no hubieras llegado a tiempo no te habrías quedado sin pan, mi madre ya te había apartado una barra y después de cerrar tenía pensado acercarse hasta tu casa para llevártela. Amadeu no dijo nada, pero lo que en realidad necesitaba no era su ración diaria de pan, si no ver a su hermosa amiga antes de ir a dormir. —Tu madre es una santa, dale las gracias de todas formas. —¿Quieres alguna cosa más? —Sí, ponme también una bolsa de recortes. —Te gustan muy torrados, ¿verdad? —Sí, qué bien conoces mis gustos. —Serán cuatro pesetas. Amadeu se metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacó un pequeño monedero de piel con las costuras visiblemente desgastadas. Abrió la cremallera y rebuscó en su interior hasta que encontró un duro lo suficientemente lustroso como para ser digno de las delicadas manos de Judith. Todavía recordaba, como si fuera ayer, la primera vez que la vio. Por aquel entonces Amadeu era un joven asustado que aca-


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baba de dejar el seminario, y Judith una niña revoltosa con largas coletas pelirrojas y la cara sembrada de pecas. Su madre, la señora Lola, le cosía la ropa a la tía Valentina y, para ayudarle a integrarse en el barrio, le propuso que diera clases de Latín a su pequeña a diez céntimos la hora. Con el paso del tiempo aquella relación de compromiso se fue estrechando y, como si fuera una rosa que florece entre zarzales, empezó a surgir entre ellos una hermosa amistad. La joven Judith encontró en Amadeu al hermano mayor que siempre quiso tener, y este se convirtió en un pariente postizo que siempre estaba dispuesto a escucharla cuando tenía algún problema. Nunca dudó a la hora de ofrecerle un hombro amigo sobre el que llorar y sabios consejos en los momentos de zozobra. Aunque en realidad, lo único que él anhelaba era estar cerca de ella, porque desde la primera vez que la vio se enamoró perdidamente de su contagiosa sonrisa. Era consciente de que el suyo siempre sería un amor imposible, un amor prohibido que nunca le podría confesar. Pero fuera como fuese podía decir que estaba enamorado, y ese hermoso sentimiento le hacía sentirse vivo, como si fuera un chico normal, y le ayudaba a seguir adelante en un mundo que no estaba hecho para la gente como él. —Aquí tienes —le dijo como si le entregase un anillo de diamantes. —Por cierto, Isabelita ha organizado un guateque este domingo en la torre que se han comprado sus padres en Vallvidrera — explicó Judith, al tiempo que le devolvía el cambio—. Según me han dicho, se ha comprado un tocadiscos nuevo que le ha costado tres mil pesetas y, sabiendo como le gusta dárselas de millonaria, supongo que quiere restregárnoslo por la cara. —Pues no vayáis, y así se quedará con las ganas. —No seas tonto, si no vamos no podremos criticarla. Amadeu se encogió de hombros y negó con la cabeza varias veces, desconcertado ante la inesperada respuesta de su joven amiga.


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—El que os entienda que os compre. —Si te apetece puedes venir con nosotros. Tenemos una plaza de sobras en el coche y, a pesar de las ínfulas de Isabelita, seguro que será una fiesta muy divertida. —Gracias, pero ya sabes que no me gustan los guateques. Hay demasiada gente. —Jolines, Amadeu, mira que eres rarito. —¿Por qué lo dices? —Porque eso es precisamente lo bueno de los guateques. Poder hablar con la gente, tomarse un refresco, bailar con la chica que te gusta y escuchar un poco de música de importación. —Supongo que tienes razón, en el fondo no soy más que un bicho raro —admitió resignado—. Aunque no sé cómo narices quieres que baile con estos zapatones. —Pues no bailes, siéntate en una silla y disfruta del ambiente. —No sé, ya me lo pensaré. —Ahora viene cuando me dirás que tienes alguna cosa mejor que hacer. —No. —Amadeu hizo una pausa para pensar bien su siguiente pregunta—. ¿Quién va a ir? —Los de siempre. —¿Irá Pablo? —Pues claro, por algo es mi novio. Esa no era la respuesta que Amadeu había imaginado. Las palabras de Judith le hicieron perder las pocas ganas que ya de por sí tenía de ir al dichoso guateque de Isabelita, y encima le restregó por la cara que aquel hippy con aire de sabelotodo era su novio. Judith se merecía algo mejor. Todo el mundo en el barrio coincidía al decir que aquel chico no hacía para ella, aunque luego añadían la sobada frase que el amor es ciego, y soltaban la bromita recurrente que en aquellos momentos lo mejor que podían hacer por ella era comprarle un bastón y unas gafas oscuras.


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Amadeu no tenía mucha experiencia en asuntos del corazón, pero hasta para él resultaba evidente que, en aquellos momentos, Judith parecía incapaz de ver más allá de los adorables ojos azules de su empalagoso prometido. ¿Cómo podía gustarle un personaje como Pablo? Con unas melenas tan largas que, cuando estaba de espaldas, se parecía más a una mujer que a un hombre de verdad. Judith se merecía a alguien del estilo de Rock Hudson, o del prototipo de masculinidad a lo Cary Grant. De nada servían las sabias advertencias de su madre, que no paraba de repetirle que lo único que aquel chico iba a traerle eran problemas. Pues, por muy guapo que fuera, no era más que un soñador con la cabeza llena de pájaros, un mal estudiante de derecho, sin oficio ni beneficio; y, según decían las malas lenguas, miembro de una célula clandestina del partido comunista. —Ya te diré algo, pero no creo que pueda ir. —Lo sabía —replicó Judith visiblemente molesta—. Siempre que menciono a Pablo te cambia la cara. —No, no…, ni mucho menos —balbuceó Amadeu tratando de improvisar una excusa que pudiera parecer creíble—. Lo que pasa es que me acabo de acordar que, justo este domingo, me toca ir a comer a casa de mi tía Valentina. —Me parece lamentable que intentes engañarme, pero al menos te podrías inventar un pretexto que resultase creíble. —¡No es ningún pretexto! —replicó tratando de parecer ofendido. —Amadeu, el primer domingo del mes fue precisamente ayer —se limitó a recordar Judith—. Además, te conozco perfectamente y sé que siempre que mientes empiezas a parpadear de forma compulsiva y no paras de rascarte la nariz. —¡Eso no es cierto! Judith hizo una pausa para confirmar su teoría.


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—¡Lo ves! —dijo al cabo de dos segundos—. En realidad, no sé para qué me molesto en invitarte. —Está bien, iré a esa dichosa fiesta solo para que me dejes en paz. —Eso ya me gusta más, seguro que al final me lo agradeces —aseveró, al tiempo que esbozaba una pícara sonrisilla—. Con un poco de suerte aún te encontraremos novia. —¡No necesito que nadie me busque novia! —Eso es lo que tú crees, pero como dice mi madre: «Todo hombre necesita tener a su lado a una buena mujer». —¡Pues yo no! —gruñó Amadeu—. Estoy muy bien solo, y si por casualidad quisiera encontrar novia me la buscaría yo solito. —Bueno, bueno, ahora no te enfades conmigo. —No me he enfadado, pero me molesta que todos os creáis con derecho a entrometeros en mi vida. —Perdona si te he molestado, solo era una broma. Cuando se relajó, se dio cuenta de que Judith no era la culpable de sus problemas. —No pasa nada, perdóname tú a mí por mis malas pulgas. Supongo que estoy muy cansado, mejor me voy a dormir antes de que me mandes a tomar el viento. —Hasta mañana, Amadeu, y no te enojes conmigo. En el fondo sabes que te quiero y que todo lo hago por tu bien. Amadeu salió de la panadería orgulloso de tener una amiga como Judith. Contento y a la vez resignado al darse cuenta de que seguía siendo incapaz de resistirse al encanto de su contagiosa sonrisa, aunque no tardó ni tres pasos en volver a recordar que llevaba en el bolsillo la dichosa carta de la BPS. Lanzó una mirada involuntaria hacia el reloj, y aceleró el paso al darse cuenta de que se le había hecho muy tarde. Sin perder ni un segundo, enfiló por la calle de la Riereta hasta llegar a la altura de San Paciano, luego giró a la derecha y fue a desembocar a


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la calle Carretas, justo enfrente del inmueble de cuatro plantas donde vivía. El edificio se alzaba en medio del Raval, escondido tras un pequeño ejército de tendederos permanentemente repletos de ropa y siempre dispuestos a desvelar los más íntimos secretos de sus estrafalarios inquilinos. —Parece que vamos a tener otra larga noche de calor. Las inesperadas palabras de la señora Teodora pillaron a Amadeu por sorpresa, pues no se había percatado de que estaba sentada en su viejo balancín junto a la puerta de la carbonería, y su profunda voz manchada de tizne consiguió asustarle como si hubiera visto una aparición. —Vaya susto que me ha dado... —admitió Amadeu, a punto de sacar el corazón por la boca—. Estaba tan distraído pensando en mis cosas que no la había visto. —Es normal, ya hace tiempo que me he acostumbrado a ser invisible. —No diga eso, mujer. Cualquiera que la escuche pensará que nadie le hace caso. —Es la verdad. —No sea exagerada —le recriminó con deferencia—. Vivir sola no es agradable, pero usted sigue siendo toda una institución en el barrio. —Ya no, hijo mío, eso era antes. —La señora Teodora profirió un hondo suspiro antes de continuar—. Todavía recuerdo cuando la gente tenía que hacer cola delante de mi tienda para comprar carbón y teas para prender la cocina. Pero con la llegada del butano los hábitos han cambiado, ya casi nadie utiliza carbón y el negocio está en la ruina. Lo único que me queda de los viejos tiempos es el mote que me pusieron al poco de morir mi Antonio. —A mí nunca me han gustado los motes.


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Amadeu no llegó a coincidir en el tiempo con el marido de la señora Teodora. Pero como todos en el barrio, sabía perfectamente que, desde el mismo día en que murió, empezaron a conocerla como la Viuda Negra. Un siniestro sobrenombre que no le venía por haberse cargado a su marido, al que quería con devoción, sino porque como tenía la vivienda adosada a la carbonería siempre llevaba la ropa manchada de hollín. —Pues a mí no me molesta, al contrario, si quiere que le diga la verdad hasta he llegado a cogerle cariño. —Es usted demasiado buena. Amadeu observó a la anciana mujer con cierta tristeza. Examinó detenidamente su enjuto rostro de perfil aguileño mientras esta volvía acomodarse en su vieja tumbona, y trató de imaginarse cómo debía haber sido cuando era moza. Pero no le fue posible. Pues, aunque hacía ya más de quince años que la conocía, siempre la recordaba igual. —¡Queréis callaros de una puñetera vez! —gritó doña Aurora fuera de sí, sacando medio cuerpo a través de la pequeña ventana del dormitorio—. ¡Cada noche la misma monserga! En un primer momento, Amadeu y la señora Teodora se miraron sorprendidos, pensando que aquellas iracundas quejas iban dirigidas hacia ellos. Entonces, se hizo el silencio, y un irritante sonido llegó hasta sus oídos, descubriendo que el origen de las protestas de su vecina procedía del primero primera. Si no estaba equivocado, aquel era el piso donde se había alojado un fogoso matrimonio de murcianos, llegado a la ciudad condal dos semanas atrás, porque a él le habían contratado para trabajar en las obras de ampliación del metro. —No se enoje, doña Aurora —le respondió la Viuda Negra sin moverse del balancín—. Por mucho que grite no van a escucharla. —No me extraña, desde que han llegado no hay quien viva en este edificio.


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—No será para tanto. —Como usted vive en la tienda no se entera de nada, pero yo que vivo justo encima de ellos estoy harta de tanto alboroto. Cada noche la misma historia, primero se pasan dos horas chillando a grito pelado y discutiendo por cualquier tontería, y luego están toda la noche haciendo las paces en ese maldito colchón de muelles oxidados. —Déjeles, son jóvenes y todavía tienen ganas de hacer las paces —apuntó la Viuda Negra añorando los viejos tiempos—. Lo que daría yo por volver a tener una buena discusión con mi Antonio. —Por eso mismo yo nunca me he casado, y puede estar segura de que no ha sido por falta de pretendientes. La señora Teodora puso cara de desesperación al intuir hacia dónde quería llevar la conversación su mojigata vecina. —No me dirá que va a empezar otra vez con la trillada historia de la ópera de París. —Usted lo que tiene es envidia, porque nunca ha salido de estas cuatro calles —repuso, sin darse por aludida—. Y, para que lo sepa, cuando actué en la ópera de París los hombres más influyentes de toda Francia hacían cola en la puerta de mi camerino, dispuestos a regalarme un pedacito de cielo a cambio de una noche junto a mí. Porque, aunque le duela reconocerlo, de joven yo era una mujer de rompe y rasga. —Ya sabía yo que al final iba a sacar el dichoso tema de París. A ver cuándo se da cuenta de que nadie se cree su historia. Doña Aurora, que era como le gustaba que la llamasen, era una pretenciosa solterona que presumía siempre que tenía oportunidad de haber formado parte de la compañía de premiers danseurs de la ópera de París. Aunque todo el mundo en el barrio sabía que su mayor logro había sido ser la vedette suplente de un vodevil algo subidito de tono, que se representó en el teatro Apolo durante tres únicas semanas.


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—La compañía es muy grata, pero debo abandonarlas —dijo Amadeu tratando de no parecer maleducado—. Mañana tengo que madrugar, y si no duermo mis seis horas reglamentarias no soy persona. —Hable con su tía Valentina y dígale lo de esos degenerados —apuntó doña Aurora antes de que Amadeu entrase en el portal—. Si no toma cartas en el asunto se va a quedar sin inquilinos. —No se preocupe, seguro que mi tía ya está al corriente de todo. —Eso espero, porque si es por esta vieja solterona todavía tendríamos que darles las gracias. —¡Solterona por respeto a mi difunto Antonio, porque si yo hubiese querido maridos me sobraban! —Mariduchos de tres al cuarto, de esos que se arriman a cualquiera por un plato de sopa caliente. —¡Es usted una mala pécora! Amadeu aprovechó que sus dos vecinas se habían vuelto a enzarzar en una acalorada discusión sobre los muchos hombres que habían pretendido a cada una de ellas, y entró en el portal sin despedirse. Mientras subía las escaleras para dirigirse a su vivienda, situada en el cuarto primera, los nervios volvieron a apoderarse de él. La carta de la BPS parecía cobrar vida en el interior de su bolsillo, y ya no podía aguardar ni un minuto más para desvelar su contenido. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era cruzarse con La Inocenta, su desvergonzada vecina de rellano, pero estaba claro que aquella jornada el destino no parecía dispuesto a concederle ninguna facilidad. —Buenas noches, padre Amadeu. —Buenas noches, Inocenta —le respondió visiblemente ruborizado ante la insinuante indumentaria que lucía—. Pero debo


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volver a recordarle que, aunque estuve tres años en el seminario, nunca llegué a recibir la orden sacerdotal. De forma que soy tan laico como usted. —Ya lo sé, pero me gusta que me lo repita. —Antes de continuar, hizo una premeditada pausa para humedecerse los labios—. Tiene usted una voz preciosa, como la de un locutor de radio, y encima utiliza unas palabras tan refinadas que me entran ganas de seguir escuchándole toda la noche. «Que Dios me asista», pensó Amadeu azorado. —Tendrá que disculparme, pero esta noche tengo mucha prisa. —¿Ha quedado con una mujer? —No, no… solo es que tengo cosas que hacer. —¿Cosas que hacer? —La pregunta sonó malintencionada—. Si usted quiere le dejo que me confiese totalmente gratis. La Inocenta era consciente del innegable poder de atracción que ejercía sobre su vecino de rellano, aunque para ella aquellos chispeantes encuentros no eran más que un pequeño divertimento. No era prostituta por elección. La guerra la dejó viuda demasiado joven, y después de verse obligada a ser la amante repudiada de un violento capitán de los nacionales, no le quedó otra salida que abandonar el pueblo y venir a la ciudad para intentar ganarse la vida sacando partido de lo único que le quedaba: un cuerpo de infarto, nacido para el pecado. —¡No sea descarada! —Amadeu no podía evitar ponerse colorado como un tomate siempre que La Inocenta le provocaba con alguna de sus insolentes insinuaciones—. ¡Ya le he dicho más de cien veces que no tengo potestad para confesarla! —Pues usted se lo pierde, porque le aseguro que yo sí que tengo protestad de esa para hacerle llegar al séptimo cielo. —«Potestad», Inocenta, se pronuncia «potestad»... —le respondió Amadeu, mientras se esforzaba por abrir la puerta tra-


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tando de no mirar los obscenos gestos que La Inocenta hacía con la lengua—. Buenas noches. —Buena noches, padre Amadeu. Espero que se acuerde de mí en sus sueños, porque yo no me olvidaré de usted en los míos. Una vez a salvo dentro de la ficticia seguridad de su pisito con cocina propia, Amadeu echó el pestillo y se quedó varios segundos con la oreja apoyada contra la puerta. Le gustaba escuchar el rítmico repicar de los tacones de La Inocenta golpeando contra la dura superficie de piedra de las escaleras, hasta que sus pasos se perdían entre el bullicio habitual del edificio. Aquella insinuante mujer tenía el don de sacarle de sus casillas, siempre buscándole con sus obscenas insinuaciones a pesar de saber que él nunca cedería a ellas. ¿O quizás sí? A veces, en la soledad de su habitación, Amadeu se había imaginado yaciendo junto a ella, acariciándole el pelo, besando aquellos húmedos labios sedientos de compañía. Tenía que admitir que lo que sentía por su vecina era muy distinto a lo que sentía por Judith. La Inocenta despertaba en él instintos que no podía controlar. Aunque se negaba a admitirlo, la deseaba, era un deseo carnal. Un deseo tan poderoso que tenía miedo de no ser capaz de controlarlo. Una vez se convenció de que nadie más volvería a importunarle aquella noche, se quitó los incómodos zapatones ortopédicos que tenía para andar por la calle, y se calzó unas zapatillas de fieltro de estar por casa. Luego fue a la cocina y encendió la radio para poder escuchar lo que quedaba del noticiario de Radio Peninsular de Barcelona, y dejó el pan encima de la mesa. Solo entonces, cuando al fin se sintió a salvo del mundo, decidió que había llegado la hora de saber qué demonios quería de él la BPS.


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Saltaba a la vista que aquella carta iba a traerle problemas. Por un momento valoró la posibilidad de no abrirla, de prenderle fuego en el hornillo de la cocina y hacer ver que se había olvidado de recogerla. Pero sabía perfectamente que era incapaz de mentir, y mucho menos ante un agente de policía. De forma que no le quedó más remedio que armarse de valor, y abrir el sobre de una vez por todas para leer su contenido. Por la presente se procede a la citación oficial del ciudadano don Amadeu Canals Riera, vecino de la calle Carretas, número 19, a fin de que se presente el próximo día 09 de junio, a las 12 horas, en las dependencias policiales, sitas en la Vía Layetana, con el objeto de SER ENTREVISTADO.

Nada más terminar de leerla supo que tenía un grave problema. Le habían citado para «ser entrevistado» en la comisaría de Vía Layetana, y allí solo iban los sindicalistas recalcitrantes o los sospechosos de pertenecer al ilegalizado Partido Comunista. Por otro lado, tendría que pedir permiso en el trabajo, pero no podía explicarles la verdad. Si su tía Valentina se enteraba de que había sido citado por la BPS, seguro que pondría el grito en el cielo y cabía la posibilidad de que le pusiera de patitas en la calle para evitar que la relacionaran con alguien investigado por la policía secreta del régimen. Estaba claro que se encontraba metido en un buen lío, y lo peor de todo era que no sabía por qué. A pesar de todo, decidió continuar leyendo, aunque sabía que llegados a este punto las cosas solo podían empeorar. Y así fue, pues casi vuelve a perder el conocimiento cuando descubrió el nombre de quien firmaba aquella inquietante citación:


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Inspector en jefe de la Brigada de Investigación Social de Barcelona: Emilio Díaz Palacios.

Amadeu sintió como si un martillo le golpease en la cabeza, como si fuera un boxeador que encaja un tremendo derechazo que está a punto de enviarle a la lona. Volver a pronunciar aquel nombre removió en su interior recuerdos que guardaba encerrados en lo más profundo del alma, imágenes de un pasado que se esforzaba por olvidar desde el mismo día en que los soldados del Tabor Tetuán 54 irrumpieron en la iglesia, y reabrió sangrantes heridas que en realidad nunca habían llegado a cerrar. Porque aquella funesta jornada del 10 de enero del 39, cuando abandonaron el pueblo camino del campamento, el sargento y sus hombres se llevaron consigo algo más que a su mejor amigo y a dos almas perdidas. Sin saberlo, también se llevaron para siempre los últimos vestigios de su niñez, envueltos entre lágrimas de sangre, y le obligaron a despertar a un mundo para el que todavía no estaba preparado.


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